Cada uno por su lado, juntos

Nos habíamos separado, pero podíamos ir andando a nuestras respectivas casas. El loft que Sam había comprado a Robert era un piso sin amueblar situado en el número 24 de Bond Street, una callejuela adoquinada con garajes, edificios de la época posterior a la guerra de Secesión y pequeños almacenes que estaba comenzando a cobrar vida, como harán otras calles industriales cuando artistas pioneros rasquen la suciedad que los años han acumulado en los grandes ventanales y permitan la entrada a la luz.

John Lennon y Yoko Ono tenían un piso enfrente; Brice Marden trabajaba al lado, en un estudio impoluto con relucientes cubas de pigmento y austeras fotografías que plasmó en lienzos de humo y luz. El loft de Robert necesitaba muchas reformas. Las cañerías despedían vapor y la fontanería era deficiente. Gran parte del ladrillo original estaba tapado por mohosas placas de yeso laminado, que él quitó. Limpió y cubrió el ladrillo con varias capas de pintura blanca y puso la casa, parte estudio, parte instalación, enteramente a su gusto.

Parecía que Alien estuviera constantemente de gira con Blue Öyster Cult y yo pasaba mucho tiempo sola. Nuestro piso de la calle Diez Este solo estaba a una manzana de la iglesia de Saint Mark. Era pequeño y bonito, con puertas acristaladas que daban a un jardín. Y, desde nuestros nuevos hogares, Robert y yo reanudamos nuestra vida como antes, comiendo juntos, buscando componentes para instalaciones, haciendo fotografías y supervisando nuestros respectivos progresos artísticos.

Aunque Robert ya tenía su espacio, aún se mostraba tenso y preocupado por el dinero. No quería depender íntegramente de Sam y estaba más decidido que nunca a ser autosuficiente. Mi situación era incierta cuando me marché de la calle Veintitrés. Mi hermana Linda me consiguió un trabajo a tiempo parcial en la librería Strand. Compraba montones de libros, pero no los leía. Clavaba láminas en la pared, pero no dibujaba. Metí mi guitarra debajo de la cama. Por la noche, sola, me sentaba a esperar. Una vez más, me descubrí pensando cómo podía hacer algo de valor. Todo lo que me planteaba parecía irreverente o irrelevante.

El día de Año Nuevo encendí una vela por Roberto Clemente, el jugador de béisbol favorito de mi hermano. Había muerto mientras estaba en una misión humanitaria, ayudando a Nicaragua después de un terrible seísmo. Me regañé por mi inactividad y mi falta de disciplina, y decidí volver a concentrarme en mi obra.

Esa misma tarde asistí al maratón anual de poesía que se celebraba en Saint Mark. Era en beneficio de la iglesia y terminó después de la medianoche. Todos querían contribuir a la perpetuación de The Poetry Project. Yo estaba con ellos, observando a los poetas. Quería ser poeta, pero sabía que nunca encajaría en su incestuosa comunidad. Lo último que deseaba era tener que ceñirme a las normas sociales de otro ambiente. Recordé a mi madre cuando decía que lo que haces el día de Año Nuevo es lo que harás el resto del año. Inspirada por san Gregorio, decidí que 1973 sería mi año de la poesía.

A veces la providencia es amable, porque Andy Brown se ofreció a publicarme un poemario. La idea de que me publicara Gotham Book Mart me inspiró. Desde hacía tiempo, Andy Brown toleraba mi presencia en aquella histórica librería de Diamond Row y me permitía dejar mis folletos en el mostrador. Ahora, ante la perspectiva de ser una autora de Gotham, me enorgullecía internamente cuando veía el lema de la librería: «Los sabios pescan aquí».

Saqué la Hermes 2000 de debajo de la cama. (La Remington había mordido el polvo). Sandy Pearlman me había dicho que Hermes era el mensajero alado, el protector de pastores y ladrones, de modo que confiaba en que los dioses me inspiraran. Disponía de mucho tiempo. Era la primera vez en casi siete años que no tenía un empleo fijo. Alien pagaba el alquiler y yo ganaba dinero suficiente en Strand para mis gastos. Sam y Robert me invitaban a comer todos los días, y por la noche hacía cuscús en mi preciosa cocinita, de modo que no me faltaba nada.

Robert había estado preparando su primera exposición individual de polaroids. La invitación llegó en un sobre crema de Tiffany: un autorretrato, el tronco desnudo reflejado en un espejo, su Land 360 por encima de la entrepierna. Las marcadas venas de su antebrazo eran inconfundibles. Se había tapado el pene con un gran punto blanco de papel y había estampado su nombre en la esquina inferior derecha. Robert creía que una exposición empezaba con las invitaciones y cada una de ellas estaba concebida para ser un tentador regalo.

La inauguración en la Light Gallery fue el 6 de enero, el día del cumpleaños de Juana de Arco. Robert me regaló una medalla de plata con su retrato coronado por la flor de lis francesa. Hubo buen ambiente, una perfecta mezcla neoyorquina de gays, reinonas, famosillos, rockeros y coleccionistas de arte. Fue una reunión optimista, quizá con un trasfondo de envidia. Su exposición, atrevida y elegante, mezclaba motivos clásicos con sexo, flores y retratos, todos equivalentes en el modo en que eran presentados: crudas imágenes de aros para el pene junto a un centro de flores. Para él lo uno era lo otro.

——>>*<<——

Trouble Man de Marvin Gaye sonaba una y otra vez mientras yo intentaba escribir sobre Arthur Rimbaud. Clavé una fotografía de él con su cara desafiante de Dylan encima del escritorio que apenas utilizaba. Me tumbaba en el suelo, y solo escribí fragmentos, poemas y el principio de una obra de teatro, un diálogo imaginario entre el poeta Paul Verlaine y yo en el que nos disputábamos el inalcanzable amor de Arthur.

Una tarde me quedé dormida en el suelo entre montones de libros y papeles y volví a adentrarme en el conocido terreno de un sueño apocalíptico recurrente. Había tanques cubiertos de lentejuelas y cencerros de camello. Ángeles musulmanes y cristianos se estaban sacando los ojos y sus plumas sembraban la cambiante superficie de las dunas. Me abría camino entre la revolución y la desesperanza, y, enterrado entre las traicioneras raíces de árboles marchitos, encontraba un cartapacio de piel enrollado. Y dentro de aquel estropeado cartapacio, de su puño y letra, la gran obra perdida de Arthur Rimbaud.

Lo imaginé paseando por las plantaciones de bananos, cavilando en el lenguaje de la ciencia. En el infierno de Harar, explotaba los cafetales y subía a caballo la escarpada meseta abisinia. Por la noche yacía bajo una luna con una aureola perfecta, como un ojo majestuoso que lo veía y presidía su sueño.

Me desperté con una inesperada revelación. Iría a Etiopía y encontraría aquel cartapacio que parecía una señal más que un sueño. Regresaría con su contenido conservado en polvo abisinio y lo regalaría al mundo. Expuse mi sueño a editoriales, revistas de viajes y fundaciones literarias. Pero descubrí que la supuesta obra perdida de Rimbaud no era una causa popular en 1973. Lejos de descartar la idea, mi entusiasmo había llegado al punto de creerme realmente destinada a encontrarla. Cuando soñé con un olíbano en un collado donde no había sombras,[6] creí que el cartapacio estaba enterrado allí.

Decidí pedir a Sam que sufragara mi viaje a Etiopía. Era aventurero y empático, y mi propuesta le interesó. A Robert, la idea le horrorizó. Consiguió convencer a Sam de que me extraviaría, me secuestrarían o sería devorada por hienas salvajes. Estábamos sentados en un café de Christopher Street y, mientras nuestras risas se mezclaban con el vapor de muchos expresos, me despedí de los cafetales de Harar, resignada a que la última morada del tesoro no fuera a ser perturbada en aquel siglo.

Deseaba dejar la librería. Detestaba pasar las horas en el sótano, abriendo embalajes. Tony Ingrassia, que me había dirigido en Island, me pidió que actuara en una obra de un solo acto titulada Identity. Leí el guión y no lo entendí. Era un diálogo entre otra muchacha y yo. Después de unos cuantos ensayos mediocres, Tony me pidió que fuera más tierna con la muchacha. «Estás demasiado rígida, demasiado distante», dijo, exasperado. Yo era muy afectuosa con mi hermana Linda y me apoyé en ello para interpretar la ternura. «Estas chicas se quieren. Tienes que transmitir ese afecto». Se llevó las manos a la cabeza. Me quedé desconcertada. En el guión no había nada que lo insinuara. «Finge que es una de tus novias». Tony yo tuvimos una acalorada conversación que terminó cuando él se echó a reír con incredulidad. «No te chutas y no eres lesbiana. ¿Se puede saber qué es lo que haces?».

Hice todo lo posible por magrear a la otra chica, pero decidí que aquella sería mi última obra de teatro. No tenía madera de actriz.

Robert consiguió que Sam me sacara de la librería y me contratara para catalogar su extensa colección de libros y muñecas kachina, que iba a donar a una universidad. Sin darme cuenta, había dicho adiós a los empleos tradicionales. No volví a fichar nunca más. El tiempo y el dinero me los organizaría yo.

Tras fracasar como lesbiana creíble en Identity, decidí que, si volvía a subirme a un escenario, sería interpretándome a mí misma. Auné fuerzas con Jane Friedman, quien me consiguió algún que otro recital en bares. Jane dirigía una próspera empresa de publicidad y tenía fama de apoyar a los artistas marginales. En aquellos recitales, pese a que no era recibida con entusiasmo, mejoré mi habilidad para lidiar con un público hostil con cierta dosis de humor. Jane me consiguió una serie de actuaciones como telonera de grupos tales como The New York Dolls en el Mercer Arts Center, ubicado en el ruinoso hotel Broadway Central: un edificio decimonónico venido a menos donde habían cenado Diamond Jim Brady y Lillian Russell, donde Jubilee Jim Fisk fue abatido a tiros en la escalinata de mármol. Aunque quedaban pocos vestigios de su anterior esplendor, ahora albergaba una comunidad culturalmente rica que incluía teatro, poesía y rock and roll.

Recitar poesía noche tras noche para un público alborotado y poco receptivo que estaba allí para ver a The New York Dolls resultó ser muy educativo. Yo carecía de músicos y equipo, pero contaba con el alma de mi ejército de hermanos, Linda, en el papel de asistente, réplica y ángel guardián. Linda poseía una sencillez natural, pero podía ser audaz. Fue ella quien asumió la nada envidiable tarea de pasar la gorra cuando nuestro grupo cantó y tocó en las calles de París. En el Mercer, Linda se encargaba de manejar mis recursos escénicos, que comprendían un pequeño magnetófono, un megáfono y un piano de juguete. Yo recitaba mis poemas, sorteaba insultos y a veces cantaba acompañada por la música del magnetófono.

Al final de cada actuación, Jane se sacaba un billete de cinco dólares del bolsillo y decía que formaba parte de los ingresos. Tardé un tiempo en comprender que no me tenían en nómina y me estaba pagando ella de su bolsillo. Era una carrera de fondo y ese verano había empezado a coger el ritmo: el público me pedía poemas y parecía estar de mi parte. Me aficioné a concluir las actuaciones con «Piss Factory», un poema en prosa que había improvisado donde describía cómo había dejado la cadena de montaje de una fábrica no sindicada para hallar la libertad en Nueva York. Tenía la sensación de que me hermanaba con el público.

El viernes 13 de julio di un recital en memoria de Jim Morrison en la azotea del loft del cineasta vanguardista Jack Smith, situado en la esquina de las calles Greene y Canal. Pagaba yo, y todos los asistentes habían venido para honrar a Jim Morrison conmigo. Entre ellos estaba Lenny Kaye y, aunque esa noche no actuamos juntos, no faltaba mucho para que yo dejara de hacerlo sin él.

La numerosa concurrencia a aquel recital de poesía autofinanciado estimuló a Jane. En su opinión, Lenny y yo podíamos hallar una forma de llevar mi poesía a un público más amplio. Incluso hablamos de añadir un piano auténtico, lo cual, dijo Linda en broma, la dejaría sin trabajo. En eso no se equivocaba. Jane no desfalleció. Su familia llevaba generaciones relacionándose con Broadway; su padre, Sam Friedman, era un legendario agente de publicidad que trabajaba con Gypsy Rose Lee, Lotte Lenya y Josephine Baker, entre otras figuras. Sam había presenciado todas las inauguraciones y cierres que Broadway tenía que ofrecer. Jane poseía su visión y su obstinada determinación; hallaría otra forma de conseguir que nos abriéramos camino.

Volví a sentarme ante la máquina de escribir.

«¡Patti, no! —gritó Robert, sorprendido—. Estás fumando hierba». Lo miré, avergonzada. Me había pillado.

Había visto Caiga quien caiga y la música me había conmovido. Cuando empecé a escuchar la banda sonora y la relacioné con los pinchadiscos jamaicanos Big Youth, U-Roy e I-Roy, la música me llevó de vuelta a Etiopía. Encontré irresistible la conexión de los rastafaris con Salomón, Saba y la Abisinia de Rimbaud, y, en algún momento, decidí probar su hierba sagrada.

Aquel fue mi placer secreto hasta que Robert me pilló intentando meter un poco de hierba en un Kool que había vaciado. No tenía ni idea de cómo liarme un canuto. Estaba un poco avergonzada, pero Robert se sentó en el suelo, quitó las semillas a mi pequeño alijo de marihuana mexicana y me lió un par de escuálidos canutos. Me miró, sonriéndome, y nos colocamos, la primera vez que lo hacíamos juntos.

Con Robert, no me transporté a la llanura abisinia, sino al valle de las risas incontrolables. Le dije que la hierba debía servir para componer poesía, no para hacer el tonto. Pero lo único que hicimos fue reírnos. «Anda —dijo él—. Vamos al B&H». Era mi primera salida al mundo exterior yendo fumada. Tardé muchísimo en atarme las botas, encontrar los guantes, la gorra. Robert sonreía, viendo cómo me movía en círculos. Ahora comprendía por qué él y Harry tardaban tanto en prepararse para ir a Horn & Hardart.

Después de aquel día, solo fumé hierba a solas, mientras escuchaba Screaming Target y componía una prosa imposible. Nunca concebí la marihuana como una droga social. Me gustaba utilizarla para trabajar, para pensar y, más adelante, para improvisar con Lenny Kaye y Richard Sohl cuando nos reuníamos bajo un olíbano y soñábamos con Haile Selassie.

Sam Wagstaff vivía en la quinta planta de un imponente edificio clásico de color blanco en la esquina de las calles Bowery y Bond. Cuando subía las escaleras, yo sabía que siempre habría algo nuevo y hermoso que mirar, tocar o catalogar: negativos en placas de cristal, calotipos de poetas olvidados, fotograbados de los tipis de los indios hopi. Alentado por Robert, Sam había comenzado a coleccionar fotografías, primero despacio, por curiosidad y diversión, y luego de forma obsesiva, como un lepidopterólogo en una selva tropical. Sam compraba lo que quería y, en ocasiones, parecía que lo quería todo.

La primera fotografía que Sam compró fue un exquisito daguerrotipo con un estuche rojo de terciopelo que tenía un delicado cierre de oro. Se hallaba en un estado impecable; los daguerrotipos que Robert poseía y que había encontrado en tiendas de viejo, enterrados entre montones de antiguas fotografías de familia, palidecían en comparación con aquel. A veces, eso molestaba a Robert, que había sido el primero en comenzar a coleccionar fotografías. «No puedo competir con él —decía, con cierta melancolía—. He creado un monstruo».

Los tres registrábamos las polvorientas librerías de viejo que antaño flanqueaban la Cuarta Avenida. Robert revisaba a fondo cajas de postales antiguas, postales estereoscópicas y ferrotipos para encontrar una gema. Sam, impaciente y sin límite de presupuesto, compraba la caja entera. Yo me quedaba al margen y los oía discutir. Me resultaba muy familiar.

Husmear en las librerías era una de mis especialidades. En raras ocasiones encontraba una hermosa tarjeta de armario victoriana o una importante colección fotográfica de catedrales de finales de siglo, y, en una expedición afortunada, alguna fotografía de Cameron. Era el mejor momento para coleccionar fotografía, la última oportunidad para dar con una ganga. Aún se podían encontrar fotograbados de fotografías en gran formato hechas por Edward Curtis. Sam estaba fascinado con la belleza y el valor histórico de aquellas imágenes de los indios norteamericanos y adquirió varios volúmenes. Más tarde, mientras las estábamos mirando, sentados en el suelo de su piso grande y austero inundado de luz natural, no solo nos impresionaron las imágenes sino también el proceso. Sam palpaba el borde de una fotografía entre los dedos índice y pulgar. «El papel tiene algo especial», decía.

Consumido por su nueva pasión, frecuentaba las casas de subastas y a menudo cruzaba el charco para adquirir una determinada fotografía. Robert lo acompañaba en aquellas expediciones y a veces influía en sus decisiones. De ese modo, podía examinar personalmente las fotografías de artistas que admiraba, de Nadar a Irving Penn.

Como había hecho con John McKendry, Robert instaba a Sam a valerse de su posición para aumentar la categoría de la fotografía en el mundo del arte. A su vez, ellos animaban a Robert a adoptar la fotografía como su principal forma de expresión. Sam, al principio curioso, si no escéptico, se había convencido por completo y estaba gastándose una pequeña fortuna en construir la que sería una de las colecciones fotográficas más importante de Estados Unidos.

La sencilla Polaroid Land 360 de Robert no necesitaba fotómetro y las posibilidades eran muy rudimentarias: más oscuro, más claro. La distancia estaba indicada por pequeños iconos: primer plano, cerca, lejos. Empezar con aquella cámara tan fácil de usar había sido ideal para su carácter impaciente. La había sustituido por una Hasselblad de formato más grande, que nos habían robado de nuestro loft de la calle Veintitrés. En Bond Street, se compró una cámara Graphic con Polaroid. El formato 4X5 era apropiado para él. En aquella época, Polaroid estaba fabricando película positiva/negativa, lo cual permitía crear copias de primera generación. Con el apoyo de Sam, Robert disponía por fin de los recursos para hacer realidad lo que imaginaba en cada fotografía y encargó a un carpintero, Robert Fosdick, la construcción de marcos muy elaborados. De modo que hacía mucho más que limitarse a incorporar sus fotografías a collages. Fosdick comprendía su sensibilidad y convertía sus bocetos en marcos esculturales, una síntesis de dibujos geométricos, planos e imágenes para la presentación de sus fotografías.

Los marcos se parecían mucho a los dibujos que Robert había hecho en el cuaderno que me regaló en 1968. Como entonces, veía la obra terminada casi de inmediato. Por primera vez, podía llevar íntegramente a cabo aquellas visiones. Eso se debía sobre todo a Sam, que había heredado todavía más dinero con la muerte de su querida madre. Robert vendió algunas obras, pero, por encima de todo, seguía queriendo arreglárselas solo.

Robert y yo hicimos muchas fotografías en Bond Street. Me gustaba el ambiente del loft y me parecía que las imágenes tenían mucha calidad. Era fácil sacarlas con las paredes encaladas como telón de fondo y estaban bañadas de una hermosa luz neoyorquina. Una de las razones de que hiciéramos tan buenas fotografías allí residía en que yo estaba fuera de mi elemento. No había ninguna de mis cosas para saturar las imágenes, identificarme con ellas o utilizarlas como parapeto. Pese a habernos separado como pareja, nuestras fotografías se tornaron más íntimas porque no hablaban de nada más que de nuestra mutua confianza.

A veces, me sentaba a observarlo cuando se fotografiaba con su albornoz de rayas, mientras se lo quitaba poco a poco y ya quedaba desnudo, bañado de luz.

Cuando hicimos las fotografías para la tapa de Witt, mi nuevo poemario, yo quería que tuviera un aire religioso, como una estampilla. Aunque no le gustaba la idea, Robert estaba seguro de que podría satisfacernos a los dos. Fui a su loft y me duché. Me peiné retirándome el pelo de la cara y me envolví en una vieja túnica tibetana marrón de lino. Robert hizo un puñado de fotografías y dijo que tenía la que necesitaba para la tapa, pero estaba tan satisfecho con las imágenes que siguió haciendo más.

El 17 de septiembre, Andy Brown organizó una fiesta para celebrar la publicación de mi libro y la primera exposición de mis dibujos. Robert los había revisado y había seleccionado los que integrarían la exposición. Sam pagó los marcos y Dennis Florio, amigo de Jane Friedman, los enmarcó en su galería. Todo el mundo colaboró para conseguir que fuera una buena exposición. Yo tenía la sensación de haber encontrado mi sitio, pues mis dibujos y poemas eran valorados. Significó mucho para mí ver mi obra expuesta en la misma librería que en 1967 no había tenido vacantes para contratarme.

Witt era muy distinto a Seventh Heaven. Mientras que los poemas de Seventh Heaven eran ligeros, rítmicos y orales, Witt recurría a la prosa poética, y reflejaba la influencia del simbolismo francés. Andy estaba impresionado con mi evolución y me prometió que, si escribía una monografía sobre Rimbaud, la publicaría.

Witt, Bond Street, 1973

Tenía un nuevo proyecto corriéndome por las venas, que expuse a Robert y a Sam. Puesto que mi excursión a Etiopía había quedado descartada, pensé que podría al menos peregrinar a Charleville, donde nació y fue sepultado Rimbaud. Incapaz de resistirse a mi entusiasmo, Sam accedió a financiar el viaje. Robert no puso ninguna objeción, dado que en Francia no había hienas. Decidí ir en octubre, el mes en que nació Rimbaud. Robert me acompañó a comprar un sombrero apropiado y escogimos uno de suave fieltro marrón con una cinta de cordellate. Sam me mandó a un optometrista, de donde salí con unas baratas gafas redondas, en honor a John Lennon. Sam me dio suficiente dinero para que me comprara dos, teniendo en cuenta mi tendencia a olvidarme de las cosas, pero no le hice caso y elegí unas gafas de sol italianas nada prácticas que solo le podían quedar bien a Ava Gardner. Tenían la montura blanca e iban en un estuche gris de tweed donde se leía «Milan».

En las tiendas de ropa usada del Bowery encontré una gabardina verde de seda engomada, una blusa gris de Dior con un dibujo de pata de gallo, unos pantalones marrones y una rebeca amarilla: un vestuario completo por treinta dólares que solo necesitaba pasar por la lavadora y unos cuantos remiendos. En mi maleta de cuadros, metí el pañuelo que me anudaba como Baudelaire y mi cuaderno; Robert añadió una postal de la estatua de Juana de Arco. Sam me regaló una cruz copta de plata procedente de Etiopía y Judy Linn cargó su pequeña cámara de medio formato y me enseñó a utilizarla. Janet Hamill, que había regresado de su viaje a África, donde había pasado por la región de mis sueños, me había traído de recuerdo un puñado de cuentas azules de vidrio, cuentas rayadas procedentes de Harar, las mismas con las que había comerciado Rimbaud. Me las metí en el bolsillo como amuleto de la suerte.

Así provista, estaba lista para el viaje.

——>>*<<——

En Paris, mi fina gabardina apenas me protegió de la fría llovizna otoñal. Volví a visitar algunos de los lugares donde habíamos estado mi hermana y yo en 1969, aunque sin su alegre presencia el Quai Victor Hugo, La Coupole y las hechizantes calles y los cafés me parecieron muy solitarios. Paseé, como habíamos hecho nosotras, por el boulevard Raspail. Localicé la rue Campagne-Première, la calle donde habíamos residido, en el número 9. Me quedé allí bajo la lluvia durante un rato. Aquella calle me había atraído en 1969 porque en ella habían vivido muchos artistas. Verlaine y Rimbaud. Duchamp y Man Ray. Fue allí, en aquella calle, donde Yves Klein creó su famoso color azul y Jean-Luc Godard rodó valiosas escenas de Sin aliento. Caminé otra manzana hasta el cementerio de Montparnasse y presenté mis respetos a Brancusi y a Baudelaire.

Guiada por Enid Starkie, la biógrafa de Rimbaud, encontré el Hotel des Étrangers en la rue Racine. Allí, según su texto, Arthur durmió en la habitación del compositor Cabaner. También lo encontraron dormido en el vestíbulo, con un abrigo que le iba grande y un aplastado sombrero de fieltro, imbuido aún en los vestigios de un sueño inspirado por el hachís. El recepcionista me trató con amabilidad. Le expliqué, en mi terrible francés, la índole de mi misión y por qué anhelaba pasar la noche en aquel hotel. Él se mostró comprensivo, pero todas las habitaciones estaban ocupadas. Me senté en el mohoso sofá del vestíbulo, incapaz de volver a afrontar la lluvia. Entonces los ángeles me miraron con buenos ojos y él me hizo una seña para que lo siguiera. Me condujo a una puerta de la primera planta por la que se accedía a una estrecha escalera de caracol. Rebuscó entre las llaves y, tras varios intentos fallidos, abrió con aire triunfal una habitación del desván. En ella solo había una cómoda de madera tallada con hojas de arce y un colchón de crin vegetal. Rayos de sucia luz se filtraban por el tragaluz del techo abuhardillado.

—Ici?

—Oui.

Me dio la habitación por un precio muy módico y, por unos cuantos francos más, me trajo sábanas y una vela. Puse las sábanas en el deformado colchón que parecía contener la huella de un cuerpo largo y anguloso. Me instalé enseguida. Estaba anocheciendo y distribuí mis cosas alrededor de la vela: la postal de Juana de Arco, los Pequeños poemas en prosa, la pluma y el tintero. Pero no pude escribir. Solo pude yacer en el colchón de crin y acoplarme a la vieja huella de un cuerpo dormido. La vela era un charco en un plato. Me fui sumiendo en la inconsciencia. Ni tan siquiera soñé.

Al amanecer, el caballero me trajo una taza de chocolate caliente y un brioche. Me los tomé agradecida. Recogí mis escasos efectos personales, me vestí y puse rumbo a la Gare de l’Est. En el tren, ocupé un asiento de piel enfrente de una institutriz y un niño que dormía. No tenía la menor idea de qué iba a encontrar ni de dónde me alojaría, pero confiaba en mi destino. Llegué a Charleville cuando estaba anocheciendo y busqué un hotel. Me inquietó un poco caminar con mi maletita por las calles desiertas, pero encontré uno. Dos mujeres estaban doblando ropa blanca. Parecían sorprendidas, recelosas de mi presencia, y no hablaban inglés. Tras unos incómodos momentos, me condujeron a una bonita habitación de la primera planta. Todo, incluso la cama con dosel, estaba cubierto de cretona estampada con flores. Tenía mucha hambre y me dieron una sustanciosa sopa con pan de pueblo.

Pero, una vez más, en el silencio de mi habitación, descubrí que no podía escribir. Me quedé dormida enseguida y me desperté temprano. Más resuelta que nunca, me puse la gabardina y salí a la calle. Para mi consternación, el Museo Rimbaud estaba cerrado, de modo que anduve por calles desconocidas en un ambiente de silencio y encontré el camino del cementerio. Detrás de un huerto de coles inmensas estaba la última morada de Rimbaud. Me quedé mucho tiempo mirando la lápida, con las palabras Priez pour lui, «Rezad por él», grabadas encima de su nombre. Su tumba estaba descuidada y aparté la hojarasca y la suciedad. Recé una breve oración mientras enterraba las cuentas azules de Harar en una urna de piedra delante de su lápida. Como Rimbaud no había podido regresar a Harar, me sentía en la obligación de llevarle un pedazo de aquella región. Hice una fotografía y me despedí.

Museo Rimbaud, Charleville, 1973

Regresé al museo y me senté en las escaleras. Rimbaud había estado en aquel mismo sitio, mirando con menosprecio todo lo que veía, el molino de piedra, el río que fluía bajo el puente de piedra caliza, que yo veneraba ahora tanto como lo había despreciado él. El museo seguía cerrado. Estaba comenzando a desesperar cuando un anciano, un vigilante quizá, se apiadó de mí y abrió la pesada puerta. Mientras realizaba sus tareas, me permitió pasar un rato con los humildes efectos personales de mi Rimbaud: su libro de geografía, su maleta, su tazón metálico, su cuchara y su kilim. Entre los pliegues de su bufanda rayada de seda vi los sitios donde había tenido que zurcirla. Había un trocito de papel con el dibujo de la hamaca en la que fue transportado por la accidentada costa hasta la orilla del mar, donde un barco lo llevó moribundo a Marsella.

Esa noche tomé una sencilla cena a base de guisado, vino y pan. Regresé a mi habitación, pero no soportaba la soledad. Me lavé, me cambié de ropa, me puse la gabardina y me aventuré a salir a la calle de noche. Estaba bastante oscuro y caminé por el ancho y vacío Quai Rimbaud. Me entró algo de miedo, pero entonces, a lo lejos, vi una luz minúscula, un cartel de neón, el Rimbaud Bar. Me detuve y respiré, incrédula ante mi buena suerte. Caminé despacio, temiendo que pudiera desaparecer como un espejismo en el desierto. Era un bar de estuco blanco con una sola ventanita. Fuera no había nadie. Entré con cautela. Había poca luz y los clientes eran sobre todo muchachos, tipos con cara de pocos amigos apoyados en la máquina de discos. Había unas cuantas fotografías descoloridas clavadas en las paredes. Pedí un Pernod con agua porque me pareció lo más parecido a la absenta. En la máquina de discos sonaba una disparatada mezcla de Charles Aznavour, melodías folclóricas y Cat Stevens.

Al cabo de un rato, me marché y regresé a mi acogedora habitación de hotel adornada con flores. «Flores diminutas salpicando las paredes, igual que el cielo había estado salpicado de estrellas nacientes». Aquello fue lo único que escribí en mi cuaderno. Había imaginado que escribiría palabras que destrozarían nervios, que honrarían a Rimbaud y confirmarían la fe que todos habían depositado en mí, pero no lo hice.

A la mañana siguiente, pagué y dejé mi maleta en el vestíbulo. Era domingo y sonaban las campanas. Llevaba mi camisa blanca y la cinta negra anudada como los lazos de Baudelaire. La camisa estaba un poco arrugada, pero también lo estaba yo. Regresé al museo, que por suerte estaba abierto, y compré la entrada. Me senté en el suelo e hice un dibujito a lápiz: San Rimbaud, Charleville, octubre de 1973.

Quería un recuerdo y encontré un pequeño mercadillo en la place Ducale. Vi un sencillo anillo de oro hilado pero no entraba en mi presupuesto. John McKendry me había regalado uno parecido a su regreso de París. Lo recordé tendido en su elegante canapé y yo sentada a sus pies, leyéndome pasajes de Una temporada en el infierno. Imaginé que Robert estaba a mi lado. Él me habría comprado el anillo y me lo habría puesto en el dedo.

El trayecto en tren a París fue tranquilo. En un determinado momento, advertí que estaba llorando. Una vez en París, cogí el metro y me bajé en la estación Pére-Lachaise porque aún me quedaba algo que hacer antes de regresar a Nueva York. Volvía a llover. Entré en una floristería situada junto al muro del cementerio, compré un ramillete de jacintos y me puse a buscar la tumba de Jim Morrison. En aquella época no había ningún indicador y no era fácil encontrarla, pero seguí mensajes escritos por admiradores en las lápidas colindantes. El susurro de las hojas otoñales y la lluvia, que estaba arreciando, era el único sonido que quebraba el silencio. En una tumba sin nombre, había obsequios de peregrinos anteriores a mí: flores de plástico, colillas, botellas de whisky medio vacías, rosarios rotos y extraños amuletos. Las pintadas que rodeaban a Jim eran palabras en francés de sus canciones: C’est la fin, mon merveilleux ami, «Este es el fin, bello amigo».

Me embargó una insólita alegría que borró mi tristeza. Sentí que Jim podía surgir de la niebla en cualquier momento y tocarme el hombro. Parecía apropiado que estuviera enterrado en París. Comenzó a diluviar. Quería marcharme porque estaba empapada, pero me sentía enraizada al suelo. Tuve la incómoda sensación de que, si no escapaba, me convertiría en piedra, una estatua armada con jacintos.

A lo lejos vi una anciana envuelta en un recio abrigo que llevaba un bastón largo y puntiagudo y arrastraba una gran bolsa de piel. Estaba limpiando el cementerio. Cuando me vio, se puso a gritarme en francés. Me disculpé por no hablar su idioma, pero sabía qué debía de estar pensando. Miró la tumba y me miró a mí, indignada. Para ella, los patéticos tesoros y las pintadas circundantes no eran más que una profanación. Negó con la cabeza, murmurando. Me asombró su indiferencia por la lluvia torrencial. De pronto, se volvió y gritó bruscamente en inglés: «¡Americanos! ¿Por qué no honráis a vuestros poetas?».

Yo estaba muy cansada. Tenía veintiséis años. A mi alrededor, los mensajes escritos con tiza se estaba disolviendo como lágrimas bajo la lluvia. Se formaron arroyos bajo los amuletos, cigarrillos, púas de guitarra. Los pétalos dejados en la tierra que cubría a Jim Morrison flotaban como flores del ramo de Ofelia.

¡Ehh! —volvió a gritar—. ¡Contéstame, Américaine! ¿Por qué no honráis los jóvenes a vuestros poetas?

Je ne sais pas, madame —respondí, bajando la cabeza—. No lo sé.

En el aniversario de la muerte de Rimbaud, hice la primera de mis actuaciones tituladas «El rock y Rimbaud», que me reunió con Lenny Kaye. Se celebró en la azotea de Le Jardin, en el hotel Diplomat próximo a Times Square. La velada comenzó con el clásico de Kurt Weill «Speak Low», en honor a Ava Gardner y su representación de la diosa del amor en Venus era mujer, acompañado por el pianista Bill Elliott. El resto del programa consistió en poemas y canciones que giraban en torno a mi pasión por Rimbaud. Lenny y yo repetimos las piezas que habíamos interpretado en Saint Mark y añadimos la canción de Hank Ballard «Annie Had a Baby». Miramos el público y nos asombró ver, entre otros, a Steve Paul y Susan Sontag. Por primera vez, pensé que en lugar de una actuación única, aquello tenía potencial para que lo siguiéramos desarrollando.

No estábamos muy seguros de dónde podríamos actuar, porque el Broadway Central se había desmoronado. Nuestro espectáculo era muy indefinido y no parecía haber locales apropiados. Pero la gente estaba allí y yo creía que teníamos algo que darle, y quería que Lenny formara parte de ello.

Jane hizo todo lo posible para encontrarnos locales donde actuar, lo que no era tarea fácil. Di algún que otro recital en bares, pero me pasaba casi todo el tiempo discutiendo amistosamente con clientes borrachos. Aquellas experiencias fueron muy útiles para mejorar mi vena cómica en la línea de Johnny Carson, pero me sirvieron de bien poco para avanzar en mi forma de comunicar la poesía. Lenny me acompañó la primera vez que actué en el West End Bar, donde Jack Kerouac y sus amigos habían escrito y bebido, aunque no forzosamente en ese orden. No ganamos dinero, pero, cuando terminamos, Jane nos recompensó con una noticia estupenda. Nos habían pedido que fuéramos los teloneros de Phil Ochs en Max’s Kansas City los últimos días del año. Lenny Kaye y yo pasaríamos nuestros cumpleaños de diciembre y la Nochevieja fusionando poesía y rock and roll.

Fue nuestro primer trabajo largo: seis días con dos bolos por noche y tres los fines de semana. Pese a las cuerdas rotas y un público a veces hostil, triunfamos con el apoyo de un variopinto reparto de amigos: Alien Ginsberg, Robert y Sam, Todd Rundgren y Bebe Buell, Danny Fields y Steve Paul. En Nochevieja, estábamos preparados para cualquier cosa.

Varios minutos después de medianoche, seguíamos tocando en el escenario de Max’s. La gente estaba enardecida, dividida, la electricidad se palpaba en el ambiente. El nuevo año acababa de comenzar y, al mirar el público, volví a recordar lo que mi madre siempre decía. Miré a Lenny: «Como hoy, el resto del año».

Cogí el micrófono. Él rasgueó su guitarra.

Poco después, me fui a vivir con Alien a MacDougal Street, enfrente del Kettle of Fish en el mismo centro del Village. Alien se marchó otra vez de gira y nos vimos poco, pero me encantaba vivir allí y me imbuí en el estudio de una nueva materia. Me sentía atraída por Oriente Próximo: las mezquitas, las alfombras para la oración y el Corán de Mahoma. Leí Las mujeres de El Cairo, de Nerval, y los relatos de Bowles, Mrabet, Albert Cossery e Isabelle Eberhardt. Como el hachís impregnaba el ambiente de aquellos relatos, me propuse fumarlo. Bajo su influencia, escuché The Pipes of Pan at Joujouka; Brian Jones produjo el álbum en 1968. Me encantaba escribir mientras escuchaba la música que él amaba. Con sus perros aulladores y jubilosos cuernos, fue, durante un tiempo, la banda sonora de mis noches.

——>>*<<——

Sam amaba la obra de Robert, la amaba como nadie.

Yo estaba con él, mirando la imagen de unos tulipanes blancos que Robert había fotografiado sobre un fondo negro.

—¿Cuál es la cosa más negra que has visto en tu vida? —me preguntó.

—¿Un eclipse? —respondí, como si fuera la respuesta a una adivinanza.

—No. —Señaló la fotografía—. Esto. Un negro en el que puedes perderte.

Más adelante, Robert dedicó la fotografía a Sam. «Él es el único que realmente me entiende», dijo.

Robert y Sam estaban tan cerca de la consanguinidad como dos hombres podían estarlo. El padre buscaba al heredero, el hijo al padre. Sam, el mecenas ideal, tenía los recursos, la visión de futuro y el deseo de glorificar al artista. Robert era el artista que buscaba.

El afecto imperecedero entre Robert y Sam ha sido criticado, distorsionado y contado en una versión tergiversada, interesante quizá en una novela, pero su relación no se puede juzgar sin entender su código consensuado.

A Robert le gustaba el dinero de Sam y a Sam le gustaba que a Robert le gustara su dinero. De haber sido aquello todo lo que los motivaba, podrían haberlo encontrado fácilmente en alguna otra parte. En cambio, ambos poseían algo que el otro quería y, de ese modo, se complementaban. En su fuero interno, Sam ansiaba ser artista, pero no lo era. Robert quería ser rico y poderoso, pero no lo era. Por asociación, ambos saboreaban sus respectivos atributos. Eran un paquete, por así decirlo. Se necesitaban. El mecenas para verse glorificado por la creación. El artista para crear.

Yo los consideraba dos hombres con un vínculo irrompible. Se afirmaban uno a otro y eso los fortalecía. Ambos tenían un carácter estoico, pero juntos podían mostrar sus vulnerabilidades sin avergonzarse y confiarse ese conocimiento. Con Sam, Robert podía ser él mismo y Sam no lo juzgaba. Sam nunca intentó conseguir que moderara su obra, se vistiera de otro modo o transigiera con las instituciones. Quitando todo lo demás, lo que yo percibía entre ellos era una ternura recíproca.

Robert no era un mirón. Siempre decía que tenía que participar de una forma auténtica en las obras que surgían de su interés por el sadomasoquismo, que no hacía fotografías por sensacionalismo ni se atribuía la misión de contribuir a la aceptación social del sadomasoquismo. No creía que debiera aceptarse y nunca pensó que su mundo clandestino fuera para todos.

No cabía duda de que disfrutaba de sus alicientes e incluso los necesitaba. «Es embriagador —decía—. El poder que puedes tener. Hay una cola entera de tíos que te desean y, por muy repulsivos que sean, percibir ese deseo colectivo por ti es algo muy intenso».

A veces, sus incursiones en el mundo del sadomasoquismo me desconcertaban y me asustaban. Robert no podía hablarme de ellas porque eran completamente ajenas a nosotros. Quizá lo hubiera hecho, si se lo hubiera pedido, pero, en realidad, yo no quería saber nada. No era tanto negación como aprensión. Sus actividades eran demasiado fuertes para mí y Robert a menudo creaba obras que me sorprendían: la invitación con un látigo metido en el culo, una serie de fotografías de genitales atados con cuerdas. Ya no utilizaba fotografías de revistas, solo modelos y a sí mismo para crear imágenes de dolor autoinfligido. Yo lo admiraba, pero no podía comprender la brutalidad. Me costaba compaginarla con el muchacho que había conocido.

Y, no obstante, cuando miro la obra de Robert, sus modelos no dicen «Lo siento, estoy enseñando el pene». Él no lo siente ni quiere que nadie lo haga. Quería que sus modelos estuvieran satisfechos con sus fotografías, se tratara de un sadomasoquista que se metía clavos en el pene o de un glamuroso famosillo. Quería que todos sus modelos estuvieran seguros de su relación con él.

No creía que su obra fuera apta para todos los públicos. La primera vez que expuso sus fotografías más fuertes, estas estaban en una carpeta señalada con la letra «X», dentro de una vitrina, para mayores de dieciocho años. No le parecía importante poner aquellas fotografías en las narices de la gente, a excepción de las mías, decía tomándome el pelo.

Cuando le pregunté qué lo impulsaba a crear aquellas imágenes respondió que alguien tenía que hacerlo y que por qué no él. Tenía una posición privilegiada para ver actos de sexo extremo consensuado y sus modelos confiaban en él. Su misión no era poner nada de manifiesto, sino documentar un aspecto de la sexualidad como arte, dado que no se había hecho hasta entonces. Lo que más le estimulaba como artista era crear algo que nadie más había hecho.

Aquello no cambió su forma de ser conmigo. Pero yo me preocupaba por él, porque a veces me parecía que estaba adentrándose en un terreno más siniestro y peligroso. En sus mejores momentos, nuestra amistad era un refugio de todo, donde él podía esconderse o enroscarse como una cría de serpiente exhausta.

«Tendrías que cantar más», decía Robert cuando le cantaba Piaf o una de las viejas melodías que nos gustaba a los dos. Lenny y yo teníamos unos cuantos temas y estábamos desarrollando un repertorio, pero nos sentíamos limitados. Preveíamos utilizar los poemas para dar continuidad a patrones rítmicos sobre los que pudiéramos tocar nuestros riffs. Aunque nos faltaba encontrar a la persona apropiada, creíamos que un piano combinaría bien con nuestro estilo, al ser un instrumento tanto melódico como de percusión.

Ferrocarril de Long Island, 1974

Jane Friedman nos dejó uno de los cuartos de la planta que tenía alquilada encima del teatro Victoria entre las calles Cuarenta y cinco y Broadway. Allí había un viejo piano vertical y, el día de San José, invitamos a unos cuantos teclistas para ver si podíamos encontrar al tercer hombre. Todos tenían talento, pero no eran lo que buscábamos. Como dice la Sagrada Escritura, Él reservó lo mejor para el final. Richard Sohl, enviado por Danny Fields, entró en el cuarto con una camiseta rayada de cuello de barca, unos arrugados pantalones de lino y la cara medio tapada por su rizada pelambrera rubia. Su belleza y laconismo no revelaban el hecho de que fuera un pianista con talento. Mientras se preparaba, Lenny y yo nos miramos pensando lo mismo. Su aspecto recordaba el del personaje de Tadzio de Muerte en Venecia.

«¿Qué queréis?», preguntó con desenvoltura, y pasó a tocar una mezcla que abarcó a Mendelssohn, Marvin Gaye y «MacArthur Park». Richard Sohl tenía diecinueve años y una formación clásica, pero poseía la sencillez de un músico que confiaba en sí mismo y no necesitaba presumir de lo que sabía. Era tan feliz tocando una secuencia repetitiva de tres acordes como una sonata de Beethoven. Con Richard, podíamos movernos fluidamente entre improvisación y canción. Era intuitivo e imaginativo, capaz de proporcionarnos una base sobre la que Lenny y yo teníamos libertad para explorar en un lenguaje propio. Lo llamábamos «tres acordes fusionados con el poder de la palabra».

El primer día de primavera ensayamos con Richard nuestro estreno como trío. Reno Sweeney’s tenía un ambiente animado y seudoelegante que no encajaba con nuestras actuaciones rebeldes e impías, pero era un sitio donde tocar: no estábamos definidos ni nadie nos podía definir. Pero siempre que tocábamos descubríamos que la gente venía, y ver que cada vez había más público que nos animaba a seguir adelante.

Aunque exasperábamos al representante, él tuvo la bondad de conseguirnos cinco noches con Holly Woodlawn y Peter Alien.

Ese domingo, que era Domingo de Ramos, Lenny y yo nos habíamos convertido en tres, y Richard Sohn se había convertido en DNV. Death in Venice, nuestro ricitos de oro.

Las estrellas hacían cola a las puertas del teatro Ziegfeld el día del rutilante estreno de la película Damas y caballeros… The Rolling Stones. A mí me ilusionaba estar allí. Recuerdo que era Semana Santa y llevaba un vestido victoriano negro de terciopelo con un cuello blanco de encaje. Después Lenny y yo fuimos a Manhattan, nuestra carroza una calabaza, nuestras galas hechas jirones. Aparcamos delante de un pequeño bar del Bowery que se llamaba CBGB. Habíamos prometido al poeta Richard Hell que iríamos a ver la banda donde él tocaba el bajo, Televisión. No teníamos la menor idea de qué podíamos esperar, pero a mí me intrigaba el modo en que otro poeta podía interpretar el rock and roll.

Había ido a aquella zona del Bowery con frecuencia para visitar a William Burroughs, que vivía a unas cuantas manzanas al sur del club, en un lugar que llamaban el Bunker. Era la calle de los borrachos, que a menudo encendían fogatas en grandes cubos de basura cilindricos para calentarse, cocinar o encender los cigarrillos. Podías mirar calle abajo y ver aquellas fogatas brillando hasta la misma puerta de William, justo como hicimos aquella noche de Semana Santa fría pero hermosa.

CBGB era un local alargado y angosto con una barra en el lado derecho, iluminado por los carteles luminosos de la calle que anunciaban diversas marcas de cerveza. El escenario era bajo y estaba a la izquierda, flanqueado por murales fotográficos de bañistas de finales de siglo. Pasado el escenario había una mesa de billar y, al fondo, una grasienta cocina y una habitación donde el propietario, Hilly Krystal, trabajaba y dormía con Jonathan, su perro real de Egipto.

La banda tenía un toque de locura y su música era imprevisible, angulosa e intensa. Me gustó todo de ellos, sus movimientos espasmódicos, las fiorituras jazzísticas del batería, sus estructuras musicales desencajadas y orgásmicas. Me sentí afín al extraño guitarrista de la derecha. Era alto, con el pelo pajizo, y sus dedos largos y hábiles agarraban el mástil de la guitarra como si quisieran estrangularlo. Definitivamente, Tom Verlaine había leído Una temporada en el infierno.

En el descanso, Tom y yo no hablamos de poesía sino de los bosques de Nueva Jersey, las playas desiertas de Delaware y los platillos volantes que surcaban los cielos del oeste. Resultó que habíamos crecido a veinte minutos de distancia, escuchado los mismos discos, visto los mismos dibujos animados, y los dos adorábamos Las mil y una noches. Terminado el descanso, Televisión volvió al escenario. Richard Lloyd cogió su guitarra y rasgueó los primeros acordes de «Marquee Moon».

Aquello era completamente distinto del Ziegfeld. Su falta de glamour le daba un aire mucho más familiar y lo convertía en un lugar donde podríamos sentirnos como en casa. Mientras la banda tocaba se oían los chasquidos de los tacos de billar al golpear las bolas, los ladridos del perro, el tintineo de las botellas, los sonidos de un local que estaba creando un ambiente propio. Aunque nadie lo sabía, las estrellas se estaban alineando, los ángeles nos eran favorables.

El secuestro de Patty Hearst fue la noticia bomba de aquella primavera. Una guerrilla urbana denominada Ejército Simbiótico de Liberación (ESL) la había secuestrado en su piso de Berkeley y la tenía como rehén. Me descubrí atraída por aquella historia debido, en parte, a la obsesión de mi madre con el secuestro del bebé de Charles Lindbergh y su consecuente temor a que le arrebataran a sus hijos. Las imágenes del desconsolado aviador y el pijama ensangrentado de su hijo de dorados cabellos obsesionaron a mi madre durante toda su vida.

El 15 de abril, una cámara de seguridad grabó a Patty Hearst empuñando un arma, colaborando con sus secuestradores en el atraco a un banco de San Francisco. Más adelante, se hizo pública una grabación donde anunciaba su lealtad al ESL y hacía una declaración: «Decid a todos que me siento libre y fuerte, y mando mis saludos y amor a todos mis hermanos». Aquellas palabras, sumadas a nuestro nombre de pila compartido, me solidarizaron con su difícil situación. Lenny, Richard y yo fusionamos mi meditación sobre sus circunstancias con la versión de Jimi Hendrix de «Hey Joe». La conexión entre Patty Hearst y «Hey Joe» residía en la letra, un fugitivo que grita «Me siento libre».

Habíamos pensado en grabar un single, para comprobar si el efecto que estaba surtiendo en nuestras actuaciones en directo se podía trasladar a un disco. Lenny sabía mucho de cómo producir y grabar un single y, cuando Robert se ofreció a poner el dinero, reservamos una sala en el estudio de Jimi Hendrix, Electric Lady. En homenaje a Jimi, decidimos grabar «Hey, Joe».

Queríamos añadir una línea de guitarra que pudiera representar el ansia desesperada de libertad y para ello escogimos a Tom Verlaine. Intenté adivinar sus gustos y me vestí como creía que comprendería un muchacho de Delaware: zapatillas de ballet negras, pantalones piratas rosas, mi gabardina verde de seda y una sombrilla violeta, y entré en Cinemabilia, donde Tom trabajaba a tiempo parcial. La tienda estaba especializada en fotogramas antiguos, guiones y biografías de personas tan distintas como Fatty Arbuckle, Hedy Lamarr o Jean Vigo. Jamás sabré si mi atuendo lo impresionó, pero Tom accedió con entusiasmo a grabar con nosotros.

Grabamos en el estudio B con una pequeña mesa de sonido de ocho pistas en la parte trasera de Electric Lady. Antes de empezar, susurré «Hola, Jimi» al micrófono. Después de uno o dos comienzos fallidos, Richard, Lenny y yo, tocando juntos, grabamos nuestra toma y Tom superpuso dos pistas con solos de guitarra. Lenny las mezcló en un solo y luego añadió un bombo. Fue la primera vez que utilizamos percusión.

Robert, nuestro productor ejecutivo, pasó por el estudio y nos observó nerviosamente desde la sala de control. Regaló a Lenny una calavera de plata para conmemorar la ocasión.

Cuando terminamos de grabar «Hey Joe», nos quedaban quince minutos. Decidí intentarlo con «Piss Factory». Aún tenía los textos mecanografiados originales del poema que Robert había rescatado del suelo de la calle Veintitrés. En su momento, había sido un himno personal sobre cómo me libré del tedio de la vida obrera escapando a Nueva York. Lenny improvisó sobre la pista de sonido de Richard y yo recité el poema. Terminamos de grabar justo a medianoche.

Robert y yo nos detuvimos delante de los murales de extraterrestres que adornaban las paredes del pasillo de Electric Lady. Parecía más que satisfecho, pero no pudo resistirse a hacer una pequeña objeción: «Patti —dijo—, no has hecho nada que sea bailable».

Dije que eso se lo dejaba a The Marvelettes.

Lenny y yo diseñamos el disco. Llamamos Mer a nuestro sello. Estampamos 1500 discos en una pequeña fábrica de Filadelfia situada en Ridge Avenue y los distribuimos en librerías y tiendas de discos, donde se vendían a dos dólares. Jane Friedman se apostaba a la entrada del local donde actuábamos con una bolsa de la compra llena de nuestros singles y los vendía al terminar. Nuestro mayor motivo de orgullo fue oírlo en la máquina de discos de Max’s. Nos sorprendió descubrir que nuestra cara B, «Piss Factory», tenía más éxito que «Hey Joe», lo cual nos animó a centrarnos más en nuestro trabajo.

La poesía continuaría siendo mi principio rector, pero un día tenía intención de conceder a Robert su deseo.

Ahora que había probado el hachís, Robert, siempre tan protector, no vio ningún problema en que tomara LSD con él. Era la primera vez y, mientras esperábamos a que nos hiciera efecto, estuvimos sentados en la escalera de incendios de mi casa, que daba a MacDougal Street.

«¿Quieres que nos acostemos?», me preguntó. Me sorprendió y me complació que aún me deseara. Antes de que le respondiera, me cogió la mano y dijo: «Perdona».

Esa noche caminamos por Christopher Street hacia el río. Eran las dos de la madrugada, había huelga de basureros y vimos ratas escabulléndose a la luz de las farolas. Cuando estuvimos cerca del agua, vino a nuestro encuentro un delirante ejército de reinonas, falsas novias de gays en tutú, santos y ángeles vestidos de cuero. Me sentí como el predicador viajero de La noche del cazador. Todo adquirió un aire siniestro, un olor a aceite de pachuli, popper y amoníaco. Me fui notando cada vez más agitada.

Robert parecía divertido. «Patti, se supone que tienes que sentir amor por todo el mundo». Pero yo no me podía relajar. Todo parecía fuera de control, circundado por auras naranjas, rosas y verdes. Era una noche húmeda y calurosa. No había luna ni estrellas, reales o imaginarias.

Robert me rodeó con el brazo y me condujo a casa. Estaba a punto de amanecer. Tardé un tiempo en comprender la naturaleza de aquel viaje, aquella visión demoníaca de Nueva York. Promiscuidad. Purpurina desprendiéndose de brazos musculosos. Medallas católicas arrancadas de cuellos afeitados. La fiesta dionisíaca a la que yo no podía sumarme. No creé aquella noche, pero las imágenes de reinonas psicodélicas y chicos descontrolados pronto se transmutarían en la visión de un muchacho en un pasillo, tomándose un vaso de té.

William Burroughs era joven y viejo al mismo tiempo. En parte sheriff, en parte detective. Todo el escritor. Tenía un botiquín que mantenía cerrado con llave, pero, si te dolía algo, lo abría. No le gustaba ver sufrir a sus seres queridos. Si estabas débil, te alimentaba. Aparecía en tu puerta con un pescado envuelto en papel de periódico y lo freía. Era inaccesible para una chica, pero, de todas formas, yo lo amaba.

Recaló en el Búnker con su máquina de escribir, su escopeta y su abrigo. De vez en cuando, se lo ponía, venía a vernos y se sentaba a la mesa que le reservábamos delante del escenario. Robert, con su chaqueta de cuero, a menudo lo acompañaba. Johnny y el caballo.[7]

Estábamos a mitad de una serie de actuaciones en CBGB que habían comenzado en febrero y se prolongaron hasta la primavera. Compartíamos escenario con Televisión, como habíamos hecho el verano anterior, alternándonos de jueves a domingo. Era la primera vez que tocábamos regularmente como banda y eso nos ayudó a definir la narrativa interna que conectaba las diversas facetas de nuestro trabajo.

En noviembre habíamos viajado a Los Ángeles con Jane Friedman para actuar por primera vez en el Whisky a Go Go, donde habían tocado los Doors, y luego a San Francisco. Tocamos en la sala de arriba de Rather Ripped Records en Berkeley y en una audición en el Fillmore West, con Jonathan Richman a la batería. Era mi primera visita a San Francisco y fuimos en peregrinación a la librería City of Lights, cuyo escaparate estaba repleto de los libros de nuestros amigos. Durante aquella primera salida de Nueva York decidimos que necesitábamos otro guitarrista para amplificar nuestro sonido. Oíamos música en nuestra cabeza que como trío no podíamos ejecutar.

Cuando regresamos a Nueva York pusimos un anuncio en el Village Voice para conseguir otro guitarrista. La mayoría de los que se presentaron parecían saber qué querían hacer y cómo querían que sonara y a casi ninguno le entusiasmó que la banda estuviera liderada por una chica. Encontré a mi tercer hombre en un atractivo checoslovaco. Por su imagen y estilo musical, Ivan Kral encarnaba la tradición y la promesa del rock igual que los Rolling Stones personificaban el blues. Había sido una estrella del pop emergente en Praga, pero sus sueños se habían truncado cuando Rusia invadió su patria en 1968. Había huido con su familia y tuvo que empezar de nuevo. Era enérgico, flexible, y estaba listo para amplificar nuestro concepto de lo que podía ser el rock and roll, que estaba evolucionando con mucha rapidez.

Nos veíamos como los hijos de la libertad con la misión de conservar, proteger y difundir el espíritu revolucionario del rock and roll. Temíamos que la música que nos había dado sustento estuviera en peligro de desnutrirse espiritualmente. Temíamos que perdiera su razón de ser, que cayera en manos sobrealimentadas, que se revolcara en un lodazal de aparatosidad, consumo y vacua complejidad técnica. Tendríamos presente la imagen de Paul Revere recorriendo los caminos a caballo exhortando a la gente a despertar, a tomar las armas. También nosotros tomaríamos las armas, las armas de nuestra generación, la guitarra eléctrica y el micrófono.

CBGB era el lugar ideal para hacer nuestra proclama. Era un club situado en la calle de los oprimidos y frecuentado por una extraña raza que acogía a los artistas no reconocidos con los brazos abiertos. Lo único que Hilly Krystal exigía a quienes tocaban en su local era que fueran nuevos.

De mediados de invierno a finales de primavera, batallamos y perseveramos hasta que empezamos a coger el ritmo. Conforme tocábamos, las canciones adquirían vida propia y a menudo reflejaban la energía del público, el ambiente, nuestra creciente confianza y los acontecimientos que sucedían en nuestro territorio inmediato.

Hay muchas cosas que recuerdo de aquella época. El olor a orina y a cerveza. Los acordes de guitarra entrelazados de Richard Lloyd y Tom Verlaine cuando tocaban «Kingdom Come». Interpretar una versión de «Land» que Lenny llamaba «estela de fuego», en la que Johnny se abría camino hacia mí desde mi noche psicodélica gobernada por muchachos descontrolados, del vestuario al mar de posibilidades,[8] como si estuvieran dirigidos por las mentes de Robert y William, sentados delante de nosotros. La presencia de Lou Reed, cuya exploración de la poesía y el rock and roll nos había servido a todos. La tenue línea entre el escenario y el público, y los rostros de todos los que nos apoyaban. Jane Friedman, radiante cuando nos presentó a Clive Davis, el presidente de Arista Records. No se había equivocado al percibir una conexión entre él, su sello y nosotros. Y, al final de cada noche, esperar delante del toldo adornado con las letras CBGB & OMFUG mientras los chicos metían nuestro humilde equipo en la parte trasera del Impala 1964 que tenía Lenny.

En aquella época, Alien viajó tanto con Blue Öyster, que algunos se extrañaban de que yo pudiera continuar siendo fiel a alguien que rara vez estaba en casa. Lo cierto era que lo quería mucho y pensaba que nuestra buena comunicación podía superar sus largas ausencias. Los largos períodos que pasaba sola me procuraban tiempo y libertad para dedicarme a mi desarrollo como artista, pero, con el paso del tiempo, descubrí que Alien había violado de forma reiterada la confianza que yo creía que habíamos depositado el uno en el otro, poniéndonos en peligro y comprometiendo su salud. Aquel hombre dulce, inteligente y aparentemente modesto tenía un estilo de vida en sus giras que no concordaba con el vínculo apacible que yo creía que teníamos. A la larga, aquello destruyó nuestra relación, pero no el respeto que yo le tenía ni mi gratitud por el bien que me había hecho mientras me aventuraba en un territorio desconocido.

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La emisora de radio WBAI era una importante transmisora de los últimos vestigios de la revolución. El 28 de mayo de 1975 mi banda la apoyó celebrando un concierto benéfico en una iglesia del Upper East Side. Éramos ideales para la libertad creativa que permitía una retransmisión en directo, no solo ideológicamente sino también desde un punto de vista estético. AI no tener que ceñirnos a ninguna estructura cerrada, éramos libres y podíamos improvisar, algo infrecuente incluso en las emisoras de FM más progresistas. Eramos muy conscientes de la multitud que nos escucharía. Sería nuestra primera actuación en la radio.

Acabamos con una versión de «Gloria» que había tomado forma en el transcurso de los últimos meses, en la que fusionábamos mi poema «Oath» con el gran clásico de Van Morrison. Todo había comenzado con el bajo dorado Danelectro de Richard Hell, que habíamos comprado por cuarenta dólares. Yo quería tocarlo y, como era pequeño, me pareció que podría manejarlo. Lenny me enseñó a tocar la nota mi y, mientras lo hacía, recité el verso: «Jesús murió por los pecados de alguien pero no por los míos». Lo había escrito hacía unos años como una declaración existencial donde me comprometía a responsabilizarme de mis actos. Cristo era un hombre contra el cual merecía la pena rebelarse, porque él era la rebelión.

Lenny comenzó a tocar los clásicos acordes del rock, del mi al re y al la, y el acoplamiento de los acordes con aquel poema me estimuló. Tres acordes fusionados con el poder de la palabra.

—¿Son acordes para una canción?

—Solo para la más gloriosa —respondió él. Pasó a tocar «Gloria», y Richard lo siguió.

En las semanas que pasamos en CBGB, todos vimos claramente que nos estábamos convirtiendo en la banda de rock and roll que queríamos ser. El primero de mayo Clive Davis me propuso un contrato de grabación con Arista Records y el día 7 firmé. No habíamos hablado de ello, pero, en nuestra actuación radiofónica, todos habíamos notado que ganábamos fuerza. Con la improvisación de «Gloria» nos habíamos soltado.

Lenny y yo combinábamos ritmo y lenguaje, Richard proporcionaba la base e Ivan había reforzado el sonido. Era hora de dar el siguiente paso. Necesitábamos encontrar a otro como nosotros, que no nos cambiara sino que nos impulsara, que fuera uno de los nuestros. Terminamos nuestra vibrante actuación con una súplica colectiva: «Necesitamos un batería y sabemos que estás ahí».

Él estaba más ahí de lo que imaginábamos. Jay Dee Daugherty había sido nuestro técnico de sonido en CBGB, donde utilizó componentes de su equipo estéreo casero. En un principio, había venido a Nueva York desde Santa Bárbara con la banda Mumps de Lance Loud. Trabajador, algo tímido, veneraba a Keith Moon y, transcurridas menos de dos semanas de nuestra actuación radiofónica, ya se había convertido en parte de nuestra generación.

Cuando ahora entraba en la sala de ensayo y miraba nuestro equipo cada vez más completo, los amplificadores Fender, el teclado RMI de Richard y la batería Ludwig de Jay Dee, no podía evitar sentirme orgullosa de liderar una banda de rock and roll.

Nuestra primera serie de actuaciones con un batería fue en el Other End, que estaba a un paso de mi piso de MacDougal Street. Solo tenía que atarme las botas, ponerme la chaqueta e ir andando al trabajo. Para la banda, lo más importante era compenetrarnos con Jay Dee, pero, para los demás, era el momento de comprobar si estábamos a la altura de que lo que se esperaba de nosotros. La presencia de Clive Davis animó la primera noche de las cuatro que teníamos contratadas. Cuando nos abrimos paso entre el público para subir al escenario, el ambiente se intensificó, electrizado como antes de una tormenta.

La noche fue un verdadero éxito. Tocamos como si fuéramos uno y la cadencia y vibración de la banda nos transportó a otra dimensión. No obstante, pese a todo el revuelo que me rodeaba, sentí otra presencia tan segura como el conejo percibe al sabueso. Estaba allí. De pronto comprendí la naturaleza de la electricidad que impregnaba el ambiente. Bob Dylan había entrado en el club. Aquel hecho surtió un extraño efecto en mí. En vez de modestia, sentí un poder, el suyo quizá; pero también sentí mi propia valía y la de mi banda. Me pareció una noche iniciática, en la que había logrado ser yo misma en presencia de la persona que había tomado como modelo.

El 2 de septiembre de 1975 abrí las puertas del estudio Electric Lady. Mientras bajaba la escalera no pude evitar recordar la vez en que Jimi Hendrix se había parado a hablar con una tímida muchacha. Entré en el estudio A. John Cale, nuestro productor, estaba al timón y Lenny, Richard, Ivan y Jay Dee se encontraban en la sala de grabación, montando el equipo.

Durante las semanas siguientes, grabamos y mezclamos mi primer álbum, Horses. Jimi Hendrix nunca regresó para crear su nuevo lenguaje musical, pero dejó tras él un estudio que representaba todas sus esperanzas para el futuro de nuestra voz cultural. Desde el momento en que entré en la cabina de voz tenía estas cosas en mente: mi gratitud al rock and roll por haberme ayudado a pasar una adolescencia difícil. La alegría que experimentaba cuando bailaba. La fuerza moral que adquirí al responsabilizarme de mis actos.

Todo eso quedó plasmado en Horses, y también nuestro reconocimiento a quienes prepararon el terreno antes que nosotros. En «Birdland» nos embarcamos con el pequeño Peter Reich mientras esperaba a que su padre, Wilhelm Reich, bajara del cielo y se lo llevara. En «Break It Up», Tom Verlaine y yo escribimos sobre un sueño en el que Jim Morrison, atado como Prometeo, se liberaba de repente. En «Land», imágenes de muchachos descontrolados se fundían con las etapas de la muerte de Hendrix. En «Elegie», los recordamos a todos, pasados, presentes y futuros, a todos los que habíamos perdido, estábamos perdiendo y perderíamos.

Nunca cupo la menor duda de que Robert fotografiaría mi retrato para la carátula de Horses, mi espada acústica envainada en una imagen suya.

Yo no tenía ninguna idea preconcebida sobre cómo sería, solo sabía que debía ser auténtica. Lo único que prometí a Robert fue que llevaría una camisa blanca sin ninguna mancha.

Fui al Ejército de Salvación del Bowery y compré un montón de camisas blancas. Algunas me estaban grandes, pero la que más me gustaba estaba muy bien planchada y tenía un monograma debajo del bolsillo. Con ella puesta, me recordaba una fotografía de Jean Genet sacada por Brassaï en la que llevaba una camisa blanca remangada con un monograma. Mi camisa tenía bordadas las letras RV. Imaginé que había pertenecido a Roger Vadim, el director de Barbarella. Le corté los puños para ponérmela debajo de mi chaqueta negra adornada con el broche de un caballo que me había regalado Alien Lanier.

Robert quería fotografiarme en el ático de la Quinta Avenida donde vivía Sam Wagstaff porque estaba bañado en luz natural. La ventana del chaflán proyectaba una sombra que dibujaba un triángulo de luz y Robert quería utilizarlo en la fotografía.

Me levanté de la cama y me di cuenta de que era tarde. Me di prisa en realizar mi ritual matutino. Fui a la panadería marroquí que tenía a la vuelta de la esquina, compré un bollo crujiente, una ramita de menta fresca y unas cuantas anchoas. Regresé, herví agua y metí la menta en la tetera. Vertí aceite de oliva en el bollo abierto, lavé las anchoas, las puse dentro y las espolvoreé con pimienta de cayena. Me serví un vaso de té y preferí quitarme la camisa, sabiendo que, si no lo hacía, me mancharía la pechera de aceite.

Robert vino a buscarme. Estaba preocupado porque había muchas nubes. Terminé de vestirme: pantalones de pitillo negros, calcetines blancos de hilo y zapatillas de ballet negras. Añadí mi cinta preferida y Robert me limpió las migas de la chaqueta negra.

Salimos a la calle. Robert tenía hambre, pero se negó a comerse mis bocadillos de anchoas, así que terminamos tomando gachas con huevos en el Pink Tea Cup. El tiempo fue pasando sin apenas darnos cuenta.

Estaba nublado y oscuro y Robert miraba continuamente el cielo por si salía el sol. Al fin, por la tarde, comenzó a despejar. Cruzamos Washington Square justo cuando el cielo amenazaba con volver a oscurecerse. Robert temió que se desvaneciera aquella luz e hicimos el resto del trayecto hasta la Quinta Avenida corriendo.

La luz ya estaba desapareciendo. Robert no tenía asistente. No habíamos hablado de lo que haríamos ni de cómo debía ser la fotografía. Él la haría. Yo posaría.

Yo tenía pensada mi imagen. Él tenía pensada la luz. Nada más.

El apartamento de Sam era espartano e íntegramente blanco, estaba casi vacío y tenía un alto aguacate junto a la ventana que daba a la Quinta Avenida. Había un prisma enorme que refractaba la luz, descomponiéndola en arcos iris que se proyectaban en una pared con un radiador blanco enfrente. Robert me colocó junto al triángulo. Las manos le temblaron mientras se preparaba para disparar. Me quedé quieta.

Las nubes iban y venían. A su fotómetro le ocurrió algo y él se puso un poco nervioso. Hizo unas cuantas fotografías. Dejó el fotómetro. Pasó una nube y el triángulo desapareció.

—Sabes, me encanta la blancura de la camisa. ¿Puedes quitarte la chaqueta? —dijo.

Me eché la chaqueta al hombro, como Frank Sinatra. Estaba llena de referencias. Él estaba lleno de luz y sombra.

—Ha vuelto —dijo.

Hizo unas cuantas fotografías más.

—La tengo.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé.

Ese día sacó doce fotografías.

Unos días después me enseñó la hoja de contactos.

«Esta es la que tiene la magia», dijo.

Cuando ahora la miro, no me veo nunca a mí. Nos veo a los dos.

——>>*<<——

Robert Miller promocionaba a pintores como Joan Mitchell, Lee Krasner y Alice Neel y, tras ver mis dibujos en la segunda planta de Gotham Bookmart, me invitó a exponer mi obra en su galería. Andy Brown llevaba años respaldándome y se alegró mucho de que tuviera aquella oportunidad.

Cuando visité la amplia y sofisticada galería situada en la esquina de la calle Cincuenta y siete y la Quinta Avenida, no estuve segura de si merecía un espacio así. También sentí que no podía exponer en una galería de aquella talla sin Robert. Pregunté si podíamos exponer juntos.

En 1978, Robert estaba completamente dedicado a la fotografía.

Sus trabajados marcos reflejaban su relación con las formas geométricas. Había creado retratos clásicos, singulares flores sexuales, y había elevado la pornografía a la categoría de arte. En aquel momento, estaba centrado en dominar la luz y conseguir los negros más densos.

En esa época estaba vinculado a la galería de Holly Solomon y pidió autorización para exponer conmigo. Yo desconocía por completo la política del mundo del arte; solo sabía que debíamos exponer juntos. Decidimos presentar una obra que hiciera hincapié en nuestra relación: artista y musa, un papel que era intercambiable para ambos.

Robert quería que creáramos algo único para la galería de Robert Miller. Comenzó eligiendo sus mejores retratos de mí, hizo copias a un tamaño superior al natural y amplió la fotografía que nos habíamos hecho en Coney Island en un lienzo de casi dos metros. Dibujé una serie de retratos suyos y decidí hacer varios dibujos basados en sus fotografías eróticas. Escogimos la de un hombre joven que orinaba en la boca de otro, testículos ensangrentados y un hombre agachado con un traje negro de látex. Las copias eran relativamente pequeñas y rodeé algunas de poesía y complementé otras con dibujos a lápiz.

Pensamos en filmar un cortometraje, pero nuestros recursos eran limitados. Juntamos nuestro dinero y Robert contrató a una estudiante de cinematografía, Lisa Rinzler, para que lo rodara.

No teníamos guión. Ambos dábamos por sentado que cada uno haría su papel. Cuando Robert me pidió que fuera a Bond Street para rodar el corto, dijo que tenía una sorpresa para mí. Extendí un mantel en el suelo, dejé encima el frágil vestido blanco que Robert me había regalado, las zapatillas de ballet blancas, los cascabeles indios para los tobillos, varias cintas de seda y mi Biblia, e hice un hatillo. Me sentía preparada para el rodaje y fui andando a su loft.

Me entusiasmó ver lo que Robert me tenía preparado. Era como regresar a nuestro piso de Brooklyn, donde él transformaba una habitación en una instalación viva. Había creado un entorno mítico cubriendo las paredes con redecilla blanca y dejando como único adorno una estatua de Mefistófeles.

Robert con Lily, 1978

Patti, Still Moving, 1978

Dejé mi hatillo en el suelo y Robert sugirió que tomáramos MDA. Yo no estaba segura de qué clase de droga era, pero confiaba plenamente en él, de modo que accedí. Cuando comenzamos a rodar, no era consciente de si me había hecho efecto o no. Estaba demasiado concentrada en mi papel. Me puse el vestido blanco y los cascabeles en los tobillos y dejé el hatillo abierto. Tenía estas cosas en mente: las Revelaciones. Comunicación. Ángeles. William Blake. Lucifer. Nacimiento. Mientras hablaba, Lisa rodaba y Robert hacía fotografías. Me guiaba sin palabras. Yo era un remo en el agua y él la mano que me manejaba con pulso firme.

En un determinado momento decidí arrancar la redecilla para destruir lo que él había creado. Levanté el brazo, agarré el borde de la tela y me quedé inmóvil, físicamente paralizada, incapaz de moverme, incapaz de hablar. Robert corrió hasta mí, me puso la mano en la muñeca y no me soltó hasta percibir que me relajaba. Me conocía tan bien, que, sin decir una palabra, me había comunicado que todo estaba bien.

El momento pasó. Me envolví en la redecilla y lo miré, y él fotografió aquel instante en movimiento. Me quité el frágil vestido y los cascabeles de los tobillos. Me puse los pantalones de peto, las botas militares, la vieja sudadera negra (mi ropa de trabajo), dejé todo lo demás encima del mantel y me eché el hatillo al hombro.

En la narración del cortometraje, había explorado ideas sobre las que Robert y yo hablábamos a menudo. El artista aspira a ponerse en contacto con su concepto intuitivo de los dioses, pero, para crear su obra, no puede permanecer en ese tentador reino incorpóreo. Debe regresar al mundo material para hacer su trabajo. Es responsabilidad del artista equilibrar la comunicación mística y el esfuerzo de la creación.

Dejé a Mefistófeles, los ángeles y los vestigios de nuestro mundo hecho a mano diciendo: «Yo elijo la Tierra».

Me fui de gira con mi banda. Robert me llamaba todos los días. «¿Estás trabajando en la exposición? ¿Estás haciendo algún dibujo?». Me iba llamando de hotel en hotel. «Patti, ¿qué estás haciendo? ¿Estás dibujando?». Se preocupaba tanto, que, cuando tuve tres días libres en Chicago, fui a una tienda de material para artistas, compré varias láminas de papel satén Arches, mi favorito, y cubrí con ellas las paredes de mi habitación de hotel. Clavé en una pared la fotografía de un joven que orinaba en la boca de otro e hice varios dibujos basados en ella. Siempre he trabajado a rachas. Cuando regresé a Nueva York con los dibujos, Robert, al principio irritado por mi desidia, estuvo muy complacido con ellos. «Patti —dijo—, ¿por qué has tardado tanto?».

Me enseñó en qué había estado trabajando para la exposición mientras yo estaba de gira. Había impreso varios fotogramas del corto. Yo había estado tan absorta en mi papel que no me había percatado de que me hubiera hecho tantas fotografías. Eran de las mejores que habíamos hecho juntos. Robert decidió titular el corto Still Moving porque incorporó los fotogramas al montaje definitivo. El sonido consistió en mezclar mis comentarios con música de mi guitarra eléctrica y extractos de «Gloria». Al hacerlo, Robert representaba las diversas facetas de nuestra obra: fotografía, poesía, improvisación e interpretación.

Still Moving encarnaba su visión del futuro de la expresión visual y la música, un vídeo musical artístico único en su estilo. Robert Miller lo acogió muy bien y nos dio una sala pequeña para pasarlo continuamente. Sugirió que hiciéramos un cartel y cada uno eligió una imagen del otro para reforzar nuestra fe en nosotros como artista y musa.

Nos vestimos para la inauguración en el ático de Sam Wagstaff. Robert se puso una camisa blanca remangada, un chaleco de cuero y zapatos de puntera fina. Yo, una cazadora de seda y pantalones de pitillo. Milagrosamente, a Robert le gustó mi conjunto. Asistieron personas de todos los mundos de los que habíamos formado parte desde el hotel Chelsea. Rene Ricard, poeta y crítico de arte, reseñó la exposición y escribió un hermoso artículo donde llamaba a nuestra obra «Diario de una amistad». Yo tenía contraída una gran deuda con Rene, que a menudo me había regañado y animado a seguir cuando decidía dejar de dibujar. Mientras contemplaba los dibujos enmarcados en dorado con Robert y Rene, agradecí que ninguno de los dos me hubiera permitido darme por vencida.

Fue nuestra primera y última exposición juntos. Mi trabajo con la banda en la década de 1970 me llevaría muy lejos de Robert y de nuestro universo. Mientras estaba de gira por el mundo, tuve tiempo para reflexionar sobre el hecho de que Robert y yo no hubiéramos viajado nunca juntos. Jamás vimos nada aparte de Nueva York, salvo en los libros, y nunca nos sentamos en un avión cogidos de la mano para ascender a un nuevo cielo y bajar a una nueva tierra.

No obstante, Robert y yo habíamos explorado los límites de nuestra obra y habíamos creado un espacio para el otro. Cuando subía a los escenarios del mundo sin él, cerraba los ojos y lo imaginaba quitándose su chaqueta de cuero, entrando conmigo en la tierra infinita de las mil danzas.

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Una tarde, íbamos caminando por la calle Ocho cuando oímos «Because the Night» sonando a todo volumen en un escaparate tras otro. Era mi colaboración con Bruce Springsteen, el single del álbum Easter. Robert fue nuestro primer oyente después de grabar la canción. Yo tenía una razón para eso. Era lo que él siempre había querido para mí. En el verano de 1978 la canción subió al decimotercer puesto de la lista de los 40 principales e hizo realidad el sueño de Robert de que un día yo tendría un disco de éxito.

Robert sonreía y caminaba al ritmo de la canción. Sacó un cigarrillo y lo encendió. Habíamos pasado por muchas cosas juntos desde que me rescató del escritor de ciencia ficción y compartimos un egg cream cerca de Tompkins Square.

Quinta Avenida, 1978

Robert estaba claramente orgulloso de mi éxito. Lo que quería para sí, lo quería para los dos. Exhaló un hilo de humo perfecto y habló en un tono que solo utilizaba conmigo; un tono de reproche mezclado con perplejidad, una admiración sin envidia, nuestro lenguaje de hermanos.

«Patti —dijo, arrastrando la voz—, te has hecho famosa antes que yo».