La habitación aún huele a medicina o a cualquier otra cosa rara, refunfuñó mentalmente, mientras las narices se convertían en una trompa móvil que trataba de captar el alma profunda de aquel olor. No me gusta que mi casa huela así. Una casa decente no huele así. Había rehecho la cama y hojeado los periódicos deportivos repartidos por toda la habitación. De los bolsillos de los trajes del oloroso huésped no sacó ninguna información, ni de su ropa interior cuidadosamente distribuida por los cajones de la cómoda. Las idas y venidas del rótulo luminoso de su propia pensión pautaban la tormenta en claroscuro que reflejaba el rostro de doña Concha. La luz la sorprendía irritadamente perpleja, la sombra la sumía en un reconcentrado recelo. Igual se pincha. Más mierda, no. Bastante mierda hay ya en este barrio y en esta casa. Pero no parecía un tarado de ésos de la aguja, sino más bien un hombre sano y bien plantado que hablaba con un hilo de voz y siempre iba muy limpio. Desde la habitación de al lado había oído con inquietud las repetidas duchas y la insistencia del agua sobre un cuerpo, como si aquel inquilino pretendiera desmadrarle el presupuesto del agua. Si todos los inquilinos fueran tan limpios como él, podía cerrar la pensión, aunque sólo fuera por la factura del agua. Salió al balcón para deshojar los geranios, acariciar la hiedra que colgaba de una maceta y recrearse en la contemplación del rótulo que había hecho poner hacía tres meses y que la ratificaba como propietaria del negocio por el que había luchado toda su vida. Ponme una pensión, Pablito. Ponme una pensión, que no siempre te va a gustar tanto mi pechuga, y cuando no te guste, si te he visto no me acuerdo, y yo a hacer chapas en plan de tirada y vieja. Y a Pablito le daba risa la prevención de vejez, cada vez menos, cada vez menos, hasta que le vino aquel asma y le largó la pasta casi in articulo mortis. Se persignó y rezó un trocito del padrenuestro en homenaje al amante más considerado que había tenido. ¡Qué falta me haces, Pablito! ¡Qué falta me haces! Pero no le hacía falta. Si era sincera consigo misma, Pablito no le hacía ni puñetera falta y bastante había hecho con aguantar su peso de elefante durante casi veinte años, aunque al imaginarlo muerto y solo en el ataúd le venía la pena y un racimo de lágrimas. Desde el balcón contempló el paisaje ensuciado por el crepúsculo y las sombras definitivas de los edificios arruinados. Tres bares de putas, una lechería arqueológica, dos pensiones, cuatro escaleras melladas en las que sobrevivían sudacas y moros senegaleses y viejos, y el resto, casas que se caían de vejez, abandono y olvido. A ella le hubiera gustado poner la pensión en el Ensanche, pero Pablito tenía también que cumplir con su familia y bastante hizo acordándose de ella y dejándole lo suficiente para adecentar aquellos dos pisos de la calle de San Rafael. El abogado era de un cachondo siniestro. Se le reía ante la pechuga, y decía que debía estar agradecida a lo anticuado que era el señor Pau Safón.

—Un regalo así no se le hace en esta ciudad a una amante al menos desde antes del Congreso Eucarístico.

Muy gracioso. La ronda de pueblerinos y cincuentones salió de las penumbras del crepúsculo para concretarse indecisa ante los bares de putas. Los hombres. Los coges por el piu y haces con ellos lo que quieres y se pierden, vaya si se pierden, en estos tiempos en los que no hay control ni nada y la carrera la hacen pendones drogadictas que te pasan un mal malo que te descompone. Como aquella criaja sucia y rota llena de collares que iba por lo libre, calle de San Rafael arriba, calle de San Rafael abajo, proponiéndoles a los tíos un «polvo literario».

—¿Qué les dices, nena?

—¿Y a usted qué le importa?

—Es por curiosidad, mujer.

—Que si quieren un polvo literario.

—¿Y eso qué es, nena?

—Un mal rollo. Yo ya me entiendo.

—Pero ellos no, nena. Que son todos del campo o de la construcción. De Matadepera o de Santa Coloma. Me parece que tú has aprendido el oficio en Pedralbes.

Volvía a estar allí, la criaja. Marta, se llamaba. Había tratado de ordenarse el pelo sucio, se había puesto carmín en los labios y rímel en unos ojos que así adquirían la categoría de feroces estrellas de luto. Le daba pena porque estaba más agarrada al mono que un guardián del zoo y desde cualquier esquina la vigilaría un chulo de mierda más pringado que ella. La muchacha alzaba de vez en cuando la cabeza hacia el balcón de la pensión Conchi, fingiendo sentirse agredida por el vaivén del neón, pero también para reconocer a doña Concha, acodada en la baranda. Luego subiría a tomarse un bocadillo de sardinas o mortadela y el café con leche corto que doña Concha le daba siempre que quería.

—Un bocata y un cortado, cuando quieras. En mi casa no le falta ni un bocata ni un cortado a nadie que necesite un bocata y un cortado. Pero para vicios, nada.

Le daba pena aquella chica tan leída y tirada que se enrollaba en inglés con los marinos perdidos y a la que le había llenado la cara de hostias un borracho cuadrado porque pensó que le estaba tomando el pelo cuando le propuso:

—Caballero, ¿sentiría usted una curiosidad morbosa en acariciar unos pechos pequeños rematados en dos pezones morados como los de las protagonistas adolescentes de las novelas de los años cincuenta?

Y el tío le dio dos hostias. Y luego cuatro. Y fueron seis. Y salió el chulito de un portal gritando como una histérica y con una navajita en la mano de ésas que antes se utilizaban para sacar punta a un lápiz. Bajó doña Concha a la calle y se cagó en todos los muertos del borracho y le llamó todo lo que una mujer debe llamar a un hombre cuadrado para ponerle los cojones por corbata: cabrón, maricón, hijo de puta y fascista. Sobre todo lo de fascista desconcertó y amedrentó al borracho, que se retiró como un ejército total y totalmente vencido. Aun borracho no había perdido el sentido de los tiempos y vivíamos tiempos democráticos. Aquella noche empezó lo del bocadillo de sardinas y el café con leche.

—Es que si no comes algo no vas a tener fuerzas ni para pincharte.

Fue un argumento convincente. Y tras el segundo café con leche hubo suficiente confianza para preguntarle:

—Oye, ¿y tú sientes algo cuando te monta un tío?

—Depende de lo pringada que esté. Si estoy pringada, me da igual. Si no lo estoy, es como si me pusieran una lavativa.

—¿Y qué sabes tú de lavativas, nena? En mis tiempos sí que te ponían una lavativa en cuanto te descuidabas.

—Me las pusieron en una cura de desintoxicación, porque me dio por el estreñimiento.

—Pues vaya manera de ejercer el oficio. Yo empecé en la calle hasta que conocí a Pablito y a dos o tres más, porque sólo con Pablito no tenía para todo. Y entonces, pues, te abrías de piernas y dejabas hacer, pero con un cierto interés, porque un hombre que ve el desinterés en la cara de la mujer deja de sentirse hombre y se acaba la fiesta, la propina y el cliente. Seguro que no has repetido nunca a un mismo cliente.

—Ni me acuerdo ni me importa.

Allí estaba la criaja. Esperando un cliente inseguro y un bocadillo seguro. Preocupada por Marçal, el chulo muerto que llevaba encima, como un ejercicio de compasión, medio dormido en cualquier portal al calor frío de la última dosis. Un día la encontrarían muerta en un retrete con la jeringuilla colgada de una vena y ni siquiera sería el retrete de su casa. Se santiguó doña Conchi y el beso sobre la cruz de los dedos coincidió con la aparición del inquilino en la bocacalle. Bien plantado sí que lo era. Algo abierto de piernas y con la cabeza hacia adelante como para oler, ver mejor o simplemente para avisar de que llegaba. Pero no había amenaza en su cuerpo fuerte, sino una sensación de autocontención, de tener bajo control siempre su propia capacidad de movimiento, de saberse el peso y el volumen como quien se sabe el carácter y el destino. Pasó junto a la criaja y sonrió cuando le lanzó la proposición como quien tira un cubo de agua a los pies de un transeúnte. Doña Conchi se retiró de espaldas, acarició la hiedra de la maceta, cerró el balcón, revisó cuanto hubiera podido desordenar en la habitación y salió al pasillo en busca de su balancín trono situado ante un televisor en color. Aparecer en la pantalla el profesor Perich y en la puerta de la pensión el huésped, fue casi coincidencia. Saludó el hombre con una leve inclinación de cabeza y una sonrisa, y ella en cambio desplegó el rostro y el cuerpo como si le ofreciera la amplitud de una patria. Se fue el hombre hacia la habitación y ella prosiguió la comedia de ensimismarse con la filosofía cotidiana del profesor Perich.

—Lo peor que le puede ocurrir a un buzo es tener reuma.

Se removió por efectos de la risa, pero tenía la cabeza en la estela del huésped y rebuscaba excusas para una aproximación y una aclaración de tan extraños olores a medicinas. Por fin pareció encontrar una estrategia y saltó del balancín en marcha, componiendo el gesto de una ama de casa sonriente y oferente que va en busca del huésped para darle lo mejor de su hospitalidad. Llegó ante la puerta cerrada de la habitación y llamó con los nudillos.

—¿Don Alberto? ¿Le molesto, don Alberto?

Se abrió la puerta y el hombre parecía a la vez apoyarse en y aguantar el marco, con la musculatura tensa bajo la camisa blanca que se entintaba regularmente por las luces del rótulo.

—¿No le molesto, verdad, don Alberto?

—No. No. Por favor.

Y era una bonita sonrisa morena la suya, y tintinearon los ojos de doña Concha, en un acto reflejo, heredero de aquella gracia de coqueteo que según los más viejos del lugar había heredado de su tía Amparo: corista de Tina Jarque antes de la guerra civil.

—Es que he remoloneado por la habitación porque me ha parecido oler a gas. Ya ve usted qué tonta. ¿A qué gas se podía oler, si el calentador de la ducha es eléctrico? Pero yo olía a algo extraño y me he dicho: a ver si le ha pasado algo a don Alberto.

Y a medida que hablaba notaba que el olor no sólo salía de la habitación. El olor emanaba del propio cuerpo del hombre, como una sustancia invisible pero consistente.

—Es un olor a… medicina… no sé…

El hombre levantó los brazos para olérselos y se echó a reír discretamente.

—Algo así, sí, señora. Es un olor a linimento.

Los ojos de doña Concha buscaron la redondez de las sorpresas totales.

—¿Linimento? Yo he olido toda mi vida el linimento Sloan y no es lo mismo.

—No es linimento Sloan. Es otro. Me acostumbré a utilizarlo en México y a mí no me molesta, pero es posible que a los otros les moleste. Discúlpeme.

—¿Y por qué se pone tanto linimento, hombre? ¿Que está herniado o le pasa algo?

—No. No. Es que corro. Hago ejercicio…

¿Qué ejercicio hará éste para tanto linimento?, meditó receloso el cerebro de doña Concha, mientras los labios conservaban la sonrisa como una bandera.

—Soy futbolista.

—Futbolista.

Fue mitad incredulidad, mitad confirmación de lo que había oído. Luego, mientras la criaja se tomaba el café con leche y el bocadillo de sardinas, salió el cliente algo huidizo y buscó la noche y la calle como sin querer ser visto. Tampoco a doña Concha le interesaba pregonar el refugio que le daba a la putilla en su cocina y le dejó hacer, persiguiéndole sólo con la mirada llena de secreta duda.

—Oye. ¿Tú crees que un hombre de más de treinta años puede ser futbolista?

—Y yo qué sé.

—¿Tú crees que un futbolista, con lo que cobra, se vendría a vivir a un barrio como éste?

—Y yo qué sé.

Tenía mala noche la muy letrada. Mordisqueaba desganadamente el bocadillo, derrengada sobre una silla de metal y plástico, con las piernas abiertas y llenas de medias que le iban anchas. Nada da más pena que una mujer a la que las medias le vayan anchas, pensó doña Concha y apartó los ojos de tanta miseria.

«Porque habéis usurpado la función de los dioses que en otro tiempo guiaron la conducta de los hombres, sin aportar consuelos sobrenaturales, sino simplemente la terapia del grito más irracional: el delantero centro será asesinado al atardecer.

»Porque vuestro delantero centro es el instrumento que utilizáis para sentiros dioses gestores de victorias y derrotas, desde la cómoda poltrona de cesares menores: el delantero centro será asesinado al atardecer.

»Porque el atardecer es la hora baja en la que descienden los biorritmos del entusiasmo, y el degüello y el estertor resuenan con una música tan truculenta como melancólica: el delantero centro será asesinado al atardecer».

Carvalho terminó de leer y levantó los ojos hacia la cara de aquel joven lento y grave que desde hacía media hora estaba sentado en su despacho, con las piernas cruzadas sin esfuerzo, como si fueran dos apéndices leves, hechos el uno para el otro, para acariciarse de vez en cuando mientras se cruzaban en periódicos cambios de postura. También eran leves los movimientos de sus brazos, elegantes, ésta es la palabra, pensó Carvalho cuando quiso encontrar una cualidad estética a la simple impresión sensorial de levedad. Elegante. Y moderno. A juzgar por el peinado con gomina y un atuendo tan cargado de despreocupación como de alpaca, el joven jefe de relaciones públicas del club de fútbol más poderoso de la ciudad, de Cataluña, del universo, quería comunicar que la nueva directiva recién nombrada respondía a un nuevo espíritu, lejos de antiguas zafiedades, improvisaciones, premodernidades que habían caracterizado a los anteriores mandatarios del club.

—¿A qué delantero centro se refiere?

El muchacho arqueó una ceja y compuso una sonrisa de amable perplejidad.

—¿No lee usted los periódicos?

—Desde que no necesito envolver bocadillos no compro periódicos.

—¿Ni ve la televisión?

—Me duermo. Pongo mi mejor intención en ver la televisión pero empiezo a cabecear y acabo dormido como un tronco. Quizá sea la edad.

—Le facilitaré las cosas. Todo el mundo habla del fichaje que ha hecho el club. La junta directiva saliente nos dejó una plantilla descompensada y en cierto sentido quemada. Hemos trabajado para recomponerla y nos faltaba un gran crack, una gran figura internacional que devolviera la ilusión al público. Jack Mortimer. Bota de oro.

—¿Es una metáfora?

—No. Es un galardón. Al mejor futbolista europeo.

—¿Le dan una bota de oro? ¿Maciza?

No era hombre que se impacientara fácilmente, pero tampoco tenía vocación pedagógica, porque no añadió ninguna explicación a las que ya había dado y se predispuso a que Carvalho llevara la conversación por donde quisiera.

—¿Por qué quieren matarles a un delantero centro tan caro? ¿La competencia?

—No me la imagino planeando el asesinato de nuestro delantero centro. Sin duda se quiere conseguir algo que aún no se ha comunicado. Tal vez se trate de un maniático a la vez fascinado y envenenado por la envidia a una gran figura. De la pasta del asesino de John Lennon.

—Pero supongo que anónimos de este tipo reciben a miles y no les hacen caso. ¿Por qué a éste sí?

—Lo primero que hicimos fue comunicarlo a la policía, rogando la discreción que exige el posible efecto multiplicador de una noticia que afecta a un club con más de cien mil socios y con una expectación social que implica a millones de personas. La policía se movió discretamente y nos dijo que algo de cierto había en esta amenaza. Que de sus confidentes sacaban la conclusión de que algo estaba en marcha. La policía continúa su trabajo, pero con una prudencia obvia. El club considera necesario que, paralelamente a esa investigación, usted realice otra, moviéndose más a sus anchas, sin la aparatosidad que rodea a todo movimiento de la policía.

—Un club de fútbol no es una entidad anónima. Tiene a quinientos periodistas todos los días esperando pacientemente ante la puerta a que les caiga alguna noticia. ¿Cómo van a ocultar mi participación?

—Me gusta mucho que se haga usted esta pregunta.

—A mí me gusta mucho habérsela hecho y que a usted le guste que yo se la haya hecho.

Algo parecido a una sonrisa melancólica desdibujó la gravedad de aquel rostro de pulcro mensajero.

—Hemos de colaborar muy estrechamente. Podemos ser amigos.

De haber tenido algo en la boca, a Carvalho se le hubiera atragantado. Pero no tenía nada y se le atragantó la nada. Se quedó mudo y estupefacto.

—Yo seré su intermediario. No conviene que los periodistas le vean en relación directa con la directiva. Pero hemos de buscar un pretexto para que pueda moverse por el club a sus anchas.

—¿Se es relaciones públicas de un gran equipo de fútbol por vocación?

—Para emplear el sentido exacto de la palabra vocación, sólo sería aplicable a oficios en los que intervienen los dioses. Curas, por ejemplo. O monjas. Los dioses llaman y el aludido se siente convocado. ¿Acaso es usted detective privado por vocación?

—Necesito un papel o un carnet o algo que me autorice a moverme en los ambientes próximos al club.

—¿Le interesa a usted la psicología?

—La parda. Todos los conocimientos importantes me interesan pardos. La gramática, por ejemplo.

—¿Podría dar el pego como psicólogo?

—Es el mejor oficio para dar el pego.

Dejó un sobre encima de la mesa y esperó a que Carvalho lo abriera y sacara de él un papel sellado con el escudo del club y lo leyera.

—Me autorizan a hacer un estudio sobre «Psicología de grupo y entidades deportivas».

—Con este papel podrá usted hablar con todos los relacionados con nuestro club sin inspirar sospechas.

A aquel hombre elegante le entusiasmaba dejar cosas sobre su mesa y esta vez fue una tarjeta de visita que sacó de un billetero de piel carísima, con la misma unción con que los curas sacan las hostias del copón. «Alfons Camps O’Shea, Relaciones Públicas». Carvalho leyó la tarjeta y examinó a su propietario. Había una cierta idoneidad entre el nombre y el aspecto físico del joven, que descabalgó sus piernas con la suavidad de dos largas cuchillas de una tijera forrada de boata y recuperó la vertical. Se marchaba.

—Estudie el asunto. Conocemos sus tarifas y no habrá problema.

—¿Qué tarifas conocen? No todos mis clientes tienen las mismas condiciones. Les haré un precio a tenor de lo que pagan por sus fichajes.

—¿Es usted delantero centro?

—Como si lo fuera. Soy un bota de oro en mi profesión.

Camps O’Shea abarcó de una mirada todo el contenido del despacho y luego la dejó en los ojos de Carvalho, como quien hace un inventario completo e irónico.

—No se fíe de las apariencias.

—No se preocupe. Las apariencias quedarán entre usted y yo. Haga un presupuesto y un plan.

Se abotonó su chaqueta de alpaca y la ajustó a su anatomía con la misma suavidad con que hablaba y probablemente existía. Tenía el esqueleto de lujo. Ya en la puerta, le detuvo la pregunta de Carvalho:

—¿Le interesa a usted mucho el fútbol?

El relaciones públicas se volvió y calculó el efecto que podía provocar su respuesta.

—Como deporte, me parece una ordinariez estúpida. Como fenómeno sociológico, me parece fascinante.

Y se marchó definitivamente sin tiempo para oír lo que Carvalho dijo casi para sí:

—Sociólogo. Lo que me faltaba.

Caviló Carvalho sobre las preguntas que hubiera debido hacer y no había hecho y le rompió la cavilación la llegada de Biscuter con todas las cestas de este mundo en sus dos únicas manos. Resoplaba el hombrecillo y sus soplidos levantaban hasta los cielos los cuatro pelos rubios y largos que le quedaban en la cabeza.

—Esta escalera me va a matar, jefe.

—¿Te has quedado con todo el mercado de la bo-quería?

—Estaba la nevera vacía, jefe. Prefiero bajar y subir esta escalera una vez que veinte. He comprado cap-i-pota y le haré unos farcellets de cap-i-pota con trufa y gamba. No se preocupe. Se lo haré ligth. Con poca grasa, pero algo de grasa necesita el cuerpo, si no chirría como una puerta oxidada. Luego le haré unos higos a la siria. Rellenos de nueces y cocidos en zumo de naranja. Bajas calorías. En lugar de mucho azúcar le pondré miel.

—Lees demasiado, Biscuter.

—Tendría que echarle un vistazo a la Enciclopedia Gastronómica que me he comprado a plazos. Parece increíble lo complicado del espíritu humano. ¿A quién cree usted que se le ha ocurrido rellenar los higos de nueces y cocerlos en zumo de naranja?

—Probablemente a un sirio.

El vídeo había terminado y se hizo la luz. Estallaron las conversaciones y los comentarios y las sombras fueron definitivamente sustituidas por el hervor de las palabras y los gestos. Tras la mesa presidencial aparecieron los bustos de los directivos encabezados por el presidente Basté de Linyola y en el centro geométrico permanecía iluminado, por una luz de animal elegido, Jack Mortimer, bota de oro y cabeza rubia de oro culminando una cara llena de pecas y sonrisas. Tomó la palabra el jefe de relaciones públicas Camps O’Shea para recordar a los periodistas el motivo del encuentro, bajo la brusca iluminación de los focos de las distintas cadenas de televisión que grababan el clamoroso evento de la presentación pública del nuevo fichaje. El propio Camps O’Shea se ofreció como traductor de Mortimer.

—Ha estudiado un curso intensivo de castellano, pero aún no se atreve a mantener una conversación y mucho menos con vosotros, que sois de lo que no hay.

Alguna risa pagó la broma distensora del relaciones públicas y entre las risas empezaron a brotar las primeras preguntas.

—¿También aprenderá el catalán?

—Of course! També! També!

Fue lo que contestó Mortimer cuando le fue traducida la pregunta y se ganó un puñado de aplausos y de risas propicias.

—¿Qué impresión se siente cuando se ficha por un club tan poderoso como éste?

—¿Es usted consciente de que los futbolistas ingleses nunca han triunfado plenamente en Europa?

—¿Conoce usted la significación social y nacional del club por el que ha fichado?

—¿Mantendrá el promedio de treinta goles anuales que ha conseguido en el fútbol inglés?

—¿Prefiere esperar a que le lleguen las pelotas o le gusta bajar a buscarlas?

—Mortimer, usted se ha casado hace poco y espera un hijo. ¿Le pondrá Jordi si es niño o Nuria si es niña?

Esta vez fue Camps O’Shea el que contestó directamente sin traducir la pregunta.

—El señor Mortimer puede inclinarse por un nombre catalán, pero no tiene por qué ser Nuria o Jordi. Hay otros.

—¿Qué otros?

—Montserrat y Dídac, por ejemplo.

—¿Se llamará su hijo Dídac o su hija Montserrat?

—He dicho que podrían llamarse Montserrat o Dídac, o, evidentemente, también pudieran llamarse Nuria y Jordi, o Pepet y Maria Salut, o Xifré o Mercé…

Algunos periodistas se impacientaban por la inconcreción onomástica y Mortimer asistía desconcertado pero sonriente a la elección del nombre de unos hijos que aún no tenía.

—Señor Mortimer, ¿ha probado ya usted el pan con tomate?

Pacientemente Camps O’Shea describió a Mortimer la composición del pan con tomate a la catalana: bread, oil, tomato, salt. That’s all? Yes, that’s all. Mortimer reflexionó sobre el plato que se le había propuesto y afirmó sin demasiado entusiasmo que haría lo imposible para incorporar el pan con tomate a su dieta, y añadió con gran vehemencia y con la rotundidad desesperada de un primerizo estudiante de castellano:

—Me gusta mucho la paella.

—¿Prefiere la paella a la catalana o a la valenciana?

Camps O’Shea pidió al periodista que le explicara las diferencias fundamentales entre la paella catalana y la valenciana y el periodista le dijo que había sido una broma. El relaciones públicas puso cara de póquer.

—¿No tenéis más preguntas?

—Mortimer, ¿es usted de esos delanteros centros que bajan a buscar la pelota o de los que no salen nunca del área, de los que consideran que el área chica, y la grande también, que ése es su sitio?

Tras la traducción, Mortimer pensó y contestó:

—Un delantero centro de verdad no debería salir casi nunca del área.

Camps O’Shea se levantó dando por terminada la rueda de prensa. Los fotógrafos disparaban como si les fuera en ello la vida o como si los carretes les quemaran dentro de las cámaras. Camps abrió paso hacia otra habitación a Mortimer y a los directivos encabezados por el presidente Basté de Linyola. Desaparecidos los fotógrafos y los periodistas, Mortimer había perdido el aura de dios de las áreas y parecía un muchacho que se había equivocado de salón y de compañía. Especialmente en relación con Basté de Linyola, empresario y expolítico que había hecho de la presidencia del club una cuestión de penúltima significación social. Había estado a punto de ser ministro del Gobierno de España, consejero del Gobierno autonómico de Cataluña y alcalde de Barcelona. Casi a los sesenta años descubrió de pronto el cansancio y el miedo a que el cansancio le hiciera desaparecer del escaparate público del que no se había apartado desde que era la gran esperanza blanca del empresariado democrático bajo el franquismo. La presidencia del club era la antesala de la jubilación, pero le convertía en un poder fáctico y amaba el poder como único antídoto contra la autodestrucción. A los sesenta años, o tienes poder o te suicidas, se decía cada mañana ante el espejo que le enseñaba implacablemente el rostro cansado de ese otro que le iba creciendo dentro y que se convertía en su peor enemigo. Ocupar la presidencia después del largo período de hegemonía de empresarios bárbaros y pueriles le parecía una tarea agradecida, a la que aportaba su título de ingeniero y de master en Bellas Artes por la Universidad de Boston, una esquizofrenia cultural que tantos éxitos de curriculum le había dado en el pasado.

—Con nosotros el club vuelve a casa —había dicho en el discurso de toma de posesión, y la frase había prosperado tanto como la de que aquel club era más que un club, nada menos que el ejército simbólico de Cataluña.

Ahora se permitió observar a Mortimer primero con curiosidad y luego con una cierta ternura populista. Podía ser uno de sus jóvenes obreros de la fábrica del Valles, uno de esos jóvenes obreros que excitaban su poética de empresario ilustrado y le provocaban la envidia que todo rico culturalizado siente ante los que prometen o simplemente se han prometido algo a sí mismos y se lo han tomado al pie de la letra. Su inglés era mejor que el de Mortimer, una auténtica provocación para el profesor del Pigmalión de Shaw, y ante esta evidencia el bota de oro del fútbol europeo se achicó, como si estuviera hablando desde una baja estatura social con alguien que representaba a los amos de siempre. Basté de Linyola le tendió un estuche y le incitó a que lo abriera. Dentro estaban las llaves de un apartamento de trescientos metros cuadrados situado en un barrio residencial de la ciudad, próximo al estadio, donde Mortimer podría reconstituir su familia durante los cuatro años de fichaje que le ligaban a la entidad. Y el vicepresidente primero, el joven banquero Riutort, vinculado a inversores árabes e industrias de chips japoneses, le ofreció otro estuche dentro del que brillaban con luz diríase que impropia las llaves de un Porsche que Mortimer había exigido como una de las condiciones contractuales. La directiva en pleno aplaudió y Basté de Linyola consideró que era responsabilidad del relaciones públicas decir las banalidades que el acto requería. Camps O’Shea dio la cara y la palabra:

—Ahora, Mortimer, ya eres un ciudadano más de Barcelona.

El muchacho estaba contento y acariciaba la llave del coche como si esperara el milagro de la aparición del vehículo en el salón. Alguien destapó una botella de cava y un camarero armó a cada asistente con una copa llena, momento elegido por Basté de Linyola para pronunciar el brindis. En su memoria disponía de una colección completa de brindis que había repasado aquella mañana antes de salir de casa. Le gustaba especialmente el que había pronunciado en ocasión del homenaje que los jóvenes empresarios barceloneses habían rendido a Juan Carlos cuando aún era un príncipe protegido por la sombra de Franco.

—Alteza, que en estas burbujas vea la impaciencia de un pueblo para acceder a la modernidad.

Tampoco estuvo mal el brindis que ofreció al presidente de la Generalität reconstituida, desde su recién adquirida condición de presidente de la Cámara de Comercio e Industria.

—Honorable, el cava és el nostre símbol. Ha estat necessari batejar-lo de nou, pero continua essent el mateix. [Honorable, el cava es nuestro símbolo. Ha sido necesario bautizarlo de nuevo, pero sigue siendo lo mismo].

Los brindis de Basté de Linyola eran muy comentados entre la llamada clase política y había quien se los atribuía a un reputado escritor habitual invitado en su yate. Basté de Linyola conocía el infundio y lo cultivaba, tanto como sus piezas de teatro secretas o sus composiciones musicales inéditas que interpretaba en la soledad de su estudio, con una voluptuosidad onanista del enterrado en vida que conoce el día y la hora de su resurrección. Si la deseara. Pero ahora las miradas le obligaban a comprometer el brindis, y hasta la cara pecosa y sonriente de Mortimer se lo pedía, con los labios dispuestos a secundar los sonidos extraños que adivinaría en la boca del señor presidente.

—Mortimer, marca muchos goles. Detrás de cada gol está el deseo de victoria de todo un pueblo.

Camps O’Shea aprovechó los aplausos para inclinarse hacia la oreja más propicia de Mortimer y traducirle lo que había dicho el presidente. El futbolista cabeceó con una voluntad de afirmación diríase que excesiva y su entusiasmo ya no se correspondía con el que conservaba la sala, donde cada cual se inventaba una excusa para la deserción y el propio Basté de Linyola la inició recomendando en voz baja al jefe de relaciones públicas que no abandonara al futbolista.

—Los primeros pasos son decisivos, Camps. Hasta que no llegue su mujer tendrás que hacerle la cama.

El presidente dirigió una mirada primero a un hombre silencioso y bebedor que apoyaba un hombro sobre un papel donde aparecía un cartel glorioso en la historia del club, y la misma mirada la depositó en los ojos de Camps O’Shea.

—¿Es él?

—Sí.

—¿No te parece arriesgado que haya venido?

—Nadie ha preguntado por él. Es nuestro psicólogo.

—Ojalá nunca necesitemos un psiquiatra.

Camps siguió la retirada de su presidente acompañado de los últimos directivos y cogió por un brazo a Mortimer.

—Conozco un sitio donde hacen una excelente paella. He contratado un reservado.

—¿Podremos ir en mi Porsche?

—Claro. Vendrá con nosotros un amigo.

Carvalho abandonó su apoyado cansancio y siguió al futbolista y al relaciones públicas. Mascullaba silenciados e incongruentes agravios contra sí mismo por haber aceptado el encargo. Una paella compartida con un pijo y con un ternero inglés lleno de pecas. Tuvo una cierta intuición de desastre.

—No. No dejó señas.

Sólo el fugaz achique de los ojos traicionó la contrariedad del hombre y desarmó un tanto la desgana del portero para seguir una conversación que ya había aceptado de mal grado. Primero pensó que era un vendedor, pero luego vio que no llevaba nada en las manos y escuchó casi sin oírle sus preguntas sobre Inma Sánchez, la inquilina del ático segunda, y su hijo. El hombre tuvo que arrancarle una por una todas sus negaciones. Ya no vivía allí. No, no se había marchado sola. ¿Cómo iba a marcharse sola si no vivía sola? El niño también se había ido con ellos.

—No. No dejó señas.

Era el final de la conversación, pero adivinó demasiado pesar contenido en su interlocutor y bajó su guardia de portero de una casa de semilujo, en un barrio de semialto standing, a medio camino entre el Ensanche y las laderas del Tibidabo, con ascensor de servicio para pisos que no tenían servicio y plazas de parking que no todos los inquilinos habían podido contratar.

—¿El niño estaba bien?

—Parecía estarlo. Al menos bajaba los escalones de cuatro en cuatro.

—De cuatro en cuatro.

Algo le dijo al portero que debía ser benévolo con el recuerdo del niño.

—Buen chico. Y educado.

—Educado.

La humedad que había aparecido en los ojos del hombre fue inmediatamente compensada con un enderezamiento del esqueleto, como si quisiera recuperar una condición vertebrada que el sentimiento le estaba venciendo. Desde una tensión casi atlética, de pose de gimnasio, el hombre se sacó la cartera del bolsillo trasero del pantalón y de ella extrajo una fotografía que enseñó al portero.

—¿Había cambiado mucho?

El portero se sacó las gafas del bolsillo superior de su chaqueta de uniforme y examinó la fotografía con atención. Allí estaba la tía buena del ático, el niño y el hombre con el que estaba hablando. Al verlo en fotografía, un fogonazo de imagen rota le pasó por los ojos.

—Yo a usted le tengo visto. ¿Usted no sale en la tele?

—No. Ahora no.

—Pero ha salido. Yo le tengo visto en la tele.

—Hace años salí de vez en cuando. El niño, ¿ha cambiado mucho?

—Mucho. Es casi un hombre. Aquí debía tener siete u ocho años y ahora ya debe estar en los trece o catorce. ¿Es su hijo?

—Sí.

—¿Y usted por qué salía por la tele?

—Jugaba al fútbol.

—¡Bailarín! —gritó el portero como si hubiera llegado a una meta de su memoria, una de las metas más deseadas—. ¡Usted es Bailarín!

—No. Palacín.

—Eso, es Palacín. Ya me acercaba. Pues quién me iba a mí a decir que hoy me iba a encontrar con Palacín.

—A veces había escrito cartas.

—No me fijo en los remites. No siempre. Y además recuerdo su apellido pero no su nombre. —Alberto. Alberto Palacín.

—Joder. ¡Palacín! Ya no quedan delanteros como usted. Ahora hay mucho mandungui y mucho centroleches. Pero aquello que hacía usted de ir de cara a la barraca y pelota adentro, con el portero y todo… Ya no queda gente así. Y ahora, ¿qué?, ¿retirado y a vivir de renta o de los negocios?

—Negocios. Renta no mucha.

—Bueno. Algo le quedaría. Aunque mucho tiempo no jugó o no sé qué pasó. Le lesionaron. Eso es. Le lesionó aquel asesino. ¿Cómo se llamaba aquel defensa central que con la cara pagaba?

—Qué importa.

—¿Cómo que qué importa? Aquel tío fue a por usted. Como si lo estuviera viendo. Lo dieron por la tele. Entonces yo tenía un televisor en blanco y negro, pero lo tengo en la memoria en tecnicolor. Le dejó la rodilla que parecía una carnicería. ¿Qué fue?

Lo dijo en voz casi inaudible, de corrido, como si fuera una respuesta ya muy repetida o que le cansaba mucho:

—Rotura de menisco, de ligamento interior y de ligamento exterior derecha.

—La hostia. Como para comprarse otra pierna.

—Eso es. Como para comprarse otra pierna.

El portero le miraba las piernas con ojo crítico.

—Pues no le he visto cojear.

—No cojeo.

—Mala suerte. Ahora se estaría forrando. Usted pilló buenos tiempos, pero no como los de ahora. Todos millonarios y unos sin sustancia. El día que quieren jugar, juegan, y el que no quieren jugar, se esconden detrás del árbitro o detrás de los postes. ¿Ha visto usted a ese Butragueño? Parece un huérfano… y aquel otro, Lineker… un cantamañanas… Y ése que han fichado ahora, Mortimer, a ese paleto le van a enseñar los tacos los asesinos que hay por esos campos y le van a quitar las ganas hasta de ponerse las botas.

—Son buenos. Todos ésos son muy buenos.

—Como usted, ninguno.

—No, no es verdad.

—¡Ninguno, Bailarín, ninguno!

El portero le había cogido por un brazo y le recomendaba cariñosamente que no le llevara la contraria. Aún tenía la foto en una mano, la volvió a contemplar lleno de simpatía y ganas de colaborar.

—Un chaval cojonudo, el suyo. No dejaron señas, pero algo sabrán las del instituto de belleza de la esquina. La señora se pasaba la vida allí. Tienen de todo, gimnasio, peluquería, sauna. Seguro que sabrán algo.

La retirada de Alberto Palacín fue contenida por una llamada del portero.

—¿No llevará encima alguna fotografía para dedicármela?

El interpelado sonrió y se palpó el cuerpo para indicarle que estaba vacío de sus deseos.

—Hace años que no llevo fotos mías encima. En México llevaba, pero aquí…

—Lástima, hombre. Tengo un nieto al que le entusiasmaría. Tiene una foto de Carrasco dedicada.

En su recuperada soledad, Palacín se quedó en una acera casi vacía, a la sombra de árboles con demasiado septiembre a cuestas, árboles jóvenes como joven era el barrio y las plantas colgantes de terrazas ajardinadas. A cincuenta metros tenía el reclamo de «Beautiful People. Estética», pero en la muñeca el reloj le marcaba una urgencia que sólo él conocía. Volvió la espalda al rótulo. Al fin y al cabo ya sabía qué hacer mañana en sus horas libres en una ciudad que le volvía a desconocer.

Lo peor había sido el gusto a aceite refrito que había servido de base a una paella guisada por un especialista en ciencias naturales, obseso por combinar toda la botánica y toda la zoología posible en un solo plato. Excepto foie gras, aquella paella había tenido de todo y cada especie le enviaba a la boca el regusto de su agonía, antes de dejarse anegar por los jugos gástricos. Mortimer tenía voluntades antropológicas acumuladas y degustó la paella como si comiera el alma de su país de adopción, y Camps apenas la probó, distinto y distante como un mayor inglés en las Malvinas. Carvalho aprovechó los éxtasis de Mortimer para lanzarle preguntas de teórico psicólogo deportivo.

—¿Era usted un ídolo en su país?

—Sí, bastante.

—¿Hubo protestas populares cuando usted decidió fichar por un club extranjero?

—No. No. Allí hay muchos delanteros centro y mi club hizo un buen negocio. Mi club es una sociedad anónima y el producto de mi fichaje ayudará al superávit del balance anual.

—¿Ha padecido usted alguna vez extorsión? ¿Alguna mafia deportiva le ha chantajeado?

—No.

—¿No le han amenazado por carta? ¿Por teléfono?

—Una vez, cuando disputábamos una final de Copa con el Manchester. A veces los fanáticos amenazan. Pero luego no pasa nada. Se matan entre ellos en las gradas y a los jugadores les dejan en paz.

—¿Ha mantenido alguna pugna especial con otro jugador, de un equipo rival, naturalmente?

—Fuera del campo se olvida. Durante una temporada mantuvimos un duelo a muerte con Forrest, el central del Liverpool… Pero últimamente después de cada batacazo, lo diera él o lo diera yo, nos guiñábamos el ojo. Somos profesionales. El fútbol es nuestro pan. Los jugadores más peligrosos son o los más jóvenes o los más viejos. Los más jóvenes porque quieren llegar cuanto antes a ser respetados, y los más viejos porque quieren seguir demostrando que están en forma. Los defensas centrales viejos son muy peligrosos. Me partieron una vez el pómulo de un codazo. —Y Mortimer se puso de pie en medio del restaurante de la Barceloneta e invitó a Carvalho a que reprodujeran la jugada—. Salte. Usted salte como si fuera a rematar de cabeza.

Camps cerró los ojos instándole a que siguiera el juego y Carvalho se limitó a ponerse en pie, con las manos apoyadas sobre el mantel. Mortimer se pegó a él, saltó al tiempo que despejaba con la cabeza una imaginaria pelota y lanzó el codo izquierdo en dirección a su cara.

—¿Lo ve? Te pueden dejar KO y el árbitro ni se entera. Los codos son lo peor, porque las patadas se ven en seguida, pero los árbitros no se fijan en los codos, ni en los cabezazos. Stiles, el central del Totenham, tenía una cabeza de hierro y como te diera con la frente te dejaba fuera de combate.

Era su deseo lanzar su cabeza pelirroja hacia la de Carvalho o la de Camps, pero ambos se dejaron caer en el respaldo de sus asientos para evitar la representación.

—Comeré cada día paella —se prometió a sí mismo Mortimer.

Y le preguntó a Camps si había paellas congeladas porque a Dorothy no le gustaba mucho la cocina.

—Pasteles sí, porque en Inglaterra hay mucha afición. Pero cocinar no le gusta.

—¿Llevan mucho tiempo casados?

—Un año.

—¿No se aburrirá mucho su esposa en una ciudad que no conoce?

—Dorothy no se aburre nunca. Trabajaba de dependienta en Mark-Spencer, pero en sus ratos libres es ornitóloga. Quiere hacer una ficha de todos los pájaros de Barcelona. Le han dicho que en Barcelona hay muchos pájaros. Yo he visto muchos pájaros en las Ramblas.

—Es un mercado. Están en jaulas. No son pájaros indígenas.

Camps corrigió la acotación desalentadora de Carvalho:

—No se preocupe. Hay muchos pájaros que no están en la jaula. Si Dorothy tiene afición, por falta de pájaros no será.

—Eso espero. También me lleva la contabilidad. Tiene mucha cabeza para los números. Yo, en cambio, no. Yo juego al fútbol. Yo sé dónde va a ir una pelota sólo por la forma con que le van a dar un puntapié. Es instintivo. La prensa inglesa decía que yo sé adónde va a ir la pelota.

—Admirable —dijeron a la vez Carvalho y Camps, en tonos que Mortimer no supo apreciar diferentes.

El relaciones públicas aprovechó una urgencia de lavabo del muchacho para preguntarle a Carvalho su impresión.

—Es un pedazo de carne bautizado. Un bendito.

—Tiene la ingenuidad de todo animal joven. Aún le han dado pocas patadas.

—Por lo que nos interesa a nosotros, no ha viajado con sus enemigos a cuestas. Esos anónimos han nacido aquí y tratan de provocar un efecto aquí.

—Hay que ser precavidos, pero yo no les concedo demasiada importancia. Un loco que enmudecerá dentro de unas semanas o que se irá liando hasta quedar en evidencia, si lo que quiere es notoriedad.

—Hay locos que matan a los ídolos.

—En Estados Unidos. Los mitómanos europeos son más civilizados. Por si acaso, rastree por aquí.

—De este chico no voy a sacar nada. Con una paella ya he tenido suficiente.

—No le ha gustado la paella.

—No. El arroz es un animalito muy delicado, señor Camps. Aparentemente se puede hacer con él lo que se quiera, pero tiene un alma nuclear muy sensible. No se puede comparar ni con la patata ni con la pasta italiana, que son también simples vehículos con volumen y textura para toda clase de sabores. El arroz necesita un sabor fundamental o bien quedar desligado para asumir todos los sabores. Por eso sólo se puede guisar con cosas dotadas de un mismo padre y una misma madre, y cuando se combina con carne y pescado debe tratarse de arroz blanco, hervido en su soledad, colado y luego combinado con otras soledades. Los valencianos auténticos son los inventores del arroz guisado en compañía y no son los inventores de esa truculencia a la que llaman paella de pollo y marisco en muchos restaurantes. Los chinos y los asiáticos son los maestros en el arroz solitario, combinado luego con lo que quieras, sean tres, cuatro o cinco mil delicias. Y lo que ya es intolerable es que te sirvan una paella como la de hoy en la que el arroz ha sido sofrito en medio litro de aceite empleado para achicharrar toda clase de pescados. Esto no era paella. Esto era un subproducto de hospital de quemados.

Camps había ido boquiabriéndose paulatinamente. Empezó a escuchar el monólogo de Carvalho con su condescendencia habitual hacia la inutilidad de los pensamientos y las palabras ajenas, pero la irritación y la ciencia de Carvalho habían conseguido interesarle.

—Asombroso. Entiende usted de cocina.

—No entiendo de otra cosa. Pero tampoco demasiado.

—¿Es indispensable entender de cocina para un detective privado?

—No. Pero para un psicólogo social, sí.

—Qué interesante. Explíquese.

—No soy orador.

—Antes me ha parecido que lo era.

—Las sobremesas me excitan.

—Explíqueme la relación que hay entre la cocina y la psicología social.

—El hombre es un caníbal. —Empezamos bien.

—Mata para alimentarse y luego llama a la cultura en su auxilio para que le brinde coartadas éticas y estéticas. El hombre primitivo comía carne cruda, plantas crudas. Mataba y comía. Era sincero. Luego se inventó el roux y la bechamel. Ahí entra la cultura. Enmascarar cadáveres para comérselos con la ética y la estética a salvo.

—¿Es usted crudívoro?

—No. Todo mi desprecio por la cultura en general como máscara lo aparco cuando se trata de la comida. La única máscara que acepto de buen grado es la cocina.

—¿Y el sexo?

—El sexo con máscara es estúpido y nocivo.

Como Carvalho enmudecía para encender un Rey del Mundo especial que había reclamado al camarero, Camps quedó a la espera del encendido del puro para que siguiera en sus exposiciones. Pero Carvalho se limitó a fumar con un cierto deleite en los labios y en los ojos achicados.

—Siga. Me interesa mucho lo que decía. Es usted un filósofo.

—No sé más. Todo lo que sabía se lo he dicho y me sorprende que se lo haya dicho. Envejezco. Trato de saber el porqué de lo que hago. —Y como si hubiera recibido un aviso interior se puso en pie—. Le dejo con su pupilo. Yo he de empezar a moverme. Mis contactos son de sobremesa.

La hora del café es la mejor para los limpiabotas, se dijo Carvalho mientras abandonaba el restaurante de la Barceloneta con las piernas un poco derivantes por las dos botellas de Brut Barocco que le habían tocado, entre un Camps casi abstemio y un Mortimer que apenas si probaba el alcohol, ni siquiera el cava, con el que Camps trataba de introducirle en la matriz de la Cataluña esencial: el pan con tomate, el cava, las seques amb butifarra, la escudella i carn d’olla… había declamado Camps como si estuviera recitando un poema patriótico. Sobre las arenas populistas de la playa de la Barceloneta tomaban el sol de septiembre cuerpos bronceados con la ayuda de la contaminación atmosférica. Por los ojos interiores de la memoria le pasaron dos imágenes desvaídas de su infancia en aquella playa, y estuvo a punto de enternecerse, pero el olor de aceite refreidor de cabezas de gambas descongeladas era mal agente conductor de la ternura por la propia memoria y buscó un taxi en el pasea Marítimo, varado en el tiempo y en el espacio, a la espera de la prolongación que le haría ensartar la Villa Olímpica. A lo lejos, las casas derruidas para la construcción de la ciudad de los atletas fingían ser decorado de una película sobre el bombardeo de Dresde o de cualquier otra ciudad suficientemente bombardeada. Aquella nueva ciudad ya casi no sería la suya, encerrada en una coordenada elemental que no tenía más norte que el Tibidabo, ni más sur que el mar y la Barceloneta. El taxi le dejó en las Ramblas, a los pies del monumento a Pitarra, en la plaza del Arco del Teatro. Las jóvenes putas disfrazadas de putas jovencísimas permanecían alineadas en la acera del Amaya y del palacio Marc dedicado a la Conselleria de Cultura del Gobierno de la Generalitat de Cataluña. Enfrente, la iglesia de Santa Mónica evidenciaba la cirugía estética que la convertiría en Museo de Arte Contemporáneo de Cataluña, y a sus espaldas, la piqueta se cernía sobre el barrio del Raval para abrir caminos por los que se fueran los malos olores de la droga y el sida, la inmigración magrebí y negra. Mientras haya putas jóvenes, habrá arte contemporáneo, se dijo, y fue para él la prueba de que había alcanzado el grado deseado de surrealismo etílico. Bromuro no estaba limpiando calzados clientelares del Cosmos y se metió por la calle de Escudillers en busca de aquel viejo calvo y derruido arrodillado a los pies de un hombre somnoliento. ¿Por qué las mujeres no utilizan limpiabotas? En otro restaurante de paellas y calamares a la romana encontró a Bromuro afanado sobre los zapatos de un hombre satisfecho de sí mismo que parecía suizo o un rico catalán de Vic.

—Espera un poco, Pepino. Después del caballero aún tengo a otro.

—Para ti no existe el paro, Bromuro.

—Toco madera.

Se acodó en la barra y completó su fiesta interior con whisky de malta sin hielo y sin agua. Tenía prisa por desconectar su capacidad de autocontrol, pero no sabía para qué. Bromuro cumplió con sus clientes y luego asumió los zapatos de Carvalho entre disculpas por su atareamiento.

—La gente vuelve a limpiarse los zapatos, Pepe. Los limpias vuelven a prosperar, los más jóvenes, porque yo me hago tres o cuatro al día y aun a clientes habituales. ¿Por qué la gente vuelve a limpiarse los zapatos, Pepino? ¿Te has puesto a considerar esta cuestión? Pues considérala, que tú tienes mucha cosa ahí dentro y se ha de notar. Yo veo un cambio. En todo. Y no te hablo de un cambio como el de los años cuarenta o cincuenta o el de los años de las vacas gordas, los sesenta y los setenta hasta la muerte de Paco. Es otro cambio. Y ya ves tú que lo noto por lo de los zapatos. Durante diez años a la gente le daba vergüenza ponerte el zapato delante de las narices y decirte: hala, a limpiar. Iban al dentista a que les quitara el sarro, y más que nunca. Pero el sarro de los zapatos lo amasaban en casa con esos abrillantadores de mierda que tanto daño nos han hecho a los limpias. Había que ser demócrata por cojones, y acudir a un limpiabotas no era democrático. Ya me dirás tú qué tiene que ver la gimnasia con la magnesia. Ahora se ha perdido aquella vergüenza. Para nosotros, de puta madre, Pepe, pero en otras cosas no, no diría yo que vamos mejor. ¿Qué crees tú?

—¿Qué sabes de unos tíos que quieren cargarse a un delantero centro?

—¿Al Schuster?

—No. Ése no es delantero centro y ya no está aquí.

—¿A un delantero centro, delantero centro?

—Sí.

—Nada.

—Pues entérate.

—Baja la voz, Pepe, que aquí escuchan hasta las coca-colas.

—¿De qué tienes miedo, Bromuro?

—De todo.

—¿De que te echen bromuro en el agua para que no se te levante?

—Eso ya no les hace falta. Ahora el miedo está en todas partes. Todo el mundo tiene miedo. Y yo también. Esto no es lo que era, Pepino. Iré a tu despacho dentro de dos horas y allí hablaremos tranquilamente.

Un vaso de vino. Un vaso de vino, por favor. Y como ante la urgente sed de un náufrago recién rescatado del oleaje, Biscuter se fue hacia la cocina en busca de lo que le pedía Bromuro y volvió con una botella y tres vasos. Llenó el de Bromuro hasta la mitad y se lo tendió. Lo husmeó el limpiabotas, lo separó de sus ojos para comprobar la transparencia al trasluz y arrugó la nariz.

—No es que no me fíe, pero ¿es de marca?

—¿No ves la marca en la botella? Valduero. El jefe está probando los vinos de la Ribera del Duero. Uno tras otro. El mes pasado le dio por los de León. Con todos los respetos y no es porque esté usted delante, jefe, pero últimamente tiene más manías que nunca. El jefe dice, y que me corrija si me equivoco, que quiere probar todos los vinos buenos antes de morir.

—¿Y por qué no me has llenado la copa?

—El jefe dice que una copa de vino no debe llenarse hasta el borde.

—¿Eso dices tú, Pepino?

—A Bromuro llénasela, Biscuter. Tiene otras costumbres.

Biscuter parecía haberse levantado con el pie izquierdo y refunfuñó que el mismo Bromuro se sirviera, para después marcharse a la cocinilla situada junto al water y dar un discreto portazo que avisaba de tormentas interiores que los demás deberían adivinarle.

—Está de mala leche el enano, y le llamo enano cariñosamente, ya sabes, Pepino, que yo quiero a Biscuter. Pero acabas de decir algo, Pepe, que me ha dolido.

—¿Qué te ha dolido, Bromuro?

—Eso de que tengo otras costumbres.

—No era para menospreciarte.

—Lo sé, Pepe. No estás hablando con una señorita cursi y tierna como una violeta. Estás hablando con un caballero legionario y un divisionario de la campaña de Rusia. Y ahí está el drama. Contigo aún puedo hablar de la campaña de Rusia, aunque seas rojo, o hayas sido rojo, porque tienes memoria. Pero ya no entiendo el mundo que me rodea, Pepino. La gente ha perdido la memoria y no quiere recuperarla. Es como si la considerara inútil. ¿Inútil? Si me quitas los recuerdos, ¿qué queda de mí? ¿No ves en todo esto una conspiración de estos niñatos socialistas? Les interesa que todo empiece con ellos. Y son como todos. Ya no reconozco nada. Te lo he dicho antes y ahora te lo digo con toda la mala hostia que llevo dentro desde hace tiempo. Pepiño, estamos rodeados.

—Si tú lo dices…

—No sé, a lo mejor he hablado por mí. Antes no me he atrevido a hablarte en público porque las paredes oyen. Ya no estoy a gusto ni donde antes estaba a gusto. Antes conocía a todos los chorizos de esta ciudad, Pepe, a todos. Eran como de la familia. Entraban y salían de la Modelo, apañaban lo que podían y Bromuro era su archivo, aquí, en mi coco tenía toda la mierda de la ciudad. Ahora, Pepe, es que da pena. Nos han colonizado.

—Te refieres al famoso imperialismo americano.

—Y una leche. Me refiero a los nuevos capos. No hay ni un capo español, Pepe. Aquí se lo reparten todo entre negros, sudacas y moritos, y los chorizos del país a trabajar para ellos y pobre del que trata de establecerse por su cuenta. ¿Te acuerdas del Martillo de Oro, aquel chulo putas tan salao que te presenté? Pues apareció hace dos meses más muerto que un perro en un descampado. Ése iba de chulo por la vida y no supo darse cuenta de la situación. Y no te creas que esos negros o moros que se mueven por la ciudad a sus anchas sean de los mismos que trabajan en las obras o en el campo. Éstos son mañosos que llegan aquí bien trajeados y bien conectados y llevan de coronilla hasta a la policía. El otro día me lo comentaba un gurí muy simpático, muy echao palante, que es paisano mío; Valverde se llama, José Valverde Cifuentes. Pues me dijo: Bromuro, vamos de culo porque todos los negros y todos los moros son iguales y cuando dan un golpe la faena ya empieza en la identificación. Tú puedes identificar a un tío de Calahorra o de Marbella o de Estocolmo, pero que te echen diez negros o diez moros y a ver quién es el fisonomista que señala al que lo ha hecho. Y si lo señala, peor para él, porque luego se lo cargan y la poli en Babia, porque no quiere enterarse y porque si se entera, ¿qué? Un día en los juzgados, y si los quieren echar del país les sale más caro meterlos en un avión o tenerlos en la cárcel que en la calle. Prefieren hacer como si no vieran nada o llegar a un acuerdo con los capos: no nos toquéis demasiado los cojones y a cambio nosotros no os tocaremos demasiado los cojones a vosotros. ¿Comprendes, Pepe? Si da un golpe el Macareno o el Nen o la Mapi, pues los guris a por ellos y los cogen hasta con los ojos cerrados. Pero a los extranjeros no hay quien les tosa. Y entonces llega mi problema. ¿Qué pinto yo en todo esto? Nada. La más asquerosa de las nadas. Ya me han venido morenitos de esos trajeados como de revista de modas, con más oro encima del cuerpo que la Lola Flores y me han advertido: tú a limpiar zapatos y a callar. A mí me dice alguien eso hace cuatro, cinco años y le doy con la caja en la cabeza y le enseño el pecho con todos los tatuajes que me hice en la Legión y en la División Azul; toma, lee, mamón, mira, entérate de con quién estás hablando, con un caballero legionario. Pero le hago eso a uno de los de ahora y se me ríe en las barbas. Se me ríen hasta los polis. Antes se me cuadraban, porque un soldado de Franco, aunque fuera un soldado de a pie, les acojonaba. Pero ahora ni los capos, ni los polis saben ya de qué ha ido esta misa. No tienen memoria. Se meten la memoria en el culo. La de ellos y la nuestra, Pepe. La nuestra también. Por eso cuando me vienes a pedir información me dejas jodido, Pepino. Qué más quisiera yo que poder dártela, y bien que me van tus propinas. Pero es que no puedo. No sé nada.

—Sabes quién puede saberlo. —Eso sí.

—Pues llévame a ellos.

—Pepe, no me atrevo. Me dejan hacer porque yo me hago el loco, pero si les digo a esos sudacas o a esos morenos: oye, tengo un amigo que quiere hablar con vosotros, son capaces de darme, Pepe, que los conozco, y decirme que quién me ha metido a mí en este entierro. Estamos colonizados. Los españoles a hacer chapas para ellos y al mismo tiempo sordos y mudos. Ya es triste que tengamos que ser peones hasta en esto. En vez de viajar tanto por el mundo, Felipe González debería preocuparse de que al menos robaran o nos pincharan criminales españoles. Yo siempre he sido muy patriota y me subleva que estén vendiendo España. El otro día unos cabezas de huevo de ésos que piensan y hablan por los descosidos estaban en la tele que si patatín que si patatán sobre que España está en venta y que todo Dios viene a invertir aquí porque sacan pela larga. Claro que la sacan. Si hasta han vendido las plazas de la choricería. Hay tíos que tienen una silla en la plaza Real que no la dejarían ni por dos millones de pelas, porque les basta estar sentados todo el día allí para sacarse una fortuna. Que si coca, que si… en fin. Qué te voy a contar. Y las putas con un poco de presencia, de sudaca para arriba. Empieza a no haber chulo putas importante del país. De putas de medio pelo para abajo, ésos son chulos españoles, pero en cuanto sale un guayabo de diez mil el polvo para arriba, eso ya va a parar a los extranjeros. Un Franco nos haría falta. Ya me gustaría ver a mí qué pasaría si Franco levantara la cabeza y el sable. Ya veríamos dónde se meterían tantos chorizos extranjeros. Si se ha de robar, que se robe, pero que todo quede en casa, y además está demostrado que nadie puede darnos lecciones tampoco en eso de la choricería. Pero nos pasa lo de siempre. ¿Quién inventó el helicóptero, Pepe? ¿Y el submarino? Españoles. ¿Quién sacó provecho a estos inventos? Los yanquis. Pues nos está pasando lo mismo en lo de la choricería. Aquí siempre se ha robado y se ha matado como nadie, pero con una manera propia, nacional, y ahora vienen estos marcianos a darnos lecciones y a llevarse el botín y hasta los negros nos pasan la mano por la cara. ¡Hasta los negros, Pepe! Te lo digo y te lo repito. Yo ya no me entero de nada. Todo este mundo se divide en dos razas: la de los mafiosos que lo controlan todo y la del colgado de la droga que va a la suya y al que no controla nadie. Y en medio el viejo Bromuro más achuchao que un perro pelón y con pulgas. Que ya no tengo manos para tantas cosas como me duelen. Que si un día el riñón. Que si otro el hígado. Que no meo bien, Pepe, que ni siquiera meo bien, que ya no me sirve ni para mear, y cuando me la sacudo me parece tenerla de madera y no sé por qué me la sacudo porque esto que me cuelga es una cañería que ya sólo gotea. Ya me la puedo estar sacudiendo dos días que no para el gota a gota.

Carvalho le había dejado hablar pero aun fingiendo que no le hacía excesivo caso, paulatinamente fue interesándose por el discurso que se parecía a los que en los últimos años traducían el pesimismo progresivo del viejo, pero esta vez le sonaba a menos retórica, a expresión sincera de un cambio de impotencia. Era la impotencia esencial y sus gestos para situar sus dolores eran gestos de hombre con dolor que incluso apenas se tocaba lo que le dolía porque quizá ahora, aquí, le estaba doliendo.

—Hay médicos, Bromuro.

—Y te lo encuentran todo, Pepe. Yo antes iba a uno muy bueno, del Seguro, que siempre me preguntaba: ¿usted quiere que le encuentre algo? No. Bueno, pues entonces adiós muy buenas. Me marchaba y tan sano durante sesenta años de mi vida. Pero se jubiló aquel médico y desde entonces no he vuelto. Mejor dicho. Un día volví y me vio el sustituto, un niñato que nada más echarme el ojo encima empezó a suponer todos los males que tenía. Alguno lo acertaba, pero otros eran de su cosecha y yo aproveché que le llamaban por teléfono para largarme. De haber sido verdad todo lo que suponía sólo con verme, yo ya estaría muerto. Además, me da no sé qué ir solo al médico.

Carvalho se oyó decirse a sí mismo:

—Yo te acompaño.

Bromuro se lo quedó mirando como reconociéndole lentamente y tragó saliva.

—Me daría no sé qué ir contigo al médico. Si estuviera casado… Para eso vale la pena estar casado. Siempre he soñado con ir al médico con mi mujer, y ya ves tú lo malo que he sido siempre para casarme. Ahora me gustaría estar casado. Es bonito ir al médico con la señora.

Carvalho volvió a oírse decir:

—Te acompañará Charo.

Todas las arrugas sucias de la cara del limpiabotas se conmovieron y sus ojos bailaron con la alegría.

—¿Charo haría eso por mí?

—Charo necesita un padre al que poder acompañar al médico.

—Ya estás de chunga, Pepe.

—Te lo digo en serio.

Bromuro se acabó el vaso y paladeó la excelencia del vino con una lengua libre en la boca casi libre de diente alguno.

—Me puedes. Te buscaré un contacto. Pero ojo con el ganado.

Carvalho le metió mil pesetas en el bolsillo del chaleco y Bromuro cerró los ojos al sentir el contacto sobre su cuerpo.

Juan Sánchez Zapico se lo debía todo a sí mismo y había sabido rodearse de gentes incapaces de llegar a la conclusión de que se debía bien poco. Los cuatro bloques que había construido en el barrio, los seis almacenes de chatarra que prolongaban los dominios de su rancho hasta los límites de Pueblo Nuevo con San Adrián, la pequeña fábrica de peladillas y almendras garrapiñadas a las que había incorporado la más moderna tecnología, como solía repetir a quien quisiera escucharle, le habían hecho un hombre lo suficientemente rico, y para siempre, como para dedicar parte de sus ocios a la presidencia del Centellas, equipo con historia de barrio con historia, en los orígenes del fútbol catalán capaz de luchar por la hegemonía con el Barcelona, el Europa, el Español o el San Andrés, pero desde la guerra civil apenas un club superviviente que se sucedía a sí mismo, impulsado por la incondicionalidad de una afición de barrio y por el patrimonio de un campo de fútbol situado en una zona clave para la expansión de la ciudad. El patronato de fundadores del Centellas había resistido todas las tentaciones de venta del campo, tanto en las expansiones urbanas de los años cincuenta y sesenta, como cuando empezaron a husmearlo los cazadores de la futura especulación en todos los alrededores de la Villa Olímpica. Situado en la tercera o cuarta línea del mar, casi en los límites de San Adrián, el campo del Centellas quedaría engullido en el futuro por la Barcelona que crecería a partir del núcleo irradiador de la Villa Olímpica convertida en bloques de apartamentos para la nueva pequeña burguesía post olímpica, en contraste con la población próxima y aborigen: catalanes proletarios residuales e inmigrados de distintas capas arqueológicas.

—Tiempo al tiempo —decía a veces Sánchez Zapico cuando los más impacientes miembros del patronato o de la junta directiva le resaltaban las bondades de las ofertas de compra.

Otras veces su respuesta era más épica y elegiaca:

—Mientras yo viva, vivirá el Centellas, y sin este campo, el Centellas moriría.

«El Centellas es su campo», gritó al final del discurso de presentación de Palacín a la plantilla, a unos doscientos seguidores que estaban en las doce gradas arruinadas por toda clase de erosiones y tres periodistas interinos, recién salidos de la Facultad de Ciencias de la Información que cubrían los acontecimientos de tercera mano con magnetófonos de cuarta mano comprados en los encantes de la plaza de las Glorias.

—Hemos fichado a Palacín para llenar el campo. No es sólo un nombre. Es un delantero centro como la copa de un pino, con dos cojones, como tiene que ser.

Los periodistas apuntaron «con dos cojones, como tiene que ser», pero luego en sus diarios o en su emisora de radio, se limitaron a decir que, en opinión de Sánchez Zapico, Palacín los tenía muy bien puestos. El nuevo fichaje sólo mereció una fotografía que no fue publicada, aunque en el rincón inferior de la última página par de información deportiva, breves titulares trataban de crear la sensación de noticia en torno de la reaparición de Alberto Palacín. «Que el Centellas se toma la próxima temporada en serio y casi por encima de sus posibilidades, lo demuestra el fichaje de Alberto Palacín, aquel delantero centro que en los años setenta fue saludado como el nuevo Marcelino y que luego se eclipsó después de una grave lesión. A continuación militó en el fútbol yanqui y finalmente fue un ídolo para la afición de Oaxaca (México), llegando a ser uno de los goleadores más regulares de la Liga mexicana. A sus treinta y seis años, Palacín ha declarado que piensa ayudar al Centellas a subir a tercera división y que después se retirará. Sus movimientos por el campo demostraron que está en forma, aunque los años no pasan en balde». Lo escribió un periodista de veintidós años, es decir, un periodista sin edad, pensó Palacín, cuando leyó el recuadro y recordó vagamente al muchacho que le regaló durante unos minutos el papel de una vedette.

—No hagas caso de la prensa. Yo nunca hago caso de la prensa —le recomendó el presidente, pensando que el dato de la edad le había herido—. Un periodista es como un tío con una pistola. Se piensa que porque tiene un boli en la mano tiene más cojones que tú. Tú échale cojones a la cosa. El fútbol sin cojones no es nada.

Del mismo criterio era el entrenador del Centellas, Justo Precioso, contable de una de las empresas del presidente y entrenador titulado tras una oscura etapa de jugador de segunda división como defensa lateral derecho al principio y defensa escoba al final. Era un hombre delgado, triste y calvo, con mucha barba mal afeitada y una nuez que parecía un tercer testículo a juzgar por su afán de igualar al señor presidente en la referencia metafórica de tan simbólicos órganos.

—¡Tote, échale más cojones! —le gritaba al defensa central—. Pérez, con los cojones por delante —le gritaba al hasta esta temporada delantero centro titular, ahora desplazado a interior en punta tras la llegada de Palacín.

De vez en cuando recurría a una vieja pizarra para programar algunas jugadas, pero no siempre había tiza y cuando la había chirriaba hasta poner la piel de gallina a los jugadores menos sensibles. Lo suyo era el entrenamiento en vivo, sobre el césped. Allí, allí se ve la inteligencia y los huevos, decía, en aquel gol sur para el que se reservaba la iluminación economizada hasta la penumbra, mientras el resto del campo en sombras parecía el espectral paisaje para las carreras de fondo de anochecidos futbolistas en chandal.

—No puedo forzar la pierna —le avisó Palacín.

—¿Hoy o siempre? —preguntó el mister con la nuez alarmadamente paralizada.

—De vez en cuando. Los cambios de tiempo. Pero cuando me caliento todo va bien.

—Eso espero. Tú juega a tu aire. Pero pon cojones. Muchos cojones. Los defensas centrales de categoría regional son más asesinos que los de tercera o los de segunda. Al lado de ellos, Pontón era un angelito. —Y le guiñaba el ojo porque había mencionado el nombre del histórico asesino de su rodilla.

En aquel primer entrenamiento los jugadores miraban tanto como jugaban. Palacín era el objetivo de sus reojos valorativos y en las disputas de la pelota había tanto respeto como ganas de demostrarle que no les deslumbraba el fulgor residual de su pasado. Especialmente Tote, el defensa central, se le pegó al cuerpo hasta sentirlo como una lapa sobre su espalda y su culo, y cuando Palacín frenaba la carrera, protegía la pelota con el cuerpo y se apoyaba en una pierna para dar el giro que dejaría desplazado a su marcador, un codo le desequilibraba o un rodillazo en el muslo lo convertía en un hombre caído o a punto de caer. Fue en uno de estos encuentros cuando la rodilla de Tote dio contra su rodilla enferma y Palacín se convirtió en un animal eléctrico que dejó de lado la pelota y se fue a por su compañero de equipo, agarrándole por la camiseta y acercándole la cara como si quisiera comerle la mirada maliciosa.

—Tómatelo con calma, mamón.

—Eso tú. Aquí no jugamos como señoritas.

—Pero ¿qué leches estáis haciendo? —El entrenador corrió hacia ellos con los brazos abiertos para separarlos.

No fue necesario. Los dos jugadores se habían quedado quietos, escarbando con un pie el barrillo del área y el mister rodeó con un brazo los hombros de Tote y se lo llevó hacia el córner, donde lo sometió a una confesión en voz queda. Luego se fue hacia Palacín, que se examinaba la rodilla con una mano cautelosa.

—Lo siento. Pero este tío no es un defensa central, es un legionario.

—Le he dicho yo que juegue como un legionario.

—No te sulfures. Es un pedazo de pan.

—Hay pedazos de pan muy duros.

—¡Venga! ¡Al trote! ¡U ao! ¡U ao! ¡U ao!

Los jugadores estatuas se pusieron a correr en fila india, saltando ora apoyados en una pierna, ora en otra y moviendo el cuello y los brazos como si los tuvieran dislocados. El entrenador corría al lado de la serpiente de chandals y adelantaba o retrocedía para tener una visión de conjunto de la voluntad de carrera de la tropa. Había prohibido los relojes en los entrenamientos, pero algunos jugadores los llevaban bajo la manga y los consultaban a la espera del silbato fin de entrenamiento.

—¡Ese culo! ¡Ese culo! ¡Que parece que corráis sentados! ¡Tenéis que sentiros los huevos, tenéis que sentir cómo bailan los huevos! ¡U ao! ¡U ao!

Se le acabó el grito y el resuello y emitió el esperado silbido. Se descompuso la fila y algunos aceleraron la carrera para llegar cuanto antes al vestuario. A veces no había agua caliente para todos a pesar de que Sánchez Zapico había regalado al club un poderoso calentador de gas propano a cuya inauguración había asistido toda la plantilla en pleno, los directivos, sus señoras y los hijos de menor edad. El calentador era el único elemento con futuro en aquel vestuario lleno de goteras y humedades en las paredes desconchadas, en el que cada armario cerraba o no cerraba, según una secreta voluntad que ningún carpintero había tratado de corregir en los últimos diez años. Palacín se quitó las botas y las dejó caer contra el suelo. Las dos duchas estaban ocupadas y conservó el chandal puesto para no enfriarse.

—Lo siento —le dijo Tote al pasar a su lado completamente desnudo y le tendió una mano que Palacín aceptó.

—Es un tío muy legal —le avisó un muchacho rubio que se sentó a su lado y empezó a descalzarse.

—No te entraba de mala leche, es que le caduca el contrato en junio y hace méritos.

—Ya.

—Mi padre me ha dicho que eras un fenómeno.

Los ojos del chico lo sorbían como si fuera un resto de elixir de su gloria.

—No. Un poco por encima del montón.

—Te vio marcar un gol al Atlético de Madrid que todo el estadio se puso en pie.

—Otras veces se pusieron en pie para silbarme.

—Quien tuvo, retuvo. Me ha dicho mi padre. Dice que tenías un cuello que parecía un muelle. Zum zum y salía la cabeza disparada hacia la pelota. Tenías tanta fuerza rematando con la cabeza como con el pie.

—Eso es imposible, chaval.

—Ya lo sé. Pero él se lo cree. Yo juego de centro-campista.

—Ya lo he visto.

—¿Qué tal lo hago?

—Muy bien. Juegas con la cabeza levantada y eso es fundamental para un centrocampista. Pero has de tener más oído o un ojo en el cogote.

—¿Por qué?

—Un centrocampista ha de oír las ondas de aire que salen del tío que le sigue, y cuando entretiene la pelota buscando a quién pasársela ha de tener un ojo en el cogote, porque ese tiempo permite que cualquiera se le eche encima. Eso se aprende con los años.

—Dice el mister que soy muy inteligente.

El muchacho le dedicaba una mirada abierta como un libro lleno de letras mayúsculas y Palacín se echó a reír.

—Seguro. Seguro. Eso se nota en seguida.

Biscuter, encerrado en su cocina; Charo; en uno de sus ataques de indignación y reclamo de atención; Bromuro, enfermo y acobardado. Carvalho tenía la familia descompuesta y decidió emplear algún tiempo en recomponerla. Reclamó la vuelta de Biscuter ante su presencia, y cuando salió de su cubil con el escaso cabello rubio y lacio de los parietales convertidos en cerdas erizadas y, los ojos grandes pero caídos abiertos por la sorpresa, Carvalho tuvo la revelación de que por Biscuter no pasaba el tiempo, que era de todos los miembros de tan extraña familia el único casi igual a sí mismo desde que lo conociera, hacía casi treinta años, en la cárcel de Aridel. Seguía teniendo el mismo aspecto de feto rubio pero calvo abandonado por una madre horrorizada ante la fealdad de lo que había parido, y por mucho que mintiera a los calendarios, Carvalho tenía que confesarse a sí mismo que Biscuter ya tenía más de cincuenta años. El tiempo pasa según su ley y sólo puede ser burlada desde la mentira del cine o de las novelas. Pero allí estaba el tiempo, en sí mismo y en Biscuter y en Charo y en Bromuro, y en cada caso traicionaba a sus víctimas de diferente manera. A Charo macerándole un cuerpo que empezaba a ser algo fondón, a Bromuro pudriéndole por dentro, a Carvalho haciéndole cada vez más espectador pasivo del tiempo propio y ajeno. Pero de momento el tiempo no podía con Biscuter, tal vez porque le había vencido desde el momento de su nacimiento y ya había nacido tan horroroso como era ahora, como si el tiempo ya contara con él como víctima emplazada desde el momento en que salió del vientre de su madre.

—Hosti, jefe. Me alegro de que se haya dado cuenta de que existo.

Carvalho se puso de pie violentamente y pegó un puñetazo sobre la mesa.

—¿Tú también, Biscuter? ¿Estoy rodeado de depresivos y me he de pasar la vida recogiendo lágrimas y limpiando mocos?

—No es eso, jefe. Pero es que últimamente no me dice ni ahí te pudras. Le digo el otro día que estoy estudiando una Enciclopedia Gastronómica que me ha costado un ojo de la cara y ni me pide que se la enseñe. Ni me dice si está bueno lo que guiso, ni si hace esto o aquello. Yo siempre he sido su brazo derecho, jefe, y eso lo saben hasta en todas las tiendas del barrio. No es que quiera pasar factura, pero todos me comentan: qué suerte tiene tu jefe al contar con un ayudante como tú. Y no me pongo medallas, pero es verdad que he aprendido mucho a su lado.

—Vete a ver a Charo y le cuentas que Bromuro está enfermo y hay que llevarlo al médico. Y si te tira algo por la cabeza y te grita que se lo pida yo, le dices que estoy metido en un lío, que viajo mucho, que ya la llamaré.

—Yo no tengo ningún seguro, jefe. ¿Ha pensado usted en que no tengo ningún seguro? Si a usted un día le pasara algo, que Dios no lo quiera, ¿qué va a ser de Biscuter? ¿Al asilo?

Carvalho renegó con una violencia que amedrentó a Biscuter, lo suficiente como para salir del despacho a una prudente velocidad, aunque con la dignidad de todo aquél que ha dicho cuatro cosas bien dichas; le he dicho cuatro cosas bien dichas, se repetía Biscuter mientras bajaba la escalera y suponía que sus palabras no habían caído en saco roto. Carvalho estaba perplejo, estado de ánimo que le repugnaba especialmente, que consideraba un lujo del espíritu inadecuado para cualquier persona medianamente inteligente. No puedo estar perplejo. Al menos no puedo estar tan perplejo como estoy. Abrió un cajón de su mesa y sacó una botella de Knockando veinte años, el whisky para las perplejidades de fondo. Se sirvió tres dedos en un vaso largo y se los bebió en tres tragos lentos y densos. La triple carga y descarga de alcohol y suspiros le sentó bien y se disponía a reconquistar la calle y el buen tono cuando sonó el teléfono. Antes de que cuajara la primera palabra al otro lado de la línea, sólo por una vibración maligna ya dedujo que era Charo la que acusaba recibo de la visita de Biscuter.

—¿Está el excelentísimo señor José Carvalho? ¿Puede su señoría ponerse al teléfono y dignarse a que ésta su servidora le exprese lo que tiene que expresarle?

Carvalho se predispuso a quedarse con el fondo de aquel discurso sin tomar en consideración el tono de agravio. Que de acuerdo con acompañar a Bromuro a donde fuera necesario, porque Bromuro era una persona, no como otros, y más aún, una excelente persona, no como otros. Pero ¿a santo de qué le enviaba un mensajero? ¿Había olvidado su número de teléfono? Al menos su número de teléfono, y no le preguntaba si la había olvidado a ella o no porque le daba lo mismo, pero olvidar el número de teléfono y enviar a Biscuter era una simple prueba de mala educación.

—… y de mala folla, si he de hablar claro.

Hablaba claro.

—Te pasaré a buscar esta tarde.

—No necesito que me paseen como el perro. Sé ir a mear sola.

—Pues no te pasaré a buscar esta tarde.

De nuevo un monólogo para ser escuchado y que se resumía en un cada vez más lloroso ¿pero tú qué te has creído? Y silencios a la espera de una respuesta que Carvalho no sabía darle y la aceptación final del te pasaré a buscar esta tarde, en un tono de voz de persona que ya había descargado su angustia. Carvalho quedó a la espera del regreso de Biscuter, un prudente Biscuter en plena resaca del excesivo valor perdido y le explicó el caso Mortimer como si fuera indispensable que Biscuter estuviera al corriente. Le costó poco meterse en la piel del fiel Watson y aportar su agudeza en el análisis de la situación.

—Deben ser los árabes, jefe.

—¿Qué árabes?

—Los jeques árabes. Se llevan a todos los futbolistas buenos a esas ciudades del desierto para hacer equipos invencibles a base de talonario. Acojonan a Mortimer y luego lo fichan. Por cierto, he escuchado casualmente parte de la conversación que usted ha tenido con Bromuro y he sacado mis propias conclusiones. No nos ha dicho nada que nosotros no supiéramos. Yo pensaba más o menos lo mismo y basta salir a estas calles para ver lo que pasa. Usted últimamente ha viajado demasiado, y entre viaje y viaje o allí arriba colgado en Vallvidrera, tal vez no se ha dado cuenta de cómo han cambiado las cosas por aquí abajo. Esto es el Oeste, jefe, el Oeste pero con más navajas que revólveres. ¿Se queda a cenar? Tengo arreglo para hacerle una brandada de urade.

—¿Y eso qué es, Biscuter?

—Una receta que saqué de la Enciclopedia de que le hablé y da la casualidad que me queda una rodaja de dorada cocida del otro día; en un momento le hago la brandada: el pescado sin espinas, ajo, aceite templado, nata montada, sal, pimienta, una gota de Tabasco y batipimer. Cinco minutos.

—Adelante.

Biscuter era tan feliz que desde la cocina banalizó la infelicidad de Charo.

—Está muy enfadada, jefe, pero se le pasará. Me ha dicho que no se come un rosco, que con esto del sida ya sólo le quedan los clientes de confianza y que se le van volviendo viejos. Hasta se le ha muerto uno. Un farmacéutico de Tarrasa. Estaba un poco triste por eso. Ya sabe lo cariñosa que es.

Carvalho compartió la brandade d’Ourade con Biscuter, acompañada de una botella de Milmanda de Torres que puso los ojos en blanco del fetillo, pues conocía que la presencia de la botella implicaba voluntad de excepción y de fiesta. Pero Carvalho comió de prisa porque sentía necesidad de salir a la calle y ver o hablar con gentes que no le contaran sus agravios o sus desgracias o sus premoniciones de agravios y desgracias. Pretextó el encuentro con Charo para dejar a Biscuter y la voluntad de callejear para comprobar sobre el terreno los cambios que Biscuter le había anunciado.

—Mucho ojo, jefe. Fíjese cómo están las cosas, que el otro día leí en un periódico que quieren tirar abajo medio barrio chino, Perecamps para arriba, hasta empalmar con los barrios altos, para que circule el aire. Esto empieza a oler a cementerio.

Carvalho salió a la calle molesto por la recomendación. Por mucho que hubiera viajado o por mucha distancia que hubiera desde Vallvidrera, ¿quién podía suponer que desconocía los límites del país de su infancia? ¿Quién podría escamotearle los puntos cardinales que mejor conocía? Tal vez la moda de suponer que todo había cambiado había llegado a las clases populares y Biscuter cantaba a destiempo el réquiem ya gastado por lo que había sido y no era o por lo que pudo haber sido y no fue. Callejeó reconociéndolo todo, pasando revista a las calles de toda su vida, de casi toda su vida, y todo estaba en su sitio. Hasta se metió en las librerías de viejo y tocó aquella cultura momificada recordando viejos tactos anhelantes de su etapa de drogadicto de la cultura. Pellizcó con los ojos un fragmento de un grueso y lujoso libro sobre Barcelona del que sobresalía una etiqueta con el escandaloso precio original corregido por la piedad reduccionista del viejo librero de viejo: «¿Será posible el mito del hombre libre en la ciudad libre? De momento Barcelona se humaniza en cada tramo que recupera o construye para el paseo del cuerpo, esa relación de espacio y tiempo que da sentido al no tener nada que hacer, ni que temer, ni que esperar, es decir, a lo que podríamos llamar desiderátum beatífico. A este pueblo al que le gustan tanto las cosas gratuitas y al que uno de sus filósofos le prometió que un día lo tendría todo pagado, en cualquier parte, por el simple hecho de ser catalanes, le entusiasma buscar caracoles, coger setas, beber en las fuentes públicas y pasear por su ciudad sin pagar nada. Tiene una relación maternofilial con su ciudad: la saben mujer y se sienten hijos de la puta y de la Ramoneta, de la Venus de Bronce y de la Pepita del paraguas, la señora Josefina, de Reus, por más señas. Algunos de sus filósofos, en el pasado, trataron de convencerles de que era una ciudad de mármol o una ciudad estado o una ciudad país… sin conseguirlo. La gente sabe que esta ciudad es una patria que cada cual posee mediante la hegemonía de la propia memoria. Muchos nacieron aquí. Otros vinieron de lejos. Pero esa memoria posesiva comenzó aquel día en que, como los antiguos caldeos, comprendieron que en lo esencial el mundo terminaba en las colinas que alcanzaban a ver los propios ojos». Podía estar de acuerdo o en desacuerdo con el texto, pero no se molestó en decidirlo. Frustró la expectativa de compra del vendedor saliendo de la tienda ya decididamente en busca de Charo y cuando llegó a su puerta la llamó por el interfono. Dos minutos después salió Charo en estampida y se le echó encima como una vaharada de esencia de rosa y carne caliente. Era un abrazo de estación de tren, un abrazo de esposa de repatriado, y Carvalho se dejó abrazar y besar, al tiempo que daba golpecitos en la espalda de la mujer porque no sabía qué hacer ni con las manos ni con el remordimiento. Luego Charo facilitaría las cosas porque estaba alegre y habladora y Carvalho quiso que la fiesta fuera total. Cine y Vallvidrera, en el caso de que aquella noche no tuviera clientes.

—¿Clientes? Pero no sabes qué has dicho. Estoy más en crisis que la industria siderúrgica ésa del Norte, de esos pobres que los tienen tan puteados. Ésa es otra, Pepe, que esto del sida ha hecho mucho daño y aunque tengo algunos fijos de toda la vida, con eso no tiro, que no tiro, y no te lo digo para quejarme, pero es que he de tomar una decisión. Quería hablarte.

Lo conseguiría aunque Carvalho no quería escuchar según qué cosas. Quería hablarle pero no lo hizo hasta que salieron del cine tras ver una película donde la gente se droga con gazpacho y una chica pierde la virginidad soñando, con unos conspiradores chutas de fondo que le complican la vida a una modelo con ojos de garza y candor de flan chino. Luego mientras subían a Vallvidrera insinuó que quería hablarle, que había algo que debía saber. Pero hicieron la cena y el amor, con todas las sabidurías de Charo y toda la capacidad de Carvalho para recurrir al recuerdo de otro cuerpo cuyo rostro no podía precisar, aunque finalmente fue el rostro de Charo, de una Charo más joven. Y en el relax del cigarrillo de ella y del Cerdán Churchill de él, cara al techo y protegidos con una manta del excesivo frescor octubrino de Vallvidrera, Charo por fin habló. Un viejo cliente le proponía montarle un negocio. Una cosa sencilla. Una pensión.

—¿Qué te parece a ti una pensión, Pepe? Piensa que no tengo donde caerme muerta. Cuatro ahorros que me estoy comiendo. ¿Qué te parece una pensión?

Cuando Charo estaba deprimida siempre aparecía un cliente que le proponía montarle un negocio. Y Carvalho debía saberlo. Y aconsejarla. Carvalho cerró los ojos para no ver la cara que Charo había vuelto hacia él cuando contestó:

—No es mala idea.

La calle Perecamps sería continuada y cortaría las carnes de la Ciudad Vieja en busca del Ensanche, abriéndose camino a través de las carnes vencidas y los esqueletos calcificados de las arquitecturas más miserables de la ciudad. Un gigantesco bulldozer con cabeza de insecto de pesadilla convertiría la arqueología de la miseria en definitiva arqueología de libro, pero aunque se derrumbaran las casas y los viejos, los drogadictos, los camellos, las putas pobres, los negros, los moros tuvieran que escapar empujados por la pala mecánica, a algún lugar llevarían su miseria, tal vez al extrarradio, donde la ciudad pierde su nombre y ya no se hace responsable de sus desastres. Una ciudad sin nombre no se enseña, no sale en las postales y sólo merece la piedad de las primeras páginas cuando su complejo de autodestrucción supera los límites de lo tolerable por la sociedad permisiva y se mata, se viola o se suicida con la desmedida que sólo utilizan los desesperados y los locos. Calles de viejos con bolsas casi vacías, siempre entre dos compras escasas y dos olvidos imperfectos: qué han hecho en esta vida y qué día es hoy. Una nueva generación de putas varicosas censadas por una computadora de la quinta generación, alimentadas como sus madres con bocadillos de atún y una tapita de calamar flotante en un fumet híbrido con la única concesión de modernidad del frankfurt con catsup diríase que ingerido por vía intravenosa. Junto a la puta monumental erosionada por los años y los relentes exteriores e interiores, la putilla oscura de jeringuilla y ojos derivantes como los de los marinos borrachos en un mar sin salida. También dos clases de chulos, el de siempre, semental paquidermo con el culo y pecho salidos, y el posmoderno, aterido por sus drogradicciones y con los dedos y los ojos húmedos como cuchillos resbaladizos e histéricos sobre un universo de hostilidades deliradas. Comerciantes mal iluminados y con la navaja en el cuello. Jóvenes virtuosos sin trabajo que transitan de prisa por sus propias calles prohibidas, y sus madres, exiliadas interiores en unos barrios a los que han aportado geranios en los balcones desde hace cinco o seis generaciones y el contraste de la pobreza honrada. Familias de topos magrebíes y gacelas negras del África profunda, habitantes de pisos abandonados por fugitivos de la ciudad leprosa y con retretes sin agua corriente. Cadáveres presuntos en pisos precintados desde dentro, de viejos abandonados por la memoria y el deseo propio y ajeno. Niños perdidos sin collar que pelotean en las plazas, duras o blandas, incluso a las puertas de antiguas iglesias, tan antiguas que son románicas y permanecen a medio desenterrar con una reciente historia de estancos o de cuchillerías artesanales. Mierda de perro, perros de mierda tan deslucidos y miedosos como sus lazarillos: mujeres maduras o niños maduros, las unas y los otros con aspecto de obligados a pasear el perro para pasearse a sí mismos contra la naturaleza de calles estrechas y con aceras usureras. Y sin embargo algo parecido a la belleza de la miseria se ha grabado en el rostro de las casas construidas en un antes y un poco después del Manifiesto comunista, desconociéndolo, porque esta ciudad ya vieja se hizo o se rehízo más acá o más allá de las murallas medievales derrumbadas a mediados del XIX. Y no es erudición propia la que excita la memoria visual de Carvalho cuando después de dejar a Charo en la peluquería orienta su coche hacia el parking del sur de las Ramblas, sino al debate radiofónico sobre los problemas de «La violencia en la ciudad» en el que intervienen un novelista exnovísimo y un jesuita comunista, el primero utilizando como padre espiritual, de un collage de variados y opuestos padres espirituales, a un tal Georges Simmel, y el segundo a Cristo y Carlos Marx. Según Simmel, dado que en las ciudades no hay posibilidad de descarga de agresividad que no comporte un gran peligro, por el amontonamiento y la complejidad tecnológica del medio, se hace imprescindible la canalización de esa violencia. Una de las más habituales es la que los etólogos conocen como agresión sobre un objeto sustitutivo.

«—Imaginémonos —dice el novelista— que un conejo aterrorizado decide matar al zorro que le hace la vida imposible, pero no puede porque el zorro es más fuerte que él, entonces se libera de esa pulsión de agresividad dando una patada a un ratoncillo. Hay una larga tradición urbana de chivos expiatorios: las persecuciones y agresiones contra judíos, negros, árabes, gitanos, sudacas o xarnegos permiten que los frustrados y agresivos ciudadanos empiecen a repartir golpes contra minorías débiles y sin respuesta. Otra variante eficaz del objeto sustitutivo es el deporte. La ritualización de los actos agresivos y el autocontrol permiten el simulacro de una lucha, de una agresión entre deportistas, en la que el público participa y una nueva generación no se contenta con la violencia simulada, sino que la materializa en las gradas o fuera del campo, irritados porque han comercializado su válvula de escape.

»—¿Usted cree, señor Félix de Azúa, que si el fútbol fuera gratis desaparecería la violencia actual de los hinchas?

»—Lo más probable.

»—¿En su catálogo de agresiones sustitutivas, hay alguna más?

»—Sí. El nacionalismo. El entusiasmo patriótico por vía negativa que necesita la existencia de un enemigo exterior. Y también los muertos de tráfico, los muertos de autopista. Las sociedades industriales admiten el coste de muertos por la utilización del automóvil, pero no el de los muertos atribuidos a la locura política, religiosa o sexual. Hay muertes permitidas y muertes prohibidas. La cultura urbana genera un escenario para la violencia regida por leyes que distinguen entre violencia buena y violencia mala.

»—¿Está usted de acuerdo, señor García Nieto?».

El jesuita comunista está de acuerdo en la teoría del escenario y de la doble verdad, pero la causa de la violencia es el desorden, el desorden entre los valores mitificados de la riqueza y la impotencia de la mayoría para alcanzarlos, impotencia cada vez más ancha y profunda.

«—Un treinta por ciento de la sociedad española vive en condiciones de pobreza; ¿cómo no va a ser violenta?

»—Y cada vez va menos al fútbol —sentencia filosóficamente el locutor».

Y Carvalho apaga la radio y el coche. Entre subir a su despacho y comprobar una vez más a pie lo que había reconstruido con la imaginación y la ayuda del debate radiofónico, optó por lo segundo y se metió por Arco del Teatro en busca de la futura senda de los bulldozers, zigzagueando por callejas entristecidas por la noticia y despidiéndose de edificios ennoblecidos súbitamente por su condena a muerte, porque hasta el estrangulador de Boston inspiraba compasión y adquiría dignidad en las horas precedentes a su ajusticiamiento. San Olegario arriba, desembocó en la calle de San Rafael; a la izquierda, casa Leopoldo, preparando su quehacer de restaurante honesto; enfrente, el pasaje de Martorell, y a la derecha, el acceso hacia la calle de Robadors con sus ahora dormidos bares de prostitución barata, alguna pensión como la que glosaba a una tal Conchi, dotada de un rótulo luminoso que reservaba sus eléctricas energías para el anochecer. Todos los bares permanecían cerrados o a medio abrir, menos uno que reproducía un ambiente tropical de país tercermundista definitivamente arruinado por la deuda externa. Tres putas viejas madrugadoras contemplaban con filosofía su café con leche y con poco esperanzada lascivia el único hombre que estaba en el local. Carvalho fue hacia la barra y pidió un carajillo, sintiendo al instante un calor humano próximo, cernido sobre su hombro derecho. Se volvió y ante su vista apareció una muchacha tan venida a menos que parecía un recuerdo de sí misma, con la piel de la cara gris y pegada a unos huesos bien distribuidos pero inmisericordes en su premonición de calavera. Sobre la frente, un costrón de golpe, y uno de los ojos de luto riguroso.

—Caballero, ¿a estas horas del amanecer no le apetecería pegar conmigo un polvo literario?

—¿De qué tipo de literatura?

—¿Tipo o género?

—Me da lo mismo.

—Podríamos pegar un polvo de poema de Baudelaire.

—La poesía no me la levanta.

—Lo que no pudiera hacer la poesía ya lo haría yo.

—¿De qué facultad has salido?

—De la de Ciencias de la Felación. ¿Sabe usted lo que es la felación?

—Hace tanto tiempo que dejé los estudios…

—La mamada.

—La mamada —consideró Carvalho para sí mismo, como si tratara de encontrar el plural significado de una palabra misteriosa.

—A estas horas lo hago barato. Luego subo el precio.

—Eres mala comerciante. A estas horas deberías cobrar más caro. Tienes menos competencia.

Tenía mala leche la intelectual, porque se encabritó para decirle:

—No te quedes conmigo. ¿Te va o no te va?

Dirigía miradas intermitentes a un rincón del bar donde los ojos de Carvalho acabaron por descubrir a un jovenzuelo con coleta que les miraba con los ojos turbios.

—¿Es tu chulo?

—Es mi padre. ¿Qué has venido a buscar aquí?

—Un carajillo.

—¿Quieres nieve?

—¿Tienes nieve?

—No. Pero sé quién te la puede dar.

—Y así también te la dará a ti. No eres ni siquiera un camello. ¿Tan mal estás?

—Estoy como me sale del cono.

—Una puta profesional jamás me hubiera dicho una grosería así.

—¿Qué sabes tú de putas?

—Mi novia es puta.

—Tu novia lo que será es un pendón.

E hizo un mutis mareado, porque sus piernas delgadas no le permitieron dar el giro con el aplomo requerido por los mejores mutis. Se metió en las sombras internas del local para sentarse junto al muchacho. Desde entonces dos pares de ojos indignados no abandonaron la espalda de Carvalho hasta que terminó su carajillo y les dio la cara y una mirada de amenaza suficiente como para que los dos jóvenes fingieran otear otro horizonte.

Dorothy llegó con seis maletas y una tía que la había criado como una madre. La tía bebía whisky irlandés de una petaca de plata y aseguraba que sólo permanecería en Barcelona el tiempo suficiente para asegurarse que su sobrina estaba bien instalada y que en la ciudad hay buenos especialistas para las enfermedades hepáticas. Desde la pubertad, Dorothy tiene el hígado delicado, lo que no le ha impedido ser una buena deportista y la vedette de rock de las pandillas del Soho hasta que conoció a Jack y sentó la cabeza y el culo.

—Así hablaba Zaratustra —terminó Camps O’Shea el parte de llegada de Dorothy a un Carvalho que no se lo había pedido—. ¿Conoce usted a Sara Fergusson, una de las nueras de la reina de Inglaterra?

—No tengo el gusto.

—La habrá visto en los diarios o en las revistas. Bueno. Olvidaba que usted no necesita diarios.

—Recuerdo vagamente a la dama.

—Pues Dorothy es como la Fergusson en menos macizo. A mí, particularmente, la Fergusson siempre me ha parecido algo grasienta.

La palabra grasienta en boca del pulcro Camps era un grave insulto.

—Y en cuanto a la tía, esperemos que se vaya pronto porque se mete en todo y hasta quería ver el vestuario de los jugadores donde se desviste Jack. Le han dicho que en España el virus del sida es como los toros, por el tamaño y porque campa libre por los campos y los vestuarios. Hablando de vestuarios, hemos contratado un servicio de seguridad en todas las entradas del campo, con el pretexto de que en el pasado ha habido algún robo y de que así aumenta la seguridad de los jugadores en general. ¿Usted ha avanzado algo?

—No. Y sí. La verdad es que estoy desconcertado. Yo sabía leer en los ojos de los chorizos españoles, pero me cuesta leer en los ojos de los chorizos de importación. El lenguaje de los ojos no es universal. Me he dado cuenta.

—¿Qué quiere decir?

—Mis contactos me han llevado a mafias no indígenas y de la conversación he deducido que no saben nada de lo que quisiéramos que supieran, pero algo saben que no quieren que sepamos.

—¿No es lo mismo una cosa que otra?

—No.

Camps le ha citado en las puertas del estadio de Montjuïc y pasean como una pareja de curiosos ante las obras de reconstrucción: mantener el perímetro de fachada y hacerlo completamente nuevo por dentro. Es un servicio a la memoria, la servidumbre a la memoria visual, comenta Camps sin entusiasmo.

—No es que yo sea un bárbaro partidario de que incendien los museos y destruyan de una vez el Partenón. Pero no hay que pasarse en lo de conservar el patrimonio. Si la humanidad se hubiera empeñado en conservar el patrimonio no habría pasado de la selva habitada por los bosquimanos o de la cabaña lacustre. ¿A usted este estadio le parece notable?

—No sabría pasear por Montjuïc sin esperar encontrármelo.

—Imagine usted esto setenta años atrás, la sorpresa que se habría podido llevar algún viandante al encontrárselo. Yo espero con más atención los nuevos edificios. Barcelona se convertirá en un muestrario arquitectónico de validez universal. Lo nuevo siempre es menos necio por principios, aunque a veces lo nuevo nazca viejo, incluso muerto. Este año en Francia visité una central nuclear que jamás entró en funcionamiento. Era estremecedor, tanto o más que pasear por las ruinas más sobrecogedoras del mundo. Palenque. Pompeya. Machu Picchu. Spoleto. ¿Ha estado usted alguna vez en Spoleto? Es una ciudad adriática construida a partir de un templo de Diocleciano, como si conservara esa razón de ser original, como si creciera bajo las faldas del templo de Diocleciano. Genial. Tenga.

No parecía especialmente afectado y sin embargo en el papel que tendía a Carvalho aparecía un nuevo redactado anónimo e igualmente amenazante y paralelístico:

«Los delanteros centro tienen la cabeza de piedra y el cuerpo de coral rosa, por eso se rompen cuando rematan contra los acantilados.

»A su sombra crecéis los inválidos que jamás posaréis para un retrato épico y en la destrucción del delantero centro renacéis, sobre sus cadáveres crece vuestra estatura de vencidos biológicos.

»Por todo ello os merecéis que el delantero centro sea asesinado, al atardecer desde luego. Y si me preguntáis por qué el delantero centro debe ser asesinado al atardecer, os diré que ha de ser antes de que llegue la noche y me quede a solas, en la casa de los muertos que sólo yo recuerdo».

—Me gusta menos.

—Pues incluye una cita poética de prestigio. La ha adivinado el mismísimo Basté de Linyola. Fíjese en las últimas frases y compárelas con este fragmento de un poema de Espriu.

Era otro papel y esta vez estaba manuscrito, quizá por el propio Camps.

Potser demá vindran

encara lentes hores

de claror per ais ulls

d’aquest esguard tan ávid.

Pero ara és la nit

i he quedat solitari

a la casa deis morts

que només jo recordó.

[Tal vez mañana llegarán / todavía lentas horas / de claridad para los ojos / de esta mirada tan ávida. // Pero ahora es de noche / y he quedado solitario / en la casa de los muertos / que sólo yo recuerdo.]

—¿Entiende el catalán?

—Lo suficiente.

—El asesino tiene buen gusto. ¿Quiere conocer a Dorothy?

—No. Pero quisiera hablar con usted tranquilamente. Le invito a cenar un día a mi casa. Vivo en Vallvidrera. Nos acompañará un amigo gestor que colecciona autógrafos de jefes de relaciones públicas de equipos de fútbol de prestigio. Cocinaré yo y así podrá sorprenderse ante mis conocimientos prácticos, ya que el otro día le vi algo sorprendido por mis conocimientos teóricos.

—Me honra con su invitación.

Estaba sinceramente honrado.

—Puede venir acompañado.

—No suelo ir acompañado a este tipo de encuentros de desvelamiento. No siempre es conveniente ir acompañado. ¿Por qué el amigo gestor?

—Es un buen inductor de conversación y no tiene mis vicios de encuestador. Me paso la vida haciendo encuestas.

—Ya me había fijado. Yo traigo otra cita que quizá no sea tan de nuestro agrado. El comisario Contreras quiere dialogar con nosotros. Con nosotros dos.

—Hombre, Contreras.

—Hace años. Es mi enemigo preferido. Más vale enemigo conocido que enemigo por conocer. Con el tiempo se ha ido sofisticando. Empezó siendo un policía español de película española de poco presupuesto de los años cincuenta. Luego parecía un policía de cine negro norteamericano. Últimamente le vi con más registros. No sé qué influencias habrá asimilado, porque yo no voy al cine desde antes de la crisis del petróleo, pero no es el mismo Contreras. ¿Cuándo nos espera?

—Cuando queramos.

—¿Por qué no ahora?

Llegaron cada cual en su coche. Carvalho en un Renault 11, del que aún estaba pagando los plazos, y Camps en un Alfetta. Pero convinieron entrar juntos en la Jefatura Superior de Policía de la vía Layetana y Contreras arqueó una ceja amable para Camps y una ceja displicente para Carvalho.

—Este tipo de parásitos existirán mientras encuentren a paganos como ustedes que les paguen las minutas. Pero por primera vez está usted dentro de la ley, Carvalho. No hay muerto. Un detective privado puede investigar una amenaza. Pero se lo recuerdo, en cuanto haya una gota de sangre y le vea a usted en medio, le pringo. ¿Por qué no se jubila?

—Soy un manirroto. No he ahorrado lo suficiente para la vejez.

—¿No cotiza usted a autónomos?

—No.

—Insensato. Un detective viejo no es un detective, es sólo un viejo. Se lo digo yo que tengo un Estado detrás y usted en cambio resulta que no tiene donde caerse muerto.

—No he venido a hablar de la seguridad social.

—Dígame, ¿qué opina del segundo anónimo? ¿La leche, no? Sólo faltaba que se metieran en la delincuencia poetas anónimos. Antes tal vez había menos cultura, pero más sinceridad. Nunca se habían visto chorradas de este tipo. Añoro aquellos tiempos en que los anónimos tenían faltas de ortografía y empezaban como las cartas de antes de la guerra: espero que al recibo de esta carta estéis bien, yo, gracias a Dios, también.

Camps lanzó una carcajada inadecuada y la repitió. Tan inadecuada que hasta a Carvalho le pareció una falta de respeto y un desliz histérico. Camps adivinó lo que pensaba Carvalho y volvió a reírse, ya sin contención, hasta las lágrimas.

—No sabe lo que me gusta ser tan gracioso.

En los ojos de Contreras brillaban los grilletes que le hubiera gustado poner en los tobillos del impertinente. Le costó a Camps recuperar la compostura.

—Comisario, es usted genial.

Tampoco le gustó aquel comentario a Carvalho. A un comisario nunca se le puede considerar genial, pero tampoco se le puede decir con la sinceridad de fondo con que lo había calificado Camps. Indicaba una neutralidad ante la policía que ningún ciudadano equilibrado debería tener. Se puede ser amante de la policía cuando se es un enfermo de autoritarismo, o un enemigo de la policía cuando se es un ciudadano alertado, pero contemplar a un policía como una figura del espectáculo sólo es posible en tiempos ambiguos y en los que las gentes han perdido la jerarquía de valores. Contreras estaba dispuesto a recuperar la lógica de la situación y fue al grano.

—Yo les digo que ya sé qué hay detrás de todo esto.

Consiguió la expectante sorpresa de sus dos convocados.

—Detrás de todo esto hay un delincuente polisémico.

—Aunque uno de ustedes dos se sorprenda y yo ya me sé quién va a sorprenderse, la policía trabaja con métodos nuevos. Había un punto de partida claro. Relean el primer anónimo y mucho más el segundo. ¿Qué destaca? ¿El anuncio de un asesinato? No. ¿Que el destinatario del dolo, y perdonen el tecnicismo, sea un delantero centro, figura de asesinado atípica, a todas luces? Puede ser, pero no tanto, porque si se ha asesinado a boxeadores, a todo puerco le llega su San Martín, y lo digo sin animosidad alguna a la digna profesión de futbolista y muy especialmente a la especialidad de delantero centro, que con la de defensa central es, sin duda, la más loable y esforzada especialidad del futbolismo. Exprímanse el magín, señores. ¿Qué destaca? La forma. La forma de estar redactado el anónimo. Usted se ha reído mucho cuando yo he comparado esta forma con la de los anónimos tradicionales y no me he enfadado, porque comprendo que la comparación es en sí misma estrambótica, descojonante, vamos. Pero es cierta. El autor del anónimo quiere hacer pinitos literarios. Está creando una atmósfera, como cuando en las películas o las obras de teatro se va metiendo poquito a poquito al público en situación y de pronto, ¡zas!, se provoca el golpe de efecto. Los anónimos están escritos en Letraset, un tipo de letra que emplean los grafistas y eso nos obligaría a investigar a todos los grafistas de Barcelona, la ciudad de industria editorial por excelencia y por lo tanto podríamos pasarnos media vida. Pero hay algo que nos pone en la pista de alguien que sabe escribir y que quiere demostrar que sabe escribir, y como dice el inspector Lifante, un chico que vale mucho y que ha estado metido en la movida madrileña, alguien que pre-fabrica una expectación literaria, repito, una expectación literaria en torno de un hecho criminal aún no existente, pero que de existir provocaría una auténtica conmoción de masas. Repito. Conmoción de masas. Le asesinan a usted, Carvalho, y no se entera ni Dios. Me asesinan a mí y se enteran algunos más. Pero es que nos asesinan a un delantero centro y es que se enteran hasta en Karachi. Aíslen los elementos que les he dado: delantero centro, ídolo de masas, expectación literaria, conmoción social sin límites… Un escritor loco. Bien. Acepto la hipótesis. Pero repasen las estadísticas. ¿Cuántos escritores locos han asesinado previo anuncio del crimen, en la vida real, me refiero? No. Esto huele a precampaña publicitaria. Parece el anuncio por entregas de un estreno cinematográfico, incluso me imagino el título de la película: El delantero centro será asesinado al atardecer. La hostia. Y ustedes perdonen. La campaña publicitaria está hecha. Pero hagan ustedes un análisis de contenido de los anónimos. Mejor será que pase el inspector Lifante que es el que sabe de análisis de contenidos.

Pulsó la tecla del interfono y gritó como si el interfono estuviera estropeado o fuera esencialmente sordo.

—¡Que venga Lifante!

Y entró Lifante. Parecía un modelo de Adolfo Domínguez, con una americana en la que cabían dos Lifantes y en el pelo con toda la producción de gomina de una amplia zona, difícil de determinar, del hemisferio occidental.

—Lifante, haga usted delante de estos caballeros el análisis ése de contenido que me ha hecho antes a mí.

—¿Conocen ustedes los estudios de la escuela de Moles sobre análisis de contenido? ¿El trabajo divulgador de Kientz publicado en España?

Esto no es un policía, refunfuñó mentalmente Carvalho. Maldijo una organización de la cultura o una civilización que ya disponía de intelectuales de la represión. Igual se ha graduado en la Facultad de Ciencias de la Represión. Pero el continente del inspector Lifante acabó ganándole. En el inspector Lifante el medio era el mensaje y el delito era para él un enigma basado en una comunicación interrumpida por un ruido. Esperó a que los demás le preguntaran de qué ruido se trataba, pero los demás estaban instalados en el desconcierto.

—En todo mensaje hay un emisor y un receptor, a través de un canal. Pero a veces esa transmisión se interrumpe por un ruido. Pues bien, el delito es un ruido no total. Es un ruido transitorio que deja desviado el mensaje. Aquí nos anuncian una muerte. Nos la quieren comunicar, insisto en la palabra, comunicar. Remontándonos por ese canal podemos llegar al comunicador, al emisor, es decir, al presunto criminal, al que puede llegar a ser un criminal.

Contreras les guiñó el ojo y dijo:

—Ojo al parche.

—No hay que confundir el análisis del contenido con un análisis ideológico, aunque evidentemente puede ayudar a establecer un retrato ideológico del emisor. Yo más bien me inclino, relacionando el análisis de contenido con la psicolingüística, en un método que yo he construido a mi manera, a ir a por la psicología a delimitar el tipo psicológico del que emite, y si tenemos ese tipo psicológico en seguida daremos con el sociológico, y entre el sociológico y el psicológico podremos llegar a un retrato robot de su alma. Ahí está el mal. Y esa alma tiene una cara.

—Y un carnet de identidad —apoyó Carvalho.

El inspector emitió una breve risita.

—Me está mal decirlo, porque soy un policía, pero lo que menos me interesa es lo del carnet de identidad.

—Hombre, Lifante, no me joda.

—Es un suponer, jefe, un suponer. Ya sé que hay que detenerle y eso pasa o bien por cogerle con las manos en la masa o bien por el carnet de identidad. Pero en mi expectativa científica lo que interesa es delimitar un tipo psicosocial.

—Al grano, Lifante, al grano. Díganos cómo se hace ese análisis.

—Pues hay que coger los textos y aislar los ítems, los elementos semánticos fundamentales, y a partir de las reiteraciones ir desvelando las obsesiones del interfecto. Lo que ocurre es que estamos ante un mensaje evidentemente polisémico.

—¿Polinésico? —preguntó Carvalho.

—No. Polisémico. Moles lo ha estudiado muy bien y nos ha dicho…

—¿A quién se lo ha dicho?

—No interrumpa a Lifante, Carvalho.

—He empleado el «nos» de un receptor plural, los lectores de Moles. Pues bien, Moles nos ha dicho que los mensajes tienden a dividirse en dos: los que tienen un contenido preferentemente semántico y los que tienen un contenido preferentemente estético. Es decir, los que atienden a primar la significación, la comunicabilidad y los que introducen la polisemia, una cierta libertad de lectura. Por ejemplo: «Mamá, me duele la tripa» es un mensaje preferentemente semántico, y en cambio «De mis soledades voy, de mis soledades vengo» es un mensaje estético. Aquí verán la complicación. Los mensajes del emisor anónimo son semánticos y estéticos, complicadamente polisémicos. Nos dicen: voy a matar a un delantero centro, pero el cómo lo dice nos complica el desvelamiento porque lo hace mediante un merodeo estético. Retengan esta locución: merodeo estético. Eso dificulta aislar los ítems y relacionarlos.

—Vaya a por los ítems, Lifante.

Todos quedaron a la espera de que Lifante fuera de una vez a por los ítems. El joven inspector puso sobre la mesa los dos anónimos y los mostró con una mano abierta.

—Aquí tienen los dos mensajes. He procurado aislar ítems relacionables, y ¿cuál ha sido el resultado?

Las miradas le pedían los resultados.

—El resultado es que todavía es imposible establecer resultados.

—Pues sí.

Contreras se removió inquieto y algo indignado.

—Pero que no haya resultados todavía comunicables no impide que podamos llegar a una conclusión sumamente esclarecedora. Estamos ante una personalidad polisémica. El mensaje polisémico conduce a una personalidad polisémica, escindida entre la comunicación y la fascinación por embellecer esa comunicación. Si yo fuera crítico literario, que todavía no lo soy, pero espero serlo algún día…

—Escribe artículos en la revista de la policía —le respaldó Contreras guiñándoles el ojo.

—Si yo fuera un crítico literario diría que este hombre incurre en una trampa muy común a los escritores que tratan de dar gato por liebre, que tratan de dar periodismo por literatura, comunicación por conocimiento desde la palabra, desde la polisemia de la palabra. Es decir, para lo que él está dotado es para decirnos: voy a matar al delantero centro, y con eso cumpliría. Pero como quiere pasar por literato, arropa un mensaje que desnudo no tendría ningún valor con un camuflaje literario, exactamente eso, camuflaje literario.

—Yo no estoy de acuerdo con este diagnóstico —cabeceó dubitativo Camps O’Shea.

Lifante se encogió de hombros y volvió a emitir una risita sorbedora de la saliva que se le había acumulado en la boca.

—Es usted muy libre. Pero yo soy muy riguroso en mis análisis. O se hace periodismo o se hace literatura. No las dos cosas a la vez. El resultado ha de ser entonces un híbrido, como este mensaje.

Había algo de desafiante en la propuesta de Camps:

—A ver. ¿Cómo hubiera resuelto usted este mensaje sin reunir lo comunicativo con lo literario?

—Ahí está una de las claves. El mensaje periodístico puro ya lo sabemos: voy a matar al delantero centro.

Stop —dijo Carvalho, pero no consiguió cortar el hilo a Lifante.

—Y ya bastaría. Sería un mensaje funcional y sincero. Encomiable. Si fuera un literato de verdad hubiera escrito, por ejemplo: delantero quebrado la tarde vencida, los dioses usurpados reclaman venganza.

Camps parecía memorizar la frase y estudiarla y finalmente adujo:

—No está mal, pero quizá habría que trabajar algo más el ritmo.

—A ver. ¿Cómo la dejaría usted?

Contreras y Carvalho no pudieron evitar mirarse con una cierta molesta solidaridad de convidados de piedra.

—Quedaría mejor así:

Vencida la tarde dioses usurpados

en el centro del mundo el que debe morir.

—Reconozco que lo polisémico está mejorado, pero no el ritmo.

—Me interesa más la pluralidad de significados que el ritmo.

—El ritmo es un elemento lingüístico más; de hecho traduce una manera de respirar.

—Hay mucho que hablar sobre la relación entre ritmo, o en definitiva sintaxis, y sistema respiratorio.

—¡Pero, bueno!

Contreras se había puesto en pie y casi dio un puñetazo sobre la mesa, pero dejó caer la mano muerta y buscó una sonrisa entre los pliegues de su indignación.

—Muy interesante, señores, pero ni a usted ni a mí, Lifante, nos pagan para hacer poesía.

Lifante volvía a reír sorbiéndose la saliva.

—Si tiene alguna conclusión que ofrecernos, adelante, y si no, pues se va con Bolaños a hacer la ronda del Guinardó, que bueno está aquello.

—En cierto sentido, sí tengo una conclusión. Primero, ya sabemos que es un polisémico enmascarador, por lo tanto debe ser un escritor frustrado y en cuanto envíe más anónimos incurrirá en más reiteraciones de ítems significativos. Hay que esperarle y él sólito se meterá en nuestra maquinaria analítica.

—Váyase al Guinardó, Lifante.

Una vez desaparecido el joven inspector, el silencio tradujo diferentes perplejidades. La de Contreras, absolutamente mareado por las palabras. La de Camps, con la cabeza llena de ritmos alternativos. La de Carvalho, tratando de relacionar lo que había oído y lo que estaba viviendo con cualquier situación profesional parecida. No. No existía, y eso le desconcertaba. De hecho todas las situaciones profesionales se habían parecido y ésta en cambio le había resultado molestamente polisémica.

—Contreras, mal veo la seguridad de esta ciudad en manos de estos jóvenes inspectores polinesios.

—Me callo, por respeto al señor Camps, y me limito a decir que es usted un ignorante y un incordiante. Si metemos el caso en manos de un tarugo rutinario, usted habría dicho, claro, son como piedras berroqueñas. Y como tratamos de incorporar nuevos procedimientos, usted me sale con el desprecio del ignorante. ¿Quién dijo aquello de que hay gente que desprecia cuanto ignora?

—Harpo Marx, creo.

Camps O’Shea se ensimismaba por momentos. Carvalho tuvo que repetir su nombre varias veces para devolverle a la realidad y a la necesidad de marcharse.

La mujer tiene el cabello teñido color paja, ojos grandes, tristes, marrones, melosos, hepáticos, y una boca de beso húmedo pero casto, una flor carnal en un cuerpo educado por la gimnasia, el ballet, el masaje y una vida regulada de señora alto standing, independiente merced a un negocio para «Beautiful People. Estética», que empezó financiándole el marido para que se entretuviera y que se ha convertido en un imperio en expansión por la manzana de un barrio lo suficientemente pulcro y semirrico como para aún permitir expansiones. Entran y salen mujeres entre dos compras o entre dos embotellamientos de coches para llevar y traer a sus hijos de colegios situados en el cinturón vegetal de la ciudad antes de encaramarse por las laderas del Tibidabo, y Alberto Palacín merece miradas no todas de reojos, hasta que la mujer lo saca de la jaula del hall para meterlo en un despacho con la mesa ocupada por fotografías del marido y de los hijos y las paredes por títulos lúdicos de experta en toda clase de ciencias del cuerpo.

—Qué pena, qué pena. Inma y yo éramos muy amigas. Era algo más que una cliente, e incluso sustituyó a una profesora de ballet una temporada. Tenía un cuerpo magnífico. Quien tuvo retuvo y aún la llamaban de vez en cuando para un pase de modelos o para hacer de azafata en algún congreso. No. No me dejó señas. Se fue de la noche al día, aunque se veía venir. No quisiera ser indiscreta, ¿es usted un familiar?

—Su primer marido.

—Qué pena. Por tres semanas no la ha pillado.

—No avisé de que volvía a Barcelona. La verdad es que no me decidí hasta agosto. Ya sabe lo que pasa entre parejas separadas. Yo mandaba todos los meses la pensión del chico a una cuenta bancaria. La sigo mandando.

—Tal vez en el banco pueden decirle adónde se ha trasladado.

—Los bancos son muy reservados.

—Pero ella bien ha de seguir cobrando.

—Sí. Es verdad.

—Qué pena, no poder ayudarle.

—¿Sabe usted cómo les iba?

—¿A quién?

—Al chico y a ella.

—Bien. Muy bien. Creo que tenían alguna dificultad económica porque al marido, bueno, al nuevo marido no le iban bien las cosas. Había cerrado el negocio en el que trabajaba y estaba siempre de aquí para allá como vendedor, a comisión, a veces bien y otras no tanto. Creo que se marcharon por eso.

—Pero el chico, el cambio de colegio…

—Supongo que aprovecharon eso, el cambio de curso, pero no me dijo adónde iba. ¿Conoce usted su actual marido?

—Sí. Sí. Gracias por su interés.

—Es una pena que Inma se haya marchado. Era un estímulo para otras clientes porque tiene un sentido de la disciplina física admirable y daba gusto verla trabajar en el gimnasio. Aquí tenemos de todo: squash, masaje subacuático, piscina, gimnasio, sala de ballet, un pequeño restaurante dietético.

La enumeración de las bondades de las instalaciones le persiguió hasta la puerta, donde la mujer distrajo su buena educación en dos frentes, el de Palacín y el de unas clientas al parecer muy importantes a las que comentó la maravilla del chandal que llevaban.

—Nos lo compramos en julio en Londres, de rebajas.

—¡Qué suerte!

Ya en la calle, Palacín miró el reloj que le separaba equidistantemente del tiempo para llegar a los entrenamientos o del de acercarse al banco para rastrear el nuevo domicilio de su hijo. Tenía que elegir y se decantó por el entrenamiento, sin que luego le abandonaran los reproches mientras orientaba al taxista sobre el itinerario más correcto para llegar al campo del Centellas. Tal vez si le pidiese permiso al entrenador para salir a la una y así llegar al banco antes de que lo cerraran, pero el entrenamiento matinal era especial para los tres profesionales de un club de jugadores pluriempleados que solían entrenarse a partir de las siete de la tarde cuando terminaban sus trabajos más estables. Estaban al comienzo de temporada, no se fiaba del rendimiento de su pierna era el último contrato de su vida y el señor Sánchez le había prometido un trabajo auxiliar en sus empresas para cuando tuviera que colgar las botas. El remordimiento por el aplazamiento le persiguió durante todas sus carreras, como si le siguieran las piernas cuchillas de los defensas más feroces y Precioso percibió su dispersión.

—¿En qué piensas, Palacín? Has de estar por el juego.

Tuvo en los labios la petición pero la dejó morir como un balbuceo y luego ya se entregó a una depresión profunda de la que le libró el agua de la ducha claveteándole frialdades sobre el cerebro caliente. Recordó de pronto una ducha a dos con Inma y la intromisión del niño, con su cuerpecito desnudo pegado al de sus padres riendo la travesura. Lo subió hasta la altura de sus cabezas y se besaron los tres bajo la lluvia cenital. Si cerraba los ojos con fuerza la imagen se rompía, como se había roto en la realidad en algún momento impreciso y para siempre, que en sus remordimientos situaba en torno al primer fichaje de su prematura decadencia, cuando en la evidencia de que no tenía porvenir en Barcelona aceptó el fichaje por el Valladolid e Inma le siguió como una desterrada y luego convivió junto a él como una encarcelada que además ha de soportar los malos humores de un héroe con la corona de laurel ya demasiado holgada para su cabeza. Cada final de partido significaba el comienzo de un vía crucis en busca de los comentarios periodísticos que primero le dedicaron la expectativa que se merece un joven ídolo en apuros y luego la llamada crítica constructiva para que volviera a ser lo que había sido y finalmente la frase desdeñosa que anticipaba el silencio. A veces se refugiaba en el retrete para leer una y cien veces las críticas más benévolas, como si a su conjuro esperara el regreso de la seguridad en sí mismo y de los tiempos mejores. Otras veces se cerraba por dentro, se sentaba en la taza sanitaria y se provocaba las lágrimas para sacarse del pecho una angustia de harina mojada, una angustia que le recordaba las masas de harina aún no elástica que empezaba a amasar de jovencillo en el horno de su tío, allá en Santa Fe, a pocos kilómetros de Granada y a demasiados de Madrid o Barcelona. Todo su ascenso deportivo lo recordaba a partir de escenas de triunfo: los cuatro goles que le metió al Lorca en aquel partido de tercera regional que estaban espiando los cazatalentos de Barcelona y de Madrid, el orgullo de aquel teniente entrenador que le estuvo mimando cuando hizo el servicio militar voluntario en Granada, y en vez de desfilar y hacer imaginarias se iba a correr por la sierra precedido por el teniente en una moto.

—¡Para poder esprintar has de tener fondo!

Y cuando acabó la mili, el partido semiclandestino que jugó mezclado con los jugadores del Figueres, en una concesión especial para que los técnicos de Barcelona le vieran de cerca. Y el fichaje. Y la cesión al Zaragoza. Y el retorno. Aquellos dos goles al Madrid, con De Felipe lívido por la pelota que le había pasado por encima de la cabeza antes de empalmarla a gol sin dejarla caer al suelo.

«La bola mágica», tituló a toda página El Mundo Deportivo, y el titular parecía una corona sobre su estatura de joven héroe brincando para llevar su alegría hasta los cielos. Como un álbum de fotografías que llevaba en su cabeza, en aquel retrete, de aquel piso de lujo asomado al Pisuerga, las imágenes se sucedían movidas por una mano invisible seleccionadora de crueldades.

«Palacín ni regatea, ni remata, ni corre, ni existe».

Le temblaban los brazos con los que abría el periódico de Madrid en el que se glosaba su «catastrófica actuación» en el partido contra el Atlético de Bilbao: «Una actuación que lo mejor será olvidarla, para Palacín y para nosotros, en homenaje a aquel muchacho en otro tiempo llamado a ser el heredero de Zarra y Marcelino». A veces cuando llegaba borracho a altas horas de la madrugada rehuía el encuentro con la insomne Inma en la cama y se refugiaba en aquel territorio propicio de luces crudas, azulejos y superficies rutilantes que acentuaban sus contornos caedizos y devolvían un frío silencio a sus balbuceos entre el desafío y la compasión. Hasta que estallaba la bronca, la pelea, la disculpa, el remordimiento y la espera de otro domingo, de otros titulares, de una confianza que le había abandonado. Una tarde el Valladolid ganó al Madrid en su campo y la prensa destacó que Palacín no sólo «había chutado con intención» sino que además «había jugado abriendo espacios y mareando a la defensa merengue, como en sus mejores tiempos de Barcelona». De la depresión pasó a la euforia y de la euforia a un alcohol diferente, y cuando entró en casa llegaba alzado sobre los más altos zancos y soportó mal los reproches de Inma, reproches aquella noche no dirigidos a un vencido sino a un vencedor, y las dos bofetadas que le dio le rompieron la expresión de ira por otra de desvalimiento e impotencia que él jamás podría olvidar y que le habían perseguido a lo largo de estos años de separación como una mala sombra. Primero fue la marcha de ella a Barcelona para serenarse y reflexionar. Luego los días se hicieron semanas, meses y la posibilidad de un fichaje en Estados Unidos no mereció el entusiasmo que él había esperado en Inma. Viajó hasta Barcelona para convencerla y ella le tendió la tarjeta de un abogado, en un piso que olía a otro hombre, a aquel Simago, traficante de futbolistas que le había aconsejado en sus negociaciones con el Barça, con el Valladolid y ahora con el Los Ángeles sin enseñar su secreta querencia hacia Inma. Estaba guapa aunque algo más gorda, y el niño permaneció aparentemente ajeno a la escena, dibujando monstruos en una cartulina que luego le enseñó y le regaló. Eres tú, le dijo. Era él aquel gigante de dos cabezas, la suya y una pelota adosada como un quiste.

Despertaron a Sánchez Zapico a las siete de la madrugada para decirle que se había caído un ascensor de uno de los almacenes de chatarra, y se había caído porque alguien había cortado los cables. Sánchez Zapico consiguió pensar, aunque su mujer a su lado roncaba y enviaba soplidos agrios hacia la lámpara de cristal de Murano que se habían traído de Venecia como recuerdo utilitario del viaje por las bodas de plata del matrimonio. De la comisura de los labios de la durmiente se escapaba un hilo de saliva, de tanto como paladeaba su sueño, y cuando el hombre levantó la sábana y la cubierta de la cama para saltar al suelo, se contempló el sexo erecto que asomaba impaciente por la bragueta del pijama. Habría que hacer algo por él y no sólo mear. Fue hacia el lavabo con la cabeza llena de planes y ascensores desplomados y el sexo al aire libre, como señalándole la ruta. Cerró la puerta por dentro y se masturbó sobre la taza del retrete, pero en vano recordó el culo de aquella francesita pecosa de Relax Solar, o los senos colgantes de una sobrina mientras se inclinaba a servir la comida los días de los setenta y cinco cumpleaños de los setenta y cinco miembros de la familia, o el cuerpo de su propia mujer en uno de sus coitos más afortunados, especialmente aquel polvo en el camarote del barco en un crucero por las Baleares organizado por los industriales confiteros de Barcelona, una mujer propia idealizada, con una juventud paralizada, como si estuviera embalsamada en un rincón de la memoria de su juventud compartida. Nada. Podía más la premonición de catástrofe y se quedaron él y su pene mirándose cara a cara, de arriba abajo, como tiene que ser, pero en una humillada retirada el animalito, mientras él musitaba: otro día será, hermano, y se enfrentaba ahora a otro calvo, él mismo en el espejo del lavabo y las manos buscaban maquinalmente el bisoñé yacente sobre una cabeza de poliuretano. Se lo encajó y se peinó las patillas, luego se lavó los dientes y escupió sangre con el agua. ¿Tendré cáncer? El cáncer le esperaba tras de la esquina y cuando caminaba hacia su estudio trataba de escoger la llamada más adecuada, la más prudente, pero la más certera, una llamada que no exigiera un rosario de llamadas, pero que tampoco irritara demasiado a la bestia que le esperaba tras de la esquina. No iba a despertarle a aquellas horas y se sentó a la mesa del despacho, con las manos en los bolsillos del batín, contemplando el teléfono para que no se le escapara, y cuando dieron las ocho y media en el cucú suizo del comedor, adquirido en un viaje para comprar gruyere y ver el surtidor de Ginebra y el mundo en general, marcó el número que tenía en la cabeza con decisión, aunque toda la fuerza de los dedos se iba perdiendo brazos arriba. Tenía los brazos flojos y los dedos firmes.

—¿Germán? Perdona que te llame a estas horas, pero hemos de hablar. Me parece que habéis perdido la paciencia. Ya sabes a qué me refiero. No gastemos palabras, ni tiempo. Hemos de hablar. ¿Ahora?

Ahora. Un ahora cortante que terminó por ponerle nerviosos los brazos y los hombros y el cuerpo que se le removió en un estremecimiento. Si Germán decía que ahora, debía ser ahora, y pantufleó por el parquet en busca del vestidor. Se puso aquel traje azul marino con rayas blancas y una corbata de seda que le había regalado la «nena» después de un viaje por Italia, viaje fin de curso de la Escuela de Azafatas, y se preparó en la cocina un bocadillo de pan con tomate y «catalana» y un tazón de café con leche, porque se piensa mejor con el estómago lleno. Sacó el coche del parking y recorrió las cuatro manzanas que le separaban del parking de Germán Dosrius, abogado, su abogado, ¿no era su abogado? Cuando todo estuviera en su sitio le pondría ante un ultimátum: ¿de quién eres tú abogado? Pero cuando lo tuvo delante en la terraza de un sobreático sobre el Turó Park, a la que le introdujo una criada todavía adormilada, no le hizo preguntas absolutas, sino complementarias y pedagógicas sobre el porqué y el cómo y el para qué de las plantas que Dosrius estaba regando.

—Cada mañana las riego. Ya sé que no es la mejor hora, pero no puedo prever mi horario de tarde y noche y en cambio por las mañanas mientras las riego pienso, planeo el día. ¿Cuándo planeas tú el día?

—Por la mañana. Por la mañana, también. Cuando voy al lavabo.

—Buen sitio. Más íntimo, imposible. ¿Desayunamos juntos?

—Un cafelito sólo, ya me he endiñado un buen bocadillo.

Y cuando dirigía la taza del cafelito hacia los labios, Dosrius interrumpió el pringue de las tostadas con mantequilla para preguntarle:

—¿Qué pasa?

—Eso digo yo. ¿Qué pasa? Hombre, Dosrius, no me putees de esta manera, Dosrius, que somos amigos de toda la vida. Me han tirado un ascensor abajo de un almacén y ha sido a postas, con mala intención.

—Un ascensor se le cae a cualquiera.

—Y el incendio del almacén de azúcar de la fábrica de peladillas, ¿qué?

—Tienes el seguro cubierto. Yo te lo arreglé.

—Mira, Dosrius, habla con quien sea y pide paciencia. El asunto es de mucha envergadura y no puedo tirar la casa por la ventana o empezar la casa por el tejado. Ya sé que el tiempo se nos empieza a echar encima, pero ya está madurando. Dejadme que me meta en la temporada y cuando todo empiece a salir mal llegará el momento de hacer crisis.

—¿Y si sale bien?

—¡Pero qué bestiezas dices! ¿Cómo va a salir bien? Tengo un equipo de cojos y un entrenador imbécil, hemos perdido mil socios en una temporada, hemos perdido tres de los cuatro primeros partidos de Liga.

—Pero habéis fichado a una estrella.

—¿Estrella? ¿Qué estrella?

—Un tal Palacín. Llegó a ser internacional.

Mare de Déu, quina estrella! [¡Madre de Dios, vaya estrella!]. Fíjate si estoy nervioso que hasta me haces hablar en catalán.

—Te convendría aprender a hablar el catalán.

—Déjate de hostias, Dosrius. Ese Palacín tiene una rodilla ortopédica. Se lo pedí a Raurell, el intermediario más sinvergüenza. Lo fiché contra el informe médico, es decir, me puse de acuerdo con el médico. Pero es que no lo entendéis. Yo no puedo ser presidente del Centellas y empezar la temporada sin un fichaje que demuestre que yo quiero que el club continúe. Ése fue el acuerdo. Dilo a quien tengas que decirlo, pero tú recordarás muy bien que en aquella reunión del restaurante de Castelldefels con aquellos tipos que tú me trajiste, quedó todo muy claro. Tú trabaja a tu aire, Sánchez. Me dijeron. Me dijisteis. Es lo que hago.

—Las Olimpíadas se echan encima.

—¿Hay un preacuerdo, no? El campo será vuestro.

—Nuestro.

—Nuestro. Claro. Pero no os pongáis nerviosos.

—Voy a serte sincero.

Pero no lo fue hasta que terminó de comerse la tostada y bebió un trago de café con leche que a Sánchez Zapico le pareció un litro de tiempo.

—No se fían.

—¿De quién?

—No se fían.

—¿No se fían de mí?

—Todo está en el aire. Imagínate que los socios deciden prolongar la agonía del Centellas hasta las mismas Olimpíadas, o después, cuando ya la especulación de terrenos se haya disparado y todo lo que quede a cinco kilómetros a la redonda de la Villa Olímpica sea oro puro. Imagínate que entonces nuestro grupo, repito, nuestro, tan tuyo como mío, no puede pujar en la compra de los terrenos del Centellas en competencia con otros grupos, incluso con grupos extranjeros. Imagínatelo. Imagínatelo por un momento y échate a temblar.

Se echó a temblar, pero sonreía.

—Pero es que…

—Nada de es que… Tú imagina, Juanito. Imagina.

—Pero es que me tomáis por tonto. Es cuestión de meses. Vamos a quedar colistas en dos semanas. Voy a prescindir del entrenador. Ya tengo a un defensa encargado de lisiarle la rodilla más de lo que la tiene al Palacín ese de los cojones.

—O sea que has metido a otro tío en el asunto.

—Yo a ese defensa lo tengo más amarrado que Dios, y no lo he hecho yo directamente. En cuanto estemos en la cola y con el fichaje roto, reuniré la junta directiva y una asamblea extraordinaria de socios y les diré: señores, hem de plegar! [Señores, ¡hemos de cerrar!]; en la junta hablo en catalán porque tengo en la directiva a cuatro tenderos de Convergencia.

—Imagínate que te dicen que no. Que montan una suscripción en el barrio. Salvem el Centelles! En este país les gusta salvar todo lo que está in articulo mortis.

—¿Qué barrio, Dosrius? ¿Qué barrio? ¿Cuántos años hace que no vas por allí? Aquello no es barrio ni es nada. La gente ya no sabe si estamos en Pueblo Nuevo o en San Adrián, en Barcelona o en las chimbambas. La gente se preocupa de conseguir trabajo y no de salvar equipos de fútbol fósiles y sobre todo si les va a costar una puta pela, ni una puta pela en nostalgia, Dosrius.

—Vendrán los rojos del barrio con lo de las señas de identidad cultural.

—¿Qué cultura, Dosrius? ¿Es que soy presidente de una biblioteca y no me había enterado?

—El fútbol es cultura popular, Juanito. Para los rojos todo es cultura.

—¿El fútbol, cultura?

—No seas ingenuo, Juanito. Los rojos van a la contra siempre. Los rojos de verdad van a la contra porque lo que quieren es tocarle las pelotas al poder, hasta que lo tienen ellos, entonces son ellos los que lo hacen todo por pelotas.

—Pero ¿qué rojos, leche? ¿Dónde están los rojos? A los rojos de ahora yo me los paso por el forro o les doy unas bolsas de peladillas para la canalla [Chiquillería]. Todo eso se ha perdido. Los que más gritaban ahora son concejales o directores de esto o de aquello. Los arquitectos que medían la altura de las casas con cinta métrica están construyendo rascacielos, Dosrius, que tú eres un hombre de cultura, tú sí que eres un hombre de cultura y sabes cómo van las cosas.

Dosrius había terminado su desayuno y le escuchaba reservón. Mantuvo el silencio mientras Sánchez Zapico prolongaba o repetía sus argumentaciones. Volvía a exponerle el plan.

—Todo está atado y bien atado, Dosrius. Créeme.

—Te creo porque te conozco, pero yo soy un intermediario y son demasiados intereses los que juegan en este asunto. Piensa lo peor del ascensor. ¿Crees que yo lo sabía, Juanito? Con la mano en el corazón, ¿tú crees que yo te iba a perjudicar?

—Ni me ha pasado por la cabeza.

—Que no te pase por la cabeza. Ha sido un incontrolado, como lo del incendio del almacén. Pero tú has ganado mucha pasta en subastas que te hemos, que te han preparado y ahora pasan factura. Tú ganarás mucha pasta cuando se construya en los terrenos del Centellas.

—La ganará mi cuñado y mi primo.

—Y tú, Juanito.

—Bien, y yo. Por eso, pues por eso soy el primer interesado en que todo salga bien.

A Dosrius se le humedecieron los ojos e inclinó el cuerpo hasta situar su cara a un palmo de la de Sánchez Zapico mientras le cogía cálidamente un brazo con una mano.

—Porque te quiero bien, Juanito. No les engañes, ni te engañes a ti mismo. Hoy ha sido el ascensor. El otro día el almacén, pero ¿y tú?, ¿y tu familia? En esta operación hay gente honradísima, profesionales de la inversión, pero también hay algún chorizo, para qué vamos a engañarnos. ¿Comprendes? Yo respondo de la gente honrada, pero no puedo responder de los chorizos.

Sánchez Zapico estaba tan pálido como la mañana, tan nublado como el cielo.

Alguien estaba en la habitación que no era él mismo. Cuando abrió los ojos ya sabía que no iba a gustarle lo que le enseñarían. Quizá una relativa sorpresa ante Bromuro, que estaba al lado de la cama mirando el suelo, como empujado por un hombre alto y delgado que parecía un andaluz de serranía vestido de caro o un marroquí urbano igualmente vestido de caro. Y al otro lado de la cama otro personaje, más equívoco, quizá mestizo de andaluz de serranía y de marroquí urbano, pero también él vestido de caro. Aquélla era su cama. Aquélla era su casa. Vallvidrera. Una mañana de octubre de 1988, mil años de Cataluña, dos mil de Barcelona, cuatrocientos noventa y seis años de la derrota de los árabes, la expulsión de los judíos, el descubrimiento de América. Y él era él, Pepe Carvalho.

—Como si estuvieran en su casa. ¿Son amigos tuyos, Bromuro?

Bromuro parecía una estatua de plomo.

—¿Me permiten? Duermo desnudo.

No le permitían. Así que salió de debajo de las sábanas y paseó su desnudez en busca de un batín semiolvidado que finalmente apareció colgado detrás de una puerta. Estaba preocupado por su aspecto. No estaba gordo pero estaba algo blando. Tenía que hacer gimnasia. Lenta, naturalmente. Los dos evidentes árabes orientaban sus ojos y sus cuerpos hacia los movimientos de Carvalho. Con la segunda piel del batín, Carvalho se sintió más seguro de sí mismo y se quedó con las manos en los bolsillos a la espera de instrucciones, pero nada más introducidas las puntas de los dedos en los bolsillos, el moro que tenía más cerca adquirió un ágil interés por su gesto y se inclinó para agarrarle las muñecas y forzarle a sacar las manos de los bolsillos. Metió las suyas el otro para comprobar que estuvieran vacíos y luego volvió a su posición estática inicial.

Speaking english?

No les había hecho gracia y Bromuro le envió una señal de advertencia. Llegó tarde. Un canto de mano ancha y pesada golpeó en el pómulo de Carvalho y le dobló la cabeza hacia el este, y cuando trataba de ponerse en tensión, una patada le estrelló contra la pared donde permaneció paralizado para frenar la agresividad de su marcador. En la mano del que permanecía detrás de Bromuro había una pistola que utilizó para indicar que Carvalho saliera el primero de la habitación. Le siguieron hasta el living y Carvalho buscó un sillón individual para sentarse y dominar toda la estancia desde un ángulo. Su vigilante especial se situó a su espalda y el otro introdujo a Bromuro a empujones. Cada cual estaba en su sitio y fue entonces cuando el de la pistola dijo:

—Buenos días.

—Buenos días —contestó Carvalho inclinando la cabeza.

—Tú querías vernos.

—No sé quiénes son ustedes y por lo tanto no sé si quería verles.

—El hombre de los zapatos ha dicho que querías vernos. Y no nos gusta que la gente quiera vernos. Cada cual en su casa, es mejor.

—Y Alá en la de todos.

Temió un pescozón por la retaguardia, pero el de la pistola algo le dijo con los ojos al manos largas y no se produjo la agresión.

—¿Qué quieres saber?

—Alguien quiere matar a alguien y se dedica a enviar anónimos anunciándolo.

—¿Anónimos?

—Escritos sin firma. Papeles sin firma donde pone: voy a matar a fulano.

—¿Fulano?

—A cualquiera.

—Muy tonto todo eso. ¿No te parece tonto a ti? Nosotros no sabemos nada de esos escritos. No somos tontos.

—Alguien ha amenazado por escrito a un jugador de fútbol, a un delantero centro.

—¿A Meier, a Hassan? Le pareció alarmado.

—No conozco a ésos. No. Parece que a un delantero centro inglés que acaban de fichar.

—Mortimer. Muy bueno. Muy bueno Mortimer.

El que tenía a su espalda también dijo que Mortimer era muy bueno. Eran pues aficionados al fútbol y gente informada.

—¿Y para eso? Nosotros no sabemos. No vamos matando ingleses. Este viejo tonto ha venido a molestarnos para nada y tú eres tonto por enviarnos a viejo tonto.

Un poco más y se pondrían a hablar como los indios en las películas del Far West. Pero el de la pistola era orador y continuaba:

—Nosotros llevar negocios con ley y no metemos en tonterías. No escribimos cosas. No tenemos nada contra Mortimer.

—Pero alguien está preparando algo y ustedes, por sus muchas relaciones y conocimientos, seguro que pueden enterarse de algo.

—¿Y si nos enteramos de algo qué nos vas a dar tú?

Era una pregunta incontestable. No. No podía darles mil pesetas como a Bromuro o cinco mil cuando la información era de primer orden. Carvalho pisaba terreno movedizo y empezó a sentirse intranquilo y desgraciado. La delación ya estaba a unos precios que él no podía pagar. Le pediría a Charo que le empleara en su pensión cuando la tuviera, hacer las camas, limpiar los retretes. Una vejez tranquila, frugal y, ¿por qué no?, feliz.

—Nosotros no dedicamos a tonterías. Entérate. Tonto. Y este viejo también tonto. Un tonto y otro tonto sólo suman dos tontos. Nos has molestado. Nosotros hacer trabajo y no meternos donde no nos llaman. ¿Por qué tú has enviado viejo? Mira. —Amartilló la pistola y la puso en la sien de Bromuro—. Si yo mato a este tonto no me va a pasar nada. Y si te mato luego a ti tampoco va a pasar nada. Mato primero a un tonto y luego a otro tonto. ¿Qué pasa?

Silencio general a la espera del resultado del problema.

—Pues que he matado a dos tontos.

Al de detrás le dio una risa fresca y en cambio el orador apenas si dejó escapar un jadeo risueño que contuvo inmediatamente.

—Este viejo no sirve de nada y sólo trae problemas. Nosotros no queremos problemas. ¿Y tú?

—Hoy por ti, mañana por mí. Hoy me dais una información a mí y mañana puedo dárosla a vosotros.

—Tú no eres necesario. Nosotros sabemos ya todo lo que necesitamos. A ti no. De ti nada. Cállate y no molestes. Nos has hecho venir y perder el tiempo. Que te sirva de aviso. No estás seguro ni en tu casa.

—Le voy a contar al inspector Contreras esta entrevista.

—Cuenta lo que quieras. Contreras no quiere líos y nosotros no hacemos líos. Tú haces líos. Y este viejo tonto hace líos. Si nadie hace líos, todo el mundo bien. Cada uno en su trabajo y Contreras es listo. Contreras es listo. Es de tontos complicarse la vida.

Empujó con el cañón de la pistola la nuca de Bromuro hasta hacerle inclinar la cabeza y con un gesto hizo que el otro dejara la espalda de Carvalho y se situara en la puerta de salida. El de la pistola abarcaba con la mirada todo cuanto contenía la habitación y mientras se retiraba comentó:

—Tienes muchos libros. ¿Qué haces con tantos libros?

—Los quemo.

—Por eso eres tan tonto. Si leyeras más no serías tan tonto. Te hemos avisado.

Y se marcharon. Les oyó abrir puertas pero no cerrarlas y luego el ruido de arrancada de un coche, abajo, en la carretera. Se asomó a la ventana y la vista de la ciudad le ganó la mirada, luego buscó al coche en marcha y lo vio cuando culeaba en busca de la Rabassada. Era un coche poderoso. Bien vestido. Alemán. Bromuro no se había movido de su paralizada postura de desnucado. Tenía un arañazo en la mejilla y la señal de un golpe en una ceja. Le lagrimeaban los ojos y Carvalho fue a la cocina donde llenó un vaso de vino para Bromuro y otro de orujo helado para él. Volvió al salón y Bromuro se había sentado.

—Toma, vino de marca.

—Gracias, Pepe. —Y abrió los brazos como disculpándose—. Ya te avisé.

—Lo siento.

—Más lo siento yo. Me dieron el nombre del morito y cumplí tu encargo. Estos tíos saben de qué va. No hay pinchazo en esta ciudad que este tío no controle y se me cabrearon nada más abrir la boca. Les cabreaba que yo supiera que había que hablar con ellos. Pero un cabreo que no te figuras. Ya te lo dije el otro día. Nos miran como a basura. No somos nadie. Y a punta de pistola y a hostias me trajeron aquí. Si yo hubiera tenido aquel machete de la legión, Pepino, me los endingo a uno detrás de otro. Pero mírame. Mírame.

—Déjalo. Ha sido culpa mía.

Bromuro bostezaba.

—Me han tenido toda la noche tirado en una casa la calle de Valldoncella y luego me han traído por aquí. No he pegado ojo.

—Duerme. Échate en mi cama.

—Aquí mismo.

Se tumbó de lado, como tratando de ocupar el mínimo espacio posible y emitió bostezos patéticos, como del que se ahoga en su propio sueño y busca el aire que le despierte. Carvalho se fue a la cocina. Tenía hambre y se hizo un bocadillo de finocchiona que había comprado en una charcutería italiana. Se sentía tan irritado como impotente para dar un paso seguro y se sentó ante el teléfono para movilizar lo inmóvil. Primero localizó a Camps O’Shea y le confirmó la invitación a cenar aquella noche en su casa. Pero luego se sentía igualmente vacío y deshabitado. No lo pensó demasiado y esta vez sacó de su armónico estar sin estar a Basté de Linyola pretextando la necesaria urgencia de un encuentro clarificador.

—No sé qué puedo aclararle yo que no pueda aclarar el señor Camps.

—No puedo moverme a ciegas.

—Tengo el día muy ocupado. Si quiere podemos tomar una copa a las ocho en el club Ideal.

Luego empezó a urdir la cena, a paladear la desneurotización de moverse entre materias concretas en busca de la magia de la transformación de los sofritos y las carnes, esa magia que convierte al cocinero en ceramista, en brujo que gracias al fuego consigue convertir la materia en una sensación. Necesitaba ratificarse en algo que pudieran hacer sus manos y dar a otros. A otros. No a otro. Le angustiaba la perspectiva de una cena a solas con Camps O’Shea y telefoneó al gestor Fuster, su vecino.

—Me pillas en la puerta. ¿Es por lo de los impuestos?

—Ni por asomo. Te invito a cenar.

—Pues piensa en los impuestos. Te cae el segundo plazo el mes que viene. Menú.

—Pimientos rellenos de marisco. Espalda de cordero rellena. Leche frita.

—Demasiado relleno, pero no está mal. Iré.

Cuando Bromuro despertó, dos horas después, halló en la cocina a un Carvalho preparando la infraestructura de la cena.

—Qué bien huele todo eso, Pepino.

—¿Y tú, qué tal?

—Me duele todo.

—Charo te llevará al médico. Hablé con ella. Bromuro le estaba tendiendo a Carvalho un arrugado billete de mil pesetas.

—¿Qué es eso?

—Toma. No me lo he ganado.

Carvalho le apartó la mano y le llenó otro vaso de vino.

Para Carvalho la ruta de la Barcelona coctelera era una senda iniciada en Boadas, junto a las Ramblas, con su dueña lunar y su fondo de dibujo de Opisso tras las botellas, como un paisaje memoria de una ciudad que ya era definitiva memoria. Había recorrido la senda que une Gimlet, Nick Havanna o Victori Bar en busca del martini dry perfecto y al Ideal acudía a veces a media tarde, cuando el local está semivacío y cualquiera puede emborracharse en complicidad con barmans sabios o con los dueños, padre e hijo, expertos en propiciar cócteles nuevos y en abastecer de cócteles nostálgicos. Al mediodía o al anochecer, el Ideal se llenaba de tertulias de señores de Barcelona amueblados o de parejas heterosexuales compuestas por ejecutivos agresivos o agredidos y mujeres emancipadas de triple vida, en la que el ejecutivo siempre era la tercera posibilidad. A las ocho el local tenía todas sus especies reunidas y en un rincón Basté de Linyola podía gozar de un relativo anonimato favorecido por las conversaciones, la multitud y la penumbra, al pie de un retrato del dueño del local vestido de lobo de mar del Almirantazgo inglés para arriba. Las viejas glorias del Ideal pasaban de Basté de Linyola, un político de la transición en tránsito hacia su propia nada, y las nuevas glorias le observaban de reojo y su rostro no se asociaba totalmente con el club de fútbol más rico del universo, como hubiera costado asociar a Gorbachov con la presidencia del Rotary Club. Era cuestión de tiempo, el suficiente para que Carvalho encontrara a un Basté distendido y señor de su rincón, consumidor de un cóctel ligero de alcohol que Gotarda senior le vendió con literatura de anfitrión sabio. Carvalho pidió su martini, a la espera del prodigio del sabor absoluto, quimera que el martini acepta como un ideal platónico, consciente de que jamás será descubierto del todo el secreto de su perfección.

—He de decirle que este encuentro es una imprudencia. —Pero sonreía—. ¿No le bastaba Sito como intermediario?

—¿Quién es Sito?

—Sito Camps O’Shea. Se llama Alfonso y desde niño le han llamado Sito. Yo soy muy amigo de su padre. Me honro con la amistad de su padre. Camps y Vicens, constructores. ¿No le suena?

—No. Lo siento. El encuentro era inevitable. Todo este asunto es fantasmagórico. Sólo existe en los papeles de los anónimos. Nada conduce a la sospecha del asesinato de Mortimer. ¿No tienen otro delantero centro al que puedan asesinar?

—Tenemos algún otro, pero escasamente asesinable. Si nos matan a Mortimer, puede ser un escándalo. El club sale de momentos difíciles y ha costado devolver la confianza al socio y al público. Este club con cien mil socios es el más poderoso del mundo. Con setenta mil, así de pronto, podría ser un gigante con pies de barro. Mueve el dinero que anticipan cien mil socios al comienzo de cada temporada. Bajar al dinero de setenta mil socios puede ser una catástrofe.

—La policía les ha dicho que se tranquilicen.

—Y estamos tranquilos. Usted es un «por si acaso». Pero a través de mi experiencia en la política y en los negocios he descubierto que los por si acaso son muy necesarios. Estamos en una sociedad disgregada. Aparentemente todo parece controlado y equilibrado, pero detrás de esa apariencia amenaza el caos. La gente no cree en nada. Ni siquiera en que han de fingir creer en algo. Las sociedades descreídas están llenas de francotiradores gratuitos.

—¿Insinúa que van a empezar a aparecer asesinos inmotivados y locos, como en Estados Unidos?

—¿Por qué no? Si han aparecido psiquiatras y detectives privados, no veo por qué no puedan aparecer asesinos locos y solitarios. Y aquí aún será peor, porque en Estados Unidos han conservado la hipocresía religiosa. Van a oficios religiosos los domingos y se sienten miembros de un rebaño elegido. Aquí ni eso. Han desaparecido las religiones políticas y las otras. Sólo queda el nacionalismo como comunidad mística, como comunión de los santos.

—¿Por eso es usted nacionalista?

—Es lo más gratificante que se puede ser y lo menos concreto, sobre todo si se es, como yo, un nacionalista no independentista. Fíjese en cómo están las cosas. Aquí en Cataluña el poder nos lo repartimos entre socialistas que no creen en el socialismo y nacionalistas que no creemos en la independencia nacional. Esto se va a llenar de francotiradores, y en cuanto tomen el relevo gentes como el bueno de Sito, de Camps, aún peor. Ése no tiene ni mala conciencia ni memoria épica, ni otro proyecto que triunfar sin saber en qué ni a costa de quién.

—¿Qué hay que hacer con los francotiradores?

—Detenerles cuando lleven la escopeta en la funda, y si han desenfundado matarles antes de que ellos maten.

—¿Y si matan?

—Ir a los entierros.

—Usted es uno de los dueños de esta ciudad. Los dueños de una ciudad lo son porque tienen más información que los demás.

—¿Insinúa que no he dicho todo lo que sé? No sea ingenuo. Yo sé qué hay que comprar y a quién hay que comprar. Eso es todo.

Apenas si bebía y parecía complacido por ser escuchado. Carvalho era un público nuevo, capaz de sorprenderse aún por su collage moral e intelectual, por aquel cinismo británico que le había convertido en un punto de referencia obligado en los años sesenta y setenta, cuando los ricos eran de una pieza y él parecía un prisma de mil facetas capaz de citar a un filósofo alemán y de enriquecerse sin remordimientos, de flirtear con ministros franquistas y negociar con los líderes clandestinos de las Comisiones Obreras de sus empresas.

—¿Qué hay que comprar y a quién hay que comprar?

—Como siempre. Hay que comprar terrenos y comprar a los que pueden recalificar terrenos. Éste ha sido el negocio fundamental de esta ciudad desde que derribaron las murallas. ¿Quiere invertir sus ahorros?

—Tengo tan pocos que no pueden ni reinvertirse.

—¿Para qué ahorra entonces?

—Para la vejez.

—No le falta mucho, pero para entonces habrá una excelente beneficencia. La beneficencia ha vuelto a ponerse de moda porque es necesaria. Volverán los roperos y los comedores para pobres. No se asuste. Si tiene algún dinero, métalo en terrenos, al otro lado del Tibidabo, cuando construyan el túnel, o en la zona que va a quedar detrás de la Villa Olímpica. Todo aquello será una mina.

—¿Hasta cuándo voy a seguir contratado?

—Hasta que aparezca el autor de los anónimos. ¿Tiene complejo de no ganarse el sueldo?

—Nunca he tenido ese complejo. Si acaso el de no ganar lo que me merezco.

Basté se encogió de hombros y quedó a la espera de nuevas preguntas. La audiencia empezaba a no interesarle, aunque mantenía la duda del porqué del deseo de Carvalho de hablar directamente con él.

—A juzgar por lo que hemos hablado no veo el porqué del interés del encuentro.

—Camps es un satélite y me interesaba oírle a usted.

—Mañana doy una conferencia sobre «Crecimiento urbano y esperanza olímpica». Tiene una gran ocasión de oírme.

—No me gustan las conferencias. La última a la que asistí trataba de novela policíaca y todos los oradores me parecieron unos cantamañanas. Por cierto, ¿es usted muy rico?

—Bastante.

—¿Para qué quiere serlo más?

—Porque eso es lo que da sentido a mi vida. Cuando era joven me sentía desgraciado porque hubiera querido ser un artista magistral: pintaba, tocaba el piano, escribía. Luego pensé que la política era lo que daría sentido a mi vida y estuve a punto de ser de los primeros, pero los ricos no tenemos buena prensa y hasta los votantes de derecha prefieren líderes más modestos. La gente disculpa la estupidez pero no la riqueza. Ahora dirijo un club y eso me da un poder subalterno pero goloso. He de seguir siendo rico y quizá tratar de ser senador antes de envejecer definitivamente. Y eso ya de cara a la esquela de La Vanguardia. Mis nietos se merecen una esquela impresionante y un artículo necrológico de un par de columnas. Menos de dos columnas no vale la pena.

—Esta noche he de cocinar para su Sito Camps.

Ahora Basté parecía decantadamente divertido.

—¿Una cena íntima?

—¿Lo dice por Sito, por mí, por los dos?

—De usted no sé casi nada. Pero le advierto que a Sito no se le conocen amistades femeninas. Ni masculinas, eso también que conste.

—Pimientos rellenos de marisco. Espalda de cordero igualmente rellena y leche frita. ¿Qué le parece?

—No me seduce. Como para vivir.

—Me lo temía. Algún fallo tenía que tener.

—Y cuando necesito comer muy bien, generalmente es para seducir a alguien y entonces recurro a tres o cuatro restaurantes seguros. Mi padre hacía lo mismo. Y mi abuelo. Los restaurantes han ido cambiando, pero la tendencia familiar no. Le diré algo que quizá le emocione. Mi tatarabuelo era un arriero del Bages que se vino a Barcelona a hacer fortuna. En el siglo diecinueve en Barcelona sólo había chusma, militares españoles y ricos envejecidos y sin imaginación que pronto dejarían de ser ricos. Mi bisabuelo se hizo regionalista moderado y fue el primero de la familia propiamente rico. Mi abuelo pagó pistoleros para que mataran anarquistas. Mi padre se pasó a Franco durante la guerra civil y luego recurría a la policía armada cuando los obreros se salían de madre. Yo estudié en Alemania y Estados Unidos, soy un nacionalista demócrata y pago a detectives privados.

—¿Y qué?

Pero Basté de Linyola reclamaba al barman y sacaba la cartera para pagar.

Fuster llegó antes que Camps y llevaba el portafolios y la gestoría puesta. Eres una catástrofe, Pepe, y te va a caer un palo de Hacienda un día de éstos. ¿Ya tienes apartado el segundo pago? ¿Qué esperas? Si no tienes dinero, pide un crédito. Carvalho había leído en un diario que un magnate de la industria de la construcción de Barcelona pagaba un poco más que él en concepto de impuestos e interrogó a Fuster sobre aquel misterio.

—A ti no te desgrava nada. Sólo puedes alegar las medias suelas que te gastas persiguiendo a la gente, y un empresario puede desgravar hasta el papel higiénico que utiliza cuando va al water entre cita de negocios y cita de negocios. Inscribe a Biscuter en la Seguridad Social. Date de alta como empresario. Te lo he dicho mil veces.

—Antes de hacerme empresario me voy a la cárcel por moroso.

—Si no tienes dinero, pide un crédito.

—Con lo cual aún tendré menos dinero. ¿Desgrava pedir créditos para pagar impuestos?

—¿Estás de broma?

—¿Desgravan las pistolas y las balas? Soy un detective. Un servidor de la ley.

—De bien poco sirves tú a la ley y no disparas nada. ¿Cuántas balas has gastado en los últimos años?

—Dos en diez años.

—Miseria y compañía. Huele bien la cena.

Metió el gestor su cisterciense presencia en la cocina, frotándose las manos u ordenándose las parietales melenas blancas.

—¿Quién es tu invitado?

—Un chico de buena familia que ejerce de relaciones públicas en el principal club de fútbol de la ciudad. Camps O’Shea, se llama.

—Construcciones, concesionarios de camiones suecos, industria hotelera en Ampuriabrava… un fortunón.

—Debe ser el hijo que no servía para los negocios.

—Esa gente siempre sirve para los negocios. Un día u otro descubren la importación de bolígrafos de tinta invisible o relojes de arena lunar y se forran como sus padres. Hacer dinero se hereda en los genes.

—Éste va de inquieto por la vida. Tiene inquietudes intelectuales.

—Eso está bien. Te conviene relacionarte con personas que combatan tu tendencia a la barbarie.

Llegó un Camps O’Shea dispuesto bien a encantarse, bien a maravillarse por casi todo.

—Qué maravilla de lugar.

—Esto de Vallvidrera es un encanto.

—Hace una noche maravillosa.

—Me he permitido traerle esta pieza de cerámica de Noguerola, un excelente ceramista de La Bisbal.

—Qué maravilla de ambientación. Espontánea. Natural. ¿Ha sido usted el decorador?

Carvalho trató de separar la sorna del halago porque el escenario ofrecía la estampa de ordenado desorden de una casa en la que todo había venido a menos, desde los techos con goteras ojerosas hasta las tapicerías descoloridas por todas las espumas secas de este mundo.

—Cada objeto es la sombra de una vivencia —opinó Camps, y cogiendo una corbata que Carvalho había descuidado sobre una lámpara de pie, la estudió con atención—. ¿Es una corbata Gucci?

Fue entonces cuando salió Fuster de la cocina y Carvalho hizo las presentaciones.

—¿Es usted de los Fuster de Comalada, los que veranean en Camprodón?

—No. Soy de los Fuster de Villores, provincia de Castellón.

Camps se echó a reír.

—Perdone, pero hay nombres de provincias que me hacen reír. Tienen una eufonía cómica. Castellón me recuerda a Costillón, por ejemplo. Y también me hace reír La Coruña o Pucela, el nombre latino de Valladolid. Fíjese: Castellón, La Coruña, Pucela… cómico. La toponimia española es algo cómica, o cómica o trágica. Como la italiana. En cambio la francesa o la inglesa tienen una gran dignidad.

Fuster exigía de Carvalho silenciosas explicaciones del porqué de aquella trampa, del porqué de aquel personaje que parecía dotado de una frívola excitación.

—Me encanta su casa, Carvalho. Es usted un privilegiado.

Se sentaron a la mesa y cada bocado fue acompañado de los dos adjetivos que aquella noche Camps O’Shea llevaba pegados a la lengua. No sólo se hizo repetir una y mil veces las recetas, sino que incluso inició el gesto de apuntarlas cuidadosamente en un libro de notas con una pluma gran calibre. A Carvalho le gustaban las plumas estilográficas y sobre todo aquélla que parecía la pluma esencial. No escapó a Camps aquella observación y se la tendió.

—Cójala, es la más clásica de las clásicas Montblanc. Les confesaré que yo tengo un cierto criterio fetichista sobre los objetos. No hace falta ser muy rico, pero hay que ser partidario de los objetos emblemáticos. Por ejemplo, antes me ha parecido ver que su corbata era una Gucci y no lo era. Cómprese una Gucci en cuanto pueda, porque las corbatas han de ser Gucci. Es inimaginable una corbata que no sea Gucci o una pluma estilográfica que no sea Montblanc. La Dupont es hortera y la Waterman no está a la altura del estilismo sustancial de la Montblanc. La Montblanc es una pluma sustantiva. Y se podría hacer un inventario de objetos connotativos imprescindibles: pantalones tejanos Levis auténticos, los jerseys y cazadoras han de ser Armani, en cambio un abrigo, de cachemir naturalmente, puede ser Zegna, sí Zegna, Zegna y lo sostengo a pesar de la masificación de los productos Zegna. Pero es que el abrigo de cachemir Zegna es especialmente sofisticado y está hecho con la lana de veinte animales que sólo se encuentran en la Mongolia Interior, una región montañosa de la China Septentrional. La lana de veinte animales para un abrigo de cachemir, el oro de las fibras, como la llaman los expertos. Claro que vale unas doscientas mil pesetas, pero dura toda una vida. Uno en color canela y otro en negro y tienes abrigo vitalicio para cualquier situación que se presente. Y así les haría un inventario de objetos imprescindibles: un reloj Vacheron Constantin o IWC, una gabardina Burberrys como las que usa Dustin Hoffman, las maletas Vuitton, la colonia Álvarez Gómez, la porcelana de Limoges, naturalmente, ¿de qué otro sitio puede ser la porcelana?, los zapatos ingleses y sobre todo de la casa Upper and Linning, un perfume de mujer el Channel 5, no hay que buscarle tres pies a este gato, los bolsos de Loewe, los fulars de Hermes, los mecheros vamos a dejarlos en Dupont, los mecheros sí pueden ser Dupont, una buena tumbona Le Corbusier, no hay otra y todo por el estilo. Los objetos ratifican lo individual y el marco social. Miren. —Les enseñó el anillo que llevaba puesto, la única joya en aquellas manos de dibujante de aires—. Una triple alianza Cartier. Conocen, supongo, la historia de este anillo fascinante.

No, no la conocían.

—Asombroso. Es una alianza peculiar que fue diseñada en 1923 y por iniciativa del gran Jean Cocteau. Quería regalar algo a tres amigos y pidió una idea a Cartier, a Louis Cartier, y en seguida surgió una idea genial y no podía ser de otra manera entre dos genios: una alianza triple, como símbolo de la amistad de los tres. Hoy esa alianza es un clásico y se venden más de treinta mil al año: ¡más de treinta mil! Y mis zapatos son Upper and Linning, como ya habrán adivinado. Son caros, pero prefiero emplear el dinero en instrumentos de ratificación de una realidad que puedo elegir a través de estos objetos.

Les enseñó los zapatos.

—Los zapatos ingleses son los mejores del mundo desde que John Lobb fundara en el siglo diecinueve la base de la más notable tradición zapatera moderna. Hoy unos zapatos Lobb pueden valer hasta cien mil o ciento cincuenta mil pesetas y eso me parece, sinceramente, una exageración. Cada pieza necesita cuarenta y cinco horas de trabajo y los llevan o los han llevado personas de la categoría de Pompidou, el sha o el príncipe Carlos de Inglaterra.

—¿Pero Carlos de Inglaterra no es laborista? ¿No es un denunciante de estos tiempos de marginalidad que nos abaten?

—Las ideas se llevan en la cabeza y los zapatos en los pies.

A Fuster se le atragantó la cucharada de leche frita que se había metido en la boca, pero ya Camps estaba entretenido en la minuciosa copia del recetario que le dictaba Carvalho.

—Para los pimientos morrones al marisco, ante todo son necesarios los pimientos morrones, es decir, rojos, no muy largos y carnosos. Uno o dos por persona, según el apetito o el tamaño. Se asan los pimientos con cuidado para que al despellejarlos no se rompan. Aparte preparar una farsa con gambas, almejas y pescado de roca cocido, ligado con una bechamel espesa hecha a partes iguales con caldo de las cabezas de gambas y leche, sazonado con pimienta muy aromática y estragón. Con esta farsa se rellenan los pimientos, se cubren con la bechamel más líquida y se hornean suavemente, no mucho rato. La espalda de cordero ya es más complicada y procede de una receta medieval recogida por Eliane Thibaut i Comalade, especialista en cocina catalana antigua. No sé si tendrá bastante tinta en la pluma Montblanc, pero por mí que no quede. Una espalda de cordero deshuesada y muy aplanada, para el relleno carne de cordero picada, piñones, pasas, ajos, perejil, pan remojado con leche de almendras, y sal. Además, también para el relleno necesita pimienta negra, comino, hinojo, ciboulette, una piel de limón rallada, tres huevos, una cebolla grande asada, una tira de tocino grande, aceite de oliva y tomillo.

—Huele a Mediterráneo y medioevo.

—Huele, eso es todo. Se mezclan los ingredientes de la farsa y se sitúan en el centro de la espalda. Luego se enrolla. Dentro de la farsa ha de estar todo, absolutamente todo bien picado y mezclado. Una vez envuelta con la espalda se ata con la cinta de tocino, procurando que tenga una estructura regular, cortando las partes que sobresalgan demasiado. Ha de quedar como un inmenso butifarrón. Se dora este butifarrón en una cazuela de hierro colado, con aceite bien caliente. Cuando está bien dorada se añade un cuarto de litro de agua y se deja en la cocotte a fuego lento, rodeada la espalda con ajos enteros. Es importante ir dando la vuelta a la espalda cada diez o quince minutos y que no se cueza demasiado, porque el cordero demasiado hecho se vuelve correoso e ingrato. Una vez cocida se parte la espalda, se le quita la cinta de tocino y bien escurrida se sitúa en el centro de una bandeja. Aparte se trabaja el fondo que ha dejado la cocción añadiéndole agua y los ajos despellejados y machacados como en un puré. Se reduce este caldo y cuando está muy caliente se rocía con él la espalda que ha de servirse tibia, pero la salsa caliente. Ya está.

—¿Y la salsa que la acompañaba?

—Es el legendario almedroch, que ya recoge el Sent Sovi, la biblia de la cocina catalana medieval. La más simple se hace con ajo, aceite, queso rallado, trabajándolo como un all-i-oli y si queda muy espesa se puede aligerar con agua, muy poca, y aderezar con especias al gusto. O si se quiere espesar se puede añadir yema de huevo cocida.

—Ya solo queda la leche frita.

—Camps, no me haga decirle la receta de la leche frita.

—Me parece un enunciado mágico. Imposible.

—¿Mágico? Si usted lo dice. Mezcle unos cien gramos de azúcar con cincuenta de harina de trigo y le añade cuatro tacitas de leche y va batiendo, añadiéndole también una nuez de mantequilla. Se pone al fuego lento y sigue batiendo hasta que se espesa. Luego la desparrama por una fuente y deja que se enfríe y se solidifique. La corta entonces en cuadrados regulares, los pasa por harina y huevo, los fríe muy ligeramente en mantequilla muy caliente y lo sirve espolvoreado con azúcar.

Fuster agrandó los bostezos mediante la dimensión de la boca, no del sonido, y Carvalho aguardó el momento en que iniciara la retirada. La practicó marchándose hacia la cocina y allí fue Carvalho a recoger sus confidencias.

—La próxima vez me avisas del ganado que vamos a lidiar. Es superior a mis fuerzas y supongo que tiene gestor, con lo que no gano nada quedándome.

—Me pone tan nervioso como a ti, pero ya puedes irte. Te necesitaba para romper el fuego.

—La próxima vez cobraré.

En cambio estuvo maravilloso, o encantador, cuando se despidió de Camps pretextando la obligación de madrugar y solicitando de su criterio un consejo sobre los cubiertos que debía comprar, en situación como estaba de cambiar su menagerie, y lo dijo con la correcta pronunciación que caracterizaba su francés de radical afrancesado. Camps sonrió receptivo y entornó los ojos para buscar en los casilleros de su memoria la respuesta más adecuada.

—Sin duda, en estos momentos, el platero más adecuado para una buena cubertería es Duran, de los joyeros Duran es la cubertería de los reyes de España, de los Franco, de Gregorito Marañón, en cuyos manteles he tenido el honor de comer porque ha tenido o tiene negocios con mi tío. Duran también es un maravilloso artesano de barcos de plata.

Maravilloso artesano de barcos de plata, refunfuñó Fuster a lo largo de toda su retirada. En cambio la expresión se convirtió en una fantasmagórica imagen flotante a la deriva en los charcos alcoholizados del cerebro de Carvalho.

—La cena ha sido exquisita, aunque la compañía de su amigo, breve, y no me ha pedido el autógrafo del que usted me habló.

Declamó más que habló Camps O’Shea, sin que la disciplina de la buena educación consiguiera vencer la sorpresa que conservaba por las buenas artes culinarias de Carvalho.

—Armónica. Todo lo referente a los sentidos necesita la regla de la armonía y contadas excepciones de excesos.

Volteó el Vieille Fine de Bourgine, elaborado a la manera de Josep Cartron y exigió una explicación técnica sobre el excelente aguardiente de Nuit de Saint Georges. A Carvalho no le gustaba la literatura sobre el paladar o quizá menos aun que las demás literaturas y salió del paso con cuatro generalizaciones sobre la evolución de la destilación francesa desde la fijación de cánones a final del siglo XIX. En los ojos de su invitado crecía el interés por un anfitrión dueño de tan exclusivas sabidurías y casi se oyó el rumor de los esfínteres mentales de Camps al dejar salir todas las resistencias. Suspiró y estiró el cuerpo en la butaca.

—Espléndido. Espléndido, Carvalho.

Pero el detective se había desentendido de él y buscaba en lo que quedaba de su biblioteca un libro con el que encender el fuego que pedía el relente húmedo de Vallvidrera. Camps seguía sus movimientos desde una somnolencia cariñosa, aunque a medida que veía avanzar el ritual recuperaba el esqueleto y la capacidad de perplejidad. Carvalho había mellado una estantería eligiendo un libro que empezó a deshojar.

—Pero ¿qué hace usted?

—El fuego contribuirá a que aumente su sensación de armonía.

—¿Y para eso rompe un libro?

—Voy a quemarlo. Todo fuego bien hecho necesita su papel original.

Cada página arrancada era un pellizco en el corazón del armónico que finalmente se atrevió a preguntar con poca voz:

—¿Qué libro va a quemar?

—Un libro sobre prerrafaelitas.

Los ojos de Camps preguntaban ¿prerrafaelitas?, ¿qué sabe usted de eso? Pero los labios fueron más prudentes:

—¿Por qué lo quema?

—Estaba a mano. Tiene una cubierta antipática y se refiere a una mezcla cultural bastarda: pintura y literatura, en su peor faceta: pintura de la literatura. No se sorprenda. En cierta ocasión hice un ejercicio para un examen trimestral sobre los prerrafaelitas. Tengo mis estudios.

—No lo dudo. Y firmes convicciones estéticas.

—Esta noche sí. Mañana será otro día.

—Tal vez mañana lo indultaría.

—La suerte de este libro ya está echada. Sólo una vez indulté un libro: Poeta en Nueva York, y fue por una cuestión sentimental. Me pareció como si quemar aquel libro fuera fusilar dos veces a García Lorca y lo salvé, a pesar de que el garcialorquismo nacional e internacional me resulta insoportable. La verdad es que el cuadro de Ofelia ahogada en el lago siempre me ha fascinado.

Había vuelto a los prerrafaelitas, tal vez porque las llamas retorcían precisamente la estampa en que Ofelia ahogada emerge sobre las aguas como una gran, monstruosa y a la vez delicada flor podrida.

—Tenemos almas gemelas, Carvalho. —El detective miró al relaciones públicas con desconfianza—. También usted tiene un doble fondo cultural que reprime por culpa de un oficio devaluador.

—De eso nada. Ni fondo cultural, ni oficio devaluador.

—Tal vez tenga razón. Yo podría trabajar en otra cosa o simplemente no trabajar. Me apunté a esto precisamente por lo que tenía de contraste con mis ambiciones y porque Basté de Linyola, muy amigo de mi familia, me dijo que quería romper con la imagen tradicional de poquedad y adocenamiento que había dado el club en los últimos años. Además, no voy a negarlo, me fascinaba penetrar en la cueva de los héroes. ¿No imagina usted el vestuario de un gran club de fútbol como esa caverna mítica donde los héroes y los dioses esperan la batalla astral?

Carvalho respiró hondo. Camps O’Shea se había inclinado hacia adelante, con la copa apretada entre las dos manos y los ojos perdidos en una montañas de Olimpia que sólo él veía. ¿De qué película has sacado la pose, amigo?, pensó Carvalho, pero se dispuso a escuchar las inevitables cavilaciones de aquella alma maleta de doble fondo, como las peores almas y las mejores maletas.

—¿Sabe usted de qué batalla astral se trata?

—Ni idea.

—Los dioses ordenan el universo y los héroes lo defienden. Los dioses son menos interesantes que los héroes. Por ejemplo, Basté de Linyola es un dios y Mortimer un héroe. No hay color.

—Por lo que he leído en la prensa, no me interesan ni el uno ni el otro.

—El uno se cree interesante. El otro lo es.

—¿Por qué se cree interesante Basté de Linyola?

—Es un político, más o menos frustrado. Ha querido ordenar la economía, la democracia, Cataluña, y ahora quiere ordenar la sentimentalidad épica de este país devolviendo al club su carácter de ejército simbólico no armado de la catalanidad.

—Y aquí entran los héroes.

—Aquí entran los héroes. Si hiciéramos un árbol genealógico de la heroicidad nos llevaríamos sorpresas.

—Sorpréndame.

—El héroe real es el guerrero. Toda sociedad ha necesitado mitificar a sus guerreros para mitificar la legitimidad simbólica de su agresividad. Desde las sociedades más primitivas, al héroe se le dotó de un ritual, de un vestuario, de un aura de elegido que por su victoria podía, fugazmente, equivaler a un dios. Pero los dioses seguían controlando el cotarro desde la trastienda y los dueños de la tierra, es decir, los dioses, han ido adaptando al héroe a lo largo de los tiempos. ¿Recuerda usted el símbolo de san Jorge matando al dragón? Nuestro Sant Jordi nacional. Pues es el resultado de una simbología antigua en la que el héroe era a la vez serpiente. En las leyendas germánicas el héroe es mitad hombre y mitad serpiente, porque lleva en su interior su propia negación. San Jorge ya no tiene la serpiente dentro, sino fuera, y la mata. Empezaba a establecerse en el mundo la lógica de los tenderos que quieren las cosas claras y el alma unidimensional. Y los cristianos, desde su zafiedad mental, fueron más lejos. San Miguel Arcángel no lancea a una serpiente o a un dragón simbólico, sino a Lucifer, es decir, al mal con su carnet de identidad de mal.

Tomó aliento mental y degustó por un rabillo del ojo el efecto que su erudición estaba causando en Carvalho.

—¿Le canso?

—No. Siga. Las palabras habladas no hay que quemarlas. Se queman solas.

—El mito heroico siempre se ha basado en el hombre poderoso o en el dios hombre que vence al mal y que libera a su pueblo de la destrucción y la muerte. ¿Me sigue? Me sigue. Estupendo. Me sé de memoria un fragmento del trabajo de Jung sobre el hombre y sus símbolos que le servirá para entender lo que quiero decirle. Al héroe se le rodea de textos sagrados, ceremonias, se le canta, se le baila, se le hacen sacrificios y todo ello, y aquí cito de memoria «… sobrecoge a los asistentes con numínicas emociones (como si fuera con encantamientos mágicos) y exalta al individuo hacia la identificación con el héroe». A ese hombre que cree en el héroe, que se identifica en él, le estamos dando el instrumento para liberarse de su propia poquedad personal, de su propia insignificancia y se cree dotado de una cualidad sobrehumana.

—El fútbol.

—O cualquier otro ritual de la victoria y la derrota. Y proyéctelo usted en un mundo actual mediocremente civilizado en el que las guerras son precisamente casi imposibles entre los países más civilizados. El héroe deportivo sustituye a los Napoleones locales y los dirigentes del deporte a los dioses ordenadores del caos. Y traslade usted este esquema a España, a Cataluña, a nuestro club. Nuestro club es Sant Jordi y el dragón el enemigo exterior: España para los más ambiciosos simbólicamente, el Real Madrid para los más concretos.

—Y a usted no le gusta todo esto.

—Me fascina y me divierte.

—Pero no le gusta.

—Me gustan muy pocas cosas, Carvalho. Ya es suficiente con que algo te fascine y te divierta.

—Le envidio. Hace muchos años que no me fascina nada y me divierte menos.

—Ha de recuperar la conciencia de ser superior. Los héroes sólo sirven para las masas.

—Porque habéis usurpado la función de los dioses…

—¿Cómo dice?

—Le repito la primera frase del anónimo.

—Ah, sí. «Porque habéis usurpado la función de los dioses que en otro tiempo guiaron la conducta de los hombres, sin aportar consuelos sobrenaturales sino simplemente la terapia del grito más irracional: el delantero centro será asesinado al atardecer». Me lo sé de memoria.

—Otro desencantado por la degeneración de la mitología.

—De hecho he meditado sobre todo esto a propósito del anónimo. No comparto la tesis policial de que se trata de un comecocos, como dice el comisario Contreras. ¿Ha pensado en la posibilidad de que sea un fragmento, un fragmento de algún libro arreglado, parafraseado?

—En cualquier caso es un comecocos. Nadie que no sea un comecocos lee libros de este tipo o se decide a parafrasear fragmentos con un cierto gusto por el ritmo paralelístico…

—¡Ritmo paralelístico! Era lo último que esperaba oír de sus labios.

—Usted ha removido mis profundos posos culturales. También de vez en cuando alguna mujer consigue remover mis profundos impulsos sexuales. Con los años todo lo he ido metiendo en el fondo del arca.

—¿Puedo preguntarle su edad?

—Puede.

Carvalho removió el fuego. Luego cogió su copa y ofreció un brindis a distancia.

—¡Por Pepe Carvalho, que será demasiado viejo en el año dos mil!