Camps O’Shea paseaba arriba y abajo de su despacho, elásticamente, como regalando a la moqueta más cara de este mundo su felicidad de actor recitando lo que le cantaba el papel que llevaba en una mano.

—Oiga. Escuche, mejor dicho, Carvalho. Nuestro hombre se supera. Escuche:

»Abriré las jaulas donde guardáis vuestros animales de lujo y el brillo de sus músculos iluminará el atardecer más que la luna de Samarcanda.

»Pero en la carrera un animal revelará su herida de muerte y no llegará a las puertas de la ciudad. Es el escándalo. El chivo expiatorio que necesita mi teoría de la crueldad. El que debe morir para que los demás sean libres y vosotros, mercaderes de músculos, los culpables morales de esta historia.

»El que debe morir subirá a los cielos de la inocencia. La sangre limpiará mis manos, porque serán instrumentos del nuevo orden de la Tierra. Por todo ello, y es profecía, el delantero centro será asesinado al atardecer».

—¿Qué le parece?

—Fastuoso. Eso está escrito por un guardia.

—¿Por un qué?

—Por un guardia. No sé muy bien de qué clase, porque cada vez hay más clases de guardias. Pero fíjese qué manías tiene: abrir las jaulas, dirigir el tráfico de la ciudad, incluso el tráfico de los cielos.

—Es una belleza.

Camps O’Shea estaba tan indignado con la insensibilidad poética de Carvalho que sus mejillas se habían arrebolado y le tendía el papel como la prueba evidente de la magnificencia del escrito.

—Sea quien sea el redactor, no se le puede negar un instante lírico, elegiaco mejor dicho.

—En cuanto lleguemos a él, le pediremos que nos redacte las necrológicas.

—No lo minimice, Carvalho, por Dios.

—¿Sabe qué le digo? Que este tío no mata a nadie. Un majara capaz de utilizar el peligroso juego del anónimo para pedir una oportunidad en los próximos juegos florales. Eso es lo que es.

—Si algo no tiene esta poesía es floralismo. Es precisamente lo más antijuegos florales que se ha escrito nunca. Defínase. Comprométase, Carvalho. Dígame usted por qué acusa de floralismo esta escritura. Dígamelo.

—No perdamos el tiempo.

Camps O’Shea cabeceó contrariado y obsesionado.

—No. No. No estoy dispuesto a pasarle lo de floralismo. Seamos serios. Estamos analizando un escrito de peso y grave. Está en juego la vida de un hombre.

—De un héroe. La vida de un héroe de domingo y la carrera literaria de un chalado.

Camps estaba furioso y Carvalho decidió que estaba furioso por dos motivos, por la propia displicencia de Carvalho, pero también por la pasión lectora que le había suscitado el tercer anónimo y de la que ya no podía desdecirse.

—Es importante que no lo minimicemos, porque un análisis de fondo nos puede llevar al descubrimiento del autor. No le planteo un análisis de contenido como el del inspector Lifante. Bobadas. Yo me he permitido un análisis somero y no profesional, pero soy un buen lector, creo y adivino, prefiguro una personalidad concreta detrás de esta proclama. Abrir las jaulas… eso indica una familiaridad con el espectáculo que se ofrece cada domingo cuando de pronto saltan los jugadores al campo; ¿no ha tenido usted muchas veces la misma sensación, como si les hubieran abierto las jaulas? Sigamos. El brillo de los músculos… recuerde el brillo de los músculos de los jugadores cuando saltan al campo, muchos de ellos recién salidos de la mesa del masajista y, en efecto, les brillan los músculos, cosa que el espectador no ve desde las gradas… Eso indica inmediatez. Es alguien que está o ha estado próximo a los jugadores de verdad. Que puede estar próximo a Mortimer. Samarcanda. ¿Qué le dice la palabra Samarcanda?

—Anne Blyt.

—¿Cómo dice?

—Recuerdo una película de mongoles que vi cuando era adolescente. Se titulaba La princesa de Samarcanda y la protagonizaba Anne Blyt.

—Seamos serios, Carvalho. No eluda la rica semanticidad de la palabra. Es un topónimo evocador, como Asmara o como Córdoba. Nunca llegaré a Córdoba. Samarcanda. Hay nombres de ciudades que evocan toda su historia y su leyenda. Asmara, la ciudad perdida en el Sahara bajo la arena. Samarcanda, la capital del Tamerlán y centro de la vida de un Asia brutal y a la vez civilizada por el peso del poder, por la capacidad de irradiación del poder. Y la eufonía, fíjese en la eufonía: Samarcanda.

Carvalho desconectó el oído y reflexionó sobre el surrealismo de la situación. Aquel tío padecía algo parecido al síndrome de Estocolmo. Éste es de los que le gusta que le secuestren, y quiso emitir un ruido para agujerear tanta poesía.

—Y además es maricón.

—¿Quién es maricón?

—El que ha redactado la nota. Tanto músculo, tanto brillo de músculo…

—Me defrauda, Carvalho. Pongámonos en el supuesto de que es maricón, ¿y qué?

—Pues eso, que es maricón. Hay quien es de Cuenca y hay quien es maricón. Son verdades objetivas o estadísticas, según se mire.

—No. No, Carvalho. No eluda lo que usted mismo ha dicho. Recuerde:… y además es maricón. Y además… Eso implica un juicio negativo contra la personalidad sexual, supuesta, de este señor.

—Puede ser una mujer, y entonces lo retiro.

Camps O’Shea estaba desconcertado o cansado. Se parapetó tras de su mesa, también de palisandro, aunque algo menor de la que exhibía Basté de Linyola en su despacho, y buscó en el silencio un factor de tranquilización que le reconocía necesario.

—Este asunto comienza a crisparme los nervios.

—Lo comprendo. Pero empieza a no preocuparme. Cada vez estoy más convencido de que es un puro exhibicionismo, un tío que está jugando con nosotros y que trata de demostrarse a sí mismo que es más listo que nosotros. ¿Ha enviado el anónimo a la policía?

—Sí. Desde luego.

—¿Y qué?

—Ya conoce a Contreras. Ha ironizado contra usted y contra los intelectuales metidos a criminales. Una reacción groseramente corporativista. No me entienda mal, Carvalho. Yo no mitifico a este sujeto. En absoluto. Pero reconozco validez a lo que escribe y me lleva a una conclusión diferente a la de usted. Puede ser peligroso. Tener imaginación es peligroso en los tiempos que corren. Entre tanta mediocridad, aunque todos seamos cómplices de la mediocridad, un hombre con imaginación es peligroso.

—¿Qué hace un chico como usted en un cargo como éste?

Camps se encogió de hombros pero sonrió halagado. Por fin alguien adivinaba su incomodidad de fondo.

—Algo hay que hacer. Yo estudié arte y quería montar mi propia galería o dedicarme al peritaje, a gran altura. Nunca a la docencia. Enseñar al que no sabe es un recurso de mediocres y a la corta o a la larga fosiliza. Pero no disponía de capital personal y tengo un padre muy recto, muy recto, como se decía antes. No quería soltar ni un céntimo para chucherías del espíritu, como él dice. Mi abuelo era de otra pasta. No había iniciativa cultural en Barcelona que él no financiara. Y eso no le hizo ser menos rico, sino más noble. Yo he salido a mi abuelo. Cuando Basté me dio esta oportunidad pensé que podía ser interesante, y lo es. Una entidad de este tipo tiene un importante componente cultural. Es un hecho de conciencia. Una idea encarnada en la masa y depende de quién la moldee. La masa es necia y el público de fútbol un sujeto colectivo aniñado y neurótico. Era como ofrecerme una materia plástica, comprenda. La puedo moldear con mis manos.

No le gustaban las confesiones, pero aquélla le había interesado y contemplaba al relaciones públicas como si acabara de descubrirlo, y él le agradecía hasta el éxtasis aquella sorpresa. Necesitaba sorprender y enviaba mensajes de náufrago. Éste soy yo. Yo no soy ese mayordomo que has visto actuar en las ruedas de prensa o en las conversaciones con Mortimer o Basté.

—¿Ha adelantado algo por su cuenta?

—No y sí. Me consta que no hay ninguna conjura normal para matar a este chico, ni veo una causa lógica para una conspiración. Basté acaba de ser elegido, el equipo marcha bien y aspira a ganar el campeonato. No hay grupos de oposición a la vista. No hay agravios entre compañeros, porque Mortimer acaba de llegar y no se ha creado enemigos ni dentro ni fuera del campo. Estamos, pues, ante una excepción. Demasiada excepción. Esas notas podrían ser tomadas en serio si el objetivo fuera un cantante de rock. Los poetas malos pueden matar a los poetas famosos, pero no a un futbolista. En esos, vamos a llamarlos poemas, hay algo que no suena y me parece que lo que no suena es la palabra muerte. Creo que es un mero alarde verbal.

—Ojalá —sancionó Camps y su suspiro terminaba la conversación y la audiencia—. Lo siento, pero he quedado con Dorothy para ir de compras. Hemos podido descolocar a la tía, porque prepara las maletas para volver a Inglaterra. Ya se ha convencido de que los virus del sida no cabalgan por las calles de la ciudad y Dorothy tiene ganas de patear la ciudad y las tiendas sin la sombra de su tía.

—Ir de compras.

—¿Le fastidia ir de compras?

—Prefiero un hábil interrogatorio de la policía que ir de compras con una mujer.

—A mí me encanta y es curioso, puedo ser un excelente guía de boutiques de señora. Tengo una hermana con la que me avengo mucho y siempre me llama para que le acompañe. Dice que tengo un gusto excelente. ¿Quiere comprobarlo? ¿Viene con nosotros? Dorothy debe estar ya esperándome abajo.

Carvalho le acompañó hasta el encuentro porque le apetecía volver a ver a aquel animal presentidamente poderoso, de piel rosada de desnudo esencial, de esa piel de choque blando que tienen las mujeres inglesas. Voyeur. Voyeur, se dijo, cuando se descubrió a sí mismo desnudando con la mirada a la muchacha que se había puesto un vestido de lanilla verde, ajustado a la cintura y que le acampanaba unos culos suficientes aunque contenidos. Y aquella flamígera explosión de los cabellos rojos. Y aquella boca de planta carnívora. Y aquellos ojos de pimienta verde. Envidió a Camps O’Shea cuando le vio alejarse con la muchacha a bordo del Alfetta de importación del contradictorio mayordomo. Pero algo, no explicitado, le decía que la muchacha estaba lamentablemente segura.

El cerebro de la ciudad, del país entero, paladeó como un sabor de su propia inteligencia, otra vez demostrada, la victoria de Mortimer y los suyos en «… el siempre peligroso campo del Betis» y apenas si conservó un rincón para asimilar que el Centellas, por más parte que formara de una supuesta memoria colectiva, había conseguido un sorprendente empate en el campo de los correosos jugadores de La Vidrera y gracias a otro de los goles imprevisibles de Palacín. Apenas tres líneas en un resumen global de los resultados de la categoría regional preferente, las tres dedicadas al «efecto Palacín» sobre el adocenado conjunto del Centellas. Pero eran tres líneas, y aquella tarde en el campo del Centellas los jugadores profesionales y los amateurs que podían financiárselo, antes de iniciar los entrenamientos degustaron aquellas tres líneas como una seña de identidad que les permitía existir y Palacín fue rodeado de un halo invisible de elegido: gracias a él salían en los periódicos.

—Los goles te los paso yo, eh, maestro.

—No sé qué harían sin ti, Confucio.

—Venga, venga. A sudar, a sudar. Que esto no ha hecho más que empezar. Si no os hiciera sudar yo no tendríais huevos ni para poneros las botas.

Y los jugadores se entregaron al entrenamiento con una ilusión que hacía tiempo no sentían. Si el Centellas daba la campanada volverían los ojeadores de los equipos grandes y aún podía llegar esa llamada que cambia una vida, que da sentido para siempre a lo que había empezado siendo un sueño. Sólo Palacín permanecía ajeno a la contenida alegría de sus compañeros y corría, saltaba, hacía gimnasia o regateaba bidones estratégicamente repartidos por el campo con una insuficiente entrega, como si se hubiera dejado la cabeza en otra parte y no supiera dónde. De su ensimismamiento le sacaron de nuevo las entradas de Tote cuando jugaron el partidillo y la indignación le fue devolviendo a su circunstancia, hasta que se encontró empeñado en un duelo de choques, patadas y codazos que el entrenador tuvo que cortar.

—¡Me tenéis los dos hasta los huevos! ¿Qué queréis demostrar, joder?

Pero no se encaraba a Tote, que piafaba como un toro, sino a Palacín.

—Hay que jugar como un hombre y que no se te suban los goles a la cabeza.

—Este tío es un asesino.

—Asesino lo será tu padre.

—Me tenéis frito, joder. Tú vete a hacer cintura, que buena falta te hace, y tú, Palacín, tira penaltis, que cada vez que se descuelga el santo y nos pitan uno a favor lo tiramos como si no nos lo creyéramos.

A Palacín le molestaba el ritual del penalti, el repetido ejercicio de fusilamiento de un portero, y de veinte que lanzó sólo metió doce.

—Pues sí que estamos buenos.

Se desentendió del encargo y se echó al suelo para hacer abdominales, jugando con las piernas alzadas hacia el cielo. Atardecía. Pasaban nubes blandas y algunas bandadas de pájaros otoñizaban el espacio que veían sus ojos. Y dejó de hacer ejercicio para relajarse como si estuviera en el campo, bajo un árbol, con el frío del mundo a sus espaldas y ante los ojos un proyecto de caída hacia el universo, un proyecto que a veces le venía en sueños y le hacía despertar con la sensación de que se caía de la cama. Además le dolía la rodilla y en el cerebro la sospecha de que no podría dejar pasar demasiados días sin recurrir a Marta y a su ración de coca y sexo subalterno. Cerró los ojos para desaparecer, pero estaba allí, contra un fragmento de hierba superviviente en un córner del campo del Centellas.

—De campo y playa.

—No estoy fino.

—¿Te vuelve a doler la rodilla?

—No. Es algo estomacal.

—La ensaladilla que comimos en La Vidrera. Seguro que nos metieron matarratas para darnos cagarrinas.

El entrenador se sentó a su lado contra el suelo y ponía en su voz una suavidad de terciopelo.

—No me interpretes mal, Palacín. Eres el último que ha llegado, pero para mí no eres uno más. Te he admirado siempre y estoy orgulloso que estés con nosotros. Pero Tote, por ejemplo, es un pedazo de pan, un pedazo de pan muy bruto que quiere demostrarte que no se acojona ante tu fama, ¿comprendes? Yo tengo que levantarle la moral porque no tiene un dedo de cerebro. No me interpretes mal.

—Lo comprendo.

—A él aún le quedan algunos años de futbolista por delante y todos están angustiados por la posibilidad de que el club desaparezca. Este terreno es como una mesa de caramelos puesta a la puerta de un colegio. Si el equipo se hunde, el Centellas desaparece, y tú no los ves, pero cada día hay mil cuervos esperando que nos pudramos. ¿Lo comprendes, Palacín?

—Lo comprendo.

—Anda. Vete a casa si no estás bien. Nosotros aún seguiremos media hora más. Pronto oscurecerá.

Pero esperó aún unos minutos, disfrutando de la ilusión de que era un hombre libre en plena naturaleza, por el simple contacto dorsal con la tierra, y recordó su proyecto predilecto de comprar una finca en Granada y ver cómo crecían las plantas y los jamones. Los jamones no crecen, decía Inma cuando le hacía partícipe de sus sueños, cuando ella misma llevaba en el vientre una parte de sus sueños, aquel niño que él veía un día vestido de futbolista dando el saque de honor en el partido de homenaje a su retirada, ante las cámaras de televisión, impresionado por el griterío de un estadio que coreaba el nombre de su padre. ¿Qué iba a hacer cuando acabara la temporada? Sánchez Zapico le había prometido un trabajo fácil y bien pagado, de representaciones, le dijo, pero no se veía a sí mismo representando otra cosa que su miedo de fondo y la sombra de su propia memoria. Se levantó de un golpe de riñones y cuando recuperó la vertical sintió un ligero mareo, pero le bastó respirar hondo y andar algunos metros para recuperarse. Anduvo despacio hacia el centro del campo donde Mariscal «Confucio» hacía malabarismos con la pelota a pesar de la sorna que el entrenador le enviaba a distancia:

—¡Confucio, harías carrera en el circo!

—¿Has oído tú a ese pedazo de leño? Le molesta que tenga control de balón. A él sólo le gustan los de patada y tente tieso, como Tote.

—Déjale que hable y tú sigue. Vas a más.

—Gracias, maestro. Recuérdame que te mande una caja de puros para Navidad.

Y siguió su camino hacia el vestuario, complacido por la perspectiva de ducharse en soledad y vestirse parsimoniosamente. Aún se detuvo para pegar la hebra con el centrocampista adolescente al que el entrenador había condenado a dar patadas a una pelota más pesada.

—Dice que tengo piernas de fideo.

—Cuidado con eso, que puede cansar el músculo y luego se te rompe. Va bien, pero con cuidado. Procura darle con el empeine y no con la punta.

—Mi padre sigue hablando de ti. Me cuenta unas cosas que yo creo que se las inventa.

—¿Qué edad tiene tu padre?

—Pues no me acuerdo. Así como tú, es un señor mayor, así como tú. Unos cuarenta.

—Chico, que no llego.

—Bueno. Tú estás en forma y él no. No se levanta ni para pegarse un pedo.

Siguió Palacín hasta llegar ante la puerta abierta del vestuario. La empujó y chirriaron los goznes enfermos, para abrirle la perspectiva del pasillo, y el traspaso de la luminosidad a la penumbra no le dejó ver en primera instancia la sorprendida parálisis de los tres hombres que en él se movían. Cuando los vio ya estaba dentro del vestuario y tardó unos segundos en asociar su presencia con la sensación de peligro. Estaban abiertos de par en par los taquilleras y los tres hombres ante su irrupción adoptaron actitudes automáticas pero diferentes. Uno de ellos retrocedió unos pasos como para proteger una bolsa deportiva que estaba en el suelo y los otros dos avanzaron rápidamente hasta quedar a un palmo de Palacín. Leyó en sus ojos una peligrosa sorpresa y no le dejaron dar un paso de retroceso hasta la puerta, porque uno de ellos saltó para ponerse a su espalda y oyó el chasquido de una navaja automática al abrirse. Fueron décimas de segundo de silencio y pánico contenido hasta que pudo balbucear:

—Todo lo que vais a encontrar aquí no vale el riesgo. Miseria y compañía.

—Cállate.

Había sonado a sus espaldas.

—Cállate o te rompemos las piernas y la boca.

Esta vez había hablado el que tenía delante y en un visto y no visto también él sacó una navaja automática del bolsillo y la abrió. Palacín sintió en la piel el contacto del aire frío que la navaja movía por el simple hecho de abrirse.

—¿Quién es éste?

—¿No lo ves? Maradona. Es Maradona, el muy imbécil, que ha dejado el entrenamiento cuando nadie le llamaba. ¿Quién te manda meter las narices donde no debes?

Palacín suspiró, se relajó y movió los brazos como alejando aquella pesadilla. Iba a decir: anda, marcharos, marcharos con lo que habéis cogido y no se hable más. Quería decirles que no había visto nada, que era como si no hubiera visto nada, que eran unos desgraciados ladrones de miseria. Necesitaba que se marcharan y que se llevaran el miedo, el suyo y el de ellos, sobre todo el miedo de ellos que sentía contra su espalda y contra su pecho prolongado desde la punta de las navajas. Pero no se oyó su voz, sino la del que había quedado en retaguardia como custodiando la bolsa que estaba en el suelo.

—Nos ha visto. Este julai nos ha visto.

Y el primer pinchazo lo notó en la espalda, bajo el omóplato, buscándole el corazón, y cuando se arrojó hacia adelante, como huyendo de aquella muerte, le entró la otra muerte por el pecho y quedó colgado de la navaja que el hombre mantuvo clavada, empeñado en no dejarle caer, como si en realidad le estuviera aguantando. Cuando la navaja se retiró, Palacín se cayó al suelo con las manos blandas, inútiles apósitos para la sangre, mientras a la altura de sus ojos se multiplicaban los pies y le llegaban voces que ya le ignoraban.

—¿Has cargado bien los armarios?

—¿No lo has visto tú? Venga. A correr. Que sólo tenemos diez minutos.

Le pareció flotar sobre su propia sangre y tener fiebre. No quería dormirse y abrió los ojos en búsqueda del límite de la mirada, y cuando un cristal gris cada vez menos transparente se interpuso entre él y el techo marcado por humedades y telarañas, se interesó por adivinar a quién pertenecía aquel rostro de mujer que se inclinaba hacia él y le llamaba. No. No era Inma. Ni era la voz del niño. ¿Cómo sería la voz del niño? Pero era una mujer. ¿Quién era?

—Ya ha salido.

No sólo era una constatación sino una orden y una ratificación hacia sí misma, casi tanto como hacia su compañero.

—Un segundo para pensar. Entiende, para pensar. Todo lo tenemos en el coche. Memoriza el punto exacto del parking donde está el coche. Las llaves. No podemos perder tiempo ni en un gesto. La retirada está cubierta, ¿no es así?

—Así es.

Él arrastraba la voz y ella le empujó suavemente para ponerle en movimiento. Cerró la ventana y salió a la escalera seguida del hombre. Bajó corriendo los escalones y saltó a la calle de San Rafael para recuperar de pronto la convencional compostura de trotona desganada. Él la seguía a unos pasos y la dejó meterse en el portal de la pensión, luego se volvió y miró a derecha e izquierda. La calle tenía la acostumbrada soledad de las tardes y casi era una sombra el vendedor de lotería del pasaje de Martorell. Marta se le había adelantado media escalera y la llamó suavemente para que no corriera tanto. Sentía las piernas fuertes pero el pecho anhelante, y ella le acogió ante la puerta de la pensión con una mirada de ferocidad preventiva. En su mano temblaba ligeramente la llave y le costó dos intentos meterla en la ranura provocando una sonoridad de metal herido.

—Doña Concha, ¿está ahí?

En la casa sólo parecía estar vivo el frigorífico emisor de internas desdichas y su motor tapaba el intento de decir que estaba allí del viejo inválido de la habitación del fondo del pasillo, pero el hombre lo oyó.

—Hay alguien.

—Es el viejo. No te preocupes.

Marta irrumpió en la cocina y empezó a poner todos los potes boca abajo, tuvieran lo que tuvieran. Despegó los forros de papel policromo de las alacenas, volcó los cajones y en minutos la cocina parecía un desordenado inventario de sí misma.

—Venga, a los colchones.

Ella misma cogió el cuchillo más grande que encontró y predicó con el ejemplo rasgando las fundas de los colchones, revelando el alma de bloque de espuma de todos ellos. Removió las alfombras, vació los armarios, quedando él relegado a la tarea de examinar lo que ella ya había desechado. Habitación por habitación, no hubo volumen que no fuera examinado, ni contraventana, ni empapelado sospechoso que no fuera rasgado. Inútilmente. A ella le sudaban las manos y el morro, a él todo el cuerpo y empezaba a tratar de decirle que era inútil, que allí no había nada.

—¡El horno! ¡No hemos mirado el horno!

Corrieron a la cocina y abrieron el horno de par en par y él hizo palanca con el cuchillo para levantar el fondo oxidado bajo el que quedaba un espacio vacío.

—Nada.

—Mierda. ¿Dónde habrá dejado esa bruja el dinero?

De pronto el frigorífico quedó en paz consigo mismo y en el súbito silencio se oyó nítido el intento de hablar del inválido.

—El viejo.

—Ya le oigo.

—No me refiero a eso. La muy puta igual ha metido el dinero en la habitación del viejo.

—Pero si entramos nos verá.

—¿Y qué más da?

—Pero imagina que no encontramos nada. ¿De qué nos sirve el coche? ¿Adónde vamos sin dinero?

—Nos vamos igual. Yo ya no me echo atrás. A por el viejo.

Les contuvo un instante la mirada alarmada de aquella calavera viviente desde el fondo de dos cuencas profundas, pero la esquivaron y la habitación se convirtió en una leonera de objetos avergonzados de su miseria, en un ámbito sin ventana, sólo iluminado por una desnuda bombilla cenital.

—La teja. Mira dentro de la teja.

—¿Qué teja?

—Donde mea, imbécil. La tiene debajo de la cama.

Él sacó la teja con un brazo tembloroso y parte del orín que contenía le manchó una mano y saltó al suelo. Contuvo el vómito, pero no un grito de asco y dejó caer el orinal.

—¡Entre las ropas de la cama!

Empujó al inválido hasta el límite del colchón y levantó las ropas en forcejeo con aquel cuerpo yerto pero cálido. Luego metió los brazos bajo el colchón palpando con las manos y en busca de un bulto esperanzador.

—Aquí no hay nada, Marta.

—Imbécil. Calla y busca. Registra al viejo.

Pero las manos de él se limitaron a aletear como cuervos paralizados sobre el cuerpecillo que no se atrevía a tocar.

—¿Qué esperas?

—Me está mirando.

—Inútil.

Y fue ella misma quien desgarró los botones del conjunto de felpa sucia que cubría aquel esqueleto y metió las manos incluso en la bragueta, en cualquier rincón donde cupiera lo que buscaba.

—Mierda. Seguro que está aquí.

Y miraba las paredes y el suelo, en busca de una revelación.

—Pero ¿dónde? Pisemos con cuidado por si notamos un hueco. Yo busco por el suelo y tú vete golpeando las paredes.

Salió al pasillo pegando continuadas patadas contra el suelo. A pesar de la obsesión, percibió nítidamente el ruido de la llave en la cerradura de la puerta y casi sin transición la aparición del volumen de doña Concha murmurante, hasta que la presencia de Marta la dejó muda y desorientada.

—¿Qué haces tú aquí?

La segunda pregunta estaba tan contestada que ni siquiera la hizo. Le bastó una ojeada para comprobar desórdenes que se asomaban al pasillo distribuidor y desde la puerta se veía un ángulo de la cocina donde se amontonaban los restos del desvalijamiento. Pero el cómo has entrado seguía tendiendo un mudo puente lógico entre las dos mujeres, a medida que la evidencia se metía en el corpachón de doña Concha y dudaba entre echarse encima de Marta o retroceder hasta la puerta para pedir socorro. Pero la vio allí, al fondo del pasillo, tan delgada y frágil, tan sorprendida y culpable como una rata, tan dependiente de su generosidad despechada, que se envalentonó y avanzó hacia ella con la mala lengua en ristre.

—¡Has venido a robar! ¡Te voy a sacar los ojos!

Marta retrocedió y trataba de recordar dónde había dejado el cuchillo. El ritmo de su retroceso era inferior al del avance de la otra que se le echaba encima sin darle tiempo para pensar, pero tan ciega que no se dio cuenta de que a sus espaldas crecía la aparición del hombre, con una botella de agua en la mano. Doña Concha llegó a coger un mechón de pelos de Marta y a clavarle las uñas de la otra mano en el rostro, pero luego la botella se estrelló contra su cabeza, y agua, cristales y sangre sirvieron de aureola a aquella fruta mustia que se fue inclinando hasta secundar el desplome total del cuerpo contra el suelo. Desde allí trató de cubrirse la cara con una mano, mientras con la otra la engarfiaba en la flaca pantorrilla de la muchacha. El hombre dio cuatro patadas ciegas sobre aquel amasijo de carne, rabia y miedo hasta que Marta se sintió liberada y saltó por encima del cuerpo. La pareja corrió hasta la puerta y desde allí se volvió para comprobar la reacción de la mujer caída.

—No se mueve. La he matado.

—No digas tonterías. Y vamos a por el coche.

Mientras saltaban los escalones, él trataba de disponer del aire suficiente para decirle que no tenían dinero, que la gasolina apenas les permitiría salir de la ciudad. Pero nada más llegar al borde de la calle, ella le impuso detener la huida y salir por separado en dirección al pasaje de Martorell y al parking de La Garduña. No aparecía en el balcón la temida presencia de doña Concha detrás de la maceta con hiedra que tanto cuidaba y ganaron la calle del Hospital con la sensación de llegar a la frontera de un país que afortunadamente les desconocía. Luego ya no pudieron contener la voluntad de huida y corrieron con las piernas temblorosas hasta desembocar en el parking de La Garduña. Él se sentó al volante del coche que había robado una hora antes en los altos de la ciudad, en el paseo de la Bonanova, curiosamente muy cerca de casa de sus padres, y recordó el impulso que tuvo de desentenderse de la aventura y llamar a aquella puerta y dejarse tratar otra vez como un hijo pródigo. Pero el viaje tenía más coherencia porque Marta era lo único coherente que le quedaba.

—Salgamos hacia el sur.

—No. Coge la carretera de la costa y desvíate hacia Pueblo Nuevo. Ya lo decidiremos.

—¿Qué se nos ha perdido allí?

—Vamos a irnos con dinero. Te lo he prometido y ahora te lo juro.

Luego, ya en marcha el coche, tardó en adquirir valor suficiente para comentar que la había matado, que estaba seguro de que la había matado. Necesitaba que Marta le llevara la contraria, pero ella callaba, ensimismada o complacida en su tortura.

—Ve bajando en dirección hacia el mar y dentro de poco para, preguntaré adónde vamos.

Marta asomó la cabeza por la ventanilla para preguntar a unos mecánicos dónde estaba el campo del Centellas. Él se escondió tras el volante, porque creía llevar en el rostro la noticia de lo que había hecho. Tuvieron que preguntarlo tres veces hasta que por callejas tan arruinadas como las fábricas abandonadas que las habían necesitado, desembocaron en un panorama abierto de bloques vecinales de construcción moderna y entre ellos el muro del campo del Centellas, un inmenso paredón ocre sobre el que se habían cebado toda clase de lluvias y destrucciones.

—Pero ¿qué vamos a buscar ahí? Está atardeciendo.

—Vamos a sacarle dinero al yonqui ese. Por las buenas o por las malas. Un día me dijo que era fácil entrar en el vestuario, que no hay ni una puerta que cierre. ¿Qué hay en un vestuario, dime? Pantalones y americanas y carteras con dinero. No será tanto como el que esperábamos, pero podremos salir de la ciudad y ganar tiempo.

—La he matado. Nos buscarán como locos.

—Si la has matado, tardarán en buscarnos. Peligramos más si no le has matado. Deja el coche de manera que podamos salir zumbando.

Parecía como si alguien les hubiera querido facilitar las cosas, porque sobre el marco de una puerta sobrevivían letras relavadas: «ACCESO A LOS VESTUARIOS. PROHIBIDO EL PASO». Marta empujó la puerta y ante ellos apareció un pequeño patio interior cubierto por vegetaciones salvajes entre ladrillos rotos o desencajados y al final la puerta que prometía el vestuario. A lo lejos, el ruido de patadas contra una pelota de fútbol, voces, un silbato, gritos de aviso, o de alegría. Con decisión, la mujer se metió en la penumbra del vestuario y abarcó con una mirada todas las hornacinas abiertas de par en par y fue cuando bajó la mirada, ya familiarizada con la penumbra, cuando vio el cuerpo en el suelo sobre el oscuro charco de su sangre. Tenía la mirada en el techo y Marta se inclinó sobre ella y creyó ver un fondo de vida y una voluntad de labios al moverse. Su compañero se había convertido en una estatua a contraluz apenas introducida, pero ella tendió la mano para comprobar o retener la vida de Palacín, hasta que los labios quedaron inmóviles del todo y los ojos se convirtieron en dos cristales baratos. Fue entonces cuando se oyó un estrépito de coches al frenar, abrir y cerrar de portezuelas, y cuando el hombre y la mujer trataban de recuperar el control de sí mismos, la puerta del vestuario rebotó contra las paredes, amenazándolas en su fragilidad de ruina, y un tropel de policías saltaron hacia ellos con las lenguas y las pistolas como hachas y ya sólo sintieron golpes y un total silencio interior.

El batín era de seda y el tubo de somníferos estaba pintado de un color inocente, azul celeste, le pareció a Carvalho cuando jugueteó con él mientras del lavabo llegaban las arcadas de Camps O’Shea y Basté de Linyola arrugaba la nariz, por si la impaciencia de sus pasos arriba y abajo del living dormitorio del apartamento de su jefe de relaciones públicas no fuera suficiente muestra de su disgusto. El batín tenía un aspecto inmejorable y estaba a la espera de su dueño en cuanto terminara de vomitar el tubo de pastillas que había ingerido poco después de escribir sendas cartas a Carvalho y a Basté. Carvalho no había abierto la suya. El intento de suicidio había sido un fracaso y esperaba a que Camps le diera permiso para leerla. La voz del médico llegaba desde el lavabo donde dirigía las operaciones de limpieza interior del insuficiente suicida. Fue el médico el primero en aparecer en mangas de camisa y con el cansancio de un posparto. Pero no dijo: la madre y el niño están bien, o: al menos ella está con vida, o: la vida sigue. Era muy joven, demasiado joven y tuvo que disimularlo: todo bajo control, dijo con una rotundidad excesiva, de final de guerra mundial. Y sólo cuando se puso la chaqueta redactó una receta que dejó sobre el batín de seda.

—¿Se le debe algo?

—Ya lo arreglaré con el señor Dosrius.

Y como estaba decidido a marcharse cuanto antes, Basté le retuvo suavemente contrariado.

—Un momento. ¿Eso es todo?

—Ha sido sólo un aviso. Con lo que se ha tomado sólo hubiera conseguido dormir un día. Le he hecho vomitar por precaución. Ha querido alarmarles. Eso es todo.

Ya no le quedaba a Basté ni una brizna de preocupación. Se sentó en un sillón enfrentado al lavabo y dispuso el ademán de un dios padre a la espera de la aparición del hijo más desagradecido e inoportuno. Ningún sonido salía del retrete y la aparición de Camps se produjo a cámara lenta, como si se estuviera empujando a sí mismo. Quedó ante ellos, en pijama pero sintiéndose desnudo, cabizbajo, con las ojeras y los labios oscuros, le colgaba toda la cara, como si le estuviera cayendo de vergüenza. Basté se concedió el suficiente tiempo de silencio como para que sus primeras palabras sonaran con más énfasis.

—¿Y bien? Sito, nos debes una explicación. Y sobre todo a mí.

—Lo siento, Carlos.

—Sito, eres un hombre hecho y derecho y he venido en tu ayuda por la amistad que me une con tu padre. Pero es intolerable que hagas estas niñerías y asustes a los amigos. Insisto. Me debes una explicación.

—En la carta…

—Tu carta es un galimatías, Sito. No entiendo nada. ¿De qué eres culpable? ¿A quién has matado tú? ¿A santo de qué te haces responsable de no sé qué asesinato y de no sé qué anónimos? ¿Qué fantasía es ésta?

Necesitaba cubrirse y rescató el batín de seda para ponérselo como una patria. Recuperó entonces su estatura para perderla en las profundidades de un sillón de cuero que le acogió como un guante amigo.

—¿Y bien?

—¡Y mal! ¡No me preguntes insultándome! ¡No soy uno de tus esclavos, Carlos! ¡Joder!

O era la primera vez en su vida que había dicho joder o era la primera vez en su vida que alguien le decía a Basté de Linyola algo semejante.

—No te pongas así, Sito.

—¿Cómo voy a ponerme? Estoy confuso, humillado, molesto conmigo mismo. Debes comprenderlo. ¿Usted lo comprende, Carvalho?

—No sé nada de nada. No he abierto mi carta, pero la intuyo. Usted es el autor de los anónimos.

—Sí. Es horrible.

—Bien, Sito. Tú eres el autor de los anónimos y eso es todo. ¿Por eso te suicidas o haces toda esta comedia? Has dado prueba de una majadería que no esperaba de una persona tan equilibrada como tú. Y eso es todo. ¿Por qué te complicas más la vida y nos la complicas a los demás?

—Fue ayer noche. Yo no sabía nada hasta que conecté la radio antes de acostarme. Fue entonces cuando me enteré de lo del asesinato.

—¿Qué asesinato?

—Pero ¿no te has enterado? ¿Usted tampoco?

Carvalho sólo respondía de su propia ignorancia. Basté la compartía o la fingía con recuperado empaque.

—¿De verdad no sabéis nada? Ayer apareció asesinado un jugador de fútbol, de un modesto equipo de barriada, pero el nombre os sonará. Era Palacín, aquel delantero centro que parecía que iba a comérselo todo. Yo recuerdo que era casi un crío y me fascinaba. ¿Recuerdas a Palacín, Carlos?

Carlos permanecía mudo.

—Lo habían fichado hace unas semanas en el Centellas, un equipo de regional preferente, y ayer la policía lo encontró muerto y a su lado los dos presuntos asesinos. En cuatro armarios de los jugadores del Centellas apareció droga.

—¿Y bien?

—¿No sabes decir otra cosa?

—No. La verdad, Carlos, que empiezo a impacientarme de verdad. ¿Qué tiene que ver esa muerte con unos anónimos que tú has escrito? ¿Has matado tú a ese hombre?

—No, por Dios. Lo mío era un juego, un juego peligroso, pero un juego. Yo ni siquiera sabía que Palacín estuviera en Barcelona, que aún jugara. Te lo juro.

—Entonces me darás la razón. ¿Qué estúpido impulso te llevó a responsabilizarte de esa muerte y sacarnos de la cama a las cuatro de la madrugada?

—Recuerda, Carlos: «Porque habéis usurpado la función de los dioses que en otro tiempo guiaron la conducta de los hombres, sin aportar consuelos sobrenaturales, sino simplemente la terapia del grito más irracional: el delantero centro será asesinado al atardecer». Fue asesinado al atardecer. ¿Lo entiendes? ¿Me comprende usted, Carvalho?

—Comprendo. Es usted un alma sensible. Un poeta.

—Un imbécil.

Basté se había puesto en pie y se abotonaba la chaqueta de terciopelo casi negro. La suya era una pulcritud insultante a aquellas horas de la mañana.

—No me preocupan ya las imbecilidades que has hecho. Las dos: los anónimos y la farsa del suicidio. Ahora espabílate para que la policía no relacione una cosa con la otra. Nada tienen que ver y no estoy dispuesto a mezclar el nombre del club con algo tan sórdido. No es por mí. Es por el prestigio de lo que represento. Ya te apañarás con la policía. Yo te cubro si las cosas quedan como están. Ya he cumplido. Cuando todo haya pasado quiero tu dimisión. Usted cobrará lo estipulado y no se quejará. Ha tenido poco trabajo. Recibirá un cheque y no pase recibo.

—Me ahorraré el IVA.

—Y el cheque será lo suficientemente generoso como para que se calle. Todo ha sido una desgraciada niñería. Te diré algo antes de irme, Sito. Entiendo que el cargo te venía estrecho y que has querido literaturizarlo. Vivir literariamente es muy peligroso y ha destruido incluso a excelentes escritores. A mí no me deslumbras. Yo soy presidente de un club de fútbol como podría ser presidente de la ONU. No me siento desterrado de un destino mejor, tal vez porque he hecho cosas o he intentado hacerlas. Lo tuyo es el rasgo de un niño mimado que está de vuelta sin haber ido a ninguna parte. Ni siquiera puedes ser un actor. Y otro consejo: la próxima vez que te suicides no molestes a los amigos.

Camps acumuló estupefacción hasta que el ruido de la puerta al cerrarse alejó definitivamente a Basté. Entonces se entregó a un monólogo sobre la crueldad del que se había ido, la frialdad de los triunfadores, la peor frialdad de los triunfadores con complejo de triunfo insuficiente.

—Sólo le interesa tapar la mierda.

—Contreras nos llamará.

—Ya lo ha hecho. Ha sido lo que me ha puesto en el disparadero. Nos espera esta mañana a las diez, pero convencido de que todo está aclarado. Junto al cadáver han encontrado a una pareja de desgraciados. Ella había tenido relación, no sé muy bien cuál, con el muerto. Ha sido una venganza o un ajuste de cuentas. La cocaína aparecida en el vestuario implica a otros jugadores del Centellas. Ha sido una coincidencia mágica, Carvalho. Mágica. ¿Cree usted en la magia? No. Me lo figuraba. ¿Cómo explicarlo de otra manera?

—La muerte se busca. El azar también. Pero a veces es tan complicado deshilvanar los hilos, que te pierdes. Un delantero centro fue amenazado y el muerto es otro.

—Cualquier parecido es pura coincidencia, Carvalho. Ahí está lo asombroso del asunto.

—En esta ocasión todos estarán de acuerdo en que ha sido una coincidencia. Contreras el primero, sobre todo si ya tiene el caso resuelto.

—Hay que dejarle hablar.

Sí, había que dejarle hablar, había que dejar hacerle la declaración y luego firmarla. Las mejores declaraciones son las que te escribe la policía cuando está de acuerdo contigo o tú necesitas estar de acuerdo con ella. Carvalho ganó la calle y buscó un quiosco de periódicos. En la parte alta de Barcelona no había quioscos y tuvo que caminar hasta la plaza de Sarria para encontrarlos. Era una noticia de primera página, pero no de las más destacadas: «Advertida por una información, la policía se personó en las instalaciones del Centellas F. C, donde podía encontrarse un alijo de drogas. Montada la operación con el factor sorpresa, en el momento de irrumpir en los vestuarios del histórico club, descubrieron a una pareja y el cuerpo del hombre sin vida que resultó ser Alberto Palacín, veterano jugador del Centellas F. C. La pareja detenida en el lugar del suceso resultó ser Marta Becerra Gózalo y M. Ll., sin profesión ni domicilio fijo, aunque a la mujer se la identificó como una profesional de la prostitución y traficante de drogas. Tras un severo registro de los taquilleras del vestuario, se procedió a la detención de cuatro titulares del Centellas que guardaban cocaína en cantidades que al parecer superan las del consumo estrictamente personal. Aunque aún es prematuro adelantar el desvelamiento total de lo sucedido, las hipótesis más certeras abundan en la presunción de que Alberto Palacín era un importante contacto con la mafia americana y que Marta Becerra Gózalo y M. Ll. eran distribuidores a su servicio. Todo parece indicar que el futbolista fue asesinado por la pareja en el calor de una disputa motivada por la distribución de la droga y que el Centellas F. C. era una tapadera para operaciones de distribución cuyas ramificaciones la policía está investigando en estos momentos. El presidente del club, el industrial Juan Sánchez Zapico, ha lamentado estos hechos que pueden poner en peligro la supervivencia del histórico, entrañable club, amenazado de cierre tras una larga agonía deportiva paralela a la no menos larga y determinante agonía económica. Sánchez Zapico, valiente luchador por la supervivencia del club, expresaba a nuestros redactores su desolación y recurrió a una frase histórica para revelar su estado de ánimo abatido: yo no he enviado mis naves a luchar con estos elementos». ¿Por qué la mujer tenía nombre y apellidos y su pareja sólo iniciales? Carvalho disponía de dos respuestas: o la influencia de la familia o se trataba del que había dado el soplo sobre el alijo. Nada se decía en la nota de pruebas circunstanciales, del arma del crimen, de qué mal viento había muerto aquel delantero centro cuyo breve curriculum Carvalho leyó con un interés que le sorprendió a él mismo. Hay quien nace con estrella y hay quien nace estrellado, se comentó al terminar de enterarse de la poca vida y los menos milagros de Palacín, y en la retina secreta de la memoria quedó el dato de que se estaba buscando a la exmujer y a su hijo para comunicarles la noticia. Carvalho tenía demasiado día por delante. La llamada de Basté le había cogido curándose de los efectos de una botella de tinto de Cacavelos que se había bebido a su propia salud, brindando consigo mismo en un repentino deseo de que la noche se convirtiera cuanto antes en somnolencia y olvido.

—Mañana internan a Bromuro. Por fin le han dado cama —le habían avisado Biscuter y Charo, por orden de aparición telefónica.

Se bebió la botella. Se quedó dormido. Camps O’Shea trataba de suicidarse. Fue a oír cómo vomitaba, cómo lo vomitaba todo, y ahora tenía la sensibilidad llena de muertos y premoniciones de desgracia. El delantero centro había sido asesinado al atardecer. Si el destino existiera, pensó, habría que suicidarse. Pronto. Mucho.

—¿Cuántas horas llevas de pie?

Marta se encogió de hombros, pero tan simple gesto le causó un dolor vibrante en todo el cuerpo. Se sentía como un cable de acero tenso y dolorido desde la punta de los pies hinchados hasta la cabeza que le caía por el cansancio y el peso interior del desconcierto convertido en un tumor que se le iba pudriendo a medida que daba vueltas al absurdo que habían vivido.

—¿Te gustaría sentarte?

¿Cómo se llamaba aquel poli tan de mierda como los otros pero que fingía la amabilidad de un caballero cediendo el asiento en el autobús a una dama?

—Te voy a contar lo que ha pasado y si luego tú me lo cuentas tal como yo digo, firmas y te sientas, y duermes. Puedes dormir las horas que quieras, Marta. Mira, hija. Te sentirás aliviada. Tú tenías un lío con el futbolista. Él traficaba a lo grande y tú a lo pequeño y habías liado a ese desgraciado que va contigo. Pero Palacín te hizo una jugada y fuiste a pedirle explicaciones, y como no te las dio, le pinchasteis.

—¿Con qué?, íbamos sin armas.

—Tu compañero llevaba una navaja.

—Para limpiarse las uñas.

Le dolía pensar. Le dolían las bofetadas que había recibido desde el primer momento y sobre todo los límites de un cuerpo que no había podido recogerse desde hacía horas, ni siquiera sentarse en la taza del retrete. Me voy a orinar. Pues méate encima. Y lo había hecho y le habían pegado dos puñetazos en la espalda y amenazado con hacerle beber los orines. ¿Dónde está mi compañero? Ése ya lo ha cantado todo. Pagarán una fianza y a la calle.

—Lo hicisteis porque estabais colgados. Si estabais colgados consta como atenuante. Tú sabes que estabais colgados. Si no hubierais estado colgados no habríais hecho lo que hicisteis.

—Sólo queríamos cogerles las carteras.

—¿Y el coche robado?

—Viajar. Queríamos viajar.

—Y hay más cosas, Marta, hija. Dímelo a mí que te veo como a una hija. Pero te suelto a ésos que son más jóvenes y son capaces de cualquier cosa. En este oficio hay de todo, como en todos los oficios. Tú sabes que hay más, mucho más, y en cambio te lo arreglo bien si me das una salida. ¿Comprendes? Yo no puedo ir a mis superiores o a esos bastardos de la prensa y salir por peteneras. Tú has de ayudarme y yo te ayudo. Confiesa lo de Palacín. Es un traficante y te puteaba.

—No. No era un traficante. Era un desgraciado como yo.

—Dieciocho horas sin dormir y sin sentarte, muchacha. Y serán veinte, treinta, cuarenta… y te aplico la ley antiterrorista porque me puede constar que preparabais un atraco, ¿comprendes, Martita? Oye, tu compañero ha sido más listo que tú. Ya ha firmado y no te deja demasiado bien que digamos.

—Que me lo diga a la cara.

—Poca cara va a quedarte cuando te deje en las manos de esos salvajes. ¿Quién te ha hecho esos arañazos? Nosotros no arañamos. Eso seguro. ¿Fue Palacín antes de morir?

—Ya estaba muerto cuando entramos en el vestuario.

—Parece mentira, una chica con cultura como tú. Hemos hablado con tu hermana y con tu cuñado. Son personas respetables. Y tu compañero, mejor todavía. Oye. Tiene un padre influyente y ni tú ni yo nos chupamos el dedo. Él lo tiene más fácil porque su familia tiene dinero, pero la tuya me parece que no. ¿Por qué no eres razonable? ¿Cuándo y cómo te pasaba la droga Palacín? ¿Qué os hizo para que le pincharais?

Había perdido el sentido del tiempo y ni siquiera sabía dónde estaba Marçal. ¿Dónde está Marçal? ¿Cómo está?

—Mejor que tú. Ya ha firmado. Pronto lo llevaremos ante el juez, una fianza y a casita a dormir, a descansar, a salir a paseo. No seas necia. Acabarás firmando lo que queramos. Acabarás firmando incluso lo que no has hecho. Es cuestión de tiempo y de unas cuantas hostias. A ti no te dirá nadie que se te van a tirar porque igual te gusta, eres bastante mierda, nena, para qué vamos a engañarnos. Pero dos hostias y dos patadas en la boca te las va a dar el menos chulo. Imagínate el más chulo. Fíate de mí. Nadie te hablará nunca mal del comisario Contreras. Son casi cuarenta años de oficio, Marta. Un profesional siempre es un profesional. ¿Mataste a Palacín?

—No.

—Vas a reventar. Esa cara de hostia que tienes va a reventar a patadas. Por aquí han pasado tíos de muchos huevos que han acabado cantando La Parróla y no me va a pasar la mano por la cara una putilla pringada como tú.

Uno de aquellos hombres iguales a sí mismos, iguales a los demás, entró en el despacho y le dijo a Contreras que le esperaban.

—Vigila que esta tía no se mueva. Que ni siquiera ponga el culo en la pared.

Más allá de la puerta de cristal opaco le esperaban Camps O’Shea y Carvalho. Al detective le dedicó un gruñido y a su acompañante un apretón de manos de viejos excombatientes en una guerra que sólo los dos recordaban.

—Llegan en un momento interesante. Las comisarías son así. Días y días de rutina y de pronto un caso que se convierte en un tema de dominio público y lástima que ese tipo ya sólo jugara en un equipo de mala muerte, pero había sido alguien, vaya si había sido alguien. Con usted quería yo hablar, y muy seriamente. Con usted, Carvalho, en cambio, me da igual. Con que escuche y sepa a qué atenerse, me basta.

Les hizo pasar a un despacho y se sentó esperando que ellos hicieran lo mismo. Carvalho lo hizo, pero Camps permaneció de pie hasta que Contreras le ofreció asiento.

—Mire, probablemente no les habría molestado si no se hubiera producido esta curiosa coincidencia. El delantero centro será asesinado al atardecer. Y en efecto, fue asesinado al atardecer, pero no, no era el mismo. ¿Qué nexo puede establecerse? Respondan ustedes mismos.

Carvalho y Camps se miraron, pero no se intercambiaron otra cosa que la expectación que el inspector había sabido crearles, y Contreras asumió satisfecho el protagonismo alcanzado.

—¿Ven alguno?

—Los astros —opinó Carvalho.

—¿Cómo dice?

—Conjunciones astrales.

—Con usted ya no sé ni por qué hablo, y lo que menos me explico es que alguien pueda perder el dinero contratándole. No. No hay ningún nexo. No puede haberlo. Los anónimos van dirigidos a sembrar desconcierto en un club poderoso y en el sector de la sociedad que representa. En cambio este crimen es un asesinato de cloaca, uno de tantos protagonizado por ratas. La casualidad ha querido que el muerto hubiera sido también delantero centro. Pero estaba predestinado. Algo guía el destino de los hombres a ser vencedores o perdedores. Y una vez establecida esta conclusión, es preciso que lleguemos a un acuerdo. Ahora, más que nunca, interesa que el secreto de los anónimos quede bien guardado. Que nunca se sepa, aunque sigan llegando, porque sin duda son anónimos de un vacileta que no sabe ni disparar en las atracciones. Pero imagínense que se filtra lo de los anónimos y esas lumbreras de la prensa empiezan a hacer literatura a causa de que Palacín también es delantero centro. Ni les beneficia a ustedes ni a mí, que ya tengo el pie en el cuello de la asesina y además inductora al asesinato a un pobre chico, de muy buena familia, que ha ido dando tumbos detrás de ella. Esos anónimos deben seguir siendo eso, anónimos. ¿De acuerdo?

Camps asintió y secundó el movimiento iniciado por el comisario para disolver la reunión.

—¿A quién le han pasado el consumado?

—Eso no es cosa suya, Carvalho. Está todo ligado. Ya ha salido una nota en la prensa.

—¿Puedo ver a esa pareja detenida?

—¿Son clientes suyos? ¿Le paga el señor Camps para que se preocupe por ellos?

—Tal vez tengan relación con los anónimos. Igual les he visto merodear por el estadio.

—No nos complique la vida, Carvalho. ¿Qué opina usted, señor Camps?

—El señor Carvalho es muy profesional.

—Tengo a la pareja por separado. Aún no me interesa carearles. Primero él.

Él estaba sentado junto a un abogado que le había enviado la familia y dictaba la declaración que previamente le dictaba el mismo inspector que la tomaba a máquina. Estaba recién afeitado y tenía la mirada más retenida que huidiza, aunque sus ojos se echaban a correr cuando alguien trataba de leer en ellos. La mujer en cambio permanecía de pie, con un intransferible cansancio encima de un cuerpo que pregonaba los nuevos y antiguos malos tratos de toda una vida, y Carvalho la reconoció como la joven putilla que le propuso un polvo literario, pero ella no le reconoció a él y le dedicó una mirada de odio desesperado y cobardía.

—¿Cómo te han tratado, chica?

—No haga preguntas tontas, Carvalho —había saltado Contreras a su espalda, tratando de contenerle, de momento sólo con la voz.

—¿Cómo me van a tratar éstos? Son polis de mierda.

—Tengo memoria. Me acordaré de lo que has dicho cuando se vayan estos señores. No te vas a sentar en diez días. ¿Te enteras?

Otra vez en el pasillo, Contreras estalló contra Carvalho. Le cogió por las solapas y se congestionó en un cara a cara que parecía un mordisco.

—¿Te crees muy listo, huelebraguetas?

Camps terció y recibió un empujón de palabras: usted métase donde le llaman.

—¿Qué quiere probar este mamón?

Avanzaba chulesco hacia Carvalho el semiólogo Lifante.

—Quiere tocarnos los huevos. Como siempre.

—A ese chorvo le habéis sacado lo que ha querido, pero a la chica os costará más.

—Ese chorvo, para que te enteres, ya ha firmado que ella lo montó todo y que no empezó la cosa en el campo, sino que ya antes habían atracado a la dueña de una pensión del barrio Chino, de la calle de San Rafael. ¿Con quién te crees que tratamos? Esta gente es basura y lo mejor que podría hacerse por ellos y por los demás es enterrarla. Tú estás aquí de visita. Nosotros somos limpiadores de mierda. Estamos todo el día entre basura y jugándonos el tipo por cuatro cuartos y aún mal vistos por gentecilla que piensan que un policía es tan mierda como un chorizo. Vete, antes de que te meta tus derechos constitucionales por el culo.

Cuando salió a la calle en compañía de un Camps O’Shea lívido, trató de explicarse el porqué de su reacción y tuvo que remontarse a la lectura de la prensa de la mañana, a aquella separación entre el bien y el mal que había reducido el nombre del cómplice a las iniciales y el de la chica en cambio quedaba proclamado para siempre a los cuatro vientos. Se lo contó a Camps dudando que lo entendiera, pero Camps llevaba otro discurso interior que aparecía tan obsesivo como compasivo.

—Es injusto, esencialmente injusto.

—Parece como si descubriera ahora que la desigualdad existe. ¿De qué probeta se ha escapado, amigo? El chaval ese se va a librar, antes o después. A ella le va a caer un buen palo, aunque lo del vestuario me huele a montaje. Llegan, matan, son detenidos. De película barata.

—Es injusto. Injusto lo que me hacen.

Él era la víctima de la injusticia. Carvalho se detuvo en seco y esperó a que él hiciera lo mismo y se le encarara, pero Camps seguía su marcha murmurando todas las variantes de la palabra justicia.

—De qué justicia habla. ¿Quién ha sido injusto con usted?

—Yo he creado una pequeña maravilla. Una expectación. Y ahora viene este desenlace grotesco, grotesco, asqueroso, y ese horrible comisario lo quiere enterrar todo y todo queda en manos de unos chorizos tan siniestros, tan sórdidos… Es todo tan cutre…

Escupió la palabra cutre como si le escociera en los labios.

—No saben distinguir entre el crimen como propuesta de obra de arte y la chapuza de unos miserables. A esos policías les da igual. A Basté le da igual. ¿Ha visto usted cómo me trataba esta mañana? ¿Recuerda lo que me dijo? Carvalho, cuando tenga un momento repase los anónimos. Creo que el mejor es el primero. Pero los otros dos tienen también su gracia, su fuerza y están estudiados en función de un crescendo. De un crescendo poético, naturalmente. El primero quizá sea el más mío, el que más expresa unas atrasadas hambres de expresarme, el que mejor me traduce. Pero los otros dos son igualmente dignos, aunque se aprecia la influencia de Espriu sobre el primero y de Borges en el segundo.

Ahora lo había descubierto. Más que un poeta frustrado, era un crítico literario sin escritor que ponerse.

Durmió mal y tuvo una pesadilla. Bleda. Bleda había vuelto a casa. A él le constaba que le habían matado al perro y él mismo lo había enterrado, pero no, Bleda había vuelto a casa, tan juguetona como cuando era un cachorro, pero más sabia, como si en los casi diez años de ausencia alguien la hubiera amaestrado para perro de circo. La lobita se ponía sobre sus patas traseras y caminaba como una niña cursi, con una sonrisa de cover girl, las orejas tiesas y la lengua lamiendo el entusiasmo del público, y cuando terminó el espectáculo el perro le dio explicaciones y le dijo que había querido volver antes, pero que Amaro no la dejaba: Amaro había sido su entrenador y parecían enamorados, más Amaro de la perra que ella de él, porque en cuanto Carvalho le pidió que volviera a casa, Bleda contestó que sí con rotundidad y Amaro reconoció su derrota. Mira, Biscuter, ha vuelto Bleda. Está más delgada, jefe. Charo, ha vuelto Bleda, y Charo lloraba, diez años de lágrimas aplazadas en espera del retorno de Bleda. Y cuando se despertó tendió la mano para recuperar el roce del lomo del animal, como en un acto reflejo congelado durante diez años, desde que mataron a Bleda y él la había enterrado. Y no estaba. Sólo la realidad permanecía al lado de la cama, la obscena realidad imponiéndole continuamente el mismo programa de vida: pagar las deudas y enterrar a los muertos. Pero mientras volvía a aceptar la segunda muerte de Bleda, constataba que en el decorado de su imaginación habían reaparecido situaciones y rostros de aquellos años: el caso del empresario desclasado, los constructores de la ciudad para inmigrados, aquella sensación de que todo había cambiado para que muy poco cambiara. El propio Stuart Pedrell, el rico con mala conciencia que en mil novecientos setenta y ocho había intentado viajar a la otra cara de la ciudad, a unos sarcásticos mares del sur, con diez años de perspectiva parecía un adolescente inmaduro e imbécil. La raza de los ricos con mala conciencia se había extinguido, acorralada quizá por la de los que tienen mala conciencia por no ser ricos. Basté de Linyola o Camps O’Shea eran las personas inteligentes más peligrosas que había conocido, salían del bien y para entrar en el del mal y viceversa, sin otro requisito que cambiar de lenguaje o de silencio. Basté utilizaba la filosofía y Camps la poesía, pero eran dos chorizos, dos chorizos esenciales y caucasianos, confundidos con todos los chorizos esenciales y caucasianos, más difíciles de identificar en las comisarías que los moros o los negros. Tan difícil, que nadie se tomaba la molestia de identificarlos. Y sobre el mármol de Morgue donde volvía a estar el cuerpo degollado de Bleda, reposaba también el delantero centro acuchillado, un cuerpo vestido de futbolista y cosido a puñaladas, un contrasentido visual que no predisponía a la tragedia, como si fuera un muñeco con la identidad debida al rugido de los públicos. Nadie parecía reclamar aquel cadáver. No era de nadie, aunque trataran de colgárselo a la pareja de yonquis y sobre todo a ella porque no tenía un padre perteneciente a las que seguían siendo fuerzas vivas de esta ciudad, de cualquier ciudad, como siempre, para siempre. Palacín, para Carvalho, era la sombra de un recuerdo. Le importaba menos la memoria rota que la presencia actualizada de aquel juguete roto, y tras reflexionar un tiempo sobre la recién adquirida obsesión, trató de apartarla de sí. Te conozco, Pepe, y nadie te ha dado vela en este entierro. Que se apañen. Pero cuando salió a la luz otoñizada de su descuidado jardín de Vallvidrera, bastó una mirada sobre la esquina donde había enterrado a Bleda para que ante sus ojos se interpusiera el cuerpo de Palacín, vestido de futbolista ensangrentado y como flotando en un espacio ingravidado. Y entonces aceleró sus movimientos de vestirse y meterse algo caliente en el cuerpo para llegar cuanto antes al coche y detenerlo en la plaza de Vallvidrera para comprar prensa de la mañana. El caso Palacín ya no estaba en la primera página, pero sí en la que abría la información local y quedaba definitivamente atribuido a la pareja. Se esperaba que pasaran pronto a disposición judicial, aunque todas las especulaciones conducían a la mujer como instigadora y autora material del crimen, mientras que el hombre quedaba como un pelele sin voluntad. Sánchez Zapico había conseguido por fin un protagonismo público y aparecía fotografiado y expresando una vez más su desconcierto y el grave peligro de supervivencia que se cernía sobre el club.

«—Tal vez los que critican mi fanatismo por el Centellas tengan razón, y si comprendo que tienen razón, tiraré la toalla. Quiero recuperar tiempo para dedicarlo a mis negocios y a mi familia. Ser presidente de un club es muy absorbente y sobre todo de un club modesto en el que un presidente ha de serlo todo: el contable, el técnico supremo y un padre para los jugadores».

De Palacín sólo podía decir que había rendido a plena satisfacción y que era muy apreciado por sus compañeros, y sobre la cocaína encontrada en los casilleros de otros tres jugadores su respuesta sorprendió a Carvalho.

«—Yo no puedo salir fiador de la vida privada de mis jugadores. Son mayores de edad. Asumo la catástrofe y actuaré en consecuencia».

No le pareció a Carvalho que ésta fuera la actitud esperable en un hombre deseoso de salvar a su equipo por encima de cualquier cosa. Tiraba demasiadas toallas y con demasiada precipitación, como si quisiera acabar el combate cuanto antes. En El Periódico había una crónica de la vida de Palacín escrita por un tal Martí Gómez y con una clara simpatía hacia el personaje. «El último partido de su vida lo perdió por tres puñaladas a cero y ahora los responsables de la Federación Española de Fútbol buscan algún familiar que entierre a este muerto. En su modesta pensión de la calle de San Rafael, la señora Concha no ha querido hacer declaraciones, es decir, sólo ha hecho una declaración: “Palacín olía demasiado a linimento”. Olía a hombre golpeado. Y doña Concha ha añadido: “La vida es como la escalera de un gallinero. Corta pero llena de mierda”.».

Condujo el coche hasta el parking de las Ramblas y se dejó llevar por sus propias piernas a la calle de San Rafael, para localizar escenarios, se dijo, como los directores de las películas, pero apenas si vaciló cuando se le abrió el cavernoso portal de la pensión Conchi y subió hasta encontrar el pequeño rótulo a una puerta diríase que nueva, aunque tal vez la impresión de novedad la aportaba la arrinconada vejez de la escalera. La puerta se abrió un resquicio y por él asomó el ojo araña de la señora Concha, parpadeante cuando comprobó que era un hombre de aspecto severo y mirada de autoridad. La palabra investigador le hizo retirar la cadena y alisárselo todo, los cabellos, el vestido, como si las manos acabaran de perfeccionar la estatua. Llevaba un vendaje la señora Concha en la coronilla y alguna señal tenía en la cara más maquillada que el término medio aconsejaba por las estadísticas, pero el desconocido tenía un polvo y adoptó maneras de madame de prostíbulo de New Orleans ante los clientes enigmáticos y con trastienda, como si entre Carvalho y ella existiera una complicidad tan larga, ancha, profunda y fugaz como la del Mississippi.

—Perdone el desorden, pero a esta hora de la mañana y con todo lo que ha pasado…

Carvalho le señaló su propia cara, como obligándola a abandonar su papel de anfitriona exquisita.

—¿Quién le ha hecho eso?

—Es un secreto entre el inspector Contreras y yo. ¿Quién me lo va a hacer? Unos mal nacidos. Una mal nacida.

—¿Tiene que ver algo con lo de Palacín?

Se sacó un pañuelo arrugado de la cintura y se lo llevó a los ojos. Lloraba de verdad.

—Aún tengo el corazón tan tierno… Qué gran muchacho. Qué criminales. Tendrían que hacer como el Jomeini, que les corta las manos a los criminales.

—¿Qué sabe usted de Palacín? ¿Tenía visitas? ¿Era conversador? ¿Había contado cosas de su vida pasada o de sus proyectos?

¿Conversador? Ante la palabra, doña Concha se sintió convocada como la solista ante la incitación de la orquesta. ¿Conversador? Un muerto, y que me perdone el pobretico porque bien muerto está, pero era un muerto, en paz descanse. Y lo metió en la pensión porque tenía buena planta y le pagó cuatro meses por anticipado, pero llegó sin antecedentes y para ella seguía sin antecedentes, porque el fútbol no le decía nada y a ella le parecía cosa de chicos, no de hombres hechos y derechos. En cuanto a sus relaciones, ella se había hecho la ciega, pero bien había visto cómo la putita esa le iba detrás al futbolista, con su rollo de polvo literario y la media lengua de colgada que tenía y esos ojos sucios, de rata, de rata, sí, que no sé cómo no me di cuenta antes y me compadecí de ella porque me dio pena, para que luego me hiciera lo que me hizo.

—¿Qué le hizo?

—¿Que qué me hizo?

Era obvio. Su cara lo atestiguaba y se dio cuenta de que sin decir nada ya lo había dicho todo y se llevó la mano a la boca, pero no, allí no había palabras, por allí no había salido nada. Eran los ojos, los ojos de Carvalho los que estaban leyendo sus golpes.

—Como se entere el inspector Contreras me mata. Me dijo: señora Concha, éste va a ser un secreto entre usted y yo.

—Es decir, los golpes se los dio la chica y su compañero.

—Que Contreras me mata, que se lo guarda para no sé qué.

—Ahora será un secreto entre usted y yo. Usted y yo sabemos que la vida es como una escalera de gallinero, corta pero llena de mierda.

—¿A usted también le gusta esta frase? Siempre la decía mi padre. Y qué razón tenía. Qué pago me ha dado esa zorra. Vengo de dar un garbeo y me la encuentro en casa y todo revuelto y en seguida me hago cargo de la situación, después de que le he dado de comer, de comer sí, porque me daba lástima y me viene a robar y se piensa que soy tonta y dejo el dinero a la vista de todo el mundo.

—Vinieron a robar y no encontraron nada.

—Ni un céntimo, y eso que hasta me descompusieron al inválido de la habitación del fondo del pasillo que tuvimos que llevarlo a la UVI y ahora a una terminal, porque el tío no se recupera del susto. Una terminal es un sitio de ésos a los que llevan a los viejos desahuciados.

—¿Y no encontraron nada?

Por la cabeza de Carvalho pasaban una serie de fotos fijas en las que una pareja de torpes ladrones ilustrados empiezan a correr sin aliento hacia su propia catástrofe y saltan por encima de sus fracasos con voluntad de suicidas.

—Y entonces se fueron a robar al vestuario. No hay otra explicación.

—Yo lo veo igual, pero el señor Contreras, el inspector, vamos, me dijo que yo no pensara, que ya pensaba él, que lo de la droga estaba probado y que iba a hacer un escarmiento. Que ella y el desgraciado ese que llevaba siempre como a un lisiado, lo hicieron todo colgados y bien colgados, me lo creo, pero a lo que iban era a por los cuartos.

—¿Vio a Palacín drogado alguna vez?

—No. Y eso que me dio qué pensar el olor que echaba su habitación, y es que ahora se vacila hasta con pegamento Imedio o con pintura. Pero no, la habitación olía a linimento. Se cuidaba mucho. Yo nunca le vi pirado, pero en cuanto me di cuenta de que la lagarta ésa le iba detrás y se lo llevaba a su casa, me dije: no va a acabar bien. A mí pocas cosas se me escapan desde este balcón. Este balcón es mi vida. Mi única distracción, este balcón y la tele, el programa de «Filiprim», y ese hombre tan serio y tan salao, el profesor Perich. ¿Lo ve usted ese programa?

—Casi nunca veo la televisión. Me duerme.

—Pues yo no sé qué haría sin mi balcón y sin mi televisor. —Y nada más decirlo se le puso la cara de piedra y estudió a Carvalho para ver el efecto que le habían producido sus palabras.

Carvalho desvió la mirada e inició la despedida, quería marcharse cuanto antes con su intuición de secreto desvelado. Doña Concha guardaba el dinero o en el balcón o en el televisor.

Doña Concha se cagó veinte veces en la madre que le había parido. Tengo la boca blanda, soy una bocazas. Esperó a que Carvalho se perdiera por la calle de Robadors arriba y acarició descuidadamente la maceta dentro de la que guardaba el dinero. Una maceta con doble fondo y de la que colgaba una hiedra de plástico que siempre le elogiaba la lechera.

—Desde la calle es tan bonita, tan bien hecha que parece de plástico.

Pero no le quedaba demasiado tiempo para la autoflagelación y se fue a la habitación para ponerse guapa, se dijo, guapa, que buena falta le hacía con la cara de mapa que le habían dejado aquellos chorizos. Guapa de comisaría. Guapa discreta pero pidiendo guerra, porque los policías en el fondo son muy marchosos y les gustan las mujeres guerreras. Un vestido estampado en tonos malvas y unas medias negras con costura, un cinturón que parecía de plata y era de plata y tres sortijas en cada mano que parecían buenas y eran buenas. Si no se pueden llevar las sortijas ni a la comisaría, ¿para qué se tienen? Y aunque a través de la calle del Hospital, las Ramblas y Puertaferrisa podía llegar a la comisaría caminando, con tanta joya encima no se atrevió y subió a un taxi como una reina a la que el chambelán le ha prohibido dar ni medio paso. Y con andares de reina pidió por el inspector Contreras y le dolió que el inspector apenas le hiciera caso mientras le decía:

—Usted espere aquí.

Y allí esperó, sentada en el pasillo de jefatura, en una silla dura y vieja, rodeada por todas partes de oficinas con cristales opacos y un trajín de no sabía qué, bueno sí sabía de qué, pero es que todo el mundo iba a su trabajo y no le decían ni ahí te pudras. Por fin a la media hora volvió Contreras concentrado, sin mirarla.

—Con usted quería hablar yo, inspector.

—Me parece que era al revés, pero diga.

—Es que ha venido un tipo muy raro esta mañana a la pensión y me ha dicho que era un investigador.

—El mierda de Carvalho, como si lo estuviera viendo.

—Y que si patatín, que si patatán.

—¿Y usted le ha dicho algo de lo nuestro?

—¿Yo? Que me caiga ahora mismo muerta si he dicho algo.

—A ese tío no hay que decirle nada porque es un fisgón que no tiene donde caerse muerto. Bueno. Ni un minuto más dedicado a ese huelebraguetas.

Se echó a reír doña Concha.

—Huelebraguetas, qué cosas dice usted. ¿Es maricón ese hombre?

—No todos los que huelen braguetas son maricones, mujer. Usted se ha pasado buena parte de su vida oliendo braguetas y no lo es. A lo que íbamos. Le he hecho llamar porque ha llegado el momento. La voy a carear con la chica. Ella no sabe que yo sé que empezó agrediéndola a usted. ¿Entendido? La quiero sorprender.

—Le voy a dar lo que se merece.

—Usted quieta y sólo mueva la boquita. ¿Entendido?

A doña Concha le pinchaba el corazón cuando taconeaba tras el inspector y casi se le sale del pecho cuando detrás de una de aquellas puertas de cristal vio a Marta, junto a una pared, con el cuerpo oscilante sobre los pies, más despeinada que de costumbre, con la cara hinchada y arañada, la ropa abandonándola, sudada y con los ojos abultados por el sueño, y le dio lástima y estaba muda doña Concha cuando el inspector le preguntó si la conocía.

—Que si la conoce, leche. ¿Está sorda?

—Claro que la conozco.

—Ésta fue la que intentó robarle, la misma a la que usted daba de comer y la metía en su casa y va e intenta robarle y la deja medio muerta, ¿no es cierto?

—La verdad, toda la verdad, señor inspector.

Pero le temblaba la voz de lástima, sobre todo porque veía que la chiquilla era un puro trapo y le parecía que cada vez más arrugado.

—¿Está usted dispuesta a suscribirlo?

—Claro, señor inspector.

—Pues vamos. Y tú dedícate a pensar. Lo que te faltaba, ya has visto.

Doña Concha quería decir algo, algo importante, algo antes de salir, algo que expresara su amargura y al mismo tiempo su grandeza de alma, y mientras preparaba el giro hacia la puerta alzó la cabeza en dirección a Marta y le dijo:

—Para mí has muerto, pero te perdono.

Y se marchó con un pasodoble en la cabeza que sólo ella escuchaba, achuchada por los pasos del inspector urgido por una secreta prisa. La dejó en manos de un jovenzuelo sentado ante una máquina de escribir y se fue el hombre a su despacho donde le esperaba Lifante y otros dos inspectores jóvenes.

—Bueno. Si no funciona este golpe habrá que baldarla o dejarla por imposible.

—Nos acercamos a las setenta y dos horas y no le vamos a aplicar la ley antiterrorista.

—¿Cómo cono le vamos a aplicar la ley antiterrorista después de todo el lío del Nani? ¿Pero en qué piensa usted, Lifante? No me haga más análisis de contenidos. Tráigame al niñato ése, ¿está bien planchado? —Recién salido de la ducha.

—Con la declaración firmada y en plan de marcha. Que se note.

Mientras cumplían sus instrucciones volvió al despacho donde estaba Marta y sin mirarla le dijo:

—Siéntate.

Ella le dedicó una mirada incrédula.

—Siéntate, mujer. ¿No me has oído? Ya es inútil que resistas. Todo está claro.

Marta se sentó y junto al alivio sintió un terrible dolor en el centro de la espalda. La puerta se abrió y apareció Marçal seguido de dos inspectores. Llevaba una bolsa de plástico en la mano. Parecía fresco y tenía luz de droga en los ojos.

—Bueno, ya estamos todos. Este chico se va. Ha cumplido y se va. Dale la declaración, Lifante. Coge la declaración de tu socio y léela.

La leyó sin leerla. Lo aceptaba todo, todo lo que Contreras quería que ella aceptara. Pero en cambio él quedaba como un corderito pasivo que la había secundado sin darse demasiada cuenta de lo que estaban haciendo. Dejó el papel sobre la mesa y quiso pensar pero no podía. Sólo sentía cansancio.

—Él ahora se va al juzgado. Y allí su papá le pagará la fianza y esta noche o mañana en casita, tan peripuesto, tan fresco, tan inocente… Y tú tan tonta. Ya ves que lo sabemos todo, mujer. Hasta lo de la dueña de la pensión. Que se vaya ése.

Y se lo llevaron. Ella esperaba que él dijera algo, algo que resumiera diez años de compañía, diez años de huir hacia adelante. Paladeó la expresión, como si paladeara un resto de cultura que le venía a la boca mal digerida por un estómago enfermo. Huida hacia adelante. Contreras parecía relajado.

—Yo no lo maté.

Contreras le señaló la declaración de Marçal.

—De eso ya se encargarán los abogados. Firma y sal de esta casa. Tú habrás cumplido. Yo también. Todo lo demás lo harán los abogados y los jueces. Ya verás, te saldrá bien. Y en cuanto salgas de aquí te sentirás otra. La comisaría agota más que la cárcel, te lo digo yo que me paso el día en una comisaría. ¿Firmas?

—Venga.

—¿Qué quieres tomar? ¿Un café con leche? ¿Algo sólido? ¿Te suben un bocadillo de la cafetería? ¿Un croissant?

—Un croissant.

Contreras le apoyó una mano en el hombro mientras pasaba a su lado. Se quedó sola y saboreó la silla, como si fuera una cama blanda y cálida para el frío profundo que llevaba en los huesos. Durante diez años había estado sin dormir. Había estado de pie esperando su propia destrucción, sin dormir, y ahora estaba allí, la envolvía, era ella misma, la destrucción, y Marçal se había marchado para siempre. Volvería a su casa, a otro intento de regeneración y tal vez esta vez funcionaría porque no podía volver a ella, aquel pequeño miserable que había crecido en su piel como un parásito. Ya la vieja de mierda le había dado la puntilla. No hay que fiarse de la gente a la que damos lástima. Cuando estuviera menos cansada se echaría a llorar, pero necesitaba un rincón, aunque fuera el rincón de un calabozo. Su hermana acabaría por ayudarla y su madre y aquel pariente que siempre había sido un punto de referencia de poder, siempre, desde que ella era pequeña, sabía que el poder era el primo no sé cuántos, que estaba bien visto, bien visto antes, bien visto ahora. Y el capitán Garfio la ayudaría a cambio de un sermón. A la gente le gusta ser generosa para ocultar sus miserias. Estaba dormida cuando Contreras llegó con los papeles y el comisario la dejó dormir, pero le puso vigilancia.

—Dentro de media hora la despiertas.

—Se le va a enfriar el café con leche.

—Pues que se lo calienten.

Lifante se sentó en la silla y la inclinó hacia atrás, sobre las patas traseras, para poder poner los pies sobre la mesa después de haberse quitado los zapatos. La chica dormía sentada, extrañamente tiesa y respiraba mansamente. Lo que hace el cansancio, pensó Lifante, y del examen aséptico pasó al analítico. La muchacha era una interesante propuesta de estudio de la expresión corporal. Un lector ignorante de lo histórico, es decir, que no supiera la historia general y particular que la había llevado a aquella silla, ¿podía inducirla a partir de un examen del cuerpo tal como estaba, del cuerpo como único dato? Cerró los ojos y deshistorificó su propio saber. Vamos a ver. Yo no sé que esta chica ha estado casi tres días de pie, sin dormir, que está acusada de intento de robo, agresiones, tráfico de drogas y asesinato. Yo sólo sé que he entrado en esta habitación y la he visto tal como está. Aquí tengo un sistema de mensajes pasivos y debo aplicar el principio de Moles y Zelteman: a toda información estricta se sobreponen una serie de informaciones interpretadas por el receptor. Un cuerpo que parece maltratado y que reposa en tensión, mal vestido originalmente, pero además ese mal vestido está deteriorado por un descuido impuesto, probablemente por una circunstancia que condicionaba ese descuido. Cuerpo maltratado-signo de violencia, reposo-tenso y a la defensiva, elementos de supervivencia acuciada, elemento soporte (silla) inadecuado para el cansancio profundo que expresa ese mismo cuerpo. Con todos esos elementos yo puedo llegar a una conclusión pero no a una conclusión inocente, puesto que mi memoria visual, es decir, mi cultura visual me hace asociar este sistema de signos a escenas similares que he visto en el cine o en la televisión o que he leído en los libros. Es decir, no sólo hay, cómo dirían Moles y Zelteman, información estricta y en este caso objetual e informaciones interpretadas por mí, sino también referencias que ayudan a encontrar el significado de la situación: una de dos, o esta chica está en la boca del lobo de unos gangsters que la han maltratado o en una oficina de comisaría de policía donde ha sido interrogada. Es curioso cómo todo tiende a tener historia, cómo cualquier análisis lleva a lo histórico, aunque eso pueda disminuir el placer del análisis.

—Lifante.

—Dígame, inspector.

—Despiértela.

Se calzó y se puso en pie para aproximarse a la mujer. Le puso la mano sobre el hombro y notó su poquedad física. Algo le repugnaba en aquel contacto, pero no sabía si la causa era el cuerpo como dato o lo histórico. La muchacha se despertó bruscamente y quiso ponerse en pie.

—Tranquila. ¿Un café con leche? Está frío porque la hemos dejado dormir un rato.

Ella se encogió de hombros y bebió el café con leche primero a pequeños sorbos y luego con avidez. ¿Por qué bebe el café con leche de esta manera? ¿Es una pauta cultural? ¿Una manera de, como diría Princeton, o esta manera no lo es, sino una simple respuesta refleja a una necesidad elemental y urgida por la circunstancia? Y el croissant lo devoraba. En el fondo esta chica tiene muy buena salud, pensó Lifante, y se alegró por ella.

Sánchez Zapico declaró que entre él y Carvalho se alzaba una muralla de obstáculos insalvables, pero al filtrarle su secretaria dos de las palabras que habían salido de los labios del visitante, las rumió y finalmente decidió recibirle: Contreras, investigación; sobre todo, Contreras. No obstante se predispuso a recibirle como un hombre atareado, con las maneras de estar pendiente de simultáneas llamadas de Tokio o Singapur o San Francisco, pero atendiendo realmente la pluralidad de intereses de chatarras, peladillas y construcciones que rebotaban por las paredes de un despacho barato merced a las llamadas telefónicas y a sus gritos a las dos secretarias. Resumiendo, resumiendo. Tenía que resumir Carvalho y tenía que resumir él: necesitaba un jugador bueno pero barato, el Centellas no podía permitirse grandes fichajes y había recurrido a un intermediario en otro tiempo muy conocido: Raurell. ¿No recordaba a Raurell? Pues daba lo mismo, pero en los años sesenta, cuando sólo se podían fichar oriundos latinoamericanos, Raurell había llenado España de hijos de padres españoles, falsos casi todos ellos. Ahora era un intermediario venido a menos, casi jubilado y su catálogo estaba en consonancia con él mismo. Cuando Carvalho le preguntó qué referencias había tenido de Palacín, contestó que el recuerdo. Palacín ahora como futbolista no existía y no están las finanzas del Centellas como para encargar un vídeo. Vio unas fotos y unos recortes de prensa mexicanos en los que se decía que Palacín había dejado memoria de caballero, repito, memoria de caballero, entre la afición de Oaxaca.

—¿Con un jugador acabado esperaba remontar la crisis de su equipo?

—Yo no sabía que estaba acabado. Era un nombre, y un estadio como el del Centellas podía muy bien llenarlo Palacín y de hecho jugó partidos muy buenos. Conservaba parte de lo que había sido.

—¿Cómo se explica lo de la droga y que afecte a cuatro jugadores?

—No me lo explico. ¿Me lo puede explicar usted? Pues yo no me lo explico. Ahora tendré que plegar, ya estuvimos a punto de plegar cuando los futbolistas hicieron vaga [Huelga], con la junta anterior. Desde que soy el presidente les pago cada mes trinco, trinco… a veces puedo retrasarme quince días, pero los profesionales cobran.

—Es curioso que tres de los implicados en el caso de la droga sean precisamente amateurs y sin problemas económicos. En cambio los profesionales más veteranos y sin un duro, no se han metido en el tráfico.

—Todo eso está muy tierno, ¿me entiende? Prosiguen las investigaciones y vaya usted a saber lo que sale al final, pero yo plego. Yo me voy a casa, retiro los avales y tendremos que vender el campo. El tiempo de don Quijote se ha acabado y yo ya estoy harto de ser un Quijote.

No era el primer caso de hombre que se engaña a sí mismo, y a Carvalho, Sánchez Zapico le parecía antes el fantasma de la ópera o Napoleón Bonaparte que don Quijote. Había demasiada amargura en sus palabras, como si la vida no sólo no hubiera sido como la esperaba, sino tampoco como se la había merecido.

—Échale horas al club, quitándoselas a la familia, para esto.

Se imaginaba a la familia de aquel quejica horrorizada ante la perspectiva de que pudiera dedicarle más horas.

—Todos los domingos esclavizado por los partidos y mi pobre mujer sin poder salir por ahí, como otros matrimonios, a escampar la boira [Niebla].

Hablaba un castellano de lugareño de zarzuela ubicable en cualquier lugar de la España interior, pero salpicado con frases hechas de catalán coloquial. Parecía un agente propagandístico del bilingüismo venido a menos, un caso interesante para el inspector polinesio que le había presentado Contreras. Cuanto más insistía en sus sacrificadas protestas de lealtad imposible al club de sus amores, menos creíbles eran.

—Yo se lo debo todo a este barrio, a esta ciudad, a Cataluña. Yo me he hecho aquí y para mí el Centellas era el alma del barrio, pero hoy los barrios han perdido el alma, ¿me entiende? La gente ya no vive en la calle. De casa al trabajo, del trabajo al coche y, apa!, a la carretera a hacer salud, todos los fines de semana y el fútbol lo ven por la tele y de Maradona para arriba. ¿Qué se puede hacer desde un club modesto como el nuestro? Yo plego.

Carvalho trató de convencerle de que no abandonara la presidencia del Centellas, de que no podía dejar huérfana a toda una afición que confiaba en el espíritu de sacrificio de un inmigrante agradecido.

—Le van a echar mucho de menos.

—Ya se espabilarán. Nadie es indispensable, dicen, ¿sabe? Pero sólo lo dicen los inútiles, los que no sirven para nada, ya me echarán de menos, ya.

—Será una pérdida irreparable.

—Qué le vamos a hacer. Todo tiene un principio y un final. Es lo que me dijo mi mujer: te tomas las cosas demasiado a pecho y un día te va a dar algo.

—Es que es imposible que usted se vaya. No me puedo imaginar esta ciudad sin que usted presida el Centellas.

—¡Si nadie se va a dar cuenta! —se quejó Sánchez Zapico con la más desolada de las amarguras, pero un tanto intrigado por el interés tan evidente de Carvalho.

—No me imaginaba yo que la ciudad estuviera tan pendiente de mí.

—Esta mañana no se hablaba de otra cosa.

—¿Dónde?

—En todas partes. El propio Contreras está muy preocupado.

—¿Contreras? ¿Qué tiene que ver la policía con mi dimisión?

—Puede convertirse en un problema de orden público. ¿Se imagina la reacción de toda Barcelona ante la desaparición del Centellas?

Había arrugado la nariz, algún matiz de sorna había percibido en un pliegue de la conversación pero no sabía en cuál, y antes de que lo adivinara, Carvalho se puso en pie y preparó la retirada.

—¿Por qué me ha dicho eso de Contreras?

—No se preocupe. Ha sido un comentario sin importancia.

—No. No. Quiero saberlo. Mi buen nombre no tiene nada que hacer en una comisaría.

—Pregúnteselo a Contreras. Está preocupado. Eso es todo.

Dejaba a un Sánchez Zapico molesto consigo mismo, con él, con la situación, y al salir a la recepción reconoció al hombre que estaba esperando. Olía a algo muy caro y estaba tan bien vestido que ofendía a la adocenada decoración de aquel despacho de medio pelo. Creyó advertir un cierto interés en la mirada de soslayo que le dedicó el dandy y cuando ya le daba la espalda camino del despacho de Sánchez Zapico recordó dónde le había conocido. Era el introductor de Basté de Linyola en la conferencia sobre el futuro urbanístico de la ciudad.

—¿Quién es ese señor que ha entrado a ver a su jefe?

—El abogado Dosrius.

—¿Es el abogado del señor Sánchez Zapico? —A veces.

—El señor Sánchez Zapico me ha dicho que le pidiera a usted la dirección del intermediario de jugadores, uno que le suministra jugadores para el Centellas, Raurell. Se llama Raurell.

No recurrió a una vieja libreta de hule gastada donde cabe toda la información y toda la contabilidad de un equipo tan miserable como el Centellas, sino que dio un giro a su silla y se enfrentó a una computadora a la que empezó a preguntarle cosas y la pantalla se puso azul e iba componiendo sus respuestas con una precisión lineal e implacable, perseguidas las letras por la mirada escrutadora de la mujer, como si no se fiara del todo de la verdad o la mentira que le suministraba aquella caja sabia. Cuando estuvo satisfecha por la respuesta, pulsó un botón y el hombre invisible empezó a escribir en una máquina situada junto al robot. Luego la secretaria cortó el pedazo de papel que sobresalía de la impresora y se lo tendió a Carvalho. Allí estaba impresa en una letra pasteurizada: «FREDERIC RAURELL CASASOLA. RESIDENCIA GERIATRICA MARE DE DÉU DE NURIA».

—¿Vivirá hasta que yo llegue?

La secretaria o no estaba para sarcasmos o no sabía qué era una residencia geriátrica y además tenía el bocadillo de atún en escabeche a medio comer metido en el cajón donde estaban los diskets de la computadora. Carvalho salió a la calle y buscó una cabina de teléfonos. La primera estaba ocupada por una mujer gorda que llamaba a su madre, a gritos, porque la madre estaba en algún pueblo de Andalucía. En la segunda alguien se había llevado todo lo que había dentro del auricular. La tercera era una cabina deprimida y quería suicidarse: no aceptaba las monedas, ni siquiera las de cien pesetas, ni que fueran nuevas. Por fin en la cuarta pudo Carvalho llamarla Fuster.

—Te has decidido a pagar.

—Aún no he pedido el crédito.

—¿A qué esperas?

—Dicen que vas a un banco, pides un crédito, te lo dan y además te regalan un viaje al Caribe.

—¿Tú te crees que los banqueros son tontos? ¿Qué avales tienes?

—¿Tú conoces a un abogado que se llama Dosrius? Debe ser un hombre muy polifacético, le he visto dándose el morro con Basté de Linyola y ahora acabo de verle con un ricacho de medio pelo. Es su abogado.

—Si me hablas del Dosrius que yo conozco, vamos, si es la misma persona, es un chico, bueno un chico, uno de mi edad, más o menos de mi promoción. Empezó de rojo y ahora gana el dinero a espuertas. Bien relacionado. Tiene abiertas las puertas de todos los ayuntamientos de izquierda y le ponen alfombras en los de derechas. Además es abogado de subasteros.

—¿A qué huele?

—A todo. Pero si quieres un informe más serio te lo dejo en el buzón de tu casa esta noche. —Por si acaso.

La residencia geriátrica Mare de Déu de Nuria estaba por San José de la Montaña y tenía el aspecto exterior de una casa residencial convertida en pensión para viejos de renta sólida, a juzgar por las dos palmeras del jardín y un surtidor sin agua en el que un Hércules en otro tiempo meón parecía afectado de una próstata incurable. Pero una vez traspasado el umbral, no había un mármol sano, predominaba una iluminación de sótano y la casa olía a estofado y a puré de restos de la cena del día anterior, y los viejos que jugaban a las cartas o leían el periódico no parecían esperar más visita que la de la muerte. Tampoco era bienhumorada la jefa de servicios y se le acentuó el mal humor cuando supo que Carvalho quería ver a Raurell.

—¿Ya le ha pedido audiencia? A los hombres importantes hay que pedirles audiencia.

—Las personas importantes nunca pedimos audiencia.

Tenía unos cuarenta y nueve años pero aparentaba cincuenta. Carvalho había observado que las personas que aparentan tener un año más de su edad real suelen ser las más amargadas.

—¿Alguno ha visto a Raurell?

Los viejos ni se molestaron en contestarle.

—Si lo hubieran visto, tampoco me lo dirían. A ver, pruebe suerte. Si está, lo encontrará en su habitación. Es la veintidós del piso de arriba. Llame a la puerta antes de entrar. El señor Raurell cuida mucho las formas.

Carvalho se fue siguiendo el olor del estofado y al pasar por la puerta de la cocina no pudo evitar meter la cabeza. Un viejo había introducido la mano en una olla, sacaba un pedazo de carne y lo envolvía en un papel de plata. Movía el pescuecillo en todas direcciones en el temor de ser descubierto, y cuando vio a Carvalho se quedó paralítico.

—No es para mí. Es para un perro que me espera todas las mañanas.

—Coja otro pedazo. A los perros les gusta mucho el estofado.

—Éste lo dudo.

—Yo vigilo. Coja otro pedazo.

Quedó media olla vacía y el paquete grasiento no le cabía en el bolsillo de la chaqueta. El viejo maldecía por las manchas de grasa que iba a hacerse, pero se guardó el paquete y pasó ante Carvalho camino de la calle sin darle las gracias. Siguió el detective su camino y llegó por una escalera de mármol, de baranda labrada y culminada en un ángel modernista, a la planta segunda y al final del pasillo vio en una puerta el número veintidós en una placa de porcelana desconchada y a medio caer. Llamó con los nudillos y del otro lado salió una de esas voces que van de arriba abajo, una de esas voces importantes que traducen una manera de mirar a los demás: ¿Quién es? ¿Raurell? ¿El señor Raurell?, la puerta siguió cerrada y volvió a llegarle una voz displicente.

—Estoy muy ocupado. ¿Qué quiere usted?

—Me envía Sánchez Zapico.

—Adelante.

Raurell llevaba un sombrero de fieltro sucio sobre un rostro de jefe indio de cualquier tribu, vestido con un traje azul marino cruzado, corbata con aguja de oro, un pañuelo de seda en el bolsillo superior de la chaqueta, botines bicolores y un bastón de caña entre las manos sarmentosas. Estaba escuchando un programa de radio y sobre una vieja mesa de despacho conservaba un archivo de cartón y una máquina de escribir Underwood robada de algún museo dedicado a la primerísima revolución industrial.

—Hago una excepción con usted; por las mañanas no despacho. Las mañanas las dedico a preparar la jugada.

Carvalho buscó inútilmente una silla en que sentarse. La única silla de la habitación era la que ocupaba Raurell.

—Esa señora que seguramente habrá tratado de impedirle que hable conmigo me ha quitado la otra silla. Dice que ya hace una excepción permitiéndome tener una mesa de despacho para mí solo. No discuto con ella. Ni le he dado nunca la bofetada que se merece. —Hizo una pausa el viejo indio y escupió—: El médico me ha prohibido tocar mierda.

—Palacín ha sido uno de mis últimos éxitos, uno de ellos, pero no el único. Ahora estoy metido en cosas importantes y no se extrañe si un día de éstos los periódicos deportivos vuelven a hablar de Raurell. Hubo una época en que no había equipo de fútbol que no tuviera a uno de mis jugadores. Yo me iba a América y en cuanto veía a un jugador joven, blanquito, eso sí, que despuntaba un poco, le arreglaba los papeles y a España, a presumir de padre o de abuelo extremeño. Hecha la ley, hecha la trampa. Se pusieron nacionalistas en lo del fútbol y los equipos se asfixiaban. Los estadios no se llenan con jugadores de la cantera. Los del Norte sí, porque son racistas y sólo les gusta la gente de casa. Desde esta habitación controlo los hilos de muchos clubs de España y en estos momentos más de un presidente está pensando en mí. Hay que hablar con Raurell. Seguro que Raurell tiene lo que necesitamos. Y lo tengo. Tengo la colección completa de jugadores veteranos más importantes del país. De todos los tamaños y de todos los precios. Antes tenía coches de importación, ahora coches de quinta mano. Las cosas vienen como vienen y yo no tengo la culpa de que los directivos se caguen en los calzoncillos en cuanto el público se acuerda de su madre o en que los jugadores no sepan guardar lo que ganan o no ganen tanto como la gente cree. La gente sólo habla de los contratos millonarios y no sabe nada, o no quiere enterarse del caso de la mayoría. Hay equipos de primera división que deben seis meses de nómina y equipos de segunda que deben un año y van pagando anticipos. Y eso que ahora los jugadores están más protegidos y están más preparados, pero hace veinte, treinta años los jugadores eran carne de cañón que no sabían defender sus derechos y se creían que en cuanto reunían dos pesetas tenían que poner un bar y vivir de renta. He conocido a más de cien jugadores de primera división, personalmente, y sólo veinte han prosperado, o menos. Los otros viven de lo que han sido y malviven. Los ves por ahí haciendo lo que sale y repasando álbumes de fotografías y recortes de periódicos. Si yo hubiera querido les hubiera exprimido y de otra manera me hubieran ido las cosas, pero siempre los traté como a hijos y no me extraña que cada día cueste más encontrar a gente del país que quiera dedicarse a esto profesionalmente. ¿Se acuerda de Vick Bukingham? Era un entrenador del Barca que dijo una gran verdad: cada día salen menos jugadores porque los chicos jóvenes prefieren estudiar ciencias económicas, y bien que hacen. Antes en toda ciudad había mil descampados y chavales dándole a la pelota. Ahora no quedan solares y la gente tiene la cabeza sobre los hombros. El fútbol dura diez, quince años si te respetan las lesiones. ¿Y luego qué? Palacín fue un caso típico y yo lo tenía en mi fichero porque un día u otro vendría a mí. Tenía nombre, olvidado, pero fácilmente recuperable. Había dado el salto al fútbol americano y aquí son muy paletos, en cuanto alguien ha hecho algo en el extranjero ya parece un Dios. Si usted revisa mi archivo verá que lo tengo al día y que trabajo con perspectiva de futuro. Ahora estoy archivando a los jugadores punteros que tienen entre veinticinco y treinta años. En el plazo de cinco a diez años vendrán a mí muchos de ellos, y tengo paciencia. Aquí les espero. Raurell tendrá entonces un equipo para ellos como lo tuve para Palacín. Son mis hijos, y mucho más ahora que mis hijos me han dado la patada y mi mujer ha muerto. Cuando salga de aquí compre la prensa deportiva y le hago una apuesta. Anote los nombres de los jugadores de los que se habla, no digo yo de los supermillonarios, porque ésos quedan a salvo de los cambios de suerte. Pero de los medianos. Anote los nombres y le apuesto lo que quiera a que en cinco o diez años serán clientes de Raurell. Yo he ganado mucho dinero, pero con una mano lo ganaba y con otra lo gastaba y ahora sé que cuando viene a mí algún presidente de club no viene a nada bueno. Viene a proponerme un chanchullito de comisión compartida o que les salve de un apuro, como el Sánchez Zapico. ¿Querrá usted creer que me pidió un saldo? No, no fue exactamente así, pero casi. Viene y me dice: Raurell, necesito un jugador barato, un poquito figurón y que tampoco mate de bueno. Yo me quedé turulato. Era la primera vez que me pedían un paquete con nombre, pero un paquete, y así se lo dije: Raurell no trafica con paquetes, trafica con ruinas pero no con paquetes. Y el tío me llamó suspicaz y desconfiado y me dijo que no quería un tío demasiado en forma para no acomplejar a la plantilla. A veces un crack estimula, pero otras apabulla. Cuando me estaba hablando el presidente del Centellas yo ya tenía en la cabeza a Palacín. Espere un momento. Espere que busque la carpeta. Aquí está. Recortes, recortes; nada de lo que saliera sobre Palacín se me escapaba y cuidado que ha salido bien poco desde que se marchó al Los Ángeles. Pero aquí está, lea, mire… Yo sabía en qué punto estaba y estaba a punto para lo que me pedía Sánchez Zapico. Palacín es tu hombre y tuve que recordarle quién era Palacín. Le pagamos el viaje a mediados de julio y se vino para aquí. Me sorprendió porque se conservaba mejor de lo que yo esperaba y entonces traté de subirle el precio, pero el presidente del Centellas es más tacaño que mi hijo mayor que no da ni la sal cuando se la pides en la mesa. Todo lo sano y bien conservado que estaba de cuerpo, lo tenía de malo aquí dentro, en el coco. Es de esos jugadores que no se resignan a envejecer y que además tenía un lío familiar de no te menees: la mujer le había dejado, había un hijo por medio, un desastre, y yo me dije: este chico es carne de desastre, y le advertí a Sánchez Zapico: este chico puede romperse si no le ayudan psicológicamente, porque se ve, se ve que tiene la cabeza en otro sitio. Pero a los del Centellas no les importó y lo ficharon. Yo arramblé con la mitad de mi comisión y a otra cosa mariposa, que no están los tiempos para vivir preocupado por los demás. Palacín parecía un paleto perdido en la ciudad y eso que ya había vivido en Barcelona en su época dorada. No sabía ni dónde meterse. Y le recomendé la pensión de una antigua amiguita, una monada de criatura que había sido corista de Gemma del Río en el Molino en los años cuarenta y comienzos de los cincuenta. Yo hace años ya que no la frecuento, pero aún tenemos una buena amistad, porque nos conocemos de aquellos años difíciles en los que ella era una artista sin suerte y yo un hombre que trataba de rehacer su vida. Y mire por donde, me he enriquecido con el fútbol mil veces y mil veces lo he perdido todo, y ¿sabe de lo que voy tirando ahora? Lo cuento y no se lo cree nadie. He trabajado treinta años buenos como intermediario de futbolistas y antes había trabajado hasta de feriante o de cacharrero, vendiendo cosas por los pisos. Pues de eso no podría vivir. En cambio, lo que fue mi desgracia durante los años de la posguerra, haber sido policía de la República, eso es lo que ahora me permite vivir porque me dan una pensión con la que puedo pagar este asilo, y le llamo asilo porque es un asilo, aunque en la puerta ponga residencia geriátrica. Tres años de poli republicano y la vejez asegurada. Cincuenta años currando en mil oficios, y ni un duro. Claro que después de la guerra me costó la cárcel, pero allí hice alguna amistad que me sirvió con los años, especialmente con los estraperlistas, los pocos estraperlistas que metían en chirona. Yo aquí vivo como un rey y me hago respetar, y cuando me viene esa horrible encargada con sus monsergas y sus regañinas, le enseño mis ficheros, le enseño todo esto y le obligo a marcharse con la cola entre las piernas. No está usted hablando con un jubilado, señora. Soy un profesional en activo y con mi tarjeta me abro todos los despachos que cuentan en el fútbol español y estoy preparando unas memorias que van a escandalizar a más de uno. ¿Escucha usted el programa de José María García por Antena 3? No se lo pierda. Es como la feria de monstruos y vanidades. Los directivos, los árbitros, los entrenadores, se lo dejan decir todo porque le tienen miedo al García, un tío bien informado que los tiene cogidos por los cojones. Pues bien, si yo hablara dejaría chico el programa de García, «Supergarcía» creo que se llama el programa. Ya le he mandado dos o tres cartas a José María García ofreciéndome como colaborador. Le he propuesto una sección que podríamos titular: «Mirando hacia atrás con cachondeo». Yo les conozco, conozco todo este mundo y puedo decirle que lo mejor siguen siendo los jugadores y los más golfos los directivos y después los intermediarios, porque no todos son tan considerados como yo, que a veces he secado muchas lágrimas, muchas, porque estos chicos los ves en el campo y parecen yo qué sé lo que parecen. Pero luego son de arcilla y se rompen por cualquier cosa. Un grito del público puede joderles una temporada, o una lesión o si se avienen mal con la mujer o con la suegra. ¿Recuerda usted el caso de Rata Pérez? ¿No lo recuerda? Pues se le fugó la suegra con el segundo entrenador del equipo y la mujer cogió una depresión que le daba por llorar toda la noche y él sin descansar y luego salía al campo dormido. Nadie ha sabido nunca por qué Rata Pérez se dormía hasta cuando tenía que sacar un comer, pero Raurell lo sabe porque yo era su representante y tuve que malvenderlo al fin de temporada a un equipo de segunda. Dos patadas mal recibidas y una suegra algo puta hicieron de Rata Pérez una ruina. Si yo hablara, si yo hablara. Y aún estoy a tiempo de hundir muchos prestigios, porque aún domino la vida y milagros de los que están en candelera. Dentro de cinco años será otra cosa porque ya tendré ochenta años y todo me quedará muy atrás. ¿Sabe usted qué edad tendré en mil novecientos noventa y dos? Pues casi ochenta años. Y en el año dos mil ya no quiero ni pensarlo, con los negocios que van a poder hacerse en esto del fútbol en los próximos quince años. El porvenir de un intermediario está en el fútbol sala. Piense usted en la posibilidad de que el fútbol sala prospere, como el baloncesto o el hockey o el balonmano. ¿De dónde van a salir los jugadores? Pues muy sencillo, de las segundas o terceras figuras del fútbol de verdad. Y ése es mi terreno, ése es el terreno para el que me he venido especializando en los últimos tiempos. Un día me dije: Raurell, ya han salido intermediarios que trabajan con computadoras y viajan en avioneta privada. A eso ya no llegas. Conoce tus límites y sé el primero en lo tuyo. Y lo soy. Mire ese montón de sobres. Los guardo para aprovechar los sellos, pero es correspondencia de toda España y todos recurren a Raurell, a veces en busca de un consejo, a veces de un jugador como Palacín. Y no está bien que hable mal de un muerto, pero después de todo lo que hice por él, ni me vino a visitar, ni me dijo cómo le había ido en la pensión, quizá porque yo le aconsejé que no le hablara de mí a Conchita, porque está un poco dolida conmigo, precisamente por lo de la pensión, porque cuando quiso retirarse del oficio, usted ya me entiende, recurrió a los amantes más fijos para que aportáramos algo y así poder establecerse de patraña. Pero a mí me pilló en un mal momento. Mi señora tenía un mal malo y generaba mucho gasto, yo ya no tenía los contratos que había tenido y le fui franco: Mira, Conchita, me has gustado y me gustas mucho, y si tuvieras tú diez años menos y yo veinte menos, pues igual pedía un crédito y te lo aportaba como capitalista de tu empresa. Pero ni tú tienes diez años menos, ni yo veinte, ni pido un crédito. Para qué nos vamos a engañar. Me quería sacar los ojos porque es muy temperamental, pero en el fondo es una buena mujer de buen corazón, y cuando le dije a Palacín que fuera a su pensión sabía que lo ponía en manos de una madre. Pobre chico. Qué mala suerte. Todo lo bueno que tenía Conchita lo tenía de malo el Sánchez Zapico ese, que aún no me ha pagado del todo la comisión y le estoy llamando un día sí y otro también para que no se haga el longuis ahora que Palacín la ha palmado. ¿Qué culpa tengo yo de que haya acabado como ha acabado? Yo le puse en bandeja ganar los buenos últimos duros de su vida. Ése es mi oficio. En mis buenos tiempos yo tenía una frase que siempre decía a mis pupilos para que no se llamaran a engaño: yo pongo la cara y cuando os contraten vosotros tenéis que poner la cabeza y los pies. Pero ojo, que nadie se engañe. Yo he puesto y pongo la cara cuantas veces haga falta, pero el culo no, ¿eh? El culo nunca.

Biscuter no estaba en el despacho, pero su ausencia estaba suficientemente compensada con la presencia de tres moros, uno de ellos el Mohamed. No era la primera paliza que le iban a dar en la vida y Carvalho auscultó su cuerpo, pidiéndole una prueba de solidaridad, pero el cuerpo no le respondió. No le pedía el cuerpo pelea, pero tras estudiar la distancia que le separaba de la puerta para salir corriendo y del cajón donde tenía la pistola, dedujo que la suerte estaba echada y de que nada valía el recurso al circunloquio con un hombre de tan poco vocabulario como Mohamed. Además, los tres hombres formaron rápidamente un triángulo y Carvalho estaba en el centro tratando de relajarse para que los golpes dolieran menos. Ni pegaban, ni hablaban. Mohamed tenía en el rostro una impenetrabilidad más atribuible a un asiático que a un africano, y cuando habló su tono de voz le pareció a Carvalho de una normalidad preocupante.

—Tranquilo. Hemos venido a hablar contigo.

Carvalho avanzó hasta llegar a la silla de su despacho y se sentó en ella. El triángulo se recompuso. Dos de los moros se situaron a su espalda y a Mohamed le bastó darse la vuelta para seguir siendo el vértice.

—Tú sabes demasiado, pero quizá no lo sepas todo. Cuando uno sabe algo, pero no lo sabe todo, puede decir muchas tonterías.

Ya volvía con lo de tonto y tontería.

—No nos preocupas tú, pero cuidado con lo que dices, y para que no digas tonterías vamos a darte una información. ¿Qué pensaste el otro día cuando me viste cerca del estadio?

—Me parece que ya conversamos largamente sobre esto.

—Yo conversaba, como tú dices. Tú te pusiste chulo y fue una tontería porque ahora podríamos castigarte. Te mereces que te castiguemos. Pero el año tiene muchos días y el día muchas horas. Ahora es más importante que escuches. Han matado a un futbolista y tú me hablaste de que un futbolista había sido amenazado. Ya sé que no es el mismo, pero es verdad, ha habido un muerto. Queremos que sepas que nosotros no hemos sido.

—¿Quiénes sois vosotros?

—Nosotros somos nosotros. Ya lo sabes tú bien, tonto. Todos sois unos racistas y sabes muy bien de quién hablo cuando digo nosotros. Sabíamos que alguien había contratado a un grupo para colocar un consumado, para hacer un montaje y pringar a unos tipos. Se lo encargaron a gente bastante tonta, poco profesional, gente que está drogada y hace lo que sea a cambio de una dosis. Lo hicieron muy mal y hubo un muerto, pero nosotros no tenemos nada que ver y queremos que lo sepas, que lo sepas tú y que lo sepa tu lengua. Cuidado con lo que dice tu lengua porque te la cortaremos.

Y tras el cogote de Carvalho sonó el chasquido de una navaja al abrirse.

—Enséñasela.

Ante los ojos de Carvalho apareció una mano morena ofreciéndole la imagen de una navaja espléndida, capaz de cortarle la lengua sin que el pedazo de carne resultante se cayera al suelo.

—Sólo los tontos se salen de sus límites y sólo los tontos se salen de su territorio. Para nosotros, sobrevivir quiere decir no salir de nuestros territorios. Aquí dentro todo es fácil, pero fuera seríamos como el pez fuera del agua o como tú con una piedra en los pies y tirado al agua del puerto. Si algún día limpiaran el fondo del puerto de Barcelona encontrarían a muchos tontos como tú.

—¿Quién encargó esa chapuza?

—¿Esa qué?

—Tontería. Esa tontería del consumado y del asesinato.

—No lo sé. Ni queremos saberlo. Esas cosas se encargan fuera de nuestro territorio. Tú puedes saberlo y no te envidio. Nada hay tan tonto como saber para nada, para que no sirva de nada. Nosotros venimos de un país pobre en el que hemos aprendido a vivir con pocas cosas y sabiendo sólo lo necesario. A vosotros os sobra de todo. Incluso sabéis demasiado. Saber demasiado es de tontos. No podemos perder más tiempo, pero vigila tu lengua.

—Al menos sabréis quiénes fueron los tipos que lo hicieron.

—Es inútil saberlo porque ya no están aquí. Habría que buscarlos por todos los basureros de Europa o de América. ¿Quién los va a buscar?

Hizo un gesto con la cabeza y el triángulo se descompuso. Los tres moros se fueron hacia la puerta sin perderle de vista, y antes de irse, Mohamed le señaló algo que estaba encima de la mesa.

—Tu criado te ha dejado una nota. El hombre de los zapatos está muy enfermo.

Aún no se habían ido del todo y ya la habitación se le había llenado a Carvalho de responsabilidades aplazadas: Charo, Bromuro, Biscuter… Biscuter había escrito con su letra de niño: «Bromuro está muy mal y Charo y yo hemos ido a verle. Está en la clínica El Amparo, de la calle Ponterolas. Dese prisa, jefe. Dese prisa, jefe». Pero la necesidad de metabolizar el presagio le hizo permanecer en la silla con una presión dolorosa en el pecho, como si se le hubiera llenado de aire podrido. Luego tiró de un cajón para buscar la guía de Barcelona y localizó la calle Ponterolas en uno de los pliegues recónditos de la ciudad, una calle olvidada para una clínica probablemente olvidable. Del cajón abierto le llegaba una señal de alarma. La pistola. Faltaba la pistola. Los moros se la habían llevado. Bajó luego los escalones de dos en dos y se subió al coche con una urgencia que le hizo equivocar la marcha y darse con el vehículo de delante cuando iniciaba la maniobra de arranque. Ya en la calle le dolían sus propios pensamientos y puso la radio. Los locutores avisaban que estaba a punto de celebrarse una rueda de prensa a cargo de Basté de Linyola y resaltaba el comentarista la posible importancia de la comunicación porque esta vez era el propio presidente quien daba la cara y no el portavoz del club, Camps O’Shea, ausente aquella mañana de las oficinas de la entidad. Que la comunicación era importante lo indicaba el hecho de que a Basté le acompañaran el vicepresidente primero, Mortimer y el capitán del equipo, por lo que muy bien pudiera tratarse de una noticia institucional de suma importancia. En cambio sorprendía la ausencia de Camps O’Shea sin que mediara ninguna aclaración oficial.

«—Pero en estos momentos hacen su entrada en el salón de actos los señores Basté de Linyola, Riutort, Mortimer y el capitán Palacios y la rueda de prensa está a punto de comenzar».

Se oía el ruido de las descargas de los flashes y un rumor acallado para dar paso a la voz de Basté de Linyola:

«—Señoras y señores, amigos. Un suceso ha conmovido estos días la conciencia de los buenos ciudadanos de esta ciudad, me refiero a la muerte de Alberto Palacín, hace unos años destacado jugador de este club y en otro tiempo uno de los valores más prometedores del fútbol español. Aunque el suceso nada tiene que ver con la vida normal de un club transparente y glorioso como el nuestro, no podemos permanecer insensibles a algo, y sobre todo a alguien, que forma parte de la memoria de nuestra institución. Un gran cantante catalán, Raimon, ha escrito: quien pierde sus orígenes pierde la identidad. Pues bien, parafraseándolo, podríamos llegar a la conclusión de que quien pierde su memoria también pierde su identidad. Por lo tanto quisiéramos hacer algo que demostrara esa buena memoria de nuestro club y más ante un caso tan desgraciado que, independientemente de sus errores, ha costado la vida a un hombre del fútbol, a uno de los nuestros. El club quiere hacer algo por Alberto Palacín y su familia, y al decir “el club” no me refiero sólo a la junta directiva, sino a la plantilla en pleno y a la masa de seguidores. Estamos organizando un partido homenaje a Alberto Palacín entre nuestro equipo y una selección de jugadores extranjeros presentes en la Liga española. Al mismo tiempo les comunico que hemos realizado gestiones para localizar a la familia de Palacín y que a estas horas está a punto de llegar un avión procedente de Bogotá en el que viajan Inmaculada Sánchez, la esposa de Palacín, y su hijo. Quisiéramos que en estos momentos de dolor nuestra gran familia, entre los que les contamos a todos ustedes, supiera arropar ese dolor, hacerlo suyo y que Palacín, desde donde esté, pueda lanzar ese definitivo suspiro de alivio que los héroes, caídos o no, dan después de las victorias decisivas. Nada más».

Una salva de aplausos se sobrepuso a la insistencia de los flashes y la voz del locutor se impuso sobre el estruendo:

«—La emoción nos ha hecho un nudo en la garganta, pero la información es la información. Es forzoso que interrumpamos esta retransmisión para trasladarnos al aeropuerto del Prat donde parece inminente la llegada de esos dos seres que lo fueron todo o casi todo en la vida de un desdichado triunfador, Alberto Palacín. Un deber informativo nos obliga a saltar por encima de la emoción de las palabras de ese gran dirigente que es Basté de Linyola y de nuestra propia emoción para cortar la transmisión y trasladarnos con toda urgencia al aeropuerto. Devolvemos la retransmisión a nuestro estudio».

Una segunda conciencia le hizo dar un golpe de volante y orientar el coche en dirección opuesta al hospital donde estaba Bromuro, con un instinto de buscador de finales nunca totales. Carvalho pidió mentalmente perdón a Bromuro y lo supuso acompañado por mejores presencias que la suya. La ciudad parecía querer escaparse de sí misma más que otras veces, la caravana de coches hacia el aeropuerto tenía una intensidad de excepción, y nada más llegar Carvalho vio cómo se habían congregado ante el acceso de vuelos internacionales más personas de las que cabían en el campo del Centellas. Bastaba esconderse en el seno de la multitud para que las glorias de Palacín salpicaran los oídos según los más diferentes estilos de conversación y riqueza de vocabulario. «Desde César, nadie había rematado de cabeza como él». Podía sonar a verso de Shakespeare pero era un simple ejercicio de memoria futbolística comparada. Fueron a por él y arruinaron al que iba a ser el mejor futbolista español de todos los tiempos. Cuando llegó ante la puerta corredera que daba a la aduana, Palacín ya era primer jugador del mundo y todos le habían visto jugar y triunfar, independientemente de la lógica de su edad y de la edad de Palacín. Fotógrafos y cámaras de televisión llegaban con la obsesión puesta en los ojos y en los codos y la guardia civil tuvo que abrir un pasillo para que el comité de recepción encabezado por Basté pudiera meterse en la aduana. Camps O’Shea seguía sin aparecer y Mortimer no podía evitar la sonrisa a pesar del carácter de segundo entierro de Palacín que tenía el acto. La cabeza roja estaba ocupada por los goles del domingo próximo o tal vez recordaba los del pasado y el acto le pareció un acontecimiento antropológico, de haber conocido el sentido del adjetivo: costumbres, costumbres españolas o latinas, como la paella o el pan con tomate… Eléctricas letras verdes intermitentes anunciaron la llegada del vuelo y todos pugnaron por mejorar su posición para cuando se abrieran las puertas y los únicos restos de la vida y obra de Alberto Palacín quedaran al alcance de todos, como un apetitoso bocado de espiritualidad colectiva. Y cuando los más impacientes ya habían tratado de contagiar a la masa los versos del himno del club, sin que la masa demostrara sabérselo de memoria, se abrieron las puertas y tras la pareja de la guardia civil apareció otra pareja de la guardia civil y otra y temblaron las multitudes y las cámaras ante el forcejeo que los agentes tuvieron que emprender para dejar paso al corazón sensible de la fiesta. Basté de Linyola empujaba, casi abrazado, a una mujer de luto, de luto el cuerpo y de luto los ojos bajo las gafas de sol, y sólo la flor espléndida de su boca grande y rosa parecía tener vida en la dejadez de un esqueleto triste. Y a su lado un niño, alto para su edad hubieran dicho los expertos en alturas y edades de los niños, que miraba al suelo porque tenía vergüenza de la sonrisa de triunfador que se le escapaba, porque su padre le regalaba póstumamente el papel de un héroe. Y los aplausos parecían refrendar la tristeza de los familiares o la mismísima muerte triunfal de un futbolista asesinado bajo todas las sospechas. Un sentido del ridículo efónico se impuso a intentos de gritar ¡Viva Palacín! y el recurso de vitorear el nombre del club obtuvo más consenso que entonar el himno. Carvalho consiguió llegar al borde del pasillo de la guardia civil, quería leer algo en el rostro de Basté de Linyola que tradujera su real estado de ánimo, pero Basté de Linyola iba disfrazado de Basté de Linyola, y así como horas antes había sabido decir en el momento oportuno… «arropar ese dolor, hacerlo suyo y que Palacín, desde donde esté, pueda lanzar ese definitivo suspiro de alivio que los héroes, caídos o no, dan después de las victorias decisivas…», una frase compleja que había redactado mientras tomaba el desayuno, ahora sabía componer el gesto de una institución con la memoria dolorida y convertida en sostén de aquellos dos seres que lo habían perdido todo al perder a Palacín. Incluso tenía los ojos húmedos Basté. Y el niño sonreía y la mujer lloraba tras los cristales de unas gafas de sol. Luego Carvalho tuvo que ponerse a la cola de la caravana que volvía a la ciudad y recoger las últimas migajas de la información radiofónica. El partido de homenaje se produciría en el plazo de quince días y el saque de honor lo haría el hijo de Palacín. Por otra parte se comunicaba que la presunta asesina del jugador ya había confesado y en breves horas pasaría a disposición judicial. Carvalho cerró los ojos del remordimiento, pero no los de la cara. La caravana de automóviles era un sujeto colectivo que volvía de un entierro, como si volviera de un banquete de antropófagos, estaba borracha de emotividad y los coches casi se daban codazos. Y Bromuro. Bromuro ya en el horizonte de la tarde caída.

No había nadie en la recepción de la clínica y olía a desinfectante. Era reciente una mano de pintura gris, de pintura para que durara toda una vida, de esas pinturas de larga duración que se desentienden de lo que cubren. La operación de localizar a Bromuro significó ir abriendo y cerrando habitaciones de cuatro camas separadas por biombos en las que habían escondido a los hombres más viejos de este mundo. Parecía una colmena de viejos, una colmena llena de calaveras con saliva y ojos aterrados o resignados o cerrados. Y primero vio a Charo sentada en una silla, con la falda bien compuesta sobre las rodillas y el bolso en el regazo, a su lado Biscuter, recostado en aquella pared pintada con pintura de larga duración, una sabia inversión que contemplarían promociones y promociones de enfermos terminales, piadoso eufemismo. Hasta llegar al hueco donde estaba Bromuro, Carvalho recorrió tres camas, tres viejos, tres miradas ávidas, tres orinales de teja al pie de mesillas de noche metálicas, también cubiertas por pintura de larga duración. Y allí estaba Bromuro roncando, con los ojos cerrados y la desdentada boca abierta y cada mechón de pelos gris buscando un punto cardinal distinto, como irradiando de aquella calvicie arrugada y llena de espinillas. Se recostó en la pared junto a Biscuter y no quiso sostenerle la mirada porque Biscuter estaba llorando. Y cuando notó en su espalda el frío de la pared cubierta con pintura de larga duración, al mismo tiempo se metió en una de sus manos el calor de una mano de Charo que le pedía ternura o se la traspasaba. Aquella mano le daba el pésame o se lo daba a sí misma. Y no hablaron, no se dijeron nada los tres hasta que Bromuro ladeó la cabeza y abrió los ojos para adivinarles, y al que le costó más adivinar fue a Carvalho.

—Coño, Pepe.

Charo se levantó y se volcó sobre el limpiabotas, le arregló la almohada, le hizo beber un sorbo de agua y luego le pasó una toalla húmeda por la cara.

—No había ni toallas, jefe. He tenido que ir a buscar una al despacho. Ni papel higiénico, Charo ha bajado a comprarlo a un colmado. Y el agua mineral te la has de traer de fuera. Es una clínica muy rara.

Bromuro se esforzaba por localizar a Carvalho con los ojos y cuando Charo dejó de adecentarle, quedaron otra vez cara a cara y el viejo volvió a decir:

—Coño, Pepe.

Y le dolía algo porque se le crispó el rostro y se señaló las partes.

—Quiero mear.

Y Charo introdujo un orinal de plástico bajo las sábanas y le metió el pene dentro del cuello y se lo aguantó mientras Bromuro hacía todos los esfuerzos que le permitían los músculos que le quedaban para emitir unas gotas de pipí.

—Tiene uremia hasta las orejas, jefe —le dictó en una oreja Biscuter.

Charo le hizo una seña para que la siguiera hasta el pasillo y allí rompió a llorar, primero recogida sobre sí misma y luego sobre el pecho de Carvalho. Que no pasa esta noche. Es todo lo que saben decir y que si fuera su padre lo dejarían morir tal como está, porque todo es inútil, Pepe, todo es inútil. Pero este sitio es asqueroso, Pepe, que es mejor llevarlo a casa.

—¿A qué casa? ¿A aquella pensión que parece un agujero?

—No me hables, que cuando he ido a buscar las cosas de Bromuro me las he tenido con la patrona. Que le debía no sé cuántos meses y que de allí no me llevaba ni un pañuelo. Como si tuviera pañuelos. Y le he tenido que pagar los meses atrasados. Saquémoslo de aquí. Esto es un matadero, un pudridero.

—Pero aquí hay médicos.

—¿De qué le van a servir los médicos? Que nos receten lo que haya que darle. Me lo llevo a mi casa.

Carvalho localizó al médico de guardia. Era lo único joven que había en aquella terminal de vidas y escuchó su petición de llevarse a Bromuro con perplejidad científico biológica.

—Va a morir. ¿Qué más da que muera aquí que en una casa particular? Es cierto que no podemos hacer nada por él y que todo consiste en darle calmantes, pero esta situación puede prolongarse. Horas. Incluso un par de días, más no creo, aunque tiene el corazón fuerte.

—Me lo llevo.

—Declino toda responsabilidad y debe firmarme la autorización quien ha respondido por él cuando lo han ingresado, me parece que ha sido una señora. Le advierto que hay bofetadas para conseguir una plaza en un sitio como éste. La gente no sabe cómo sacarse de encima a los terminales.

—No lo dudo.

—Además, ¿cómo se lo llevarán? No disponemos de ambulancias, de momento.

—¿Puede sentarse en el coche o ir tumbado detrás?

—De ir sentado, tendrán que aguantarlo entre dos. No come desde hace horas y ya no le he puesto ni suero. No vale la pena.

—¿Dispone al menos de una camilla para bajarlo hasta la calle?

—Camilla sí, camillero ya veremos.

—Todos somos camilleros. Yo he sido siempre un excelente camillero.

Cuando volvió a la habitación, Charo estaba tratando de meter un jersey por encima de la cabeza caediza de Bromuro sostenido por Biscuter.

—Nos vamos a casa, Bromuro.

Los ojos del limpia le preguntaban que a qué casa.

—A mi casa. A Vallvidrera.

Bromuro miró desconcertado a Charo, a Biscuter, como si Pepe se hubiera vuelto loco.

—Coño, Pepe.

Luego en el coche alternaba la somnolencia con bruscos despertares y la voluntad de reconocer las calles por las que pasaban.

—Avenida Virgen de Montserrat… Plaza de San-llehy…

—No se te escapa ni una, Bromuro —le jaleaba Biscuter.

En la cuesta del Tibidabo le dio un vómito y un olor a pozo profundo inundó el coche. Cuando llegaron a la casa de Vallvidrera había perdido el conocimiento, pero respiraba tranquilo. Lo cogió en brazos Carvalho y lo llevó a su cama, la única que estaba hecha en toda la casa. Charo le dispuso a su alrededor todo el instrumental a necesitar, orinales, toallas, jeringuillas y sacó del bolso una medalla de la Virgen Milagrosa que cosió en el calzoncillo de Bromuro, sin que Carvalho protestara ni con la mirada. Biscuter fue el primero en quedarse dormido en una butaquita del living. Luego cayó Charo después de haberle susurrado a Carvalho los dos días que llevaba con Bromuro a cuestas, de aquí para allá, de diagnóstico en diagnóstico, de fracaso en fracaso, hasta que por una amistad consiguió que le dieran plaza en aquella clínica.

—Creía que era otra cosa, pero todas son igual. He estado hablando con familiares de los otros viejos que estaban en la habitación. Todas esas clínicas son iguales. A los viejos les basta que les metan dentro para que se dejen morir.

Cuando Charo se quedó dormida sobre el sofá, Carvalho fue a vigilar el sueño de Bromuro y tuvo que ponerle una mano en el pecho para notarle la respiración. Roncaba levemente y por su bulto oculto bajo las mantas pasaron todas las gamas de claridades que anunciaron el nuevo día, hasta que los pájaros cantaron y Carvalho se estiró para desentumecerse y salió al jardín a contemplar la amanecida de la ciudad, buscando con ojos la costra urbana de la Barcelona Vieja, aquel laberinto al que Bromuro probablemente nunca volvería. No. Nunca volvería. Cuando Carvalho volvió a la habitación, el pecho tatuado de Bromuro se había convertido en una cajita de huesos fríos y piel helada. Le cerró los ojos entreabiertos y con la misma mano le rozó los labios por los que había salido la última bocanada de aire. Quiso decir mentalmente el nombre de Bromuro pero no lo sabía. Quiso hacer algo simbólico que pudiera complacer al viejo limpia y a él consolarle y salió al jardín a buscar cinco rosas, aquellas cinco rosas que Bromuro había cantado tantas veces en su juventud falangista. Fascista de mierda, Bromuro, fascista de mierda. Pero no había rosas en el jardín y le entró la urgencia de salir de la casa, bajar hasta el pueblo y hacerse abrir la floristería para comprárselas. Pasaban los primeros coches que superaban el obstáculo del Tibidabo para reestrenar el trabajo de todas las mañanas y un motorista iba arrojando periódicos por encima de las puertas de los jardines. Entonces recordó que en el buzón de su casa tal vez le esperara el informe Dosrius que Fuster había prometido y algo parecido a una sonrisa le convirtió en actor de su propio escepticismo. Desembocó en la plaza de Vallvidrera y todo estaba cerrado menos un bar y la tienda de los periódicos de la que partían los repartidores motorizados. Le dolían los ojos y empezaba a razonar sobre el panorama que había dejado, la angustia de Biscuter y Charo cuando se despertaran y comprobaran al mismo tiempo su ausencia y la muerte de Bromuro. Y no había flores. Ni las habría hasta horas después. Pero sí diarios, y un titular de El Periódico le pidió atención con sus gigantescas letras y su clamor de sorpresa: «Inesperado giro en el caso Palacín. Un anónimo amenaza de muerte a un delantero centro». Compró el periódico y retornó hacia su casa remontando la cuesta con el cansancio encima de una noche en vela. El cronista había tratado de ser conciso, de hacer una información en la que la elocuencia de los hechos nunca estuviera dominada por su propia elocuencia. Cuando ya el caso Palacín parecía visto para sentencia, se había recibido un anónimo en los principales diarios de la ciudad, un extraño anónimo en el que se anunciaba la próxima muerte de un delantero centro y redactado en unos términos no habituales en este tipo de comunicados:

«Porque constituís pirámides transparentes para vuestra egolatría de dioses insuficientes y a las puertas se agolpan sociedades eunucas y guerreros de plástico, os avisé que el delantero centro sería asesinado al atardecer.

»Y fue asesinado al atardecer.

»Porque os habéis limitado a poner crespones en las pirámides y seguís desde dentro reclamando la atención de los eunucos y los guerreros os regalan el quehacer de dioses, mientras los poetas mienten la tarde y se suicidan con elixires de perplejidad.

»Y yo os emplazo.

»Porque sois los usurpadores de la libertad y la esperanza, de la poesía y victoria, el delantero centro será asesinado al atardecer».

¿Mensaje semántico? ¿Mensaje polisémico? Carvalho se prometió preguntárselo al inspector Lifante en cuanto volvieran a encontrarse.