La noticia cayó entre «Los Jaguares» como una bomba, pero no una bomba de ésas con mecanismo de relojería o de las que llevan dentro miles de traidores megatones, sino como una bomba que al estallar lanzase en todas direcciones un chisporroteo de burbujas de colores, capaces de encender todas las antorchas de ilusión del mundo… y no era para menos.
—¡Una lancha con «fueraborda»! —había exclamado Verónica, juntas las manos y contemplando a Julio como Aladino podía contemplar al genio de la lámpara.
—Pero, ¿sabes lo que dices? —añadió Sara, revolviéndose para observar una a una las caras que le rodeaban y deducir las impresiones de todos.
Héctor, con las manos en las caderas, sonreía feliz.
—Julio y Oscar Medina —declaró—, sois una especie de maná; nuestro maná particular, claro. Gracias a vosotros hemos recorrido este verano varios países de la América hispana y ahora, aunque os suene a cursi, añadís este broche de oro a unas vacaciones tan sorprendentes. ¡Amigos, tenemos una nave para nuestro exclusivo recreo y yo os pido, amigos, un hurra por los autores del milagro!
Secundado el hurra, Oscar pasó a hacerse el modesto, pero estaba más hinchado que un globo.
—¡Oh, bien, no tiene importancia…!
En realidad, acababa de enterarse de la compra, pues, a la chita callando, Julio lo había hecho.
El rostro leal de Raúl reflejaba un deslumbramiento insólito. Se consideraba la persona más afortunada del mundo, precisamente él, que antes de comprarse unos nuevos zapatos tenía que esperar a que los viejos estuvieran realmente inservibles, ya que las posibilidades monetarias de su familia estaban en las antípodas de las de sus amigos los Medina, e incluso de todos los demás componentes de la pandilla.
—¿Cuándo veremos nuestro navío? —preguntó Oscar.
—A primera hora de la mañana nos lo llevarán al muelle —explicó Julio.
Sara quiso saber si realmente era capaz de manejar el motor.
—Eso está hecho —expuso el autor de la compra con énfasis—. No sólo yo, sino todos vosotros, incluso Oscar, podréis maniobrarlo. Con la embarcación entregan un manual muy claro y práctico que resolverá cualquier dificultad, caso de que se presentara, cosa imposible, pues el motor es nuevo, muy moderno, de toda garantía. En fin, lo último.
—¿Cuál es su potencia? —preguntó Héctor, el único con nociones de mecánica.
—Diez CV. Es de una aleación de aluminio, muy ligera en relación con la potencia que desarrolla. El arranque es instantáneo y el escape queda amortiguado al verificarse bajo el agua, en la estela de la hélice. El motor pivota con entera libertad sobre la abrazadera que le une a la embarcación. Con la barra del timón se mueve todo el motor y el empuje de la hélice proporciona una gran capacidad de maniobra.
—¡Pues qué bien! —se burló Sara—. Será maravilloso pasearnos en ese prodigio de la ciencia, pero espero que no pasaréis el tiempo hablando de motores porque entonces… ¡pobres de nosotras!
Julio se espantó una imaginaria mosca con la mano y ordenó:
—Mañana, a las nueve en punto, todos estaremos puntuales en el muelle de Las Angustias, donde tendremos el placer de bautizar, botar y estrenar la nave. ¿De acuerdo?
—Tú mandas, capitán —repuso la encantada Verónica.
—¿Qué nombre le pondremos? —preguntó Sara.
—Lo están pintando en un bonito color azul… —empezó Julio.
Sara, rápidamente, atajó:
—Vamos, que tú lo has bautizado ya…
—Sí. Se llama «Los Jaguares».
Hubo aplauso general y vítores sonoros. Sólo al rato y porque estaba muy escarmentada de los peligros sucedidos en la vida de «Los Jaguares» desde su fundación como grupo, a Verónica se le ocurrió preguntar:
—¿Seguro que esa fantástica nave no ofrece peligro?
—¿Estás loca? —protestó Julio—. ¡Ninguno! Lo más que puede suceder es que te caigas al agua y siendo una nadadora de tu categoría, eso no debe inquietarte. El motor es de primera, la lancha también y el manejo al alcance de un crío de chupete. Y luego, que está en total garantía por un año. Ya ves, la lancha es tan segura como el colchón de tu cama. ¿Tranquila, pusilánime?
—No… si lo decía por aquello de…
«Los Jaguares», acompañados de la tía de los Medina, la famosa tía Susy, cuyo objetivo era proporcionarles unas vacaciones felices, llevaban cuatro días en la isla de La Palma, la más occidental de las Canarias y, en coche, a pie, en burro y hasta en camello, habían recorrido rincones de extraordinaria belleza y paz, a pesar del carácter agreste de la isla y de su formación volcánica, además de una de las más escarpadas del archipiélago.
La Caldera de Taburiente, con sus casi diez kilómetros de diámetro, les había dejado absortos. Habían contemplado con deleite los no menos de veinte manantiales que forman el río del mismo nombre y sus riscos afilados y sus tapices de pinares heridos sólo por los arroyos y torrentes que buscan camino hacia el mar.
«Los Jaguares» se alojaban en un hotelito minúsculo de la región de Tazacorte, la de abundantes plataneros, cerca del tramo final del barranco de las Angustias, que desde el Taburiente se abre paso hacia el mar. En el puertecito del mismo nombre, por donde se exporta el plátano, se hallaban «Los Jaguares» a la hora prevista acordada la víspera.
Un empleado de la casa vendedora les aguardaba ya con el «fueraborda», preciosa lancha pintada de blanco con su flamante nombre en azul y el escudo del jaguar distintivo de la pandilla.
Sara escondió a su espalda la botella de Coca-Cola que pensaba estrellar contra el casco.
—¿Ha llegado el solemne momento? —preguntó Héctor—. Que las señoras madrinas del buque se preparen.
—¡Ni hablar! —replicó Verónica—. Me siento incapaz de romper una botella de líquido pegajoso contra ese casco reluciente.
Sara la apoyaba moviendo con ímpetu su coleta rojiza.
Las opiniones se dividieron, cosa muy frecuente entre «Los Jaguares» y, al fin, Petra, la ardilla de Sara, zanjó la cuestión ofreciendo el plátano que llevaba entre sus diminutas patitas.
—Encuentro muy simbólico esto del plátano —zanjó Raúl—, puesto que estamos en una región platanera.
Sara y Verónica, con mucho cuidado, arrojaron el plátano contra el casco de la lancha, procurando que no se espanzurrara contra la inmaculada pintura. Así que el fruto cayó ‘al agua, pero la botadura se dio por buena.
Con el librito de instrucciones en el bolsillo, los nuevos marinos se dispusieron a embarcar, contemplados por el empleado del vendedor, que se lo estaba pasando en grande.
Todos, menos Raúl, llevaban las manos libres.
—¿Qué es eso? —le preguntó Héctor.
—Cositas de boca. Como vamos a pasar el día navegando de playa a playa…
—¡Ah, ya!
En efecto, tenían el proyecto de dirigirse a la Punta de Fuencaliente, bien visible desde allí. Habían considerado la conveniencia de dejar en tierra, al cuidado de tía Susy, tanto a la ardilla como a León, el mono de Oscar, pero a última hora decidieron que fueran de la partida.
—Estos días se pelean continuamente —expuso Sara—, y sería demasiada penitencia para tía Susy aguantarles durante todo el día.
Y allí estaban. En el momento de saltar a la lancha, el mono empezó a gemir igual que si le pisaran la cola.
—¿Le tendrá miedo al agua? —preguntó el menor de los Medina.
—¿Pues no lo ves? —contestó Verónica.
Entonces Petra, levantando ostensiblemente la cola, pasó a la lancha como una emperatriz, mostrando su gran desprecio por el timorato de León.
—O vienes o toda la vida te recordarán esta cobardía —le dijo su dueño, que sabía mucho de aquello.
Así que el mono, escondiendo la cara en la espalda del chico, acabó por embarcar, mirado conmiserativamente por la ardilla.
—Esta Petra cada día está más «repipi» —fue el comentario de Julio.
Este fue a sentarse a popa, junto al motor y Héctor a proa, ante el volante.
—¡Avante, marineros! —lanzó Sara.
El mayor de los Medina había accionado el dispositivo de arranque y la lancha, con suavidad portentosa, empezó a navegar con brío. Entonces Verónica, recordando una frase que solía aparecer en las novelas de piratas, se las dio de entendida.
—¡Oh, qué embarcación tan marinera!
A Héctor se le fue una sonrisita por un lado de la boca.
—Y sencilla de manejar, sin riesgos; está garantizada —recalcó Julio.
Quizá porque Sara estaba siempre de pique con él, al igual que sucedía entre Petra y León, porfió:
—¿Dónde está la garantía?
—Aquí.
Julio buscó en el librito de instrucciones la página que mencionaba la garantía del fabricante.
—Esto me recuerda —dijo Sara—, la nueva lavadora que mamá compró este invierno. También estaba garantizada y se paró nada más llegar a casa. Nos resultó más tozuda que una mula, nunca quería andar y tuvieron que cambiárnosla por otra.
—¡Ajá! —aprobó Julio—. Son las ventajas de la garantía.
—Sí, claro, pero mientras nos cambiaban una lavadora por otra, nosotros estuvimos lavando a mano.
—Seguro que la comprasteis en alguna liquidación —repuso Julio, dispuesto a discutir.
—Eso es verdad; mamá es terriblemente ahorradora. ¿No te habrá molestado mi comentario, verdad? —se aseguró la combativa pelirroja.
—¡En absoluto! Me siento muy feliz y casi, casi, hasta romántico: la mar es bella, el cielo purísimo y la isla parece encantada.
En la mejor armonía ya, enfilaron hacia el Este, en dirección a la Punta de Fuencaliente, que se adentra en el mar y tras la que surge la columna de humo del volcán Teneguía.
—¿Y si se enfurruña el volcán? —preguntó Verónica. —Siempre serás una aguafiestas —le reprochó Héctor—. Su última erupción fue en 1971.
—¿Y cuándo le toca eruptar otra vez?
—¡Calla! —exclamó Sara—. ¡Ay, Julio, qué feliz soy y qué grandes ideas tienes! ¡Mira que ocurrírsete sorprendernos con esta bonita barca y hacernos navegar a nuestro capricho por este mar de maravillas! Es lo mejor que me ha ocurrido en mi vida.
—Y, además, está garantizada —repitió Oscar—. Julio siempre hace las cosas bien, ya lo sabéis.
Con su inventiva de siempre, «Los Jaguares» compusieron una canción marinera en la que se cantaban las excelencias de su romántica lancha garantizada.
Pero no todo era feliz a bordo porque, si bien León iba habituándose a la navegación de cabotaje, Petra, cada vez más rara y más arrugada, se había tumbado en el suelo y su aspecto no podía ser más lastimoso.
—¡Cielos! ¡Petra se marea! —exclamó Raúl.
—Vamos, ardillita mía —le dijo Sara—. No te dejes abatir, porque todos sabemos que el mareo es una cosa puramente psicológica. Tienes que mentalizarte en el sentido de que no te marearás si no quieres.
Varias risitas burlonas surgieron a proa y popa. Y Petra seguía gimiendo y sin dejarse mentalizar.
Había llegado para León la hora de la revancha y su actitud, levantando mucho su carita de mico, era insolente.
Pero pronto se olvidaron de Petra, porque aquella navegación por un mar plácido, de un intenso azul, sin pizca de brisa, resultaba un placer desconocido para la mayor parte de «Los Jaguares».
—El capitán y el primer oficial son de lo mejorcito —comentó Verónica—. No pierden el rumbo.
—Si no fueran buenos, tía Susy no nos hubiera permitido esta excursión —explicó Oscar—. Además, la lancha es formidable, fácil de manejar y garantizada; un verdadero primor.
—Y con unas instrucciones tan detalladas que la maneja cualquiera —sentó Verónica, que estaba deseando que la dejaran probar suerte como piloto.
Julio entendió la indirecta sin más añadiduras.
—Anda, ven; siéntate aquí y ocúpate del timón.
Quizá el más feliz fue Raúl, cuando Héctor le cedió el volante. Durante los primeros metros se desviaron un poco, pero pronto enfilaban en línea hacia su objetivo.
Quizá porque no se le había brindado ocasión de pilotar, Sara recordó a su ardilla.
—La pobrecita se me va a morir. Puesto que tenemos todo el día por delante, podíamos dirigirnos a una de las muchas radas que hay por aquí y trotar un poco por tierra. También podríamos bañarnos y sacar fotografías.
—Eso —aprobó Oscar—. Así veréis lo bien que atraca esta lancha, que es tan «manobrera».
—Se dice maniobrera, mico —le corrigió su hermano.
—Lo importante no es cómo se diga, sino que lo sea —discutió el chico.
Héctor, riendo bajito, susurró que la pandilla contaba en su seno con un filósofo.
Felizmente, sin el menor tropiezo, saltaron a tierra en un paraje desierto, con gran alivio de Petra.