XII. AYUDA INESPERADA

No se trataba de una falsa manipulación de Julio para asustar a sus enemigos. Simplemente había visto a Debré salir del camarote con el arma y con su rapidez habitual de reflejos, tomó su decisión. Arrojando al mar parte vital del mecanismo del buque, no estarían peor que a merced de sus enemigos, pues las acciones de éstos podían ser imprevisibles. Anclados en el mismo lugar, acabarían por ser encontrados, en cuanto trascendiese la noticia de su desaparición. Por otra parte, Julio contaba con el hecho de que el «Marie» debió abandonar el puerto sin el correspondiente permiso de salida y las autoridades no dejarían de observar la irregularidad.

En el primer momento, los secuestradores se inmovilizaron, sorprendidos. Luego fue Guinea el primero en reaccionar con violencia, lanzándose en plancha contra el autor de la fechoría. Pero éste, que había previsto algo así, salló hacia un lado y Guinea, sin poder ya frenar su acomenda impetuosa, fue a parar al mar, aunque quiso inútilmente aferrarse a la borda.

—Admirable acción… admirable… —se congratulaba Hassam.

—Señor pistolero —dijo Julio, ¿permite que saquemos del agua a su digno amigo? ¡Diablos! Se me está contagiando el lenguaje de Hassam…

Debré era un hombre frío, astuto, inconmovible.

—Desde luego; echadle un cable.

Raúl y Héctor se apresuraron a obedecer y cuando Guinea fue rescatado de las aguas, Debré le dijo:

—Estás en tu derecho si deseas tomarte la justicia por tu mano…

Antes de que la frase estuviera concluida, Julio había deducido lo que le aguardaba y empezó a corretear por la escasa cubierta, tratando de driblar al moreno del pelo ensortijado. Debré no se movió. Había encendido un habano con la mano izquierda, mientras sostenía el arma con la derecha, pero el rubio había acudido en ayuda de Guinea y como los tres muchachos restantes se hallaban contenidos por el arma, Julio acabó cazado y arrojado al agua sin contemplaciones.

Entonces Debré se aproximó a la borda y se dirigió al del agua.

—No esperes ni cables ni botellitas de licor. Para ti no habrá nada de nada…

Inmediatamente, el pequeño Hassam de los «veintidós años» suplicó al secuestrador:

—Si consiente en subir a mi amigo al buque, yo le garantizo que mi padre entregará la cantidad que usted solicite. Palabra de Hassam-Al-Rachim.

—¡Cierra el pico, renacuajo! Tu padre dará lo que nosotros queramos sin necesidad de hacer tratos contigo.

Todos comprendieron que las súplicas tropezaban en pechos y oídos de piedra y que nada obtendrían de aquellos tres.

Hassam, muy entristecido, asomó su cabeza sobre el agua para dirigirse a Julio:

Mon ami, leal, digno y querido mon ami; no eres merecedor de este trato. En consecuencia, propondré a estos hombres que seas izado al barco y se me arroje a mí.

—¿Habéis oído al currutaco? —se burló Debré—. Me conmueve tanta generosidad, así que será cosa de complacerle en parte.

Con un empujón, aquel hombre inclemente arrojaba al agua al frágil muchacho árabe.

—¡Oh, no! —gimió Julio, zambulléndose para recoger a Hassam y subirle con él a la superficie. Le dejó escupir agua y luego agregó—: Añade este proverbio a tu lista, Hassam: «No conviene hacer el primo».

—¿Primo? ¿Primo es pariente?

¡Ay! Pronto iban a perder las ganas de bromear, aunque fuera forzadamente. Y para colmo de males, el buenazo de Raúl, porfía que te porfiarás en su intento de sacar del mar a sus amigos, fue arrojado también por la borda, aunque con esfuerzo ímprobo por parte de sus enemigos.

• • • • •

Pasaba el tiempo y las negruras del mar empezaron a bañarse de la luz tenuemente rosada del amanecer. Héctor, vigilado por el trío de secuestradores, no podía interceder en favor de sus amigos que iban sintiéndose al cabo de sus fuerzas, agotados en sus continuos movimientos para no quedarse ateridos.

Realmente, tampoco los secuestradores se hallaban en buena posición. Debré, ante la radio, trataba de comunicar con alguna estación sólo por él conocida, pero sin lograr establecer contacto con ella. Y continuamente mascullaba palabras que, por fortuna, el correctísimo Hassam no podía escuchar.

—Tú, Guinea, no dejes de vigilar… —ordenaba el rubio, saliendo de vez en cuando a cubierta para mirar en torno, a la espera del paso de cualquier embarcación que pudiera auxiliarles. Tenían pensada una buena historia que contar destinada a engañar a los eventuales salvadores.

—¿Es que no habría medio de poner en marcha este trasto? Tendríamos que llegar ya sabéis dónde (aquí miradita oblicua del rubio en dirección a Héctor).

Cuando más desalentados se hallaban tanto los de piso firme como los del agua, Guinea gritó:

—¡Barco a la vista!

Inmediatamente, Debré y el rubio corrían a cubierta para observar a los que llegaban. Hasta Héctor, al que nadie hacía caso en aquel momento, se asomó a la borda.

—¡Hay barco a la vista! —gritó para sus amigos.

—¡Yo voy hacia él! —dijo Julio, dirigiéndose a Raúl—. Cuida de Hassam.

Realmente, el pequeño barco estaba todavía muy lejos, pero una cosa saltaba a la vista: su extraordinaria velocidad.

El rubio, que tenía los prismáticos en la cara, rezongó:

—¡Mala peste se nos viene encima! ¡Es una patrullera de la Policía española!

Al oír aquello, Héctor se esponjó de felicidad.

—¡No podemos caer en poder de la Policía! —rugía Debré.

—Pues es lo que va a suceder —confirmó Guinea.

—Podríamos engañarles con la historia que hemos ideado, pero nos sobran esos…

Se refería a los cuatro muchachos, y el rubio apuntó:

—Tendríamos que hacerlos desaparecer… Así no podrían acusarnos…

Todavía no había terminado de decirlo cuando Héctor se arrojó al agua. Se hallaba descansado y en forma y era un excelente nadador.

—¡Se nos escapa ese demonio! —rugió Guinea.

Raúl, arrastrando a Hassam, seguía tras el nadador excepcional, aunque no podía alcanzarle. Los del barco, atados de pies y manos, comprendían que intentar silenciar a los muchachos por medios violentos resultaría contraproducente para ellos. Así que, a punto de explotar de rabia y desesperación, aguardaban los acontecimientos.

Y mientras tanto, Héctor había logrado ponerse a la altura de Julio que, con sus músculos atrofiados, avanzaba con escaso rendimiento.

—¡Animo! ¡Pronto nos descubrirá la patrullera!

—Amén.

Fue lo único que pudo pronunciar el alto «Jaguar», al cabo de sus fuerzas. Tras ellos, Raúl remolcaba a Hassam como si fuera un pelele.

¡Ah, qué deliciosa música el ruido del motor de la patrullera! Una vocecilla atiplada llegaba poco después a oídos de los náufragos:

—¡Jul! ¡Jul—!

—«¡Jaguares»…! ¡Estamos aquí!

Lo último era el grito alborozado de una chica.

• • • • •

¿Cómo se hallaban Sara, Verónica y Oscar a bordo de la patrullera de la Policía?

Bueno, cabe suponer que no se habían dormido. Y cuando el viejo pescador corría tras ellos, amenazándoles con el remo, Verónica fue a tropezar en un adoquín y cayó sobre las piedras.

El viejo y pobre lobo de mar, avergonzado de pronto al verse amenazando a unos muchachos tan jóvenes, se había detenido en seco. Aquella chica debía haberse hecho daño, porque lloraba tanto…

Inclinándose sobre ella, le dijo:

—¡Rayos, criatura! ¿Es que te has roto algo?

Verónica levantó su bellísimo rostro hacia el viejo pescador y él se maravilló de la mirada límpida de sus ojos tan azules y de todo el patetismo que reflejaba.

—No sé si me he roto algo, pero eso no importa: lloro porque mis amigos están en un gran peligro, solos en medio del mar y nadie quiere ayudarnos…

—Explícame eso, anda…

Sara y Oscar se habían detenido. Pasito a paso, se acercaron al viejo y su amiga, estupefactos de que, por fin, alguien quisiera escuchar sus lamentos.

El viejo paseó una mirada inquisitiva por la carita graciosa y apurada de Sara y luego la pasó al guapo niño que a su vez le contemplaba con una esperanza loca.

—A ver, a ver, explicadme todo eso mejor…

Los tres, tratando de ser coherentes, le contaron lo que estaba sucediendo y el viejo, moviendo la cabeza, replicó:

—Parece tan inverosímil… No me extraña que los de la Policía ni os hayan escuchado.

—Pues es cierto, señor. De lo contrario no estaríamos aquí, pasando angustias y terrores. Además, ¿se ha fijado que ya no está el yate blanco que esta tarde ha amarrado en el puerto?

El viejo, tras volver la cabeza hacia el malecón, afirmó:

—Eso es verdad y lo extraño es que haya salido en plena noche.

—¿Querrá ayudarnos ahora y llevarnos en su barca?

—¿En mi barca? Hace aguas por todas partes, hijos míos; soy demasiado viejo para arreglarla y demasiado pobre para comprarme otra. Pero hay algo que sí puedo hacer: poner en movimiento a la Policía y va a ser ahora mismo.

Sin duda el viejo pescador era conocido en el cuartelillo y gozaba de la confianza de los agentes. Por otra parte, el jefe de Policía no podía dormir pensando en aquellas continuas reclamaciones que el grupo de atractivos y jóvenes turistas le habían dirigido.

Sin pérdida de tiempo, desde el mismo cuartelillo, se avisó a la patrullera, que pronto se internaba en el mar, llevando a los artífices de tamaña victoria, incluido el viejo pescador.

No habían hecho más que salir del puerto, cuando Sara, contemplando el punto donde el falso «Alexandre» estuvo anclado, alertó al policía:

—¡Mire, señor, tampoco el pesquero se encuentra aquí! Todos han puesto mar por medio…

—Pero no sabemos en qué dirección han salido —alegó el policía—. Han podido navegar rumbo a Occidente o dirigirse a cualquiera otra isla de las Canarias e incluso a la costa africana.

—Si como los muchachos aseguran, los tipejos esos llevan al chico del jeque poderoso, cuente usted con que no se han dirigido hacía Occidente —razonó el viejo pescador—. Salvo que tengan cómplices en algún barco, lo lógico es que enfilen la costa africana, donde es fácil establecer negociaciones con el padre.

—No te falta razón —convino el policía.

Inmediatamente, ordenaba al conductor tomar la dirección Este, pero sin alejarse demasiado de la línea costera de la isla de La Palma, pues los secuestradores podrían tener previsto algún escondrijo.

Como ya hemos visto, la operación búsqueda había dado sus frutos.

¡Con cuánta alegría Oscar, Verónica y Sara tendieron sus brazos hacia los náufragos, cuando los ocupantes de la patrullera los rescataron del mar!

—¿Qué ha pasado? —preguntó el jefe de Policía de la isla.

—Es largo de explicar, señor; pero sepa que en el yate tiene a los tres secuestradores completamente incapacitados para escapar, porque el motor se halla inservible —explicó Héctor.

El viejo pescador en su vida lo había pasado tan bien. Los acontecimientos le devolvían a aventuras de sus días de juventud. Y le cabía la satisfacción de haber colaborado en una buena obra.

—¿Quién es este chico? —preguntó el policía.

—¿Pero no lo ha adivinado? Se trata del secuestrado —explicó Julio—; mi amigo, el hijo del jeque Ib-Al-Rachim.

—Servidor de ustedes —dijo Hassam, con una reverencia que si no fue todo lo perfecta que él hubiera deseado, a causa del traqueteo de la patrullera, sirvió para demostrar su exquisita educación.

Oscar, que no entendía gran cosa de refinamientos, se arrojó sobre él con los brazos abiertos:

—¡Yupi, Hassam…! Yo soy Oscar, tu amigo, el del mensaje, el hermano de Jul…

—Oscar, el hermano de Jul, el valiente, grande y leal… —musitó Hassam con voz temblorosa de emoción—. Oscar, soy tu incondici…

Al hijo del poderoso jeque árabe se le cortó de pronto el chorro de la inspiración. Se había quedado mirando en una determinada dirección, con sus negros ojos, muy abiertos y muy admirativos, antes de exclamar:

—¡Oh, qué hermosa criatura! Es como un rayo de luz… Y su cabello me recuerda una encendida puesta de sol…

Miraba a Sara; se dirigía a Sara y ésta, más orgullosa que nunca en su vida, satisfecha de que alguien resaltara sus cualidades, reales o imaginarias ante el resto de los «Jaguares», se atusaba la coleta sonriendo a aquel pequeño maestro de refinada cortesía y poética inspiración.

Julio, llevando sus ojos de una a otro, informó al ex-secuestrado:

—¡Pero hombre, si no es más que Sara, una de los nuestros!

—El nombre le hace honor y ella hace honor al nombre —replicó Hassam, en un rapto de inspiración.

Apresar a los malhechores no presentó ningún problema para los policías. Sabiéndose vencidos y con testigos contra ellos, esperaron sumisamente el abordaje de la patrullera y se dejaron esposar y conducir sin oponer resistencia.

Al poner pie en ésta, Julio dijo irónicamente:

—Inocentes angelitos, el que la hace la paga…

Debré apartó la vista con asco; sólo con mirar al largirucho ya se ponía enfermo.

• • • • •

Nada más atracar en el muelle de Las Angustias, «Los Jaguares», en compañía de Hassam, corrieron hacia el hotel. En el último momento, Oscar volvió sobre sus pasos y se colgó del brazo del viejo pescador.

—Venga con nosotros, por favor; tenemos una deuda con usted.

—¿Deuda, pequeño? ¡Pero si me habéis hecho feliz! No me debes nada, ¡ea!

—Pero usted es nuestro amigo y todos estamos hambrientos y vamos a desayunar.

Tía Susy, que acababa de tomar asiento en su mesa del comedor del hotel, saltó de la silla al contemplar a la pandilla de desharrapados surgidos ante ella. Hasta Petra y León chillaban horrorizados.

—¿De verdad sois «Los Jaguares»? ¡Ah! Creo que me voy a morir.

Apretó los ojos y Julio le rodeó el hombro con su largo brazo.

—¡Zambombas, tía Susy, resucita de una vez!

Y ella resucitó:

—Julito, ¿cómo puedes emplear lenguaje tan grosero conmigo?

—Porque soy muy feliz y tú vas a serlo también. Te presento a Hassam-Al-Rachim, hijo del jeque del mismo nombre que fue secuestrado por unos mangantes, amigo nuestro muy querido y que habla y se expresa de esa forma deliciosa que tanto te agrada a ti.

Hassam, ya sin traqueteo de patrulleras, pudo inclinarse con gracia ante la dama. Su reverencia no la hubiera mejorado ni Artagnan.

—Señora, beso sus pies…

—¡Oh, muchacho encantador…!

Temiendo que las cortesías les dejaran sin comer, Julio, secundado por los suyos, exigió a gritos un buen desayuno de tenedor.

De pronto, Oscar apartó su jamón:

—Tía Susy, te presento a nuestro amigo el viejo pescador, gracias al cual estamos aquí sanos y salvos. Es un tipo formidable, de verdad.

Aquel mismo día, el viejo pescador tuvo una magnífica lancha nueva y Hassam-Al-Rachim era nombrado «Jaguar honorario», título que le enorgullecía extraordinariamente.