—Al menos somos libres, Marçal.
—Si no fuera por este frío.
—Aún no ha acabado el verano. Pero este piso tiene frío acumulado. No cierra ni una puerta.
Permanecían tumbados en el colchón y desde allí veían la puerta del piso atrancada con una silla y sobre la silla un cubo lleno de agua para aumentar su peso y para que si alguien quisiera entrar lo volcara y avisara de su intento. La puerta podía abrirse y cerrarse con llave desde fuera, pero no desde dentro.
—Dame un chute.
—¿No puedes esperar? Sólo tengo dos y esta tarde volverás a necesitar. Yo tengo tanta necesidad que casi me cago. Me tintinea el esqueleto.
—Dame un chute, por favor.
Lo pedía por favor, pero no tardaría en ponerse nervioso y agresivo.
—Cuando lleguen las lluvias esto se llenará de goteras.
—Habrá que buscar otro piso que no esté bajo tejado.
—Otra casa. Los pisos de más abajo están ocupados.
—Viejos y gatos.
—Nosotros somos dos yonquis sin gato.
—Dos gatos yonquis. Dame un chute. Ya no pedía por favor, y ella se llevó la mano a la herida de la frente.
—Mira lo que me hiciste el otro día cuando te pusiste nervioso.
—Mala puta. Tenías un grano y te lo habías escondido.
—No he visto un grano desde hace años.
—Pero tenías para cuatro o cinco chutes y no querías darme.
—¿Te has visto en el espejo?
—Y tú, ¿tú te has visto en el espejo?
Se habían incorporado en el colchón sobre los codos y cada uno se había convertido en el espejo del otro. Él se vio en los ojos de ella, ojos agrandados por la delgadez, pero hundidos en una calavera gris, y ella se vio en los ojos de él como si se le hubiera achicado la cabeza y reposara en una bandeja que era la cuchilla del hacha.
—Mala puta, dame un chute.
Se quitó la sábana amarillenta de encima y quedó desnuda a contraluz del marco de la ventana con las contrapuertas cerradas pero sin cristales. Más allá de la cruz inútil de los listones crecía el rumor del barrio, como crecía la tarde hasta madurar y pudrirse en los resoles sobre las fachadas desconchadas.
—Si quieres un chute, gánatelo. Ya estoy hasta el cono de hacer la calle y que tú no hagas nada.
—Hija de la gran puta. Tú me has metido en esto y yo te protejo. De no haber sido por mí ya te habrían rajado en cualquier esquina.
—Tú no te proteges ni a ti mismo.
—Tú quieres que te hostie.
—¡Hóstiame! ¡Hóstiame si tienes cojones!
—¡Te voy a hostiar!, ¿eh?
Era una advertencia o era una petición de permiso. Cada vez que él le pegaba sentía como si recuperara la conciencia de sí misma, a medida que le crecía el odio y la impotencia. Unas semanas atrás él se había desmayado después del vómito y ella estaba extrañamente serena, lo suficiente como para planear desquitarse de los golpes de los últimos meses. Se sacó el zapato y estuvo golpeando aquel cuerpo derrotado del que sólo salían gemidos de desconcierto hasta que vio sangre escandalosa y prefirió aprovecharla para dibujar ríos sobre la piel oscura y desnuda del hombre. Ríos, afluentes, dibujos esotéricos trazados con la yema del dedo índice que iba buscando las bocas de la sangre para darles proyecto y recorrido.
—Dame un chute o te hostio.
—¡Toma ya tu chute y pícate, maricón! Pero hemos terminado. En cuanto salga llamo a tu padre y que venga a buscarte y te meta en la granja ésa a limpiar cerdos.
—Os mataré a los dos. A ti y a mi padre.
—Que se los gaste. A ti no te salva ni Dios, pero él que se los gaste.
—¿Y a ti quién te salva? Tú empezaste en esto y por tu culpa estoy como estoy.
—Toma tu chute que aún me vas a hacer llorar.
Él también se había salido de debajo de las sábanas y quedaron los dos cuerpos desnudos, frente a frente, con los sexos como brochazos mirándose de hito en hito y en cambio los ojos huyéndose. Ella se inclinó para sacar algo del zapato y tiró contra la cara del hombre un paquetito blanco y sin peso que no consiguió recorrer por el aire más de un metro hasta caer sobre el colchón. Marçal se tiró sobre él y lo cogió con una agilidad insospechada para encerrarlo en su mano y luego volvió a ponerse en pie y buscó una caja de cartón en una esquina de la habitación de la que sacó una jeringuilla con la aguja ya adherida y una tira de goma y un mechero. Ella volvió la espalda a la escena y se acercó a la ventana, poniéndose de puntillas para ver la calle. Empezaban a iluminarse los rótulos y la señora Concha salía a su balcón para comprobar el buen funcionamiento del suyo y acariciar la hiedra que colgaba de una maceta, como una melena.
—¿Tú crees que esa tía tendrá los ahorros en casa?
Él no contestaba. Se volvió y estaba buscándose la vena con la lengua entre los labios y la respiración contenida, con la misma fijeza como si enhebrase una aguja. Cuando consiguió encontrar una vena resistente, se sacó la goma y respiró aliviado a medida que el líquido pasaba de la jeringuilla a su cuerpo. A ella se le escapó una sonrisa de madre que contempla el buen apetito de su hijo.
—¿Está bueno?
—De puta madre. Joder… No sabes cómo lo necesitaba.
—Te preguntaba si esa tía tendrá los ahorros en casa.
—¿Qué tía?
—La que me da el bocadillo.
—Algo tendrá.
—Antes de marcharnos habría que darle un tiento.
Volvió a su observatorio. La señora Concha ya no estaba en el balcón, pero de la puerta de la calle salió el huésped que según la tía aquella era futbolista.
—Mira. El futbolista. Un futbolista gana un pastón, ¿no?
Pero él no la oía. Se había dejado caer en el colchón y sonreía juguetón a las vigas desconchadas.
—¿Recuerdas aquello que leímos en aquel libro? Tú qué vas a recordar. «La droga no es un estimulante», decía. «La droga es un modo de vivir».
En la placidez de su éxtasis, él volvía a parecerse a aquel compañero de facultad con el que había iniciado la aventura de vivir al límite. Conducir en contradirección por la autovía de Castelldefels, falsificar la firma del padre en cheques bancarios que les permitieron viajes que ella sólo había fabulado a partir del cine y los libros. Llegaron hasta el Bósforo y no se detuvieron en el Bósforo. Nepal. Goa. Birmania… Para ella un sueño de estudiante brillante y pobre que utilizaba la locura de su compañero estudiante oscuro y rico. Hasta que de pronto tuvieron que admitir que estaban enganchados y alguien los sacó de un estercolero de Melbourne para repatriarlos con un billete que a él le pagó su padre y a ella Caritas. Él la había seguido cogido de su mano en aquel camino de autodestrucción y le quedó la costumbre de protegerla, la gestualidad de la protección sin que fuera realmente protección.
—Me he puteado por ti —le decía para amargarle los pocos instantes de lucidez.
Pero no era cierto. Vivían así. Era una manera de vivir como otra cualquiera. «Caballero, ¿le complacería pegar un polvo literario conmigo?». Cuando él se ponía baboso y lloroso, llamaba a su padre y el rey del desguace acudía a salvar al chico de espaldas a su joven mujer y madrastra. Hasta que el chico pasaba una cura de desintoxicación, le vaciaba la cartera y la primera cuenta corriente que se ponía a su alcance y hasta le pegaba una paliza hasta destrozarle un tímpano de una patada. Ella al menos ya no podía recurrir a su familia. Su madre se había vuelto al pueblo para no correr el riesgo de encontrársela por una calle y sus hermanos hasta se habían borrado de la guía telefónica para que ella no pudiera obsequiarles con sus soliloquios telefónicos insultantes.
—Montse, cariño, soy tu hermana Marta. ¿Aún sigues viviendo con ese baboso que te escarba el coño con un garfio por si tienes ladillas?
Montse colgaba no sin antes emitir ronquidos despavoridos, pero a veces no colgaba el teléfono y se ponía su cuñado con todo el atletismo moral en sus cuerdas vocales de barítono.
—¿Marta? ¿Marta? Es intolerable. No sé qué persigues con tu funesta actitud, pero estás destrozando la vida de tu hermana.
—Hola, capitán Garfio. ¿Cómo te van las cosas?
Cuando el cuñado se oía llamar capitán Garfio, colgaba. Aunque manco, había conseguido ser uno de los abogados más respetados de la Asociación Catalana de Minusválidos y no le gustaba que se befaran de su defecto.
—Al menos somos libres —declamó Marta en dirección al hombre desnudo, yacente y en éxtasis.
—Los barcos navegan por los cuatro horizontes, Marta, y el pan ya no flota. Es una rosa.
Un oscuro montón de ropa se convirtió en un vestido ceñido y escotado cuando Marta se lo pasó por la cabeza y luego se calzó los zapatos, revisando primero si en uno de ellos continuaba la otra dosis. Ella prefería tomársela de madrugada, cuando volvía de callejear, casi siempre inútilmente. Retiró el cubo de la silla, luego la silla y la puerta casi se le vino encima desencajada. Se volvió desde el dintel para ver la desarmada placidez de su compañero.
—Cierra en cuanto puedas ponerte de pie.
Luego, cuando bajaba las escaleras con la insuficiente ayuda de unas piernas blandas, se preguntó a sí misma que para qué había que cerrar aquella puerta, uno y otro día. ¿Qué les podían quitar? ¿Dos chutes? ¿El pote de calentar la leche y la sartén, que era todo cuanto tenían en la cocina? ¿Rajarles un par de tíos aún más pirados que ellos? O quizá le gustaba el ritual de la silla, el cubo de agua, la sensación de prevención de amenaza.
—Siempre se ha de vivir con maneras. Hay que conservar las maneras. Las que sean.
Pensaba cuando salía a la calle y meditaba alguna variante de su reclamo. «Caballero, presiento que lleva usted una antorcha olímpica entre las piernas. ¿Me da fuego?».
Cuando el instinto le indicaba que debía conocer más a determinada persona era porque el instinto no se fiaba de la persona en cuestión. Y el instinto aquella tarde le dijo: vete a la conferencia de Basté de Linyola, aumenta tu cultura sobre la ciudad en la que vives y compruebas de qué pie calza el caballero Basté. Y como solía ocurrirle cuando luchaban en su interior obsesiones contrarias, fueron sus incontrolados pasos los que la encaminaron hacia el Colegio de Abogados donde Basté de Linyola, exmiembro de la Junta del Colegio, disertaba sobre «Crecimiento urbano y esperanza olímpica», presentado por Germán Dosrius, ponente de Cultura de la junta directiva. La palabra crecimiento le recordaba la infancia. Siempre había que tomar algo para el crecimiento en una época en que nada ayudaba a crecer, y la esperanza olímpica le sonaba a algo tan exótico como las técnicas empleadas por los achicadores de cabezas o el oscuro asunto de la cosecha de caviar en el mar Caspio. Se mezcló entre una evidentemente selecta concurrencia, aunque de vez en cuando le pareció distinguir restos antropológicos del progre de los años sesenta y setenta, siempre con pelos blancos en el bigote o en la barba y esa mirada de animales traicionados por la historia que los progres empezaron a cultivar a partir de los años ochenta. En cuanto al salón inspiraba el mismo respeto que debe inspirar la ley, y tanto el presentador como el ponente parecían recién salidos del vestidor de la sastrería más cara de Barcelona. Iban tan bien vestidos que hasta Carvalho se dio cuenta, y respetaban tanto el ritual del me siento honrado y no sé si debo que dieron más preámbulos que conferencia, hasta que Basté, presentado como uno de los «últimos señores de Barcelona» y como uno de esos barceloneses que habían hecho historia democrática de la ciudad, de Cataluña y de España, estuvo en condiciones de quitarle la palabra al pertinaz presentador y empezar a hablar por su cuenta.
—Señoras, señores, es un honor para mí aprovechar la ocasión que me ha brindado el Colegio de Abogados para hablar sobre esta ciudad, sobre esta mi ciudad. Ocasión que en estos momentos me sorprende detentando uno de los cargos más, a mi pesar, emblemáticos del espíritu de la ciudadanía, no ya de Barcelona, sino de toda Cataluña. Se ha dicho que nuestro equipo de fútbol señero es más que un club y se ha añadido que es el ejército simbólico y desarmado de Cataluña, una nación sin estado y, por lo tanto, sin ejército. Y puede ser cierto. Pero no es mi cargo actual, ni de nuestro equipo, ni de nuestros ejércitos posibles o imposibles de lo que voy a hablar, sino de la gran aventura de a la vez rehacer y hacer Barcelona. Rehacer lo mal hecho. Hacerlo nuevo y de acuerdo con el desafío que plantean unas Olimpíadas que han de perpetuar el espíritu, la tradición olímpica y al mismo tiempo producirse en el mejor de nuestros tiempos democráticos…
No estaba entrenado para conferencias, y por eso al primer respiro de Basté de Linyola, Carvalho pactó con su esqueleto un cambio de postura, pero no con la dama sentada a sus espaldas y de reojo vio el profundo disgusto que le había causado porque le impedía la visión del orador.
—La democracia nos obliga a pensar sobre lo hecho y adoptar un criterio posibilista. Fueron muchos los que en el pasado dijeron: hay que destruir tanta mezquindad y construir sobre las destrucciones. Pero ninguna ciudad puede destruir ni siquiera sus partes peores sin causar perjuicios mayores que los beneficios a obtener. Hay que aceptar la buena y la mala herencia del pasado y practicar un urbanismo y una arquitectura de dignificar lo dignificable y derruir sólo lo estrictamente destruible. Siempre desde la filosofía que traducen dos slogans omnipresentes en los cuatro puntos cardinales de la ciudad. Barcelona mes que mai y Barcelona, posa’t guapa. En efecto, Barcelona más que nunca y Barcelona, ponte guapa. Más que nunca, porque nunca como ahora podemos dar un salto hacia el futuro activado por el desafío olímpico, y Barcelona, ponte guapa, porque esta ciudad será el escaparate de Cataluña y de España en mil novecientos noventa y dos y está en juego una imagen publicitaria en el gran mercado universal de la imagen. Y eso hay que hacerlo con seriedad y responsabilidad democráticas. Sin dejarnos conducir por la aventura especulativa, pero tampoco dejándonos paralizar por un conservadurismo pusilánime que en ocasiones adquiere coartada o disfraz de pensamiento progresista, de pensamiento de izquierda. Es cierto que sin las posiciones progresistas el mundo no habría avanzado, pero no es menos cierto que cuando el progresismo se estanca, se dedica a la endogamia, vive de su propia retórica, puede ser más pernicioso aún que el peor conservadurismo explícito. Esta ciudad puede crecer o paralizarse y eso depende de que con la coartada de vigilar la especulación, de defender a la ciudad de los especuladores, se pase por el rasero de la suspicacia, de la sospecha, toda iniciativa de crecimiento y se caiga en la peor de la tesituras: ni hacer, ni dejar hacer. El pensamiento crítico tiene su tiempo y cuando se prolonga más de lo necesario se convierte en un obstáculo fiscalizador que acaba inutilizándose a sí mismo porque ni alienta ni impide lo nuevo. Esta ciudad debe fiscalizar su propio crecimiento, indudable, pero no hasta el punto de paralizarlo. A los gestores del ayuntamiento socialista me dirijo, aunque les sé sensibles al espíritu de lo que estoy diciendo: vigilen más a sus amigos y compañeros de viaje que a sus enemigos. A veces los amigos y los compañeros de viaje son un lastre…
Un filósofo, lo que se dice un filósofo. Y un programador porque empezó a trazar líneas maestras de expansión de la ciudad hacia el Maresme y hacia el Valles, por los imprescindibles túneles, repitió, imprescindibles, y otra vez, imprescindibles.
—¿A quién se le ocurre que una ciudad, como órgano vivo en perpetua expansión, se contente con las fronteras naturales que la aprisionan? ¿Ha sido éste el espíritu tradicional de los barceloneses que desde el siglo doce han derribado sucesivas murallas hasta encontrarse sólo con las que impone la naturaleza?
A los cuarenta y cinco minutos de exposición, el esqueleto de Carvalho ya estaba harto de la poca imaginación de su dueño para combinar las vértebras en relación con el cansancio del culo, y cuando la indignación consigo mismo estaba a punto de hacerle levantar y abandonar la conferencia, Basté de Linyola sonrió, se sonrió, y tras mirar el reloj lo ofreció a la contemplación de la sala.
—Este reloj marca la hora del presente, en la que aún todo es posible y la hora en que yo debo callarme y ustedes empezar a preguntarme. Nada hay tan triste, parafraseando a uno de nuestros mejores poetas, como una misa en la que sólo reza el cura. Señoras y señores, gracias por su atención.
Aplausos encantadores para un hombre encantador, murmullos y un mirarse unos a otros a la espera del primero que rompiera el fuego del coloquio. El introductor, moderador, recogió migajas del banquete de simpatía que había ofrecido el orador y quiso propiciar el debate.
—Difícilmente conseguiremos ser tan brillantes y documentados como el amigo Basté de Linyola, pero tal vez para ir abriendo el apetito me atrevo a hacer una pregunta.
—Atrévete, atrévete.
—Me atrevo.
Risas.
—Tú has dicho que hay un filum, bueno, no has empleado la palabra, pero he creído entender que hay un filum entre la querencia de eticidad democrática y su contenido, es decir, la no verdad de la democracia cuando en nombre de sí misma paraliza el progreso. Claro que tendríamos que ponernos de acuerdo sobre la idea de progreso… tendríamos que ponernos de acuerdo sobre tantas cosas… —Se rio.
Se rieron.
—No, no tendremos tiempo de ponernos de acuerdo sobre tantas cosas. Pero ese filum, no dialéctico, si fuera dialéctico no habría empleado la palabra filum, que es en sí misma conjuntiva y casi lineal en el sentido que le da Pearson, por ejemplo…
—Por ejemplo.
—Entre otros, claro, pero Pearson, que es sensatamente lineal, utiliza filum como conjuntivo y lineal… quizá más conjuntivo, te diría, que lineal…
—Depende.
—Claro. Todo depende del referente y del contexto. El referente como mirón privilegiado, mirón que es mirado, para utilizar la imagen de Morin, y el contexto como la otredad nunca estática, desde luego. La otredad nunca es estática… —Y enmudeció para parpadear y recuperar un filum interior que había perdido—. A lo que iba.
Pero no iba a ninguna parte.
—Esto…
—Quizá querías preguntarme.
—Sin quizá, sin quizá… quería preguntarte…
—Tal vez sobre la eticidad que se niega a sí misma.
—Desde sí misma. Eso es. Se nota que el amigo Basté es filósofo, entre otras cosas, y que conoce muy bien a Hegel.
—No tanto como tú, Germán.
Todas las conferencias son iguales, pensó Carvalho. Un imbécil que se resume a sí mismo y trata de tirarse a los asistentes, sean del sexo que sean.
—Es decir, para resumir la complejidad de lo expuesto, porque nuestros oyentes se merecen la cortesía de la claridad: ¿ante el crecimiento de Barcelona hemos de ser democráticamente imprudentes?
—Te diría que sí, sí. Sin duda alguna. Ante una ocasión como la que se nos presenta, una democracia prudente sería insuficiente. Tenemos que ser generosos con nuestras ideas y con las de los demás. Se dice que esta ciudad sólo ha crecido según el interés de sus patricios, pero lo que ha quedado beneficia a todos. Ahora esta ciudad debe confiar en los que saben y en los que pueden.
—Señoras y señores, suyo es el conferenciante. Creo que su afirmación es un buen puente de partida, no me he equivocado no, quise decir puente de partida y no punto de partida.
El público empezó a pasar por el puente. ¿Hemos de acabar la Sagrada Familia? Mucho crecimiento olímpico, pero ¿y el tráfico? ¿Está usted de acuerdo con la limpieza que han hecho de la Pedrera de Gaudí? Basté contestaba con humor y relajamiento todas las preguntas anecdóticas, pero tensó la musculatura cuando se levantó un evidente progre insuficientemente joven o insuficientemente viejo y le espetó:
—¿Qué papel deberían tener las asociaciones de vecinos en la vigilancia de ese crecimiento? ¿Quién va a ser el encargado de distinguir, denunciar, aislar a los chorizos que van a tratar de enriquecerse a costa de ese crecimiento?
Algunos murmullos de reprobación de la palabra chorizo, una palabra que pocos años atrás habría sido aceptada como un elemento subcultural gracioso y ahora parecía radicalmente desestabilizadora, como supo observar Basté.
—Cuando las democracias se estabilizan, el lenguaje también debe estabilizarse.
Aplausos.
—Pero no eludo su pregunta. El papel de las asociaciones de vecinos debe ser ético, según el sentido que hemos tratado de dar a esta palabra hasta ahora: deben hacer y dejar hacer, confiando en los que pueden y en los que saben.
—¿En los que pueden y en los que saben enriquecerse?
—Que yo sepa, enriquecerse no está prohibido por la Constitución, de lo contrario, se lo confieso, yo habría votado en contra y conmigo otros muchos. Si hubieran estado en contra de la Constitución los ricos, probablemente hoy usted y yo no tendríamos aquí este diálogo tan civilizado.
—Ya que se han puesto tan cultos y civilizados, le diré a usted lo que pienso de lo que ha dicho, culta y civilizadamente: cada época encuentra las palabras que necesita para enmascararse.
—Eso le pasa a todo y a todos. A las épocas y a las personas.
El público estaba molesto por la abstracción y radicalidad adquirida por el debate y una señora devolvió el diálogo al territorio de lo concreto: ¿hemos hecho el esfuerzo deportivo necesario para que alguna mujer catalana consiga una medalla olímpica? El conferenciante fue cortés al afirmar que todas las mujeres de Cataluña merecían una medalla olímpica, y documentado al exhibir un exacto conocimiento del mal estado en que estaba nuestro, insistió en lo de nuestro, deporte de base y de élite. Tan pobre el de base que casi no existe el de élite. Pero un país que sin afición musical aparente ha tenido un Pau Casáis, puede dar la sorpresa de genios deportivos que de pronto broten en el erial. Fue el momento elegido por Carvalho para brotar del público y quedarse un momento expectante por si escogía la salida de la derecha o de la izquierda, detención que permitió que Basté le reconociera y una sombra le bajara sobre los ojos achicados. Pero Carvalho no la asumió y buscó la salida en la que coincidió con el exjoven impugnador.
—Parece que no le ha convencido.
—No lo parecen, pero son los de siempre.
—Y ustedes también.
—No. Y así les va. Nosotros ya no somos los de siempre. Que se metan la ciudad en el culo y que les aproveche.
Basté no le había convencido, pero tampoco le había provocado el efecto contrario. Le había sorprendido en un escenario civil donde le trataban como a un patricio y ahora necesitaba Carvalho suponerle en su otro escenario de dios de héroes y se trasladó al estadio para sentir el efecto que le podía provocar a Basté un cambio de papel repetido varias veces a lo largo de un día. Como orador patricial le había parecido un cínico y cuando Carvalho llegó al estadio y enseñó su salvoconducto de «psicólogo social», pensó que Basté no podía tomarse en serio la liturgia futbolística, por más catedral que pareciera el poderoso estadio. Los jugadores estaban sentados en el césped escuchando una lección teórica del entrenador que daba la espalda al público ocioso que seguía los entrenamientos. Le pilló un momento en el que decía:
—Según Charles Hugues, para la creación de espacios libres hay que tener en cuenta los siguientes principios: tratar de disgregar al contrario a lo largo y a lo ancho del terreno; cambiar de dirección, bien cambiando bruscamente de trayectoria o bien cruzando la trayectoria con otro compañero del equipo; hay que pasar el balón con prontitud, que no se pegue el balón a la bota; hay que saber disimular las propias intenciones; hay que regatear sólo lo estrictamente necesario, y cuando se controla el balón hay que tener en cuenta cuatro principios…
Y siguió con los principios hasta el hastío de Carvalho, convencido, ya para siempre, de que los seres humanos se dividen en dos grandes clases: los que dan conferencias y los que las reciben.
El cajero le remitió al apoderado, quien tras escucharle con una unción bancaria, se quedó en meditación unos instantes para decidir que era asunto del señor director y de su confesionario. Palacín esperó a que terminara la audiencia con un hombre que al parecer salía de ella más intranquilo de lo que había entrado, porque el señor director le encarecía:
—Recupere los ánimos.
Y al estrecharle la mano trataba de transmitirle el fluido de confianza del sexto o séptimo banco más importante del país. Luego disolvió la sonrisa para ofrecer confianza y gravedad a su nuevo asaltante y le rogó que le precediese en el acceso al despacho.
—Quizá no sea necesario.
—No hay conversación que no deba hacerse sentados.
Y se sentaron. El director escuchó su breve discurso de buscador de familia a través de una cuenta bancaria. Le pidió el carnet de identidad y reclamó al apoderado para que le trajera el dossier de la cuenta corriente. Lo estudió como si le fuera en ello el balance anual y finalmente ofreció a Palacín una sonrisa y una esperanza.
—No veo ningún inconveniente serio para atender su demanda.
De nuevo reclamó al apoderado y Palacín no necesitó a que terminaran de hablar para que la angustia, aquella bola de harina mojada, le ocupara el pecho y el estómago. Su hijo y su exmujer no estaban en España y habían dejado unas señas de Bogotá para que les enviaran las transferencias de sus depósitos. El director repitió lo que Palacín ya había escuchado y le tendió una nota donde constaban las señas tan lejanas que a Palacín le parecieron extraterrestres. En silencio persiguió con los ojos aquella referencia casi inútil y algo parecido a las ganas de llorar le tapió el alma y tardó en oír las llamadas del director.
—¿Le sirve de algo, señor Palacín? Señor Palacín, ¿me oye? ¿Me oye?
Balbuceó agradecimientos y se puso en pie con la nota en la mano.
—¿Seguirá distinguiéndonos con sus ingresos?
—Sí. Desde luego.
—Sabe usted que aquí tiene un equipo dé gente dispuesta a trabajar por sus intereses y por los de su familia. Por cierto, ¿ha oído hablar usted de nuestra emisión de bonos convertibles en acciones? Son convertibles en acciones en el momento que usted lo desee, al margen de las fluctuaciones de la Bolsa.
—No. De momento no.
—Si se lo repiensa ya sabe dónde nos tiene.
Palacín se quedó en la puerta del banco entre dos direcciones que no tenían sentido para él. Podía ir a los ejercicios de recuperación que el entrenador le había recomendado o meterse en la habitación a hundirse en la depresión que le encharcaba. Llamó un taxi y tardó en decidir la ruta, hasta que escogió la depresión y pidió que lo dejara en la esquina de la calle de la Cadena con Hospital. Sonambuleó hasta la puerta de la escalera de la pensión y allí se detuvo para descubrir una causa que le impidiera subir. Tenía hambre o debía tener hambre. En cualquier caso era la hora de comer y se fue calle de San Olegario abajo en busca de una cafetería o un restaurante económico. Se metió en el que le pareció menos sucio, tal vez porque era el más iluminado, y encontró sitio ante una mesa de plástico sobre la que pusieron un mantel de papel. Le bailaban las palabras y los números de la carta, aunque ya sabía que pediría una ensalada y un bistec poco hecho. Haraganeó con el tenedor entre las hojas de lechuga, en busca de dos rodajas de fiambre humedecidas por el aliño de vinagre y aceite y percibió antes el olor de la muchacha a sudor y colonia barata que la voz que le preguntaba:
—¿Tiene fuego?
—No fumo.
—Eso está bien.
Le era familiar aquel cuerpo delgado y sobre todo aquel estilo de estar quieta, como a la espera de algo que, fuera lo que fuera, no tenía el menor interés. Ella interpretó su búsqueda de identificación con petición de que se quedara y se sentó ante él.
—¿Te molesto?
—No.
—Yo a ti te tengo visto. —Y lo decía como si estuviera en posesión de una parte de él mismo, como si le recuperara después de una dura ausencia—. Vaya si te tengo visto.
—También yo creo conocerla.
—Muy visto. Mucho. —Y se dejó caer en el respaldo de la silla para apoderarse aún más de su desconcierto.
Palacín se hizo cargo entonces de aquella presencia de mujer invertebrada como si el esqueleto no fuera suficiente para construirla o pugnara por marcharse de tan poca e inútil carne llena de venas.
—Tú eres el futbolista.
—Es usted demasiado joven para recordarme. Hace tiempo que no salgo en los periódicos.
—Tú eres el futbolista de la señora Conchi. La de la pensión.
Ahora la recordó. Su perfil al fondo de la cocina con una taza en la mano, soportando con resignación cualquier discurso de la patrona.
—¿Está hospedada en la misma pensión?
—No. La señora Conchi me invita y voy, pero una servidora es puta.
Él hizo una mueca asumiendo la información con normalidad, porque tardó en entender lo que le había dicho y cuando lo comprendió se puso en tensión, consigo mismo y con lo que viniera de aquella presencia inquietante.
—¿Te gustaría pegarme un polvo literario?
—¿Un qué?
—Olvidaba que eres futbolista. A ti lo de polvo literario no te dice gran cosa. ¿Quieres meterme un gol entre las piernas, corazón?
—No. —Lo dijo tan secamente que corrigió antes de que ella reaccionara—. Hoy no.
—Es la mejor hora. Después de comer. Una siestecita. Los jugadores tenéis que descansar mucho. Tú descansa y yo actúo. Mis clientes ni han de moverse. Mil pelas y la cama. Sana y limpia y honrada… No estoy muy buena pero follo con mucha imaginación. Tú me metes el gol y yo hago todo lo demás.
—Si quieres te invito a algo.
Lo esperaba porque levantó el brazo convocando al camarero y pidió un carajillo de Chinchón seco.
—Puedes pedir algo de comer si quieres.
—Estoy delgada pero no muerta de hambre. Eso déjalo para la vieja loca ésa. A ella le gusta hacer de madre. Peor para ella.
La dureza de las palabras se correspondía con el brillo eléctrico de la mirada que le enviaba desde el fondo de sus ojeras. De pronto le sonrió y le puso una mano sobre el brazo.
—Comida no, pero si me pagas una raya de coca quedas bien, como un señor, y me haces un favor.
—No tengo coca.
—Yo sé cómo tenerla.
—¿Para mí también?
Era otra persona que llevaba dentro la que lo había preguntado, pero mantuvo la oferta ante aquella cara en la que había desaparecido todo rastro de ironía y sólo ofrecía anhelo y promesa.
—La que quieras.
—Es que no he tomado nunca.
—Yo te enseño.
—¿Dónde?
—No te preocupes por eso. Tú dame la pasta y yo voy a buscar dos rayas. Dame quince mil pelas. ¿Las llevas?
Asintió con la cabeza, pero no hizo el gesto de buscar la cartera en el bolsillo trasero del pantalón. Se miraron a la espera de quién disparaba la primera palabra.
—¿No te fías?
—No es eso.
—Es eso. Lo comprendo. Tú sígueme. Vamos a la plaza Real y verás cómo me hago con la coca. Tú te quedas a distancia para que no te pringuen y luego no lo olvidarás, te lo juro. Si no lo has probado nunca, no lo olvidarás.
Pagó la cuenta y la siguió en busca de la calle de San Pablo para desembocar en las Ramblas. Ella corría más que andaba y él trataba de disimular la excitación, con las manos en los bolsillos, la cabeza alta, las piernas como desinteresadas por el recorrido. Cuando llegaron a los soportales de la plaza, ella se adelantó y caminó más despacio, como si se dedicara a la busca de cliente, pero sus ojos ya habían visto a una pareja de hombres que tomaban sendas cervezas en una de las terrazas. Llegó a su altura y fingió la alegría de un sorprendente encuentro. Ella parecía una actriz, ellos la estaban pesando con ocultas balanzas cerebrales y dejaron subir una cierta sorna a las pupilas. Pero en cuanto ella metió el dinero bajo el plato donde yacían los restos de una tapa de mejillones a la marinera, la compostura distante de los hombres desapareció y una de sus cuatro manos se metió en el bolsillo y salió para estrechar la que le tendía la mujer ya en despedida. A Palacín le pareció un encuentro normal y cuando ella volvió sobre sus pasos y empezó a arrepentirse de su impulso, incluso forzó la marcha para alcanzarla y proponerle que se quedara con el dinero pero que la coca había dejado de interesarle.
—Ya está. La tengo en el bolsillo.
Recuperaron la calle de San Olegario, San Rafael y ella se metió en una escalera que olía a orín de gato y a polvo momificado. Subieron por escalones de ladrillos mellados y llegaron ante una puerta en la que las capas de pintura amontonadas durante tres siglos le habían dado un aspecto celulítico. Metió ella una pesada llave de hierro en la cerradura, pero la puerta apenas cedió.
—Mierda. El hijoputa ese está dentro. —Pegó dos patadas contra la madera y gritó—: ¡Venga! ¡Quita la silla y el cubo y abre!
Tardó en oírse ruido de vida en el interior y luego el toque de algo metálico al depositarse en el suelo y una silla que a medida que era arrastrada permitía que la puerta se abriera y apareciera un pasillo hacia una caverna llena de restos inútiles, de un desorden fruto de arqueologías acumuladas. En el centro del pasillo, un hombre joven en calzoncillos, con un cubo lleno de agua a su lado y los ojos incapaces de concretar lo que estaban viendo.
—Esfúmate. Vengo con un cliente.
—¿Con un cliente, aquí? Te dije que no los trajeras aquí…
—Esfúmate.
El hombre estudiaba a Palacín y a la mujer y de pronto pareció llegar al descubrimiento de una verdad que necesitaba.
—¡No venís a follar! ¡Venís a pegaros un chute! ¡Te conozco, mala puta! ¡Tú aquí no vienes nunca a follar!
—Esfúmate o no verás un chute en un mes.
—¿Qué me darás si me voy?
—Tú vete y no te arrepentirás.
Les precedió hasta una habitación en la que el colchón en el suelo convertía en dormitorio y del suelo recuperó pantalones arrugados como una piel de espantapájaros y un pullover que se puso directamente sobre la piel. Nunca les dio la cara, ni siquiera antes de retirarse seguido de ella, que tras su salida repuso el cubo y la silla en su sitio. Luego regresó corriendo a la habitación y le señaló a Palacín que se sentara en el colchón.
—No tenemos sillas. Yo lo preparé todo.
Desapareció y volvió con un espejo y el cuerpo de un bolígrafo sin su corazón de tinta.
—¿Quieres que me despelote?
—No. Es igual.
—Si en algún momento quieres que me despelote me lo dices.
Se sentó junto a Palacín, abrió una mano y en el centro apareció un paquetito envuelto en papel blanco y al abrirlo enseñó a Palacín su alma de polvo fino y blanco.
—Aquí la tienes. Es la vida. Es más buena que la vida. Más buena que cualquier cosa. Supongo que no la habrán puteado demasiado. Conozco al proveedor y es un hijoputa, pero respeta a los conocidos. Es un tío legal.
Creó dos rayas de coca sobre el espejo y sorbió una de ellas con un orificio de la nariz valiéndose del canuto del bolígrafo. Respiró satisfecha mientras dejaba caer la cabeza hacia atrás, como para meter el polvo dentro de sí misma y luego le tendió el espejo y el canuto a Palacín.
—Tápate un agujero de la nariz, joder. ¿Cómo quieres aspirarla con todo el morro?
Palacín vio cómo la raya de polvo desaparecía y paulatinamente notaba un leve cosquilleo en la nariz que le obligó a respingar cuando por el canuto sólo entró aire.
—Verás qué maravilla.
La voz de ella había cambiado. Tenía los ojos buenos. Hermosamente buenos. Ojos que le estaban besando.
La contratación de Gerardo Passani como entrenador del equipo no se había hecho sin tener en cuenta qué papel iba a desempeñar Mortimer en el esquema táctico general. Passani era mundialmente conocido por la teoría del doble centrocampismo que algún cronista italiano había calificado de esquizocentrocampismo. Básicamente la teoría partía de ampliar el centro del campo a seis jugadores que se desdoblaban en un centrocampismo retardado y un centrocampismo avanzado, mientras por delante abría espacios y esperaba balones de un delantero centro rompedor, de pronto respaldado por la acción de los tres centrocampistas avanzados, hombres dotados de gran velocidad y de potencia de chut desde fuera del área. Esos seis hombres eran la clave y se convertían en la pizarra en una fórmula referencial:
6=3/3xA/R=6 AR
La fórmula no fallaba y en la conclusión final se producía una sorpresa lógica, sorpresa lógica insistía Passani, porque el seis que abría la fórmula no era el mismo seis que la cerraba. Insistía, seis no ha de ser fatalmente igual a seis, puede ser igual a seis AR. Es decir, una vez pasado por la partición esquizoide, por el doble centrocampismo, los seis centrocampistas eran algo más que seis centrocampistas, porque adquirían una doble cualidad atacante y defensora, complementaria e intercambiable. Durante el primer mes de entrenamiento, Passani insistió mucho sobre su providencial sistema táctico en los cursos teóricos dirigidos a los jugadores, y cuando se incorporó Mortimer, algo convaleciente a principio de temporada de una lesión contraída en un partido internacional de la selección inglesa, de hecho no hubo problema de adaptación táctica porque Mortimer, por las características de su juego, era el punto final, el destino receptivo y transformador del trabajo de sus seis compañeros, fueran aprehendidos como estricto seis o como 6 AR. De esta complementariedad se derivaba una segunda fórmula que Passani materializaba así:
6=3/3xR/A=6AR+M
De lo que se deducía que la defensa contraria de pronto podía enfrentarse a una fórmula matemática incontenible:
3 R+3 A + M = 6 ARM
Demasiado para la poca capacidad de abstracción del fútbol español, razonaba Passani, que aunque italoargentino, había aprendido buena parte de su teoría del fútbol en clubs ingleses. Cierto era que los restantes cuatro miembros del equipo tuvieron desde el primer partido un cierto complejo de inferioridad porque no se veían representados en la pantalla electrónica digital que Passani controlaba con un mando a distancia.
—Mister, ¿nosotros qué número tenemos?
Passani creía que los cuatro jugadores complementarios, aunque importantes, no formaban parte del punch decisivo y que por lo tanto no necesitaban matematiquización, neologismo que quedaba muy suavizado por el seseo y la entonación entre porteña y genovesa: matematicasisasión. Pero a la vista de la impresión de frustración que en ellos creó el no formar parte de la fórmula, les supuso letras adicionales que trató de implicar en una fórmula más amplia y general. Así cada jugador restante recibió una de las cuatro letras finales del abecedario: W el portero, X, Y, Z los tres defensas, también desdoblados en un esquizodesdoblamiento de avance y retroceso que en un momento podía verse reforzado por el 3 R que tenían por delante. Passani consiguió plasmar la estrategia global de los once jugadores en una fórmula suficientemente elocuente:
W + XYZ (A) (R) + 6 RA + M=11
Cierto es que sólo Mortimer disponía de una inicial que le individualizaba y que no todo el mundo aceptó aquella ventajosa posibilidad de identificación con generosidad, pero al fin y al cabo Mortimer era la vedette, era el gran reclamo de los espectadores y pronto se acallaron las protestas si es que llegaron a formularse. No hubo distingos en cambio en las atribuciones de utillaje, ni de armarios en el vestuario, ni de la ducha, aunque tanto Passani como Camps O’Shea trataron de convencer a los jugadores que dejaran la piscina cubierta situada en el interior del vestuario libre el suficiente tiempo para que Mortimer hiciera ejercicios de relajación flotante, que Passani había descubierto como indispensables para los paquetes musculares de Mortimer. Razonaba aquella tarde Passani a los jugadores que se relajaban del entrenamiento:
—El objetivo es conseguir que once jugadores sean en realidad veinte. Hagan sus cálculos: el portero y Mortimer son números fijos, individuos, es decir, uno más uno. Pero los tres defensas y los seis centrocampistas se desdoblan y por lo tanto son nueve por dos, igual a dieciocho, y, si no me equivoco, uno más uno más dieciocho hacen veinte.
Mortimer, que en un principio acogió las explicaciones con recelo porque decía que las matemáticas no le gustaban, entró en razones ante la poderosa verbalidad de Passani, en parte contratado por su dominio del inglés, indispensable para sacar rendimiento del previsto héroe de la afición. No obstante Mortimer tomaba nota de las explicaciones del entrenador y cada noche las repasaba con ayuda de Dorothy y su tía, más dotadas ambas mujeres para el cálculo y la lógica matemática. No advertía el trío inglés que Carvalho era su seguidor habitual, a la espera de que algún signo circunstancial le revelara el origen de la amenaza, aunque Mortimer ya estaba familiarizado con la presencia del detective que a veces merodeaba por los entrenamientos o se quedaba a prudente distancia escuchando las clases teóricas de Passani con una aparente o real desgana. Los jugadores habían asumido que Carvalho realizaba un complicado estudio cuya sustantividad radicaba en la palabra estudio y la adjetivación era lo de menos. Aquel hombre les estudiaba, pero no les molestaba y acabó siendo una presencia lejana y asumida, casi imperceptible. A Carvalho le aburrían las sesiones de teoría y práctica y llegaba a marearle la sintaxis mal respirada de Passani que parecía un novelista barroco subempleado.
—No es más cierto que aventurado el delantero a una zona de campo en sí misma abierta, avanza pero retrocede, retrocede pero avanza, con la cabeza alta y una pierna empleada en soporte mientras la otra espera carrera o golpe de pelota, con la intuición añadida de la presencia enemiga que va a la carga o simplemente espera que una distancia excesiva del pie a la pelota dé tiempo a poner obstáculo en la clara y libre manipulación del balón, frustrando una situación en el campo y anulando todo un esfuerzo de resituación que definitivamente debe comenzar de nuevo. Cuando esto se produce, recuerden, pasamos a la situación A, a de axpectativa, a la situación R, r de recomposición.
Carvalho agradecía los finales de aquellas sesiones y la salida a la superficie del Mortimer real, de pronto convertido en un muchacho vestido de calle, sorprendentemente joven y casi frágil, que era recibido con alborozo por Dorothy y la tía y por una malla de protección más o menos invisible que componía una pareja de policías y dos guardias privados, más Carvalho cuando elegía alguno de los itinerarios de los ingleses para estudiar un posible seguimiento que pudiera sugerir la sombra de la amenaza. Aparte de la razón de oficio, Carvalho fue cebando los ojos secretos de su deseo en el cuerpo de Dorothy, contenidamente rotundo a pesar del embarazo incipiente, de muchacha pelirroja y sana llena de límites contundentes y poseedora de una carnalidad contenida en vestidos sueltos de una pieza, ceñidos en la cintura para establecer un doble centrocampismo a su manera, como dos fragmentos de un campo erótico y magnético sobre el que se cernían los ojos de Carvalho, como si fueran ojos de buitre, y su olfato, como olfato de vampiro. Vampiro. Vampiro, se llamaba a sí mismo Carvalho desde que unos años a esta parte se había descubierto a sí mismo catador de sangres jóvenes de muchachas que si bien podían ser sus hijas, el único problema moral que planteaban era cómo vencer el tabú estético del incesto. Algunas veces llevaba su reflexión hasta el límite de la teoría sobre la necesidad de revivir a través de un cuerpo joven, mecanismo de legitimación demasiado sofisticado para su gusto. Le gustaba la carne fresca, eso era todo, en proporción inversa a su audacia, cada vez más apocada por un sentimiento de ridículo y de vejez que no asumía como propio, sino presente, siempre posiblemente presente en los ojos de los demás. A distancia, Mortimer era un joven marido juguetón que besaba y era besado varias veces en una hora, mientras la tía hablaba y hablaba, como si quisiera dejar toda su filosofía como un patrimonio del que debiera disponer la pareja una vez hubiera ella regresado a Inglaterra. España le parecía a la dama un país excesivo para Jack y Dorothy y alguna vez Carvalho, desde una mesa próxima de categoría, captaba la deontología de la dama, especialmente preocupada por la poca seriedad que los latinos tienen con los productos de consumo.
—No compréis nada que no lleve la fecha de caducidad, y en la duda, abstenerse o comprar productos ingleses.
Una tarde la emplearon en un recorrido de charcuterías afamadas en busca de aquéllas que contaban con proveedores ingleses. Y si no encontráis productos ingleses, que sean alemanes. Después de Inglaterra o de los países nórdicos, Alemania es la nación más seria del mundo. No es que sean demasiado simpáticos esos nazis, pero hay que reconocerles las virtudes que tienen, y la seriedad era una de ellas. Una tarde se acercó un desharrapado a pedir un autógrafo a Mortimer y como por ensalmo se vio rodeado por cuatro hombres que se obstaculizaban entre sí, mientras el desharrapado se volcaba sobre un Mortimer sorprendido más por sus defensores que por el supuesto atacante. La tía increpó en inglés al uno y a los otros y Carvalho tuvo la tentación de intervenir, pero no era la suya la función de intérprete, ni disponía de autoridad alguna para ordenar aquel caos a ocho voces, las de los cuatro policías, los ingleses y el destruido cazador de autógrafos. Finalmente los cuatro vigilantes coordinaron sus esfuerzos para romperle el autógrafo al intruso y si no hicieron lo mismo con la cara fue porque parte de los espectadores se pusieron de su lado, temiendo una relación desigual y no muy convencidos ante el tufillo prepotente a policía que emanaban algunos de los participantes en la trifulca. Mortimer dejaba hacer. Parecía un hombre pasivo que reservaba toda su capacidad de intervención para el campo, para aquellos breves metros cuadrados donde estaba su mundo, donde era el delantero centro, la punta justa, el no más allá de la vida y de la historia de miles de espectadores presentes, de millones de espectadores ausentes. Sólo los héroes podían actuar así, pensó Carvalho robándole el lenguaje a Camps O’Shea, y sintió la envidia que merecen los héroes, porque al menos éste sabía la dimensión de su reino y lo compartía con Dorothy.
Siguió a los tres ingleses perdidos en una parcela indeterminada del sur del mundo hasta su casa y luego telefoneó desde una cabina a Charo para interesarse por el estado de Bromuro. No estaba en casa. Pero sí encontró a Biscuter en el despacho y estaba al día y a la hora de la salud de Bromuro.
—Han tenido que correr porque esta mañana no podía levantarse. Charo ha cogido un taxi y lo ha llevado a urgencias, pero no se preocupe, jefe. Ella ha telefoneado y ha dicho que la crisis está superada.
La crisis superada, se repitió y se maravilló Carvalho de la capacidad de síntesis de Biscuter. Luego salió de la cabina y se contuvo a un palmo del moro que tantas veces le había llamado tonto. Sonreía levemente. Estaban en la calle y en un barrio de ricos. Ni el moro ni Carvalho se sentían en casa, pero tal vez el moro menos que Carvalho.
—Llámame Mohamed. A todos vosotros os gusta llamarnos Mohamed.
Asumió su condición de nosotros e invitó al moro a tomar unos vinos, en el supuesto de que su religión no le prohibiera tomar vinos.
—Soy un mal creyente. En Marruecos no bebo, pero en España sí bebo. Cuando estoy con otros de mi país, no bebo y ellos tampoco. No nos gusta dar escándalos. Dar escándalos es de tontos.
Tal vez era el único adjetivo peyorativo que conocía y Carvalho empezó a sentirse menos tonto que en la anterior ocasión y le perdió algo del respeto que le tenía, porque de saber controlar los adjetivos a no saber controlarlos medía todo un abismo de consideración.
Buscó un lugar pequeño y no demasiado lujoso para que el moro no se acomplejara y ante ellos apareció de pronto una pequeñísima taberna, inexplicablemente superviviente en aquella acera del paseo de la Bonanova, titulada Cervecería Víctor y nada más entrar Carvalho recibió cien informes visuales de que algo irreparable había pasado en su vida: había traspasado el dintel del tiempo. A este lado de la puerta, la Barcelona democrática, olímpica y yuppie, y al otro un rincón para la nostalgia de la España franquista, una madriguera color vino donde hasta las jarras de cerveza llevaban la bandera española y las postales eran señales de una identidad nostálgica: Onésimo Redondo, Ramiro Ledesma Ramos, el general Muñoz Grandes con la Cruz de Hierro, el coronel Tejero con los bigotes de hierro, Adolfo Suárez disfrazado de jefe falangista y acompañado del lema: «¿Juras, Judas?». Y vino El Nacional o coñac El Legionario. Y un diploma a Cervecería Víctor como defensor de El Alcázar, pero no era el Alcázar de Toledo de la Cruzada franquista, sino el diario ultraderechista de Madrid. El único signo progresista que había en el local era el moro y sin proponérselo, por el simple hecho de ser del tercer mundo. Por lo demás, la menor agresividad en los gestos de los parroquianos acodados en la barra, tomando chatos de vino de tonel o cañas de cerveza y aceitunas rellenas o sin rellenar, frugales, severos, algo entristecidos por la historia y atendidos por el dueño, tan parsimonioso y pacífico como ellos. La agresividad estaba en los emblemas y en los iconos, y la resignación histórica iba por dentro. Carvalho se sintió fascinado y observaba el estudio crítico que el moro estaba haciendo de todo cuanto veían.
—Franco. Aquí hay muchas cosas de Franco. ¿Es un museo?
—Todavía no, pero pronto lo será.
—Franco, un gran guerrero. Un tío de mi padre luchó con Franco en la guerra contra los comunistas.
El moro se había integrado pues en el local y no había nada que temer. La ideología del local era tan coherente que hasta los emblemas deportivos tenían un signo vertebrador de España: o del Real Madrid o del Español. Ni una fisura. Fundamentalismo. Puro fundamentalismo franquista, tan puro que el tiempo lo había hecho inocente, tan inocente como toda causa no sólo inútil sino convertida en arqueología sentimental. Dos parroquianos hablaban de la incierta campaña del Español y de la temporada gloriosa que le esperaba al Real Madrid con el refuerzo de Schuster. Meter a Schuster en el Real Madrid es como si la hermana de José Antonio Primo de Rivera se hubiera casado con Hitler. Europa hubiera sabido entonces lo que era bueno. Los más jóvenes no se planteaban Europa, sino que se limitaban a vacilar con el presente. Pero lo atractivo del local era la nostalgia, aquella nostalgia que a Carvalho le parecía tan odiosa como desarmada. En cambio el moro se sentía progresivamente a sus anchas a medida que bebía vino.
—Un Franco os haría falta. —Lo dijo el moro. El capitán de la mafia de la Barcelona Vieja—. Un Franco metería en cintura a tanto tonto y a tanto chorizo como anda suelto. Él haría ir a la gente derecha y no habría tanto robo, ni tanto asesinato. En mi país, de momento, todo va bien porque el rey es fuerte y no se deja tomar el pelo. Pero ya empieza a ir mal, muy mal, porque permite que haya socialistas, y hasta comunistas. Y Alá no puede ser amigo de los comunistas. De los socialistas, bueno, aún, pero de los comunistas no. Franco y Hassan hubieran hecho una gran cosa juntos.
No atendió la progresiva desgana de Carvalho y siguió expresándole su filosofía de la vida y de la historia y cada vez con más vocabulario, aunque de vez en cuando daba la nota exótica y pronunciaba alguna palabra en árabe o utilizaba refraneros en los que salían camellos y dátiles. Aquel moro se estaba revelando un muermo y un tópico. Y cuando Carvalho le devolvió al lugar y a la situación, preguntándole qué hacía él tan lejos de los límites de su territorio, los ojos del moro perdieron la luz alcohólica y recuperaron el recelo.
—Tú el otro día no me dijiste todo lo que querías saber y es importante que yo sepa tanto como tú. Siempre se ha de saber lo suficiente. Saber poco es de tontos y saber demasiado también es de tontos.
Ya volvía con la exasperante monoadjetivación y Carvalho se arrepintió de haberle sacado de la especulación ideológica. A los diez chatos de vino y un oleoducto de carajillos todo le parecía aún más maravilloso al marroquí, y de no llevar en el subconsciente una larga educación de apaleamientos y prudencias, a buen seguro que habría participado en las conversaciones y habría propuesto a los parroquianos cantar el himno de la Legión, que aseguró saberse de memoria.
—Algún día viviré en la parte alta de la ciudad, de cualquier ciudad. Alá es grande y los hijos de Alá hemos sido escogidos para devolver la razón al mundo. Hace veinte años nadie daba ni mil pesetas, ni cien pesetas por un árabe. Y ahora hacemos temblar al mundo entero. Piensa en el Jomeini o piensa en los ricos árabes que lo están comprando todo, os lo están comprando todo a vosotros. Hasta se han comprado esa montaña en la que vives, el Tibidabo. Seguro que la palabra es de origen árabe. Todos los nombres de pueblos de España son de origen árabe.
—Os lo habéis repartido bien. El Jomeini bendice la guerra santa, los jeques lo compran todo y tú te dedicas a robar en los barrios chinos.
—A nosotros nos dejan los restos. Pero otros árabes más listos y más ricos que yo llevarán la causa de Alá hasta estos barrios. Y os meterán en cintura a todos los tontos.
Carvalho ya estaba harto del moro. Pagó y le dio la espalda, pero el otro se sintió desvalido en aquel lugar sin el aval de Carvalho y salió tras él como si aún no le hubiera dicho todo lo que debía decirle. Anochecía y la acera había quedado casi solitaria. A Carvalho le bastaba enfilar cualquiera de las calles que subían hacia el Tibidabo para volver a casa, al moro le bastaba hacer exactamente todo lo contrario, y sin embargo la nostalgia de Carvalho estaba en aquel país de su infancia donde la miseria y la piqueta lo estaban desorientando todo, y la esperanza del moro era subirse sobre aquellas ruinas para escalar la ciudad de Basté de Linyola, de Camps O’Shea, de los futbolistas bota de oro. Estaba tan borracho el moro como Carvalho, pero se le notaba más, tanto que parecía hablar en árabe y no sólo lo parecía, sino que lo hablaba, y a un palmo de la cara de Carvalho.
—Deja de recitarme el Corán, Mohamed.
Pero siguió recitándole el Corán y de pronto Carvalho vio una pendiente solitaria que llevaba al garaje de un bloque residencial y nadie en cien metros a la redonda y le pegó un empujón al Mohamed aquél que le hizo caer al suelo y bajar rodando hasta estrellarse contra la puerta del garaje. Por un momento se tensó el cuerpo del hombre caído, como si le asistieran los actos reflejos de un animal acostumbrado a defenderse, pero llevaba dentro una botella de Vino Nacional y diez carajillos de coñac El Legionario, y tal como se tensó se destensó y sobre él cayó un Carvalho gratuitamente enfurecido que empezó a darle patadas y puñetazos hasta que una mujer gritó en lo alto de la pendiente y Carvalho recompuso el gesto y el moro se acordó de que estaba en territorio extranjero.
—Sé dónde vives, tonto.
—Si te vuelves a meter en mi casa te mato a jamonazos.
Cuando el árabe desapareció como una sombra que había recuperado la ligereza, Carvalho se replanteó su amenaza y empezó a reírse. A jamonazos. A jamonazos. Se imaginaba a sí mismo persiguiendo al moro con un jamón por garrote y le hacía tanta gracia que tuvo que sentarse para gastarse toda la risa y recuperar la capacidad de caminar. En lo alto de la cuesta le esperaba la dama acompañada de dos hombres jóvenes sentados en sus motos y con las manos jugueteando con los arranques que lanzaban bramidos de impaciencia.
—Lo he visto todo. A este hombre le ha asaltado uno de esos sucios moros y se ha ido corriendo.
—¿Le perseguimos? —propuso uno de los ángeles motorizados.
Carvalho hizo un gesto negativo con el brazo.
—No. No me asaltaba. Ese moro es inocente. He sido yo quien le ha atracado. No quería darme la chilaba y le he pegado.
—¿Qué dice este hombre?
—A veces los hombres muerden a los perros, señora.
—Está borracho.
Pronto se generalizó en el amplio corro que Carvalho estaba borracho y desapareció cualquier impulso de solidaridad. Carvalho les bañó con una mirada impertinente y se sintieron amenazados. Los jóvenes pusieron sus motos en marcha y cuando ya partían le llamaron jilipollas y mamón. Carvalho saltó al centro de la calzada con las piernas abiertas y les increpó, les gritó que volvieran, que volvieran si eran hombres, y los coches empezaron a tocar las bocinas porque Carvalho se había convertido en el penúltimo obstáculo de su regreso a casa. Insultó a los coches y se metió en las sombras de las solitarias calles de lujo que salen del paseo de la Bonanova en dirección a las laderas del Tibidabo. Le dolía el cuerpo no por los golpes recibidos, sino por los que había dado y trató de explicarse la agresión como un acto de justicia hacia el pobre Bromuro o como un simple impulso racista. Pero no le gustaba ni una ni otra explicación y callejeó buscando una respuesta a un enigma que le ocupaba todo el cerebro.
—¿Por qué le habré pegado?
Repasaba todo lo sucedido, todo lo escuchado, toda la gesticulación del Mohamed y de pronto algo parecido a una luz se abrió en el recinto cerrado de su perplejidad.
—Se lo merecía, por tonto.
La mujer le creció sobre el sexo como una ampolla de cristal azul sobre el sexo, como una giganta de jabón sobre el sexo, como una tarde como la mejor tarde de su vida sobre el sexo entre hojas de árboles vivos pintados con lápices de colores Caran d’Ache sobre el sexo, la habitación era una campana de aire de abril en Santa Fe, Semana Santa, laurel y palma sobre el sexo, humedades de muslos y mármoles de una columnata hacia una mano tibia sobre el sexo, ojos de giganta y vuelo hacia una nube que le parpadeaba sobre el sexo lluvias blandas de luces troceadas sobre el sexo que no era suyo, sino él mismo mirón y centro de calidoscopio. Las orejas se le desprendían buscando alguna llamada que tal vez había existido, pero desde el techo de pronto azul pescador eran sus propios ojos los que le miraban y le reían caminos en el mejor mar que nunca había visto. Baja California. Cabo San Lucas. Pelícanos y leones marinos. Abanicos de pestañas que se cerraban con un sexo cortante.
—Basta.
Anochecía sobre su aturdimiento.
—Los días son más cortos.
Era la primera voz humana que oía desde hacía siglos y con ella le llegaba la coherencia, los puntos cardinales de aquella habitación de pronto horrorosa, y pegado a su piel sudada el sarro del colchón desnudo como el cuerpo de aquella mujer concreta que repetía:
—Los días son más cortos.
—¿Qué hora es?
Cuando lo supo primero sintió angustia y luego tardó unos segundos en adivinar por qué.
—¡El entrenamiento!
—¿A qué te entrenas tú, a esnifar o a follar?
El tono cínico de la mujer acabó por romper los cristales del encantamiento y Palacín se puso en pie de un salto, pero se le iba una parte de la cabeza, como si dentro del cráneo tuviera dos hemisferios irreconciliables.
—Dios. Cómo voy a entrenar así.
—Te pasará en seguida. Lo bueno se pasa en seguida. Respira hondo.
Ella volvía a tener el cuerpo feo y los ojos cínicos, pero alguna solicitud había en su voz.
—¿Dónde te entrenas?
—En un campo del Pueblo Nuevo, el Centellas.
—¿A qué jugáis? ¿A fútbol? ¿A tu edad? ¿Y ese equipo de qué es? ¿De un colegio de curas?
Él se vestía sin responderle.
—¿Y cobráis por eso?
—Cobramos. El campo es una mierda. Por no poder, no se puede uno ni duchar a gusto, ni cerrar la puerta del vestuario. Un día van a entrar y nos van a dejar hasta sin calzoncillos.
—Tienes un cuerpo bonito. Hacía tiempo que no me fijaba en el cuerpo de los hombres. ¿Todos los futbolistas están tan buenos y son tan tímidos como tú?
—Cada futbolista es cada futbolista.
—Me da risa que un tío tan serio como tú pueda ser futbolista.
Cuando vio que él se iba, se levantó de un impulso y le gritó con la voz incontrolada:
—¡Eh, tú! ¿A qué juegas? ¿Es que no se paga el servicio?
—Perdona, creí que entraba en lo que te di para la coca.
—La coca es la coca y la jodienda es la jodienda. Dame dos mil pelas al menos, corazón. ¿No te ha gustado mi polvo literario? ¿Qué más quieres? Sexo y cocaína.
Se guardó las dos mil pesetas en un compartimento del bolso mientras refunfuñaba algo sobre ese buitre que se pasa el día husmeándole el bolso y cuando se volvió, Palacín ya no estaba, pero gritó para que le oyera desde la escalera.
—¡No le digas nada a la Conchi! Esa guarra no tiene por qué enterarse.
Palacín estaba en el descansillo y anotó el mensaje en su cerebro, al tiempo que daba un salto para evitar el cuerpo tendido ante la puerta. El hombre expulsado del apartamento dormía en el suelo, con la respiración suave y los ojos a medio abrir. Pero bastó el movimiento de aire que provocó el salto de Palacín para que los abriera y se lo quedara mirando interrogante.
—¿Ha quedado algo para mí?
—¿De qué?
—De coca.
Palacín se encogió de hombros y siguió bajando la escalera.
—No pensáis en nadie. Todo para vosotros.
El hombre se alzaba sobre la baranda y tiraba por el hueco de la escalera quejas blandas que sólo él oía, luego se metió en el piso y avanzó vacilante en busca del dormitorio donde la muchacha trataba de que las medias no le bailaran sobre las piernas.
—¿Me habéis guardado algo para mí?
—Estoy hasta el gorro de ti, de este piso, de esta calle, de esta ciudad.
—Marta, chiquita, no seas mala, dame algo para mí.
—Estoy hasta el gorro, hasta el gorro de ti. Eres como un parásito que crece en mi cono. A los demás tíos me los desengancho, pero a ti no. Y todo porque según tú y tu padre te metí en esto, y os equivocáis. Tú te hubieras metido sólito en cualquier sitio donde hubiera mierda. Eres mierda.
—Sólo una rayita, Marta.
—¿Qué vas a conseguir con una rayita si tienes ya las venas de yeso?
—Para vacilar un rato.
Ya estaba vestida y del mismo bolso donde llevaba todo lo que tenía sacó un paquetito de papel blanco y lo tiró sobre el colchón. Cuando pasó al lado del hombre él quiso agradecerle el favor acariciándola con el dorso de la mano, pero ella lo apartó y se fue hacia la escalera. Luego, en la calle, el aire fresco del atardecer olía a gasolina y cubos de basura, aire estancado que no conseguía impedir del todo el resol del poniente. Recordó de pronto una película de ciencia ficción que había visto hacía algún tiempo, entre tinieblas de una ciudad contaminada los héroes se persiguen y se matan, una batalla entre hombres y robots de apariencia humana que de pronto termina con un viaje de huida del chico y la chica, hacia el sol, hacia el campo, de pronto de nuevo la luz, como si la ciudad fuera el fondo de un pozo. Pero tenía salida. Recordó antiguos planes de huida, pero se le había ablandado el mecanismo de recordar y el de pensar. Ya ni puedo recordar, pero un fragmento de un poema que había amado tanto como para memorizarlo le llenó el cerebro como un fogonazo.
Aunque acaso fui yo quien te enseñó
quien te enseñó a vengarte de mis sueños
por cobardía, corrompiéndolos.
Libros y una máquina de escribir. Melocotones. Una conversación con su madre, de mujer a mujer, plácida, también un atardecer. ¿Cómo volver a todo aquello?
—¿Subirás luego?
Alza los ojos y allí está la señora Concha acodada sobre la baranda del balcón de su pensión.
—Subiré.
Y siguió caminando hacia la calle de Robadors, pero con tan progresiva desgana que acabó pensando que no quería llegar a su destino. Le habían quedado tres mil pesetas de la comisión de la coca y las dos mil que le había dado el futbolista, tenía los nervios tranquilos y pocas ganas de estar sola y recordar. Desanduvo lo andado y le gritó a doña Concha:
—Subo ahora.
La patrona le esperaba en la puerta y el café con leche en la cocina.
—Me apetece más de momento un bocadillo y un vaso de vino.
—Así me gusta. Tengo un vino muy bueno, de marca, un poco dulce. Pero muy bueno. A mí me gusta el vino de marca y algún requisito hay que darse. El dinero no te lo llevas al otro mundo. ¿No crees?
—Ya tendrá usted un rinconcito lleno de billetes verdes.
—Una libreta en la caja con poca cosa y lo demás en casa, por lo que pueda pasar. Pero bien escondido, porque de los seis huéspedes que tengo sólo me fío del futbolista. Bueno, y de un pensionista inválido que es más bueno que el pan.
—¿El futbolista tiene pasta?
—Pagó cuatro meses por adelantado y le he visto manejar pela larga. Un hombre solo y sin vicios.
—Todos los hombres tienen vicios.
—Pues vive muy sencillito. Mira, ven. Te enseñaré su habitación.
Una cama individual, la mesilla de noche rescatada de alguna casa de muebles viejos, un armario remendado con lomos de laminado plástico y una mesa sobre la que se amontonaba prensa deportiva cuidadosamente plegada y un marco para una fotografía: una mujer y un niño. Marta la cogió y estudió la belleza delgada de aquella mujer de boca poderosa y la risa entregada de un niño rubio de película.
—¿Y éstos quiénes son?
—Ni idea. Es muy reservado. Pero fíjate, fíjate en el cuarto de baño.
Una ducha y la taza sanitaria, sobre el lavabo, una repisa donde se ordenaban hasta la escrupulosidad la maquinilla de afeitar, el spray de espuma, el after shave, el cepillo de dientes y la crema dental, colonia, desodorante, cada cosa al lado de la otra en un orden que se revelaba inmutable, y tras el cristal del espejo tres estanterías llenas de sprays y botellas que no conservaban el olor ensimismado sino que lo esparcieron por la estancia, aroma de hospital.
—Todo linimentos y sprays contra el dolor muscular. Pero fíjate, tiene una reserva para un año.
—Una hormiguita. ¿Y dónde guarda los cuartos?
—Ni un duro. No sé dónde lo guarda. ¿Quién guarda el dinero en casa en estos tiempos?
—Usted.
—Pero tan bien guardados que a veces no los encuentro ni yo.
—A ver si un día le da un patatús y las ratas se le comen los billetes.
Se santiguó doña Concha.
—Niña. No hables de la muerte ni en broma.
El masajista se quejó porque alguien le había quitado la botella de linimento.
—Me voy a cagar en los muertos del que me ha quitado la botella de linimento.
—Que la tengo yo, joder. Que no te pongas así.
—Que aquí las friegas las doy yo. Que para eso estoy.
La botella pasó por distintas manos de jugadores a medio vestir o a medio calzar y cuando la recibió, el masajista la examinó al contraluz de la única bombilla cenital con su campana de lata. Un chino iluminado.
—Pues os habéis gastado tres cuartas partes y el domingo que viene os va a dar friegas vuestro padre.
—Échame un chorro de Reflex en la rodilla —le pidió Palacín.
—Así me gusta. Si hay que ponerse lo que sea lo pongo yo. Que para eso estoy. ¿Pero tú sales al campo con el Reflex por delante? Joder con la rodilla. La mimas más que a la novia.
El masajista era otro empleado de Sánchez Zapico, como el entrenador, y había algo de común entre ellos, una misma delgadez nerviosa, una misma mirada de animales importantes entre los cuatro puntos cardinales del Centellas, nunca fuera. El entrenador daba las últimas instrucciones.
—Tú, Tote, te quedas de defensa escoba, pero ojo con las coladas de Patricio, el once, que ése puede con Ibáñez, y no lo digo para acojonarte, Ibáñez, pero te lleva la ventaja de medio metro en cada pierna. A donde no lleguen tus piernas que lleguen tus cojones, Ibáñez. Si me anuláis a Patricio me anuláis al Gramenet, que el Gramenet es Patricio. Y tú, Palacín, muchos huevos, Palacín. Muchos huevos. Si te tengo que dar un consejo técnico, ahí va: huevos. Un delantero centro sin huevos es como una tortilla de patatas sin huevos.
—Como dijo Confucio —sonó la voz de Mariscal, centrocampista y estudiante de segundo curso de Ciencias de la Información.
—Tú, intelectual, a poner lo que tengas que poner. Tú mucho Confucio y pocos cojones. Tú juega con la cabeza levantada y la picha como punto de mira. Cuando veas a Palacín abriendo espacios, la pelota a dos metros por delante y ojo con el fuera de juego, mucho ojo con el fuera de juego porque hoy vienen de esos liniers que levantan la bandera como quien levanta la picha en un cuartel cuando pasan las chicas por la carretera. Recordad la jugada clave a balón parado: la ABD. A ver, ¿quién es la A?
—Yo —gritó Mariscal.
—¿La B?
—Presente.
—¿La D?
Palacín levantó el brazo.
—Eso es. Y tú, Monforte, en la barrera enemiga y codo va, codo viene, pero con tu gracia. Huevos. Muchos huevos, porque como perdamos hoy ya no vamos a tener categoría regional a donde descender. No es que nos vayamos a categoría regional, sino que la próxima Liga la vamos a jugar contra los equipos de la inclusa. Hoy debuta Palacín. No quiero que juguéis para él, ¿entendido? Pero sí que lo tengáis en cuenta porque los desgraciados que vengan a ver el partido estarán pendientes de Palacín. Y tú, Palacín, olvídate de tu rodilla, cono.
—Le pondré huevos en la rodilla.
—Eso quería oír. Venga, ¡las manos!
El entrenador del Centellas había introducido algunas técnicas psicológicas en el vestuario y la que cultivaban con mayor empeño era aquel momento de comunión, previo al partido, en el que los jugadores se unían en un todo cogiéndose las manos y gritaban: «¡Centellas, Centellas, todos a una!». Luego formaron una hilera patosa sobre las botas erosionadas por la dureza de los calveros sobre los que solían jugar, donde la hierba, cuando existía, era un simple recuerdo de sí misma, y subieron las escaleras de madera hacia el campo, con la habitual precaución ante el inexistente escalón cuarto, astillado desde la temporada 1979-1980. Las gradas estaban medio llenas o medio vacías, según la subjetividad aplicada, y de ellas salieron pocos aplausos y algunos pitos porque se recordaban las tres derrotas consecutivas sufridas por el equipo en los cinco partidos jugados de Liga. Pero cuando Palacín individualizó su presencia para ser fotografiado por un sobrino del presidente, recibió aplausos que le saludaban como una esperanza y no contuvo el gesto de levantar los brazos en forma de uve, con lo que los aplausos se acrecentaron y le cayeron encima como si sus brazos marcaran la dimensión de un cesto. Hacía ocho meses que no jugaba un partido de competición, desde la despedida del Oaxaca donde ya era un suplente y el aire del partido presentido le inundó los pulmones como una euforia dolorosa. Le tocó a él poner la pelota en juego, a la sombra de un árbitro gordo que empezó a sudar en cuanto hizo el esfuerzo de tirar la moneda al aire. La estructura de estadio, con pistas de impracticable atletismo alrededor, distanciaba al público y Palacín lo prefería, sobre todo desde que había necesitado empezar a desaparecer en el campo para disimular sus cansancios. Localizó con la mirada a su hipotético marcador del Gramenet: un joven camionero que tenía piernas como columnas cúbicas y un codo derecho legendario en la categoría regional preferente. Pedrosa también le había localizado y le medía a distancia, con la humedad del cazador en los ojos y una progresiva sensación de seguridad ante la aparente fragilidad de Palacín. Había recibido instrucciones alarmantes de su entrenador:
—Tú no tienes cintura, Pedrosa, recuerda.
—No. Ya lo sé. No tengo cintura.
—Pero al choque no hay quien te aguante. Piensa que Palacín es zorro viejo y que juega más sin la pelota en los pies que con la pelota en los pies. Piensa que tiene una rodilla de cristal, pero que por alto es la hostia, Pedrosa. Como le dejes saltar nos da un disgusto. Tú como si fueras plomo. Te coses a él como si fueras plomo y no dejes que te lleve la pelota a más de medio metro. En medio metro te deja sentado, Pedrosa. Que tú no tienes cintura.
—No, no tengo cintura.
Palacín retrasó la pelota en cuanto oyó el silbato del arbitro y corrió hacia adelante, al encuentro directo con su marcador. Se quedó ante él, de espaldas a la portería contraria, dificultándole la visión de la jugada que llevaba Mariscal subiendo la pelota por el centro del campo. Notó a su espalda la presencia poderosa, sudada, anhelante de Pedrosa y el contacto de su cuerpo como una pared de carne sobre la que recostó la espalda cuando vio que la pelota venía hacia él. Aprovechó aquel respaldo para girar sobre sí mismo y dar un toque paralizador al balón para situárselo a un metro de distancia, y cuando se despegó del marcador para iniciar la carrera hacia la portería, sintió el rodillazo en el muslo y trastabilló sin detener el impulso de avanzar, pero la pelota rebotó tontamente contra uno de sus pies incontrolados y se fue con otro. Hasta diez minutos después no le llegó el balón en similares condiciones y esta vez lo retrasó levemente, despegándose de su marcador y corriendo en paralelo a él con el cuero controlado para iniciar la vertical a la portería. Lo adelantó hacia el espacio abierto que se abría ante el defensa lateral derecho del Centellas y se fue de cara a la portería empujándose mutuamente con Pedrosa. La pelota voló por los cielos en busca de su cabeza y sólo pudo rozarla porque cuando iniciaba el salto recibió en la rodilla enferma el primer aviso de una de aquellas piernas cúbicas de su marcador.
—Como me vuelvas a dar en la rodilla, hoy sales del campo con los tacos marcados en la cara.
Pedrosa le escupió mientras ladeaba la cabeza y se fue a proteger a su portero que había abrazado la pelota y miraba a derecha e izquierda retador, por si alguien pretendía quitársela.
—Tiene detalles. Pero le faltan partidos.
—Y le sobran años.
Empezó a generalizarse el comentario entre el público tras sus cuatro primeros intentos de juego.
—A un delantero centro hay que darle tiempo.
—Como le den mucho tiempo a Palacín, se jubila. Ése tiene ya casi veinte años en cada pierna.
Terminó la primera parte y Palacín se sintió más cansado psicológica que físicamente. El entrenador proseguía la gesticulante e ininteligible recomendación que había iniciado desde el primer silbato del árbitro, como un animal electrocutado por el banquillo y en continua dialéctica electrizada con él. Ahora saltaba alrededor de los jugadores repartiendo reproches e insistiendo en la falta de constancia de sus aparatos genitales. Hubo un capítulo especial dirigido a él. El tono de voz más bajo y la sintaxis algo más ordenada:
—No te pegues a Pedrosa. Desmárcate. Leche, Palacín. Que tú ya sabes de qué va. A ese tío le ganas incluso tú en una carrera con el balón por delante.
La tropa cabizbaja se miraba las botas y algunos se cambiaban la camiseta sucia y sudada.
—¡Tú, Confucio! No te duches entre una parte y otra que te enfría los músculos. Te lo tengo dicho, joder. Que no vas a echar un polvo ni al Liceo. No te laves tanto, que pareces mi hija.
Cuando volvieron a salir al campo la caída de la tarde había ensuciado, envejecido, arruinado más la fisonomía de las gradas y de la breve tribuna donde Sánchez Zapico presidía rodeado de los directivos y sus familias. El presidente había repartido sus miradas entre lo que sucedía en el campo y la observación de Dosrius, confundido entre el público de tribuna, filosófico espectador aparentemente desinteresado de cuanto ocurría. De vez en cuando las miradas del presidente y del abogado coincidían y Sánchez Zapico entornaba los ojos para ratificar el acuerdo implícito.
—¡A un palmo, a un palmo!
Palacín había controlado la pelota, hecho un quiebro y Pedrosa se quedó sentado en el borde del área con su poderoso culo casi encajado en la tierra y entonces el delantero centro cruzó la pelota ante la salida del portero. Con lentitud cruel la pelota se fue separando de su destino de gol y salió a un palmo de la base del poste. El ¡uyyy! lanzado por el público y los aplausos dieron ligereza a la carrera de Palacín para recuperar su posición de partida y de reojo captó la mezcla de odio y disgusto contra sí mismo que le dedicaba Pedrosa. En la siguiente jugada Pedrosa fue al choque, pero Palacín ya lo esperaba y le clavó los tacos de la bota en el muslo con el pretexto de saltar sobre su pierna cúbica cruzada como una hacha. El árbitro hizo ademán de sacar del bolsillo la tarjeta amarilla, pero se limitó a cabecear colérico mientras trataba de recuperar imposiblemente la respiración. Luego la pelota se paseó diez minutos por el centro del campo, entre prudencias y torpezas que no conseguían alejarla de una tierra de nadie. Y fue en el minuto veintidós, como habrían contado los cronistas del partido de haberlos tenido. Fue en el minuto veintidós cuando Confucio, el estudiante, salió de su ausencia querida o no querida y regateó a tres jugadores del Gramenet para quedarse solo junto al poste derecho de la portería contraria y dar el pase de la muerte en dirección a Palacín. El delantero centro vio toda la portería para él y el portero le pareció un impotente, mezquina estatua de barro que debía machacar con un punterazo, para batirlo o para matarlo. La pelota salió malherida y cuando topó con la red enemiga la levantó como unas faldas, como levantan las faldas de las muchachas en flor los mejores vientos y la palabra mágica se hizo grito colectivo: ¡Gol! Desde el suelo Palacín miró al linier y luego al árbitro. El gol era válido, aunque los del Gramenet rodeaban al árbitro pidiendo fuera de juego posicional de Confucio.
—¡Qué fuera de juego ni qué leches! Lo he visto muy bien.
—Tú, árbitro, no puedes ver bien porque eres un cegato.
—Tú sólo ves la pela que te han dado.
El árbitro sacó dos tarjetas amarillas, la misma una, dos veces, como los amenazados por Drácula se sacan la cruz de entre los pechos, y los jugadores del Gramenet se relajaron, se desarticularon, recuperaron la pelota con urgencias nuevas para reanudar el juego, mientras los del Centellas interpretaban una alegría coral en torno de Palacín, enfebrecidos por el griterío de las gradas medio llenas o medio vacías, pero que les parecían las mismísimas gradas del coliseo más glorioso y poblado de este mundo.
—¡No os echéis pa tras! ¡No os echéis pa tras! ¡Adelante por los faroles! ¡Huevos! ¡Huevos! —gritaba el entrenador Precioso, en parte para animar a sus jugadores, en parte para animar al público de tribuna situado a su espalda.
Sánchez Zapico había combinado el aplauso, incluso el salto alborozado, con la recepción de la mirada irónica que le había enviado Dosrius. La presión del Gramenet hizo que hasta Palacín bajara a defender y cada vez que sacaba un balón del área con la cabeza impulsada por su cuello largo, por un cuello que parecía un muelle, un grupo de espectadores se puso de acuerdo para gritar ¡Ole! Palacín había desorientado a su marcador y había cambiado los papeles impidiéndole que bajara a rematar, aprovechándose de sus torpes movimientos de animal poderoso pero ciego. El árbitro empleó el último jadeo que le quedaba para silbar el final del partido y algunos espectadores saltaron de las gradas en busca del tacto de los héroes. Dos niños tendieron a Palacín una libreta escolar y un bolígrafo para el autógrafo, y mientras lo firmaba sentía cómo le crecía desde los pies el cansancio profundo, mientras sobre sus espaldas caían las palmadas de reconocimiento de sus compañeros y correspondía al apretón de manos de quien minutos antes habría tratado de asesinarle.
—Enhorabuena, maestro.
—Hasta otra, matador.
Ya en el vestuario, el entrenador había hecho suya la victoria y la razonaba por el planteamiento táctico, aunque reconocía que en la segunda parte habían echado más huevos al juego.
—Confucio, si no fuera por esos pases que haces de vez en cuando…
—En todo equipo de fútbol conviene tener un jugador inteligente. Aunque sólo sea uno.
Los compañeros abuchearon a Confucio y Palacín aprovechó la parálisis general de autocomplacencia para aprovechar el vacío de las duchas y regalarse con las primeras y escasas aguas calientes. Luego, mientras se vestía, correspondió a la felicitación de Sánchez Zapico, un rostro en el que se había establecido la orografía del paisaje más cansado de este mundo. Palacín salió del campo y rechazó ofertas de acercarle a Barcelona en coche. Después de los partidos le apetecía andar y lo hizo a paso ligero, hasta alejarse del escenario y poder contemplarlo a distancia como si nunca hubiera tenido nada que ver con él. El campo del Centellas estaba cercado por barrios populares, barrios adocenados, de baratas geometrías, para inmigrantes anónimos que habían vegetalizado ventanas y terrazas en un intento soñador de incorporar la naturaleza a aquella pesadilla de cristal, cemento y ladrillos. El campo del Centellas era como una presencia contrastada y algo inútil, como un capricho del paisaje urbano, una ruina similar a las que los turistas visitaban en las afueras de Oaxaca atribuidas a los zapotecas o los mixtecas, como aquellas pirámides de Monte Albán que brotaban en el paisaje y entre ellas el Templo de los Danzantes, por unos atribuidos a los bailarines o por otros a un hospital precolombino destinado a los enfermos y los deformes. Y aquel estadio para el juego de la pelota donde la leyenda dice que el capitán del equipo vencedor podía extraer el corazón de su rival. Caminó hasta cansarse y adentrarse en otras ruinas, las de las fábricas abandonadas de Pueblo Nuevo, con sus hangares donde se oxidaban los rieles entre vegetaciones libres, o amenazantes volúmenes anochecidos que retenían una macabra belleza de su obsolescencia de ladrillo, especialmente patética en las chimeneas apagadas y torcidas que crecían hacia el techo de la noche, todo a la espera de la piqueta que haría posible el entorno de la Villa Olímpica. Cuando llegó al cementerio de Pueblo Nuevo cogió un taxi y pidió que le dejara en la calle del Hospital. La radio del taxista ultimaba la información deportiva. Mortimer. Mortimer. Mortimer. Había sido el triunfador de la tarde.
«—Jack Mortimer, bota de oro europeo de la temporada 1987-1988, y ya ídolo de la afición barcelonesa en esta prometedora temporada 1988-1989. Este hombre es de oro y hará que se llenen de oro todas las taquillas de los campos de fútbol de España. Devuelvo finalmente la conexión a nuestro estudio».
Se separó de la línea recta del pasaje de Martorell que señalaba el regreso a casa y se fue en busca de los alrededores de la Boquería, de sus bares para negros y sus tertulias de mendigos en el parking de La Garduña. Al pasar delante del bar Jerusalem la vio sentada ante la barra, con un vaso pequeño de cerveza que contemplaba obsesivamente. Siguió su camino, pero se detuvo unos metros más allá y volvió sobre sus pasos. Quiso hacerse el encontradizo pero no supo.
—Mira quién llega, el futbolista.
—Pasaba por aquí.
—Me lo figuro. ¿Tomas algo? ¿Quieres una cerveza?
La aceptó pero apenas probó un sorbo. Quería decir algo que no se atrevía a decir.
—¿A qué has entrado? ¿Qué quieres?
—¿Puedes conseguir lo mismo del otro día?
—Siempre. Eso siempre. ¿Llevas dinero?
Palacín asintió y la muchacha se descabalgó del taburete como si le quemara el pequeño culo.
Basté de Linyola abrió el gesto para que el presidente de la Generalitat de Cataluña y el alcalde de Barcelona accedieran al ascensor del palco presidencial. A cambio recibió palmadas en la espalda y sonrisas de éxtasis.
—Ha sido un partido inolvidable.
—Enhorabuena.
—Ja tenim equip! [Ya tenemos equipo] —exclamó el capitán general de la región militar, últimamente empeñado en demostrar que el ejército no le hacía ascos al idioma catalán «porque es uno de los tesoros de la pluralidad de una España única y unida, irrepetible».
Los directivos habían encendido Montecristos especiales en el momento en que Mortimer marcó el segundo gol y algunos de ellos repetían habano y calibre, pero era otro fumar. Ya no movían el puro en los labios como si fuera un invitado difícil de aposentar y mordido en su prepucio como un violador de boca, sino como un animal de compañía vestido de fiesta que entraba y salía de entre sus labios como un príncipe acariciado y relajadamente emisor de señales del humo de la felicidad. Las personalidades del mundo de la política y de la cultura especialmente invitadas para presenciar el debut de Mortimer se dejaban cazar por los entrevistadores radiofónicos y trataban de encontrar el lenguaje adecuado para conectar con su público político o cultural. Así, mientras uno de los representantes de Convergencia i Unió, el partido del Gobierno autonómico, declaró que «… si este equipo va adelante, el país va adelante y viceversa», con lo que no se comprometía ni con el país ni con el equipo, ni juntos ni por separado, un intelectual orgánico del Partit deis Socialistes Catalans y diputado europeo dijo: «Hasta ahora se ha jugado desde el ensimismamiento y a partir de ahora el equipo parece dispuesto a redescubrir la otredad. Es la otredad donde se marcan goles, no en uno mismo». Era el momento de los informadores radiofónicos que salían micrófono en mano a la caza de alientos ilustrados sin ambajes, ponían la frialdad metálica y reticulada del micrófono en los principales labios de la ciudad, como si ofrecieran un beso helado y hertziano a cambio de relaciones públicas absolutamente gratuitas. Y los espectadores que las bocas del estadio vomitaban hacia la tarde oscurecida por el reciente cambio de hora de verano, habían conectado sus transistores, para una vez presenciado el partido, no perderse ni un detalle de sus postrimerías. Si el presidente Basté el domingo anterior, tras el partido jugado en campo contrario, había declarado: «El debut de Mortimer dará otro aspecto al equipo», este domingo era muy capaz de modificar sustancialmente su premonición: «El debut de Mortimer ha dado otro aspecto al equipo». Había que escucharlo. Era indispensable para la supervivencia durante los cinco días laborables que se avecinaban. Y los resultados de los demás encuentros. Y las quinielas. Y las clasificaciones. Y los incidentes. Y las calificaciones a los árbitros. Los jugadores habían dejado de ser los agentes de la fiesta y ahora un ejército de jóvenes radiofonistas, micrófono en ristre, se predisponían a exprimir gota a gota el elixir residual de las batallas y sus héroes.
—¿Pere Rius? ¿Pere Rius? ¿Central de datos?
No, no era un reclamo hacia la central de Huston previa al lanzamiento espacial.
—Pere Rius, desde su central de datos, nos va a decir cuántos minutos ha controlado el balón Mortimer.
—Ocho minutos.
—¿Cuántas veces ha disparado a puerta?
—Seis.
—¿Cuántos goles?
—Dos y ha dado uno en bandeja a Mendoza.
—Más eficacia, imposible. Mortimer ha demostrado hoy que es el delantero centro que necesitaba el equipo. En la quinta jornada de Liga la incorporación de Mortimer ha dado un mordiente a la delantera del que carecía desde hace dos temporadas. Ha bastado una tarde para que el público descubriera en Mortimer lo que es: el cacique del área. Pocas veces hemos visto a un jugador dotado de tal instinto de área. Se desmarca. Abre espacios. Sabe esperar la pelota de espaldas a puerta y revolverse en un palmo ya con una pierna preparada para el disparo.
El público se retiraba lentamente del estadio con las caras a la media luna por la sonrisa de satisfacción y en los labios curvados el nombre de Mortimer colgaba como una guirnalda de fiesta. Carvalho, junto a la escalera de descenso a los vestuarios, aguardó a que se estableciera la impresionante soledad de las gradas y luego fue en busca de Camps O’Shea que precedía al entrenador hacia la sala de prensa. Discretamente apostados, la docena de guardias de seguridad privados mantenían la tensión en los músculos y en las miradas. Los focos de las distintas cadenas de televisión bañaban la puerta de los vestuarios de luces crudas que sorprendieron a los jugadores a medida que iban saliendo y se dejaban prender por las preguntas recién enhebradas.
—¿Qué diferencia habéis notado con la incorporación de Mortimer?
—¿Por qué le habéis pasado tan pocas pelotas a Mortimer?
—¿Qué impresión os causa cuando el público comenta que sois diez y Mortimer?
—¿Empieza una nueva era, la era Mortimer?
—¿Qué se siente jugando junto a un super crack como Mortimer?
A la cruda luz de los focos, a Carvalho los jugadores le parecían tan jóvenes que no le recordaban los sólidos y decididos figurines uniformados que había visto correr por el campo, investidos de una significación de héroes de la tarde, como hubiera dicho Camps O’Shea. Más bien le parecían chicos sorprendidos de una figuración que les excedía y con tantas ganas de salir en la fotografía como de volver a casa para repasar el álbum de las propias y sorprendentes fotografías triunfales de aquella tarde. Y Mortimer, como una sombra rubia que aceptaban porque les regalaba el protagonismo de ser los privilegiados compañeros del triunfador. Y cuando fue el mismo Mortimer quien quedó enmarcado en el dintel de la puerta 1, ya sólo hubo cámaras y micrófonos para él.
—¿Has rendido esta tarde en un cien por cien?
—¿Dos goles por partido va a ser tu promedio, como en Inglaterra, a lo largo de toda la Liga?
—¿Qué diferencias encuentras entre los defensas españoles y los ingleses?
—¿Te ha producido impresión cuando el público ha coreado tu nombre después del segundo gol?
Mortimer utilizó a un traductor que el club había puesto a su servicio para explicar que todo el mérito había sido del trabajo de conjunto del equipo y de la estrategia del entrenador. Al intérprete le sobraban las palabras porque estaba considerado como uno de los mejores traductores de Joyce al catalán y Camps O’Shea lo había reclutado, a manera de beca, para que entre servicio deportivo y servicio deportivo pudiera seguir en el empeño de traducir Dédalo, después del éxito, selectamente minoritario, que había conseguido con su versión del Ulises. Ahora parecía balbucear cuando contestaba a los periodistas como si Mortimer fuera su ventrílocuo, incluso hablaba en castellano o en catalán, según la pregunta provocadora, con el acento inglés convencional que se atribuye a los ingleses cuando hablan en cualquier otro idioma. Mortimer reconoció a Carvalho y le guiñó un ojo, sin perder la sonrisa de adolescente que se deja querer, consciente de su papel de talismán salvador del sentido de un domingo que ayudaría a miles de personas a afrontar la sinceridad del lunes con la esperanza de otro domingo, de otra exhibición de Mortimer, de otros goles sobre los que construir una nueva leyenda. Carvalho siguió la turba de insistentes periodistas, fotógrafos y cámaras, insaciables en su deseo de que Mortimer siguiera contestando preguntas de todos los domingos, pero en este caso magnificadas por la magnificencia del astro. Camps O’Shea llegó a tiempo desde la sala de prensa donde escasos periodistas desganados habían cumplido el ritual de preguntarle al entrenador lo de siempre, para ayudar a la nueva estrella a abrirse camino hacia su Porsche jalonado en sus cuatro esquinas siderales por cuatro guardias de seguridad.
—Venga, chicos, dejadle marchar que tenemos toda la Liga por delante para vaciarlo. Dejad algo para el próximo domingo.
Todavía un micrófono se pegó a los labios de Mortimer en el momento en que se sentaba ante el volante y cuando arrancó el coche casi se llevó el brazo del portador del micrófono, que volvió a la boca de su portador para dar remate final a dos horas de comunicación con el público.
«—Mortimer parece satisfecho, pero nos ha confesado que aún no está al cien por cien de su rendimiento. El bota de oro europeo de la temporada 1987-1988 aún debe aclimatarse a las condiciones del fútbol español y aún debe pasar por una experiencia que ha hecho fracasar a grandes jugadores extranjeros. Una cosa es jugar en campo propio, arropado por una hinchada que protesta a la menor entrada, y otra hacerlo por esos campos de España donde el entusiasmo de los defensas a veces es tan excesivo que más bien parece otra cosa. Devolvemos la conexión a nuestros estudios centrales no sin antes dejar constancia de lo que nos ha declarado el entrenador en un rasgo de sinceridad que le honra: con jugadores como Mortimer cualquier entrenador debe triunfar. Le cogemos la palabra, mister. Si usted no triunfa no será por culpa de Mortimer. Es pronto para echar las campanas al vuelo, pero salimos de este gran estadio con la impresión de que un nuevo dios ha subido a los altares de esta ciudad: Jack Mortimer, bota de oro europeo de la temporada 1987-1988 y ya ídolo de la afición barcelonesa en esta prometedora temporada 1988-1989. Este hombre es de oro y hará que se llenen de oro todas las taquillas de los campos de fútbol de España. Devuelvo finalmente la conexión a nuestros estudios».
Carvalho salió al exterior del estadio en la retaguardia de los espectadores movidos por una sabia torpeza de hormiguero de domingo, como oliendo el rastro de los que le precedían y despojándose poco a poco de su condición de sujeto colectivo, recuperando su propia memoria, el sentido de sus pasos de regreso a casa y a la realidad cotidiana. La noche había caído de pronto, como ayudando a expulsar del estadio y sus alrededores a la multitud, y los horizontes más inmediatos de la ciudad estaban ocupados por regueros de gentes y coches que trataban de huir de aquel escenario que ya había dado de sí todo lo esperado. Algunos grupos de jóvenes cometían la ignorada redundancia de dar vivas al club, pero se daban vivas a sí mismos y no había otro tema de conversación que masticar una y mil veces las jugadas, los goles de Mortimer. Junto al gran estadio se alzaban las restantes instalaciones deportivas del poderoso club, aunque nadie había podido evitar que siguiera en su sitio el cementerio de una villa antiguamente soberana y hoy engullida por la gran Barcelona. A Carvalho le rondó el recuerdo de que en aquel cementerio estaba enterrada una vieja gloria del mismo club, uno de aquellos jugadores cuyas hazañas eran tan inventadas como reales, dentro de una leyenda áurea imprescindible también para las creencias menores. El jugador había pedido ser enterrado allí porque así, cuando ya no pudiera ver los goles en el estadio, al menos desde la tumba podría adivinarlos a través del griterío del público. Posiblemente podrás oír los goles, pero ¿sabes quién los ha marcado? Allí estaba Carvalho ante la verja del cementerio, en un diálogo mudo con la vieja gloria, pieza del collage de su infancia cuando lo reproducían como reclamo de los carteles anunciadores de los partidos del domingo enganchados tras los cristales de los establecimientos más poblados de la calle: la obligatoria panadería de obligatorio pan negro de posguerra o la tintorería donde florecían las cuatro hijas de la señora Remei, cuatro pechugonas en flor que recorrían la calle bajo una lluvia de silbidos lascivos, copropietarias de unas carnes impropias de una posguerra de un racionamiento general e igualmente obligatorio.
—Los goles de hoy los ha marcado Mortimer —dijo Carvalho en voz alta ante la verja y quedó a la espera de una posible respuesta.
Inútilmente. Cabeceó dudando de su propia cordura y llegó hasta su coche, abandonado por todos los demás y en una posición excéntrica de coche flotante en la desnuda soledad de una acera. Orientó el morro hacia Vallvidrera, en los altos del horizonte, y conectó la radio dedicada a masticar una y mil veces los acontecimientos futbolísticos de la tarde, una y mil veces los resultados, las quinielas, las clasificaciones, las preclaras respuestas de entrenadores y jugadores, previsiones de futuro dotadas del don de la profecía olvidable, sin otro testigo de cargo que la fugacidad de las ondas hertzianas. El run run de las informaciones se convirtió en un paisaje sonoro de fondo mientras hacía añicos mentalmente cualquier sospecha de que el caso Mortimer tuviera la más pequeña verosimilitud. ¿Quién va a matar a este chico? ¿Por qué? ¿Para qué? Cada día que pasaba engrosaba la minuta, pero a Carvalho le molestaba el trabajo inútil aún más que el útil. Trabajar cansa. Tanto si se trabaja útilmente como inútilmente. Algo le obligó a devolver su atención a la radio. Dispuestos a vaciar las arcas hasta de los restos de serie de la expectación deportiva, el locutor había dado los resultados de los partidos de tercera división y de los de categoría regional preferente y de pronto un resultado, un nombre encendió en el almacén de la memoria de Carvalho un rincón donde habitaba un olvido que en realidad era recuerdo:
—Centellas 1-Gramenet 0.
Centellas. Aún existía el Centellas. El recuerdo era una ruta seguida con su madre en los años cuarenta. Salían de la ciudad, unas veces hacia el sur, otras hacia el norte, en busca de casas de campo donde el mercado negro complementaba los rutinarios y escasos alimentos de la cartilla de racionamiento. Hacia el norte, entre huertos y barracas de agricultores de oficio o de domingo, se alzaban los muros revocados con cemento y ultimados por una cresta de cristales rotos del Centellas Fútbol Club. Tanto por el nombre, como por todas las significaciones que se le ocurrieron, le pareció un club, un equipo del país de su infancia, y descubrir que aún existía, que el Centellas aún podía ganar por uno a cero, y al Gramenet, le pareció como si de pronto hubiera encontrado en el fondo de un bolsillo del pantalón un mendrugo de pan negro de posguerra.
Dosrius asintió:
—Sí. Uno a cero.
—Las cosas no marchan.
—No hay que precipitarse.
—El tiempo se nos echa encima. Lo que puede reconvertir la recalificación urbanística del campo del Centellas en un negocio es controlar el acuerdo cuando nadie sabe que va a existir tal acuerdo. Me parece que quedó claro.
—Paciencia, Basté.
—Tengo mucha paciencia y tú lo sabes. La paciencia es inteligente casi siempre, menos cuando es una tontería y en este caso la paciencia es una tontería. No me fío de Sánchez Zapico.
—Es el más interesado. Sabe que lo prefabricamos como presidente del Centellas y que está allí para eso. Pero tiene razón cuando pide que le dejemos hacer a su aire.
—Dosrius, el equipo ha ganado y eso crea afición. Imagina que en el próximo desplazamiento vuelven a ganar. Más gente al campo, todos los bares del barrio empezarán a llenarse de fotografías del equipo, los niños… ¿Quién propone en ese clima comprar el campo y clausurar la sociedad?
Dosrius abrió su portafolios y jugueteó con unas notas, sin atreverse a dar al encuentro con Basté de Linyola el aire de una conversación de negocios. Sabía que a Basté le gustaban los rituales, si eran breves, y había aprendido a ser tan litúrgico como breve. Basté recuperó la serenidad y el asiento tras de su mesa de palisandro y le indicó que podía empezar.
—El error de Sánchez Zapico ha sido precisamente tratar de equivocarse demasiado. A fines de la temporada pasada la junta directiva del Centellas le presiona para que refuerce el equipo. Se han salvado por los pelos del descenso y eso implicaría la muerte. Si quieres te enseño el control de taquilla. Bien. Sánchez, que no tiene un pelo de tonto, les vende que puede contactar con Alberto Palacín, un delantero centro que incluso estuvo en tu equipo, hace unos diez años, cuando era una gran promesa y había actuado varias veces en la selección nacional. Recuerda que le pegó una entrada Pontón, aquel carnicero, y lo dejó para el arrastre. Luego fue, eso, arrastrándose. Se coló en la Liga americana, luego en el Oaxaca y terminaba su último contrato cuando le llegó la llamada de Sánchez Zapico. Me lo consultó y le di el visto bueno. Era un jugador con cierta leyenda, que había creado memoria, pero acabado. Su vida personal es un desastre. Separado de la mujer y cocainómano.
Dosrius alargó la pausa para comprobar el efecto de la palabra en Basté. Fue un breve parpadeo, pero lo suficiente para que le notara interesado por la información.
—Desde que llegó a Barcelona le he hecho seguir y él mismo se ha metido en la boca del lobo. Buscó una pensión barata en una calle del barrio Chino o como se llame ahora, porque ya no me aclaro con lo de Raval, Barcelona Vella, barrio Chino. En fin. Hubo que esperar unas cuantas semanas que dedicó a conectar con el equipo, buscar a su mujer y a su hijo. Sólo salía de la pensión para ir al campo o para tratar de localizar a la familia. Su mujer vive con Simago, no sé si te recuerda algo este nombre. Era un antiguo traficante de jugadores, que se apuntó algunos tantos en los comienzos de los setenta, bueno quizá algo más. Pero luego ha ido de capa caída y tan mal que ha tenido que marcharse a América porque le perseguían los acreedores por todas partes. Palacín descubre que su mujer se ha marchado y empieza a ponerse nervioso. Un día conecta con una putilla de la calle donde vive, a la que utiliza como camello y además se lo pasan bien en el apartamento de la putilla, bueno, a todo se le llama apartamento. Por lo que me cuenta el informador, es una cueva miserable en la que la putilla vive con… agárrate bien que te vas a caer. Vive con Marçal Lloberola, el hijo menor de Lloberola… repito. Lloberola, el rey del desguace, como le conocen todos en el puerto. Un fortunón y cien años de mandar en el puerto de Barcelona y en cualquier desguace, la familia Lloberola. La chica, la putilla, es una tal Marta Becerra, compañera de estudios del chico Marçal Lloberola. Están amontonados desde hace casi diez años y son drogadictos. Pues bien, Dios los cría y ellos se juntan. Palacín va a parar a la chica y se ven y esnifan por primera vez hace seis días.
—¿Ha habido una segunda vez?
—La ha habido. Ayer noche. Al acabar el partido, Palacín estuvo deambulando solo por los alrededores del campo, luego cogió un taxi que le dejó en la esquina de la calle del Hospital con el pasaje de Martorell. Hizo todo lo posible para volver a encontrar a la putilla y otra vez se fueron a buscar coca a la plaza Real, al piso, en fin, lo de siempre. Está enganchado y un día u otro se va a romper. Sin su concurso, el Centellas no existe y ya ha sido un milagro que ayer marcara el gol, pero tiene maneras y quien tuvo retuvo. Yo estuve en el campo y puede hacer afición, es evidente. Se lo dije a Sánchez cuando nos hicimos los encontradizos y él estaba preocupado. Lo buscó como el principio del fin y puede complicar la cosa.
—Cocainómano.
—Cocainómano.
Basté arrugó la nariz.
—No me gusta este asunto. Puede ser muy sucio, Dosrius, y yo no puedo ensuciarme.
—Para eso estoy yo, Basté.
—No he querido decir eso.
—No lo has dicho tú. Lo he dicho yo.
Basté había utilizado a Dosrius como abogado siempre que había afrontado un negocio complejo, de esos negocios que su exmujer le habría recriminado como especulador y cínico, para un hombre que desde los treinta años había conseguido construir una imagen pública de honestidad democrática y audacia de empresario privado que predicaba la filosofía del neoliberalismo creador con su propio ejemplo. Dosrius había adivinado desde el principio que su papel era arreglarse con los datos que le entregaba Basté y ofrecerle las soluciones sin explicarle los procedimientos y haciéndose exclusivo responsable de los mismos. La operación de los terrenos del Centellas implicaba a más de una docena de constructores e industriales complementarios que depositaban en Basté su confianza en un hombre de negocios con suerte y con crédito social, incluso aceptaban que en las escasas reuniones discretas que habían tenido, Basté les situara en sillones más bajos e incómodos, mientras él movía su bien conservado esqueleto y sus brazos de concertista sobre un sillón giratorio Charles Eames que ya su padre había hecho importar en los años treinta y que Caries Basté de Linyola había llevado consigo a través de todas sus oficinas y despachos, como un fetiche de la buena suerte. En aquellas contadas reuniones, Sánchez Zapico aportaba su brutal ordinariez y su astucia de empresario ratonil, Dosrius la claridad técnica y Basté la bendición apostólica. Aunque en el pasado su nombre figurara entre los príncipes predilectos de la democracia, el definitivo respeto de sus socios se lo había ganado desde que presidía la junta directiva del club de fútbol más poderoso y rico de la ciudad. Aquel cargo lo entendían. Los otros no. Cualquier cargo que no fuera jefe de Gobierno, ministro o presidente de la Generalitat no lo entendían o les parecía de un mérito menor para la enjundia de un personaje en el que su aura era superior a su curriculum.
—Tú sabes mejor que nadie que el factor tiempo es esencial. Lo tenemos todo preparado. La oferta a la junta directiva: viviendas, parque público y zona de servicios con guardería, centro cívico y local para la tercera edad incluido. El ayuntamiento nos pone medallas y las ganancias pueden ser de fábula. Pero como la cosa se pudra durante demasiado tiempo, los buitres se van a echar encima y no tenemos ninguna razón para ser los primeros.
—Sánchez Zapico es determinante.
—Sánchez Zapico es seguro mientras no tiene más remedio que ser seguro. Es un trapero. Poco más que un trapero enriquecido y un fabricante de tonterías, ¿qué se puede esperar de un fabricante de peladillas?
—Manos libres.
—Tus manos libres.
—Y las tuyas limpias.
—No tenías que haberlo dicho.
Estaba molesto. Ni siquiera aceptaba la sombra de una duda sobre sí mismo, ni en poder de los demás, ni en su propio poder. Le gustaba mirarse en el espejo por las mañanas y aceptarse como una imagen correspondiente a la que la ciudad tenía de él. Cada cual tiene su papel y el suyo era el de la respetabilidad.
—He pensado…
—Me parece muy bien.
—No, no temas. No quería contarte la solución que se me ha ocurrido, pero no puede ser plácida, eso debes aceptarlo, y Sánchez Zapico se va a poner nervioso. De hecho es una jugada de jaque y ya le he dado un tiento el otro día y no le gustó. Se me plantó en casa a las ocho de la mañana y tiré pelotas fuera, pero no es tonto. No le subestimes porque fabrique peladillas.
—No le subestimo. Me limito a no jugar al golf con él. Ha conseguido ser el hazmerreír del golf de Sant Cugat y del de País. Hasta los caddies se vuelven cómicos cuando van con él y esa mujer que tiene que parece una peluquera de comedia de costumbres. Cuánta zafiedad.
—En cuanto yo mueva las piezas, Sánchez Zapico querrá una reunión del grupo y tú debes estar preparado. Es un hombre de cuello corto y embiste con la cabeza. Te recuerdo el dossier que preparé sobre sus actividades y especialmente el apartado dedicado al contrabando de material fotográfico en los años sesenta y las putitas que ha ido manteniendo hasta que ha descubierto las casas de relax.
—Ni lo he mirado.
—Pero guárdalo bien guardado. No creo que sea necesario que tú lo exhibas, lo haré yo, pero él se revolverá y de mí sabe cosas. De ti, nada. De ti nadie sabe nada.
Aprovechó Dosrius el silencio que siguió para darse una vez más cuenta de que todo lo que él sí sabía de Basté de Linyola no podía macularle ni el borde del puño blanco de su camisa, porque a todos los efectos era Dosrius el urdidor y el responsable. Diez años de abogado laboralista, pagado por el dinero sobado de las organizaciones obreras clandestinas. Otros diez de abogado de empresarios y casi siete a la sombra pulcra de Basté de Linyola, como paje de su inmaculado patriciado. De los zapatos comprados en Can Segarra, que le habían destrozado los pies, a los zapatos italianos o a la medida y a la costumbre de viajar sin ropa de cambio y comprársela de nuevo en cada ciudad, como en busca iniciática de una nueva piel.
—Me pondré evangélico, Dosrius. Lo que tengas que hacer hazlo pronto.
—Te contestaré en evangélico, Basté. Que la paz sea contigo y con tu espíritu.
—¿Te gustaría marcharte, Marçal?
—¿De dónde?
—De aquí. De esta ciudad. Probar otros aires.
—¿Con qué?
—Yo viajo con el negocio puesto.
—Para eso no hace falta marcharse.
—Tienes razón.
Estaban abrazados como dos náufragos sobre el colchón islote flotando en un mundo mareado.
—Qué bien me ha sentado.
—¿Te gustaría que nos fuéramos?
—De España.
—Da igual. Tener carretera por delante.
—¿Adónde?
—Qué más da.
Él había alzado medio cuerpo desnudo sobre un codo y la examinaba, ensimismada, con los ojos fruncidos como si buscara en algún lugar de las vigas un agujero por el que se vaciarían sus vidas como por un sumidero liberador.
—Aprovechemos este momento dulce, Marta.
—Este momento dulce.
—No te rías de mí. Soy casi feliz.
—Aprovechemos este momento dulce, tienes razón. Si seguimos aquí, ¿qué nos espera? El infierno de cada día. La mierda de cada día.
—Estaría bien marcharse, tienes razón. Me gustaría ir a un sitio donde hubiera mar. Aquí hay mar, pero como si no lo hubiera. Marruecos. Me gustaría mucho ir a Marruecos.
—Podríamos llegar hasta el desierto.
—Podríamos llegar hasta el desierto —repitió él ya convencido y añadió—: Pero ¿con qué? ¿De dónde sacamos el dinero? Nos ponemos a hacer autoestop y no nos cogen ni los ciegos. Recuerda lo que nos pasó este verano en Port de la Selva.
—Necesitamos dinero.
—Si piensas que puedo pedírselo a mi padre, quítatelo de la cabeza. Incluso se ha puesto un guardia de esos privados y se lo ha puesto para que yo no me acerque a un kilómetro a la redonda.
—¿Quién piensa en tu padre?
—¿En qué piensas entonces?
—De momento no pienso. Calculo. Huelo. Imagino. Hazlo tú también. Una mañana, muy temprano, salir de esta madriguera y dejar a la espalda todo esto y por delante todo, absolutamente todo. ¿Recuerdas aquella película de los robots y el chino? No. Tú ya ni recuerdas.
Ahora le miraba como a un monstruo que incomprensiblemente fuera su compañero de cama y de vida.
—Tienes el cerebro licuado, Marçal.
—Pues mira que tú…
Pero le daba la razón. A veces le parecía que tenía el cerebro licuado y ni siquiera podía mirar a derecha o a izquierda sin notar los vaivenes del líquido.
—¿Cuántos años tienes?
—No sé. Tal vez treinta.
—Treinta y dos. Como yo. ¿Cuánto tiempo crees que vas a durar tal como vas, tal como vamos?
—Tiempo —musitó él desde una cierta perplejidad.
—Aún nos queda tiempo —le dijo ella mientras le agarraba un brazo con una mano—. Necesitamos dar un paso para poder saltar. ¿Tú estás dispuesto?
—Yo qué sé. Estás vacilando, Marta. Estás de buen humor porque vacilas. Cuando estás de buen humor siempre vacilas.
—Aún nos queda tiempo y necesitamos dinero.
—Y dale. Claro.
Y buscó todas las posibles fuentes de dinero sin que le viniera a la imaginación otra cosa que el rostro adusto de su padre negándoselo o aquellas pesetas siempre insuficientes que Marta llevaba en el bolso.
—Imagínate que cambiamos de aires, que tenemos suerte y que llegamos a una ciudad de ésas en que todo el mundo va vestido de blanco y lleva sombreros panamá. Con ventiladores en los techos y jarras llenas de refrescos de colores bonitos y que tú y yo somos el señor y la señora Fulano de Tal o Fulano de Cual.
—Una ciudad de ésas con billares.
—Un billar. Eso es. Un billar.
—Yo me afeitaría la barba y me dejaría un bigote muy fino.
—En invierno llevarías un fulard de seda y en verano camisas de seda.
—Yo tenía camisas de seda. Me gustaba mucho la seda y mi madre me regalaba una camisa de seda cada cumpleaños.
—Por eso.
—¡La seda! No me había vuelto a acordar de mis camisas de seda. ¿Qué habrán hecho con ellas? Deben estar en mi casa. Y son mías.
—Tendrías nuevas camisas de seda. ¿Te imaginas con una camisa de seda e inclinado sobre una mesa de billar? Has de estar muy guapo jugando al billar. Tenías tipo de jugador de billar. Y todo el mundo se preguntaría: ¿quién es ese chico tan guapo que juega tan bien al billar? Y yo quizá sería la dueña del local.
—Te sentaría muy bien ser la dueña del local. Te lo digo en serio. Tienes un no sé qué de dueña.
—Y todo el mundo se preguntaría: ¿de dónde han venido la señora y el señor Fulano de Tal? Y tú y yo les daríamos pistas falsas. Me encantaría que se creyeran que somos australianos. Toda la gente debería ser de Australia.
—Podríamos irnos a Australia.
—¿Por qué no? A un sitio de esos donde se empieza de nuevo.
—De hecho somos casi licenciados. Podríamos dar clases de algo.
—De snife y jodienda. Imbécil.
Todo volvía a ser como antes. Incluso era como antes el hielo de la voz de Marta y la ferocidad de sus ojos con que zarandeaba su desconcierto.
—Pero ¿qué te pasa, tía? ¿Ya vuelves a subirte por las paredes?
—¿De qué vas a dar clase tú? Dime. Eso es volver al pasado, como ir por la vida de arrepentido, y no es eso. Hay que dar un salto. Como si acabáramos de nacer.
—Ya te entiendo. Y me gusta.
—Ahora que estás sereno, escúchame bien. ¿Qué estarías dispuesto a hacer para conseguirlo?
—Daría diez años, veinte años de mi vida.
—No seas tan espléndido con lo que no tienes. Basta media hora. En media hora puede cambiar nuestra suerte.
No quería irritarle demostrándole su ceguera ante lo que para ella era evidente y prefirió fingir que meditaba a la espera que ella le desvelara su propósito. Se entretuvo imaginando otras posibilidades desesperadamente y de pronto el corazón le dio un sobresalto.
—¿No querrás…?
—¿No querré, qué?
—No querrás que demos un golpe.
—Rebaja el lenguaje, vida. Eso es de cine.
—Un atraco o algo de eso.
—Algo de eso.
—Marta, yo no tengo cojones para eso. Para dar un tirón, bueno. Pero no tengo cojones para arriesgarme a que me metan en la Modelo durante años. Me moriría a los tres días. Nos separarían.
—Un tirón lo has dado.
—Eso sí.
—Pues es algo parecido.
—Con un tirón no sacas como para irte.
—Es casi un tirón y huelo a dinero, dinero largo y un poco pringoso, pero largo. Ven.
Salió del colchón con una mano tirando del brazo de él y le hizo seguirla a trompicones hasta la ventana. En la calle hervían los rumores de la tarde refrescada y el sol coronaba de oro triste los últimos pisos de la calle de Robadors.
—Ahí lo tenemos. A treinta pasos. Al alcance de la mano. Esa tía está forrada y me ha confesado que lo guarda todo en casa porque no se fía de los bancos, y supongo que para no pagar impuestos o para hacer de usurera.
Le dejó ante la ventana y fue en busca de su bolso. Volvió junto a él y le tendió una llave.
—La hice el otro día. Es una copia de una copia que ella tiene en el cajón de la cocina, debajo de un forro de hule, donde guarda el pan. Podemos entrar cuando nos parezca y buscar hasta encontrar el dinero. Por las tardes va a airearse y no quedan huéspedes o sólo un viejo inútil que casi no puede moverse de la cama. Ya le daré yo bocadillos de sardinas y cafés con leches.
—Demasiado fácil.
—Algo tendría que ser fácil. A la tía le gusta largar cuando cree que los otros son unos piernas, y a mí me ha tomado por una infeliz que estoy todas las tardes esperando su limosna. A ella no le hace ninguna falta el dinero. Todo lo que ha tenido que hacer en esta vida ya lo ha hecho, y sólo le interesa ver cómo se enciende y se apaga el rótulo de su asquerosa pensión y salir al balcón a tomar el fresco y llevar el control de todo lo que pasa en la calle.
—Demasiado fácil.
—Lo he pensado. Lo he pensado mucho. Es coger el dinero y marcharnos. Tú robas un coche en la otra punta de la ciudad y lo aparcas en el parking de detrás de la Boquería. Es un parking abierto, de ésos en los que nadie lleva el control de quién entra y quién sale. Está a doscientos metros. Nos metemos en la pensión, cogemos el dinero y nos vamos en el coche hasta donde nos dure la gasolina. Luego, con el dinero en el bolsillo, todo será fácil.
—Demasiado fácil.
—Tan fácil que ni siquiera tú podrías estropearlo.
—Algo puede salir mal.
—¿Qué puede ser peor que esto? —Y le invitaba a que la mirara a ella, tan desnuda y destruida como las paredes y el aire que respiraban.
—Marruecos.
—Donde tú quieras. El desierto. El billar. Las camisas de seda. Tiende la mano. Saca el brazo más allá de la ventana.
Y así lo hizo. La mano asomada hacia la tarde. Como una garra.
La última conversación con Charo le había dejado mal sabor de alma y una vez más descubría el peso del alma, como un tumor que siempre le revelaba el lado oscuro de sí mismo. El trabajo le había hecho olvidar el problema de Bromuro y de pronto se le fijó en el cerebro la imagen de Charo y Bromuro unidos por una solidaridad que a él le desconocía y en parte le rechazaba. Era lo más parecido a la mala conciencia, y antes de ir al encuentro con el limpiabotas, tendió un puente de plata hacia la mujer que le acogió cariñosa y triste al otro lado del teléfono. En cuanto le propuso ir a comer a un restaurante, la tristeza se volvió alegría y se citaron en Casa Isidro, en la calle de Les Flors, en el límite de las Rondas, a pocos metros de la sorpresa románica de la iglesia de Sant Pau del Camp. Llegó Charo vestida y peinada de restaurante, pero con un punto de exceso de Eau de Rochas que podía arruinar la finura del aroma de los platos. Por eso buscó sentarse frente a ella, no a su lado como a Charo le habría gustado, y en compensación la dejó explayarse sobre el largo viaje de análisis, pruebas, ambulatorios y consultas que había seguido con Bromuro.
—Tú no te puedes imaginar lo que es el Seguro, Pepe. ¿Desde cuándo no has ido al médico?
—Desde el balazo que me pegó aquel siamés.
—No me lo recuerdes, Pepe, que se me pone la piel de gallina.
Charo estaba mayor y bonita. Maduraba con grávida dignidad, y algo parecido a la ternura fue interrumpido por la sabia introducción al menú de Isidro y Montserrat, el matrimonio que llevaba el restaurante que distinguía a Carvalho como un conocedor y un buen catador de los vinos de Cigales que guardaban en la bodega. Al «qué tienen de nuevo» que Carvalho emitió por simple fórmula, respondieron sin inmutarse que foie gras de oca a la crema de lentejas verdes, los entremeses de foie gras, las mollejas a la crema de limón verde, el bacalao gratinado al perfume de ajo, los farcellets de col rellenos de langosta al perfume del azafrán, la lubina a la ciboulette, el lenguado con moras, el riz de veau a la crema de limón verde y detuvieron su exposición de novedades sin inmutarse, sin ser conscientes de la profunda conmoción que habrían causado en el espíritu de Carvalho, indignado ante tantas posibilidades y la obligación de reducirlas.
—De todo un poco —dijo irónicamente.
Pero Isidro tomó nota de su pedido como si fuera en firme y Carvalho tuvo que desdecirse y volver al lenguaje lineal. Charo se fue a lo que parecía más seguro: los entremeses de foie y el lenguado con moras, y Carvalho pidió medias degustaciones del foie de oca a la crema de lentejas verdes y el riz de veau a la crema de limón verde como plato de fondo.
—Bromuro, cuando era más joven, se lamentaba de lo poco que Dios nos había dado para tantas mujeres y con tantas necesidades como había, y a mí me ocurre lo mismo ahora con la cocina. No viviré lo suficiente para poder probarlo todo.
—Lo tuyo es gula, Pepe.
—Lo mío es curiosidad, casi la curiosidad del mirón que presiente lo que ya no va a poder ver.
—Cualquiera diría que eres un viejo.
—Nadie sabe hoy en día qué es un viejo. Sólo lo saben los viejos, y yo aún no me siento viejo. De momento fíjate en cómo han hecho desaparecer del vocabulario incluso la palabra. Se habla de gente de la tercera edad. Me recuerda aquellos años del franquismo en que los obreros eran llamados productores. Ser obrero era políticamente obsceno y peligroso. Ser viejo es biológicamente obsceno y peligroso.
—No me deprimas más, Pepe. Venga, vino y alegría.
Temía a Charo cuando se envalentonaba y le salía la sureña de juerga que llevaba dentro.
—Pero qué bueno, qué requetebueno está este vino, Pepe.
—¿Qué tiene Bromuro?
—Ay, Pepe, que me voy a poner a llorar. Déjalo para los postres. ¿Qué hay de postres, Pepe?
—Pues por ejemplo unas profiteroles o la terrina de naranja al Marnier.
—Entonces no. Hablemos de Bromuro ahora, porque soy muy golosa y quiero tomarme los postres con alegría.
—Lo de Bromuro le va mejor al foie gras.
—Que me lo vas a hacer aborrecer, Pepe. Mira, todo ha sido tan triste… ¿Tú le has visto la ropa interior a Bromuro?
—No.
—Pues no se me ocurrió advertirle y cuando le llevo el primer día a que le hagan un no sé qué, no sé si era el scanner o los rayos X o la radiografía de los intestinos, yo qué sé las pruebas que le han hecho. Mira, Pepe, que cuando se quedó el pobretico en calzoncillos, yo no sabía a dónde mirar. Unos calzoncillos de los que llevaba mi padre. Y remendados, con manchas de orín en la bragueta, y la camiseta parecía un harapo, limpia sí, pero un harapo. Pero, hombre de Dios, le dije aprovechando que la enfermera se había ido, ¿no tenías nada mejor que ponerte? Y se me ofendió, Pepe, me dijo que todo eso de la ropa interior son zarandajas y que hemos venido a este mundo desnudos y que desnudos nos moriremos, que en la campaña de Rusia se ponía periódicos en vez de ropa interior y que Franco montó la Seguridad Social para que los trabajadores pudieran ir al médico como les pasara por los cojones. Y lo de Franco lo dijo cuando ya estaba la enfermera en la habitación y la tía le echó una mirada que yo me dije: Charo, ésta me lo mata, y yo le sonreí como si Bromuro estuviera chalado y dije: qué cosas tienes. Y la enfermera, que estaba mosca, me preguntó que si era mi padre, y a mí me dio vergüenza que Bromuro fuera mi padre, con aquellos calzoncillos y aquella camiseta, y dije corriendo que no, tan corriendo que Bromuro lo notó y se puso aún más triste, Pepe, que se me hizo un nudo en la garganta y me dio una rabia de mí misma que añadí: pero como si lo fuera. Y el viejo se emocionó.
A Carvalho se le había helado la carga de foie de oca con crema de lentejas verdes que había colocado cuidadosamente sobre el tenedor. Se iba imaginando el cuadro a pinceladas gruesas y sucias, sucias de decadencia y tristeza, y carraspeó para abrir paso a la comida.
—Y de salud, ¿qué?
—Pinta mal, Pepe.
—¿Qué pinta?
—Tiene de todo. Anemia, cirrosis, un riñón le funciona mal y aún no se lo han encontrado todo.
—Pues que no sigan. Esos tíos son capaces de descubrir que está preñado.
Se le escapó tanto la risa a Charo que le saltó al plato parte de lo que llevaba en la boca y subió la risa hasta comunicarla a todo el restaurante.
—¡Que no puedo parar, Pepe!
Carvalho optó por ensimismarse en la comida y Charo dialogó secretamente consigo misma hasta conseguir serenarse entre hipos y entre lágrimas, que primero fueron la resaca de la risa y luego el retorno de la tristeza por Bromuro.
—Es injusto que se llegue a estas edades tan solo.
—Si hiciéramos una lista de injusticias, habría otras por delante. Tú le has acompañado; Biscuter se le ha ofrecido para lo que necesite. Yo mismo le echo una mano.
—Se va a morir, Pepe.
—No.
Fue un no irracional y seco, como si la idea de la posible muerte de Bromuro fuera una idea agresiva contra él. Por un momento trató de imaginar su mundo afectivo sin Bromuro, y no pudo. Era inconcebible buscar a Bromuro por las ingles de la ciudad y no encontrarlo, como un pequeño bicho metido en los pliegues más sucios de Barcelona, un bicho herido y tierno, frágil y sabio.
—Qué cono va a morirse Bromuro.
—No te pongas así, Pepe, que a todos nos ha de llegar, y Bromuro está muy malito. Él dice que es de todas las porquerías que nos hacen comer y beber. Ya conoces su manía de que los ayuntamientos meten bromuro en el agua corriente para que los hombres no trempen. Pues ahora dice que lo contaminan todo para que la gente se muera y acabar así con el paro. Que eso lo acuerdan el Reagan y el Gorbachov cuando se encuentran. Que aquí haría falta otra vez un general como Muñoz Grandes para meternos a todos en cintura…
—Me lo conozco. Oye. Se acabó el tema Bromuro, que no me deja saborear la comida. Déjalo para el café. En lugar de una copa de Calvados pediré agua de Carabaña y hablaremos de lo que puede hacerse por él.
—Yo lo internaría.
—¿Internar a Bromuro?
—En un sitio donde le cuidaran. No puede acabar un día sentado en el taburete de limpiabotas o tirado por un callejón.
—No es un niño, ni está loco. Que elija él. Pero si se le interna, se le mata. Bromuro está vivo porque respira la mierda de estos barrios.
—Pues yo lo he visto tan acojonadito, pobre, que ya no sé si es verdad. Dice que ya no entiende nada. Que esta ciudad no es lo que era, que aquí ha pasado algo y que no sabe explicarlo. Que antes esto era como un pueblo lleno de putas y chulos y chorizos, pero ahora está lleno de canallas de acero inoxidable.
Canallas de acero inoxidable y probablemente conectados con una central de datos de canallas de acero inoxidable mediante sutiles hilos cibernéticos hechos de una nada llena de crueldad. También él había sentido últimamente miedo, varias veces, como si definitivamente aceptara ya no ser la medida del mundo externo, ni del interno, sino un superviviente precario.
—Qué rico está esto, Pepe. Isidro, felicita al maître.
A Carvalho le molestaba que Charo confundiera al maître con el cocinero y que felicitara en los restaurantes como si fuera un Biscuter cualquiera presumiendo de hombre de mundo. Como Isidro era a la vez el propietario y el maître, inclinó la cabeza y se felicitó a sí mismo sin decir nada.
—Pero, Charo, si el maître es él.
—Nunca aprenderé. Yo siempre creo que el maître es el tío del gorro blanco. ¿El maître no es lo más importante?
Más de quince años irradiando cultura gastronómica y Charo aún no sabía distinguir un maître de un cocinero.
—Le llaman al teléfono.
Carvalho acudió al reclamo y Biscuter le transmitió urgencias. Había llamado Camps O’Shea y era necesario que se pusiera inmediatamente en contacto con él.
—Ha insistido en lo de inmediatamente.
Charo terminó sus profiteroles con una cierta parsimonia vengativa. Había esperado una prolongación de la sobremesa en su apartamento y se había puesto la ropa interior de color rojo que Carvalho le elogiara, distraídamente, como siempre hacía, en uno de los últimos encuentros más afortunados. Y cuando se quedó sola se echó a llorar, con la servilleta ante los ojos y mintiéndose. Lloro por Bromuro. Pobre Bromuro, se dijo una y mil veces. Pero sabía que no era cierto.