R espirar. Cómo hacerlo para que nadie se diera cuenta de que estaba despierto. Fingir un ronquido profundo y regular, relajar el labio inferior. Y lo más importante: no mover los párpados, que el corazón lata con regularidad y las manos se queden flojas. A las dos de la madrugada, cuando entraran a comprobar si necesitaba otra dosis inmovilizante, verían al paciente de la habitación 17 de la segunda planta sumido en un sueño de morfina. Si quedaban convencidos, tal vez evitasen la inyección y le quitaran las correas, así sus manos podrían disfrutar de la sangre. La clave para imitar un semicoma, lo mismo que para hacerse el muerto boca abajo en un campo de batalla embarrado, consistía en concentrarse en un objeto neutro. En algo que asfixiara cualquier insinuación casual de vida. Hielo, pensó, un cubito, un carámbano, un estanque helado, un paisaje escarchado. No. Demasiada emoción en las lomas heladas. ¿Fuego entonces? Nunca. Demasiado activo. Necesitaba algo que no despertara ninguna sensación, que no alentara ningún recuerdo —agradable o vergonzoso—. Solo buscarlo ya le alteraba. Todo le recordaba hechos cargados de dolor. Imaginaba una hoja en blanco y se acordaba de la carta que había recibido, la que le había hecho un nudo en la garganta: «Ven cuanto antes. Ella habrá muerto si tardas mucho». Finalmente decidió que la silla del rincón sería su objeto neutro. Madera. Roble. Lacada o pintada. ¿Cuántos barrotes tenía el respaldo? ¿El asiento era plano o curvado, para el trasero? ¿Estaba hecha a mano o fabricada en serie? Si estaba hecha a mano, ¿quién fue el carpintero y de dónde sacó la madera? Inútil. La silla suscitaba preguntas, no vacía indiferencia. ¿Y el mar en un día soleado visto desde la cubierta de un transporte de tropas, sin horizonte ni esperanza de encontrarlo? No. Tampoco, porque entre los cuerpos que mantenían fríos abajo, quizá estuvieran sus amigos del pueblo. Tendría que concentrarse en otra cosa: un cielo nocturno y sin estrellas, o, mejor, unas vías de ferrocarril. Sin paisaje, sin trenes, solo vías interminables…, interminables.
Le habían quitado la camisa y las botas de cordones, pero los pantalones y la chaqueta del ejército (nada eficaces para el suicidio) los habían dejado colgados en el armario. No tenía más que recorrer el pasillo y salir por la puerta de emergencia, que nunca estaba cerrada desde que se declaró un incendio en aquella planta y una enfermera y dos pacientes murieron. Es lo que le había contado Crane, ese viejo charlatán que mascaba chicle como un poseso mientras lavaba los sobacos al paciente, pero para él que solo era un cuento inventado por el personal para poder salir a fumar. Su primer plan de fuga consistió en golpear a Crane cuando fuera a limpiarle la suciedad. Pero para eso tenía que soltarse las correas, y era demasiado arriesgado, así que optó por otra estrategia.
Dos días antes, esposado en el asiento trasero del coche patrulla, volvió la cabeza violentamente para ver dónde estaba y adonde le llevaban. Nunca había estado en aquel barrio. Su territorio era el centro de la ciudad. Nada destacaba en particular excepto el llamativo letrero de neón de un restaurante y un cartel enorme en el jardín de una iglesia diminuta: AME Sión. Si conseguía llegar a la salida de incendios, ahí se dirigiría, a Sión. Pero, antes de escapar, tenía que conseguir unos zapatos de algún modo, como fuera. Andar por la calle en pleno invierno sin zapatos era lo mejor que podía hacer para que lo arrestasen y le volvieran a encerrar en el pabellón y lo condenaran por vagancia. Interesante ley…, vagancia, o sea, estar en la calle o caminar sin un propósito claro. Llevar un libro ayudaría, pero ir descalzo desmentiría su «propósito», y quedarse quieto en algún sitio podría dar lugar a una denuncia por «merodear». Sabía mejor que la mayoría que no hacía falta estar en la calle para alterar el orden legal o ilegalmente. Podías estar bajo techo, llevar años viviendo en tu casa, y aun así hombres con placa o sin ella, pero siempre con pistola, podían obligarte a ti y a tu familia y a los vecinos a hacer las maletas y a largarte…, con o sin zapatos. Hace veinte años, a los cuatro años, tenía zapatos, aunque la suela de uno de ellos se despegaba a cada paso. Los vecinos de quince casas recibieron la orden de abandonar su pequeño barrio de la periferia. Veinticuatro horas, les dijeron, o ateneos a las consecuencias. Las «consecuencias» eran «la muerte». Por la mañana temprano les entregaron los avisos, así que, haciendo balance, el día consistió en confusión, ira y un ir y venir de maletas. Al anochecer, la mayoría se estaba marchando, en vehículos si los había, si no, a pie. Y, sin embargo, a pesar de las amenazas de aquellos hombres que llevaban la cara tapada o no, y de las súplicas de los vecinos, un viejo llamado Crawford se sentó en las escaleras del porche de su casa y se negó a desocupar su casa. Los codos en las rodillas, las manos entrelazadas, mascando tabaco, esperó toda la noche. Justo después del amanecer, al cumplirse las veinticuatro horas, le pegaron con tubos y culatas de fusil hasta matarlo y lo ataron a la magnolia más vieja del condado, la de su propio jardín. Quizá la querencia por aquel árbol que, solía presumir de ello, había plantado su bisabuela, lo puso tan terco. Al amparo de la noche, algunos vecinos volvieron furtivamente, lo desataron y lo enterraron bajo su amada magnolia. Uno de los sepultureros contó a quien quiso escucharle que al señor Crawford le habían sacado los ojos.
Aunque los zapatos eran vitales para la evasión, el paciente no tenía. A las cuatro de la madrugada, antes de salir el sol, consiguió aflojar las correas de lona, se desató e hizo jirones el camisón del hospital. Se puso los pantalones y la chaqueta del ejército y recorrió el pasillo descalzo. Salvo por el llanto en la habitación contigua a la salida de incendios, todo estaba tranquilo —ni el chirrido de los zapatos de algún viejo, ni risitas sofocadas, ni olor a tabaco—. Las bisagras gruñeron cuando abrió la puerta y el frío le golpeó como un martillo.
El hierro helado de la escalera de incendios dolía tanto que saltó por encima de la barandilla para hundir los pies en la nieve del suelo, más cálida. La maníaca luz de la luna, que hacía el trabajo de las estrellas ausentes, armonizaba con su desesperado frenesí e iluminaba su encorvada espalda y las huellas que dejaba en la nieve. Llevaba la medalla por los servicios prestados en el bolsillo pero ninguna moneda, así que no pensó en buscar una cabina para llamar a Lily. De todas formas no lo habría hecho, y no solo por su fría despedida, sino porque le daba vergüenza necesitarla en aquellos momentos: fugitivo del manicomio y descalzo. Cerrando con ahinco el cuello de la chaqueta, evitando la acera, de la que habían limpiado la nieve con palas, por los bordillos llenos de nieve recorrió tan deprisa como le dejaron los residuos de medicación las seis manzanas que separaban el hospital de AME Sión, la pequeña parroquia de madera de dos plantas de altura. Habían limpiado la nieve de los escalones del porche, pero no había luces encendidas. Llamó con los nudillos; fuerte, pensó, para lo ateridas que tenía las manos, pero sin amenazar, no como cuando un grupo de ciudadanos aporrea una puerta, o la chusma, o la policía. La insistencia dio sus frutos. Se encendió una luz y la puerta se abrió una rendija, y luego más, mostrando a un hombre canoso en bata de franela, con las gafas en la mano y frunciendo el ceño ante la insolencia de un visitante que llegaba antes del amanecer.
Quiso decir «Buenos días» o «Perdone», pero su cuerpo tiritaba violentamente, como si fuera una víctima del baile de san Vito, y los dientes le castañeteaban tanto y tan fuer te que no pudo articular palabra. El hombre de la puerta se hizo cargo de la situación de su tembloroso visitante y retrocedió para dejarle entrar.
—¡Jean! ¡Jean! —Se volvió hacia las escaleras y llamó al piso de arriba antes de invitar al visitante a pasar—. Dios mío —masculló cerrando la puerta—. Estás fatal.
El visitante quiso sonreír, pero no pudo.
—Soy Locke, reverendo John Locke. ¿Y tú?
—Me llamo Frank, señor. Frank Money.
—¿Vienes de abajo, del hospital?
Frank asintió mientras daba patadas al suelo para que los dedos de los pies volvieran a la vida.
El reverendo gruñó.
—Siéntate —dijo. Luego, meneando la cabeza, añadió—: Has tenido suerte, hermano Money. Venden muchos cuerpos en ese sitio.
—¿Venden cuerpos? —repitió Frank dejándose caer en el sofá. Solo vagamente le importó o le preocupó lo que aquel hombre estaba diciendo.
—Ajá. A la facultad de medicina.
—¿Venden cadáveres? ¿Para qué?
—Pues, ya sabes, los médicos necesitan trabajar con muertos pobres para ayudar a los ricos vivos.
—John, ya basta. —Jean Locke bajaba las escaleras atándose el cinturón de la bata—. No dices más que tonterías.
—Mi mujer —dijo Locke—. Dulce como la miel, pero a veces se equivoca.
—Señora… Siento… —Todavía tiritando, Frank se levantó.
La señora Locke le interrumpió.
—No es necesario. Sigue sentado —dijo, y se metió en la cocina.
Frank obedeció. En la casa no había viento, pero hacía casi tanto frío como en la calle, y las fundas de plástico bien tirantes que cubrían el sofá no ayudaban.
—Disculpa si la casa está demasiado fría —dijo Locke al ver los labios tiritantes de Frank—. A la lluvia estamos habituados, a la nieve no. ¿De dónde vienes?
—Del centro de la ciudad.
Locke volvió a gruñir. Eso lo explicaba todo.
—¿Y quieres volver?
—No, señor. Quiero ir al sur.
—Ya. ¿Y cómo es que has terminado en el hospital y no en la cárcel? Allí llevan a la mayoría de los que encuentran descalzos y a medio vestir.
—Por la sangre, supongo. Tenía mucha recorriendo mis mejillas.
—¿Y por qué tenías toda la cara manchada de sangre?
—No lo sé.
—¿No te acuerdas?
—No. Solo recuerdo que hubo un ruido. Fuerte. Muy fuerte. —Frank se frotó la frente—. ¿Quizá me metí en una pelea? —dijo con tono de pregunta, como si el reverendo supiera por qué le habían tenido dos días atado y sedado.
El reverendo Locke le miró con preocupación. No con nerviosismo, solo con preocupación.
—Tal vez creyeran que eras peligroso. Solo por estar enfermo no te habrían ingresado. ¿Adónde ibas exactamente, hermano? —Seguía de pie, con las manos a la espalda.
—A Georgia, señor. Si puedo.
—Eso nunca se sabe, queda mucho camino. Y bien, hermano Money, ¿tienes dinero? —Locke sonrió. Le hizo gracia su propio ingenio.
—Algo llevaba cuando me cogieron —respondió Frank. En esos momentos en los pantalones solo llevaba la medalla del ejército. Y no era capaz de recordar cuánto le había dado Lily. Solo sus labios curvados hacia abajo y su mirada implacable.
—Y ya no lo tienes, ¿verdad? —Locke entornó los ojos—. ¿Te busca la policía?
—No —dijo Frank—. No, señor. Solo me dieron unos cuantos empujones y me encerraron en el pabellón de los locos. —Formó un hueco con las manos y respiró en su interior—. No creo que me acusen de nada.
—Aunque lo hicieran, no llegarías a saberlo.
Jean Locke volvió con un cuenco de agua fría.
—Mete aquí los pies, hijo. Está fría, pero no conviene que los calientes demasiado deprisa.
Frank metió los pies en el agua y suspiró.
—Gracias.
—¿Por qué lo han encerrado? La policía, me refiero. —Jean dirigió la pregunta a su marido, que se encogió de hombros.
Por qué, ciertamente. Aparte de aquel rugido del B-29, no recordaba qué había hecho exactamente para llamar la atención de la policía. Si él no se lo podía explicar, cómo lo iba a hacer a una amable pareja que le había ofrecido ayuda. Si no se estaba peleando, ¿estaría meando en la acera? ¿Insultó a alguien que pasaba, a unos niños que volvían del colegio? ¿Se estaba golpeando la cabeza contra una pared o estaría escondido detrás de unas plantas en algún jardín trasero?
—Seguro que hice algo malo —dijo—. Eso tuvo que ser.
Era cierto que no se acordaba. ¿Se había tirado al suelo al oír de pronto una detonación? Tal vez se hubiera enzarzado en alguna trifulca o quizá se había echado a llorar delante de unos árboles —para pedirles disculpas por algo que no había hecho—. Lo que sí recordaba era que en cuanto Lily cerró la puerta tras él y a pesar de la importancia de su misión, su ansiedad se volvió inmanejable. Se tomó unas cuantas copas para tranquilizarse antes del largo viaje. Cuando salió del bar, la ansiedad había desaparecido, pero también la cordura. Volvieron la rabia —que flotaba libre a su alrededor—, el odio a sí mismo disfrazado de culpa de los demás. Y los recuerdos que habían madurado en Fort Lawton, donde, tan pronto como le licenciaron, empezó su vagabundeo. Nada más desembarcar pensó en mandar un telegrama a casa, porque en Lotus nadie tenía teléfono. Pero las operadoras estaban en huelga y con ellas los empleados de telégrafos. En una postal de dos centavos escribió: «Fíe vuelto sano y salvo. Nos vemos pronto». «Pronto» no llegó porque no quería regresar a casa sin sus «compañeros». Estaba demasiado vivo para presentarse ante los padres de Mike y de Stuff. Su fácil respiración y su ser ileso serían un insulto para ellos. Por mucho que inventara alguna mentira sobre su heroica muerte, no podría culparles por su rencor. Además, odiaba Lotus. Sus vecinos crueles, su aislamiento y en especial su indiferencia con respecto al futuro solo resultarían tolerables si sus compañeros hubieran regresado con él.
—¿Cuánto hace que has vuelto? —El reverendo Locke seguía allí. Había suavizado la expresión.
Frank levantó la cabeza.
—Un año.
Locke se rascó la barbilla, y estaba a punto de decir algo cuando apareció Jean con un tazón y un plato de galletas saladas.
—No es más que agua caliente con mucha sal —dijo—. Bébetela, pero despacio. Voy a buscar una manta.
Frank dio dos sorbos y apuró el resto de un solo trago.
—Hijo —dijo Jean después de llevar más—, moja las galletas en el agua. Te entrarán mejor.
—Jean —dijo Locke—, mira a ver qué hay en la caja de los pobres.
—También le hacen falta unos zapatos, John.
No encontraron zapatos sobrantes, así que dejaron cuatro pares de calcetines y unos chanclos rajados junto al sofá.
—Duerme un poco, hermano. Te queda un viaje tortuoso, y no me refiero solo a Georgia.
Frank se quedó dormido entre una manta de lana y las fundas de plástico y soñó un sueño moteado de partes del cuerpo. Le despertó un sol de justicia y olor a tostadas. Tardó un rato, más del debido, en comprender dónde estaba. Los residuos de dos días de medicación le estaban abandonando, pero despacio. Estuviera donde estuviese, agradecía que el resplandor del sol no le diera dolor de cabeza. Se sentó y vio los calcetines, doblados pulcramente en la alfombra como pies rotos. A continuación oyó murmullos en otra habitación. Al mirar los calcetines recordó su pasado inmediato: la fuga del hospital, la carrera en medio de un frío glacial y, finalmente, el reverendo Locke y su mujer. Así que ya había vuelto al mundo real cuando entró Locke y le preguntó qué tal le habían sentado tres horas de sueño.
—Bien, bastante bien —respondió Frank.
Locke le acompañó al baño y colocó un peine y todo lo necesario para afeitarse en la repisa del lavabo. Lavado y calzado, Frank rebuscó en los bolsillos de los pantalones para ver si el celador había pasado algo por alto, una moneda de cuarto de dólar, diez centavos, pero no, la medalla al combate era lo único que le habían dejado. Por supuesto, el dinero que le había dado Lily también había desaparecido. Frank se sentó a la mesa de formica y desayunó copos de avena y una tostada con mantequilla. En el centro de la mesa había ocho billetes de un dólar y una bolsa con monedas. Podían ser las ganancias de una partida de póquer, pero reunirías sin duda había costado mucho más esfuerzo: monedas de diez centavos salidas de pequeños monederos, de cinco centavos entregadas de mala gana por niños con planes distintos (y más dulces) para gastarlas; billetes de dólar que representaban la generosidad de toda una familia.
—Diecisiete dólares —dijo Locke—. Más que suficiente para un billete de autobús a Portland y, de allí, a algún lugar cerca de Chicago. Sin duda no te llevarán a Georgia pero, cuando estés en Portland, vas a hacer lo siguiente.
Dio instrucciones a Frank para ponerse en contacto con un reverendo llamado Jessie Maynard, pastor de una iglesia baptista, y le dijo que lo llamaría por teléfono para decirle que llegaba otro.
—¿Otro?
—No eres el primero ni mucho menos. El ejército integrado es un desastre. Vais todos a combatir, volvéis y os tratan como a perros. Perdón, como a perros no, a los perros los tratan mejor.
Frank se lo quedó mirando sin decir nada. El ejército no le había tratado tan mal. El ejército no tenía culpa de que de vez en cuando se pusiera hecho una fiera. En realidad, los médicos que le habían atendido antes de licenciarse habían sido amables y atentos, y le habían dicho que su locura acabaría pasando. Lo sabían todo sobre ella, pero le aseguraron que pasaría. Mantente alejado del alcohol, le dijeron. Cosa que no hizo. No podía. Hasta conocer a Lily.
Locke le escribió la dirección de Maynard en la solapa de un sobre y le dijo que tenía una congregación numerosa y podría ofrecerle más ayuda que su pequeño rebaño.
Jean había metido seis sándwiches, un poco de queso, algo de fiambre y tres naranjas en una bolsa de papel. Le dio la bolsa y un gorro de lana como el de los marineros. Frank se puso el gorro y le dio las gracias.
—¿Cuánto dura el viaje? —preguntó tras mirar dentro de la bolsa.
—Qué más da —contestó Locke—. Agradecerás cada Bocado, porque cuando el autobús pare, no podrás bajar al bar a tomar nada. Y ahora escúchame. Eres de Georgia y has estado en un ejército no segregado y tal vez pienses que en el norte las cosas no son como en el sur. No lo creas ni por un momento y no cuentes con ello. Las costumbres son tan reales como las leyes y pueden ser igual de peligrosas. Y ahora ven conmigo. Te llevo.
Frank se quedó junto a la puerta mientras el reverendo cogía su abrigo y las llaves del coche.
—Adiós, señora Locke. Gracias, de verdad.
—Cuídate, hijo —respondió la señora Locke dándole unas palmaditas en el hombro.
En las taquillas de la terminal, Locke cambió las monedas por billetes y pagó el pasaje de Frank. Antes de ponerse a la cola en la puerta de Greyhound, Frank vio pasar un coche patrulla. Hincó una rodilla en el suelo simulando que se abrochaba los chanclos. Cuando pasó el peligro, se levantó. Luego se volvió hacia el reverendo Locke y le tendió la mano. Los dos hombres se estrecharon la mano y se miraron a los ojos unos segundos diciéndose nada y todo, como si «adiós» significara lo que siempre había significado: ve con Dios.
Había pocos viajeros pero, sumiso y obediente, Frank se sentó en el asiento de atrás, encogiendo cuanto pudo sus seis pies tres pulgadas de estatura y agarrando bien la bolsa de los sándwiches. A través de la ventanilla, bajo la piel de nieve, el paisaje se volvió más melancólico cuando el sol logró iluminar los árboles, mudos, incapaces de hablar sin hojas. Las casas, solitarias, daban forma a la nieve, y aquí y allá carritos de juguete contenían montones de ella. Solo las camionetas atascadas en los caminos de entrada parecían estar vivas. Frank se preguntó cómo sería la vida en aquellas casas, pero no pudo imaginar nada, en absoluto. De modo que, como le sucedía a menudo cuando estaba solo y sobrio no importaba dónde, vio a un niño devolviendo las tripas a su lugar, sosteniéndolas en la palma de la mano como si fueran una bola de cristal hecha añicos por una mala noticia, u oyó a otro niño al que solo le había quedado intacta la mitad inferior de la cara, cuyos labios llamaban a mamá. El caminaba por encima de ellos, entre ellos, para seguir vivo, para evitar que su propia cara se disolviera, para conservar sus vistosas entrañas bajo esa capa de piel, ay, tan fina. Sobre el blanco y negro del paisaje invernal, la sangre roja ocupaba el centro de la escena. Nunca desaparecían, aquellas imágenes. Excepto con Lily. Prefería no pensar en aquel viaje como una ruptura. Solo una pausa, esperaba. Pero era difícil olvidar en qué se había convertido vivir con ella: una cansada crueldad asfixiaba la voz de Lily y el zumbido de la decepción definía su silencio. A veces el rostro de Lily parecía metamorfosearse en la parte delantera de un jeep: ojos implacables como faros y una carrocería flamante sobre una sonrisa parecida a una rejilla. Extraño, cómo había cambiado. Al recordar lo que le encantaba de ella, su leve barriga, sus corvas y su rostro, maravillosamente bello, era como si alguien la hubiera dibujado como una caricatura. No podía tener él la culpa de todo, ¿o sí? ¿No salía a fumar a la calle? ¿No dejaba más de la mitad de su paga en el aparador para que ella la gastase en lo que quisiera? ¿No levantaba por cortesía la tapa del inodoro, cosa que ella se tomaba como un insulto? Y aunque le asombraba y divertía toda aquella parafernalia femenina que colgaba de la puerta del cuarto de baño o atestaba los armarios, la repisa del lavabo y todo rincón disponible —artilugios para baños vaginales, accesorios para enemas, frascos de Massingill, Lydia Pinkham, Kotex, crema de depilación Neet, cremas faciales, mascarillas, rulos, lociones, desodorantes—, jamás tocó nada ni se quejó. Sí, a veces pasaba horas sentado en silencio, paralizado, sin ganas de hablar. Sí, perdió los escasos y peculiares trabajos que había conseguido. A veces cuando ella estaba cerca le costaba respirar y no estaba seguro de poder vivir sin ella. No era solo hacer el amor, entrar en lo que él llamaba el reino entre sus piernas. Cuando se acostaban y ella le ponía el brazo, ligero como el de una niña, encima del pecho, desaparecían las pesadillas y podía dormir. Cuando se despertaba a su lado, su primer pensamiento no era para el bienvenido aguijón del whisky. Y lo más importante, las demás mujeres ya no le atraían, aunque quisieran ligar abiertamente o se exhibieran buscando placeres propios e íntimos. No las comparaba con Lily; sencillamente, para él eran personas. Solo con Lily se desvanecían aquellas imágenes, se ocultaban tras algún velo del cerebro, tenues pero a la espera, a la espera y acusadoras. ¿Por qué no te diste más prisa? Si hubieras llegado antes, habrías podido ayudarle. Podrías haberlo arrastrado hasta detrás de la loma, como hiciste con Mike. ¿Y las personas a las que mataste después? Mujeres corriendo, tirando de sus hijos. ¿Y aquel viejo al que le faltaba una pierna, cojeando con la muleta por la cuneta para no entorpecer la marcha de los demás, que iban más rápido? Le agujereaste la cabeza porque creías que así compensarías la orina congelada de los pantalones de Mike y vengarías los labios que llamaban a mamá. ¿Lo conseguiste? ¿Te compensó? Y la niña, ¿qué había hecho para merecer lo que le pasó? Preguntas sin respuesta que se multiplicaban como setas entre las sombras de las fotografías que veía. Antes de Lily. Antes de verla subida a una silla, estirando el brazo para alcanzar la estantería superior de un armario y coger la lata de Calumet que necesitaba para la comida que le estaba preparando. La primera que compartían. Tendría que haber saltado a la silla y cogido la lata él. Pero no lo hizo. No podía apartar los ojos de sus corvas. Y al estirarse, su vestido de algodón, suave y floreado, fue subiendo y dejó al descubierto esa piel apenas advertida, esa piel tan, tan, aaahhh, vulnerable. Y por alguna razón que aún no comprendía, se puso a llorar. Amor puro, simple, y tan instantáneo que le rompió en pedazos.
No encontró amor en Jessie Maynard, de Portland. Ayuda sí, pero su desprecio era glacial. El reverendo en apariencia dedicaba su vida a los necesitados, pero solo a los que iban correctamente vestidos, no a un veterano joven, corpulento y muy alto. Acomodó a Frank en el porche trasero, junto al camino de entrada a la casa, donde dormitaba un Oldsmobile Rocket 98, y con una sonrisa cómplice le dijo a modo de disculpa: «Mis hijas todavía viven aquí». Era un tributo insultante cobrado a quien suplicaba un abrigo, un suéter y dos billetes de diez dólares. Suficiente para llegar a Chicago y tal vez cubrir la mitad del camino hasta Georgia. Aun así, y aunque fuera tan hostil, el reverendo Maynard le dio datos muy valiosos para el viaje. De Green's, la guía de viajes, copió el nombre y la dirección de algunos hoteles y pensiones donde no le impedirían la entrada.
Frank guardó la lista en el bolsillo del abrigo que le regaló Maynard y cuando no lo estaba mirando se metió los billetes en los calcetines. De camino a la estación, los nervios por sufrir un nuevo incidente —incontrolable, sospechoso, destructivo e ilegal— se le fueron pasando. Además, a veces presentía las crisis. Le ocurrió la primera vez, al subir a un autobús cerca de Fort Lawton con los papeles del licenciamiento intactos. Iba tranquilo, sentado junto a una mujer con ropa muy llamativa. Su falda floreada era iodo un mundo de color, su blusa de un rojo chillón. Frank vio que las flores del dobladillo del vestido ennegrecían y que la blusa iba soltando color hasta quedar blanca como la leche. Y luego todos los demás, todo lo demás. Al otro lado de la ventanilla: árboles, cielo, un chico en una moto, el césped, los setos. Desapareció el color y el mundo se convirtió en una pantalla de cine en blanco y negro. No gritó porque pensó que a sus ojos les ocurría algo malo. Malo, pero reparable. Se preguntó si sería así como veían el mundo los perros, los gatos o los lobos. ¿O se estaba volviendo insensible al color? Se bajó en la siguiente parada y echó a andar hasta una estación de servicio Chevron; sus negras llamas salían disparadas de la «V». Quería ir al baño, mear y mirarse al espejo para ver si tenía una infección en los ojos, pero el letrero de la puerta le detuvo. Se alivió en los arbustos que había detrás de la gasolinera, molesto y un poco asustado por el paisaje incoloro. El autobús ya se había puesto en marcha, pero se detuvo para que pudiera subir. Bajó en la última parada: la estación de autobuses de la misma ciudad donde al desembarcar vio a las alumnas de algún instituto cantar para dar la bienvenida a los fatigados veteranos de guerra. Ya en la calle, al salir de la estación, el sol le hirió. Su maligna luz le obligó a buscar la sombra. Y allí, debajo de un roble del norte, la hierba volvió a ser verde. Ya más tranquilo, comprendió que no iba a gritar, a romper nada, ni a abordar a ningún desconocido. Eso sucedió después, cuando, con independencia de la paleta de colores del mundo, estallaron su furia y su vergüenza. Ahora, si volvía a notar que el mundo perdía color, tendría tiempo de correr a esconderse. Así que, siempre que el mundo volvía a palidecer, le complacía saber que no se estaba quedando insensible al color y que las horribles imágenes podrían desvanecerse. Recobrada la confianza, podría aguantar día y medio de tren a Chicago sin incidentes.
Siguiendo las indicaciones de un revisor subió a un vagón de pasajeros, corrió la cortina verde de separación y se sentó junto a la ventanilla. Con el vaivén del tren y el traqueteo de las vías, se sumió en un raro sueño tan profundo que se perdió el principio de la bronca, pero no el final. Le despertaron los sollozos de una mujer joven a quien consolaban dos camareros con chaqueta blanca. Uno de ellos le colocó un cojín detrás de la cabeza, el otro le ofreció un montón de servilletas de hilo para las lágrimas y la sangre que le manaba de la nariz. Al lado de la joven, con la mirada perdida, estaba su mudo y furioso marido: su rostro un cráneo de vergüenza y el de su compañera, rígida ira.
Cuando uno de los camareros pasó a su lado, Frank le tocó el brazo.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó, indicando a la pareja.
—¿No ha visto nada?
—No. ¿Qué ha pasado?
—Pues estaba el marido. Se ha bajado en Elko a tomar un café o lo que sea ahí atrás. —Señaló el lugar apuntando con el pulgar por encima del hombro—. El propietario o los clientes, o todos ellos, le han echado a patadas. Más bien le pusieron los pies en el trasero y le dieron un empujón. Se cayó, le dieron más patadas y cuando la señora fue a ayudarlo, le tiraron una piedra y le dieron en la cara. Les hemos ayudado a subir al tren, pero la gente ha seguido gritando hasta que nos hemos puesto en marcha. Mire —dijo—, ¿ha visto? —Señaló las yemas de huevo. No resbalaban, se habían quedado pegadas al cristal como si fueran flemas.
—¿Han avisado al maquinista? —preguntó Frank.
—¿Se ha vuelto usted loco?
—A lo mejor. Y, dígame, ¿conoce en Chicago algún sitio donde se coma bien y pueda dormir un poco? Tengo aquí unos apuntados. ¿Le suena alguno?
El camarero se quitó las gafas, se puso otras y leyó la lista del reverendo Maynard.
Apretó los labios.
—Para comer vaya a Booker's —dijo—. Está cerca de la estación. Para dormir, el YMCA nunca es mala idea. Está en Wabash. Estos hoteles y lo que llaman pensiones para turistas le pueden costar un ojo de la cara y tal vez no le dejen entrar con esos chanclos medio rotos.
—Gracias —dijo Frank—. Me alegra saber que son de categoría.
El camarero sonrió.
—¿Le apetece un trago? Llevo un poco de Johnnie Rojo en la maleta. —En la chapa de la chaqueta llevaba impreso su nombre: C. TAYLOR.
—Sí, claro, cómo no.
Las papilas gustativas de Frank, indiferentes a las naranjas y a los sándwiches de queso, volvieron a la vida ante la mención del whisky. Solo un trago. Lo justo para tranquilizarse y endulzar el mundo. Nada más.
La espera se le hizo larga, y en el preciso momento en que Frank pensaba que el hombre se habría olvidado, Taylor volvió con una taza de café, un platillo y una servilleta. En la gruesa taza blanca, dos dedos de whisky temblaban incitantes.
—Tome —dijo Taylor, y se alejó dando pequeños tumbos por el pasillo al ritmo del balanceo del tren.
La pareja que había recibido la paliza hablaba entre susurros, ella con suavidad y súplica, él con urgencia. Le pegará en cuanto lleguen a casa, pensó Frank. Y, ¿quién no? Que te humillen en público es una cosa. Cualquier hombre lo puede superar. Lo intolerable era que una mujer, su mujer, hubiera sido testigo. No solo lo había visto todo, sino que había tenido el atrevimiento de intentar rescatarlo. ¡Rescatarlo!… ¡a él! Ni era capaz de protegerse ni tampoco era capaz de protegerla a ella, como demostraba la pedrada en la cara. La mujer tenía rota la nariz por atreverse a intervenir y tendría que pagar por ello. Una vez y otra.
Volvió a apoyar la cabeza en la ventanilla y se quedó dormido después de apurar la taza de whisky. Se despertó al notar que alguien se sentaba a su lado. Raro. El vagón estaba lleno de sitios libres. Volvió la cabeza y, con más curiosidad que sorpresa, examinó a su compañero de asiento: un hombre de corta estatura con sombrero de ala ancha. Su traje azul claro se componía de chaqueta larga y pantalones de pernera estrecha y cadera ancha. Sus zapatos eran blancos, de punta exagerada. Tenía la mirada fija delante de él. Ignorado, Frank se apoyó otra vez en la ventanilla para reanudar su siestecita. En cuanto lo hizo, el hombre del traje de moda se levantó y desapareció por el pasillo. No había dejado la menor huella en el asiento de piel.
Al atravesar el paisaje helado, pobre y sucio, Frank intentaba redecorarlo, pintaba en su imaginación los montes con gigantescos brochazos púrpura y «X» doradas, salpicaba los yermos campos de trigo de gotas verdes y amarillas. Floras repintando el paisaje occidental sin conseguirlo lo habían agitado, pero cuando bajó del tren estaba bastante tranquilo. El ruido de la estación era, sin embargo, tan abrasivo que buscó un brazo en que apoyarse. No lo había, naturalmente, así que se apoyó en un pilar de acero y dejó que el pánico fuera desapareciendo.
Una hora más tarde estaba comiendo alubias a cucharadas y untando mantequilla en pan de maíz. Taylor, el camarero, tenía razón. Booker's no solo era un sitio donde se comía bien y barato, sino que la concurrencia —los comensales, el personal de la barra, las camareras y una cocinera ruidosa y amiga de las broncas— era afable y muy animada. Trabajadores y desempleados, madres y mujeres de la calle, todos comían y bebían con la cordialidad de una familia en la cocina de su casa. Gracias a esta presta simpatía casera, Frank se animó a hablar con toda libertad con un hombre que se sentaba a su lado en otro taburete y que se presentó sin que nadie le diera pie.
—Watson. Billy Watson. —El hombre le tendió la mano.
—Frank Money.
—¿De dónde eres, Frank?
—Hombre, pues no sabría decirte: de Corea, de Kentucky, de San Diego, de Seattle, de Georgia. Dime cualquier sitio, de ahí soy yo.
—¿También quieres ser de aquí?
—No, estoy de paso. Me vuelvo a Georgia.
—¿Georgia? —exclamó la camarera—. Yo tengo familia en Macón. No me trae muy buenos recuerdos. Pasamos medio año escondidos en una casa abandonada.
—¿Escondidos de quién? ¿De los Sábanas Blancas?
—No. Del hombre que nos alquilaba la casa.
—Y qué más da.
—¿Por qué?
—Pero ¡por favor! Era mil novecientos treinta y ocho.
A un lado y al otro de la barra se oyeron sonoras carcajadas cómplices. Algunos comenzaron a competir contando su propia historia, vidas de privaciones en los años treinta.
Mi madre y yo pasamos un mes durmiendo en un tren de mercancías.
¿Adónde iba?
Lejos. No sabíamos más.
¿Habéis dormido alguna vez en una pocilga donde no entrarían ni los cerdos?
Vamos, hombre, no me hables. Yo vivía en la casa de hielo.
¿Y el hielo dónde estaba?
Nos lo comíamos.
¡Venga ya!
Yo dormí en tantos suelos, que la primera vez que vi una cama creía que era un ataúd.
¿Habéis comido alguna vez diente de león?
En sopa. Está riquísima.
Tripas de cerdo. Ahora son un lujo, pero antes los carniceros las tiraban a la basura o nos las regalaban.
Y los pies. Y el pescuezo. Todos los despojos.
¡Chist! Me vas a arruinar el negocio.
Cuando cesaron las risas y las fanfarronadas, Frank volvió a sacar la lista de Maynard.
—¿Conoces algún sitio de estos? Me han dicho que el Y es el mejor.
Billy examinó las direcciones y frunció el ceño.
—Olvídalo —concluyó—. Vente a casa. Quédate esta noche. Te presento a mi familia. De todas formas, hoy ya no puedes irte.
—Eso es verdad —dijo Frank.
—Mañana te llevo puntual a la estación. ¿Vas al sur en tren o en autobús? En autobús sale más barato.
—En tren, Billy. Mientras haya mozos de cuerda, así es como me gusta viajar.
—Y seguro que sacan su buen dinerito. Cuatrocientos o quinientos al mes más propinas.
Fueron andando a casa de Billy.
—Mañana te vamos a comprar un par de zapatos decentes —dijo Billy—. Y de paso hacemos una paradita en el Goodwill, ¿te parece?
Frank se echó a reír. Había olvidado que parecía un mendigo. Chicago, barrida por el viento y con una pomposa puesta de sol, estaba llena de peatones presuntuosos y bien vestidos que caminaban con rapidez, como si llegaran tarde a una cita en algún punto de aquellas aceras, más anchas que cualquier calle de Lotus. Cuando dejaron el centro y llegaron al barrio de Billy, anochecía.
—Aquí está mi esposa, Arlene. Y este es el hombrecito de la casa, Thomas.
A Frank, Arlene le pareció lo bastante guapa para ser actriz. Su tupé coronaba una frente amplia y tersa sobre ojos castaños y fieros.
—¿Os apetece cenar? —preguntó Arlene.
—No —respondió Billy—. Ya hemos comido algo.
—Mejor.
Arlene se estaba preparando para el turno de noche en la factoría metalúrgica. Dio un beso en la coronilla a Thomas, que estaba sentado en la mesa de la cocina leyendo un libro.
Billy y Frank se acercaron a la mesita, apartaron los chismes que tenía encima e hicieron sitio para jugar a las cartas, charlar y beber cerveza a morro.
—¿En qué trabajas? —preguntó Frank.
—En una acería —contestó Billy—. Pero estamos en huelga, así que voy a la oficina, me pongo a la cola y cojo el trabajo que me den.
Antes, cuando Billy presentó su hijo a Frank, el chico le dio la mano izquierda. Frank se dio cuenta de que el brazo derecho le colgaba lacio a lo largo del costado. Ahora, mientras barajaba, le preguntó a Billy qué le había ocurrido al brazo de su hijo. Billy hizo el gesto de apuntar con un fusil.
—Un poli desde su coche —explicó—. Thomas estaba jugando con una pistola de pistones. Ocho añitos tenía, iba por la acera arriba y abajo, apuntando con su pistola. Y un blanquito novato y paleto pensó que sus hermanitos polis no valoraban bastante su polla.
—No se le puede disparar a un niño así como así —dijo Frank.
—La poli puede dispararle a quien le dé la gana. Esta es una ciudad sin ley. Arlene se puso como una loca en urgencias. La echaron dos veces. Pero al final todo ha salido bien. El brazo malo lo mantiene alejado de las calles y en la clase. Es un hacha en matemáticas. Ha ganado un montón de concursos. Y le sobran las becas.
—Entonces el poli novato le hizo un favor.
—No. No, no, no. Jesucristo intervino y lo hizo todo. Él dijo: «Alto ahí, señor Policía. No hagas daño al último de los míos. El que hiere al menor de los míos perturba la paz de mi espíritu».
Precioso, pensó Frank. Las frases bíblicas funcionan siempre y en todo lugar… salvo en el frente. «¡Dios, Dios!», eso es lo que dijo Mike. Stuff también lo gritó. «Dios, Dios Todopoderoso, estoy jodido, Frank. Dios, ayúdame».
El hacha en matemáticas no puso objeción a dormir en el sofá para que el nuevo amigo de su papá ocupara su cama. Frank entró en la habitación y se le acercó.
—Gracias, compañero —le dijo.
—Me llamo Thomas —dijo el chico.
—Ah, bueno, Thomas. Me han dicho que se te dan bien las matemáticas.
—Todo se me da bien.
—Por ejemplo qué.
—Educación cívica, geografía, lengua… —Se le fue apagando la voz, como si hubiera podido citar otras muchas asignaturas.
—Llegarás lejos, hijo.
—Llegaré a donde yo quiera.
Frank se rió ante el descaro de aquel chiquillo de once años.
—¿Te gusta el deporte? ¿A qué juegas? —le preguntó, pensando que tal vez el chico necesitara un poquito de humildad. Pero Thomas le dirigió una mirada tan fría que se sintió violento—. Quiero decir…
—Ya sé lo que quieres decir —le interrumpió Thomas, que, como contrapunto o porque se le ocurrió de pronto, lo miró de arriba abajo y dijo—: No deberías beber.
—Tienes toda la razón.
Se hizo un breve silencio mientras Thomas colocaba una manta doblada sobre una almohada y sujetaba ambas cosas con el brazo muerto. Al llegar a la puerta se volvió y miró a Frank.
—¿Has estado en la guerra?
—He estado en la guerra.
—¿Has matado a alguien?
—Tuve que hacerlo.
—¿Qué se siente?
—Te sientes mal. Muy mal.
—Eso es bueno. Que te sintieras mal. Me alegro.
—¿Y eso?
—Significa que no eres un mentiroso.
—Eres muy inteligente, Thomas. —Frank sonrió—. ¿Qué quieres ser de mayor?
Thomas giró el picaporte con la mano izquierda y abrió la puerta.
—Un hombre —dijo, y salió.
Mientras se acomodaba a una oscuridad perfilada por los bordes de las contraventanas iluminados por la luna, Frank deseó que su frágil sobriedad, que hasta entonces había logrado mantener sin Lily, le salvara de aquellos sueños. Pero la yegua siempre aparecía de noche, nunca entrechocaba sus cascos a la luz del día. Probar el whisky en el tren, dos cervezas horas después…, no le costaba ponerse límites. Pronto se quedó dormido, y solo con una imagen de pies con dedos de mano, ¿o eran manos con dedos de pie? Pero al cabo de unas horas sin sueños, le despertó un clic, como al apretar el gatillo de una pistola descargada. Se sentó en la cama. Completo silencio. Entonces vio la silueta de un hombre bajo, el del tren, su inconfundible sombrero de ala ancha contra el resplandor de la ventana. Encendió la lámpara de la mesilla. La luz descubrió al mismo hombre de corta estatura con su traje de moda de color azul claro.
—¡Eh! ¿Quién demonios eres? ¿Y qué quieres?
Se levantó y se acercó a la figura. A los tres pasos, el hombre del traje de moda de color azul claro desapareció.
Frank volvió a la cama pensando que ese sueño en particular no era tan malo comparado con otros. Ni pájaros ni perros devorando los despojos de sus compañeros, como la alucinación que había tenido en un banco de la rosaleda del pueblo. En cierto modo este último sueño era cómico. Había oído hablar de esos trajes, pero nunca había visto ninguno. Si pretendían ser un signo de hombría, habría preferido un taparrabos y manchas de pintura blanca hábilmente distribuidas por la frente y las mejillas. Y una lanza, por supuesto. Pero los hombres del traje de moda preferían otro atavío: hombros holgados, sombreros de ala ancha, leontinas y pantalones estrechos por abajo y abombados por arriba y con la cintura casi en el pecho. Una moda lo bastante vistosa para despertar el interés de la policía antidisturbios de ambas costas.
¡Maldita sea! No quería por compañía a otro fantasma onírico. A no ser que solo quisiera avisarle y darle algún mensaje. ¿Querría contarle algo de su hermana? La carta decía: «Morirá». Significaba que estaba viva pero enferma, muy enferma, y que, evidentemente, no tenía a nadie a quien pedir socorro. Si Sarah, la autora de la carta, no podía ayudarla ni su jefe tampoco, bueno, debía de estar marchitándose lejos de casa. Sus padres habían fallecido, una de una enfermedad pulmonar, el otro de un derrame cerebral. Había que descartar a los abuelos, Salem y Lenore. Ninguno de los dos podía viajar, suponiendo que hubieran tenido intención de hacerlo. Quizá por ese motivo ninguna bala rusa le había reventado la cabeza y sus mejores amigos sí habían muerto. Tal vez lo habían mantenido con vida por Cee. Y era justo, porque ella había sido la primera persona de quien había tenido que cuidar, con una generosidad que no aportaba ganancias ni beneficios emocionales. Se había ocupado de ella antes incluso de que supiera andar. La primera palabra de Cee fue «Fuank». En la cocina, en una caja de cerillas, habían guardado dos dientes de leche de Cee, junto con sus canicas de la suerte y el reloj roto que los dos habían encontrado a orillas del río. Cee no había sufrido corte o magulladura de que él no se hubiera ocupado. Lo único que no pudo hacer por ella lúe limpiarle la pena de los ojos, ¿o era pánico?, cuando se alistó. Intentó convencerla de que el ejército era la única solución. Lotus era asfixiante, lo estaba matando a él y a sus dos mejores amigos. Todos estaban de acuerdo. Frank se convenció de que a Cee no le pasaría nada.
Y no fue así.
Arlene seguía dormida, así que Billy preparó el desayuno para los tres.
—¿A qué hora sale de trabajar?
Billy echó la masa de las tortitas en la sartén, ya caliente.
—Tiene el turno de once a siete. Se levanta dentro de un rato, pero no nos vemos hasta la tarde.
—¿Y eso? —Frank sentía curiosidad. Las normas y los pactos de las familias normales despertaban en él una fascinación que no alcanzaba la categoría de envidia.
—Tengo que llevar a Thomas al colegio y voy a llegar larde a la cola del paro porque tú y yo nos vamos de compras. Cuando llegue, ya habrán repartido los mejores trabajos del día. Tendré que ver qué me dejan. Pero lo primero son las compras. Pareces un…
—No lo digas.
No hacía falta. La dependienta del Goodwill tampoco dijo nada. Les condujo a una mesa llena de ropa doblada y señaló con la cabeza un perchero lleno de chaquetas y abrigos. Eligieron con rapidez. Todos los artículos estaban limpios, planchados y organizados por tamaños. Ni siquiera el olor del propietario anterior era demasiado fuerte. El almacén tenía un probador donde un vago o un respetable padre de familia podían cambiarse de ropa y tirar la vieja en un cubo de basura. Bien vestido, Frank se sintió lo bastante orgulloso para sacar su medalla del pantalón militar y colocarla con un alfiler sobre el bolsillo del pecho.
—Muy bien —dijo Billy—. Y ahora vamos a comprarte unos zapatos de hombre hecho y derecho. ¿Thom McAn, o quieres unos Florsheim?
—Ni unos ni otros. No pienso bailar con ellos. Calzado de trabajo.
—De acuerdo. ¿Tienes bastante dinero?
—Sí.
La policía habría opinado lo mismo, pero en el cacheo aleatorio a las puertas de la zapatería les palparon los bolsillos, no el interior de las botas de trabajo. De los otros dos hombres de cara a la pared, a uno le confiscaron la navaja, al otro un billete de un dólar. Los cuatro apoyaron las manos en el capó del coche patrulla aparcado en la curva. El agente más joven se fijó en la medalla de Frank.
—¿Corea?
—Sí, señor.
—Eh, Dick. Son veteranos.
—¿Ah, sí?
—Sí, mira. —El agente señaló la medalla por los servidos prestados de Frank.
—Moveos. Piérdete, amigo.
No merecía la pena comentar el incidente con la policía, así que Frank y Billy prosiguieron en silencio. Se detuvieron en un puesto de la calle a comprar una cartera.
—Llevas traje. Ya no puedes meter la mano en el zapato como un niño cada vez que quieras comprarte un paquete de chicles. —Billy apretó el brazo de Frank—. ¿Cuánto valen? —preguntó mirando las carteras.
—Veinticinco centavos.
—¿Cómo? Una barra de pan de molde no cuesta ni quince.
—¿Y? —El vendedor miró a los ojos a su cliente—. Las carteras duran más. ¿Queréis una o no?
Compraron una y Billy acompañó a Frank hasta Booker's, el restaurante; apoyados en el escaparate, se estrecharon la mano, se prometieron visitarse y se despidieron.
Frank tomó café y flirteó con la camarera de la barra de Macón hasta que llegó la hora de subir al tren del sur que lo llevaría a Georgia, a Cee y quién sabe a qué más.