—Mi nombre no le dirá nada. Me llamo Brando.

—¿Marlon?

—No es la primera vez que me hacen este chiste. Luis. Luis Brando. Mi nombre no le dirá nada. ¿Verdad?

No, no le decía nada y tampoco quien le llamaba está dispuesto a facilitarle las cosas, sino a insistir una y otra vez, no, no claro, mi nombre ¿qué va a decirle?

En otro tiempo, quizá. Se acercaba el desenlace del merodeo.

—¿No ha oído usted hablar de Brando Ediciones, S. A.?

—¿Libros de cine?

—Que no, leche, que no… —Se había enfadado, pero por poco tiempo. Le gustaba cargar de misterio o inseguridad el objeto de su llamada—. Mi hija. Yo tengo una hija. Me da muchos disgustos. ¿No podría venir usted a verme? Es un encargo profesional, desde luego.

—Desde luego. Yo no ejerzo, ni como padre, ni como desinteresado amigo de padres.

—No faltaba más.

También le costó dictar su dirección, como si no la recordara bien o como si le avergonzara vivir en un lugar residencial mediano, por su condición de residencial o porque era mediano. Colgó Carvalho y giró sobre la silla para encararse hacia la cocina.

—Biscuter. La ola de represión moral se confirma. Otro padre que quiere que vigile a su hija.

Desde que se ha hundido el imperio soviético se van recuperando las costumbres.

Pero Biscuter no le contestaba y en cambio alguien llamaba a la puerta del despacho y aunque Carvalho proclamara: ¡Adelante!, las dos sombras permanecieron paralíticas, denunciadas tras el cristal esmerilado.

—¡Adelante, he dicho!

Sólo cuatro, quizá cinco veces, le había dolido el pecho de aquella manera. Hay mujeres que duelen en el pecho al contemplar la contención exacta de sus carnes y basta que te miren para que la patada de plomo te rompa el esternón y una dulce asfixia impida pensar en la existencia del aire. Pero a veces les basta estar, aparecer sin que tengas tiempo de analizar las razones; en su presencia, su estar en el mundo el que vacía el tiempo y el espacio, desparramando la angustia esencial, la primera angustia del primer hombre cuando se sintió convocado por la primera mujer. Algo de eso o todo eso ocurrió cuando Carvalho la vio apoderándose de su despacho con la espalda erguida y la cabeza echada hacia atrás para preparar el vuelo de una mirada envolvente, mientras cerraba el cuerpo con las manos unidas sobre su regazo. Se sintió tan conmovido que tuvo miedo primero y luego una indignación repartida contra sí mismo y contra aquella desestabilizadora de su equilibrio. Semanas después, cuando la mujer era ya un contorno borroso y Carvalho trataba inútilmente de recomponerla para almacenarla en un rincón agridulce de su memoria, tuvo tiempo, y lo empleó, en despiezar aquella presencia, como quien trata de comprender el arma que le ha matado por el procedimiento de desmontarla y notar en la mano el peso de cada elemento, su volumen, su textura. Pero ahora, a medida que la mujer avanzaba hacia su mesa, sólo pudo echarse hacia atrás en su asiento y ganar distancia, espacio, tiempo para llenar el pecho de aire y la cabeza de palabras.

—Sí, soy yo.

Y le dolió invitarla a sentarse, porque se le quedó reducida a la mitad. Era tan hermosa que Carvalho tardó unos instantes en darse cuenta de que iba acompañada.

Sobre todo los ojos, construidos con piedras preciosas aún no clasificadas por ningún geólogo y aquellos cabellos miel oscura, espesos también como las mejores mieles oscuras, acariciantes de una cabeza de diosa dulce, la piel de melocotón sazonado, boca besadora de palabras. No la mires más, se dijo Carvalho. Pero seguía mirándola y hubiera seguido de no intervenir su acompañante e imponerle una desganada atención. Bien cierto es que el bien sería inaprensible sin el contraste del mal e igual le ocurre a la belleza en relación con la fealdad. Más que fealdad estricta, el acompañante oponía inquietud a la imagen de placidez y playa propicia que ella proponía. Era de esos tipos que lo miran todo sin quedarse con nada, con los ojos casi desprotegidos de pestañas y el cabello díscolo, lo único que se escapaba a su disciplina física y psicológica. No hacía un gesto de más, ni regalaba palabras, tal vez porque se había presentado como mero introductor de la dama y su castellano era peor.

Mademoiselle Claire Delmas y monsieur Georges Lebrun…

Eran los primeros franceses que querían contratarle, o al menos así lo habían anunciado nada más entrar. Para darse facilidades ante Carvalho, se decían recomendados por Le normalien, y aclararon que se referían a un fugaz conocimiento de Carvalho, un encuentro en la selva de Thailandia casi en la frontera de Malasia. Reconstruyó el encuentro con la memoria y le salió un curioso personaje posrevolucionario con miedo a envejecer y a aburguesarse. Por las referencias que eficazmente le dio monsieur Lebrun, el normalien ejercía ahora de economista de Estado al servicio del Gobierno Rocard.

—Era un escéptico sobre el poder.

—Lo sigue siendo. El poder está lleno de escépticos sobre el poder. ¿Es usted aficionado a la filosofía política?

—Cuando oigo la palabra filosofía me saco la pistola.

—No es necesario llegar a tanto, pero es usted muy libre de hacer lo que quiera con sus pistolas.

Luego, el hombre desganado aunque tenso, se desentendió de ellos y permitió que se estableciera un largo silencio antes de que Claire empezara a hablar y por fin lo hizo, con una voz hecha a la medida de su imagen de mujer del amanecer. Tenía una voz como recién salida de entre las sábanas.

—Busco a un hombre.

Pues empezamos bien, pensó Carvalho, desde la evidencia de que él no era el hombre buscado.

—¿Aquí?

—Aquí. Es el hombre de mi vida.

Carvalho comprendió por qué los franceses fueron los descubridores europeos del tango, ya antes de la primera guerra mundial, según había leído en un libro que todavía no había quemado, pero que en cuanto lo localizara serviría para iniciar el próximo fuego de su chimenea.

—La historia de mademoiselle Delmas es muy literaria, se lo advierto. La propia mademoiselle Delmas es muy literaria.

Le apuntó el hombre desganado, como si de pronto se sintiera convocado por la conversación. La mujer no pareció molesta por el sarcasmo. Aquellos dos jugaban a zaherirse.

—En cambio monsieur Lebrun sólo cree en los datos. Que dos y dos son cuatro, por ejemplo.

—Tal vez así he conseguido evitar que mi vida se convierta en una tragedia griega. ¿Le gusta a usted leer, señor Carvalho?

—Quemo libros.

—Si los quema es porque los tiene.

—No creo que les interese la historia de mi vida.

—A mademoiselle Delmas sí, seguro. Le encantan las historias ajenas y así cuando se le acaban las propias puede utilizarlas. Le preguntaba si le gustaba leer porque a mí me gusta y una de las lecturas más enriquecedoras que recuerdo fue la de Homo Faber, una novela de un suizo en la que contaba la tragedia griega de un hombre que no creía en las tragedias griegas. Desde entonces no sólo no creo en las tragedias griegas, sino que además, por si acaso, trato de evitarlas. No es el caso de Claire. Porque toda la historia gira en torno de un griego, de un hermoso griego como Antinoo. Muy curioso el dato de que usted queme libros. Yo tengo también una relación atípica con los libros.

—Sádica.

—Sádica, es posible, Claire.

—Tú no amas a los libros, ni amas a nadie.

Él asintió con la cabeza y algo parecido a una sonrisa le desdibujó aún más las facciones inconcretas.

—¿Sabe usted lo que hace este loco con los libros?

—Me muero de ganas de saberlo.

—Estornuda sobre ellos, come la fruta más madura que encuentra en el mercado sobre los libros abiertos, para mancharlos con el jugo y nunca tiene en casa más de diez libros. Los compra, los vende o los tira o los regala.

—¿Regala libros llenos de mocos y manchas?

—Procuro regalar los menos sucios, pero a veces no soy demasiado escrupuloso, al fin y al cabo un libro es como una caja cerrada y el lector no sabe casi nunca qué va a encontrar entre sus páginas. Ha de correr un riesgo.

Ella reía sin reservas y contemplaba al desganado con una cierta ternura, a la que él correspondía con una leve sonrisa de niño sorprendido en sus vicios secretos.

Ahora me pedirán que les case, pensó Carvalho, y parte de su reprimida impaciencia debió exteriorizarse como un fluido porque la mujer hizo un esfuerzo por concentrarse en materia.

—Quiero prevenirle de que todo cuanto voy a contarle es verdad, porque a veces incluso yo misma pienso que pueda ser mentira, fruto de mis obsesiones. Conocí a Alekos, el hombre de mi vida del que le hablé, hace cinco años. Él acababa de llegar a París y visitó el museo en el que yo estaba haciendo prácticas. Era un inmigrante griego, mayor que yo, aprendiz de pintor y difícil superviviente en París. De hecho casi me pidió que le invitara a comer a los pocos minutos de haberle conocido. Me pareció un caradura pero era guapísimo. Tenía un cuerpo de atleta griego adolescente, a pesar de que ya estaba a punto de cumplir los treinta años y en cambio su rostro era el de un marino griego actual, curtido, con unos bigotes a la turca y algunas entradas. Desnudo parecía un adolescente poderoso con la cabeza de un pirata turco. Una semana después de nuestro encuentro se vino a vivir a mi apartamento del Marais y trajo consigo todo lo suyo. No me refiero a objetos materiales, que bien pocos tenía. Trajo todo su mundo cultura y sentimental. Me hizo sentir griega. Mi casa, y yo misma, se convirtió en una colonia griega en la que él desembarcaba como quería y cuando quería.

El hombre aplaudió con la punta de los dedos.

—Claire. Es la mejor versión de la historia que he escuchado.

—Sustituí mis amigos por sus amigos, mis recuerdos por sus recuerdos, mis gustos por sus gustos, hasta cambié mis comidas y durante años y años fui de restaurante griego en restaurante griego y en la cocina de mi casa no guisaba otra cosa que especialidades griegas. ¿Le gusta a usted la cocina griega?

—Es una cocina de verano.

Monsieur Lebrun volvió a aplaudir con la punta de los dedos, pero esta vez no intervino en la conversación.

—Adapté mi programa de vida al suyo. No sólo estaba fascinada sexualmente por él, sino que también me sentía culpable. Él nos hacía a todos los pueblos ricos responsables de la pobreza de los suyos. A ustedes los españoles les tenía aprecio porque decía que se parecían a los griegos: primero habían hecho la Historia y luego la habían sufrido. Pero los franceses, los alemanes, los ingleses, los norteamericanos y los japoneses eran los actuales malvados de la Historia y todos éramos responsables, todos debíamos pagar por ello. Cada vez que yo presentía que no me amaba, que de hecho me estaba poseyendo, me estaba colonizando, se lo decía, desesperada, histérica y él entonces se volvía tierno y celoso, muy celoso, era muy celoso, hasta le molestaba que me miraran los demás hombres y cada noche debía hacerle un informe de todo cuanto había hecho durante el día.

El hombre se había levantado y mientras Claire hablaba curioseaba por los cuatro puntos cardinales del despacho de Carvalho y al llegar a la cortina que lo separaba del pequeño mundo de Biscuter, donde estaba el lavabo, la cocinilla y el espacio apenas para la cama del hombrecillo, con un dedo movió la cortina y se encontró cara a cara con Biscuter orejeante de la conversación. Dejó escapar la cortina sin inmutarse y se volvió hacia Carvalho por si había seguido su búsqueda. La había seguido.

—No se preocupe, es mi ayudante y escuchar detrás de las cortinas es una de las obligaciones de su contrato. Pasa, Biscuter.

Entró el fetillo secándose las manos sudadas en las perneras del pantalón y llevándoselas después a la cabeza para contener la rebelión de los cuatro pelos que le quedaban. Cerró sus grandes ojos caídos en el momento en que tomó la punta de la mano de Claire para llevársela a los labios, al tiempo que musitaba:

—Mamuasele.

Luego dio media vuelta para quedar enfrentado al hombre y entonces se limitó a inclinar la cabeza, tal vez excesivamente, a la japonesa, para estrecharle a continuación la mano que el otro se vio obligado a tenderle sin excesivas ganas.

—Mesieur.

Biscuter exhibió el mejor francés que conservaba desde sus tiempos de ladrón de coches fin de semana en Andorra y los franceses se quedaron boquiabiertos ante aquella catarata de entonaciones al servicio de un vocabulario que sospechaban emparentado con el esperanto. Las entonaciones eran tan francesas que incluso podía decirse que eran excesivas y se convertían en una ópera de música concreta que maltrataba la amabilidad de los huéspedes. Por fin Carvalho intervino para poner fin a la tortura.

—Biscuter, nuestros clientes necesitarían algo que les devolviera a su patria aparte de tu excelente francés. Es una hora adecuada para un vino blanco fresco.

¿Qué vinos franceses blancos tenemos en frío?

—Pouilly Fumé mil novecientos ochenta y tres, Sancerre del ochenta y cuatro y un Chablis del ochenta y cinco.

Por primera vez, Carvalho notó desconcierto en los ojos de monsieur Lebrun que dirigía cuatro miradas fotografiadoras a cuanto le rodeaba y las fotografías no se correspondían con la conversación sobre vinos que estaba sosteniendo el detective con aquel subproducto humano. La primera instantánea captaba aquel arruinado despacho años cuarenta, diríase que rescatado de la liquidación de atrezzo a cargo de un productor de películas de Humphrey Bogart. La segunda retenía todas las escaseces que se adivinaban en el vestuario de Carvalho, que monsieur Lebrun supuso elaborado a partir de rebajas no excesivamente bien seleccionadas y en el caso de Biscuter parecía haberse vestido por última vez un día interminable de la década de los cincuenta y desde entonces no haberse quitado el vestuario ni para lavarlo. Por otra parte la pulcritud y el tamaño del extraño ayudante podían llevar a la creencia de que también a él lo metían en la lavadora con la ropa puesta. La tercera fotografía iba más allá de aquella cortinilla y lo que había entrevisto como un rincón donde coexistían el frigorífico, una ducha, la taza sanitaria, un catre y la pequeña cocina de bombona de gas butano. La cuarta fotografía les implicaba a todos.

¿Cómo era posible tomar una copa de Pouilly Fumé en aquel marco y servido por aquel esclavo de Fu Manchú?

—No recele, monsieur Lebrun.

Las apariencias engañan. Biscuter es un excelente somelier al que cada tres meses someto a la cata de vinos de una zona determinada de la tierra. Dentro de nuestras posibilidades, naturalmente. No llego a las grandes reservas, pero una vez cada semestre destapamos una gran botella. La última fue un Nuit de Saint Georges de mil novecientos sesenta y seis. Excelente. Si son amantes del vino blanco entre horas y presiento que sí, porque tanto usted como la señora son muy literarios, les aconsejo un Merseault, un Sancerre o un Pouilly. El Chablis requeriría la apoyatura del marisco o de cualquier tentempié de sabor excesivamente agresivo.

—El Pouilly, si puede ser.

—Puede ser.

—No entiendo cómo ustedes, los españoles, pueden beber otro vino que no sea el Vega Sicilia. Mi abuela era de Valladolid y desde la infancia conservo en el paladar el sabor del Vega Sicilia.

Con que una muchachita de Valladolid.

—Y el vino griego, ¿qué tal?

—Es lo que menos convence a Claire de su tragedia griega, especialmente el que lleva resina.

—Algunos vinos de Creta, quizá. Y el vino dulce de Paros, para los postres. Pero Alekos me obligaba a beber Doméstica, el vino más común en Grecia, porque decía que era el vino del pueblo y de los turistas tontos y que él, cuando volvía a Grecia, era una mezcla de hombre del pueblo y turista tonto.

—¿Era comunista?

—Su padre había sido guerrillero comunista y luego estuvo en la cárcel algunos años. Alekos también militó en las juventudes del Partido, pero no le gustó la política cuando les legalizaron.

Se vino a Francia. Era más anarquista que comunista.

—Lo más inocente y lo más inútil.

—Tú no puedes entenderlo, Georges. Tú eres un vendedor. Un comerciante. Un traficante.

Biscuter llegó con las copas y la botella de vino, acompañado de unos canapés cubiertos de un engrudo rosáceo que hizo lanzar una exclamación de júbilo a la mujer.

—¡Taramá! ¡Es una maravilla!

¿Cómo ha conseguido improvisar un taramá en tan poco rato?

—Son las pequeñas ventajas que aporta el que mi ayudante escuche tras las cortinas. Es un taramá poco ortodoxo, no está hecho con la poudgarde adecuada, pero Biscuter lo hace muy bien a base de huevas de bacalao.

—El taramá me devuelve a Grecia.

Y los ojos se le pusieron color de Egeo, mientras le subía y le bajaba la respiración bajo un jersey de lanilla alzado sobre dos pechos suficientes que Carvalho adivinaba bien llenos y con los pezones inacabados, como los pechos de las adolescentes.

—Taramá, Mousaka, Dalmades… Ahora sólo faltaría una pieza de Theodorakis, por ejemplo, o Perigal, con la letra de Seferis, que Alekos ponía una y otra vez en el tocadiscos hasta que le lloraban las orejas, como él decía.

—¿Dónde perdió a un hombre tan fascinante?

—Ningún hombre puede aceptar que otro hombre es fascinante, a no ser que se trate de un homosexual.

Pero aunque lo haya dicho en broma, se lo juro, era fascinante.

No. No le he perdido. Se ha marchado.

—¿Por qué?

—Yo tengo la culpa. Le acosé demasiado y tal vez le enfrenté a una realidad excesiva para él. Los primeros años fueron de una mutua posesión, incluso muy convencional, muy de pareja para toda la vida.

Hasta me llevó a Grecia para que conociera a sus padres y de aquella visita salí investida de la categoría de nuera. Mis suegros aún me escriben y mi suegra llora cada vez que recuerda que Alekos me ha abandonado. Más o menos hacía tres años que vivíamos juntos cuando yo empecé a notar que disminuía la calidad de nuestra relación. Él pasaba demasiado tiempo fuera de casa, aunque es cierto que se había hecho económicamente más independiente. Ganaba algún dinero posando como modelo. Ya le he dicho que tenía un cuerpo bellísimo. Luego noté que disminuían nuestras relaciones sexuales y que su capacidad de fantasía no era la misma.

Cumplía como si fuera un actor rutinario, como un actor que sabe muy bien su papel, pero que lo interpreta sin dar otra cosa que su presencia. De mi abuela vallisoletana he heredado el mal genio, supongo, y no soy una mujer prudente cuando me va en ello algo que me afecte realmente, que me importe.

Así que no dejé pasar demasiado tiempo y le eché en cara su cambio de actitud. Caí en el tópico de preguntarle quién era la otra. De dar por hecho que había otra. Y él en vez de tranquilizarme o de hundirme del todo con la verdad, con la verdad más cruel, me dejó gritar, dejó que me desesperara y se mantuvo en la ambigüedad durante un largo año, hasta que yo empecé a sospechar que no era exactamente lo que había pensado. Alekos era muy buen camarada de sus amigos y los hombres del Mediterráneo oriental, incluso los del Mediterráneo africano, son muy afectivos. Caminan cogidos de la mano. Se besan cuando se encuentran. Se miran tiernamente y eso a veces no es del todo comprendido por la mirada occidental. Yo misma le había dicho a Alekos que él y sus amigos parecían una tribu de maricones y a él le hacía mucha gracia. Decía que el capitalismo sólo nos había permitido conservar el erotismo en el aparato reproductor y eso mientras le faltaba mano de obra.

En cuanto le sobraba mano de obra también nos controlaba el aparato reproductor. Pero tras seguirle días y días hasta descuidar mi trabajo al frente de un pequeño museo y estar a punto de que me expedientaran varias veces, llegué a la conclusión de que no había otra mujer. Él seguía viéndose con sus amigos y si había alguna cara nueva, se trataba de jóvenes griegos que se iban incorporando al grupo en busca de ayuda, porque no todos tenían el permiso de residencia.

Las apariencias eran las mismas de siempre y aquello me deprimió aún más porque pensé que era yo la culpable, que el fracaso de nuestras relaciones era mi fracaso. Extremé mis muestras de cariño, mis exigencias sexuales hasta que él se sintió acorralado, agobiado es la palabra, y entonces se colocaba a la defensiva. Aún era peor. Una tarde en que yo debía estar en mi trabajo pero me encontraba muy deprimida y me quedé en casa con la luz apagada y los ojos escocidos de tanto llorar, llegó Alekos y no se dio cuenta de que yo estaba en el dormitorio, en la cama, a oscuras.

Se puso a escribir en la mesa del comedor y desde la cama podía verle el hermoso perfil, su hermosa tristeza de aquella tarde mientras escribía y como la tristeza se le convertía en congoja y lloraba, con unas lágrimas pesadas, redondas, que le caían por las mejillas e incluso bañaban el papel. Lloraba desde una profunda angustia interior. Como sólo se llora cuando se ama. No era un llanto ante la muerte. Era un llanto del sentimiento amoroso frustrado.

—Permíteme que intervenga, Claire, para haceros observar, a ti, al señor Carvalho y a su distinguido somelier, que has descrito una escena de rigurosa inspiración posromántica. Sin los mares del Sur, lágrimas pesadas y cálidas, sin barricas de galleta y carne salada y sin señoritas pálidas paseando bajo la sombrilla, buena parte de la literatura del diecinueve no existiría. Demuestras hasta qué punto todavía la educación literaria que recibimos en el bachillerato y la universidad es decimonónica. ¡Un griego que llora! Eso es un cuadro orientalista pintado por Delacroix y descrito por Lord Byron. Si en los estudios literarios que has recibido hubieran insistido más con Artaud, Genet o Céline, no te habría salido una descripción como ésta.

La literatura y el cine nos ayudan a imaginar y a suponer nuestra vida y nuestra memoria. Sal de esas páginas y descríbenos lo mismo pero visto por Robbe Grillet, por ejemplo. Si hubieras leído más a Robbe Grillet no estarías buscando a un griego tan cursi.

—¿Puedo seguir, señor Carvalho? No nos juzgue mal. Georges interpreta el papel de querer sacarme de quicio, sabiendo que no va a sacarme de quicio.

—¿Se ha dado usted cuenta, Carvalho, del cuarteto que representamos? ¿Qué actores podrían encarnarlo a la perfección? Ella, Ingrid Bergman, sin duda. El somelier podría ser Peter Lorre, aunque algo más delgado. Usted, Humphrey Bogart, se lo tiene muy merecido y muy estudiado. ¿Y yo?

¿Qué actor podría encarnar mi papel? Le pongo en un compromiso porque le obligo a darme su impresión física y moral sobre mí.

—No tengo memoria cinematográfica. Para mí es igual John Wayne que Anita Ekberg o la perra Lassie que Elizabeth Taylor, incluso no sabría decirle si es la mismísima Elizabeth Taylor la que atraviesa toda Inglaterra a cuatro patas guiándose por el olfato, en La cadena invisible.

—Yo te diré quién podría interpretar tu papel: Peter O’Toole disfrazado de Bette Davis.

Algo parecido a la mortificación selló los labios estrechos de Georges Lebrun.

—El hombre de su vida, el griego, lo hemos dejado llorando mientras escribía una carta de amor ¿a quién?

—Aquí se planteó un problema.

Me hice la dormida y él no me despertó cuando se dio cuenta de que yo estaba en la casa. Esperé a que remoloneara por la cocina, pensando que luego se iría, como tantas noches, pero no. Se acostó a mi lado y al poco rato dormía profundamente. Entonces me levanté con cuidado y busqué la carta. Estaba entre las páginas de un libro de poemas, un libro de poetas alejandrinos contemporáneos de Cavafis, Cavafis incluido. La carta estaba escrita en griego y yo apenas si sabía las palabras más convencionales, un griego de hotel y de aduana. Pero estaba exasperada, obsesionada y me metí en el lugar más protegido de la casa a descifrar la carta con la ayuda de un diccionario. Todos los verbos me salían en infinitivo, pero me daba igual. El sentido de la carta se iba desvelando a medida que avanzaba la madrugada y, en efecto, era una carta de amor, una carta de amor dirigida a un hombre, me pareció entender que a un tal Dimitrios. Luego supe quién era Dimitrios, un muchacho recién llegado de Samos, al que todos trataban de ayudar porque estaba muy destruido.

Era un drogadicto, pintor, como Alekos. Pero aquella noche sólo tenía ante mí la prueba, una prueba confusa porque mi dominio del griego sólo me dejaba ante las puertas de la verdad. La carta estaba llena de erotismo, pero un erotismo de sueño, algo platónico. De hecho, la carta era la descripción de un sueño de Alekos en el que Dimitrios era el objeto de su deseo y le lanzaba algunos reproches porque no le hacía demasiado caso. Era la carta de un celoso. Los celos que en otro tiempo me dedicaba a mí, ahora se los dedicaba a aquel muchacho. Pero cuando leí una, mil veces, la traducción que yo había hecho, aún tenía la esperanza de que todo fuera un encantamiento transitorio. De que nada se hubiera consumado. No podía soportar la idea, la simple idea de Alekos en la cama con otro cuerpo, y aún menos con el cuerpo de un hombre.

La carta no aclaraba nada sobre el contacto físico y creí que aún no se había efectuado. Me equivoqué gravemente, porque a partir de aquella noche hice lo peor que podía haber hecho. No perdía la ocasión para desacreditar ante Alekos la homosexualidad y me encontré ante una reacción airada y asqueada. ¿Por qué no la homosexualidad? Era la única sexualidad que la sociedad no puede aprovechar. No es reproductora. No es productiva. Es la única sexualidad radicalmente revolucionaria, me decía Alekos, excesivamente imparcial, neutral, para ser inocente.

Y tras varias semanas de hacernos daño con las palabras, con las insinuaciones, por fin se lo dije, aunque nunca admití haber leído la carta, tal vez porque la había traducido en el retrete, retrete me parece una palabra castellana terrible. Ninguna otra palabra, en ningún otro idioma, tiene tanta carga de desprecio.

—Ya casi nadie en España le llama retrete al retrete. Ya casi nadie en España le llama a las cosas por su nombre. Casi todos dicen lavabo, que es una palabra tan pasteurizada como toilette.

Las gentes de hoy en día quieren olvidar que cagan, que mean, que follan, que mueren.

—Desde aquella noche viví atormentada por mi sospecha y la ambigüedad de Alekos aún me desesperaba más. Con el tiempo he llegado a la conclusión de que él trataba de exasperarme para que me cansara y fuera yo quien rompiera nuestras relaciones.

—¿Fue así?

—No. No me sentía ni humillada ni ofendida. Sólo estaba enamorada y no quería perderle.

Tanto se lo demostré que le hice la vida imposible y un día él se marchó. Primero se estableció en el estudio de un amigo, pero no tenía nada que ver con el destinatario de su carta. A Dimitrios quise matarle. Me metí un cuchillo en el bolso y fui a su encuentro.

Le insulté como sólo insultan las putas borrachas y luego, como me temblaban las manos, se me cayó el cuchillo al suelo y me eché a llorar. Escenas de este tipo hice todas las que usted pueda imaginarse, como dormir una noche en el portal de la casa donde vivía Alekos esperando que él se apiadara de mí. Incluso intenté suicidarme…

—Y es cuando aparezco yo.

Vuelvo a presentarme, señor Carvalho, porque tal vez me había olvidado. Georges Lebrun, jefe de ventas de la Radio Televisión Francesa, especialmente comisionado en esta futura Ciudad Olímpica para negociar la exclusiva de unos programas deportivos educativos a explotar con posterioridad a las Olimpiadas. Toda Olimpiada tiene su sombra y a la sombra de cada Olimpiada es cuando se pierde o se gana dinero. Mademoiselle Delmas era mi vecina y en la madrugada del catorce de marzo de mil novecientos ochenta y nueve fui requerido por la portera de la finca para que le ayudara a evitar que esta señorita se muriese, aunque luego comprobamos que no había tomado suficientes pastillas como para matarse. Simplemente quería llamar la atención del griego y sólo consiguió despertar a su portera y a su vecino. Aunque despertarme a mí es fácil. Duermo poco.

Como usted puede comprobar, mademoiselle Delmas salió con bien del asunto y desde aquel momento la cogí bajo mi protección, no exactamente por interés sexual, ni siquiera por un impulso humanitario; si me conociera bien sabría que yo no tengo intereses sexuales acuciantes y también carezco de impulsos humanitarios. En cambio tengo una gran curiosidad por el comportamiento animal de las personas, sobre todo por cuanto afecta al sentimiento. La razón está programada y enriquecida por la cultura. Pero el sentimiento no.

Lo que distingue al hombre del animal es la sofisticación del sentimiento, cómo el sentimiento se convierte en cultura. ¿Cuánto tiempo iba a estar deprimida inútilmente mademoiselle Delmas?

¿Cuántas lágrimas era capaz de derramar sin contraer una hipertensión ocular? ¿Cuántas veces lloraría sobre mi hombro aun a sabiendas de que a mí la cercanía de las lágrimas me produce ganas de estornudar? Es una reacción refleja que padezco desde niño. He de confesarle que mademoiselle Delmas es muy pertinaz en sus deseos y en sus desgracias y se sintió muy desdichada por el abandono del griego a lo largo de todo lo que quedaba de mil novecientos ochenta y nueve. Con el nuevo año parecía algo más resignada, pero esta pasada primavera tuvo noticia de que su griego había venido a España, a Barcelona concretamente y desde entonces ha tenido la obsesión de seguirle los pasos, de encontrarle y proponerle volver a empezar. No olvidemos que es el hombre de su vida y que se vive solamente una vez.

—Y hay que aprender a querer y a vivir.

—¿Es un refrán o un verso?

—Un bolero. Una canción.

—Hay canciones muy profundas, en efecto. Mademoiselle Delmas ha estado esperando la ocasión propicia y por fin yo he podido ofrecérsela. Al ser comisionado por la ORTF para negociar con el Comité Organizador de las Olimpiadas un posible acuerdo de explotación comercial de programas, requerí la comisión de un grupo de expertos y entre ellos elegí a mademoiselle Delmas como directora de museos. Evidentemente mi elección sorprendió, porque ni por la categoría del museo que dirigía, ni por el lugar que ocupa en la jerarquía del funcionariado, le tocaba formar parte de la comisión. Pero entonces recurrí al viejo truco de dar a entender a mis superiores que mademoiselle Delmas y yo éramos amantes. Me bastó sonreír levemente al pronunciar su nombre. Un italiano hubiera guiñado el ojo.

—Un español también.

—Los franceses somos más refinados. Nos basta sonreír levemente cuando pronunciamos el nombre de una mujer. Luego apareció usted en una conversación con nuestro amigo Le normalien. Al parecer tuvieron un encuentro muy interesante al sur de Bangkok e incluso viajaron juntos hasta Malasia.

—Entonces Le normalien era taoísta.

—Primero había sido maoísta, luego taoísta y en la actualidad es partidario de sí mismo. Ha sido uno de los utópicos que más han tardado en rendirse: desde mayo del sesenta y ocho hasta junio de mil novecientos ochenta y cinco. Exactamente el doce de junio. Celebró una fiesta en un restaurante especializado en pescado del Mercado Central de París y nos comunicó que se pasaba al posibilismo. Y que el posibilismo bien entendido empieza por uno mismo. Venía a mis filas y le regalé el libro más sucio de todos lo que conservaba.

Una novela de Margueritte Duras que por entonces era indispensable leer. Mi amigo, mejor dicho, nuestro amigo, se había vuelto tan pulcro y convencional que no supo rechazar mi asqueroso regalo. Se limitó a dejarlo abandonado debajo de una servilleta. Margueritte Duras nunca lo supo y nunca lo sabrá. Prométamelo.

—Se lo prometo.

—Y tú también, Claire.

—Lo prometo.

A la mujer no le quedaba ni un resto de tragedia. Parecía incluso divertida y contemplaba a los dos hombres como dos compañeros de una travesura prometida.

—¿Por dónde empezamos?

—Buena pregunta, Carvalho.

No disponemos de demasiado tiempo.

El viaje no puede prolongarse más allá de quince días y ya es un exceso, aunque le seguirán otros en los que no tendré la posibilidad de meter a mademoiselle Delmas en mis maletas. El griego les pertenece totalmente. Es un personaje que no me interesa. Huelo a salvia y a cuplet de Mistinguette.

—¿Por dónde empiezo?

Se dirigió esta vez Carvalho a Claire y vio como ella metía las manos en su bolso y las sacaba alzando una fotografía como si alzara una hostia consagrada.

—Es él.

Tipos así los había visto Carvalho a cientos tratando de ligar con las turistas en el barrio del Plaka. Procedían sin duda de un laboratorio oficial de mecánica genética que el gobierno griego dedicaba a la producción de sementales, aunque Carvalho tuvo que reconocerle una interesante instalación en la madurez. Era un griego hermoso, prematuramente madura y cada arruga traducía tal vez un fracaso, como los anillos de los árboles traducen todos los años de su vida y los bultos leñosos cada mutilación. Desde el primer momento que le vio en la foto, Carvalho le consideró un rival victorioso, uno de esos rivales que ni siquiera se toman la molestia de reconocerte como tal.

—¿Qué más? ¿Tienen algún otro indicio? Más o menos, ¿en qué círculos se mueve? ¿Han ido al consulado griego? ¿Se han comunicado con la embajada en Madrid?

—Todo eso está hecho e inútilmente. Nadie sabe cómo ha entrado en España, no hay registro de aduana, ni se ha puesto en contacto con ninguna autoridad griega o francesa. Sólo sabemos por mis suegros que está en Barcelona, de vez en cuando les escribe pero no pone remite. Sólo sabe posar y pintar. ¿No le parecen datos suficientes?

—No. Pero trataré de hacer algo. ¿Dónde puedo encontrarles?

—Nos hospedamos en el Palace.

A mademoiselle Delmas puede localizarla en la habitación trescientos trece y a mí en la trescientos quince. El vino estaba muy bueno.

Dijo Lebrun después de beber el último sorbo que le quedaba en la copa y se levantó para que Claire le secundara, pero ella atacaba los últimos canapés de taramá y repetía que estaba delicioso. Comía tan bien como estaba.

Movía los labios como si susurrara y las mejillas como si estuviera acariciándose por dentro. Carvalho tuvo sensación de ridículo y apartó los ojos de la mujer para sorprender la mirada que el francés le estaba dedicando. Amigo, estás cogido, le decían los ojos sin pestañas de Lebrun y Carvalho no supo aguantarle la mirada. Aún quedaba un canapé de taramá en el plato y ella preguntó:

—¿Puedo llevármelo?

—Biscuter, envuelve el canapé a la señorita con un papel de plata.

—Si quiere le hago más, jefe, para el camino.

—La señorita no se va de excursión. El canapé es un recuerdo de familia.

Claire se metió el paquetito en el bolso y derramó sobre Carvalho un baño de agradecimiento y dulzura. Quedó empapado de su mirada durante horas, aunque en el recuerdo consciente predominaran las palabras que le dijo desde la puerta.

—Encuéntrelo, vivo o muerto.

Era más difícil encontrar a un muerto que a un vivo, pensó Carvalho cuando apagó la luz, al recuperar una soledad que necesitaba.

Aquellos dos parecían arrancados de las páginas de una novela que escribían a medias y nada había aclarado sobre la relación que les unía. Amigos y residentes en París. Vecinos y residentes en París, y tal vez cómplices en la búsqueda de Alekos, el griego.

Necesitaba adentrarse en territorios que no le eran habituales, pintores y traficantes olímpicos, traficantes de cultura olímpica, para llegar a un griego ambiguo, del que ni siquiera estaba claro si era homosexual o se limitaba a cansarse de las mujeres demasiado hermosas y posesivas y a enamorarse platónicamente de adolescentes griegos y desdeñosos. ¿A quién recurría para que le informara con aquel cuadro de la situación?

Repasó la lista de pintores amigos a los que podía acudir y volvió a encontrarse a solas con el nombre y el recuerdo de Artimbau. Hizo lo propio con los compañeros de otro tiempo que ahora trabajaban en la preparación de las Olimpiadas y le salió un folio completo lleno de nombres. En esta ciudad quien no prepara las Olimpiadas las teme, no hay término medio. La Oficina Olímpica, Preolímpica, Transolímpica, Postolímpica empleaba a las gentes en otro tiempo menos olímpicas de este mundo, gente que había hecho un viaje parecido al del normalien hallado en la selva: del marxismo leninismo a la gestión democrática institucional y finalmente a preparar todos los Olimpos que la democracia española tendría en 1992: el Quinto Centenario del Descubrimiento de América, la Feria Internacional de Sevilla, las Olimpiadas, Madrid capital cultural de Europa. Quien no ha perdido siquiera media hora de su vida preparando la revolución, jamás sabrá qué se siente cuando años después te descubres a ti mismo prefabricando olimpos y podiums triunfales para los atletas del deporte, del comercio y de la industria. De Sierra Maestra o Olimpia. De la «larga marcha» a los cincuenta kilómetros marcha. De atravesar fronteras clandestinamente a negociar con los representantes de todos los fabricantes de cacao en polvo del mundo, ávidos de conseguir la concesión olímpica. De la colección completa de arrepentidos de Sierra Maestra y de las largas marchas, escogió otra vez al «coronel Parra», en otro tiempo autor de un manual del torturado elaborado a partir de su propia experiencia y ahora reciclado al cargo de selector de sponsors olímpicos.

Artimbau se había telefonizado definitivamente y tenía contestador automático. En él dejó grabado Carvalho un mensaje que le pareció suficiente.

—Busco a un pintor griego llamado Alekos Faranduri, probablemente sin permiso de residencia y quizá maricón. Pero no se le nota en el aspecto. Vivo o muerto.

Llámame.

En cambio para llegar al coronel Parra tuvo que superar los cinco mil metros con obstáculos burocráticos, cinco mil secretarias que tenían la misma voz y los mismos recursos dilatorios.

—Dígale que le llama Gorbachov para proponerle la concesión de Vodka sin alcohol.

—¿De qué empresa dice usted que le llama?

—Del Pacto de Varsovia.

—¿Es un conjunto musical?

—Todavía no.

El coronel Parra se había perdido en la ladera oeste del Olimpo, pero le atendería mañana, con mucho gusto a las diez en punto.

Carvalho reclamó a Biscuter para despedirse y propiciarle su impresión de lo ocurrido. Últimamente Biscuter estaba en crisis porque en su opinión, Carvalho no le tenía suficientemente en cuenta.

También Charo estaba en crisis.

Y Bromuro estaba muerto. Y quizá era él, Carvalho, quien propiciaba tanta crisis por el procedimiento de sentirse cada vez más cansado de sus propios rituales y más desengañado de todo ritual ajeno. Dios ha muerto, el Hombre ha muerto, Ava Gardner ha muerto, Marx ha muerto, Bromuro ha muerto y yo mismo no me siento muy bien, se dijo. Biscuter le felicitó porque su fama había traspasado las fronteras y volvió a su ensimismado mutismo.

—¿Eso es todo?

—Sin ánimo de ofenderle, jefe, porque reconozco que lo ha hecho con buena intención, no me gusta que me ponga en evidencia porque escuche detrás de las cortinas.

—Pero si ha sido él quien te ha descubierto.

—Pero ha hecho como si no me viera y en cambio usted me ha puesto en evidencia.

—Has sido la reina de la fiesta, Biscuter. Tu oferta de vinos les ha deslumbrado y ya has visto el éxito que ha tenido tu taramá. ¿Qué te ha parecido la mujer?

—Me he fijado más en el hombre, y ¡no me interprete mal! Le he visto en una película y no sé en cuál, no consigo recordarlo. Tiene aspecto de espía alemán.

—Los espías alemanes vuelven a espiar la línea de Maginot. Ya me dirás tú qué han de espiar por aquí.

O sea que a Biscuter ella no le había impresionado. Carvalho no supo qué instrucciones dejar para el caso de que llamara Charo, quizá porque no deseaba que llamara y recuperó el coche para volver a su casa en Vallvidrera, con la cabeza llena de fragmentos de la larga conversación y en los ojos el rostro de Claire, sus ojos geológicos, aquella boca que tan bien comía, la dulzura estática, tal vez una pasividad profunda de mujer pozo abierto a las caídas más totales.

—Vivo o muerto.

Entró en su casa con el programa ya hecho. Recuperar unas macilentas berenjenas, hacerse una musaka y buscar en la librería «Alexis el Griego» y Los cuatro jinetes del Apocalipsis para quemarlos. Capas de berenjenas algo fritas, capas de carne picada sazonada, capas de sofrito de cebolla, tomate, quizá ajo, salvia, todo cubierto con bechamel, queso y gratinado. Una musaka de lujo que poco se parece a los adoquines cúbicos que suelen servirte en las tabernas y chiringuitos populares de Grecia. No disponía de vino griego, pero sí de un Corvo de Salaparuta siciliano que se le acercaba tanto como los vinos murcianos, alicantinos y argelinos. Y ya en busca de su tibieza la musaka, localizó los libros y persiguió entre sus páginas razones suficientes para quemarlos. Allí estaba el tango anunciando el agarrado de la guerra del 14 en Los cuatro jinetes del Apocalipsis, de Blasco Ibáñez, París seducido por la gesticulación de la maté porque era mía o la maté porque era mío: «Un nuevo placer había venido del otro lado de los mares, para felicidad de los humanos. Las gentes se interrogaban en los salones con el tono misterioso de los iniciados que buscan reconocerse: “¿Sabe usted tanguear?”… el tango se había apoderado del mundo».

Era el himno heroico de una humanidad que concentraba de pronto sus aspiraciones en el armónico contoneo de las caderas… Y allí estaba la filosofía de Alexis el Griego, como una elegía vitalista de macho poderoso y tierno en homenaje a Madame Bubulina, la vieja francesa en cuyo homenaje, Alexis construye en una hoja de árbol la metáfora de la vida: un gusano dedica todo su esfuerzo a recorrer el haz de la hoja para adivinar qué misterio reserva el envés y cuando con toda clase de dificultades consigue llegar al canto, enderezarse, asomarse a la otra cara, descubre otra superficie exactamente igual que le va a conducir al principio y al fin de su propio fracaso. Es imposible salirse de la vida y también es imposible conservarla. Acaso, y con la diferencia de la edad y belleza ¿no era Claire una madame Bubulina, una occidental cargada de complejo de culpa, fascinada ante el mito de la destrucción bárbara?

Ardían los libros y empezaba a crepitar la leña, cuando sonó el teléfono y al otro lado estaba Artimbau con más ganas de conversar que de informarle.

—Perdona que te parezca algo grosero, pero ¿qué sabes de mi griego?

—Tú te crees que se puede encontrar un griego en cada esquina.

Preguntaré a los pintores más jóvenes. Los de mi edad ya sólo beben agua mineral y están en la cola de los que esperan la concesión de murales olímpicos.

—¿Tú también, Francesc?

—Yo también, Carvalho.

Y cuando ya había conseguido casi dormirse, con la boca llena de gusto a salvia y de dos copas de Ouzos que conservaba de un viaje al Monte Athos en compañía de Artimbau, llegó la última llamada de la noche:

—¿Duerme, jefe?

—Ya no.

—Es que he conseguido recordar el personaje. El francés que nos ha visitado es clavadito al dueño de la casa de juego de la película Gilda. ¿Lo recuerda?

—¿Te refieres a Rita Hayworth?

—No. Rita es la chica.

—¿Seguro, Biscuter?

—Seguro.

—Si tú lo dices.

Demasiado chalet para tan poco servicio. La mujer que le abrió la puerta de la calle no iba disfrazada de criada, ni de jardinero, ni de señora para todo y en cambio por las maneras con que le hizo atravesar el jardín y limpiarse las suelas de los zapatos en el felpudo parecía como si incluso hubiera parido el chalet y a la mismísima familia Brando. Cabizbaja, concentrada, mirando a derecha e izquierda por si algo hubiera alterado el equilibrio universal en la pequeña porción de universo que le correspondía y desinteresada del intruso que pasaría por aquella mañana, por aquel jardín, por la vida de los Brando sin merecer siquiera recordar su nombre.

—¿Ha dicho usted que se llama?

—Carvalho, Pepe Carvalho.

Caminó de puntillas sobre el suelo que tanto le había costado limpiar y dejó a Carvalho haciendo cálculos sobre los signos externos del señor Brando. Una mezcla de tradición y premios FAD de diseño, muebles del abuelito o del abuelito de otros y muestras de que Barcelona es una de las cinco mil capitales del diseño mundial. Pero tal vez faltaba armonía, sobraba coleccionismo y voluntad de exhibir un gusto a prueba del paso del tiempo. La asistenta había desaparecido tras una puerta y reapareció en el umbral, como las enfermeras en los consultorios de postín.

—¿Hace usted el favor de pasar?

Le cedió el paso y cerró la puerta a su espalda con tanto cuidado, que Carvalho paró más atención en la calidad de la madera, que temió quebradiza, que en el hombre que le esperaba al fondo de un despacho demasiado grande para ser doméstico, como si estuviera copiado de los despachos de todos los pseudointelectuales preocupados porque sean la medida de su talento no reconocido. Por su larga experiencia de mirón de despachos y retretes, Carvalho sabía que los pseudointelectuales cuidan tanto los unos como los otros e incluso a veces consiguen extrañas síntesis que jamás han sido reflejadas en las revistas de decoración.

—Soy un fracasado y mi mujer me abandonó por primera vez a los quince días de la boda. Pero ante todo salga usted al pasillo y abra bruscamente la segunda puerta a la izquierda. No se equivoque, la segunda puerta a la izquierda y bruscamente. Si no es mucho pedirle, camine de puntillas hasta llegar a la puerta y luego ¡zas!

bruscamente… no lo olvide.

Podría ser un fracasado pero la mesa de despacho era cara, la librería de una madera de bosque de lujo y la lámpara de un metal cargado de quilates. Es decir, tenía el aspecto de cliente solvente capaz de pagarse el gusto de que Carvalho hiciera el imbécil caminando de puntillas por un pasillo y abriera una puerta con decisión.

Cumplió las órdenes puntualmente hasta llegar ante la puerta, pero allí se detuvo y aplicó la oreja contra una madera que olía a barniz de postín. O era una grabación de alta fidelidad o alguien estaba follando allí dentro con una perfección de gimnasia sueca y jadeo de gentes licenciadas en aficiones secretas. No era cuestión de echarse atrás. Venció la resistencia falsa del pomo dorado de la puerta y empujó con el hombro. La chica estaba empalada por el sexo del viejo que tenía debajo. Era rubia, tenía las tetas en forma de pera y rapidez de reflejos porque vuelta la cara hacia la puerta, suspendió el jadeo para gritar:

—¡Papá! ¡Eres un hijo de puta!

En cuanto al viejo frunció el ceño, quién sabe si para distinguir la cara del intruso o porque se le había adelantado el orgasmo. Carvalho pensó en disculparse, pero se limitó a cerrar la puerta con suavidad y a volver al despacho del llamado Brando, que le esperaba seguro del buen resultado de su iniciativa.

—¿Qué ha visto usted?

—Una jovencita…

—Diecisiete años… Mi hija.

—… haciendo el amor…

—Follando.

—Con un señor enfadado.

—Un hombre que podía ser su padre.

Ya estaba satisfecho Brando, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, extrovertido y presumiendo de llamar al pan pan y al vino vino, como los aragoneses y los navarros. Era navarro, informó, pero su apellido tal vez fuera de origen centroeuropeo.

—Brando. ¿Le suena no? Muy gracioso lo de Marlon Brando.

Fue un fugaz momento de autocomplacencia para volver a la melancolía.

—Soy un fracasado. Mi mujer me abandonó por primera vez a los quince días de casados, luego volvió, tuvimos un hijo, que acaba de quitarme el negocio, y ya de propina esta chica. Cuando la niña cumplió diez años mi mujer me dejó definitivamente para irse con un gimnasta, quedó clasificado el veintiséis en un campeonato del mundo. Lo de los aros era lo suyo.

Luego se cayó en mala postura, se quedó paralítico y mi mujer lleva el gimnasio. No me lo explico.

Mientras convivimos su único deporte era cortarse las uñas y ponerse maquillaje. ¿Le gustan a usted las mujeres muy maquilladas?

Carvalho se encongió de hombros.

—Usted es más o menos de mi edad. ¿Verdad que para la cara de una mujer no hay nada como el agua y el jabón?

Era una reiteración pero volvió a encogerse de hombros. Ahora Brando se contaba algo a sí mismo.

Los labios se movían pero no era audible lo que decían. Hay días en que la paciencia se convierte en una virtud laboral, así que Carvalho se dejó atrapar por las últimas blanduras del sillón más acolchonado que tapizado y se predispuso a que Brando volviera de su viaje mental.

—Cada mañana la chica viene al office a desayunar en compañía de su última conquista. Busca precisamente el momento en que yo estoy allí, me la presenta, nos obliga a hablar y nos trata a los dos como si fuéramos los hombres de su vida.

Yo le había hecho el número de padre moderno, capaz de entenderlo todo y tuve que apechugar con los dos o tres jovencitos del último semestre de hace dos años. Ella tenía quince años. Cuando empezó el primer semestre del año siguiente me vino con uno de ésos que hacen tertulias radiofónicas y en una hora ponen en orden la galaxia.

Era un tío bajito, con barba canosa y hablaba con acento catalán.

La eché de casa. Volvió meses después, preñada, no del contertulio, ni siquiera sabía de quién.

La mandé a Londres con una prima mía. Ya sabe usted de qué va y desde que volvió me hago el ciego, pero la hebra durante los desayunos. Pero ahora la cosa es diferente.

—¿Se refiere al viejo que está con ella en la cama?

—No. Eso es lo de menos. Es una gran persona y sabe escuchar.

La trata como un padre. No, no es el caso, ojalá le dure… Pero me temo que lo está instrumentalizando contra mí. Siempre que puede hace comparaciones odiosas. Alfredo tiene tu misma edad, papá y cosas así que me mortifican. Él no. Él es un caballero.

—¿Entonces?

Había llegado la hora de la verdad. Brando se puso triste, muy triste.

—La otra noche la detuvieron durante una redada. La policía iba buscando extranjeros, de esos ilegales, indocumentados, y ella aparece entre ellos. La fui a sacar y no quiso explicarme qué hacía allí.

La policía me dijo que la habían visto alguna vez merodeando por la zona y la tenían clasificada como chica bien que busca camello…

¿Comprende? Pero a mí me consta que no se pincha, ni esnifa. Que no se pincha es obvio, porque a veces cuando está en la cama dormida, en pelota, entro para taparla y me fijo en las zonas de pinchazo.

Y que no esnifa es tan cierto como que yo me llamo Brando. Sólo un esnifador es capaz de distinguir a uno que esnifa o que no esnifa. Yo tomo coca desde los treinta años, con cabeza, eso sí. Y yo puedo asegurarle que no esnifa. Me preocupa ese merodeo por esos barrios. ¿Qué busca? Traté de sonsacarle a Alfredo, el viejo ése que está en la cama con ella, pero se me quejó muy dolido, muy dolido.

La niña casi ni le habla. Se lo folla, me lo trae a desayunar y luego si te he visto no me acuerdo hasta que le llama por teléfono.

¿Por dónde empezaría usted?

Carvalho empezó por fijar las condiciones económicas. Brando sumó, restó, multiplicó con una calculadora de muñeca y se quedó estudiando a Carvalho. Era evidente que Carvalho no estaba a la altura de su precio, pero Brando cabeceó decidido.

—Adelante. Lo primero es lo primero.

Buscar a un griego, a dos griegos y proteger de sí misma a una chica descarada, podían convertirse en partidas simultáneas excesivas, pero los franceses pasarían y Carvalho dependía de la clientela local, por lo que decidió dejar en la trastienda el caso de niña descarriada y liquidar cuanto antes aquel encargo cosmopolita que tan altos había colocado los tacones postizos de Biscuter. Se fue pues a por el coronel Parra, supremo hacedor en uno de los cientos de locales al servicio de los cientos de organismos dedicados a una perfecta organización olímpica.

El «coronel Parra» hacía veinte años que llevaba corbata. Había que concederle el mérito de ser el primer revolucionario en asumirla cuando consiguió un cargo en la Sección de Estudios de uno de los más importantes bancos del país.

Pero ahora llevaba una corbata sin paliativos, una de esas corbatas que implican cultura, de marca, de marca de corbatas, de esas corbatas que sólo reconocen los expertos en corbatas y entonces se toca la corbata como si fuera un sexo, miembro de la masonería de las corbatas de seda natural. Y todo lo demás era accesorio. Estaba más viejo, pero su envejecimiento quedaba relativizado por la modernidad de la corbata. Tenía ganas de sacarse a Carvalho de encima y había en ese deseo una legitimidad racial de propietario de corbata Gucci frente a un Carvalho que se había puesto la única que tenía, una estrecha minucia corbatera en la peor seda thailandesa, más un souvenir de viaje que una corbata propiamente dicha.

—¿Georges Lebrun? Permíteme que busque en mi pajar por si encuentro esa aguja. ¿Sabes qué me pides? ¿Sabes cuántos extranjeros están en estos momentos en la ciudad tratando de sacar tajada de las Olimpiadas? Una Olimpiada conlleva desde un alfiler a un elefante. Tengo una colección completa de vendedores de alfileres y otra de vendedores de elefantes.

—Éste vende cultura.

—Busquemos el apartado de Cultura. Francia. RRTF.

¿Sabes cuántas ofertas tenemos de la ORTF?

—Conoces mis limitaciones.

—Georges Lebrun. Producción de series educativas olímpicas.

Deja que mi secretaria lo meta en el ordenador.

—Primero mete en el ordenador cuál de tus cinco mil secretarias ha de meterlo en el ordenador.

—Pepe, no creces. Recuerda aquel aforismo de Herbert Spencer: o crece o muere.

—En mis tiempos Spencer pasaba por prefascista.

—Ahora se le considera como parte del plural patrimonio socialdemócrata-liberal. Volveremos a vivir bajo esta presión filosófica durante un siglo. No te resistas.

Déjate dar por culo y goza. O creces o mueres. Ya ha caído el muro de Berlín.

—Te veo muy bien, coronel.

—No vuelvas con tus bromas.

Hace tiempo que dejé aquel ejército.

Cursó instrucciones por un dictáfono que parecía llevar corbata.

Todo en aquel despacho llevaba corbata.

—El desafío de la Olimpiada puede ser terrible. Mil novecientos noventa y dos será un año decisivo. Todos los ojos del mundo estarán pendientes de España.

—No nos había vuelto a suceder desde la guerra civil. Me parece que fue entonces cuando merecimos por última vez la portada del New York Times.

—La nostalgia es un error, Pepe.

—¿Y la ironía?

—Un ruido.

Desde una impresora situada a espaldas del coronel Parra el hombre invisible, o quizá una mujer invisible, empezó a emitir una lengua de papel, para detenerse de pronto, en medio de un silencio telúrico. El excoronel Parra tendió el brazo sin volver la cabeza y arrancó el pedazo de papel con la precisión de un experto.

Leyó lo que en él había impreso, luego estudió a Carvalho mientras retenía la información.

—¿Para qué lo quieres? De esta oficina no puede salir información así como así. Aquí nos jugamos cientos de millones de pesetas cada día.

—Es sobre un cliente. El asunto no tiene nada que ver con tu negocio multinacional olímpico. Se trata de un griego, de un pobre griego que huye de una mujer. Ni siquiera es un griego olímpico.

—¿Me lo juras?

Asintió con los ojos y tuvo a su disposición la ficha de Lebrun: «Georges Lebrun, treinta y nueve años, nacido en París. Funcionario de la ORTF con categoría de director general adjunto. Asunto: Olimpia 2000. Vídeos educativos sobre el espíritu olímpico a partir de la filmación de las Olimpiadas de Barcelona. Compromisos precontractuales con cuarenta países».

«Informe económico confidencial AYF 36. Valoración Positiva C. Prolongación mit 62».

—Aquí no pone que ensucia libros con mocos y zumos de fruta.

Tu ordenador es una mierda. ¿Qué más?

—Nada más.

—¿Tienes una impresión personal de monsieur Lebrun?

—¿Para qué? De nada me sirven las impresiones personales. Realizo cincuenta contactos al día.

¿Quién retiene cincuenta impresiones personales? Es un funcionario, me parece que muy capaz y habla un lenguaje de datos que procesamos en los ordenadores. Tal vez cene con él un día de éstos si el ordenador sintetiza una información positiva y mis jefes políticos dan el visto bueno a esa información.

—¿Quiénes son tus jefes políticos?

—Nani Gros, la Tere Surroca y Pascual Verdaguer en última instancia. Es decir, Chu en Lai, la Idanova y el Melancólico, para recordar sus nombres de guerra.

—¿De qué guerra? Te invito a cenar un día de éstos. Si quieres, en mi casa.

—Sólo como ensaladas italianas y pescados azules a la parrilla.

—¿Por qué azules?

—Han descubierto que van bien para el colesterol. Aún no tengo colesterol, pero más vale prevenir que curar. ¿Todo va bien?

—Va bien. Te llamaré.

—Ya lo hará mi secretaria.

Viajo mucho. Me voy a Seúl dentro de unos días a comprobar los efectos de la Olimpiada.

—Algún día vendrán a vernos a nosotros para comprobar los efectos de las Olimpiadas.

—Mañana será otro día.

Carvalho salió del despacho con un paso que quería ser deportivo, para ponerse a la altura de los allí reunidos, aunque apareció tanta abundancia de corbatas como escasez de músculos. Había quedado citado con Artimbau en el Pa y Trago dispuesto a un desayuno sólido y solidario con alguien sin miedo a morir antes de los ochenta años, pero encontró al pintor tan delgado y contenido dentro de su vestuario que no necesitaron intercambiar ni una palabra para comprender que también se había pasado al bando de la represión gastronómica, al bando de los muertos vivientes, de los teólogos de la alimentación. El pintor pidió una miserable ración de queso fresco y un café sin azúcar, tratando de no fijar los ojos en la capipota con sanfaina que habían servido a Carvalho. Resumió la situación sin entrar en detalles sobre sus clientes, pero sí le mencionó el encuentro con Pedro Parra.

—A ése no le conocí. Yo era de la célula de plástico.

—Suena horrible.

—Pero es cierto lo que dices.

En esta ciudad no se mueve un dedo si no es en función de las Olimpiadas. Los hay que vienen a comprar el escenario, los hay que vienen a verlo y todos los demás tratamos de venderlo. No hay artista en esta ciudad que no esté a la espera de lo que pueda caerle de la Olimpiada. La parte del botín se la llevan los arquitectos, pero también se necesitarán esculturas y pinturas murales.

—Mi griego no creo que forme parte de los elegidos. Ha venido huyendo de algo o anticipándose a algo.

—Si posa, lo más normal es que lo haga en las escuelas de Bellas Artes, tanto en la oficial como en las menos oficiales o en Eina, la que está camino de tu casa. Pero por lo que me cuentas, lo más probable es que lo encuentres haciendo retratos de turistas en los alrededores de la catedral o de la Sagrada Familia. Hace un mes o mes y medio te hubiera resultado más fácil encontrarlo. Ahora la gente no callejea tanto, están todas las calles en obras. Buscarlo por la nacionalidad es como jugar a la ruleta rusa. Tendrías que asomarte a todos los rincones donde sobrevive un pintor y preguntar: ¿aquí sobrevive un griego? La gente habla de que nunca se ha ganado tanto dinero con la pintura, pero tampoco nunca ha habido tantos pintores sin nada que llevarse a la paleta. A mí me costó veinte años de tener una cierta seguridad económica. Hoy un pintor que a los veinticinco años no ha triunfado se considera un fracasado.

—¿Y qué hace después de considerarse un fracasado?

—Probablemente seguir considerándose un fracasado. Pepe, yo no me entiendo con esos pintores jóvenes y empiezo a preocuparme.

Toda mi vida he luchado por defender que todo tipo de pintura esté permitida, en unos tiempos en que había una feroz dictadura de la pintura abstracta y si le caías mal a dos o tres críticos no te comías un rosco. Pero es que ahora cualquier chalado pinta con la picha un «Homenaje al SIDA» y al día siguiente tiene el cuadro colgado en un museo.

—Cuando se empiezan a comparar los tiempos pasados con los presentes es señal de que el comparador se hace viejo. Es inevitable pero hay que hacerlo en silencio y nunca confesarlo. Yo siempre he sido un detective atípico, pero si yo te contara cómo tienen montado el negocio las grandes empresas de investigación, me darías mil pesetas y el consejo de que me dedicara al canto coral.

—Los pocos artesanos que quedamos debemos ayudarnos. ¿Está buena esa capipota?

—¿Por qué no pides una ración para ti?

Cerró los ojos y sólo los abrió para encargar un plato de bacalao con judías y un porrón de vino tinto.

—Hoy no almorzaré.

Llenar su estómago de los frutos de la tierra y el mar y cambiar de talante dio la razón a los que sostienen que no hay efecto sin causa.

—Vete a ver a mi amigo, el pintor Dotras. Es el más colgado de mi promoción y va disfrazado de joven. Si tu griego existe, Dotras lo conoce y si es maricón mucho más. No es que Dotras sea maricón, pero a su mujer le encantan y le gusta seducir homosexuales por la vía materna. Cuando se pasa de los cincuenta años ya no queda otra vía.

—¿Y Dotras contempla?

—Dotras descansa. Si la conocieras lo comprenderías.

El pintor recomendado por Artimbau vivía en un callejón semioculto en los traseros de la plaza de Medinaceli, a medio camino entre la Barcelona redescubridora del mar en el Moll de la Fusta y la Barcelona del pinchazo, del tirón y la droga de la calle Escudillers y los alrededores de la plaza Real. Casas y casonas arruinadas para pobres y ricos del siglo XVII y XVIII, con las que no se había atrevido siquiera la piqueta especuladora y así sobrevivían hasta patios con vegetaciones salvajes, asomadas a las tapias como una protesta de la naturaleza contra la ciudad lóbrega.

Comercios de galletas baratas y embutidos vendidos de cien gramos en cien gramos, a viejos e inmigrantes fugitivos de libros de Geografía o de las fichas policiales de la sección más barata de la Interpol. Tal vez por su carácter de suelo urbano no vendible, en aquellos caserones se conservaban espacios grandes y nobles para artistas en ejercicio y artistas bajo palabra de honor. Dotras había sido uno de los pintores más prometedores de los años sesenta y seguía siéndolo, a costa de una clientela incondicional en la que abundaban gays ricos que su mujer cuidaba y regaba como si fueran macetas de rositas de pitiminí.

Parte de su producción la había dedicado por lo tanto al retrato de madres de gays y de atletas vencidos por esfuerzos jamás explicados en el cuadro. Pero lo suyo era la pateografía, técnica automatista consistente en llenar de pastas de colores una tabla, luego colocarla sobre cartulinas inmensas como un suelo y patearla según un ritmo intrasferible de bailarín flamenco entre la improvisación y la epilepsia. Nunca había querido vender ninguna pateografía y las almacenaba en un caserón cerrado con las llaves más grandes de la ciudad, para que algún día las heredaran los ocho hijos que había tenido con tres mujeres diferentes, cinco de ellos integrantes del conjunto de rock Los Musclaires y los tres restantes bien colocados en la Caixa de Cataluña. Uno incluso como apoderado. No es que Carvalho le conociera por algo más que por las referencias dadas por Artimbau, pero era requisito indispensable nada más traspasar el dintel del estudio vivienda del pintor Dotras que él te tendiera el currículum que le había escrito uno de los cinco mil mejores poetas de Andalucía, a cambio de la única pateografía que había regalado en su vida.

—Conviene saber con quién se habla.

Le dijo aquel hombre vestido con un chaleco confeccionado con cretona de cortinas sin duda robadas de algún museo antropológico y él mismo parecía escapado del mismo museo en un momento de descuido de los antropólogos. Llevaba la poderosa cabeza gris desordenada, sobre una cara oscura de nacimiento y con el concurso del sol que cada mañana salía a tomar al puerto, porque el sol es el dios de la vida y si yo hubiera sido egipcio, hubiera sido uno de los partidarios del culto al sol. Lo mío es la mitología. La mujer llevaba la cabellera canosa suelta hasta la cintura por detrás y las dos enormes tetas igualmente sueltas hasta la cintura por delante. Vestía una túnica negra ceñida por un cordón dorado y calzaba sandalias policrómicas. Apenas si saludó al recién llegado, pendiente de un teléfono que era el único elemento de aquel gran estudio ajeno a lo que fuera pictórico. Telas y pinturas hechas o a medio hacer, caballetes y paletas y salpicaduras de pinturas recién esparcidas por los cielos y la tierra, como restos de un festín de colores y una escalerilla que conducía al altillo donde Dotras había hecho sus últimos cinco hijos con aquella walkiria a media asta.

—Ésta es la patria de la ciudad libre. Y lo era mucho más hace quince años, cuando todos éramos ingenuos y creíamos en la resurrección de los justos. En esta ciudad quedan ya pocas islas.

Ésta es la isla de Dotras en la que todos pueden perderse, pero también en la que todo puede encontrarse. ¿Qué buscas?

—Un griego.

—Remei, ¿tenemos un griego?

—Dos.

Contestó Remei sin quitarse el teléfono de la oreja.

—Ya lo oye. Si Remei lo dice es que es cierto. Aquí hemos tenido hasta príncipes iraníes y amantes de la emperatriz madre del Irán, una señora muy folladora.

—¿Farah Diba?

—No. La madre del sha. Se tiraba hasta a los enanos. ¿Es usted extranjero? ¿Zamorano quizá?

—No. ¿Por qué?

—Últimamente todo el mundo me parece de Zamora. ¿Sabe usted dónde está Zamora?

—Nadie lo sabe. Es como el triángulo de las Bermudas español.

¿Es usted marchante?

—No. Me envía Artimbau.

Busco un griego.

—Ya recuerdo. Tenemos dos.

¿Cómo le interesa el griego?

—Tiene el cuerpo de Antinoo y la cabeza de un pirata turco.

—Entonces es un mestizo.

Remei, ¿cuál de los dos griegos tiene un cuerpo de Antinoo y la cabeza de un pirata turco?

—Todos los griegos son iguales.

Contestó Remei sin dejar el teléfono y fue entonces cuando Carvalho se levantó, se acercó a la mujer, le quitó el teléfono de las manos y lo colgó en la horquilla dejando su cara a un palmo del rostro de la walkiria.

—Necesito hablar con usted.

—¿Nos conocemos?

—Me han dicho que cada primavera, cuando ya es primavera en El Corte Inglés, usted saca de compras a los maricones de la ciudad.

—Tengo una gran vocación de madre. Si Dotras no se hubiera quedado estéril, tendríamos doce hijos.

—Son las pinturas. Tienen una química que perjudica el pito.

Dijo Dotras y se llevó una mano al sexo.

—Los maricas, como usted les llama, nunca crecen del todo y usted ha crecido demasiado.

—No todos piensan lo mismo.

Busco a un griego con cuerpo de Antinoo y cabeza de pirata turco.

—Todos los griegos tienen cuerpo de Antinoo y con los años se les pone cara de pirata turco.

¿Qué más?

—Se llama Alekos. Es pintor, modelo. Tal vez sea homosexual, pero no se sabe a ciencia cierta.

—Alekos.

Musitó Remei como si quisiera guardarse el nombre en un secreter de su memoria.

—Me gustaba mucho un cantante griego que se llamaba Alekos Pandas. Cantaba en el festival del Mediterráneo. A comienzos de los años sesenta, cuando yo era joven.

¿Dónde estaba usted en el verano de mil novecientos sesenta y dos?

—En la cárcel.

—¿Por chorizo?

—Comunista. Pero luego maté a Kennedy y con los años senté la cabeza.

—Usted nos falta en nuestra fiesta.

Gritó Dotras que lo había escuchado todo sentado en las alturas de un andamio desde el que pintaba el norte de una inmensa tela.

—Venga esta noche. A veces vienen griegos y a veces vienen mohicanos. Siempre son los últimos griegos y los últimos mohicanos.

Se bebe «garrafones» de vino de Alella y se fuma kifi inocente, kifi de recluta de los años cuarenta. Eso es todo. En esta casa no se pincha nadie y no hay prejuicios raciales contra los griegos, ni contra los turcos. Esta noche cantarán mis hijos, Los Musclaires, y mis otros hijos, los normales, traerán a las señoras y a los niños y panellets y moscatel, porque se acerca Todos los Santos y el Día de Difuntos. ¿Tiene usted el SIDA?

—No creo.

—En esta casa no entra nadie que tenga el SIDA.

—Nadie.

Reforzó Remei al tiempo que recuperaba el teléfono y su propio tiempo y espacio.

—¿He de traer algo para la fiesta?

—Amigos, a usted mismo, dos mil pesetas por cabeza y alguna botella de algo que pueda sorprendernos.

—¿Qué le parece un whisky Knockando veinte años?

—Amigo, si usted trae eso le daremos un tratamiento de zar.

Carvalho salió del laberinto de callejas y tras recorrer cuatro cabinas telefónicas inutilizadas, consiguió dejar un recado en el Palace. Citaba a Claire y Georges a las diez en Casa Leopoldo, con la previsión de un largo fin de fiesta en el estudio de un pintor coleccionista de griegos.

—Insista en lo de coleccionista de griegos.

Advirtió al recepcionista que le tomaba el aviso y se predispuso a matar lo que le quedaba del día lejos de cualquier posibilidad de enturbiarle la esperada emoción del encuentro con mademoiselle Delmas.

Pasó por el despacho por si algo o alguien había quedado atrapado en la tela de araña telefónica de Biscuter.

—Mister Brando ha llamado varias veces preguntando por usted.

—¿Por qué le llamas mister?

—Con un apellido como ése ¿cómo le voy a llamar?

—«Mister Brando». Dudó entre darse por llamado o ignorar al padre perseguidor, pero poco podía aportarle como balance de lo que no había hecho. Le molestaba cuanto pudiera interferirse en su relación con Claire, con los griegos, pero tenía horas muertas por delante y se fue a por el primer contacto lógico en el rastreo de las alevosías y nocturnidades de la joven folladora de hombres perdidos sin collar. De tal palo tal astilla, quizá la madre fuera la portadora de los cromosomas de la amoralidad, en la duda de que el padre hubiera aportado algo a la criatura. El gimnasio estaba rodeado de Opels Kadett y de Volvos blancos. Sin embargo no había nadie de la recepción y Carvalho pudo llegar hasta un inmenso cristal que ocupaba media pared, ventanal a un salón donde una veintena de mujeres en maillots de diferentes colores trataban de obedecer las órdenes de la monitora. A pesar de que había cuerpos notables y otros de una mediocridad deprimente teniendo en cuenta la marca de los coches de sus propietarias, era inevitable que la vista del mirón se pegara a la monitora, un cuerpecillo cincuentón y fuerte, rematado en una melena teñida de platino y lacia, como un penacho sobre una cara de arpía. De sus labios salían ferocidades, diminutas y grandes.

—Tú, Merche, ese culo, que es más que un culo… ¿Pero a ti qué te pasa, Pochola, eso es un brazo o un muñón?… A ver, esa cara al aire y respirar como si el aire fuera gratis, coño…

Ni la menor rebeldía entre las súbditas.

—Lula, que esto es una clase de gimnasia, no de meneo…

Sufrían tanto muscularmente que las palabras les parecían una compañía grata. La monitora se limitaba a marcar el primer ejercicio y luego paseaba entre sus víctimas dándoles golpes con una varita en las zonas del cuerpo en peor estado o en deserción con el ejercicio predeterminado. En uno de sus recorridos la monitora vio a Carvalho tras el cristal y le gritó:

—¡Proveedores los miércoles y pagos los veinte de cada mes!

Y dio la vuelta segura del resultado de su consigna, pero cuando en un segundo viaje descubrió a Carvalho en el mismo sitio tiró la vara al suelo con indignación y se fue a por él, momento aprovechado por las sufrientes para romper filas, descomponer el gesto y algunas hasta venirse al suelo en busca de sus frescuras y de la patria propicia de tan dura cama.

En éstas ya tenía encima Carvalho a la monitora y optó por salir a su encuentro para frenarla. Poco acostumbrada a no trasmitir terror, la mujer quedó algo desconcertada cuando Carvalho se inclinó reverente sobre su mano más cubierta de anillos e insinuó un besamanos que no llegó a producirse, porque no estaba entre los planes de Carvalho y porque ella retiró el apéndice amenazado como quien huye de una salpicadura de aceite caliente.

—¿Pero es que no se me oye?

—¿La señora Brando?

—La señora ¿qué?

No eran las palabras en sí sino el tono lo que instó a Carvalho a proponerle pasar a un lugar más íntimo, propuesta a punto de ser desatendida entre vociferaciones hasta que la mujer vio que sus clientes, de súbito recuperadas de su cansancio, se agolpaban contra el cristal disputándose la platea de la tragedia. Bastó una mirada llena de megatones para que las gimnastas volvieran a su posición de partida y luego un gruñido le sonó a Carvalho como invitación para seguirla. El despacho al que desembocaron no tenía más elemento curioso que un hombre sentado en una silla de ruedas que jugaba a las cartas contra sí mismo ante una mesa camilla. La mujer deslizó una caricia sobre la cabeza del hombre que apenas les hizo caso y se situó tras una mesa llena de papeles como si fuera un parapeto. Todas las facciones se le caían menos la lengua, en una clara demostración del fracaso de tantos maquillajes compensatorios de largos años de mal casada.

—¿Qué quiere ese borde de Brando, ahora?

—¿Suele ver usted a su hija?

—Suele verme ella a mí, cuando necesita dinero. Y sobre todo a ese desgraciado, que le suelta lo que sea.

El desgraciado volvió la cabeza. Conservaba la sonrisa del día en que quedó veintiséis o veintisiete en el Campeonato del Mundo de gimnasia masculina.

—Ríe, ríe, que bien te sabe sacar los cuartos el pendejito ése.

Había ternura en la voz de aquella bestia y Carvalho dejó que ella se despachara a sus largas y anchas, en un duro discurso sobre las insuficiencias de todo tipo de Brando y la injusticia de que ella ahora tuviera que dar la cara por su hija. Si la policía la detenía ya escarmentaría. Nadie escarmienta en cabeza ajena. Ella no sabía nada de la vida secreta de su hija.

Tal vez su hermano.

—Pida audiencia y si el señor se digna concedérsela… De vez en cuando trata de meter en cintura a la chica, pero siempre lo hace denigrándonos a los demás, a su padre y a mí. Ése no parece hijo mío.

Yo le llamo al pan pan y al vino vino.

Por lo visto era una pauta familiar que resistía la prueba del divorcio o acaso, enfrentados dos seres adictos a llamar al pan pan y al vino vino no les quedaba otra salida que el crimen imperfecto o el divorcio. No, ella no creía que la chica buscara emociones fuertes, no era de ésas, ella misma era una emoción fuerte. El inválido seguía tan contento y asentía.

—Mira cómo se le cae la baba a ése cuando hablo del pendejito.

—Pero algo busca.

—Ya lo puede usted dar por seguro. Ésa donde pone el ojo pone la bala. No malgasta ni un gesto.

Parece que va por la vida de boba.

Pero de boba nada. Va a lo que quiere y ya ha conseguido pasar por encima del cadáver de su padre.

¿No le parece a usted un muerto?

Si le decía que sí ya eran casi amigos. Los tres. Porque el jugador de cartas inválido exveintiséis o exveintisiete en el Campeonato del Mundo de gimnasia masculina bailaba con su silla de ruedas, contentísimo por todo lo que estaba ocurriendo, como si le gustara la compañía de Carvalho y el buen tono que había adoptado su mujer. Y tan contenta ella como él, se fue a su lado, le arregló un atuendo ya de por sí animado y le volvió a acariciar el cabello.

—Apenas si habla. Pero dice todo lo que tiene que decir. Los mejores maridos son los inválidos.

—Llame a su hija. Háblele de mujer a mujer. Pregúntele qué iba a buscar aquella noche entre tanto camello y yonqui de medio pelo.

—Cuando necesite dinero, vendrá. Y no seré yo quien la sonsaque. Éste, éste sin decir ni mu saca de ella lo que quiera.

—¿Me llamará?

Dijo que sí con la cabeza y dio por concluida la audiencia. Precedió a Carvalho por el pasillo y se detuvo a cierta distancia del ventanal que mostraba la perspectiva de la jaula sudada donde las mujeres habían montado una tertulia. Estaba intercambiando sus pequeños saberes de amas de casa aburridas y ricas.

—Fíjese, como loros.

—Las trata usted muy mal.

—Empecé tratándolas con miramiento y se me montaban encima.

Son chicas de casa bien que no han crecido. Pero les pegas cuatro gritos y se recomponen. Vienen a que las soben las masajistas y las agüitas del yakuzi. Necesitan que alguien las trate como si fueran tropa. A éstas sí que les haría falta una buena mili de veinticuatro meses.

Dejó a la monitora tramando crueldades contra los cuerpos más selectos de la ciudad. Tanta gimnasia le había despertado el apetito y dudó entre irse a La Odisea a gozar de la cocina de autor de Antonio Ferrer o dar la alternativa a los del Nostromo, dos marinos que se habían metido a restauradores después de la experiencia vivida en La Rosa de Alejandría. El restaurante era esquina de uno de los callejones traseros del hotel Colón, muy cerca de La Odisea y había declaración de principios marinos desde el rótulo, en homenaje a la novela del mismo título de Conrad, hasta cualquier minucia decorativa, todo salvado del naufragio moral de los marinos después de la experiencia de aquella imposible huida hacia adelante en busca del Bósforo. No les gustaba hablar de lo vivido sobre La Rosa de Alejandría, pero en la pared pendía una maqueta del barco, Germán no estaba en el local pero Basora sí y dividió su talante entre el de marinero en tierra y restaurador en ciernes.

Nada que reprochar a un entrante de pasta fresca con trompetas de la muerte, una seta enigmática que está poniéndose de moda desde que la lanzara en su carta el Rec9 de Can Fabes, en San Celoni, y a continuación un Bacalao a la Catedral que era como una síntesis de los bacalaos catalanes, la caligrafía sintética de otros plastos de bacalao barrocos. Basora le ofreció un Pesquera tinto excelente y ya en el café le sorprendió con una botella de ron nicaragüense que llevaba enganchada una etiqueta con el nombre «Pepe Carvalho».

—Cada vez que venga usted por aquí tiene la botella de ron a su disposición.

—Un buen motivo para volver.

Germán diversificaba el riesgo del restaurante apuntándose a bolos de marinero en tierra. Ahora estaba haciendo no sé qué leches, dijo Basora, en el dique seco. En cuanto al antiguo oficial de La Rosa de Alejandría, seguía adicto a su severo sentido del humor pero llevaba a cuestas el ancla de todo marino con añoranza de singladura. De vez en cuando aún enviaba un paquete a la cárcel de Segovia donde cumplía condena Ginés Larios o recordaba al abogado defensor que no descuidara pedir por enésima vez el indulto individual.

—Al fin y al cabo mató por amor. Es mucho peor matar por odio.

Le alentó Carvalho. A Basora le había encanecido el cabello y no estaba muy seguro de si matar por amor era mejor que matar por odio.

El amor es una enfermedad, dijo.

Si lo hubiera dicho cualquier otro, Carvalho hubiera sonreído, pero Basora era hombre parco en palabras. Le conoció el mismo día en que presenció el desembarco de Ginés, entre dos policías, frustrado su deseo de encontrar más allá del Bósforo el lugar de donde no quisiera regresar, el final perfecto de una huida perfecta. Germán y Basora estaban desconcertados ante aquel hombre que lo sabía todo sin haber viajado a bordo de La Rosa de Alejandría y que se contentaba con comentar el crimen de Ginés, sin ponerlo en conocimiento de la policía.

—En fin.

Suspiró Basora y recitó irónicamente.

—«Pero la noche es interminable cuando se apoya en los enfermos y hay barcos que buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos».

Toda la conversación había tenido en la cabeza de Carvalho como telón de fondo la ensoñación de Claire, una muñeca carnal y juguetona, en retícula de fotografía vieja, en movimiento, en primer plano, al fondo de un paisaje deshabitado. Carvalho se había bebido media botella de ron, se refrescó las sienes en el lavabo, entre grabados de navegaciones y naufragios y al ver la cara que le devolvía el espejo hizo suyo el verso de Lorca… «hay barcos que buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos». Se entregó al doble juego de dejarse llevar por los sentimientos e ironizar sobre ellos, para no sentirse en ridículo y dominar su propia situación.

Deseó suerte a los marineros en tierra en su nuevo negocio y prometió volver otro día a vaciar su botella. Mi botella. Repitió varias veces, como un borracho y es que estaba algo borracho. Pateó los callejones abandonados a su historia inútil, en busca de la ciudad remozada para actuar como escaparate olímpico. La catedral se asomaba, aunque distante, a las obras de un parking subterráneo que permitiría aumentar el número de japoneses que la visitarán antes que llegara el año dos mil. Les rogamos disculpen las molestias.

Trabajamos por usted. Barcelona, posa’t guapa. Barclona més que mai[1]. Todo el mundo parecía estar de paso, la ciudad incluso estaba de paso entre un pasado sabido y un futuro sin límites precisos. Claire estaba de paso y a medida que avanzaba por una ciudad en destrucción y reconstrucción se sentía como un adolescente a la espera de la muchacha que le ha de hacer infeliz y adulto, esa muchacha que de pronto desaparece y que alguna vez se recupera treinta años después, cuando es demasiado tarde para casi todo. Se escuchó cantar un viejo bolero, envalentonado por la espuma de alcohol que le subía hasta el cerebro. «Qué lástima, por qué no me lo dijo, si lo hubiera sabido sería toda de él».

Señor Carvalho, si usted me hubiera insinuado algo, yo habría renunciado a mi griego irrepetible y me hubiera ofrecido a usted al final del laberinto, como premio en el recorrido en busca de la verdad, ¿sabe usted qué quiere decir alezeia en griego clásico? Si era capaz de hacerse la pregunta, aunque la pusiera en labios de Claire, es porque sabía o en algún momento había sabido qué quiere decir alezeia en griego clásico. Al final del laberinto podría encontrar a Claire, una vez resuelto lo de los griegos, porque de lo contrario si alguna vez, dentro de treinta años podía volver a encontrar a Claire, estaba seguro de que no sería en una estación, equivocándose de despedidas, sino en algún cementerio. Tal vez la vuelva a ver dentro de treinta años cuando ella venga a poner flores a alguna tumba y pase junto a la mía y la retenga un pellizco de la memoria: ¿Carvalho? Pepe Carvalho, ¿de qué me suena? O quizá Carvalho consiguiera vivir treinta años más para encontrarse con Claire en una acera y ella, en su decadente madurez, le ayudaría a cruzar la calle y él, por tratarse de ella, haría una excepción y se dejaría ayudar, en lugar de darle un bastonazo. En cualquier caso la capacidad de ensoñar, imaginar, predecir el final de aquel extraño capricho emocional conducía al género burlesco, pero Carvalho se complacía merodeando en torno de todas las impotencias presentidas.

No le había pasado desde hacía muchos años y se sentía más ridículo que culpable, acaso culpable del ejercicio de sinceridad de no llamar a Charo para no imponerle la hipocresía de una solicitud que no sentía. Tenía la solicitud monopolizada. Se sentía cruel, legítimamente cruel, como sólo puede sentirse un animal racional enamorado. Y a medida que le crecía el sentimiento era menos ridículo confesárselo y se encontraba diferente, más próximo a sí mismo, cuando los cristales de los escaparates le devolvían la imagen de un hombre que ya sería definitivamente demasiado viejo en el año dos mil, que jamás había sentido la menor curiosidad por doblar aquella esquina del tiempo. Cuando era adolescente y estaba lejos del objeto de su deseo, acostumbraba a descender las Ramblas en la creencia de que ella le esperaría en el puerto. Jamás se había verificado aquella presunción, pero Carvalho había sido fiel al impulso cada vez que posteriormente se había sumergido en la agridulce imbecilidad del amor.

Cuando se descubrió a sí mismo Ramblas abajo, siguiendo el rastro del adolescente que había sido, consiguió controlarse y desviar los pasos para meterse en Can Boadas, en busca de un primer martini de tiento, y si no le gustaba el primer martini, pediría el cocktail del día. Un martini es como una pieza de cerámica o como un guiso artesano, nunca sale a la perfección y siempre te deja con las ganas del martini ideal. El primero que le dieron estaba lo suficientemente bien como para tomar un segundo y así llegó al tercero.

Los martinis le alcoholizaban la psicología más que la sangre y hacían de él una persona casi simpática, lo suficiente como para entablar conversación con un tipo bajito que bebía una bebida larga con mucho hielo en el vaso y mucha melancolía en los ojos.

—¿Alcohólico anónimo?

—No. Diputado en el Parlamento de Cataluña.

Le contestó el solitario bebedor.

—¿Un trago largo entre dos sesiones?

—No. Me he perdido.

Un diputado, perdido en las Ramblas, melancólicamente meditabundo ante un trago largo sólo podía ser socialista.

¿Es usted socialista?

—¿Se me nota?

—Tiene una melancolía moderada. Le invito a otro trago largo.

—Necesito coger fuerzas para volarlo todo. El capitalismo ha ganado, pero está podrido. Mañana tengo que defender un proyecto de ley en el que no creo.

—No se amargue la vida, amigo.

Defienda cualquier otro proyecto de ley.

—Los demás tampoco me gustan.

—Entonces lo tiene bastante difícil.

—Los comunistas son unos traidores. Ya no quieren hacer la revolución. Todos quieren ser socialistas y nosotros no tenemos más remedio que hacernos liberales. La historia nos absolverá. De vez en cuando olvido mi nombre y vago por la ciudad. Los psiquiatras dicen que padezco desdoblamiento de personalidad, pero no es verdad. Busco mi verdadera personalidad.

—Si la encuentro yo antes ya le diré que venga aquí, que usted está aquí esperándola.

—Sólo hasta las dos. A las dos cierran esto. Pagó sus consumiciones y la del socialista desorientado y siguió su destino, Ramblas abajo, como si llegando antes acercara la hora del encuentro con los franceses. Ya en Casa Leopoldo, Germán le dejó escoger una mesa desde la que dominara la entrada majestuosa de Claire en el restaurante y palió su sed con una botella de vino blanco, muy frío, muy frío, insistió Carvalho, porque tengo la cabeza muy caliente.

El restaurador estaba acostumbrado a sus excesos tan excepcionales como totales y le dejó beber vino blanco como quien bebe agua. Cuando los dos franceses atravesaron el dintel que abría el comedor interior, Carvalho navegaba en mares dorados del mejor vino de la casa y desde el puente de mando de su barco ebrio examinó los disfraces de sus invitados con plena satisfacción. Ella acudía vestida precisamente de pasajera francesa de un barco ebrio, con una chaqueta blanca larga y una blusa de seda verde pálido que le acariciaba el cuello mediante historiadores volantes que fingían ser espuma; y él vestía un traje color crema, con la camisa marrón, una corbata de marrón más oscuro y su sombrero casi plano, blanco, estudiadamente arrugado, en un total inacabado que sintonizaba con lo inacabado de sus facciones y sus gestos. El príncipe desganado dejó hacer, pasar la doble iniciativa gastronómica coordinada de Carvalho y el restaurador y sólo sus ojos tradujeron una cierta capacidad de sorpresa ante el despliegue pantagruélico de bandejas llenas de cigalas al ajo, sepias y pulpos microscópicos, angulas con jamón de pato y rodajas de kiwis, medias langostas y langostinos, un enorme rombo cocido a la plancha y al horno. Si su admiración era ocular, la de la mujer era verbal y cuando agotados todos los pescados del Mediterráneo consideró llegado el momento de un golpe de timón del paladar, sacó del bolso una botella de Vega Sicilia y la puso sobre la mesa.

—Es un pequeño homenaje a mi abuela.

—Dudo que el señor Carvalho admita un vino tinto después de tanto pescado y tanto vino blanco.

—El Vega Sicilia lo admito hasta con la sopa de pescado. No es un vino. Es una seña de identidad artificial, pero bien conseguida. En los tiempos de su abuela este vino no existía.

—Me sabe a Valladolid, a los campos de Castilla.

—Eso es otra cosa.

La había degustado tanto, sin verla, a lo largo del día que Carvalho trató de mirarla lo menos posible durante la cena, pero en toda comida llega la hora inevitable de la conversación y la mirada o de la pelea. Una comida jamás puede terminar en un silencio indiferente, a no ser que uno de los dos comensales está muerto. Hizo un resumen de sus pesquisas que el francés escuchó con su prevista desgana y ella con expresión más fascinada que anhelante. Tal vez le gustaba más buscar al griego que encontrarlo. Tal vez, avisó Carvalho, en el estudio de los Dotras sólo hagamos turismo, pero a todo turista le interesa traspasar los muros de la ciudad-hotel.

—No siempre.

Interrumpió Lebrun, repentinamente interesado.

—Nunca seleccionas ciudades, son las ciudades las que te seleccionan. Yo he dado la vuelta a los hoteles del mundo y pocas veces me he sentido convocado por la ciudad, hasta el punto de atravesar los muros de los hoteles. Quizá Barcelona valga la pena.

Les hizo meterse en las tripas del Barrio Chino, en sus rescoldos de prostitución barata marginada por los terrores del SIDA, otra vez las inevitables Ramblas y la desembocadura en el puerto, con la perspectiva primera y luego la toma de tierra del Moll de la Fusta. Edificios neoclásicos al servicio del poder militar, alguna pincelada neogótica, comercios marítimos, una plaza neorromántica, el escaparate de posmodernidades que configuraba la remodelación del paseo culminado por la gamba gigantesca del diseñador Mariscal. En el punto equidistante entre el pompier edificio de Correos y la estatua de Colón, Lebrun se quedó traspuesto y exclamó:

—Que bel pasticcio!

Respaldados por las naves, el mar estanque, los tinglados obsoletos a medio derribar, los nervios férricos de torreones de antigua eficacia atravesaron el paseo y la plaza de Medinaceli para buscar el callejón donde se ubicaba el estudio de los Dotras. Todas las puertas estaban abiertas y la luna llena estaba puesta sobre los miserables tejados. La mujer lo tocaba todo con la punta de sus ojos de piedra y con las yemas de sus dedos de seda, mientras mantenía una sonrisa ligera. Nada más penetrar en el estudio comprendieron que sin ellos el cuadro era incompleto. Iban vestidos todos de bohemios indígenas y agradecieron el contraste visual de aquellos turistas recién desembarcados de un paquebote sin duda con pocas horas de escala. Carvalho no contaba en sus apreciaciones. Lo aprehendieron como un guía de cualquier agencia tour operator y se dedicaron a desguazar a la dama de lujo y al caballero fugaz.

—Son dos mil pesetas por persona.

Advirtió la señora Dotras y a Carvalho le pareció que sus grandes y caídas tetas se había convertido en una bandeja petitoria de catedral en la misa de doce.

—¿A cambio de qué?

—En ningún otro lugar de la ciudad verá lo que aquí verá.

Pagó el francés y Carvalho depositó su botella de Knockando en las manos del pintor vestido para la ocasión como un concertista indio de instrumentos musicales rigurosamente indios. Abundaba la gente joven repartida en grupos, montones, hablando en voz baja o ensimismados de cinco en cinco, la manera más dramática de ensimismarse.

—Aquí hemos conservado el ambiente de los últimos años sesenta y primeros años setenta. Cuando aún todo era posible.

Le informó Dotras con la voz por encima de un fondo musical en el que los Bee Gees, los Beatles, los Pink Floyd, Hair fueron sucediéndose durante el tiempo que compartieron rodeados por cuadros gigantescos de Dotras y carteles contestatarios con casi veinte años de antigüedad: mujeres orinando en mingitorios para hombres y órdenes de busca y captura de Richard Nixon. Hasta los más jóvenes parecían recién salidos de una noche de opaca juerga años setenta y Dotras les ratificó que de eso se trataba.

—Islas así ya no quedan en la ciudad. Cada generación tiene su derecho a la nostalgia y la nuestra… —Abarcó a Carvalho con el plural—:… es la última generación que conservará el culto a la nostalgia. La nostalgia hay que elegirla.

—Este hombre es un precursor.

Ha creado un museo viviente del comportamiento.

Era la primera vez que el francés manifestaba capacidad de entusiasmo. Les ofrecieron ensalada de arroz y pollo al curry razonando el menú como indispensable en cualquier cena progre masiva de la época objeto de culto y les presentaron a una becaria norteamericana que estaba realizando un estudio sobre «Costumbres del transfranquismo» para la Universidad de Carolina del Norte. Los nietos de Dotras repintaban cuadros del abuelo con pintura spray y los cinco hijos de la walkiria, componentes del conjunto Los Musclaires afinaban sus instrumentos a punto de iniciar su concierto en homenaje a las concentraciones de Canet, el Woodstock español, catalán para ser más exacto, aclaró Dotras a la norteamericana que tomaba apuntes en una libreta y monsieur Lebrun que tomaba apuntes mentales. Carvalho quiso obrar como otras veces, cuando un ambiente le resultaba indiferente hasta el cansancio, dejar la cara y marcharse con la cabeza a otra parte, pero cuando buscaba un pliegue del local para su cabeza, sus ojos tropezaron con una muchacha a la que había conocido en circunstancias más propicias. Era Beba, la hija de Brando y de la monitora, semiacostada en unos cojines y platicando con un viejo, diferente al que estaba aliviando la mañana en que la conoció Carvalho. O quizá no era tan viejo, sino de la edad de Carvalho.

—¿Quién es ésa?

Preguntó a Dotras. Se molestó el pintor por verse distraído de sus servicios al banco de datos de la Universidad de Carolina del Norte y apenas si pellizcó con la mirada al dúo que formaba Beba con su acompañante.

—No la conozco. ¿Ha pagado, mamá?

Su mujer le dijo que sí con la cabeza, después de pesar a la muchacha en unas balanzas mentales que sólo ella veía.

—¿Y el que está con ella?

También, aseveró testaruda la señora Dotras. Devolvió su atención al pintor a la científica social norteamericana y Carvalho no insistió, pero tranquilizó su mala conciencia examinando para su solaz a Beba, monologante mientras el hombre la escuchaba o cansado o aturdido o drogado. Beba tenía una expresión dulce, como si fuera la maestra o la madre del hombre que la escuchaba.

—¿Conoce a esa chica?

Claire le había cogido un brazo mientras examinaba a Beba a distancia.

—Es muy guapa. ¿La conoce?

—No. O quizá sí, pero hoy no me toca.

—Es muy angélica. Muy joven.

Me emociona su aspecto. ¿No le parece muy angélica?

—Es probable. Hay tantas clases de ángeles.

Se sumergió Claire en una reflexión silenciosa sobre los ángeles y de ella sólo participó a Carvalho una sonrisa, como una gasa rosada velando los pensamientos que le escondía.

—¿Y mi griego?

Preguntó de pronto Claire, como si recuperara el sentido de la orientación. Carvalho hizo de intermediario con la señora Dotras que le señaló a un joven de ojos grandes vestido con una túnica color azul. Claire examinó al griego con ojos que primero fueron valorativos y luego despreciativos.

—No es mi griego.

—Un griego lleva a otro griego.

Se sentaron Carvalho y Claire en unos cojines, cerca del joven de la túnica, mientras Lebrun iba de grupo en grupo escuchando y observando con la precisión de un enviado especial de las Naciones Unidas, antes o después de cualquier referéndum escabroso.

—Alexopoulos es el más prometedor pintor griego joven que conozco.

Advirtió Dotras antes de propiciarles el contacto.

—No nos ha dicho a cuántos pintores griegos jóvenes conoce.

Claire rio y Carvalho se sintió muy premiado. Nada más sentarse sobre los cojines, Carvalho iba a iniciar la introducción al tema, cuando sintió la mano de la muchacha en su brazo y al mirarla comprobó que ella le estaba pidiendo que la dejara hacer. Le robó sus propios ojos para dárselos al griego que les contemplaba desde una advertida distancia, sabedor de que iban a pedirle algo. Ella empezó a susurrarle una larga explicación que Carvalho no podía oír y poco a poco la resistencia del hombre fue aminorando, hasta que se dejó caer sobre un codo y situó su rostro muy cerca del de Claire para reducir aún más el ámbito de su inaudible conversación. Claire de pronto se apartó del muchacho y quedó sentada en cuclillas, inclinada hacia adelante, con un bucle de pelo meloso acariciándole un pómulo y la cabeza paralizada por el proceso de una reflexión que Carvalho adivinaba intransferible.

Volvió su rostro hacia Carvalho y era como si la luna llena del exterior se hubiera metido en el estudio y tratara de hipnotizarle.

—No me he equivocado. Alekos está en Barcelona.

—¿Dónde?

—Sólo sale de noche.

—¿Por qué?

O eran dos lágrimas o la emoción interior hacía refulgir aún más sus ojos.

—Vive por una zona que se llama Pueblo Nuevo y a medianoche se acerca a una casa de comidas, en una plaza, no sabe el nombre. Al final de la rambla del Pueblo Nuevo. Vive en alguna de las fábricas abandonadas por aquella zona. ¿La conoce usted?

—La conozco. Se llama Pueblo Nuevo, pero ya tiene poco de nuevo. Es un barrio que creció a finales del siglo pasado y comienzos de éste, industrial y popular.

Ha envejecido rápidamente, como todo lo pobre, y está a la espalda de la futura Villa Olímpica, lleno de fábricas y almacenes abandonados.

—¿Por dónde empezamos?

—¿Ahora?

—Ahora. Mañana puede ser demasiado tarde.

—A otro cliente Carvalho no le habría consentido el derecho a marcar el ritmo, pero aquella mujer no era una clienta normal y de cerca olía a amanecer en el campo después de una noche de lluvia lenta.

—¿Por dónde empezamos, ahora?

—Vayamos a esa casa de comidas. Dice que es una plaza con árboles muy grandes y que sólo se comen cosas frías, quesos, patés, embutidos. En verano hay una terraza al aire libre, pero ahora ya no. Allí quizá puedan orientarnos.

Al descruzar las piernas Carvalho se dio cuenta de que se había quedado inválido. Sentía sus piernas llenas de moscas voraces de su propia sangre. Odiaba los cojines y las sillas bajas, odiaba a los Dotras y su comedia nostálgica y empezaba a odiar a Els Musclaires que estaban cantando no serem moguts [2] en un homenaje, dijeron, al espíritu de Joan Baez y Bob Dylan y a su madre que les había traído al mundo el mismo día de los famosos procesos de Burgos contra militantes de ETA. La exparturienta servía combinados de naranjada con vodka y deletreaba el nombre de aquel cocktail de moda hacía casi veinte años: destornillador. La norteamericana apuntaba con una buena fe que ya sólo exhiben los imperialistas arrepentidos.

Beba y su viejo habían desaparecido.

—¿Se van ya? ¿Qué les ha parecido mi idea?

—Ha de renovar el espectáculo, Dotras. Todo lo de mayo y lo del posmayo empieza a caer gordo.

—Ya nos lo hemos planteado, pero ¿por qué lo sustituimos? Es un problema. Durante este verano estuvimos estudiando la posibilidad de renovar el espectáculo, como mi mujer y yo lo llamamos, pero, después de mayo, posmayo y todo lo demás ¿qué hay? El miedo. Miedo a la crisis. Miedo a no tener dinero. A no saber la verdad. A que no exista la verdad. A envejecer… Pero todo eso ya no es pasado, es presente. ¿Ha pensado usted en la posibilidad de que el pasado haya dejado de existir? ¿De que a partir de ahora sólo exista el presente? ¿Ha pensado usted en cómo queda el mundo tras la caída del muro de Berlín?

—No pienso en otra cosa, pero no a estas horas de la noche.

—Sus amigos franceses ¿se han divertido?

Lebrun miró a Dotras como si fuera su asistente y cuando su sonrisa leve parecía propiciar una despedida tan convencional como intrascendente, se sacó una tarjeta del bolsillo superior de la chaqueta y se la tendió.

—Tiene usted entre las manos una idea genial y si alguna vez quiere montarla en gran escala, póngase en contacto conmigo. El psicodrama generacional, en vivo, participativo…

Dotras recelaba de la sinceridad de Lebrun, pero se guardó la tarjeta y les acompañó hasta la puerta.

—¿Ha encontrado a su griego?

Claire asintió con la cabeza y se fue tras los pasos de Lebrun.

Carvalho se quedó rezagado y provocó un aparte con Dotras.

—¿Quién es ese griego que nos ha presentado? ¿Es de fiar?

—Como cualquier otra persona que está hoy aquí. Sí y no.

—¿A dónde vamos?

Preguntó Lebrun en cuanto volvieron a desembocar en la plaza Medinaceli.

—A Icaria.

—¡Por fin!

—No se lo digo en broma. Una parte de Barcelona, hoy a punto de desaparecer bajo la piqueta olímpica, se construyó en homenaje a Icaria. Era un barrio industrial y obrero, naturalmente, y los obreros catalanes del siglo XIX también soñaron en llegar algún día a Icaria. Incluso la Ciudad Olímpica se llamará Nueva Icaria.

—Olimpia en Icaria. Un clavo saca a otro clavo. Un mito saca a otro mito.

—A esta parte más industrial del Pueblo Nuevo, Poble Nou en catalán, también se la llamó la Manchester Catalana. Los industriales barceloneses del siglo XIX idolatraban el modelo inglés. Me gustan las ruinas contemporáneas, monsieur Lebrun, y últimamente paseo mucho por la ciudad amenazada por la modernidad. En el barrio viejo, muy cerca de aquí, están abriendo una vía ancha que se va a llevar los malos olores de la ciudad podrida no sé a dónde, pero se los va a llevar. Y de la Manchester Catalana, de Icaria, poco va a quedar. Es curioso que los patronos soñaran con Manchester y sus obreros con Icaria. ¿Con qué sueñan hoy en día unos y otros?

—Probablemente con nada.

Claire caminaba delante de ellos con los brazos doblados y cruzados con su pecho, como si hubiera recibido una misteriosa eucaristía y toda ella fuera un sagrario. Tomaron un taxi ante el Gobierno Militar y Carvalho dio una imprecisa referencia. A una plaza llena de árboles grandes, al final de la rambla del Pueblo Nuevo. El taxista les examinó críticamente. No parecían asaltantes nocturnos y hay gente que no sabe nunca a dónde va. En el taxi se hizo un silencio total que Carvalho cubría con la misma mano que le tapaba la cara, Lebrun con una sonrisa tal vez irónica y sólo Claire parecía tener la vista más allá, como si ante sus ojos empezara a construirse la historia venidera, una historia secreta que ya sabía.

—¿A dónde vamos?

Preguntó finalmente Lebrun.

—A una casa de comidas donde sirven patés y quesos.

—¿Más comida?

—Puede estar Alekos.

Lebrun se dio por satisfecho con la respuesta y se dejó caer en el respaldo del asiento. Sus ojos se habían convertido en dos ranuras que filtraban el paisaje de la Barcelona nocturna, la sombra vegetal del Parque de la Ciudadela, el pompier del Palacio de Justicia y se le escapó una carcajada contenida cuando pasaron junto al Arco del Triunfo.

—¿También ustedes?

—Un Arco de Triunfo reducido a escala, para triunfos menores.

Desde hace tres siglos casi todos los triunfos españoles han sido sobre nosotros mismos.

Pero de pronto, y a pesar de la noche, la vista era asaltada por la ambigüedad de un paisaje en el que no se sabía dónde empezaban las destrucciones y empezaban las construcciones. Grúas, tierras removidas, bulldozers, solares arrasados con la huella de cimientos tronchados, insinuados bloques de casas recién nacidos, como bulbos asomados apenas sobre la membrana de la tierra muerta, una llanura de insinuaciones para lo que sería la Villa Olímpica al cabo de un año, de un año y medio, entre un mar sorprendido en su fea desnudez de mar urbano tras la caída de las casas que le servían de taparrabos y el atemorizado reducto de lo que quedaba de Pueblo Nuevo, de aquel Pueblo que había sido Nuevo cuando la burguesía de la ciudad plantó junto al mar sus fábricas y quiso tener la mano de obra cerca, aun a riesgo de que la relación de vecindario les encimara hacia la larga marcha, desde Pueblo Nuevo a Icaria, toda Barcelona sería Icaria, toda la Tierra sería Icaria.

Lebrun quiso poner pie a tierra para ver de cerca las obras que proseguían a pesar de la noche, bajo reflectores de después de un bombardeo, fuera Dresde o Brasilia lo que tuvieran ante sus ojos, un paisaje de ruinas o de fundamentos, enhebrado por carreteras inacabadas que aún no unían con nada.

—Imagínese que todo se detuviera ahora. ¡Qué belleza, una ciudad olímpica inacabada!

Algunos rótulos pregonaban que las construcciones eran empeño de Nueva Icaria, S. A. y Lebrun se puso a reír.

—¿Se imaginaba usted que algún día los falansterios serían construidos por Sociedades Anónimas?

O quizá sea ya la única posibilidad de construir falansterios.

Icaria construida por sociedades anónimas, con aportaciones especiales de la CE, tal vez incluso del Fondo Monetario Internacional. Ahora que el comunismo se ha hundido ¿por qué no convertir su sueño en material de Disneylandia para la nueva burguesía? ¿Qué me diría usted Carvalho de una Disneylandia que fuera una perfecta ciudad comunista, sin los fracasos de la ciudad comunista que se acaba de hundir?

Carvalho recordó rostros de comunistas concretos y hubiera deseado pegarle una patada en los cojones a Lebrun. Pero volvían a estar en el taxi, en el laberinto del ya viejo Pueblo Nuevo. De pronto el paisaje empezó a proletarizarse y Lebrun a interesarse por el decorado. Pueblo Nuevo ofrecía su collage de pueblo de pescadores y obreros, de industrias y almacenes.

—¿Qué se fabricaba por aquí?

—Creo que de todo. Tejidos, prensas de aceite, fábricas de antimonio, vino, tripas de cerdo para hacer embutidos…

—Tripas de cerdo para hacer embutidos…

Recitó Lebrun como si fuera un verso. El taxista pidió una concreción sobre el tipo de plaza que buscaban y cuando Claire le informó sobre el figón y sus comidas fugaces, al menos el taxista demostró saber a dónde iban. Una plaza recoleta casi toda ocupada por ombús, diezmados por el otoño, antiguos almacenes de industrias y comercios muertos, en la esquina el bar que sabía a camembert y pan con tomate, Restaurant Els Pescadors. Cuando Claire, sin abandonar la iniciativa, empujaba la puerta del establecimiento, Lebrun la retuvo con un brazo.

—Querida, yo quisiera saber qué podemos encontrar aquí. Me parece un acto de cortesía después de haberte traído a esta ciudad.

—¿Sólo yo tenía interés en encontrar a Alekos?

Lebrun le aguantó la mirada y recuperó la sonrisa. La dejó precederles y tras ojear las mesas ocupadas y no distinguir en ninguna de ellas lo que buscaban, seleccionaron una de las antiguas mesas de mármol con soporte férrico historiado y se desconcertaron ante la pregunta: qué quieren cenar.

—Traiga cava muy frío y jamón cortado muy fino.

Pidió Carvalho y Lebrun parecía definitivamente desinteresado de cuanto ocurriera. Cuando el camarero les trajo lo que habían pedido, Carvalho pisó los primeros balbuceos de Claire y tomó la iniciativa en la pregunta.

—Buscamos a un pintor, griego.

Claire tendió la foto que había sacado del bolso.

—Por aquí pasa mucha gente.

—¿Todos griegos?

—No les preguntamos la nacionalidad.

El camarero recurrió a instancias superiores y el evidente dueño de todo aquello, probablemente un exprogre que alguna vez actuaría en el espectáculo de Dotras, les valoró a distancia. Se metió detrás del mostrador y pareció entretenerse en la preparación de un pedido, pero su cabeza trabajaba el requerimiento y Carvalho le sorprendió dirigiendo varias veces la vista a una mesa arrinconada donde cenaban un grupo de parlanchinas muchachas y silenciosos hombres, recién salidos de un desfile de modelos para jeques árabes. Ellas iban disfrazadas de huríes en azul cielo y corinto y ellos de smoking de anuncio de perfumes masculinos.

Finalmente el propietario salió de su parapeto y se dirigió a la mesa del rincón. Se inclinó sobre el grupo y habló algo junto a la oreja que una de las mujeres tuvo que rescatar de las profundidades de su melena caracolada. Todas las cabezas de la mesa se orientaron entonces hacia el trío que componían Carvalho, Claire y Lebrun. El francés no se dio por mirado aunque se supo mirado, Claire compuso una expresión de serena expectativa y Carvalho se limitó a dar noticia con los ojos de que se sentía observado. La muchacha de la oreja oculta volvió a metérsela en las interioridades de su melena y se levantó para dirigirse a la mesa de Carvalho. Pero llegó con la oreja puesta. Era muy delgada, tenía uno de esos esqueletos dulces, de las mejores modelos.

—Me han dicho que buscan a Alekos.

Madame Faranduris busca a su marido.

Dijo Carvalho sin hacer caso del amago de protesta que Claire insinuó con un gesto. Algo parecido a la complicidad y a una cierta compasión dibujó la sonrisa propicia de la modelo.

—Últimamente viene menos por aquí y no sé muy bien en qué almacén abandonado vive. Sólo sé que él lo llama Skala y que ha puesto un rótulo en la puerta con ese nombre. Le conocemos de verle por aquí y a veces hemos hecho el mismo recorrido, porque trabajamos para un fotógrafo de modas que tiene el estudio en una antigua fábrica de batas. Pero luego él sigue más allá y nunca nos ha llevado hasta donde vive. Cuando acabemos de cenar hemos de volver al estudio.

Pueden venir con nosotros y al menos les señalaremos el camino hasta donde podamos.

Claire se lo agradeció con la mejor sonrisa que Carvalho le había visto desde que se habían conocido y cuando la modelo volvió a la mesa, los ojos de ella estaban llenos de lágrimas, mientras sus labios musitaban: Skala.

—Skala, es Alekos, sin duda.

—¿Qué quiere decir Skala?

—Es el puertecillo de la isla de Patmos, la patria de Alekos.

Estuvimos allí hace tres veranos.

Dimos la vuelta a la isla en un barquito: Grikou, Diakofti, Hora, la gruta donde se dice que San Juan escribió el Apocalipsis.

Lebrun salió de su fingida indiferencia o somnolencia para recitar: «Y me llevó el Espíritu al desierto y vi a una mujer sentada sobre una bestia bermeja llena de nombres de blasfemia y que tenía siete cabezas y siete cuernos. Y la mujer estaba vestida de púrpura y escarlata y dorada con oro y adornada de piedras preciosas y de perlas, teniendo un cáliz de oro en una mano, lleno de abominaciones y de la suciedad de la fornicación.» Ante la perplejidad de Claire, informó:

—Apocalipsis, capítulo diecisiete, tercer versículo.

—Es curioso, pero Patmos no queda lejos de la isla de Icaria.

—¿También estuvo usted en Patmos, monsieur Lebrun?

—Estuvo con Alekos en el verano del ochenta y siete.

Había desafío en las miradas que se sostenían Claire y Lebrun.

—Alekos es tu problema.

—¿El tuyo, no?

Lebrun interrumpió su pleito con Claire para proseguir su discurso a Carvalho.

—Basta ver la isla, secarse en su sequedad, convertirse en uno de sus secos habitantes, para comprender por qué san Juan escribió precisamente allí el Apocalipsis.

Durell ha dicho que el Apocalipsis es un poema digno de Dylan Thomas. ¿Conoce usted la obra de Dylan Thomas?

—No olvide que no leo. Sólo quemo libros.

—El número siete es cabalístico y está presente en la propia nomenclatura y morfología de Patmos y en el poema de san Juan: siete colinas, siete palmatorias, siete estrellas. En la cueva donde supuestamente vivió san Juan hay una hendidura que al parecer abrió la voz de Dios cuando descendió para meterse en el cuerpo del santo, poseyéndolo, poéticamente, para la poesía. La voz de Dios debe ser terrible. Yo visité la cueva en un día de tormenta y tuve miedo.

El viento aullaba fuera y dentro de la cueva se oye el ruido de la montaña, como si la montaña se rebelara contra el hachazo de Dios… Pero es el ruido del agua, en una isla tan seca, la montaña del Apocalipsis está llena de manantiales secretos. El monje que me acompañaba estaba tan asustado que hacía la señal de la cruz cada vez que rugía el viento y me traspasó su miedo.

—¿Y Alekos?

—Consideraba que todo lo del Evangelio y el Apocalipsis incluido era un tenebroso asunto de judíos y precapitalistas judíos.

No tenía el complejo de culpa judeocristiano que me asfixia a mí.

Era un hombre geológico y dentro de aquella cueva se sentía como una parte más de la tierra.

Claire le escuchaba con una admiración que Carvalho no sabía si iba dirigida a Lebrun o al hombre de su vida.

—Me alegré cuando salimos de aquella cueva y volvimos al puerto.

Aquella noche Alekos pilló una borrachera geológica. Parecía un gigante borracho. O quizá una montaña borracha. Estábamos en una taberna a la que faltaban todos los cristales y el cielo estaba repleto de rayos blanquísimos, nunca he visto rayos tan blancos, parecían reflectores de bombardeos, o cómo uno se imagina los reflectores de un bombardeo o cómo uno los ha visto en las películas en blanco y negro. Tenía miedo y eso que Puerto Skala es un lugar protegido de los vientos, un refugio seguido para antiguos navegantes y piratas. Todo para nada. Todo para una probable falsificación.

No está demostrado que san Juan escribiera allí el Apocalipsis.

Tal vez ni siquiera lo escribiera él. ¿Por qué no suponer, ya para siempre, que sea un poema de Thomas?

—No tengo ningún inconveniente. ¿A qué fue a Patmos precisamente con Alekos?

—Turismo, turismo profundo.

Y se echó a reír desmedidamente, exageradamente. Se calmó y prosiguió su conversación.

—Conocí a los suegros de Claire. Irreprochables. Antropológicamente irreprochables. De ilustración de Gustave Doré o de cuadro de Delacroix sobre griegos.

Carecían de la locura melancólica del hijo y eran padres rigurosamente populares, de ésos que te meten veinte francos en el bolsillo cuando sales de viaje, quieras o no quieras, o un buen pedazo de roquefort en la maleta para que no te mueras de hambre o de disentería en el extranjero. Admirablemente convencionales.

En la mesa de los modelos había preparativos de marcha, Claire se puso en tensión y Carvalho tuvo que prescindir de la duda que le había asaltado tras las últimas palabras de Lebrun. ¿De qué le venía a Lebrun tanto conocimiento de padres populares? ¿O había aprendido el comportamiento de príncipe en los libros o de los libros había sacado el retrato costumbrista de los padres populares?

El hermoso esqueleto de mujer vestida de hurí corintio removió suavemente el aire a su alrededor invitándoles a que siguieran a la troupe de máscaras. Hablaban y reían como jóvenes desnudos, pero iban vestidos de actores de spot publicitario sobre perfumes. Por delante las huríes, los caballeros riendo y contorsionándose bajo las constelaciones de Icaria detrás, inmediatamente detrás, y Claire que les secundaba como una obsesa y tras ella Carvalho que la seguía como un obseso y cerrando la marcha el desganado príncipe experto en padres populares y en apocalipsis.

Pasaban por un imaginario desfiladero, a la izquierda el decorado de viejas casas vecinales donde todo estaba muerto o dormido, a la derecha construcciones semiabandonadas, almacenes o edificios ambiguos bajo la luna, a manera de obstáculos para impedir ver las obras olímpicas y el mar podrido que a aquellas alturas recibía la mayor parte de aguas residuales de Barcelona filtradas por la piedad insuficiente de las depuradoras.

Avanzaban hacia la escenografía industrial obsoleta, un frente de formas que la noche hacía caprichosas: naves triangulares unidas como hermanas siamesas, chimeneas combadas por calores perdidos, torres de hierro con todos sus óxidos ennoblecidos por el contraluz lunar, árboles asomados a las tapias erosionadas, definitivos vencedores del cerco fabril, vegetales cabelleras oscuras de la naturaleza aprisionada presintiendo el asalto implacable del bulldozer.

Al cortejo sólo le faltaba un violinista viejo y una puta gorda de Fellini, pensó Carvalho y se lo dijo a Claire, pero no retuvo su obstinado avance hasta que los modelos se detuvieron y quedaron esperándoles. El hermoso esqueleto forrado de color corinto tenía la voz demasiado aguda, pero no era cuestión de ponerle reparos mínimos.

—Aquí trabajamos nosotros.

Unos doscientos metros más allá hay una fábrica abandonada que se llama o se llamaba… no me acuerdo… verán unas letras, un rótulo de cerámica azul, muy bonito, semidestruido, no están todas las letras y por eso no me acuerdo de su nombre. Pero alguien ha pintado en la tapia, junto a la puerta, Skala. Allí pueden encontrar a Alekos.

Les había incluido a todos, pero sus ojos permanecieron fijos, cómplices, compadecidos en Claire.

Recibieron a cambio una de las mejores sonrisas de la muchacha y la inclinación de cabeza de Lebrun. La comparsa desapareció tras un portón de hierro que se dejó abrir protestando como las mejores puertas de las mejores películas del conde Drácula y los tres expedicionarios se quedaron solos ante la perspectiva de una calle abandonada a los gatos y a las ratas. Fue Claire la primera en llegar ante la puerta y alzó una mano como para acariciar una por una las letras que componían la palabra Skala. Pero la dulzura del gesto fue sustituida por la indignación crispada del cuerpo cuando comprobó que la puerta estaba cerrada. Se quedaron los tres antes los muros de la ciudad anhelada y de momento prohibida. Las tapias eran altas y la puerta no mostraba la menor quiebra.

—Esta cerrada y bien cerrada.

—¿Desde dentro?

—Es imposible saberlo.

Ya se disponía la muchacha a empezar a gritar el nombre de Alekos mientras sus pies daban impacientes patadas a la puerta, cuando Lebrun la retuvo por un brazo.

—Calma. Tal vez no quieran ser encontrados. Igual es todo mucho más sencillo. Lo importante es saber cómo se entra aquí.

Nuestros amigos los modelos deben saberlo. Volvamos atrás, se lo consultamos y volvemos.

—Id vosotros, yo me quedo aquí.

—No es conveniente que usted se quede sola aquí.

—Sé cuidar de mí misma.

—Es cuestión de diez minutos.

Volvamos atrás y regresaremos en seguida, si es que encontramos una solución o una respuesta.

—Está dentro, presiento que está dentro, presiento que se ha encerrado desde dentro.

Pero les siguió para encontrarse otra vez ante todas las posibilidades de un laberinto de avenidas con rieles entre vegetaciones, a la sombra lunar de naves fabriles tenuemente iluminadas por secretas actividades interiores. Vagonetas oxidadas y varadas, cables colgantes desde donde no podía adivinarse, muebles de oficina rotos o desguazados bajo cobertizos de uralita, un Citroên «pato» Stromberg sin ruedas y sin motor, cajas de cartón amontonadas según un orden arquitectónico, ablandadas por el tiempo y convertidas en una montaña blanda y blanquecina y una música lejana de concierto rock en sordina prometía un fin de fiesta después de un recorrido por aquellas cajas cerradas a las que conducían los raíles momificados y ennoblecidos por los jaramagos. Abría camino Carvalho y se introdujo en una de las naves tras vencer la resistencia chirriante de una portezuela de zinc. A la luz de los reflectores complementarios que colgaban de los cielos y abrían sus bocazas de luz desde el suelo de cemento, un grupo de muchachas ensayaba un ballet evidentemente moderno, porque se movían como si se estuvieran burlando de su propio esqueleto y la música sonaba a serrucho sobre cable de teleférico. Dirigía sus movimientos una mujer pequeñita y gorda, pero dotada de una elasticidad de chicle, a la vista de cómo se retorcía y plegaba sobre sí misma cuando corregía los movimientos de los bailarines. Ni rastro de los modelos de spot, ni ocasión de preguntar por ellos hasta que la directora se cansó de masticarse a sí misma y dio cinco minutos de descanso. Reparó entonces en ellos y dijo que no con las manos antes de ponérselas sobre el rostro.

—¡Ya he avisado que nada de fotografías! Todo está demasiado verde.

—No venimos a hacer fotografías. Buscamos a un grupo de modelos.

Advirtió Carvalho.

—¡Un grupo de modelos! Y luego te sacan las fotografías donde menos te lo esperas.

—Insisto en que buscamos un grupo de modelos. O tal vez no sea necesario encontrarlos. En realidad buscamos a un griego.

—Los modelos ya se han convertido en un griego.

—Admiro su trabajo pero no soy un fotógrafo. Insisto, buscamos a unos modelos que saben cómo llegar hasta un griego. Unos metros más abajo hay otra fábrica abandonada, parecida a ésta y dentro puede estar nuestro amigo, pero la puerta está cerrada, quizá por dentro; tal vez usted sepa cómo entrar, si hay alguna puerta lateral o si se comunica con otra finca.

—Yo no salgo de estas cuatro paredes. Ni conozco a ningún griego. Por ahí andan los modelos de los que habla. Pero ni me interesan ni me… ¡oiga! ¿Qué está usted haciendo?

Una secreta lógica había inducido a Claire a sacarse una pequeña máquina de fotografiar del bolso y destruir el precario equilibrio psicológico de la coreógrafa con un flash que sonó como una provocación. Lebrun reía sin contención y Claire dedicaba a la indignada mujer una de sus sonrisas más encantadoras.

—¡He dicho que no quería fotografías!

Trató de convocar la solidaridad de sus bailarines, pero éstos asistían a la escena con un cansancio de madrugada.

—No puede bajar la guardia ni un momento ¡Fuera de aquí!

Claire parecía relajada, como si su foto prohibida la hubiera liberado de la ansiedad de toda la noche y Lebrun prosiguió en su ataque de hilaridad hasta que salieron de la nave a recuperar los senderos del laberinto.

—Ha sido genial. ¿Por qué lo has hecho?

Era ella ahora la que reía hasta las lágrimas y Carvalho asistió cómplice pero distante a aquel concierto de carcajadas interrumpido de vez en cuando por Lebrun que recordaba en voz alta la prohibición expresa de hacer fotografías.

—¡Nada de fotografías y va Claire y… click…!

Alekos parecía momentáneamente olvidado y la pareja se adentró en el laberinto con la curiosidad renovada, a la espera de otro monstruo nocturno tan estimulante como el que acababan de superar.

—¡En busca del santo Graal, graves fueron las peripecias por las que tuvo que pasar el caballero Perceval!

Declamó Lebrun sobre sus pasos repentinamente agilizados que se iban hacia el rectángulo de luz ofrecido por una puerta abierta.

—Esta ciudad no duerme. Me fascina porque parece dormir pero no duerme. Es fantástico. ¿Quién podía imaginar unos caserones como éstos y llenos de magos? ¿No le parece fascinante, Carvalho?

¿Conocía usted este rincón maravilloso?

—Vagabundos. Toda esta gente son vagabundos, en una ciudad a punto de destrucción.

—¿Los modelos también?

—También, vagabundos.

—Es posible que tenga usted razón y todos seamos vagabundos.

La sociedad se dividiría entre yuppis y vagabundos.

—A estas horas de la noche no tengo ganas de discursos. Encontremos al griego cuanto antes.

—El griego.