En la primavera de 1979, me marché de Nueva York para comenzar una nueva vida con Fred Sonic Smith. Durante un tiempo, vivimos en una pequeña habitación del Book Cadillac, un hotel histórico aunque vacío del centro de Detroit. No teníamos más posesiones que sus guitarras, mis libros más queridos y mi clarinete. Así pues, estaba viviendo como había vivido con mi primer amor con el hombre que había escogido para que fuera el último. Del hombre que se convertiría en mi marido, solo deseo decir que era un rey entre los hombres y los hombres lo conocían.
Marcharme me costó, pero había llegado el momento de que siguiera por mi cuenta.
—¿Qué pasa con nosotros? —dijo Robert de repente—. Mi madre aún cree que estamos casados.
Yo no había pensado en ello.
—Supongo que tendrás que decirle que nos hemos divorciado.
—No puedo decirle eso —respondió, mirándome a los ojos—. Los católicos no se divorcian.
En Detroit, me senté en el suelo con la idea de escribir un poema para su Portfolio. Él me había regalado un puñado de flores, un ramo de fotografías que clavé en la pared. Le escribí sobre el proceso de creación, la varilla de zahori y la vocal olvidada. Volví a ser una ciudadana normal. Eso me llevó muy lejos del mundo que conocía, pero Robert estuvo siempre en mi conciencia; la estrella azul en la constelación de mi cosmología personal.
Robert supo que tenía sida al mismo tiempo que yo descubrí que estaba encinta de mi segundo hijo. Era 1986, finales de septiembre, y los perales estaban cargados de fruta. Yo tenía síntomas parecidos a los de una gripe, pero mi intuitivo médico armenio me dijo que no estaba enferma sino en la primera fase de embarazo. «Lo que querías se ha hecho realidad», me dijo. Más tarde, mientras estaba sentada en la cocina, aún asombrada, me pareció un momento propicio para llamar a Robert.
Fred y yo habíamos comenzado a trabajar en el álbum que se convertiría en Dream of Life y él me sugirió que pidiera a Robert que me fotografiara para la carátula. Yo llevaba un tiempo sin verlo ni hablar con él. Me estaba preparando, reflexionando sobre la llamada que iba a hacer, cuando sonó el teléfono. Tenía a Robert tan presente que, por un instante, creí que sería él. Pero era Ina Meibach, mi amiga y asesora legal. Me dijo que tenía malas noticias y presentí de inmediato que se trataba de Robert. Había estado hospitalizado con una neumonía asociada al sida. Me quedé aturdida. Me puse la mano en la barriga de forma instintiva y empecé a llorar.
Todos los temores que una vez había abrigado parecieron materializarse con la instantaneidad de un velamen que arde en llamas. Mi premonición juvenil de que Robert se convertiría en polvo resurgió con implacable claridad. Contemplé su impaciencia por ser reconocido desde otra perspectiva, como si tuviera la fatídica línea de la vida de un joven faraón.
Me ocupé frenéticamente en cosas sin importancia, pensando en qué decir cuando, en vez de llamarlo a casa para hablar sobre volver a trabajar juntos otra vez, tuviera que telefonearle a un hospital. Para rehacerme, decidí llamar primero a Sam Wagstaff. Aunque llevaba varios años sin hablar con él, fue como si el tiempo no hubiera pasado; Sam se alegró de tener noticias mías. Le pregunté por Robert. «Está muy enfermo, el pobrecillo —respondió—, pero no está tan mal como yo». Aquello fue otro golpe, sobre todo porque Sam, pese a ser mayor que nosotros, siempre era el más viril, inmune a los dolores físicos. Como era típico en él, dijo que la enfermedad que le estaba atacando sin piedad desde todos los frentes le parecía «un incordio».
Aunque me dolió mucho que Sam también estuviera sufriendo, el mero hecho de oír su voz me infundió valor para hacer la segunda llamada. Cuando Robert respondió el teléfono parecía débil, pero la voz se le fortaleció al oír la mía. Pese al tiempo que había pasado, hablamos como siempre, interrumpiéndonos para terminarnos las frases.
—Voy a poder con esto —afirmó. Lo creí con toda mi alma.
—Hasta pronto —prometí.
—Me has animado el día, Patti —dijo al colgar. Lo oigo diciendo aquello. Lo oigo ahora.
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En cuanto Robert estuvo lo bastante bien para salir del hospital, planeamos vernos. Fred metió sus guitarras en el maletero del coche y condujimos hasta Nueva York con nuestro hijo, Jackson. Nos registramos en el hotel Mayflower y Robert fue a recibirnos. Llevaba su largo abrigo de cuero y estaba extremadamente guapo, aunque un poco congestionado. Me tiró de las largas trenzas y me llamó Pocahontas. La energía entre nosotros era tan intensa que pareció pulverizar la habitación, poniendo de manifiesto una incandescencia que era nuestra.
Robert y yo fuimos a ver a Sam, que estaba internado en el pabellón para enfermos de sida del hospital Saint Vincent. El Sam de mente hiperdespierta, piel brillante y cuerpo fuerte yacía en su cama más o menos indefenso, perdiendo y recuperando la conciencia. Padecía cáncer de piel y tenía el cuerpo infestado de llagas. Robert fue a cogerle la mano y Sam la retiró. «No seas tonto», le regañó Robert, y la tomó en la suya con delicadeza. Canté a Sam la nana que Fred y yo habíamos compuesto para nuestro hijo.
Robert y yo fuimos andando a su nuevo loft. Ya no vivía en Bond Street, sino en un espacioso estudio de un edificio art déco situado en la calle Veintitrés, a solo dos manzanas del Chelsea. Estaba optimista y seguro de que sobreviviría, satisfecho de su obra, de su éxito y de sus posesiones. «Me ha ido bien, ¿verdad?», dijo con orgullo. Examiné la habitación con mis ojos: un Cristo de marfil, una figura de mármol blanco de un Cupido durmiente; unos sillones y un aparador Stickley; una exquisita colección de jarrones de Gustavsberg. Lo que más me gustó fue su escritorio. Diseñado por Gio Ponti, era de madera de raíz de nogal y tenía una superficie en voladizo para escribir. Los compartimientos forrados de madera veteada estaban adornados como un altar con talismanes y plumas estilográficas.
Sobre el escritorio, había un tríptico de oro y plata con la fotografía que me había sacado en 1973 para la tapa de Witt. Había elegido una de mis expresiones más puras, invertido el negativo y creado un reflejo exacto, con un panel violeta en el centro. El violeta había sido nuestro color, el color del collar persa.
«Sí —dije—. Te ha ido bien».
En las semanas siguientes, Robert me fotografió varias veces. En una de nuestras últimas sesiones, yo llevaba mi vestido negro favorito. Él me dio una mariposa morfo azul montada en un alfiler de costura con la cabeza de vidrio. Sacó una polaroid en color. Todo salió negro o blanco en contraste con la iridiscente mariposa azul, un símbolo de inmortalidad.
Como de costumbre, Robert estaba muy ilusionado por enseñarme sus nuevas creaciones. Grandes copias al platino sobre lienzo, transferencias de color de unos lirios. La imagen de Thomas y Dovanna, un hombre negro desnudo y una mujer vestida de blanco que bailan abrazados, flanqueados por telas blancas de satén. Nos paramos delante de una obra que acababa de llegar, con un marco diseñado por él: Thomas en una postura olímpica dentro de un círculo negro. «Es una genialidad, ¿verdad?», dijo. Su tono de voz, la familiaridad de aquellas palabras, me cortó la respiración. «Sí, es una genialidad».
Cuando me reincorporé a la rutina de mi vida diaria en Michigan, me descubrí añorando la presencia de Robert; nos echaba de menos. El teléfono, que solía rehuir, se convirtió en nuestro cordón umbilical y hablábamos a menudo, aunque a veces las llamadas estaban dominadas por la creciente tos de Robert. El día de mi cumpleaños, expresó su preocupación por Sam.
El día de Año Nuevo, llamé a Sam. Acababan de hacerle una transfusión de sangre y parecía extraordinariamente seguro de sí mismo. Dijo que se sentía transformado en un hombre que iba a sobrevivir. Coleccionista donde los haya, quería regresar a Japón, donde había viajado con Robert, porque había un juego de té con una caja lacada azul que codiciaba muchísimo. Me pidió que volviera a cantarle la nana y lo complací.
Justo cuando estábamos a punto de despedirnos, me hizo el regalo de contarme una más de sus chocantes historias. Conociendo mi afecto por el gran escultor, dijo:
—Peggy Guggenheim me explicó una vez que cuando le hacías el amor, Brancusi te prohibía terminantemente que le tocaras la barba.
—Lo recordaré —respondí— cuando me lo encuentre en el cielo.
El 14 de enero, recibí una llamada desconsolada de Robert. Sam, su robusto amor y mecenas, había fallecido. Habían capeado dolorosos cambios en su relación, y las lenguas viperinas y la envidia de otras personas, pero no podían detener el curso de su terrible fortuna. Robert estaba destrozado por la pérdida de Sam, el baluarte de su vida.
La muerte de Sam también ensombreció sus esperanzas de recuperarse. Para consolarlo, compuse la letra y Fred la música de «Paths That Cross», una especie de canción sufí en memoria de Sam. Aunque Robert agradeció la canción, yo sabía que un día quizá tendría que repetirme aquellas mismas palabras. «Los caminos que se cruzan volverán a cruzarse».
Regresamos a Nueva York el día de San Valentín. Robert tenía fiebre intermitente y sufría trastornos gástricos recurrentes, pero estaba extremadamente activo.
Pasé gran parte de los días siguientes grabando con Fred en el estudio Hit Factory. Íbamos retrasados porque mi embarazo se estaba haciendo más pronunciado y empezaba a costarme cantar. Me esperaban en el estudio cuando Robert me llamó angustiadísimo para decirme que Andy Warhol había muerto.
«No tenía que morirse», gritó, con cierta desesperación y malhumor, como un niño consentido. Pero oí otros pensamientos entre nosotros.
Ni tú tampoco.
Ni yo tampoco.
No dijimos nada. Colgamos a regañadientes.
Estaba nevando cuando pasé por delante de un cementerio cerrado por una verja de hierro. Advertí que estaba rezando al ritmo de mis pies. Apreté el paso. Era una tarde hermosa. La nieve, que hasta el momento había sido liviana, comenzó a caer con fuerza. Me arrebujé en el abrigo. Me encontraba en mi quinto mes de embarazo y el bebé se movió dentro de mí.
El estudio estaba caldeado y bien iluminado. Richard Sohl, mi querido pianista, abandonó su puesto para hacerme café. Los músicos nos reunimos. Era nuestra última noche en Nueva York hasta que yo diera a luz. Fred dijo unas palabras sobre el fallecimiento de Warhol. Grabamos «Up There Down There». En mitad de la sesión alcé la imagen de un cisne trompetero, el cisne de mi infancia.
Salí a la oscuridad de la noche. Había dejado de nevar y parecía que la ciudad entera, en conmemoración de Andy, estuviera cubierta por un manto de nieve intacta, blanca y evanescente como sus cabellos.
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Volvimos a reunimos todos en Los Ángeles. Robert, que estaba visitando a su hermano menor, Edward, decidió hacer allí la fotografía para la carátula mientras que Fred y yo terminábamos el álbum con nuestro coproductor, Jimmy Iovine.
Robert estaba pálido y las manos le temblaron cuando se preparó para fotografiarme delante de un grupo de mortecinas palmeras bajo un sol de justicia. Cuando se le cayó el fotómetro, Edward se agachó para recogerlo. Robert no se encontraba bien, pero, de algún modo, sacó fuerzas de flaqueza e hizo la fotografía. Aquel momento estuvo impregnado de confianza, compasión y el sentido de la ironía que compartíamos. Él llevaba muerte dentro de sí y yo llevaba vida. Los dos éramos conscientes de aquello, lo sé.
Fue una fotografía sencilla. Llevo una trenza como la de Frida Kahlo. El sol incide en mis ojos. Mirando a Robert y él está vivo.
Más tarde, Robert asistió a la grabación de la nana que Fred y yo habíamos compuesto para nuestro hijo Jackson. Era la canción que le había cantado a Sam Wagstaff. Había un guiño a Robert en la segunda estrofa: «Estrellita azul que das luz». Él estaba en la sala de control, sentado en un sofá. Yo siempre recordaría la fecha. Era el 19 de marzo, el cumpleaños de mi madre.
Richard Sohl estaba al piano. Yo lo tenía enfrente. Grabábamos en directo. El bebé se movió en mi vientre. Richard preguntó a Fred si tenía alguna instrucción especial. «Hazles llorar, Richard», fue todo lo que dijo. Tuvimos un comienzo fallido. En el segundo intento, echamos toda la carne en el asador. Cuando terminé, Richard repitió los acordes finales. Miré la sala de control por el cristal. Robert se había quedado dormido en el sofá y Fred estaba solo, sollozando.
El 27 de junio de 1987, nuestra hija, Jesse Paris Smith, vino al mundo en Detroit. Un arco iris doble surcó el cielo y me sentí optimista. El día de Todos los Santos, listos para terminar el álbum que habíamos pospuesto, nos subimos de nuevo al coche con nuestros dos hijos y viajamos a Nueva York. En el largo trayecto, pensé en ver a Robert y lo imaginé cogiendo a mi hija en brazos.
Última polaroid, 1988
Robert estaba en su loft, celebrando el cuarenta y un cumpleaños con champán, caviar y orquídeas blancas. Esa mañana me senté al escritorio del hotel Mayflower y le escribí la canción «Wild Leaves», pero no se la regalé. Aunque intentaba escribirle un poema lírico inmortal, me pareció lamentablemente mortal.
Algunos días después, Robert me fotografió con la chaqueta de aviador de Fred para la carátula del single que proyectábamos hacer, «People Have the Power». Cuando Fred la miró, dijo: «No sé cómo lo hace, pero todas sus fotografías de ti se parecen a él».
Robert no veía el momento de sacarnos nuestro retrato de familia. La tarde que llegamos estaba elegante y muy guapo, aunque salió de la habitación con frecuencia porque le entraban náuseas. Lo observé con impotencia mientras él, siempre estoico, restaba importancia a su sufrimiento.
Solo sacó un puñado de fotografías, aunque, de hecho, eso era todo lo que siempre había necesitado. Vivaces retratos de Jackson, Fred y yo juntos, de los cuatro, y entonces, justo cuando íbamos a marcharnos, nos detuvo. «Espera un momento. Deja que te haga una con Jesse».
Cogí a Jesse en brazos y ella alargó la mano hacia él, sonriendo. «Patti —dijo Robert, apretando el obturador—. La niña es perfecta».
Fue nuestra última fotografía.
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A primera vista, Robert parecía tener todo lo que había deseado. Estuvimos sentados en su loft una tarde, rodeados de las pruebas de su floreciente éxito. El estudio ideal, un patrimonio exquisito y los recursos para ejecutar todos sus proyectos. Se había convertido en un hombre; pero, en su presencia, yo seguía sintiéndome una adolescente. Me regaló una tela india de lino, un cuaderno y un cuervo de papel maché. Las minucias que había reunido durante nuestra larga separación. Intentamos llenar los vacíos: «Ponía canciones de Tim Hardin a mis amantes y les hablaba de ti. Hice fotografías para una traducción de Una temporada en el infierno por ti». Le dije que siempre había estado conmigo, que había sido parte de lo que soy, como lo es este momento.
Protector donde los haya, me prometió, como hizo una vez en la habitación delantera de la calle Veintitrés, que, en caso de necesidad, podíamos compartir un hogar verdadero.
—Si le pasa algo a Fred, por favor, no te preocupes. Voy a comprarme una casa, una como la que tenía Warhol. Puedes venirte a vivir conmigo. Te ayudaré a educar a tus hijos.
—A Fred no va a pasarle nada —le aseguré. Él apartó la mirada.
—Nosotros no hemos tenido hijos —dijo, con tristeza.
—Nuestra obra ha sido nuestros hijos.
Ya no recuerdo con exactitud la cronología exacta de aquellos últimos meses. Dejé de llevar un diario, por desánimo tal vez. Fred y yo íbamos y veníamos de Detroit a Nueva York, por trabajo y por Robert. Mejoraba. Trabajaba. Volvía al hospital. Y, al final, su loft se convirtió en su enfermería.
Las despedidas eran siempre desgarradoras. Yo tenía la obsesión de que, si me quedaba con él, Robert viviría. No obstante, también lidiaba con un creciente sentimiento de resignación. Me avergonzaba de él, porque Robert había luchado como si pudiera curarse a base de voluntad. Lo había intentado todo, de la ciencia al vudú, todo salvo rezar. Aquello, al menos, yo se lo podía dar en abundancia. Rezaba por él sin cesar, una apremiante oración humana. No por su vida, nadie podía morir en su lugar, sino por la fortaleza para soportar lo insoportable.
A mediados de febrero, temiéndonos lo peor, cogimos un avión a Nueva York. Fui a ver a Robert sola. Había muchísimo silencio. Me di cuenta de que se debía a la ausencia de su horrible tos. Me quedé junto a su silla de ruedas vacía. La imagen de Lynn Davis de un iceberg, alzándose como un torso torneado por la naturaleza, dominaba la pared. Robert tenía un gato blanco, una serpiente blanca, y había un folleto de equipos estéreo blancos en la mesa blanca diseñada por él. Advertí que había añadido un cuadrado blanco a la negrura que rodeaba su fotografía de un Cupido durmiente.
No había nadie más que su enfermera, que nos dejó solos. Me acerqué a su cama y le cogí la mano. Nos quedamos mucho rato así, sin decir nada. De pronto, Robert alzó la vista y dijo: «Patti, ¿nos la ha jugado el arte?».
Aparté la mirada, sin querer pensar en ello. «No lo sé, Robert. No lo sé».
Quizá lo había hecho, pero nadie podía lamentar eso. Solo un loco lamentaría que el arte se la jugara; o un santo. Robert me hizo una seña para que lo ayudara a levantarse y vaciló. «Patti —dijo—. Me estoy muriendo. Duele muchísimo».
Me miró, su mirada de amor y reproche. Mi amor por él no podía salvarlo. Su amor a la vida no podía salvarlo. Fue la primera vez que realmente supe que iba a morir. Estaba sufriendo un tormento físico que ningún hombre debería soportar. Me miró con tal aire de disculpa que fue insoportable y me deshice en lágrimas. Él me reprendió, pero me abrazó. Intenté animarme, pero era demasiado tarde. No me quedaba nada más que darle salvo amor. Lo ayudé a sentarse en el sofá. Gracias a Dios, no tosió y se quedó dormido con la cabeza apoyada en mi hombro.
La luz entraba a raudales por las ventanas y bañaba sus fotografías y el poema que componíamos nosotros dos sentados juntos por última vez. Robert muriéndose: creando silencio. Yo, destinada a vivir, prestando oído a un silencio que tardaría toda una vida en expresar.
Querido Robert:
Cuando no puedo dormir, a menudo me pregunto si tú tampoco puedes. ¿Tienes dolor o te sientes solo? Tú me sacaste del período más aciago de mi joven vida y compartiste conmigo el sagrado misterio de lo que es ser artista. Aprendí a ver a través de ti y jamás he compuesto un verso ni he dibujado una curva que no provenga de los conocimientos que obtuve en nuestra preciada vida juntos. Tu obra, que emana de una fuente fluida, tiene su origen en la candorosa canción de tu juventud. Entonces hablabas de dar la mano a Dios. Recuerda que, en todo lo que has pasado, siempre has ido de esa mano. Cógela fuerte, Robert, y no la sueltes.
La otra tarde, cuando te quedaste dormido en mi hombro, también yo me dormí. Pero antes de hacerlo pensé, mientras miraba todas tus cosas y creaciones, y repasaba tus años de trabajo, que de todas tus obras, tú continúas siendo la más bella. La obra más bella de todas.
Patti
Él sería un manto asfixiante, un pétalo de terciopelo. No era la idea lo que lo atormentaba, sino su forma. Se le introducía en el cuerpo como un espíritu infernal y el corazón comenzaba a palpitarle tan fuerte, tan arrítmicamente, que la piel le vibraba y se sentía como si estuviera bajo una máscara morbosa, sensual pero asfixiante.
Yo creía que estaría presente cuando muriera, pero no fue así. Seguí las etapas de su transición hasta casi las once, cuando lo oí por última vez, respirando con tanta fuerza que velaba la voz de su hermano al teléfono. Por una razón u otra, aquel sonido me causó una extraña alegría mientras subía las escaleras para acostarme. Sigue vivo, pensaba. Sigue vivo.
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Robert murió el 9 de marzo de 1989. Cuando su hermano me llamó por la mañana, mantuve la calma, porque ya me lo esperaba. Me quedé sentada y escuché el aria de Tosca con un libro abierto en las rodillas. De pronto me di cuenta de que estaba temblando. Me invadió un sentimiento de excitación, de aceleración, como si, debido a mi intimidad con Robert, estuviera participando de su nueva aventura, del milagro de su muerte.
Aquella exaltación me acompañó durante algunos días. Estaba segura de que era indetectable. Pero mi dolor quizá fuera más evidente de lo que pensaba, porque mi marido hizo las maletas y pusimos rumbo al sur. Encontramos un motel junto al mar y pasamos la Semana Santa allí. Paseé por la playa desierta con mi gabardina negra. Dentro de sus holgados pliegues asimétricos me sentía como una princesa o un monje. Sé que a Robert le habría gustado aquella imagen: un cielo blanco, un mar gris y aquella singular gabardina negra.
Finalmente, junto al mar, donde Dios es omnipresente, me fui serenando. Miré el cielo. Las nubes tenían los colores de Rafael. Una rosa herida. Me pareció que la había pintado él mismo. Lo verás. Lo conocerás. Conocerás su mano. Pensé aquellas palabras y supe que un día vería un cielo dibujado por la mano de Robert.
Se me ocurrieron palabras y luego una melodía. Llevaba mocasines y caminé por la orilla del agua. Había transformado los tortuosos aspectos de mi dolor y los había desplegado como una tela reluciente, una canción en memoria de Robert.
El pajarito esmeralda quiere salir volando.
Si ahueco la mano, ¿puedo lograr que se quede?
Alma esmeralda, ojito esmeralda.
Pajarito esmeralda, ¿debemos decirnos adiós?
A lo lejos, oí que me llamaban. Las voces de mis hijos. Echaron a correr hacia mí. En aquel lapso de atemporalidad, me detuve. De pronto lo vi, sus ojos verdes, sus rizos oscuros. Oí su voz más fuerte que las gaviotas, su risa infantil, y el rugido de las olas.
Sonríe por mí, Patti, porque yo sonrío por ti.
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Después de que Robert falleciera, me moría por tener sus pertenencias, algunas de las cuales habían sido nuestras. Soñaba con tener sus zapatillas. Las había llevado al final de su vida, unas zapatillas belgas de color negro con sus iniciales bordadas en hilo dorado. Me moría por tener su escritorio y su silla. Los subastarían con sus otros objetos de valor en Christie’s. Me quedaba en la cama despierta pensando en esos objetos, obsesionándome tanto que caí enferma. Podría haber pujado por ellos, pero no soportaba la idea; su escritorio y su silla pasaron a manos desconocidas. No podía dejar de pensar en lo que Robert decía cuando se obsesionaba con algo que no podía tener. «Soy un cabrón egoísta. Si no puedo tenerlo yo, no quiero que lo tenga nadie».
¿Por qué no puedo escribir algo que resucite a los muertos? Ese es mi afán más hondo. Superé la pérdida de su escritorio y su silla, pero nunca el deseo de crear una sarta de palabras más valiosas que las esmeraldas de Hernán Cortés. Pero tengo un mechón suyo, un puñado de sus cenizas, una caja con sus cartas, una pandereta de piel de cabra. Y entre los pliegues de un descolorido papel de seda violeta, un collar, dos placas violetas inscritas en árabe, ensartadas en hilos negros y plateados, que un día me regaló el muchacho que adoraba a Miguel Ángel.
Nos despedimos y salí de su habitación. Pero algo me impulsó a regresar. Se había quedado dormido. Lo miré. Tan sereno como un niño viejo. Abrió los ojos y sonrió. «¿Ya has vuelto?». Y luego se durmió otra vez.
Así pues, mi última imagen fue como la primera. Un joven dormido bañado de luz que abrió los ojos y sonrió con complicidad a una persona que jamás había sido una desconocida.