Hubo de pasar un cuarto de hora antes de que Héctor hallara el medio de izarse hasta cubierta, especialmente porque tanto él como su compañero se movían despacio para no producir el más leve ruido.
Como un gato, el jefe de «Los Jaguares» fue a caer sobre cubierta, entre un montón de redes plegadas. En la oscuridad, la camiseta con el agujero tremolaba al compás de la brisa. Agachándose, pronto conseguía atravesar el espacio libre de cubierta e ir a salir junto a la cámara donde la víspera había permanecido con sus compañeros. Se hallaba vacía y, temiendo que alguien anduviese en la cocina, con todo sigilo fue avanzando hasta el puente de mando, donde brillaba una débil luz. A través del cristal pudo ver a un hombre vestido con una camiseta rayada, con unos auriculares sobre la cabeza. Tenía una melena lisa, bastante larga, de color castaño, pero no podía verle el rostro. El hombre se revolvió al encender la pipa y Héctor temió ser descubierto, de modo que desanduvo la distancia que le separaba de la cocina y, luego de escuchar unos segundos, penetró en ella.
Sara se la había detallado con tanta precisión que pudo dirigirse hacia la torre de platos e introducir la mano. Inmediatamente tropezaba con algo húmedo y viscoso y, venciendo su asco, tiró de él para asegurarse de que se trataba del estropajo.
Hasta entonces había alimentado sus dudas; su mente se aferraba al hecho de que dos barcos gemelos no debían de resultar fáciles de diferenciar, pero ahora tuvo la aplastante convicción de que sus sospechas y las de sus amigos estaban bien encauzadas.
Inmediatamente pensó que ya no cabían posturas intermedias: debía registrar el barco y tratar de liberar al secuestrado.
Sin duda, Julio, junto a la quilla, debía esperar con creciente inquietud.
—No me iré sin cerciorarme —se dijo con decisión, alegrándose de haberse librado del traje de goma y las aletas. Descalzo, sin producir el menor ruido, tomó por una escalera y se encontró en la bodega, donde las cajas de pescado, vacías, se amontonaban. Registró el barco de punta a punta, siempre tendiendo el oído, pero sin hallar ni rastro del prisionero.
Tres cuartos de hora después se asomaba por la borda. Julio debía estar atento en extremo, pues le vio u oyó y acudió en aquella dirección. Héctor se fue deslizando por el casco y Julio le sujetó en el último tramo, evitando que cayese al agua con brusquedad.
Debieron de hacer algún ruido, pues muy pronto vieron la silueta de un hombre salir del puente de mando y recorrer la cubierta, inclinándose de cuando en cuando sobre la borda y ambos muchachos tuvieron que esconderse bajo la línea de flotación y, aunque Héctor no había tenido tiempo de vestirse el traje de goma, sí de ponerse las gafas y el tubo en la boca.
Cuando el del barco, sin duda tranquilizado, regresaba al puente de mando, ellos emprendieron el regreso hacia el muelle.
Inmediatamente, Sara y Verónica, que debían de estar muy atentas, salieron de un montón de bultos y se acercaron a ellos.
—¿Qué? —preguntaron en un susurro.
Mientras se quitaban los trajes de goma, Héctor explicó:
—El barco es exactamente igual al «Rex I». No he encontrado en su interior nada distinto. A bordo no hay más que un hombre, el de la melena, y no he podido verle la cara. O soy un perfecto zote, o el prisionero no está en él.
Verónica mostró su desilusión. Sara preguntó:
—¿Y el…?
Héctor no le dio tiempo a completar la frase:
—El estropajo pringoso sigue donde tú lo dejaste.
—Entonces… ¡Se trata del «Rex»!
—Pues si se trata del «Rex» —razonó Julio—, hay gato encerrado. No existe barco que lleve dos documentaciones y utilice dos nombres.
—Hacen como los gángsters que llevan matrículas de recambio en sus coches para escapar más fácilmente —intervino Verónica.
Unos recatados siseos a espaldas de un barracón atrajeron la atención de los reunidos. Una cabeza rubia asomaba por la esquina.
—Es Oscar. Vamos allá.
El chico parecía un tanto cariacontecido.
—No es que sea mal enlace. Os aseguro que lo he hecho muy bien, pero Raúl se me ha perdido.
—¡Vaya! No preocuparse, ya aparecerá. Ese se ha ido a repostar. Estará en cualquier bar reponiendo fuerzas —aventuró Julio.
Oscar quería saber lo ocurrido en el barco y tuvieron que contarle lo que conocían. Después, todos empezaron a manifestar su descontento contra el ausente.
—Tía Susy, que ya debe tener agujetas de tanto jugar a la canasta —dijo Julio—, va a echarnos en falta. Antes nos dejaba en libertad, pero actualmente anda un tanto mosqueada y no nos conviene tenerla enfadada. Puesto que nada podemos hacer, regresemos al hotel y ya acudirá Raúl.
—Sí, sí, pero sabiendo que el «Alexandre» es el «Rex I» me parece una gran cobardía cruzarnos de brazos. Las autoridades deberían saberlo.
Sara movía su coleta con mucho énfasis y Verónica estaba de acuerdo con ella.
—Si fuéramos a la Policía insistiendo con nuestra historia, se burlarían. Volverían a mostrarnos la documentación en regla del «Alexandre» y no sólo se reirían de ese cuento de fregadera y estropajo, sino que la pagaríamos nosotros —zanjó Héctor—. Vamos al hotel y reflexionemos sin precipitaciones en la conducta a seguir, «Jaguares».
Todos aceptaron el plan, aunque ninguno estaba contento. De camino trataron de dar con Raúl, pero sin éxito.
—Puede que nos espere en el hotel. ¡Es tan cortés con tía Susy! —dijo Sara.
—Puede, pero es muy raro que se haya ido sin esperarnos. Es el más cumplidor y el menos rebelde de todos nosotros, —se le ocurrió a Julio.
La voz de Sara estaba cargada de intención:
—Si tú lo dices…
Tía Susy les aguardaba en el recibidor y su rostro expresó sorpresa y cierto desagrado ante el aspecto de la pandilla.
—¡Pero hijitos, qué fachas! Los de mi generación, a vuestra edad, íbamos siempre tan arregladitos, tan presentables y éramos tan correctos… ¿Habéis estado reptando en alguna selva? Dos chiquitas tan monas como Sara y Verónica deberían tener a gala ir bien peinaditas, pero no les importa lucir greñas —explicó a sus amigas—. En fin, de todas formas resultan encantadoras.
Las amigas de la señora se despedían cuando se presentó Raúl. Chorreaba de cabeza a pies y, en un afán de disimularlo, se retorcía parte de la camisa, dejando un charco a su alrededor.
—¡Oh! —lanzó la señora—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Estás empapado!
Raúl, apurado, temió ponerse colorado, con tantas miradas convergiendo en él. Y claro, con tanto apuro, toda su cara se convirtió en una llamarada.
—Es que… venía corriendo y he sudado un poco.
—¿Un poco? —se asombró ella—. Has pasado de sólido a líquido.
Era una señora considerada y cambió pronto de tema, fingiendo aceptar la explicación del muchacho.
—Son las doce, chicos; ¿no os parece que es hora de dormir?
Así que se dirigieron a sus respectivas habitaciones. Pero «Los Jaguares», intrigados por el chorreante Raúl, se empeñaron en acompañar primeramente a la señora hasta su dormitorio y luego, con su ímpetu habitual, rodearon al chorreante.
—¿Es que te has caído al agua?
—¡Qué va! He tenido que tirarme.
—¿Por qué?
—¡Menudo descubrimiento! ¿Sabéis a quién he visto?
—¡Al hijo del jeque!
—Al policía malhumorado.
—¡A Petra!
—Al tipo rubio de las entradas en las sienes.
—Al moreno de cabeza ensortijada.
Raúl se volvió hacia Oscar, el último en proponer su acertijo.
—¡Justo!
Por el extremo del corredor pasaba una camarera y los muchachos entraron de rondón en el dormitorio que ocupaban los Medina, para librarse de su curiosidad. Todos apremiaban a Raúl para que contase lo relativo a su descubrimiento.
—Pues, como andaba tan vigilante, vi a un tipo por el muelle que caminaba como escondiéndose, sigiloso, al acecho…
—Como nosotros, vamos —le interrumpió Oscar.
—Le seguí a distancia y, al pasar bajo una farola le identifiqué. ¡Era el tipo del «Rex», el moreno!
—Pero el tipo moreno no estaba a bordo del «Alexandre» —declaró Héctor.
—No podía estar en dos lugares a la vez —añadió Raúl—. Pues bien, el tipo, procurando que nadie le viera, ¿a que no adivináis dónde fue?
—Estás acabando con mi paciencia —se quejó Verónica—. No propongas acertijos y termina de una vez.
—Pues subió al yatecito blanco que a última hora de la tarde atracó en el muelle. A lo mejor pensáis que soy un tonto, pero tengo la impresión de que ese yate es el mismo que encontramos cuando íbamos a la deriva en la lancha y al que hicimos señales. Recordaréis que nos saludaron alegremente, pero sin detenerse ni ayudarnos.
—Pudieron fingir que no comprendían nuestra situación para zafarse de nuestra presencia —razonó Julio—. Desde luego, no son ésas las costumbres ni las leyes que imperan en el mar.
—¿Y qué más? —preguntó la impaciente Sara.
—En lugar de permanecer en contacto con vosotros, decidí vigilar al moreno, pero como no salía del yate se me ocurrió curiosear en su interior.
—¡Te presentaste allí! —exclamaron varias voces a un tiempo.
—¡Oh, no! Eso significaba echarlo todo a rodar; demostrar que sospechamos de él…
Julio aprobó con el gesto y las chicas mostraron cierto desencanto.
—Pensé que debía mirar sin que me vieran y como era peligroso subir al yate, me tiré al agua entre unos botecitos y, sin ruido, rodeé el barquito. Desde luego, no he podido mirar bien, porque resbalaba por la quilla. En uno de los camarotes, el de pelo ensortijado hablaba con otro individuo.
—¿Y eso es todo?
—Pues sí, todo. Es decir… observé que todos los «ojos de buey» estaban abiertos, menos uno, que permanecía cerrado. Por cierto, ¿cómo os ha ido a vosotros?
Héctor le contó lo que había visto y Raúl expuso su criterio de que era obligación de «Los Jaguares» hacer una nueva denuncia a la Policía.
—No se puede identificar un barco por un estropajo, Raúl, no es convincente —rechazó Héctor—. ¿Te imaginas el recibimiento que obtendríamos?
Julio se lo imaginaba y propuso un nuevo plan: ir al yate y registrarlo, como antes se había registrado el «Alexandre».
Se enzarzaron en una discusión sobre la forma de hacerlo. Las dificultades eran evidentes.
—No es lo mismo llegar a un buque que está anclado fuera del muelle, en medio de la oscuridad y bajo el agua, que abordar a un yate anclado en el puerto e iluminado, aunque fuera mal, por las farolas cercanas.
—Tendríamos que ir vestidos de negro y cubiertas de negro la cara y las manos —dijo Sara.
—No te incluyas —replicó Héctor—. Vosotras y Oscar os iréis a dormir. Julio, Raúl y yo volveremos al muelle.
Siguieron discutiendo y exponiendo teorías.
—No creo que el yate salga de noche, pero por si acaso, no perdamos tiempo —decidió Julio.
Se acordó actuar sobre la marcha, al ritmo marcado por las circunstancias.
En silencio, Oscar había sacado papel y se dedicaba a escribir.
—¿Son tus memorias, mico? —le preguntó su hermano.
—No, es un mensaje de esperanza para ese pobre niño secuestrado. Es posible que encontréis el medio, si está en el yate, de hacérselo llegar.
Aunque los demás le llevaban unos años, Oscar a veces les maravillaba. Sara, a punto de llorar, decidió incluir a Petra en la operación rescate.
—Petra es muy capaz de entrar en el sitio más vedado del mundo y de llevar ese mensaje. Suponiendo que el hijo del jeque no se halle en el yate, nada se ha perdido con llevarla.
¡Cuánto agradeció Petra ser elegida para la misión!
Y eso que tuvieron que despertarla. Luego de haberse enzarzado con León, ambos habían sucumbido al sueño.
Sobre las doce y media, dejando boquiabierto al conserje del hotel, Héctor, Raúl y Julio, llevando a Petra, se marcharon. Naturalmente, llevaban el mensaje de Oscar. Tenía algunas faltas de ortografía, que era el flaco del chico, pero Sara y Verónica lo encontraron conmovedor. Decía:
“Querido amigo, hijo del jeque Ib-Al-Rachim: Somos unos muchachos que deseamos ayudarte para que vuelvas pronto con tu familia. Ten confianza porque a nosotros siempre nos salen las cosas bien y estamos muy interesados por ti. ¡Animo y un abrazo!
Oscar.”
Hacía falta saber si el mensaje podría llegar a su destinatario y si realmente éste se hallaba en el yate.