Los del «Rex I» no llevaron su amabilidad al extremo de dejarles cerca de la costa.
—¡A ver si se nos avería otra vez el motor garantizado…! —rezongó Sara, mientras descendía dificultosamente hasta la lancha.
En el momento de la despedida, Guinea se mostró un poco más amable.
—Si no hubiéramos tenido tanta prisa os hubiéramos llevado hasta Las Angustias. ¡Buena suerte! —les gritó, alzando la voz.
—Gracias por todo —repuso Héctor.
Por lo bajo, Julio inquirió:
—¿Qué entiendes tú por «todo»? Han cumplido a regañadientes con un deber y tengo tortícolis de haber dormido en una silla. No les debemos nada.
—Bueno, nos han sacado del apuro y el motor marcha de perlas.
—¡Calla, no lo gafes! —dijo Sara, con susto.
Desde luego, marchaba y bien y esta vez la travesía se cubrió sin tropiezos hasta el muelle de Las Angustias.
Mientras Julio se dirigía a la casa vendedora para tratar de lo sucedido, los demás fueron al hotelito donde tía Susy se hallaba comunicando con la Policía, tratando de indagar lo sucedido a los muchachos.
—¡Ay, «Jaguares»! A vuestro lado se vive de susto en susto. Siempre os están sucediendo cosas raras y yo acabaré cardíaca perdida.
—Sólo cardíaca —dijo Oscar.
—Habrá que celebrar el regreso de los náufragos —dijo ella—. Desde luego, Julito tendrá que devolver su trasto «naufragador».
Pero Julio regresó asegurando que el motor era de primera y que lo ocurrido eran cosas lógicas del rodaje. Solía ocurrir.
—De todas formas —dijo Sara—, ya no podremos alejarnos en la lancha más que hasta el punto en que se pueda regresar a nado.
—Ahora la lancha ya está «rodada» y a salvo de averías —replicó él con toda calma.
Eso sólo podía significar que los paseos por mar iban a proseguir.
Las amigas de tía Susy, que estaban al tanto de la aventura marinera de «Los Jaguares» y hablaban por los codos, mencionaban el hecho de que el mundo se había vuelto muy peligroso. Entre la audacia de la gente (miradita a «Los Jaguares»), la moda de la velocidad y las cosas de película que sucedían a los mortales, la vida era una continua emoción.
—Cosas así siempre han sucedido —dijo Julio, un poco cansado de soportar a las parlanchínas.
—Pero lo de ahora es el colmo. ¿No sabéis la noticia? Acaban de raptar al hijo del jeque Ib-Al-Rachim, poseedor de importantes pozos de petróleo. ¡Pobre niño!
—¿Dónde lo han raptado? —preguntó tía Susy.
—En algún lugar de Marruecos. El muchacho se hallaba de viaje acompañado de su protector y ahora al padre le arrancarán los pozos quieras o no. Los emiratos árabes han debido echarse a temblar.
La verdad es que «Los Jaguares» no prestaban gran atención a la charla. No porque se desinteresaran de las desventuras del prójimo, sino porque tenían bastantes cosas en qué pensar como, por ejemplo, descubrir si realmente el motor era tan bueno y funcionaba tan a la perfección como el mayor de los Medina aseguraba. Pensaban dormir un rato y salir al mar.
Estaba Sara en el mejor de los sueños, cuando Verónica empezó a zarandearla.
—¿Sabes qué hora es? ¡Arriba, dormilona! Nos esperan los chicos.
Sí, Sara ignoraba la hora y pensó en su reloj con la correa rota. Trataría de arreglarla en un momentito. Fue en busca del pantalón que vestía durante la aventura marinera y extrajo el paquetito que contenía el cronómetro. Entonces reparó en que el papel que había tomado del puente de mando del «Rex» se hallaba escrito. Un nombre hería sus ojos: «Ib-Al-Rachim».
Con viveza extraordinaria, levantó la cara, mirando a su amiga:
—¿Cuándo se ha sabido el rapto del hijo del jeque árabe?
—A veces haces unas preguntas como si estuvieras…
Verónica, con el índice, hizo ademán de atornillarse la sién. Y estuvo burlona mientras la otra se vestía a toda prisa y corría en busca de «Los Jaguares».
—Julio, tú que andas siempre leyendo periódicos y metiendo las narices en todo, ¿cuándo se ha sabido el rapto del hijo del jeque Ib-Al-Rachim?
—¿Qué viento investigador le ha entrado a ésta? —empezó a burlarse Héctor.
Por el contrario, Julio, interesado, respondió a la pregunta:
—Se ha sabido esta mañana. ¿Por qué?
—Porque alguien lo sabía anoche. ¡Lo sabían en el «Rex I»!
A veces «Los Jaguares» hablaban como si les dieran cuerda, pero en la presente ocasión, quizá por el estupor, la voz se atascó en todas las gargantas.
—Hemos de reconocer —añadió Sara con absoluta seriedad—, que la pandilla se encuentra siempre en el centro de todo lío. Y hemos ido a tropezamos con el «Rex I», a bordo del cual se encuentra el niño secuestrado.
—¿Pero es que tú has visto al niño secuestrado? —preguntó Julio.
—No, pero estaba allí. Y ésta es la comprobación.
Sólo entonces los demás vieron que llevaba un papel arrugado en la mano. Sara lo alisó antes de mostrarlo bien estirado. Arracimando las cabezas, «Los Jaguares» pudieron leer el escrito:
«Jeque Ib-Al-Rachim: tenemos a su hijo. No le sucederá nada que usted no quiera. Recibirá instrucciones».
—¡Cielos! —exclamó Verónica, temblando—. Bueno, me suena a chino. Oye, Sara, ¿no te estarás burlando de nosotros y habrás escrito tú ese papel?
—¿De dónde lo has sacado? —quiso averiguar Raúl.
—Del puente de mando del «Rex».
La pelirroja añadió la historia de su salida cuando todos dormían y la agarrada con Petra que rompió la correa del reloj, que ella envolvió en el primer papel que halló a mano.
—¿Os dais cuenta? Anoche ellos tenían escrita esta nota para el jeque.
—¡Hay que volver inmediatamente al «Rex I» sea como sea! —exclamó Raúl, decidido protector de desvalidos.
—Calma, calma… —pidió Héctor, poniendo orden en sus dispares huestes—. Ni siquiera sabemos el rumbo del «Rex I», ese raro pesquero que no se dedica a pescar y va tripulado por sólo dos hombres. Nosotros no podemos hacer más que una cosa.
Los demás le miraban como a su oráculo.
—Avisar a la Policía. Ellos se encargarán de poner en marcha la captura del «Rex I».
Julio, que había permanecido con las manos en los bolsillos, objetó:
—¿Y si no nos creen?
—Nos creerán. Daremos detalles de todo, desde el momento en que avistamos al barco y pretendió pasar de largo…
Aquí Oscar, con una de sus salidas geniales, interrumpía al mayor:
—Eso no quiere decir nada. Antes habíamos visto un yate, le hicimos señales y tampoco nos hizo caso. Se largó a todo gas.
—El mico tiene razón —concedió Julio.
—Bueno, pero el «Rex», reconocedlo, es un buque extraño y misterioso —alegó Sara, defendiendo su descubrimiento—. Nos tuvieron como prisioneros en él, sin dejarnos salir de aquella cámara. Es decir, a mí me dejaron ir hasta la cocina, pero solamente para lavar los platos. Por cierto, creo recordar que nadie se brindó a ayudarme en esta operación.
—No te vayas por la tangente —puntualizó Julio—. Estábamos en lo del secuestro.
Desde luego, aquella pasada historia de los platos no interesaba a «Los Jaguares» y Héctor tomó nuevamente el mando.
—Iremos a la Policía, desde luego. Pero lo que se me hace raro es que los raptores se dejaran la nota en la cabina del puente de mando, así, sin más.
—A lo mejor pensaban enviarla por telegrafía —objetó Raúl. Luego se puso colorado, porque todos encontraron tonto su comentario.
—En tal caso, se delatarían. Tenían que haber pensado otra cosa: por ejemplo, hacer llegar la nota al jeque por conducto de alguien —se le ocurrió a Julio.
—¡Tengo una pena por ese pobre niño! No podemos pasarnos el día hablando —dijo Verónica—. Hay que pasar a la acción.
Héctor, de acuerdo, planeó la operación:
—Pandilla, iremos ahora mismo a la Policía, pero no todos. Sois tan bulliciosos que la Policía se llevaría el gran susto. Iremos Sara y yo.
—Pero yo… —Verónica, que estaba tan mimada, no podía creer que se la dejara a un lado en ocasión tan trascendente.
—Ya lo habéis oído. En marcha, Sara.
Raúl, Verónica y Oscar les vieron ponerse en marcha a través del vestíbulo del hotel. Julio, las manos en los bolsillos, les seguía.
—¡Eh, que tú formas parte de los que se quedan! —le recordó Verónica desde lejos.
—¡Imposible! Como dueño de la lancha garantizada, mi testimonio será imprescindible.
Y siguió adelante tan fresco. Otra que se unió fue Petra, o porque siempre seguía a Sara o por entender que también podía testimoniar.
En el pequeño cuartelito de la isla, se recibió a los muchachos sin gran interés. En realidad, a la única que consideraron y eso con más curiosidad que interés, fue a Petra, pues posiblemente nunca habían tenido una visitante de su raza.
El que estaba de guardia, avisó al jefe:
—Ahí fuera están unos muchachos muy raros que quieren hablar con usted. Si serán raros que llevan una ardilla. Bueno, creo que es una ardilla…
—Que esperen.
La espera se prolongó tanto que, cuando al fin el jefe se presentó, Héctor y Sara estaban nerviosos y Petra incontenible. Lo malo fue que los dos pretendían explicarse a un tiempo y corregirse para hacer más clara la explicación, haciéndola más confusa.
—Sabemos en qué lugar se retiene al hijo del jeque petrolero.
—Está en un barco; se llama el «Rex I». Resulta que, persiguiendo a mi ardilla, encontré este papel…
El policía apartó la mano de Sara y con ella el papel.
—Todos los muchachos de ahora sois iguales. Las películas de violencia os han envenenado y no veis más que acciones truculentas por todas partes. Pero yo tengo algo mejor que hacer que escucharos.
En aquel momento Julio creyó muy necesaria su intervención:
—Señor, ayer nuestra lancha sufrió una avería y nos encontrábamos en alta mar, donde nos recogió un extraño pesquero llamado «Rex I».
—¿Extraño y todo? —cortó el policía—. Si es broma, vale ya.
—No es broma, señor. Mire, en la cabina del puente de mando encontré este papel.
Por fin el policía se dignaba dirigirle una mirada. Luego, detallando con enojo a los muchachos, lanzó:
—Ese papel lo has escrito tú. ¿Crees que unos raptores avezados andan perdiendo papeles comprometedores así como así?
—No serán avezados —dijo Sara.
En aquel preciso instante, un incidente vino a complicar la situación: Verónica, Raúl, Oscar y León aparecían en el cuartelillo con grandes noticias que dar. Por lo menos así lo creían ellos.
—¡Tienen que darse prisa! El «Rex I» está anclado en el muelle. En un periquete pueden rescatar al hijo del jeque Ib-Al-Rachim.
—En esta ocasión no vais a protagonizar ninguna novela de aventuras —dijo el policía—. ¡Fuera de aquí! ¡Dejadme en paz!
—¿Pero es que no va a comprobarlo? —preguntó Julio—. ¡Qué lástima, señor! Usted no estará nunca de jefe en ninguna gran ciudad.
Quizá la culpa del mal recibimiento la tuviera, en parte, León. Eran muchos animales y mucho sensacionalismo por parte de unos jóvenes que el policía veía… más jóvenes aún.
Una vez en la calle, algo desinflados, decidieron dirigirse al muelle para comprobar si realmente el pesquero se hallaba todavía allí.
En efecto, se hallaba anclado a escasa distancia y Sara exclamó:
—¡Es el nuestro! ¡El «Rex I»!
—¡Oh, no! —la corrigió Julio—. Desde aquí leo su nombre: «Alexandre».
¡Vaya plancha! Héctor, Sara y Julio la emprendieron contra los otros tres, por haberse equivocado y, muy especialmente, por ir a la Policía. A causa de su denuncia equívoca, suponiendo que comprobasen lo relativo al barco, ya no les creerían nada.
—¡Pero es un barco exactamente igual! —se defendió Verónica—. Tan igual, que hasta lleva colgado en el palo de mesana o el palo que sea, la misma camiseta con un agujero que el «Rex» llevaba ayer.
Héctor se volvió en redondo hacia ella.
—¡Eso es cierto! —exclamó—. Yo también me fijé en el tal pingo!
—¿Estáis seguros? —preguntaba Julio, sin nada de su indiferencia habitual.
Lo estaban. «Los Jaguares» ya no podrían mantenerse inactivos, cuando la vida y la seguridad de un niño se hallaba en juego.
—Tendríamos que ver ese barco más de cerca —decidió Raúl.
Entonces vieron algo en el mismo muelle que les produjo estupor.