VII. EL REGISTRO DEL YATE RESULTA INFRUCTUOSO

Una vez cerca del muelle, el yatecito blanco se agigantó a los ojos del trío.

—No va a ser fácil entrar ahí —indicó Héctor.

Ciertamente, la escalerilla estaba puesta, pero un hombre paseaba por cubierta, puesto en evidencia por su cigarrillo encendido.

—No veo otra solución que emplear un ardid —dijo Julio.

Los otros aceptaron la sugerencia, pero no atinaban con el procedimiento. Permanecían medio escondidos, sin llegar hasta el muelle, cuando descubrieron una caseta de obras donde los obreros guardaban los monos y cascos de trabajo.

—Ese puede ser un buen disfraz. Si Guinea, el moreno de pelo ensortijado, se halla todavía en el yate, recelaría de nosotros al identificarnos. La hora no es la más adecuada para paseos —añadió Julio.

A espaldas de la caseta, Héctor y Raúl se vistieron sendos monos y se calaron los cascos. Los dos eran altos y fuertes y el corpachón de Raúl bien podía pasar por el de un adulto. Julio, conteniendo a Petra, saltó a uno de los botes arrimados al muelle. Había previsto que, saltando de bote en bote, podría llegar hasta el yatecito blanco. A popa, pintado en verde fuerte, llevaba el nombre: «Marie».

Poco a poco, conseguía ir adelantando hacia su objetivo. Mientras tanto, haciendo eses como si estuvieran ebrios, Héctor y Raúl se hacían visibles a la luz de una farola. Al mismo tiempo, cantaban con un vozarrón que sin duda iba a dejarles afónicos para el día siguiente.

Cuando Julio estaba ya junto al yate, dejaron de cantar y comenzaron a insultarse con voces destempladas que parecían salir de gargantas gastadas por los años.

Como Julio ya esperaba, un hombre acudía a cubierta para presenciar el alboroto. Héctor y Raúl, que eran dos atletas de primera, se enzarzaron a golpes; a falsos golpes, pero rodaban abrazados o salían despedidos lejos.

—Dos borrachos —dijo la voz de Guinea en francés, a un segundo hombre que se le había unido.

Inmediatamente, por la popa, con un salto admirable, Julio conseguía situarse en el interior del «Marie» y, aprovechando la distracción de sus ocupantes, corría por la escalerilla que llevaba al interior, con Petra en su hombro. Por las explicaciones de Raúl, creía poder acertar con la cabina correspondiente al «ojo de buey» cerrado.

Abrió una puerta que correspondía a un camarote de dos literas, pero se hallaba vacío. Probó en la siguiente y la encontró cerrada.

Indudablemente, Julio comprendía a lo que se estaba exponiendo, pero era el único modo de salir de dudas.

Sin más, llamó con los nudillos para luego pegar el oído a la puerta. No recibía respuesta, pero sintió que alguien rebullía al otro lado de la madera y, suavemente, repitió la llamada.

—Buscamos al hijo del jeque Ib-Al-Rachim para liberarle. Contesta si estás ahí: es urgente.

Persistía el silencio.

Julio repitió la pregunta en francés. Era desesperante aguardar, mientras los ecos de la algarada llegaban hasta él. Repentinamente descubrió que sobre la puerta existía una pequeña abertura de ventilación y rápidamente, tras poner el mensaje en la mano de Petra, la hizo pasar por la abertura.

Con unos reflejos impresionantes, la ardilla desaparecía en un instante por la estrecha franja. Julio escuchó unas palabras susurradas en francés

Merci… merci… Je suis Hassam, le fils de Ib-Al-Rachim

En el mismo instante, sintiéndose aterrado, Julio se dio cuenta de que el bullicio del muelle había cesado y que unos pasos se dirigían hacia allí. Rápidamente entraba al camarote contiguo al del prisionero y, pasando a duras penas por el ojo de buey, se tiraba al agua. Aunque por los gritos supo que había sido descubierto, se consideraba en situación de poder escapar.

Con unas cuantas rápidas brazadas pronto alcanzaba el más cercano de los botes y ya sobre él trepaba al muelle, para iniciar seguidamente una carrera desesperada en dirección al hotel, con Petra agarrada a su espalda. Empezaron a seguirle y no volvió la cabeza para identificar a su perseguidor, ya que, a su vez, tal gesto le delataría a él. Por suerte, con sus largas piernas, pudo ir dejando atrás al otro.

Por fin, despistado y desorientado, fue a encontrarse en un callejón desierto, pero próximo al hotel. Debía de buscar a sus amigos, pero entraría primero a cambiarse de ropa.

Al verle llegar en tal estado, el conserje de noche abrió los ojos como platos. Su estupor subía de punto cuando Héctor y Raúl, vestidos con unos monos, le preguntaron:

—¿Sabe si ha llegado nuestro amigo, el alto?

—Hace un momento. Sigan el reguero y darán con él.

Ciertamente, no fue difícil seguir el rastro hasta el dormitorio que ocupaban los dos hermanos. Oscar, de golpe, se sentó en la cama, preguntando si ocurría algo.

Bajo la chorreante camisa que su hermano se sacaba en aquel momento a tirón limpio por la cabeza, éste explicó:

—¡Ya lo creo que pasa! Ahora mismo nos vamos a la Policía y ellos se encargarán de rescatar al hijo del jeque. Raúl, has demostrado ser un lince, porque está encerrado donde supusiste.

El cambio de ropa fue vertiginoso. Cuando salían al corredor, las chicas se les unieron y, con medias palabras, ellos les explicaron el descubrimiento.

¡Buenas eran ellas como para quedarse en el hotel! El conserje, viéndoles aparecer otra vez, precipitados, nerviosos, fuera de sí, se dijo:

—¡Qué pandilla de locos!

Y luego se encogió de hombros, porque la señora que les acompañaba sabía ganarse voluntades a fuerza de propinas.

Ya en la calle, Héctor se dio cuenta que llevaba a las chicas detrás; y las chicas, que Oscar caminaba a saltos tratando de alcanzarlas y ponerse los pantalones sobre el pijama:

—¿Quién os ha autorizado para venir! ¡Fuera! ¡Al hotel! —ordenó Héctor con cajas destempladas.

Los demás nunca le habían visto así y Verónica rompía a llorar con desconsuelo:

—Nos tratas como a esclavos, como a mercancía, como…

Se le acabó la inspiración y Raúl, ¡cómo no!, se puso de su parte.

—Eres muy desconsiderado. Ni aun en momentos de gravedad tienes derecho a tratar así a las chicas. Ven, querida, cálmate…

Y fue a encajar un puñetazo entre los omóplatos, lanzado por Julio:

—Deja que la miel la fabriquen las abejas y vamos ya. Temo por el prisionero y no debemos perder ni un minuto.

Héctor continuaba calle adelante y tanto Raúl como Julio le seguían. A cierta distancia, Verónica, Sara y Oscar, avanzaban con espíritu inquebrantable.

—¿Van al yate? —preguntaba Oscar, sin que nadie se molestara en contestarle.

En realidad, los tres mayores se encaminaban hacia el cuartelillo de Policía, donde llamaron con ímpetu.

El agente de guardia mostró un rostro sorprendido al abrir la puerta.

—¿Otra vez vosotros aquí? El jefe se va a poner furioso.

—Que se ponga como quiera, pero que se dé prisa. Dígale que hemos encontrado al muchacho raptado; ya sabe, el hijo del jeque Ib-Al-Rachim.

El agente se encaminó a despertar al jefe, que dormía en el piso de arriba. Minutos después, con el pelo revuelto, el gesto más que agrio iracundo y abrochándose la camisa, aparecía no sólo ante los muchachos, sino también las chicas y Oscar.

—Os voy a encerrar en un calabozo del que no podréis salir —empezó.

—Haga lo que quiera —repuso Héctor con su serena gravedad—, siempre que vaya a liberar al hijo del jeque. Se halla a bordo del yate «Marie» y mi amigo ha hablado con él.

—En francés —puntualizó Julio—; creo que no sabe español.

—¿Y pretendéis que me crea esos cuentos de vieja?

—Señor, por favor, la seguridad de un niño está en juego —insistió Julio—. Su salvación depende de usted.

Y naturalmente, la gratitud del jeque no se hará esperar. Por favor, vamos, no hay tiempo que perder.

Como el policía dudase, Julio añadió:

—Hagamos un trato, señor: si descubre que le hemos engañado, puede encerrarnos a todos en su calabozo.

«Los Jaguares» a una afirmaban. El policía, como estar convencido, no lo estaba, pero el muchacho rubio y el alto parecían tan seguros… Y aquel fabuloso jeque que aporreaba los pozos de petróleo, traído a cuento por el largirucho…

—Bien: habéis venido a interrumpir el poco descanso que puedo concederme, pero voy a ir a ese barco. Os advertiré ahora que, como no encuentre al muchacho raptado, vais a sentirlo.

—Aceptamos todas sus reglas, pero vayamos rápido. Ya hemos perdido demasiado tiempo —insistió Julio.

El jefe del cuartelillo, tras dar algunas instrucciones a su subordinado, salió en compañía de los muchachos. A grandes zancadas, tomaron el camino del muelle.

El «Marie» reposaba apaciblemente sobre el agua, ligeramente escorado, y el policía tomó por la escala, diciendo en voz alta:

—¿Hay alguien aquí? ¡Policía!

Al momento se encendió la luz de uno de los camarotes y una voz replicó:

—¡Un momento! ¡Ya va!

Un hombrecillo algo grueso, de aspecto pacífico, apareció ante el grupo, atándose el cinturón de una bata azul y atusándose el pelo.

—¿Sucede algo? ¿Tenemos algún incendio? —preguntó con cierta alarma.

—Por ese lado puede estar tranquilo. Esta es mi placa, señor y deseo ver su documentación. Perdone que le moleste, pero me han anunciado que en uno de sus camarotes viaja una persona buscada por la Policía.

El dueño del «Marie» parecía no comprender.

—No le entiendo, señor, pero pase y busque lo que quiera. Tengo la documentación en el interior.

El policía, seguido de la pandilla, fue tras el individuo de la bata azul. En el último momento, Julio había decidido continuar donde estaba. Al darse cuenta del detalle, Sara volvió atrás y, sacando su cabeza por la escotilla, le llamó:

—¿Es que no vienes?

—¿Para qué? Ya se han llevado a Hassam…

—¿Es que…?

—Lo deduzco de la actitud de ese tipo.

Por si acaso, y porque no quería perderse detalle, Sara se unía a los otros con una acelerada carrerilla. El policía revisaba la documentación del barco, la de su dueño, millonario francés según todos los indicios y todo ello, sin dejar de arrojar alguna que otra miradita amenazadora sobre los muchachos.

—¿Está todo en orden? —preguntó el de la bata azul al policía.

—Eso parece, señor Debré. De todas formas, si no le molesta, desearía registrar el barco.

¡Mon Dieu! No me molesta en absoluto… Está en su casa, señor.

Con toda parsimonia, encendió un cigarrillo, no sin ofrecer al policía la cajetilla. Este la rechazó con ademán cortés, para salir seguidamente de la cámara e iniciar el registro del barquito.

Cuando todos los demás salían, Julio entró en la pequeña estancia y se quedó frente al dueño del yate, con las manos en los bolsillos, mirándole fijamente.

¡Mon Dieu! ¡Qué afán de molestar a la gente! —exclamó el hombre, mirando la espiral de humo de su cigarrillo.

—Cierto, cierto… —replicó Julio—. Y total, para nada, porque Hassam ya no está aquí.

—¿Hassam? ¿Quién es Hassam?

—No se haga el tonto conmigo, porque conoce a Hassam mejor que yo.

—¿Conque gamberritos en mi barco? ¡Oh, mon Dieu, dame paciencia!

—¿Dónde ha ido Guinea?

—¿Guinea? No entiendo ninguna de tus tonterías, insolent.

Au revoire —dijo Julio con desgana, antes de regresar a cubierta.

Y mientras tanto el policía, chasqueado y furioso, continuaba con el registro del barco, completamente inútil, pues el hijo del magnate del petróleo no aparecía por ningún lado. Sin embargo, en la cámara que Julio halló cerrada en su registro anterior, Oscar no pudo contener un grito, al hallar su mensaje, el que había escrito para el muchacho secuestrado, sobre la alfombra.

—¡Mire, señor policía! Aquí es donde Hassam ha estado prisionero. Este es el mensaje que yo le envié con mi hermano. Petra lo pasó por la abertura de ventilación.

Y como Petra era de la partida, a solicitud del chico, saltó limpiamente por la abertura, para que el policía viera cómo lo había hecho.

—¡Pandilla de payasos! Esta me la pagaréis. No se puede extorsionar a la Policía con falsos testimonios.

—Pero…

«Los Jaguares» ni siquiera sabían cómo disculparse.

—Ese muchacho ha estado encerrado en esta cámara, señor —porfió Héctor—. De todas formas, estamos dispuestos a responder de nuestros actos. ¿A qué hora quiere que estemos en comisaría mañana por la mañana?

—A las nueve en punto.