Hotel Chelsea

Estoy sentada en el vestíbulo, fumando Kools y leyendo novelas policíacas baratas como el mismísimo Mike Hammer mientras espero a William Burroughs. Él llega vestido de punta en blanco con una gabardina oscura, un traje gris y corbata. Me quedo unas cuantas horas en mi puesto escribiendo poemas. Él sale tambaleándose de El Quixote, un poco borracho y desarreglado. Le enderezo la corbata y le paro un taxi. Es nuestra tácita rutina.

Entretanto, observo el movimiento. Vigilo el tráfico que circula por el vestíbulo, en cuyas paredes hay colgadas feas obras de arte. Mamotretos invasivos que los clientes endilgan a Stanley Bard a cambio del alquiler. El hotel es un refugio desesperado pero animado para montones de jóvenes con talento de todas las capas sociales. Guitarristas callejeros y bellezas drogadas con vestidos Victorianos. Poetas heroinómanos, dramaturgos, cineastas arruinados y actores franceses. Todas las personas que pasan por aquí son alguien, aunque no sean nadie en el mundo exterior.

El ascensor es lento. Me bajo en la séptima planta para ver si está Harry Smith. Pongo la mano en el pomo de la puerta, no percibo nada salvo silencio. Las paredes amarillas tienen un aire institucional, como un reformatorio. Utilizo las escaleras y regreso a nuestra habitación. Orino en el baño del pasillo que compartimos con presos desconocidos. Abro la puerta. No hay rastro de Robert a excepción de una nota en el espejo. «He ido a la calle Cuarenta y dos. Te quiero. Azul». Veo que ha ordenado sus cosas. Revistas para hombres muy bien apiladas. La tela metálica enrollada y atada y los botes de pintura en spray alienados debajo del lavabo.

Enciendo la plancha eléctrica. Cojo agua del grifo. Hay que dejarla correr durante un rato porque sale marrón. Solo es óxido y minerales, a decir de Harry. Mis cosas están en el cajón de abajo. Cartas de tarot, cintas de seda, un bote de Nescafé y mi taza —una reliquia de infancia con el retrato de tío Wiggily, el caballero conejo—. Saco mi Remington de debajo de la cama, coloco bien la cinta y meto un folio en blanco. Hay mucho sobre lo que informar.

Robert estaba sentado en una silla debajo de un Larry Rivers en blanco y negro. Tenía la tez palidísima. Me arrodillé y le cogí la mano. El ángel morfinómano había dicho que, a veces, podías conseguir habitación en el hotel Chelsea a cambio de arte. Mi intención era ofrecer nuestra obra. Pensaba que los dibujos que había hecho en París tenían fuerza, y no cabía duda de que la obra de Robert eclipsaba todo lo que adornaba el vestíbulo. Mi primer obstáculo sería Stanley Bard, el director del hotel.

Entré en su despacho con mucha calma, dispuesta a convencerlo de nuestras virtudes. De inmediato, me indicó que saliera mientras continuaba una conversación telefónica que parecía interminable. Salí, me senté en el suelo al lado de Robert y calibré la situación.

Harry Smith apareció de repente, como si se hubiera escindido de la pared. Tenía el pelo cano, la barba enmarañada, y me miró con unos ojos brillantes y curiosos agrandados por sus gafas negras con montura de pasta. «¿Quién eres tienes dinero sois gemelos por qué lleváis una cinta en la muñeca?».

Estaba esperando a su amiga Peggy Biderman con la esperanza de que pudiera invitarlo a comer. Pese a estar centrado en su problema, pareció que se ponía en nuestra piel y se preocupó de inmediato por Robert, que apenas se mantenía erguido.

Se quedó plantado delante de nosotros, un poco cheposo, con una andrajosa chaqueta de tweed, pantalones de algodón y botas militares, ladeando la cabeza como un sabueso muy inteligente. Aunque solo tenía cuarenta y cinco años, parecía un viejo con un perpetuo entusiasmo infantil. Harry era venerado por su Antología de la música folk americana y todo el mundo, del guitarrista menos conocido a Bob Dylan, estaba influido por ella. Robert se encontraba demasiado mal para hablar con Harry y yo diserté sobre la música de los Apalaches mientras esperaba a que el señor Bard me recibiera. Harry mencionó que estaba rodando una película inspirada en Bertolt Brecht y yo le recité parte de «Pirata Jenny». Aquello selló nuestra amistad, aunque le decepcionó un poco que no tuviéramos dinero. Me siguió por el vestíbulo, diciendo:

—¿Estás segura de que no eres rica?

—Los Smith nunca somos ricos —dije. Él pareció desconcertado.

—¿Estás segura de que te apellidas Smith?

—Sí —respondí—, e incluso más de que somos parientes.

El señor Bard me dio permiso para volver a entrar en su despacho. Opté por adoptar un enfoque positivo. Le dije que estaba a punto de recibir un adelanto de mi jefe pero iba a darle la oportunidad de adquirir obras de arte que valían mucho más que la habitación. Canté las alabanzas de Robert y le ofrecí nuestros portafolios como garantía. Bard no lo tenía claro, pero me concedió el beneficio de la duda. No sé si la idea de ver nuestra obra significaba algo para él, pero pareció impresionado con mi supuesto empleo. Nos estrechamos la mano y me dio la llave. Habitación 1017. Cincuenta y cinco dólares semanales por vivir en el hotel Chelsea.

Peggy había llegado y me ayudaron a subir a Robert. Abrí la puerta. La habitación 1017 era famosa por ser la más pequeña del hotel, una habitación de color azul celeste con una cama metálica blanca cubierta por una colcha crema de felpilla. Había un lavabo y un espejo, una cómoda pequeña y un televisor en blanco y negro portátil colocado en el centro de un gran tapete descolorido. Robert y yo no habíamos tenido nunca televisor y permaneció desenchufado durante toda nuestra estancia, un talismán futurista y no obstante obsoleto.

Había un médico en el hotel y Peggy me dio su número. Teníamos una habitación limpia y una mano amiga. Por encima de todo, el Chesea era el lugar donde Robert se recuperaría. Estábamos en casa.

Vino el médico y yo esperé fuera. La habitación era demasiado pequeña para los tres y no quería ver cómo le ponía una inyección a Robert. Le administró una fuerte dosis de tetraciclina, nos extendió varias recetas e insistió en que me hiciera una prueba. Robert estaba desnutrido, tenía mucha fiebre y padecía una gingivitis ulcerosa aguda y gonorrea. Teníamos que ponernos una tanda de inyecciones y habría que dar parte de que habíamos contraído una enfermedad venérea. El médico dijo que podíamos pagarle más adelante.

Acepté mal la probabilidad de haber contraído una enfermedad venérea que un desconocido había contagiado a Robert. No eran celos; se trataba más bien de que me sentía impura. Todo el Jean Genet que había leído tenía un aire de santidad que no incluía la gonorrea. Aquello se vio agravado por mi fobia a las agujas cuando el médico mencionó la tanda de inyecciones. Pero tuve que dejar a un lado mis dudas. Mi primera preocupación era el bienestar de Robert y él estaba demasiado enfermo para echarle nada en cara.

Permanecí a su lado, sentada en silencio. Qué distinta parecía la luz del hotel Chelsea cuando iluminaba nuestras cosas. No era luz natural, sino luz vertida por la lámpara y la bombilla del techo, intensa e implacable, pero parecía impregnada de una energía única. Robert estaba cómodamente acostado y le dije que no se preocupara, que volvía enseguida. No iba a abandonarlo. Teníamos nuestra promesa.

Eso significaba que no estábamos solos.

Salí del hotel y me detuve delante de la placa que honraba al poeta Dylan Thomas. Esa misma mañana habíamos escapado del infernal hotel Allerton y ya teníamos una habitación pequeña pero limpia en uno de los hoteles más históricos de Nueva York. Inspeccioné nuestro territorio inmediato. En 1969, la calle Veintitrés entre las avenidas Séptima y Octava aún tenía un ambiente de posguerra. Pasé por delante de una tienda de artículos de pesca, otra de discos usados con elepés de jazz parisino apenas visibles tras los polvorientos cristales del escaparate, un Automat bastante grande y el bar Oasis, con un cartel luminoso de una palmera. En la otra acera había una biblioteca pública junto a un espacioso centro de la Asociación de Jóvenes Cristianos.

Me dirigí al este, doblé por la Quinta Avenida y puse rumbo a la calle Cuarenta y ocho, donde estaba Scribner’s. Aunque mi excedencia había sido larga, estaba segura de que volverían a contratarme. Regresaba sin muchas ganas, pero, considerando nuestra situación, Scribner’s era una verdadera salvación. Mis jefes me saludaron afectuosamente y bajamos al sótano, donde compartí café y bollos de canela y los entretuve con anécdotas de la vida en las calles de París, acentuando los aspectos cómicos de nuestras desventuras, y terminé contratada. Además, me ofrecieron un adelanto para mis gastos inmediatos y el alquiler de una semana, lo cual impresionó muchísimo al señor Bard. No había abierto nuestros portafolios, pero los guardó para considerarlo en un futuro, así que aún cabía la posibilidad de que acabara pactando.

Llevé a Robert un poco de comida. Era lo primero que ingería desde mi regreso. Le expliqué cómo me había ido con Scribner’s y con Bard. Nos asombramos de todo lo que había sucedido y recordamos nuestra pequeña odisea de la calamidad a la calma. Luego se quedó callado. Yo sabía qué estaba pensando. No decía que lo sentía, pero yo sabía que lo hacía. Se preguntaba, con la cabeza apoyada en mi hombro, si me habría ido mejor quedándome en París. Pero yo había regresado. Al final, como mejor estábamos era juntos.

Yo sabía cuidar de él. Se me daba bien atender a los enfermos, conseguir que les bajara la fiebre, porque lo había aprendido de mi madre. Permanecí a su lado mientras conciliaba el sueño. Estaba cansada. Mi vuelta a casa había dado un giro difícil, pero las cosas se estaban resolviendo y no me arrepentía de nada. Estaba ilusionada. Me quedé escuchando su respiración mientras la luz nocturna bañaba su almohada. Percibí la fuerza de nuestra unión en el hotel dormido. Hacía dos años, él me había rescatado cuando apareció de improviso en el parque Tompkins Square. Ahora lo había rescatado yo. En eso estábamos empatados.

Unos días después fui a Clinton Street para saldar cuentas con Jimmy Washington, nuestro antiguo casero. Subí las toscas escaleras de piedra por última vez. Sabía que jamás regresaría a Brooklyn. Aguardé un momento ante su puerta mientras me preparaba para llamar. Oí la canción «Devil in a Blue Dress» y a Jimmy Washington hablando con su señora. Abrió la puerta despacio y se sorprendió de verme. Había recogido las cosas de Robert, pero era evidente que se había encariñado de casi todas las mías. No pude evitar reírme al entrar en su casa. Mi caja taraceada con mis fichas de póquer azules, mi clíper con las velas hechas a mano y mi abigarrada infanta de escayola adornaban la repisa de su chimenea. Mi pañuelo mexicano cubría la voluminosa silla de madera que yo había lijado y repintado con barniz blanco. La llamaba mi silla de Jackson Pollock porque se parecía a una silla de jardín que había visto en una fotografía de la casa que Jackson Pollock y Lee Krasner tenían en Springs.

«Te lo estaba guardando todo —dijo Jimmy, un poco azorado—. No tenía la certeza de que volvieras». Me limité a sonreír. Calentó café y llegamos a un acuerdo. Le debía el alquiler de tres meses: ciento ochenta dólares. Podía quedarse con la fianza de sesenta dólares y mis cosas y estaríamos en paz. Él había recogido los libros y los discos. Vi Nashville Skyline encima del montón. Robert me lo había regalado antes de que me fuera a París y yo había puesto «Lay Lady Lay» hasta la saciedad. Reuní mis cuadernos y entre ellos encontré el libro Ariel de Sylvia Plath, que Robert me compró cuando nos conocimos. Se me encogió fugazmente el corazón porque sabía que aquella etapa inocente de nuestra vida ya había pasado. Me metí un sobre en el bolsillo con las fotografías en blanco y negro de Mujer I que había sacado en el MoMA, pero dejé mis intentos fallidos de pintar su retrato, rollos de lienzo manchados de ocre, rosas y verde, recuerdos de una ambición pasada. Tenía demasiada curiosidad en el futuro para mirar atrás.

Al irme, vi uno de mis dibujos colgado en la pared. Si Bard no entendía mi arte, al menos lo hacía Jimmy Washington. Me despedí de mis pertenencias. Eran más apropiadas para él y para Brooklyn. Sin duda, siempre hay cosas nuevas.

——>>*<<——

Aunque agradecía tener trabajo, volví a Scribner’s muy a desgana. Estar en París por mi cuenta me había permitido moverme a mi antojo y me costó adaptarme. Mi amiga Janet se había mudado a San Francisco, de modo que había perdido a mi confidente poeta.

Con el tiempo, las cosas mejoraron al trabar amistad con Ann Powell. Tenía el cabello largo y castaño, tristes ojos oscuros y una melancólica sonrisa. Annie, como yo la llamaba, también era poeta, pero prefería lo autóctono. Adoraba a Frank O’Hara y el cine negro, y me llevaba a rastras hasta Brooklyn para ver películas protagonizadas por Paul Muni y John Garfield. Escribíamos atrevidos guiones para filmes de la serie B y yo representaba todos los papeles para divertirla durante el descanso para comer. Ocupábamos nuestro tiempo libre en rastrear las tiendas de ropa usada en busca del jersey negro de cuello alto ideal, el par de guantes blancos de cabritilla perfecto.

Annie había estudiado en un colegio de monjas de Brooklyn, pero adoraba a Maiakovski y a George Raft. Yo estaba encantada de tener a alguien con quien hablar de poesía y de novela negra, y discutir sobre los respectivos méritos de Robert Bresson y Paul Schrader.

En Scribner’s ganaba en torno a setenta dólares semanales. Una vez pagado el alquiler, lo que nos quedaba se nos iba en comida. Tenía que aumentar nuestros ingresos e investigué otras formas de ganarme la vida aparte de fichar. Iba a las librerías de viejo en busca de libros que vender. Tenía buen ojo y, por unos pocos dólares, encontraba libros infantiles raros y primeras ediciones rubricadas que revendía por mucho más. Los beneficios de un ejemplar inmaculado de El amor y el señor Lewisham, dedicado por H. G. Wells, financiaron el alquiler y los billetes de metro de una semana.

En una de mis expediciones, encontré para Robert un ejemplar poco usado del Index Book de Andy Warhol. Le gustó pero se puso nervioso, pues también pensaba hacer un libro de desplegables. El Index Book contenía imágenes de Billy Name, el autor de las clásicas fotografías de la Factoría de Warhol. Incluía un castillo desplegable, un acordeón rojo sonoro, un biplano desplegable y un dodecaedro con el torso velloso. Robert creía que él y Andy seguían trayectorias paralelas. «Es bueno —dijo—. Pero el mío será mejor». Estaba impaciente por levantarse y ponerse a trabajar. «No puedo quedarme en la cama —dijo—. Estoy perdiendo el tren».

Robert estaba inquieto, pero tuvo que seguir en cama porque no podían extraerle las muelas del juicio afectadas hasta que la infección y la fiebre hubieran remitido. Detestaba estar enfermo. Se levantaba demasiado pronto y recaía. No tenía mi visión decimonónica de la convalecencia como una oportunidad para quedarse en la cama con fiebre leyendo libros o escribiendo largos poemas.

Cuando nos registramos yo no tenía idea de cómo sería vivir en el hotel Chelsea, pero me di cuenta de que terminar allí había sido un formidable golpe de suerte. Con lo que pagábamos, podríamos haber alquilado un piso bastante grande en el East Village, pero vivir en aquel hotel excéntrico y maldito nos daba sensación de seguridad y una educación excepcional. La buena voluntad que nos rodeaba demostraba que los Hados estaban conspirando para ayudar a sus entusiastas criaturas.

Robert tardó un tiempo, pero cuando estuvo más fuerte y recuperado se espabiló en Manhattan como yo me había curtido en París. Pronto salió a buscar trabajo. Los dos sabíamos que era incapaz de tener ninguno estable, pero aceptaba todos los empleos ocasionales que le ofrecían. El que más detestó fue llevar y traer obras de arte de las galerías. Le fastidiaba trabajar para artistas que sentía inferiores a él, pero le pagaban al contado. Dejábamos todos los centavos que nos sobraban en el fondo de un cajón para invertirlos en nuestro objetivo más inmediato: una habitación más grande. Era el principal motivo por el que pagábamos el alquiler con tanta diligencia.

Una vez que conseguías habitación en el Chelsea, no te echaban de inmediato si te retrasabas con el alquiler, pero sí pasabas a formar parte de la legión que se escondía del señor Bard. Queríamos instituirnos como buenos inquilinos porque estábamos en lista de espera para cambiarnos a una habitación más grande de la segunda planta. Durante toda mi infancia, había visto a mi madre bajar las persianas en muchos días soleados para esconderse de usureros y cobradores de facturas, y no tenía ganas de acobardarme ante el señor Bard. Casi todo el mundo le debía algo. Nosotros no le debíamos nada.

Vivíamos en nuestro cuartito como presos en una cárcel hospitalaria. La cama individual nos iba bien para dormir pegados, pero Robert no tenía espacio para trabajar, ni yo tampoco.

El primer amigo que Robert hizo en el Chelsea fue un diseñador de moda independiente que se llamaba Bruce Rudow. Había participado en la película de Warhol The Thirteen Most Beautiful Boys e interpretado un breve papel en Cowboy de medianoche. Era menudo y ágil y guardaba un extraño parecido con Brian Jones. Llevaba un sombrero cordobés negro de ala ancha como el de Jimi Hendrix que casi le tapaba los ojos claros y ojerosos. Tenía el cabello rubio y sedoso, los pómulos altos y la sonrisa ancha. La conexión con Brian Jones me habría bastado, pero también poseía un temperamento dulce y generoso. Era un poco coqueto, pero entre él y Robert no pasó nada. La coquetería formaba parte de su carácter afable.

Vino a visitarnos, pero no teníamos donde sentarnos, de modo que nos invitó a su habitación. Tenía una espaciosa zona de trabajo, con el suelo sembrado de pieles curtidas y recortes de cuero. Había patrones de papel de seda extendidos en largas mesas de trabajo y prendas acabadas colgadas a lo largo de las paredes. Tenía su propia fábrica en miniatura. Bruce diseñaba bonitas chaquetas negras de cuero con flecos plateados que se anunciaban en la revista Vogue.

Bruce tomó a Robert bajo su protección y su estímulo fue una bendición. Los dos tenían iniciativa y se inspiraban mutuamente. Robert estaba interesado en fusionar arte y moda y Bruce lo asesoraba sobre cómo introducirse en el mundo de la moda. Le ofreció una parte de su zona de trabajo. Pese a estar agradecido, a Robert no le gustaba trabajar en el espacio de otra persona.

Seguramente, la persona más influyente que conocimos en el Chelsea fue Sandy Daley, una artista afable y algo solitaria que vivía en la habitación contigua, la 1019. Era una habitación íntegramente blanca; hasta los suelos eran blancos. Teníamos que quitarnos los zapatos antes de entrar. Había almohadones plateados inflados con helio procedentes de la Factoría original flotando por la habitación. Yo no había visto nunca un lugar como ese. Tomábamos café sentados en el suelo blanco y mirábamos sus libros de fotografía. A veces, Sandy parecía una oscura cautiva en su habitación blanca. Solía llevar un largo vestido negro y a mí me gustaba andar detrás de ella para ver cómo arrastraba la falda por el pasillo y la escalera.

Sandy había pasado mucho tiempo trabajando en Inglaterra, en el Londres de Mary Quant, las gabardinas de plástico y Syd Barrett. Llevaba las uñas largas, y su técnica para levantar el brazo del tocadiscos sin estropearse la manicura me maravillaba. Hacía fotografías sencillas y elegantes y siempre tenía una cámara Polaroid a mano. Fue Sandy quien prestó a Robert su primera cámara Polaroid y asumió el papel de crítica valiosa y confidente cuando él comenzó a hacer sus propias fotografías. Sandy nos apoyaba a los dos y fue capaz de asimilar, sin juzgarlas, las transiciones que Robert experimentó como hombre y como artista.

Su habitación encajaba mejor con Robert que conmigo, pero era un refugio agradable tras el caos de nuestro cuartito. Si necesitaba ducharme o simplemente quería abstraerme en un entorno luminoso y espacioso, su puerta siempre estaba abierta. A menudo me sentaba en el suelo junto a mi objeto preferido, un gran cuenco de plata repujada parecido a un brillante tapacubos con una gardenia flotando en el centro. Escuchaba Beggars Banquet hasta la saciedad mientras su fragancia impregnaba la habitación casi vacía.

También trabé amistad con un músico que se llamaba Matthew Reich. Su habitación era de lo más sobrio, con nada propio salvo una guitarra acústica y un cuaderno cuadriculado blanquinegro que contenía las letras de sus canciones y observaciones deslavazadas escritas a una velocidad inhumana. Era enjuto y fuerte, y estaba visiblemente obsesionado con Bob Dylan. Todo en él —su pelo, su indumentaria y su conducta— reflejaba el estilo de Bringing It All Back Home. Se había casado con la actriz Geneviéve Waïte tras un brevísimo noviazgo. Ella enseguida advirtió que Matthew, pese a su inteligencia, estaba un poco trastornado y no era pariente de Bob Dylan. Se fugó con Papa John de The Mamas & The Papas y dejó a Matthew merodeando por los pasillos del hotel vestido con una camisa elegante y pantalones de pinzas.

Aunque se parecía a Bob Dylan, no había nadie como Matthew. Robert y yo le teníamos cariño, pero Robert solo lo toleraba en pequeñas dosis. Matthew fue el primer músico que conocí en Nueva York. Podía identificarme con su obsesión por Dylan y viéndolo componer una canción, crecía mi ilusión por convertir mis poemas en canciones.

Nunca supe si la rapidez con que hablaba se debía a las anfetaminas o a su mente hiperactiva. Su lógica incomprensible a menudo me conducía a callejones sin salida o me llevaba por un laberinto interminable. Me sentía como Alicia con el Sombrerero Loco mientras intentaba entender sus chistes sin gracia, y me veía obligada a volver sobre mis pasos por el suelo ajedrezado para refugiarme en la lógica de mi peculiar universo.

Tuve que trabajar muchas horas para compensar el adelanto que me habían dado en Scribner’s. Al cabo de un tiempo, me ascendieron y mi jornada comenzaba incluso más temprano. Me despertaba a las seis y caminaba hasta la Sexta Avenida, donde cogía el metro hasta Rockefeller Center. El billete costaba veinte centavos. A las siete, abría la caja de caudales, llenaba las cajas registradoras y lo preparaba todo para el nuevo día, alternándome con el encargado de la caja. Ganaba un poco más, pero prefería tener mi propio departamento y hacer pedidos. Terminaba de trabajar a las siete y, por lo general, volvía a casa andando.

Robert me abría la puerta, impaciente por enseñarme sus progresos. Una noche, después de leer mi cuaderno, concibió un tótem para Brian Jones. Tenía forma de flecha, con pelo de conejo por el Conejo Blanco, una frase del osito Winnie y un minúsculo retrato de Brian. Lo terminamos juntos y lo colgamos sobre nuestra cama.

«Nadie ve como nosotros, Patti», repitió. Siempre que decía cosas como aquella, por un mágico instante, era como si fuéramos las dos únicas personas en el mundo.

Robert pudo por fin extraerse las muelas del juicio impactadas. Se sintió mal durante unos días, pero también estaba aliviado. Era fuerte, pero propenso a contraer infecciones, de modo que yo lo seguía a todas partes con agua salada tibia para mantenerle los huecos limpios. Él se aclaraba la boca, pero fingía que se enfadaba. «Patti —decía—, eres como una sirena de Ben Casey con tus tratamientos de agua salada».

Harry, que a menudo nos pisaba los talones, estaba de acuerdo conmigo. Señaló la importancia de la sal en los experimentos de alquimia y, al instante, sospechó que yo tramaba hacer algo sobrenatural.

«Sí —dije—. Voy a convertir sus empastes en oro».

Hubo risas. Un ingrediente imprescindible para sobrevivir. Y nos reíamos mucho.

——>>*<<——

Se percibía una vibración en el ambiente, una sensación de aceleramiento. Había comenzado con la luna, tan inaccesible y poética. Ahora, el hombre había caminado por ella, suelas de goma pisando una perla de los dioses. Quizá fuera la conciencia de que el tiempo pasaba, de que era el último verano de la década. A veces, yo solo quería levantar las manos y parar. Pero ¿parar qué? Mi maduración, tal vez.

La luna estaba en la portada de la revista Life, pero los titulares de todos los periódicos pregonaban los brutales asesinatos de Sharon Tate y sus amigos. Los asesinatos de Manson no encajaban con ninguna de las imágenes de un crimen sacadas del cine negro, pero eran la clase de noticias que avivaban la imaginación de los residentes del hotel. Casi todos estaban obsesionados con Charles Manson. Al principio, Robert repasó la información con Harry y Peggy, pero yo no soportaba hablar del tema. Los últimos momentos de Sharon Tate me obsesionaban pues imaginaba su horror al saber que estaban a punto de asesinar a su hijo nonato. Me refugié en mis poemas, que escribí en un cuaderno naranja. La imagen de Brian Jones flotando boca abajo en una piscina era la dosis máxima de tragedia que podía asimilar.

Robert estaba fascinado con la conducta humana, con lo que impulsaba a personas que parecían normales a cometer actos criminales. Siguió las noticias sobre Manson, pero su curiosidad disminuyó conforme la conducta de Manson se volvía más excéntrica. Cuando Matthew le enseñó la fotografía de un periódico donde aparecía con una «X» grabada en la frente, Robert copió la «X» y la utilizó como símbolo en un dibujo.

«La “X” me interesa, pero Manson no —dijo a Matthew—. Está loco. La locura no me interesa».

Una o dos semanas después, entré en El Quixote buscando a Harry y Peggy. Era un bar restaurante contiguo al hotel que estaba comunicado con el vestíbulo por una puerta, por eso lo considerábamos nuestro bar, como les había ocurrido a muchos desde hacía décadas. Dylan Thomas, Terry Southern, Eugene O’Neill y Thomas Wolfe eran algunos de los clientes que habían bebido más de la cuenta en El Quixote.

Yo llevaba un vestido azul marino de lunares blancos y un sombrero de paja, mi conjunto de Al este del Edén. A mi izquierda, Janis Joplin estaba conversando con su banda en una mesa. A mi derecha vi a Grace Slick con Jefferson Airplane y a componentes de Country Joe & The Fish. En la última mesa, delante de la puerta, estaba Jimi Hendrix con la cabeza gacha, comiendo con el sombrero puesto, delante de una rubia. Había músicos por doquier, sentados a las mesas con montañas de gambas con salsa verde, paella, jarras de sangría y botellas de tequila.

Pese a mi asombro, no me sentía una intrusa. El Chelsea era mi casa y El Quixote mi bar. No había guardias de seguridad ni ningún trato de privilegio. Estaban allí por el festival de Woodstock, pero yo estaba tan encerrada en el hotel que no era consciente del festival ni de qué significaba.

Grace Slick se levantó y pasó por mi lado. Llevaba un vestido indio hasta los pies y tenía los ojos violetas como Liz Taylor.

—Hola —dije, advirtiendo que yo era más alta.

—Hola —respondió ella.

Cuando regresé a mi habitación, sentí una inexplicable afinidad con aquellas personas, aunque no tenía forma de interpretar tal sentimiento. Jamás habría podido predecir que un día tomaría su camino. En aquella época, aún era una larguirucha dependienta de librería de veintidós años que lidiaba con varios poemas inconclusos.

Esa noche, demasiado excitada para dormir, me pareció que había infinitas posibilidades dando vueltas sobre mi cabeza. Miré el techo de escayola como había hecho de niña. Me pareció que los vibrantes dibujos se perfilaban.

El mandala de mi vida.

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El señor Bard nos devolvió los portafolios. Abrí la puerta y los vi apoyados en la pared, el negro con cintas negras, el rojo con cintas grises. Los abrí y examiné todos los dibujos con detenimiento. Ni siquiera tenía la certeza de que Bard los hubiera mirado. Desde luego, si lo había hecho, no los había visto con mis ojos. Cada dibujo, cada collage, reafirmó mi fe en nuestra capacidad. Nuestra obra era buena. Nos merecíamos estar allí.

A Robert le disgustó que Bard no aceptara nuestro arte como recompensa. Estaba preocupado por cómo nos las íbamos a arreglar porque esa tarde habían anulado las dos mudanzas que tenía. Estaba tumbado en la cama con la camiseta blanca, el pantalón de peto y las sandalias, con un aspecto muy parecido al día en que nos conocimos. Pero cuando abrió los ojos para mirarme, no sonrió. Eramos como pescadores que echaban las redes. Estas eran resistentes, pero a menudo regresábamos a puerto con las manos vacías. Yo pensaba que teníamos que redoblar esfuerzos y encontrar a alguien que invirtiera en Robert. Al igual que Miguel Ángel, él solo necesitaba un Papa a su medida. Con la cantidad de personas influyentes que cruzaban las puertas del Chelsea, cabía la posibilidad de que un día consiguiéramos un mecenas. En el hotel, la vida era un mercado abierto donde todo el mundo tenía algo propio que vender.

Entretanto, acordamos olvidar nuestras preocupaciones por esa noche. Cogimos unas monedas de nuestros ahorros y caminamos hasta la calle Cuarenta y dos. Nos detuvimos en un fotomatón de Playland para hacernos retratos: cuatro por veinticinco centavos. Compramos un perrito caliente y un refresco de papaya en Benedict’s y nos mezclamos con la multitud. Marineros de permiso, prostitutas, desertores, turistas explotados y víctimas diversas de abducciones alienígenas. Era un malecón urbano con bingos, quioscos de recuerdos, restaurantes cubanos, clubes de estriptís y tiendas de empeño que no cerraban. Por cincuenta centavos era posible dormir en una sucia butaca de un cine y ver películas extranjeras combinadas con porno blando.

Visitamos los puestos de libros usados que vendían grasientas noveluchas y revistas picantes. Robert siempre andaba buscando material para sus collages, y yo, tratados sobre ovnis o novelas policíacas con portadas llamativas. Conseguí la novela Yonqui de William Burroughs, editada por Ace Books y firmada con su seudónimo William Lee, que no vendí nunca. Robert encontró unas cuantas páginas sueltas de un portafolio de bocetos de muchachos arios con gorras negras de cuero dibujados por Tom de Finlandia.

Por solo un par de dólares, tuvimos suerte los dos. Regresamos a casa cogidos de la mano. Por un momento, me rezagué para verlo caminar. Sus andares de marinero siempre me conmovían. Sabía que algún día yo me detendría y él seguiría caminando, pero, hasta entonces, nada podría separarnos.

El último fin de semana del verano fui a Nueva Jersey para visitar a mis padres. Caminé hasta Port Authority y me subí al autobús de muy buen humor, con ganas de ver a mi familia y visitar las librerías de viejo de Mullica Hill. A todos nos gustaba leer y yo solía encontrar algún libro que revendía en Nueva York. Encontré una primera edición de Doctor Martirio rubricada por William Faulkner.

En casa de mis padres reinaba un desánimo poco habitual. Mi hermano iba a alistarse en la Marina y mi madre, pese a ser profundamente patriótica, estaba consternada por la posibilidad de que Todd fuera enviado a Vietnam. La matanza de My Lai había afectado muchísimo a mi padre. «La inhumanidad del hombre hacia el hombre», solía decir, citando a Robert Burns. Lo vi plantar un sauce llorón en el patio. Parecía simbolizar su dolor por el camino que había tomado nuestro país.

Más adelante, la gente diría que el asesinato perpetrado en diciembre durante el concierto organizado por los Rolling Stones en Altamont señaló el fin del idealismo de los años sesenta. Para mí, enfatizó la dualidad del verano de 1969, Woodstock y el culto a Manson, nuestro caótico baile de máscaras.

——>>*<<——

Robert y yo nos levantamos temprano. Habíamos ahorrado un poco de dinero para nuestro segundo aniversario. Yo había preparado la ropa la noche anterior, lavándola y aclarándola en el lavabo. Él la había escurrido, porque tenía más fuerza en las manos, y la había colgado en la cabecera de hierro que utilizábamos como tendedero. Con objeto de vestirse para la ocasión, había desmontado una de sus obras, que consistía en dos camisetas negras estiradas en un marco vertical. Yo había vendido el libro de Faulkner y, además de pagar el alquiler de una semana, le había comprado un sombrero borsalino en JJ Hat Center de la Quinta Avenida. Era un sombrero flexible. Lo observé mientras se peinaba y se lo probaba de distintas formas delante del espejo. Estaba claramente complacido mientras se pavoneaba con su regalo de aniversario.

Metió el libro que yo estaba leyendo, mi jersey, sus cigarrillos y una botella de soda en un saco blanco. No le importó llevarlo, porque le daba un aire de marinero. Cogimos la línea F del metro y nos bajamos al final.

El trayecto a Coney Island siempre me gustaba. El mero hecho de llegar al mar en metro me parecía increíblemente mágico. Estaba sumergida en una biografía de Caballo Loco cuando regresé al presente y miré a Robert. Era como un personaje de Brighton Rock con su sombrero típico de los años cuarenta, la camiseta negra de redecilla y las sandalias.

Llegamos a nuestra parada. Él se levantó de un salto, con la expectación de un niño, y volvió a meter mi libro en el saco. Me cogió de la mano.

Para mí, no había nada más maravilloso que Coney Island con su obstinada inocencia. Era la clase de sitio que nos gustaba: las deslucidas galerías comerciales, los carteles desconchados de otras épocas, algodón azucarado y muñecas Kewpie en palitos, vestidas con plumas y brillantes sombreros de copa. Paseamos por las agonizantes barracas de feria. Habían perdido su lustre pero seguían anunciando rarezas humanas como el niño con cara de asno, el hombre caimán y la niña con tres piernas. Robert encontraba fascinante el mundo de los fenómenos de feria, aunque últimamente los estaba sustituyendo por muchachos vestidos de cuero en su obra.

Paseamos por el malecón y encargamos nuestra fotografía a un hombre anciano con una cámara compacta. El revelado tardaba una hora, así que caminamos hasta el final del largo muelle pesquero, donde había una barraca en la que servían café y chocolate caliente. Clavadas en la pared detrás de la caja, había imágenes de Jesús, el presidente Kennedy y los astronautas. Era uno de mis lugares preferidos y a menudo fantaseaba con conseguir un trabajo allí y vivir en uno de los viejos edificios de pisos situados enfrente de Nathan’s.

Por todo el muelle había niños pescando cangrejos con sus abuelos. Metían pollo crudo en una jaulita atada a una cuerda y la arrojaban al mar. Una violenta tormenta se llevó el muelle en la década de 1980, pero Nathan’s, que era el lugar preferido de Robert, se mantuvo en pie. Por lo general, solo teníamos dinero para un perrito caliente y una Coca-Cola. Él se comía casi toda la salchicha y yo casi todo el chucrut. Pero aquel día teníamos dinero suficiente para dos de todo. Cruzamos la playa para saludar al mar y le canté a Robert «Coney Island Baby», de The Excellents. Él escribió nuestros nombres en la arena.

Aquel día fuimos nosotros mismos, sin ninguna preocupación. Fue una suerte que aquel momento quedara congelado en una fotografía. Era nuestro primer auténtico retrato neoyorquino. Éramos nosotros. Solo unas semanas antes, habíamos tocado fondo, pero nuestra estrella azul, como Robert la llamaba, estaba apareciendo. Fuimos al metro para hacer el largo trayecto de regreso, volvimos a nuestra pequeña habitación y despejamos la cama, felices de estar juntos.

Harry, Robert y yo estábamos sentados a una mesa de El Quixote, compartiendo tapas de gambas con salsa verde mientras hablábamos sobre la palabra «magia». Robert la utilizaba a menudo cuando nos describía, cuando se refería a un buen poema o dibujo y, más adelante, cuando elegía una fotografía de una hoja de contactos. «Esta es la que tiene la magia», decía.

Conociendo la fascinación de Robert por Aleister Crowley, Harry afirmó que era hijo del mago ocultista. Le pregunté si podía invocar a su padre si le dibujábamos una estrella de cinco puntas en la mesa.

Peggy, que se había sentado con nosotros, nos hizo bajar a todos de las nubes. «A ver, magos de pacotilla, ¿puede alguien conjurar la pasta para pagar la cuenta?».

No puedo decir con exactitud qué hacía Peggy. Sé que trabajaba en el Museo de Arte Moderno. Solíamos bromear sobre el hecho de que ella y yo éramos las dos únicas personas del hotel oficialmente empleadas. Peggy era una mujer amable y animada, con una apretada cola de caballo, ojos oscuros y un desleído bronceado, que parecía conocer a todo el mundo. Tenía un lunar entre las cejas que Alien Ginsberg había apodado su tercer ojo y podría haber pasado perfectamente por una actriz secundaria de una película beatnik. Vaya pandilla formábamos, hablando todos a la vez, contradiciéndonos y discrepando, una cacofonía de afectuosas discusiones.

Robert y yo no solíamos pelearnos. Él rara vez levantaba la voz, pero, si estaba enfadado, se le notaba en los ojos, la frente o la tensión de la mandíbula. Cuando teníamos un problema del que necesitábamos hablar, nos íbamos a la «bollería mala» situada en la esquina de la Octava Avenida y la calle Veintitrés. Era la versión Edward Hopper de Dunkin’ Donuts. El café estaba recalentado y los bollos rancios, pero no cerraba en toda la noche. Allí nos sentíamos menos encerrados que en nuestra habitación y nadie nos molestaba. Era posible encontrar todo tipo de personajes a cualquier hora: hombres dormidos, putas que hacían la calle, transeúntes y travestidos. Podías entrar sin que nadie se fijara en ti, suscitando, a lo sumo, una breve mirada.

Robert siempre se tomaba un donut con azúcar relleno de mermelada y yo un cruller francés. Por algún motivo, mis crullers franceses valían cinco centavos más que los donuts normales. Cada vez que pedía uno, Robert decía: «¡Patti! En realidad no te gustan; lo haces para fastidiar. Solo los quieres porque son franceses». Él los llamaba «crullers de poeta».

Fue Harry quien aclaró la etimología del cruller. No era francés, sino holandés: una pasta acanalada en forma de aro hecha con masa de bizcocho que tenía una textura ligera y esponjosa y se comía el martes de carnaval. Estaban hechos con todos los huevos, mantequilla y azúcar prohibidos en Cuaresma. Yo lo declaré donut sagrado. «Ya sabemos por qué tiene un agujero.»[1] Harry pensó un momento y me miró con el ceño fruncido, fingiendo enfado. «No, no, es holandés —dijo—. En holandés no funciona». Sagrado o no, la conexión del bollo con Francia quedó descartada para siempre.

Una noche, Harry y Peggy nos invitaron a visitar al compositor George Kleinsinger, que tenía varias habitaciones interconectadas en el Chelsea. Yo siempre me resistía a visitar gente, sobre todo si eran personas mayores. Pero Harry utilizó el señuelo de que George había compuesto la música de Archy y Mehitabel, unos dibujos animados sobre la amistad entre una cucaracha y un gato callejero. Las habitaciones de Kleinsinger eran una selva tropical más que una residencia de hotel, un tinglado digno de Anna Kavan. Supuestamente, la atracción era su colección de serpientes exóticas, que incluía una pitón de casi cuatro metros de longitud. Robert parecía fascinado por ellas, pero yo estaba aterrorizada.

Mientras todos se turnaban para acariciar a la pitón, tuve libertad para fisgar entre las composiciones musicales de George, apiladas sin ningún orden entre los helechos, las palmeras y los ruiseñores enjaulados. Me entusiasmó encontrar partituras originales de Shinbone Alley entre un montón que había encima de un archivador. Pero la auténtica revelación fue hallar pruebas de que aquel caballero modesto y amable que criaba serpientes era, ni más ni menos, el compositor de la música de Tubby la tuba. Él me lo confirmó y casi lloré cuando me enseñó partituras originales de aquella música tan querida de mi infancia.

El Chelsea era como una casa de muñecas situada en los límites de la realidad y cada una de su centenar de habitaciones encerraba un pequeño universo. Yo deambulaba por los pasillos al acecho de sus espíritus, vivos o muertos. Mis aventuras consistían en travesuras inocentes como dar un empujoncito a una puerta entreabierta para vislumbrar el piano de cola de Virgil Thomson o remolonear delante de la puerta de Arthur C. Clark con la esperanza de que saliera. De vez en cuando, me tropezaba con Gert Schiff, el erudito alemán, cargado con volúmenes de Picasso, o con Viva perfumada con Eau Sauvage. Todo el mundo tenía algo que ofrecer y nadie parecía tener mucho dinero. Incluso los más prósperos parecían tener únicamente lo justo para vivir como vagabundos derrochadores.

Me encantaba aquel lugar, su elegancia decadente y la historia que tan posesivamente albergaba. Corrían rumores de que los baúles de Oscar Wilde languidecían en el sótano que se anegaba con frecuencia. Allí pasó sus últimas horas Dylan Thomas, sumergido en la poesía y el alcohol. Thomas Wolfe lidió con los centenares de páginas manuscritas de su You Can’t Go Home Again. Bob Dylan compuso «Sad-Eyed Lady of the Lowlands» en nuestra planta y se decía que Edie Sedgwick, colocada de speed, había prendido fuego a su habitación mientras se pegaba sus tupidas pestañas falsas a la luz de una vela.

Muchos habían escrito, conversado y sufrido en las habitaciones de aquella casa de muñecas victoriana. Muchas faldas habían lamido aquellas desgastadas escaleras de mármol. Muchas almas pasajeras habían contraído matrimonio, dejado huella y sucumbido allí. Yo desenterraba sus espíritus mientras me escabullía de una planta a otra, anhelando conversar con una desaparecida procesión de orugas que fumaban en pipa.

Harry me atravesó con su fingida mirada de amenaza. Me puse a reír.

—¿Por qué te ríes?

—Porque me hace cosquillas.

—¿Notas eso?

—Sí, claro.

—¡Fascinante!

De vez en cuando, Robert se sumaba al juego. Harry intentaba que apartara la mirada, diciendo, por ejemplo: «¡Tienes los ojos increíblemente verdes!». Una lucha de miradas podía durar varios minutos, pero el estoicismo de Robert siempre se imponía. Harry jamás reconocía su derrota. Se limitaba a apartar la mirada y terminar la conversación, como si la lucha de miradas no hubiera sucedido. Robert sonreía con complicidad, claramente complacido.

Harry estaba fascinado con Robert, pero conversaba conmigo. A menudo, iba a visitarlo sola. Sus faldas de indio semínola estaban por toda la habitación. Era muy maniático con ellas y parecía encantado de vérmelas puestas, aunque no me dejaba tocar su colección de huevos ucranianos pintados a mano. Los manejaba como si fueran diminutos bebés. Tenían elaborados dibujos parecidos a las faldas. Sí, me permitía jugar con su colección de varitas mágicas, varas de chamán con intrincados labrados envueltas en periódicos. La mayoría medía casi medio metro, pero mi favorita era la más pequeña, del tamaño de una varita de director de orquesta; tenía la pátina de un viejo rosario que se ha quedado liso de tanto rezar.

Harry y yo podíamos charlar sobre alquimia y Charlie Patton de forma simultánea. Él montaba con morosidad horas de metraje para su misterioso proyecto cinematográfico basado en Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, de Brecht. Nadie sabía con exactitud de qué se trataba, pero, antes o después, todos fuimos llamados a participar en sus dilatados comienzos. Harry puso grabaciones de los rituales de peyote de los indios kiowa y canciones populares del oeste de Virginia. Sentí una afinidad con sus voces e, inspirada por ellas, compuse una canción y se la canté antes de que se disipara en el aire enrarecido de su desordenada habitación.

Hablábamos de todo, ya fuera el árbol de la vida o de la hipófisis. Casi todos mis conocimientos eran intuitivos. Tenía una imaginación flexible y siempre estaba lista para un juego al que solíamos jugar. Harry me ponía a prueba con una pregunta. La respuesta tenía que ser un hecho verídico que daba pie a mentiras compuestas de hechos.

—¿Qué comes?

—Judías.

—¿Por qué las comes?

—Para cabrear a Pitágoras.

—¿Bajo las estrellas?

—Fuera del círculo.

Comenzábamos con frases sencillas y seguíamos cuanto hiciera falta hasta dar con un buen remate: creábamos una suerte de poema satírico, a menos que yo metiera la pata y utilizara una referencia inapropiada. Harry jamás se equivocaba y parecía saber un poco de todo, el rey indiscutible manipulando información.

Harry también era experto en hacer figuras de cordel. Si estaba de buen humor, se sacaba una madeja de cordel del bolsillo y formaba una estrella, un espíritu femenino, jugando a pasarse el cordel componiendo figuras él solo. Nos sentábamos a sus pies en el vestíbulo y lo observábamos como niños asombrados mientras sus diestros dedos creaban interesantes figuras enrollando y enredando el cordel. Tenía centenares de páginas de notas que documentaban figuras de cordel y su importancia simbólica. Harry nos entretenía con aquella valiosa información, pero, por desgracia, sus juegos de manos nos tenían tan hipnotizados que ninguno le seguía.

Una vez, estando yo sentada en el vestíbulo leyendo La rama dorada, advirtió que tenía una primera edición en dos tomos muy estropeada. Insistió en que fuéramos de expedición a Samuel Weiser’s para disfrutar de la tercera edición, que era la mejor y estaba muy ampliada. Weiser’s albergaba la mayor selección de libros sobre temas esotéricos de Nueva York. Accedí a ir si él y Robert no se colocaban, porque la combinación de los tres en el mundo exterior, en una librería ocultista, ya era suficientemente letal.

Harry conocía a los hermanos Weiser bastante bien, y me dieron la llave de una vitrina para que examinara la famosa edición de 1955 de La rama dorada, que consistía en trece recios tomos verdes con interesantes títulos como El espíritu del maíz y El chivo expiatorio. Harry se metió en una sala contigua con el señor Weiser, muy probablemente para descifrar algún manuscrito místico. Robert estaba leyendo el Diario de un drogadicto.

Teníamos la impresión de que habían pasado horas. Harry tardaba mucho en regresar y lo encontramos inmóvil en medio de la librería como si estuviera paralizado. Lo observamos durante un buen rato, pero no se movió. Por fin, Robert, desconcertado, se acercó y le preguntó:

—¿Qué haces?

Harry lo miró con ojos de chivo hechizado.

—Leo —respondió.

Conocimos a muchas personas enigmáticas en el Chelsea, pero, por algún motivo, cuando cierro los ojos para pensar en ellas, Harry es siempre el primero que veo. Tal vez porque fue la primera persona que conocimos allí. Pero, más probablemente, porque fue un período mágico y Harry creía en la magia.

El gran deseo de Robert era acceder al mundo que rodeaba a Andy Warhol, aunque no quería formar parte de su séquito ni actuar en sus películas. A menudo decía que conocía su juego y pensaba que, si pudiera hablar con él, Andy lo reconocería como a un igual. Aunque yo creía que Robert merecía ser recibido por Andy, me parecía improbable que pudieran dialogar sobre algo importante, porque Andy era como una anguila, perfectamente capaz de eludir cualquier confrontación seria.

Aquella misión nos condujo al triángulo de las Bermudas de Nueva York: Brownie’s, Max’s Kansas City y la Factoría, todos próximos entre sí. La Factoría se había trasladado de su domicilio original en la calle Cuarenta y siete al número 33 de Union Square. Brownie’s era un restaurante de comida sana cercano donde comían los acólitos de Warhol, y Max’s, el bar donde pasaban las noches.

Al principio, Sandy Daley nos acompañaba a Max’s porque estábamos demasiado intimidados para ir solos. No conocíamos las reglas y ella nos hizo de guía imparcial. Max’s funcionaba de una forma muy similar a un instituto, con la diferencia de que las personas populares no eran las animadoras ni los ases del fútbol y la reina del baile seguro que sería un hombre, vestido de mujer, más femenino que la mayoría de las mujeres.

Max’s Kansas City estaba en la esquina de la calle Dieciocho y Park Avenue South. Se suponía que era un restaurante, aunque pocos de nosotros teníamos dinero para comer allí. Era bien sabido que el propietario, Mickey Ruskin, simpatizaba con los artistas y hasta les ofrecía un bufet libre gratuito por el precio de una consumición. Se decía que aquel bufet, en el que había alitas de pollo, mantenía con vida a muchos artistas y reinonas en apuros. Yo no lo frecuenté porque trabajaba y Robert, que no bebía, era demasiado orgulloso para ir.

Había un gran toldo blanquinegro en el exterior y, encima, un cartel aún más grande que anunciaba que estabas a punto de entrar en Max’s Kansas City. Era un local informal y austero, decorado con grandes obras de arte abstracto que regalaban a Mickey artistas con cuentas astronómicas. Todo, salvo las paredes blancas, era rojo: sillas, manteles, servilletas. Hasta sus emblemáticos garbanzos se servían en boles rojos. La gran atracción era el plato de carne de res y langosta. La zona vip, bañada de luz roja, era el objetivo de Robert, y la meta definitiva, la legendaria mesa redonda que aún conservaba el halo rosado de su rey plateado ausente.

En nuestra primera visita, no pasamos de la parte delantera. Nos sentamos a una mesa, compartimos una ensalada y nos comimos los incomibles garbanzos. Robert y Sandy pidieron Coca-Cola. Yo tomé café. Apenas había ambiente. Sandy había conocido Max’s cuando era el centro social del universo subterráneo y Andy Warhol reinaba pasivamente en la mesa redonda con su carismática reina rubia platino, Edie Sedgwick. Las damas de honor eran hermosas, y entre los caballeros andantes estaban Ondine, Donald Lyons, Rauschenberg, Dalí, Billy Name, Lichtenstein, Gerard Malanga y John Chamberlain. En tiempos recientes, se habían sentado a la mesa redonda miembros de la realeza tales como Bob Dylan, Bob Neuwirth, Nico, Tim Buckley, Janis Joplin, Viva y The Velvet Underground. Max’s tenía un glamour tan enigmático como cabía desear. Pero por su arteria principal fluía la sustancia que terminó acelerando su mundo y derribándolos a todos, el speed. Las anfetaminas exacerbaron su paranoia, los despojaron de algunas de sus facultades innatas, les robaron su seguridad e hicieron estragos en su belleza.

Andy Warhol ya no estaba allí, ni tampoco su corte. Andy no salía tanto desde que Valerie Solanas le había disparado, pero también cabía la posibilidad de que se hubiera aburrido, como solía ocurrirle. Pese a su ausencia, Max’s continuaba siendo el local de moda en el otoño de 1969. La zona vip era el refugio de quienes querían las llaves del segundo reino plateado de Andy, a menudo descrito como un centro comercial más que artístico.

Nuestro debut en Max’s transcurrió sin incidentes y, por el bien de Sandy, derrochamos nuestro dinero en coger un taxi al hotel. Llovía y no queríamos que el largo vestido negro se le manchara de barro.

Durante un tiempo continuamos yendo a Max’s los tres juntos. Sandy no se implicaba emocionalmente en aquellas expediciones y amortiguaba mi conducta huraña e inquieta. Al final, me resigné y acepté el asunto de Max’s como una rutina más relacionada con Robert. Llegaba de Scribner’s después de las siete y nos tomábamos unos sándwiches calientes de queso en un restaurante barato. Robert y yo nos contábamos los chismes del día y nuestros progresos artísticos. Luego llegaba el interminable momento de decidir qué ponernos para ir a Max’s.

Sandy no tenía un vestuario variado, pero era meticulosa con su aspecto. Poseía unos cuantos vestidos negros idénticos diseñados por Ossie Clark, el rey de King’s Road. Eran como elegantes camisetas hasta los pies, sin forma pero ligeramente ceñidos, de manga larga y cuello redondo. Parecían tan fundamentales para su imagen que yo a menudo fantaseaba con comprarle un armario entero.

Me vestía como si fuera una figurante que se prepara para una toma de una película de la nouvelle vague. Tenía unas cuantas imágenes, entre ellas, una camiseta rayada de cuello de barca y un pañuelo rojo como Yves Montand en El salario del miedo, una imagen bohemia parisina con medias verdes y zapatillas de ballet rojas, o mi versión de Audrey Hepburn en Cara de ángel, con un jersey negro largo, medias negras, calcetines blancos y zapatillas deportivas negras. Fuera cual fuese el guión, necesitaba unos diez minutos para prepararme.

Para Robert, vestirse era arte vivo. Se liaba un canuto fino, se lo fumaba y miraba sus escasas prendas de ropa mientras reflexionaba sobre sus accesorios. Reservaba la marihuana para hacer vida social, lo cual le relajaba pero le quitaba la noción del tiempo. Esperar mientras Robert decidía cuántas llaves colgarse de la hebilla del cinturón era cómicamente exasperante.

Sandy y Robert eran muy parecidos en su preocupación por el detalle. La búsqueda del accesorio apropiado podía imbuirlos en una caza estética del tesoro durante la cual investigaban a Marcel Duchamp o las fotografías de Cecil Beaton, Nadar o Helmut Newton. A veces, los estudios comparativos impulsaban a Sandy a hacer unas cuantas polaroids, lo cual suscitaba una conversación sobre la validez de las fotos con la Polaroid como arte. Finalmente, llegaba el momento de plantear la pregunta shakespeariana: ¿debería o no debería Robert llevar tres collares? Uno era demasiado sutil y dos no impactaban. De modo que el segundo debate era: ¿deberían ser tres o ninguno? Sandy comprendía que Robert estaba resolviendo una ecuación artística. Yo también lo sabía, pero, para mí, la cuestión era ir o no ir; en aquellas complicadas tomas de decisiones, mi capacidad de fijar la atención era la de un adolescente colocado.

——>>*<<——

La víspera de Halloween, cuando niños expectantes cruzaban corriendo la Tercera Avenida con sus coloridos disfraces de papel, salí de nuestra minúscula habitación con mi vestido de Al este del Edén, pisé los cuadros blancos del suelo ajedrezado, bajé varios tramos de la escalera y me detuve ante la puerta de nuestra nueva habitación. El señor Bard, fiel a su promesa, me había puesto en la mano la llave de la habitación 204 con un afectuoso movimiento de cabeza. Estaba justo al lado de la habitación donde Dylan Thomas había escrito sus últimas palabras.

El día de Todos los Santos, Robert y yo recogimos nuestras escasas pertenencias, las metimos en el ascensor y bajamos a la segunda planta. Nuestra nueva habitación daba a la parte de atrás. El baño, que estaba un poco sucio, se encontraba en el pasillo. Pero la habitación era preciosa, con dos ventanas desde las que se veían viejos edificios de ladrillo y altos árboles que casi habían perdido las hojas. Había una cama de matrimonio, un lavabo con un espejo y un armario empotrado sin puertas. El cambio nos animó.

Robert colocó sus sprays de pintura debajo del lavabo. Yo rebusqué en mi montón de ropa y encontré una tela de seda marroquí para tapar el hueco del armario. Había una mesa grande de madera que Robert podía utilizar para trabajar. Y, como la habitación estaba en la segunda planta, yo podía subir y bajar por la escalera; detestaba utilizar el ascensor. Aquello me permitía concebir el vestíbulo como una prolongación de la habitación, porque mi verdadero puesto estaba allí. Si Robert salía, yo podía escribir y disfrutar con el barullo de las idas y venidas de nuestros vecinos, que a menudo me ofrecían palabras de aliento.

Robert se pasó casi toda la noche sentado a la mesa, trabajando en las primeras páginas de un nuevo libro desplegable. Utilizó tres imágenes de fotomatón donde yo salía con mi sombrero de Vladimir Maiakovski y las rodeó de mariposas y ángeles de tela fina. Como de costumbre, me complacía muchísimo que utilizara una referencia a mí en su arte, como si a través de él fuera a ser recordada.

Nuestra nueva habitación era más apropiada para mí que para Robert. Yo tenía todo lo que necesitaba, pero no era lo bastante grande para que trabajaran dos personas. Como él utilizaba la mesa, clavé en la pared una lámina de papel satén Arches y comencé un dibujo de nosotros en Coney Island.

Robert bosquejaba instalaciones que no podía ejecutar y yo percibía su frustración. Centró su atención en hacer collares, animado por Bruce Rudow, que veía un potencial comercial en ellos. A Robert siempre le había gustado hacer collares, para su madre y luego para él. En Brooklyn, ambos nos habíamos hecho amuletos especiales, que poco a poco fuimos elaborando más y más. En la habitación 1017, el primer cajón de nuestra cómoda había estado repleto de cintas, cordel, minúsculas calaveras de marfil y cuentas de vidrio coloreado y de plata, que comprábamos por una miseria en rastros y tiendas religiosas españolas.

Nos sentábamos en la cama y hacíamos collares con perlas, cuentas africanas y semillas barnizadas de rosarios rotos. Mis collares eran un poco rudimentarios, pero los de Robert eran intrincados. Yo le tejía trenzas de cuero y él añadía cuentas, plumas, nudos y patas de conejo.

La cama no era el mejor lugar para trabajar, porque las cuentas se perdían entre los pliegues de la colcha o se caían al suelo y se incrustaban en las grietas de la madera.

Robert colgó unos cuantos collares terminados en la pared y el resto en una percha detrás de la puerta. A Bruce le entusiasmaron, lo cual impulsó a Robert a desarrollar nuevos enfoques. Quería hacer collares de piedras semipreciosas, montar patas de conejo en platino o engarzar calaveras en plata y oro, pero de momento utilizábamos lo que encontrábamos. Robert era un maestro en divinizar lo insignificante. Compraba el material en Lamston’s, el almacén de baratillo que había enfrente del Chelsea, y en Capitol, la tienda de artículos de pesca situada unas casas más abajo.

En Capitol se podían comprar impermeables, cañas de bambú para la pesca con mosca o un carrete Ambassador, pero a nosotros nos interesaban las cosas pequeñas. Comprábamos plumeros, señuelos con plumas y plomos diminutos. Los plumeros para pescar lucios eran los mejores para hacer collares, porque se fabricaban en una infinidad de colores además de jaspeado y blanco. El dueño se limitaba a suspirar y nos entregaba nuestras adquisiciones en una bolsita de papel de estraza como las que utilizaban las tiendas de chucherías a granel. Saltaba a la vista que no éramos pescadores profesionales, pero, cuando nos conoció, nos rebajó el precio de señuelos rotos con las plumas intactas y de una caja de pesca usada con bandejas abatibles, que era ideal para guardar nuestro material.

También estábamos pendientes de los clientes que pedían marisco en El Quixote. Cuando habían pagado la cuenta, yo recogía las pinzas de langosta en una servilleta. Robert las limpiaba, las lijaba y las pintaba con pulverizador. Yo rezaba una pequeña oración en agradecimiento a la langosta mientras él las ensartaba en un collar y añadía cuentas metálicas separadas por pequeños nudos. Yo hacía pulseras trenzando cordones de cuero y utilizando varias cuentas pequeñas. Robert se ponía todo lo que hacíamos con mucha seguridad. La gente mostraba interés y él abrigaba esperanzas de venderlo.

En el Automat no había langosta, pero era uno de nuestros sitios preferidos para comer. Era rápido y barato, si bien la comida aún parecía casera. Robert, Harry y yo íbamos juntos a menudo, aunque conseguir que ellos dos se pusieran en camino podía llevar mucho más tiempo que comer.

La rutina era más o menos la siguiente: tengo que subir a buscar a Harry. Él no encuentra las llaves. Miro en el suelo y las encuentro debajo de algún libro esotérico. Él se pone a leerlo y eso le recuerda otro libro que necesita. Se lía un canuto mientras yo busco ese otro libro. Llega Robert y se coloca con Harry. Entonces sé que es mi fin. Cuando van fumados, tardan una hora en hacer una cosa que lleva diez minutos. Luego Robert decide ponerse el chaleco vaquero que se ha hecho quitando las mangas a su chaqueta y vuelve a nuestra habitación. Harry piensa que mi vestido negro de terciopelo es demasiado lúgubre para llevarlo durante el día. Robert sube en el ascensor mientras nosotros bajamos por la escalera, frenéticas idas y venidas, como si estuviéramos representando las estrofas de «Taffy Was a Welshman».

Horn & Handart, el rey de los Automats, estaba justo al lado de la tienda de artículos de pesca. La rutina consistía en coger sitio y bandeja e ir hasta la pared del fondo, donde había una serie de ventanillas. Insertabas unas cuantas monedas en una ranura, abrías la trampilla de vidrio y sacabas un sándwich o un pastel de manzana. Un verdadero restaurante de dibujos animados. Mi plato favorito era la empanada de pollo o el bollo cubierto de semillas de amapola y relleno de queso, mostaza y lechuga. A Robert le gustaban las dos especialidades de la casa: los macarrones con queso y la leche con cacao. Ni él ni Harry entendían que no me gustara la famosa leche con cacao de Horn & Handart, pero, para un niña que se había criado a base de leche en polvo con sirope de chocolate Bosco, era demasiado densa, por lo que solo tomaba café.

Yo siempre tenía hambre. Enseguida metabolizaba lo que ingería. Robert podía pasarse sin comer mucho más tiempo que yo. Si no teníamos dinero, sencillamente no comíamos. Robert era capaz de funcionar, pese a notarse un poco débil, pero yo me sentía como si fuera a desmayarme. Una tarde de llovizna, se me antojó uno de aquellos sándwiches de queso y lechuga. Rebusqué entre nuestras cosas y encontré cincuenta centavos justos, me puse la trinchera gris y el sombrero de Maiakovski y fui al Automat.

Cogí una bandeja e inserté las monedas, pero la trampilla no se abrió. Volví a intentarlo, en vano, y entonces me di cuenta de que habían subido el precio a sesenta y cinco centavos. Estaba decepcionada, por no decir más, cuando oí una voz que decía: «¿Te ayudo?».

Me volví y era Alien Ginsberg. No nos conocíamos, pero era imposible no identificar el rostro de uno de nuestros grandes poetas y activistas. Miré sus penetrantes ojos oscuros, acentuados por su oscura barba rizada, y me limité a asentir con la cabeza. Alien insertó los quince centavos que faltaban y también me invitó a una taza de café. Sin abrir la boca, lo seguí hasta su mesa y empecé a comerme el sándwich.

Alien se presentó. Mientras él hablaba de Walt Whitman, mencioné que me había criado en Camden, donde estaba enterrado el poeta. Entonces se inclinó sobre la mesa y me miró con mucha atención.

—¿Eres una chica? —preguntó.

—Sí —respondí—. ¿Hay algún problema?

Él solo se rió.

—Lo siento. Te había tomado por un chico muy bello.

Lo comprendí de inmediato.

—¿Significa eso que tengo que devolver el sándwich?

—No, disfrútalo. El error ha sido mío.

Me contó que estaba escribiendo una larga elegía para Jack Kerouac, que había muerto hacía poco.

—Tres días después del cumpleaños de Rimbaud —dije. Le estreché la mano y nos separamos.

Al cabo de un tiempo, Alien se convirtió en mi buen amigo y maestro. A menudo recordábamos nuestro primer encuentro y en una ocasión me preguntó cómo describiría la forma en que nos conocimos. «Yo diría que me diste de comer cuando tenía hambre», respondí. Y era verdad.

Nuestra habitación se estaba llenando de cosas. Ahora no solo contenía los portafolios, libros y la ropa, sino el material que Robert había guardado en la habitación de Bruce Rudow: tela metálica, gasa, bobinas de cuerda, sprays de pintura, cola, planchas de masonita, rollos de papel pintado, azulejos, linóleo y montones de revistas para hombres antiguas. Era incapaz de tirar nada de aquello. Utilizaba contenidos masculinos de un modo que yo no había visto, recortes de revistas que había conseguido en la calle Cuarenta y dos integrados en collages con líneas que, al entrecruzarse, atraían la mirada del espectador.

Yo le preguntaba por qué no hacía él las fotografías. «Oh, es demasiada complicación —respondía—. Me da pereza, y las copias saldrían demasiado caras». Había hecho fotografías en Pratt, pero se impacientaba demasiado con el lento proceso de revelado.

Entretanto, encontrar revistas para hombres era un verdadero suplicio. Yo me quedaba buscando libros en rústica de Colin Wilson mientras Robert iba a la trastienda. Daba un poco de miedo. Parecía que estuviéramos haciendo algo malo. Los dueños de aquellos negocios eran malhumorados y, si abrías una revista precintada, tenías que comprarla.

Tales transacciones crispaban a Robert. Las revistas eran caras (valían cinco dólares cada una) y no podía estar seguro de que el contenido le sirviera. Cuando por fin elegía una, regresaba al hotel de inmediato. Quitaba el precinto de celofán con la expectación de Charlie cuando desenvolvía una tableta de chocolate con la esperanza de encontrar un boleto dorado. Robert lo comparaba con las veces que pedía las cajas sorpresa anunciadas en las contraportadas de los tebeos sin decírselo a sus padres. Estaba pendiente del correo para interceptarlas y se llevaba sus tesoros al baño, donde echaba el pestillo, abría la caja y llenaba el suelo de trucos de magia, gafas de rayos X y caballitos de mar en miniatura.

A veces tenía suerte y había varias imágenes que podía utilizar en una obra existente, o una tan buena que le inspiraba una idea completamente nueva. Pero a menudo las revistas lo decepcionaban y las arrojaba al suelo, frustrado y arrepentido de haber derrochado nuestro dinero.

A veces las imágenes que escogía me desconcertaban, como en Brooklyn, pero comprendía su proceso. Yo había utilizado recortes de revistas de moda para hacer complicados disfraces a muñecas de papel.

«Deberías hacer las fotos tú», le decía.

Se lo decía continuamente.

De vez cuando, yo hacía mis propias fotografías, pero las llevaba a revelar a un Fotomat. No sabía nada de revelado. Me hice una idea del proceso viendo trabajar a Judy Linn. Después de graduarse en artes gráficas, Judy se había dedicado a la fotografía. A veces, cuando iba a visitarla a Brooklyn, nos pasábamos el día haciendo fotografías, yo era la modelo. Nos compenetrábamos como artista y modelo, teníamos las mismas referencias visuales.

Recurríamos a todo, desde Butterfield 8 a la nouvelle vague. Ella sacaba los fotogramas de nuestras películas imaginarias. Aunque yo no fumaba, me metía unos cuantos Kools de Robert en el bolsillo para conseguir una determinada imagen. Para las fotografías de nuestro Blaise Cendrars, necesitábamos un humo espeso; para las de nuestra Jeanne Moreau, una combinación negra y un cigarrillo.

Cuando le enseñaba las fotografías de Judy, a Robert le divertían mis personajes. «Patti, tú no fumas —decía, haciéndome cosquillas—. ¿Me estás robando tabaco?». Yo pensaba que se enfadaría, porque el tabaco era caro, pero, cuando volví a casa de Judy, me sorprendió dándome los dos últimos cigarrillos de su arrugado paquete.

«Sé que soy una falsa fumadora —dije—, pero no hago daño a nadie y, además, tengo que mejorar mi imagen». Todo por Jeanne Moreau.

Robert y yo continuamos yendo a Max’s, los dos solos, por la noche. Con el tiempo, adquirimos suficiente categoría para acceder a la zona vip, donde nos sentábamos en un rincón bajo una escultura fluorescente de Dan Flavin, bañados en luz roja. La portera, Dorothy Dean, había tomado simpatía a Robert y nos dejaba pasar.

Dorothy era menuda, negra e inteligentísima. Llevaba gafas de vampiresa, vestía conjuntos de chaqueta y jersey y había ido a las mejores escuelas. Montaba guardia en la entrada de la zona vip como un sacerdote abisinio que vela por el Arca de la Alianza. Nadie cruzaba la puerta a menos que ella lo autorizara. Robert respondía a su lengua mordaz y a su cáustico sentido del humor. Ella y yo manteníamos las distancias.

Yo sabía que Max’s era importante para Robert. Él me apoyaba tanto con mi obra que no podía negarle aquel ritual nocturno.

Mickey Ruskin nos permitía quedarnos sentados durante horas con un café o una Coca-Cola y no pedir casi nada. Algunas noches no había nada de ambiente. Regresábamos andando al hotel, exhaustos, y Robert decía que no volveríamos más. Otras noches la animación era frenética, un oscuro cabaret impregnado de la delirante energía del Berlín de los años treinta. Estallaban ruidosas peleas entre actrices frustradas y reinonas indignadas. Parecía que todas esperaran ser recibidas por un fantasma, y ese fantasma era Andy Warhol. Yo me preguntaba si a él le importaban siquiera un poco.

Una de aquellas noches, Danny Fields se acercó y nos invitó a sentarnos a la mesa redonda. Aquel sencillo gesto nos daba opción a establecernos como residentes permanentes, lo cual era un paso importante para Robert. Él reaccionó con elegancia. Se limitó a asentir con la cabeza y me condujo hasta la mesa. No dio ninguna muestra de cuánto significaba para él. Siempre he estado agradecida a Danny por el detalle que tuvo con nosotros.

Robert estaba a gusto porque al fin se encontraba donde quería. No puedo decir que yo me sintiera cómoda. Las chicas era bonitas pero crueles, quizá porque no parecía haber muchos varones interesados en ellas. Percibía que me toleraban y que Robert les atraía. Para ellas, era su objetivo, de igual modo que el círculo íntimo que ellos constituían lo era para él. Parecía que anduvieran todos tras él, hombres y mujeres, pero en esa época a Robert lo motivaba la ambición, no el sexo.

Estaba feliz de haber salvado aquel obstáculo pequeño y, no obstante, monumental. Pero yo, pese a no demostrarlo, pensaba que la mesa redonda, incluso en sus mejores momentos, estaba condenada por su propia naturaleza. Abandonada por Andy, vuelta a ocupar por nosotros, que sin duda volveríamos a abandonarla para dejar sitio a nuestros sucesores.

Miré a todas las personas de la zona vip, bañadas en luz roja como la sangre. Dan Flavin había concebido su instalación en respuesta al creciente número de víctimas mortales de la guerra de Vietnam. Ninguna de las personas que frecuentaban la zona vip iba a morir en Vietnam, pero pocas de ellas sobrevivirían a las crueles plagas de su generación.

——>>*<<——

Cuando regresaba con la colada hecha, me pareció oír la voz de Tim Hardin cantando «Black Sheep Boy». Robert había conseguido un tocadiscos a cambio de una mudanza y había puesto nuestro disco favorito. Fue una sorpresa para mí. No teníamos tocadiscos desde nuestra época en Hall Street.

Era el domingo anterior al día de Acción de Gracias. Aunque se estaba acabando el otoño, casi hacía calor. Había recogido nuestra ropa sucia, me había puesto un viejo vestido de algodón, unas medias de lana y un jersey grueso y me había ido a la Octava Avenida. Antes había preguntado a Harry si necesitaba lavar ropa, pero él había fingido horror ante la perspectiva de que tocara sus calzoncillos y me había despachado. Después de meter la ropa en la lavadora con una buena dosis de bicarbonato sódico, había ido a tomarme un café con leche a Asia de Cuba, que estaba a dos manzanas de la lavandería.

Doblé las prendas. Sonó la que llamábamos nuestra canción, «How Can You Hang On to a Dream?». Ambos éramos soñadores, pero Robert también pasaba a la acción. Yo ganaba el dinero, pero él poseía instinto y concentración. Tenía planes para sí mismo, pero también para mí. Quería que nos desarrolláramos como artistas, pero no había espacio. Todas las paredes estaban ocupadas. Él no tenía posibilidad de ejecutar las obras que concebía. Su pintura en spray era nociva para mi tos persistente. A veces subía a la azotea del Chelsea, pero ya empezaba a hacer frío y viento. Finalmente, decidió que iba a encontrar un espacio para los dos y empezó a consultar el Village Voice y a preguntar por ahí.

Entonces tuvo un golpe de suerte. Había un vecino, un inútil obeso con un abrigo arrugado que paseaba su bulldog francés por la calle Veintitrés. Él y su perro tenían la misma cara repleta de flácidos pliegues de piel. Lo llamábamos el Porquero. Robert se fijó en que vivía unas casas más abajo, encima del bar Oasis. Una noche se detuvo a acariciar el perro y entabló conversación con él. Le preguntó si sabía de alguna habitación libre en su edificio y el Porquero respondió que él tenía alquilada toda la segunda planta pero solo utilizaba la habitación delantera como trastero. Robert le preguntó si se la podía subarrendar. Al principio se mostró reacio, pero al perro le gustaba Robert y accedió. Se la ofreció por cien dólares mensuales a partir del primero de enero. Con un mes de fianza, podía dedicar lo que quedaba de año en vaciarla. Robert no sabía de dónde íbamos a sacar el dinero, pero selló el trato con un apretón de manos.

Me llevó a ver el espacio. Tenía ventanales con vistas a la calle Veintitrés y veíamos la Asociación de Jóvenes Cristianos y la parte superior del cartel del bar Oasis. Era lo que él necesitaba: al menos tres veces más grande que nuestra habitación, con mucha luz y una pared con un centenar de clavos.

—Podemos colgar los collares ahí —dijo.

—¿Podemos?

—Claro —respondió—. Tú también puedes trabajar aquí. Será nuestro espacio. Puedes ponerte a dibujar otra vez.

—El primer dibujo será del Porquero —dije—. Le debemos mucho. Y no te preocupes por el dinero. Lo conseguiremos.

Poco después, encontré una colección de veintiséis tomos de la obra completa de Henry James por una miseria. Estaba en perfecto estado. Conocía a un cliente de Scribner’s que la querría. Las guardas de seda estaban intactas, los fotograbados parecían nuevos y las páginas no tenían manchas. Saqué cien dólares limpios. Metí los billetes de cinco dólares en un calcetín, lo até con una cinta y se lo di a Robert. Él lo abrió y dijo: «No sé cómo lo haces».

Robert dio el dinero al Porquero y empezó a vaciar la mitad delantera del loft. Había mucho trabajo. Yo pasaba al salir de Scribner’s y lo encontraba hundido hasta las rodillas en los incomprensibles escombros del Porquero: tubos fluorescentes llenos de polvo, rollos de material aislante, estanterías de alimentos en conserva caducados, envases medio vacíos de detergentes sin etiquetas, bolsas de aspiradora, rollos de persianas rotas, cajas enmohecidas de impresos de Hacienda de hacía décadas y sucios fardos de revistas National Geographic atados con un cordel rojo y blanco que aproveché para trenzar pulseras.

Robert vació, limpió y pintó el espacio. Pedimos cubos al hotel, los llenamos de agua y los llevamos allí. Cuando terminamos, nos quedamos callados, imaginando las posibilidades que tenía. Jamás habíamos disfrutado de tanta luz. Incluso después de que Robert limpiara y pintara de negro la mitad de los ventanales, la luz seguía entrando a raudales. Encontramos un colchón, mesas de trabajo y sillas en la basura. Fregué el suelo con agua de eucalipto hervida en el hornillo eléctrico.

Lo primero que Robert llevó del Chelsea fueron nuestros portafolios.

Las cosas estaban mejorando en Max’s. Dejé de ser tan crítica y me relajé. No sé cómo, pero me aceptaron, aunque nunca encajé del todo. Se acercaban las navidades y reinaba una melancolía generalizada, como si todo el mundo recordara al mismo tiempo que no tenía adonde ir.

Incluso allí, en el territorio de las supuestas reinonas, Wayne County, Holly Woodlawn, Candy Darling y Jackie Curtís no se podían clasificar tan a la ligera. Eran artistas de performance, actrices y cómicas. Wayne era ingeniosa; Candy, guapa, y Holly, teatral, pero yo apostaba por Jackie Curtis. En mi opinión, era la que poseía más potencial. Conseguía desviar una conversación solo para soltar una de las frases lapidarias de Bette Davis. Y sabía cómo llevar un vestido barato. Con tanto maquillaje, era la versión setentera de una aspirante a estrella de los años treinta. Purpurina en los párpados. Purpurina en el cabello. Colorete con purpurina. Yo detestaba la purpurina y sentarme con Jackie significaba irme a casa embadurnada de ella.

Poco antes de la Navidad, Jackie parecía afligida. Le pedí una «bola de nieve», un manjar codiciado e inasequible. Era un enorme pedazo de tarta de chocolate rellena de helado de vainilla y cubierta de tiras de coco. Ella se la comió mientras el helado se manchaba con la purpurina de sus lágrimas. Candy Darling se sentó a su lado y la consoló con su voz tranquilizante mientras metía la uña pintada en su plato.

Jackie y Candy me conmovían especialmente por su modo de vivir la fantasía de que serían actrices. Ambas tenían facetas de Mildred Rogers, la vulgar camarera analfabeta de Servidumbre humana. Candy tenía el físico de Kim Novak, y Jackie, su dicción. Las dos se habían adelantado a su tiempo, pero no vivieron lo suficiente para ver la época a la que se habían adelantado.

«Pioneras sin fronteras», como diría Andy Warhol.

La noche de Navidad nevó. Caminamos hasta Times Square para ver la valla publicitaria blanca que proclamaba: «¡LA GUERRA HA TERMINADO! Si tú quieres. Feliz Navidad de John y Yoko». Estaba encima del quiosco donde Robert compraba casi todas sus revistas para hombres, entre Child’s y Benedict’s, dos restaurantes que no cerraban de noche.

Al alzar la vista, nos sorprendió la ingenua humanidad de aquel retablo neoyorquino. Robert me cogió de la mano y, mientras la nieve se arremolinaba a nuestro alrededor, lo miré a la cara. Él entrecerró los ojos y asintió, impresionado de ver que los artistas habían llegado a la calle Cuarenta y dos. Para mí, era el mensaje. Para Robert, el soporte.

Inspirados por aquello, regresamos a la calle Cuarenta y tres para contemplar nuestro espacio. Los collares colgaban de alcayatas y Robert había clavado algunos de nuestros dibujos en la pared. Fuimos hasta el ventanal y miramos la nieve que caía más allá del cartel fluorescente del bar Oasis con su sinuosa palmera. «Mira —dijo él—, está nevando en el desierto». Pensé en una escena de la película Scarface de Howard Hawks, donde Paul Muni y su chica están en una ventana, mirando un cartel de neón donde pone «El mundo es tuyo». Robert me apretó la mano.

Los años sesenta estaban tocando a su fin. Robert y yo celebramos nuestros cumpleaños. Robert cumplió veintitrés. Luego los cumplí yo. El número primo perfecto. Robert me hizo un corbatero con la imagen de la Virgen María. Yo le regalé una correa de cuero con siete calaveras de plata. Él se puso las calaveras. Yo me puse corbata. Nos sentíamos preparados para los años setenta.

«Es nuestra década», dijo él.

Viva entró en el vestíbulo con los aires inaccesibles de Greta Garbo, en un intento de intimidar al señor Bard para que no le pidiera el alquiler atrasado. La cineasta Shirley Clarke y la fotógrafa Diane Arbus entraron por separado, ambas como si tuvieran algo importante que hacer. Jonas Mekas, con su omnipresente cámara y su discreta sonrisa, fotografiaba los rincones más recónditos del Chelsea. Yo estaba parada en el vestíbulo, con un cuervo negro disecado que había comprado por una miseria en el Museo de los Indios Americanos. Creo que querían deshacerse de él. Había decidido llamarlo Raymond, por Raymond Roussel, el autor de Locus solus. Estaba pensando en lo mágico que era aquel vestíbulo cuando la pesada puerta acristalada se abrió como si la hubiera empujado el viento y entró una conocida figura envuelta en una capa escarlata y negra. Era Salvador Dalí. Miró a su alrededor con nerviosismo y, al ver mi cuervo, sonrió. Me puso su elegante mano huesuda en la coronilla y dijo:

—Eres como un cuervo, un cuervo gótico.

—Bueno —dije a Raymond—, otro día más en el Chelsea.

Corbatero, 30 de diciembre de 1969

A mediados de enero, conocimos a Steve Paul, el representante de Johnny Winter. Steve era un carismático empresario que había proporcionado a los sesenta uno de los grandes clubes rockeros de Nueva York, el Scene. Ubicado en una callejuela próxima a Times Square, se convirtió en un punto de reunión para músicos visitantes e improvisaciones musicales nocturnas. Vestido de terciopelo azul y perpetuamente desconcertado, era una mezcla de Oscar Wilde y el gato sonriente de Alicia. Estaba negociando un contrato de grabación para Johnny y se había instalado en el Chelsea.

Una noche coincidimos todos en El Quixote. En el poco tiempo que pasamos con Johnny, me fascinaron su inteligencia y su instinto para apreciar el arte. En la conversación, era franco y agradablemente excéntrico. Nos invitó a verlo tocar en el Fillmore East; yo jamás había visto un intérprete tan seguro en su interacción con el público. Era atrevido y descarado. Giraba como un derviche y se adueñaba del escenario mientras agitaba su velo de pelo albino. Rápido y fluido con la guitarra, hipnotizó al público con su mirada desviada y su picara sonrisa de demonio.

El 2 de febrero asistimos a una reducida fiesta en el hotel para celebrar que Johnny firmaba con Columbia Records. Pasamos casi toda la velada charlando con Johnny y Steve Paul. Johnny admiraba los collares de Robert y quiso comprarle uno; también hablaron de que Robert le diseñara una capa negra de rejilla.

Mientras charlábamos, me sentí físicamente inestable, maleable, como si estuviera hecha de barro. Nadie pareció dar indicios de que yo hubiera sufrido algún cambio. Los largos cabellos de Johnny me parecieron dos flácidas orejas blancas. Steve Paul, vestido de terciopelo azul, estaba apoyado en una montaña de almohadones, fumando canutos a cámara lenta, lo cual contrastaba con la presencia de Matthew, que entraba y salía de la habitación como una bala. Me sentía tan cambiada que escapé y me encerré en nuestro antiguo baño compartido de la décima planta.

No estaba segura de lo que me había ocurrido. Mi experiencia se parecía a la escena de «cómeme, bébeme» de Alicia en el país de las maravillas. Como ella, intenté reaccionar con contención y curiosidad a aquella experiencia psicodélica. Me dije que debían de haberme drogado con algún alucinógeno. Yo no tomaba ninguna clase de droga y mis limitados conocimientos provenían de observar a Robert o leer descripciones de las visiones inducidas por drogas de Gautier, Michaux y Thomas de Quincey. Me acurruqué en un rincón, sin saber qué hacer. Desde luego, no quería que nadie me viera cambiando de tamaño, aunque todo estuviera en mi cabeza.

Robert, que también debía de ir colocado, registró el hotel hasta encontrarme, se sentó en el pasillo junto a la puerta del baño y me estuvo hablando para ayudarme a encontrar el camino de vuelta.

Por fin, salí del baño. Dimos un paseo y regresamos al abrigo de nuestra habitación. Al día siguiente se nos pegaron las sábanas. Cuando me levanté, me puse histriónicamente gafas oscuras y una gabardina. Robert fue muy considerado conmigo y no me hizo ninguna broma, ni siquiera por la gabardina.

Tuvimos un día hermoso que terminó en una noche de inusitada pasión. Escribí felizmente sobre ella en mi diario y añadí un corazoncito como una muchacha adolescente.

Es difícil describir la velocidad con que cambiaron nuestras vidas en los meses siguientes. Parecía que jamás hubiéramos estado tan unidos, pero nuestra felicidad pronto se vería ensombrecida debido a la preocupación de Robert por el dinero.

No encontraba trabajo. Le preocupaba que no pudiéramos mantener los dos sitios. Recorría continuamente todas las galerías y solía regresar frustrado y desmoralizado. «No miran mi obra —se lamentaba—. Se enrollan para ver si ligan conmigo. Prefiero cavar zanjas a acostarme con esa gente».

Acudió a una agencia de empleo para encontrar trabajo a tiempo parcial, pero no le salió nada. Aunque vendía algún que otro collar, le estaba costando introducirse en el negocio de la moda. Se fue deprimiendo cada vez más por el dinero y por que fuera yo quien debía conseguirlo. Su preocupación por nuestra situación económica fue, en parte, lo que le impulsó a reconsiderar la idea de prostituirse.

Sus primeros intentos habían estado alimentados por la curiosidad y el romanticismo de Cowboy de medianoche, pero trabajar en la calle Cuarenta y dos le pareció duro. Decidió cambiar al territorio de Joe Dallesandro, en el East Side cerca de Bloomingdale’s, donde era más seguro.

Le supliqué que no fuera, pero él estaba decidido a intentarlo. Mis lágrimas no lo detuvieron, de modo que lo observé mientras se vestía para la noche que le esperaba. Lo imaginé aguardando en una esquina, arrebatado de entusiasmo, ofreciéndose a un desconocido con el propósito de ganar dinero para nosotros.

—Por favor, ten cuidado —fue todo lo que pude decir.

—No te preocupes. Te quiero. Deséame suerte.

¿Quién conoce el corazón de la juventud salvo la propia juventud?

——>>*<<——

Me desperté y él no estaba. Había una nota en la mesa. «No podía dormir —decía—. Espérame». Me levanté, y estaba escribiendo una carta a mi hermana cuando él entró en la habitación agitadísimo. Dijo que tenía que enseñarme una cosa. Me vestí a toda prisa y lo seguí a nuestro espacio. Subimos la escalera corriendo.

Al entrar, eché un rápido vistazo. La habitación parecía vibrar con su energía. Vi espejos, bombillas y cadenas esparcidos sobre una tela encerada de color negro. Robert había comenzado una nueva obra, pero me señaló otra apoyada en la pared de los collares. Había dejado de montar lienzos cuando perdió el interés por la pintura, pero conservaba uno de los bastidores. Lo había forrado con fotografías de sus revistas para hombres. Los rostros y los torsos de jóvenes envolvían el marco. Estaba casi temblando.

—Es bueno, ¿verdad?

—Sí —dije—. Una genialidad.

Era una obra relativamente simple, pero parecía poseer una fuerza innata. Nada en ella era excesivo. Era un objeto perfecto.

El suelo estaba sembrado de recortes de papel. La habitación hedía a cola y barniz. Robert colgó el bastidor en la pared, encendió un cigarrillo y lo contemplamos juntos en silencio.

Dicen que los niños no distinguen entre objetos animados e inanimados; yo creo que sí lo hacen. Un niño imparte a una muñeca o soldado de hojalata un hálito vital mágico. El artista dota su obra de vida como un niño con sus juguetes. Tanto en la vida como en su arte, Robert imprimía a los objetos su impulso creativo, su sagrada potencia sexual. Transformaba en arte un llavero, un cuchillo de cocina o un simple marco de madera. Amaba su obra y amaba sus cosas. En una ocasión cambió un dibujo por un par de botas de montar, nada prácticas pero casi bellas espiritualmente. Las lustraba con la dedicación de un mozo que cepilla a un lebrel antes de una carrera.

Aquel idilio con el buen calzado alcanzó su cima una noche cuando regresábamos de Max’s. Al doblar la esquina de la Séptima Avenida, nos tropezamos con un par de relucientes zapatos de piel de caimán abandonados en la acera. Robert los cogió, los apretó contra sí y declaró que eran un tesoro. De color marrón, con cordones de seda, no parecían usados. Entraron de puntillas en una de sus obras, que él a menudo desmontaba para ponérselos. Si metía varios pañuelos de papel en las estrechas punteras, le ajustaban bastante bien, aunque no eran muy apropiados para sus pantalones de peto y el jersey de cuello alto. Cambió el jersey por una camiseta negra de rejilla, se colgó un gran manojo de llaves de la hebilla del cinturón y se quitó los calcetines. Entonces estuvo listo para un noche en Max’s, sin dinero para el taxi pero con los pies relucientes.

La noche de los zapatos, como terminamos llamándola, fue para Robert una señal de que estábamos en el buen camino, aunque hubiera tantos caminos que se cruzaban entre sí.

Gregory Corso podía entrar en una habitación y crear un caos instantáneo, pero era fácil perdonarlo porque tenía el mismo potencial para crear una gran belleza.

Es posible que me lo presentara Peggy, porque estaban muy unidos. Le tomé mucha simpatía, por no mencionar que lo consideraba uno de nuestros grandes poetas. Mi desgastado ejemplar de su libro El feliz cumpleaños de la muerte estaba sobre la mesilla de noche. Gregory era el poeta más joven de la generación beat. Era guapo pese a estar algo castigado y andaba con la arrogancia de John Garfield. A menudo se tomaba a sí mismo a broma, pero su poesía se la tomaba siempre muy en serio.

Gregory adoraba a Keats y a Shelley y entraba tambaleándose en el vestíbulo con los pantalones caídos, declamando sus versos con elocuencia. Cuando me quejé de mi incapacidad para terminar ninguno de mis poemas, él me citó a Mallarmé: «Los poetas no terminan poemas, los abandonan —y luego añadió—: No te preocupes, te irá bien, chiquilla». Yo le pregunté: «¿Cómo lo sabes?». Y él me respondió: «Porque lo sé».

Gregory me llevó a The Poetry Project de San Marcos, un colectivo de poetas que se reunían en la histórica iglesia de la calle Diez Este. Cuando íbamos a escucharlos recitar, Gregory los interrumpía y gritaba: «¡Mierda! ¡Mierda! ¡Sin sangre! ¡Hazte una transfusión!», cuando le parecían prosaicos.

Al observar su reacción, tomé nota para asegurarme de no resultar nunca aburrida si algún día recitaba mis poemas.

Hotel Chelsea, habitación 204, 1970

Gregory me hizo listas de libros que leer, me dijo qué diccionario debía comprarme, me animó y me puso a prueba. Gregory Corso, Alien Ginsberg y William Burroughs fueron los maestros que tuve, y no hubo ninguno que no pisara el vestíbulo del hotel Chelsea, mi nueva universidad.

——>>*<<——

«Estoy harto de parecer un pastor —dijo Robert, inspeccionándose el pelo en el espejo—. ¿Me lo puedes cortar como un rockero de los años cincuenta?». Aunque estaba muy encariñada con sus rebeldes rizos, saqué las tijeras y pensé en la estética rockabilly mientras se los cortaba. Recogí uno con tristeza y lo metí entre las páginas de un libro mientras Robert, fascinado con su nueva imagen, se miraba en el espejo.

En febrero, me llevó a la Factoría para ver las primeras pruebas de Trash. Era la primera vez que nos invitaban y estaba muy ilusionado. La película no me conmovió. Quizá no fuera lo bastante francesa para mí. Robert se integró bien en el círculo de Warhol, aunque le desconcertó el ambiente aséptico de la nueva Factoría y le decepcionó que Andy Warhol no apareciera. A mí me tranquilizó ver a Bruce Rudow y él me presentó a su amiga Diane Podlewski, que interpretaba a la hermana de Holly Woodlawn en la película. Era una muchacha sureña de carácter dulce, con un peinado afro muy voluminoso y ropa marroquí. La reconocí por una fotografía de Diane Arbus tomada en el Chelsea, más chico que chica.

Cuando cogimos el ascensor para marcharnos, Fred Hughes, el representante de Warhol, se dirigió a mí en tono condescendiente: «¡Ohhh! Qué peinado tan de Joan Baez. ¿Cantas folk?». No sé por qué, dado que yo la admiraba, pero su comentario me fastidió.

Robert me cogió la mano.

«Ignóralo», dijo.

Pasé unos días de mal humor. Una de esas noches en que la mente comienza a recordar momentos desagradables, me puse a pensar en lo que había dicho Fred Hughes. Que le den, pensé, molesta por su condescendencia.

Me miré en el espejo colgado encima del lavabo. Me di cuenta de que no había cambiado de peinado desde la adolescencia. Me senté en el suelo y abrí las escasas revistas de rock que tenía. Habitualmente las compraba por si salían fotografías nuevas de Bob Dylan, pero no era a Bob a quien buscaba. Recorté todas las fotografías que encontré de Keith Richards. Las estudié durante un rato, cogí las tijeras y salí de la época folk a base de tijeretazos. Me lavé el pelo en el baño del pasillo y me lo sequé con la toalla. Fue una experiencia liberadora.

Cuando Robert regresó a casa, se sorprendió pero le gustó. «¿Qué mosca te ha picado?», preguntó. Me limité a encogerme de hombros. Pero, cuando fuimos a Max’s, mi peinado causó sensación. No podía dar crédito al interés que despertó. Aunque continuaba siendo la misma persona, de pronto mi estatus social mejoró. Mi peinado de Keith Richards estaba en boca de todos. Pensé en las chicas que conocí en el instituto. Soñaban con ser cantantes y terminaron siendo peluqueras. Yo no deseaba ninguna de las dos cosas, pero, al cabo de unas semanas, estaría cortando el pelo a mucha gente y cantando en La MaMa.

En Max’s alguien me preguntó si era andrógina. Le pregunté qué significaba eso. «Ya sabes, como Mick Jagger». Imaginé que debía de ser bueno. Pensé que la palabra significaba hermoso y feo al mismo tiempo. Fuera cual fuese su significado, con un peinado así, me convertí milagrosamente en andrógina de la noche a la mañana.

De pronto, me llovieron las ofertas. Jackie Curtis me pidió que actuara en su obra Femme Fatale. No tuve ningún problema en sustituir a un muchacho que interpretaba la réplica masculina de Penny Arcade y soltaba frases como: «Podía tomarla o dejarla / y la tomó y luego la dejó».

La MaMa fue uno de los primeros teatros experimentales de Nueva York y también uno de los más marginales. En la facultad, yo había participado en algunas obras de teatro: fui Fedra en Hipólito de Eurípides y madame Dubonnet en El novio. Actuar me gustaba, pero aborrecía memorizar textos y el maquillaje compacto que te ponían. En realidad, no comprendía la vanguardia, aunque pensaba que trabajar con Jackie y su compañía podía ser divertido. Jackie me dio el papel sin hacerme ninguna prueba, de modo que no sabía dónde me metía.

——>>*<<——

Estaba sentada en el vestíbulo, intentando no dar la impresión de que esperaba a Robert. Me preocupaba cuando desaparecía en el laberinto de su mundo de prostitución. Incapaz de concentrarme, estaba en mi sitio de siempre, inclinada sobre mi cuaderno cuadriculado naranja, que contenía mi ciclo de poemas sobre Brian Jones. Tenía la pinta de Canción del sur —sombrero de paja, chaqueta de Hermano Conejo, botas de trabajo y pantalones bombacho— e insistía en la misma serie de frases cuando me interrumpió una voz extrañamente familiar.

—¿Qué haces, corazón?

Levanté la vista y vi el rostro de un desconocido que lucía las gafas oscuras perfectas.

—Escribo.

—¿Eres poeta?

—Puede.

Cambié de postura, fingí desinterés y simulé que no lo había reconocido, pero su forma de arrastrar la voz era inconfundible, y también su sonrisa taimada. Sabía a quién tenía delante; era el tío de No mires atrás. El otro. Bobby Neuwirth, el provocador pacifista. El álter ego de Bob Dylan.

Era pintor y cantautor y le gustaba el riesgo. Era el confidente de muchos de los grandes cerebros y músicos de su generación, solo un poco anterior a la mía.

Para disimular lo impresionada que estaba, me levanté, asentí con la cabeza y me dirigí a la puerta sin despedirme. Él me llamó.

—Oye, ¿dónde has aprendido a andar así?

Me volví.

—En No mires atrás.

Él se rió y me invitó a un chupito de tequila en El Quixote. Yo no bebía, pero me lo tomé de un trago, sin limón ni sal, solo para parecer interesante. Era fácil conversar con Bobby y hablamos de todo, de Hank Williams al expresionismo abstracto. Me pareció que le caía bien. Me quitó el cuaderno de las manos y lo hojeó. Supongo que vio potencial en él, porque dijo: «¿Te has planteado componer canciones?». No estuve segura de qué contestar.

«La próxima vez que nos veamos, quiero una canción tuya», añadió mientras salíamos del bar.

Fue todo lo que dijo. Cuando se marchó, juré componerle una canción. Había jugueteado con letras para Matthew, compuesto para Harry unas cuantas canciones que imitaban la música de los Apalaches, pero no me habían parecido gran cosa. Ahora tenía una verdadera misión y alguien digno de ella.

Robert volvió tarde a casa, malhumorado y un poco molesto porque me hubiera tomado una copa con un desconocido. Pero, a la mañana siguiente, coincidió conmigo en que era inspirador que alguien como Bob Neuwirth se interesara por mi trabajo. «A lo mejor es quien consigue que cantes —dijo—, pero no te olvides nunca del primero que quería que cantaras».

A Robert siempre le había gustado mi voz. Cuando vivíamos en Brooklyn, me pedía que le cantara mientras conciliaba el sueño y yo le cantaba a Piaf y baladas de James Child.

—No quiero cantar. Solo quiero componer canciones para él. Quiero ser poeta, no cantante.

—Puedes ser las dos cosas —dijo Robert.

Durante gran parte del día, pareció acosado por algún conflicto interno y fluctuó entre el afecto y el malhumor. Yo sabía que le pasaba algo, pero él no quería hablar.

Los días siguientes fueron de una calma desconcertante. Robert dormía mucho y, cuando se despertaba, me pedía que le leyera mis poemas, sobre todo los que componía para él. Al principio me preocupó que le hubieran herido. Entre sus largos silencios, consideré la posibilidad de que hubiera conocido a alguien.

Reconocí los silencios como señales. Ya habíamos pasado por aquello. Aunque no hablamos de ello, me fui preparando para los cambios que se avecinaban. Robert y yo continuábamos teniendo relaciones íntimas y creo que a los dos nos resultaba difícil hablar las cosas abiertamente. De forma paradójica, él parecía quererme más cerca. Quizá fuera la intimidad previa al final, como un caballero que compra joyas a su amante antes de decirle que su relación se ha acabado.

Domingo, luna llena. Robert estaba crispado y, de pronto, necesitó salir. Me miró durante mucho rato. Le pregunté si estaba bien. Él dijo que no lo sabía. Lo acompañé hasta la esquina. Me quedé en la calle, mirando la luna. Más tarde, como estaba nerviosa, salí a tomar un café. La luna se había vuelto roja como la sangre.

Cuando por fin regresó apoyó la cabeza en mi hombro y se quedó dormido. No me enfrenté a él. Más tarde revelaría que había cruzado una línea. Había estado con un hombre, y no por dinero. Lo encajé como pude. Mi armadura aún tenía sus puntos vulnerables y Robert, mi caballero, la había agujereado, pese a que no deseaba hacerlo.

Comenzamos a hacernos más regalos. Bagatelas que encontrábamos en un rincón polvoriento del escaparate de una tienda de empeños. Objetos que nadie más quería. Cruces de pelo trenzado, deslustrados amuletos y haikus de amor escritos en cintas y cuero. Nos dejábamos notas, pastelitos. Cosas. Como si pudiéramos taponar el agujero, reconstruir la pared resquebrajada. Llenar la herida que habíamos abierto para permitir la entrada a otras experiencias.

Hotel Chelsea, habitación 204, 1970

Llevábamos varios días sin ver al Porquero, pero habíamos oído los gemidos de su perro. Robert llamó a la policía y ellos echaron la puerta abajo. El Porquero había muerto. Robert entró para identificar el cadáver, y se lo llevaron, también al perro. La parte trasera del loft era el doble de grande. Pese a sentirse muy mal, Robert no pudo evitar codiciarla.

Estábamos seguros de que nos echarían del estudio, dado que no teníamos contrato. Robert hizo una visita al propietario y le dijo la verdad sobre nuestra presencia allí. El dueño pensó que sería difícil alquilarlo por el persistente olor a muerte y orina de perro, y, en vez de echarnos, nos ofreció todo el loft por treinta dólares menos que nuestra habitación del Chelsea y un plazo de dos meses para limpiarlo y pintarlo. Para apaciguar a los dioses del Porquero, hice un dibujo titulado Vi un hombre, paseaba a su perro y, cuando lo terminé, Robert parecía estar en paz con la penosa marcha del Porquero.

Estaba claro que no podíamos permitirnos vivir en el Chelsea y tener, además, el loft entero. Yo no quería dejar el Chelsea, con su identificación con poetas y escritores, Harry y nuestro baño del pasillo. Hablamos mucho de ello. Yo me quedaría con la habitación delantera más pequeña y él con la parte de atrás. El dinero que ahorraríamos sufragaría los gastos fijos. Yo sabía que era lo más práctico, que incluso era una idea emocionante. Los dos tendríamos espacio para trabajar y estaríamos cerca del otro. Pero también era muy triste, en especial para mí. Me encantaba vivir en el hotel y sabía que cuando nos marcháramos todo cambiaría.

—¿Qué será de nosotros? —pregunté.

—Siempre habrá un nosotros —respondió.

Robert y yo no habíamos olvidado la promesa que nos habíamos hecho en el taxi que nos llevó del hotel Allerton al Chelsea. Era evidente que no estábamos listos para seguir por nuestra cuenta. «Solo estaré a una puerta de distancia», dijo él.

Tuvimos que apretarnos el cinturón. Necesitábamos reunir cuatrocientos cincuenta dólares, el alquiler y la fianza de un mes. Robert desapareció más de lo habitual y ganó algún que otro billete de veinte dólares. Yo había escrito algunas críticas discográficas y me enviaban montones de discos gratis. Cuando reseñaba los que me gustaban, los llevaba a una tienda del East Village que se llamaba Freebeing. Pagaban un dólar por disco, de modo que si tenía diez era un buen pellizco. De hecho, ganaba más vendiendo discos que escribiendo críticas. No era precisamente prolífica y, por lo general, elegía artistas poco conocidos como Patty Waters, Clifton Chenier o Albert Ayler. Mi interés no era tanto criticar como poner a los lectores sobre aviso de artistas que podían habérseles pasado por alto. Entre los dos conseguimos reunir el dinero.

Yo aborrecía hacer las maletas y limpiar. Robert asumió aquella carga de buen grado y sacó los escombros, limpió y pintó como había hecho en Brooklyn. Entretanto, mi tiempo estaba dividido entre Scribner’s y La MaMa. Por la noche, nos encontrábamos en Max’s después de mis ensayos. Entonces ya teníamos suficiente desenvoltura para sentarnos a la mesa redonda como veteranos.

El preestreno de Femme Fatale fue el 4 de mayo, el día que mataron a unos estudiantes de la Universidad Estatal de Kent. Nadie hablaba mucho de política en Max’s salvo de la política de la Factoría. Casi todo el mundo aceptaba que el gobierno estaba corrupto y que la guerra de Vietnam era una equivocación, sin embargo, la masacre de la Universidad de Kent ensombreció la producción y la noche no fue muy buena.

Las cosas mejoraron cuando la obra se estrenó oficialmente. Robert asistió a todas las representaciones y llevó a muchos de sus nuevos amigos. Entre ellos había una muchacha que se llamaba Tinkerbelle. Vivía en la calle Veintitrés, en el complejo de pisos London Terrace, y era una chica típica de la Factoría. A Robert le atraía su agudo ingenio, pero, pese a su aspecto picaro, también tenía una lengua afiladísima. Yo toleraba sus dardos con cordialidad, imaginando que, para Robert, ella era su versión de Matthew.

Fue Tinkerbelle quien nos presentó a David Croland. Físicamente, David hacía buena pareja con Robert. Era alto y esbelto con el pelo oscuro y rizado, la piel pálida y los ojos castaños. Era de buena familia y había estudiado diseño en Pratt. En 1965, Andy Warhol y Susan Bottomly lo vieron en la calle y lo contrataron para sus películas. Susan, conocida como International Velvet, se estaba preparando para ser la siguiente superestrella después de Edie Sedgwick. David tuvo un apasionado idilio con Susan y cuando ella lo dejó, en 1969, huyó a Londres, donde aterrizó en un terreno abonado para el cine, la moda y el rock and roll.

El director de cine escocés Donald Cammel lo tomó bajo su protección. Cammel se hallaba en el punto de confluencia de aquellas tres esferas; él y Nicolas Roeg acababan de colaborar en la película Performance con Mick Jagger. David, que era supermodelo en Boys Inc., tenía confianza en sí mismo y no se dejaba intimidar. Cuando lo reprendieron por utilizar su belleza, él replicó: «Yo no utilizo mi belleza. La utilizan otras personas».

Cambió Londres por París y regresó a Nueva York a principios de mayo. Tinkerbelle lo había acogido en su piso de London Terrace y tenía ganas de presentárnoslo. David era simpático y nos respetaba como pareja. Le encantaba visitar nuestro loft, al que llamaba nuestra factoría de arte, y manifestaba auténtica admiración cuando miraba nuestra obra.

La vida nos parecía más fácil con David en ella. A Robert le gustaba estar con él y que apreciara su obra. Fue David quien le consiguió uno de sus primeros encargos importantes, una doble página para el Esquire en la que aparecían Zelda y Scott Fitzgerald con los ojos tapados por una capa de pintura en spray. Robert recibió trescientos dólares, más de lo que había ganado de una sola vez en toda su vida.

David conducía un Corvair blanco con la tapicería roja, y nos llevaba a dar vueltas alrededor de Central Park. Era la primera vez que montábamos en un coche que no fuera un taxi o el de mi padre cuando nos recogía en la parada de autobús en Nueva Jersey. David no era rico, pero estaba en mejor situación económica que Robert y se comportaba con él de un modo generoso pero discreto. Lo invitaba a comer y pagaba la cuenta. Robert, a su vez, le regalaba collares y dibujitos. La suya era una gravitación totalmente natural. David introdujo a Robert en su mundo, una sociedad en la que él se integró enseguida.

Comenzaron a pasar cada vez más tiempo juntos. Yo observaba a Robert mientras se arreglaba para salir como si fuera un caballero que se prepara para una cacería. Lo escogía todo con mucho cuidado. El pañuelo de color que doblaría y se metería en el bolsillo trasero. La pulsera. El chaleco. Y su método, largo y lento, de peinarse. Él sabía que a mí me gustaba con el pelo un poco alborotado, y yo sabía que no domaba sus rizos para mí.

Robert estaba prosperando socialmente. Había empezado a conocer personas que frecuentaban la Factoría y trabó amistad con el poeta Gerard Malanga. Gerard manejaba un látigo de domador cuando bailaba en los conciertos de The Velvet Underground y llevó a Robert a sitios como Pleasure Chest, una tienda de accesorios eróticos. También lo invitó a las tertulias literarias más sofisticadas de Nueva York. Robert me insistió para que asistiera a una en el complejo de pisos Dakota, en casa de Charles Henri Ford, el director de View, la influyente revista que introdujo el surrealismo en Estados Unidos.

Me sentí como si estuviera cenando en casa de un familiar un domingo por la noche. Mientras varios poetas recitaban poemas interminables, me pregunté si en el fondo Ford no estaría deseando volver a encontrarse en las tertulias de su juventud, presididas por Gertrude Stein y frecuentadas por personas de la talla de Breton, Man Ray y Djuna Barnes.

En un determinado momento, se acercó a Robert y dijo: «Tienes los ojos increíblemente azules». A mí me pareció bastante curioso, considerando que los ojos de Robert eran célebres por ser verdes.

La capacidad de adaptación de Robert a aquellas situaciones sociales continuaba asombrándome. Era muy tímido cuando nos conocimos, pero, conforme cruzaba las desafiantes aguas de Max’s, el Chelsea y la Factoría, lo veía florecer.

——>>*<<——

Nuestro tiempo en el Chelsea se estaba acabando. Aunque viviríamos a poca distancia del hotel, yo sabía que las cosas serían distintas. Creía que trabajaríamos más pero perderíamos cierta intimidad, además de nuestra cercanía a la habitación de Dylan Thomas. Otra persona ocuparía mi puesto en el vestíbulo del Chelsea.

Una de las últimas cosas que hice en el Chelsea fue terminar el regalo de cumpleaños de Harry. «Alchemical Roll Call» era un poema ilustrado sobre las cosas de alquimia de las que habíamos hablado Harry y yo. Estaban reparando el ascensor, de modo que subí a la habitación 705 por las escaleras. Harry abrió la puerta antes de que llamara, llevaba un jersey de esquiar en pleno mes de mayo. Sostenía un cartón de leche como si estuviera a punto de vaciárselo en los platos de sus ojos.

Examinó mi regalo con gran interés y lo archivó de inmediato. Aquello era un honor y una maldición, porque seguro que desaparecería para siempre en el vasto laberinto de su archivo.

Decidió poner algo especial, un ritual de peyote que había grabado hacía años. Intentó colocar la cinta, pero tenía problemas con su magnetófono, un Wollensak de bobina abierta. «Esta cinta está más enredada que tu pelo», dijo con impaciencia. Me miró un momento y se puso a rebuscar en sus cajones y cajas hasta encontrar un cepillo de plata y marfil con las cerdas largas y pálidas. Fui a cogerlo. «¡No lo toques!», me regañó. Sin mediar palabra, se sentó en su silla y yo lo hice a sus pies. En completo silencio, me desenredó todos los nudos que tenía. Pensé que tal vez el cepillo había pertenecido a su madre.

Después, me preguntó si tenía dinero. «No», dije, y él fingió que se enfadaba. Pero yo conocía a Harry. Solo quería atenuar la intimidad de aquel momento. Cuando surgía un momento hermoso, Harry no podía evitar darle la vuelta.

El último día de mayo, Robert reunió a sus nuevos amigos en su parte del loft. Puso canciones de Motown en nuestro tocadiscos y parecía felicísimo. El loft era mucho más grande que nuestra habitación. Hasta teníamos espacio para bailar.

Al cabo de un rato, me marché y regresé a nuestra vieja habitación del Chelsea. Me senté en la cama y me puse a llorar. Luego me lavé la cara en nuestro pequeño lavabo. Fue la primera y única vez que sentí que había sacrificado algo por Robert.

Enseguida nos adaptamos a nuestra nueva vida. Yo pisaba los cuadros blancos del suelo ajedrezado de nuestro vestíbulo como había hecho en el Chelsea. Al principio, dormimos los dos en mi parte mientras Robert acondicionaba la suya. La primera vez que por fin dormí sola, las cosas comenzaron bien. Robert me cedió el tocadiscos y escuché a Piaf y escribí, pero pronto descubrí que no podía conciliar el sueño. Pasara lo que pasase, estábamos habituados a dormir abrazados. En torno a las tres de la madrugada, me envolví en la sábana de muselina y llamé a la puerta de Robert con suavidad. Él la abrió al instante.

—Patti —dijo—, ¿por qué has tardado tanto?

Entré, intentando aparentar indiferencia. Era obvio que llevaba toda la noche trabajando. Vi un dibujo nuevo, los componentes para una nueva obra. Una fotografía mía junto a su cama.

—Sabía que vendrías —dijo.

—He tenido una pesadilla. No podía dormir. Y tenía que ir al baño.

—¿Has ido al Chelsea?

—No —dije—. He meado en un vaso de plástico.

—Patti, no.

Había que andar un buen trozo hasta el Chelsea en mitad de la noche si no te podías aguantar.

—Anda, colega —dijo—. Ven aquí.

Todo me distraía, pero sobre todo yo misma. Robert venía a mi parte del loft y me regañaba. Sin él para ordenar mis cosas, yo vivía en un caos extremo. Coloqué la máquina de escribir en un cajón de embalaje naranja. El suelo estaba sembrado de hojas de papel cebolla llenas de canciones a medio escribir, meditaciones sobre la muerte de Maiakovski y elucubraciones sobre Bob Dylan. Había discos que reseñar por doquier. Tenía a mis héroes clavados en la pared, pero mis esfuerzos parecían todo menos heroicos. Me sentaba en el suelo para intentar escribir y, en cambio, me cortaba el pelo. Las cosas que creía que pasarían no ocurrían. Sucedían cosas que no había previsto.

Fui a visitar a mi familia. Tenía que pensar sobre qué dirección debía tomar. Me preguntaba si estaba haciendo lo correcto. ¿Era todo frivolidad? Me remordía la culpa que había sentido cuando actué la noche en que mataron a los cuatro estudiantes de la Universidad Estatal de Kent. Quería ser artista, pero quería que mi obra sirviera para algo.

Mi familia estaba sentada a la mesa. Mi padre nos leyó a Platón. Mi madre hizo sándwiches de albóndigas. Como de costumbre, reinaba un ambiente de camaradería. Durante la velada, recibí una llamada inesperada de Tinkerbelle. Me soltó con brusquedad que Robert y David tenían una aventura. «Están juntos en este momento», dijo con cierto aire triunfal. Respondí que la llamada era innecesaria y que ya lo sabía.

Estaba aturdida cuando colgué el auricular, pero tuve que preguntarme si Tinkerbelle no había hecho más que expresar en palabras lo que yo ya había adivinado. No estaba segura de por qué me había llamado. No me hacía un favor; nuestra amistad no era tan estrecha. Me pregunté si lo había hecho por maldad o únicamente por chivarse. También cabía la posibilidad de que no estuviera diciendo la verdad. Durante el trayecto de regreso en autobús, tomé la decisión de no mencionarlo y brindar a Robert la oportunidad de decírmelo a su manera.

Él parecía nervioso, como la vez que tiró al váter el aguafuerte de Blake. Había estado en la calle Cuarenta y tres y había visto una nueva revista para hombres que parecía interesante, pero costaba quince dólares. Tenía el dinero, pero quería estar seguro de que la revista lo valía. El dueño lo había pillado mientras le sacaba el celofán. Se había puesto a chillar y a exigirle que se la pagara. Disgustado, Robert se la había tirado a la cabeza y él lo había perseguido. Robert había salido corriendo de la tienda en dirección al metro, y del metro, directo a casa.

—Todo por una maldita revista.

—¿Era buena?

—No lo sé. Lo parecía, pero él me ha quitado las ganas de tenerla.

—Deberías sacar tú las fotos. Seguro que serían mejores.

—No sé. Supongo que es una posibilidad.

Unos días después nos encontrábamos en casa de Sandy. Robert cogió su cámara Polaroid con aire despreocupado. «¿Me la dejas?», preguntó.

——>>*<<——

La cámara Polaroid en las manos de Robert. El acto físico, un rápido movimiento de muñeca. El chasquido al sacar la fotografía y la expectación, sesenta segundos para ver cómo había quedado. La inmediatez del proceso se adecuaba a su carácter.

Al principio, jugueteó con la cámara. No estaba totalmente convencido de que fuera lo suyo. Y la película era cara, diez fotos por unos tres dólares, una suma considerable en 1971. Pero tenían bastante más calidad que las del fotomatón y no había que llevarlas a revelar.

Fui su primera modelo. Se sentía cómodo conmigo y necesitaba tiempo para definir su técnica. El mecanismo de la cámara era sencillo, pero las opciones eran limitadas. Hicimos incontables fotografías. Al principio, Robert tuvo que frenarme. Yo quería que hiciera fotografías como la carátula de Bringing It All Back Home, donde Bob Dylan se rodea de sus cosas preferidas. Distribuí mis dados y mi matrícula con el logo de The Sinner, un disco de Kurt Weill, mi disco de Blonde on Blonde, y me vestí con una combinación negra como Anna Magnani.

—Hay demasiada porquería —dijo—. Deja que te saque solo a ti.

—Pero estas cosas me gustan —aduje.

—No estamos haciendo una carátula. Estamos haciendo arte.

—¡Odio el arte! —grité, y Robert hizo la fotografía.

Él fue su primer modelo masculino. Nadie podía cuestionarle cuando se fotografiaba a sí mismo. Tenía el control. Viéndose, decidía qué quería ver.

Estaba satisfecho con sus primeras imágenes, pero la película valía tanto que se vio obligado a dejar la cámara, aunque no por mucho tiempo.

Robert dedicaba muchas horas a mejorar su espacio y la presentación de su obra. Pero, a veces, me miraba con preocupación. «¿Va todo bien?», me preguntaba. Yo le decía que estuviera tranquilo. En verdad, yo hacía tantas cosas que su orientación sexual no era mi preocupación inmediata.

David me caía bien, Robert estaba creando obras excepcionales y, por primera vez, podía expresarme como quería. Mi habitación reflejaba el colorido desorden de mi mundo interior, parte furgón, parte reino de las hadas.

Una tarde vino a vernos Gregory Corso. Primero visitó a Robert y fumaron hierba, así que, cuando pasó a mi parte del loft, el sol ya había empezado a ponerse. Yo estaba sentada en el suelo escribiendo en la Remington. Gregory entró y examinó la habitación muy despacio. Vasos para orinar y juguetes rotos. «Sí, una habitación como las que a mí me gustan». Le acerqué un viejo sillón. Gregory se encendió un cigarrillo y se puso a leer mi montón de poemas abandonados. Se quedó dormido e hizo una pequeña quemadura en el brazo del sillón. La apagué con un poco de Nescafé. Él se despertó y se bebió el resto. Le di unos cuantos pavos para sus necesidades más apremiantes. Cuando se iba, miró un viejo crucifijo francés colgado encima de mi estera. Bajo los pies de Cristo había una calavera adornada con las palabras Memento mori. «Significa “Recuerda que eres mortal” —dijo Gregory—, pero la poesía no lo es». Asentí.

Cuando se marchó, me senté en el sillón y pasé los dedos por la quemadura de cigarrillo, una cicatriz dejada por uno de nuestros grandes poetas. Gregory siempre suponía problemas y hasta podía hacer estragos, pero nos regaló una obra tan pura como un cervatillo recién nacido.

La clandestinidad estaba asfixiando a Robert y a David. Los dos disfrutaban con un poco de misterio, pero creo que David era demasiado franco para seguir ocultándome su relación. Comenzaron a surgir tensiones entre ellos.

Aquella situación alcanzó su punto crítico en una fiesta en la que Robert y yo habíamos quedado con David y su pareja, Loulou de la Falaise. Estábamos bailando los cuatro. Loulou, una carismática pelirroja, célebre musa de Yves Saint Laurent e hija de una modelo de Schiaparelli y un conde francés, me caía simpática. Llevaba una recia pulsera africana; cuando se la quitó, tenía un cordel rojo alrededor de su finísima muñeca que, según decía, le había atado Brian Jones.

Parecía que todo iba bien, salvo que Robert y David no hacían más que separarse de nosotras para discutir acaloradamente en un rincón. De pronto, David agarró a Loulou de la mano, la sacó de la pista de baile y abandonó la fiesta de forma repentina.

Robert corrió tras él y yo lo seguí. Cuando David y Loulou estaban subiendo a un taxi, Robert gritó a David que no se marchara. Loulou miró a David, desconcertada, y le preguntó: «¿Sois amantes?». Él cerró la puerta con violencia y el taxi arrancó.

Robert se vio obligado a contarme lo que yo ya sabía. Mantuve la calma y guardé silencio mientras se esforzaba por encontrar las palabras apropiadas para explicar lo que acababa de suceder. Verlo tan torturado no me procuró ningún placer. Sabía que aquello era difícil para él, de modo que le expliqué lo que Tinkerbelle me había contado.

Él se puso furioso.

«¿Por qué no me has dicho nada?».

Enterarse de que Tinkerbelle no solo me había dicho que tenía una aventura, sino también que era homosexual lo dejó destrozado. Era como si hubiera olvidado que yo ya lo sabía. También debió de resultarle difícil porque era la primera vez que lo identificaban abiertamente con una orientación sexual. Su relación con Terry en Brooklyn había quedado entre nosotros tres, no había salido a la luz pública.

Se puso a llorar.

—¿Estás seguro? —le pregunté.

—No estoy seguro de nada. Quiero hacer mi trabajo. Sé que se me da bien. Es todo lo que sé. Patti —dijo, abrazándome—, nada de esto tiene que ver contigo.

Robert apenas dirigió la palabra a Tinkerbelle después de aquello. David se mudó a la calle Diecisiete cerca de donde había vivido Washington Irving. Yo dormía en mi lado de la pared y Robert en el suyo. Nuestras vidas estaban avanzando a tanta velocidad que no podíamos detenernos.

Más tarde, sola con mis pensamientos, tuve una reacción retardada. Me sentí apesadumbrada, decepcionada de que Robert no hubiera confiado en mí. Me había dicho que no tenía nada de que preocuparme, pero, al final, lo había tenido. No obstante, entendía por qué no podía contármelo. Creo que tener que definir sus impulsos y limitar su identidad en virtud de su sexualidad era impropio de él. Su deseo sexual por los hombres lo consumía, pero yo jamás sentí que me amara menos. Para él, no era fácil cortar nuestras ataduras físicas. Yo lo sabía.

Ambos seguíamos fieles a nuestra promesa. Ninguno iba a dejar al otro. No lo vi nunca a través del cristal de su sexualidad. Mi imagen de él permanecía intacta. Era el artista de mi vida.

Bobby Neuwirth entraba en Nueva York como un jinete libre y salvaje. Se apeaba de su montura y todos los artistas, músicos y poetas se agrupaban, una reunión de las tribus. Era un catalizador para la acción. Se presentaba sin avisar y me llevaba a conocer mundo, exponiéndome a otros artistas y músicos. Yo era un potro, pero él valoraba y alentaba mis torpes intentos de componer canciones. Quería hacer cosas que confirmaran su fe en mí. Desarrollé largos poemas orales inspirados en narradores de cuentos como Blind Willie McTeil y Hank Williams.

El 5 de junio de 1970 me llevó al Fillmore East para ver a Crosby, Stills, Nash & Young. De hecho, no era la clase de banda que me gustaba, pero me conmovió ver a Neil Young porque su canción «Ohio» me había causado una profunda impresión. Parecía consolidar la función del artista como comentarista responsable, dado que rendía homenaje a los cuatro jóvenes estudiantes de la Universidad Estatal de Kent que perdieron la vida en nombre de la paz.

Después fuimos en coche a Woodstock, donde The Band estaba grabando Stage Fright. Todd Rundgren era el ingeniero de sonido. Robbie Robertson estaba trabajando con ahínco, concentrándose en la canción «Medicine Man». Casi todos los demás fueron desapareciendo para irse de juerga. Me quedé hablando con Todd hasta el amanecer y descubrimos que ambos teníamos nuestra raíces en Upper Darby. Mis abuelos habían vivido cerca de la casa donde él nació y se crió. También éramos extrañamente similares: tímidos, sobrios, trabajadores, críticos y muy especiales.

Bobby continuó revelándome su mundo.

A través de él había conocido a Todd, a los artistas Brice Marden y Larry Poons y a los músicos Billy Swan, Tom Paxton, Eric Andersen, Roger McGuinn y Kris Kristofferson. Como una bandada de gansos, todos pusieron rumbo al hotel Chelsea para esperar la llegada de Janis Joplin. La única credencial que me permitía acceder al círculo íntimo de aquellas personas era la palabra de Bobby, y su palabra no admitía discusión. Me presentó a Janis Joplin como «la poeta» y, a partir de entonces, fue así como ella me llamó siempre.

Fuimos todos a Central Park para verla actuar en Wollman Rink. Las entradas estaban agotadas, pero había infinidad de gente diseminada por las rocas de los alrededores. Estuve con Bobby al lado del escenario, fascinada con la energía eléctrica de Janis. De pronto, comenzó a diluviar. Cuando se puso a relampaguear y tronar, dejaron el escenario vacío. Sin posibilidades de continuar, los ayudantes empezaron a desmontar el equipo. El público se negó a marcharse y comenzó a silbar.

Janis estaba destrozada.

—Me están silbando, tío —gritó a Bobby.

Él le apartó el pelo de los ojos.

—No te silban a ti, cariño —dijo—. Silban a la lluvia.

La efervescente comunidad de músicos alojados en el Chelsea en ese momento a menudo hallaba la forma de entrar en la suite de Janis con sus guitarras acústicas. Tuve el privilegio de verlos trabajar en canciones para su nuevo disco. Ella era la reina de la rueda radiante, sentada en su sillón con una botella de Southern Comfort, incluso por la tarde. Michael Pollard solía estar a su lado. Eran como gemelos inseparables, ambos con la misma forma de hablar, siempre diciendo «tío» entre frase y frase. Yo estaba sentada en el suelo cuando Kris Kristofferson cantó su «Me and Bobby McGee» y ella se le unió en el estribillo. Estuve allí en aquellos momentos, pero era tan joven y estaba tan absorta en mis pensamientos que apenas los reconocí como momentos.

Robert se perforó un pezón. Se lo hizo un médico en la habitación de Sandy Daley mientras estaba acurrucado en los brazos de David Croland. Ella lo rodó en 16 milímetros, un ritual impío, el Canto de amor de Robert. Yo confiaba en que, bajo la impecable dirección de Sandy, sería una toma hermosa. Pero el procedimiento me parecía repugnante y no fui, estaba segura de que se le infectaría, y ocurrió. Cuando le pregunté cómo había sido me respondió que interesante y asqueroso. Luego, nos fuimos los tres a Max’s.

Estábamos sentados en la zona vip con Donald Lyons. Al igual que las principales figuras masculinas de la Factoría, Donald era un neoyorquino de barrio de procedencia católico-irlandesa. Había sido un clasicista brillante en Harvard, destinado a triunfar en el mundo académico. Pero se quedó fascinado con Edie Sedgwick, que estudiaba arte en Cambridge, y la siguió a Nueva York, renunciando a todo. Donald podía ser extremadamente cáustico cuando bebía, y repartía insultos o provocaba risas entre sus acompañantes. En sus mejores momentos, hablaba con erudición sobre cine y teatro, y citaba arcanos textos latinos y griegos y largos pasajes de T. S. Eliot.

Donald nos preguntó si queríamos ver a The Velvet Underground, que tocaba arriba. El concierto señalaba su reunión en Nueva York y el debut de la música rock en directo en Max’s. Donald se extrañó de que yo no hubiera visto nunca a la banda e insistió en que subiéramos con él para verla tocar.

Me identifiqué de inmediato con la música, que tenía una palpitante cadencia surf. Nunca había prestado atención a las letras de Lou Reed y reconocí, sobre todo a través de los oídos de Donald, qué poesía tan potente contenían. En Max’s, la sala de arriba era pequeña, con un aforo inferior a un centenar de personas y, conforme The Velvet Underground entraba en calor, nosotros comenzamos a movernos.

Robert salió a bailar con David. Llevaba una fina camisa blanca abierta hasta la cintura, y se le transparentaba el aro de oro que le adornaba el pezón. Donald me cogió de la mano y bailamos más o menos. David y Robert bailaron clarísimamente. En nuestras diversas discusiones, Donald tenía razón con respecto a Homero, Heródoto y Ulises, y aún la tenía más con respecto a The Velvet Underground. Era la mejor banda de Nueva York.

El día de la Independencia, Todd Rundgren me preguntó si quería acompañarlo a Upper Darby para visitar a su madre. Lanzamos fuegos artificiales desde una parcela abandonada y nos comimos un helado Carvel. Después me encontré junto a su madre en el patio de su casa, mientras lo veía tocar con su hermana menor. La madre miraba con curiosidad su pelo multicolor y los pantalones acampanados de terciopelo. «He parido a un extraterrestre», soltó, lo cual me sorprendió, porque Todd parecía una persona muy sensata, al menos para mí. Cuando regresamos a Nueva York, los dos coincidimos en que éramos dos seres afines, tan extraterrestre uno como el otro.

Esa misma noche, en Max’s, me tropecé con Tony Ingrassia, un dramaturgo que no trabajaba en La MaMa. Me pidió que hiciera una prueba para un papel de Island, su nueva obra. Me mostré un poco reacia, pero, cuando me dio el guión, me prometió que no habría maquillaje compacto ni purpurina.

Parecía un papel fácil para mí porque no tenía que relacionarme con ninguno de los personajes de la obra. Mi personaje, Leona, estaba desconectado del mundo, se chutaba speed y divagaba sobre Brian Jones sin ninguna coherencia. Nunca supe bien de qué trataba la obra, pero era una epopeya de Tony Ingrassia. Como en el Candidato de Manchuria, participaba todo el mundo.

Me puse mi raída camiseta de cuello de barca y kohl alrededor de los ojos, pues debía tener el peor aspecto posible. Supongo que conseguí parecer una yonqui con ojeras. Había una escena en la que vomitaba. No fue ningún problema. Me bastó con retener en la boca durante varios minutos una buena cantidad de garbanzos machacados y harina de maíz para echar las papas. Pero una noche, durante el ensayo, Tony me trajo una jeringuilla y dijo, como si nada: «Inyéctate solo agua, sácate un poco de sangre del brazo y la gente creerá que te estás chutando».

Casi me desmayé. No podía ni mirar la jeringuilla, y aún menos pincharme.

—No pienso hacer eso —dije.

Ellos se sorprendieron.

—¿No te has chutado nunca?

Por mi aspecto, todo el mundo daba por sentado que me drogaba. Me negué a chutarme. Finalmente, extendieron cera caliente en mi brazo y Tony me enseñó cómo hacerlo.

A Robert le pareció graciosísimo que me hubiera visto en aquel aprieto y no paraba de tomarme el pelo. Él conocía bien mi fobia a las agujas. Le gustaba verme actuar. Asistía a todos los ensayos, vestido de una forma tan increíble que se habría merecido un papel. Tony Ingrassia lo miraba y decía: «Está fabuloso. Ojalá supiera actuar».

«Tú siéntalo en una silla —sugirió Wayne County—. No tendría que hacer nada».

Robert estaba durmiendo solo. Fui a llamar a su puerta y la encontré abierta. Me quedé viéndolo dormir, como había hecho cuando lo conocí. Continuaba siendo el mismo muchacho con el pelo enmarañado de pastor. Me senté en la cama y se despertó. Se apoyó en el codo y me sonrió. «¿Quieres meterte bajo las mantas, colega?». Comenzó a hacerme cosquillas. Nos peleamos y no pudimos parar de reír. Entonces se levantó de golpe. «Vamos a Coney Island —dijo—. Volveremos a sacarnos la foto».

Hicimos todo lo que nos gustaba. Escribimos nuestros nombres en la arena, fuimos a Nathan’s, paseamos por Astroland. Encargamos nuestra fotografía al mismo anciano y, por insistencia de Robert, me monté en su poni de peluche.

Nos quedamos hasta el atardecer y regresamos en metro. «Seguimos siendo nosotros», dijo Robert. Estábamos cogidos de la mano y me quedé dormida en su hombro en el viaje de vuelta.

Por desgracia, la nueva fotografía de los dos se perdió, pero aquella en la que aparezco montada en el poni, sola y un poco insolente, aún existe.

Robert estaba sentado en un cajón de embalaje naranja mientras yo le leía algunos de mis nuevos poemas.

—Deberías recitar para la gente —dijo, como hacía siempre.

—Recito para ti. Para mí es suficiente.

—Quiero que te escuchen todos.

—No, quieres que recite en una de esas espantosas tertulias.

Pero Robert, hay que decirlo, insistió y, cuando Gcrard Malanga le dijo que ese martes había una tertulia moderada por el poeta Jim Carroll, consiguió que le prometiera que recitaría.

Accedí a intentarlo y escogí un par de poemas que me parecieron apropiados. No me acuerdo de lo que recité, pero sí recuerdo qué llevaba Robert: un par de zahones dorados de lamé diseñados por él. Tuvimos una conversación sobre la bragueta que completaba el conjunto y decidimos que no la llevara. Era la fiesta nacional de la República Francesa y dije bromeando que rodarían cabezas cuando aquellos poetas lo vieran.

Jim Carroll me gustó de inmediato. Parecía una persona bella, esbelto y fuerte, con el pelo largo y cobrizo, unas Converse negras de media caña y un carácter dulce. Vi en él una mezcla de Arthur Rimbaud y Parsifal, el loco puro.

Mi estilo estaba evolucionando de la formalidad de la prosa poética francesa a la provocación de Blaise Cendrars, Maiakovski y Gregory Corso. A través de ellos, mi obra adquirió humor y una pizca de arrogancia. Robert era siempre mi primer oyente y gané mucha confianza con el simple hecho de recitarle mis poemas. Escuché grabaciones de poetas de la generación beat y de Oscar Brown, y estudié a poetas líricos como Vachel Lindsay y Art Carney.

Una noche, después de un ensayo mortalmente largo de Island, me tropecé con Jim, que merodeaba por la entrada del Chelsea y estaba comiéndose un polo. Le pregunté si quería acompañarme a tomarme un mal café en la bollería mala. Él dijo que por supuesto. Le comenté que me gustaba escribir allí. La noche siguiente, me llevó a tomar un café malo a Bickford’s de la calle Cuarenta y dos. Me dijo que a Jack Kerouac le gustaba escribir allí.

No estaba claro dónde vivía, pero pasaba mucho tiempo en el hotel Chelsea. La noche siguiente subió a casa conmigo y terminó quedándose a pasar la noche en mi parte del loft. Hacía mucho tiempo que no sentía algo intenso por alguien aparte de Robert.

Robert participaba del juego, pues nos habíamos conocido gracias a él. Se llevaba muy bien con Jim y, por suerte, dormir pared con pared no nos resultaba incómodo. A menudo, Robert se quedaba en casa de David y parecía alegrarse de que no estuviera sola.

A mi manera, me consagré a Jim. Lo tapaba con una manta mientras dormía. Por las mañanas, le llevaba bollos y café. Él no tenía mucho dinero y no se disculpaba por tener una adicción moderada a la heroína. A veces lo acompañaba cuando iba a pillar caballo. Yo no sabía nada de aquella clase de drogas salvo lo que había leído en El libro de Caín, el relato de Alexander Trocchi sobre un yonqui que escribe en una barca que surca los ríos de Nueva York mientras el caballo surca el río de su alma. Jim se chutaba en su mano pecosa, como un Huckleberry Finn con un lado oscuro. Yo apartaba la mirada y después le preguntaba si dolía. Él respondía que no, que no me preocupara por él. Luego me sentaba a su lado mientras recitaba a Walt Whitman y se quedaba más o menos dormido en el sillón.

Durante el día, mientras yo trabajaba, Robert y Jim iban paseando a Times Square. Los dos tenían cariño a los bajos fondos de la calle Cuarenta y dos y descubrieron que también compartían una afinidad por la prostitución, Jim para pagarse las drogas y Robert para pagar el alquiler. Incluso en aquel momento, Robert continuaba haciendo preguntas sobre él y sus deseos. No se sentía cómodo con que lo identificaran en virtud de su sexualidad, y se cuestionaba si se prostituía por dinero o por placer. Podía hablar de esos temas con Jim porque él no tenía prejuicios. Ambos obtenían dinero de los hombres, pero a Jim no le suponía ningún problema. Para él, solo eran negocios.

«¿Cómo sabes que no eres gay?», le preguntaba Robert.

Jim respondía que estaba seguro. «Porque siempre pido dinero».

Hacia mediados de julio, pagué el último plazo de mi primera guitarra. La tenía apartada en una tienda de empeños de la Octava Avenida y era una pequeña Martin acústica, modelo Parlor. Tenía una minúscula calcomanía de un pájaro azul en la tapa delantera y una correa trenzada multicolor. Compré un cancionero de Bob Dylan y aprendí unos cuantos acordes sencillos. Al principio no me sonaron demasiado mal, pero, cuanto más tocaba la guitarra, peor me sonaban. No me daba cuenta de que las guitarras tenían que afinarse. Se la llevé a Matthew y él me la afinó. Entonces pensé que, siempre que se desafinara, podría encontrar un músico y preguntarle si quería tocarla. Había muchos músicos en el Chelsea.

Había compuesto «Fire of Unknown Origin» como poema, pero, después de conocer a Bobby, lo convertí en mi primera canción. Me esmeré en encontrar algunos acordes para acompañarla con la guitarra y se la canté a Robert y a Sandy. Ella se mostró especialmente complacida. El vestido de la muerte era el suyo.

Death comes sweeping down the hallway in a lady’s dress

Death comes riding up the highway in its Sunday best

Death comes I can’t do nothing

Death goes there must be something that remains

A fire of unknown origin took my baby away[2]

Participar en Island me demostró que actuar se me daba bien. No sufría de miedo escénico y me gustaba suscitar una reacción en el público. Pero tomé nota de que no tenía madera de actriz. Tenía la impresión de que ser actor fuera como ser soldado: había que sacrificarse en aras de un bien mayor. Había que creer en la causa. Sencillamente, no podía renunciar lo suficiente a mí misma para ser actriz.

Interpretar a Leona determinó que la gente me percibiera, erróneamente, como a una adicta al speed. No sé cuánto tenía yo de actriz, pero sí era lo bastante buena para labrarme una reputación. La obra fue un éxito social. Andy Warhol vino todas las noches y manifestó un auténtico interés por trabajar con Tony Ingrassia. Tennessee Williams asistió a la última representación con Candy Darling colgada del brazo. Candy, en su elemento deseado, estaba eufórica de que la vieran con el gran dramaturgo.

Es posible que yo tuviera fuerza, pero carecía de la simpatía y el glamour trágico de mis compañeros. Los actores que hacían teatro alternativo estaban comprometidos y trabajaban duro bajo las órdenes de mentores como Ellen Stewart, John Vaccaro y el brillante Charles Ludlam. Aunque decidí no seguir su camino, agradecía lo que había aprendido. Pasaría algún tiempo antes de que pusiera en práctica mi experiencia teatral.

Cuando Janis regresó, en agosto, para repetir el concierto de Central Park cancelado a causa de la lluvia, parecía extremadamente feliz. Tenía ilusión por grabar y estaba resplandeciente a su llegada a Nueva York, ataviada con boas de plumas magenta, rosa y moradas. Las llevaba en todas partes. El concierto fue un gran éxito, y después fuimos todos a Remington, un bar de artistas próximo a Lower Broadway. Las mesas estaban ocupadas por su séquito: Michael Pollard, Sally Grossman, que era la muchacha del vestido rojo de la carátula de Bringing It All Back Home, Brice Marden, Emmett Grogan de The Diggers y la actriz Tuesday Weld. En la máquina de discos sonaba Charlie Pride. Janis se pasó la mayor parte de la fiesta con un hombre bien parecido por quien se sentía atraída, pero justo antes de cerrar, él se escabulló con una chica más guapa que ella. Janis se quedó destrozada. «Siempre me pasa lo mismo, tío. Otra noche sola», sollozó, apoyándose en el hombro de Bobby.

Bobby me pidió que la llevara al Chelsea y la vigilara. Subí con ella a su habitación y le hice compañía mientras se lamentaba de su destino. Antes de irme, le dije que le había compuesto una cancioncilla y se la canté.

I was working real hard

To show the world what I could do

Oh I guess I never dreamed

I’d have to

World spins some photographs

How I love to laugh when the crowd laughs

While love slips through

A theatre that is full

But oh baby

When the crowd goes home

And I turn in and I realize I’m alone

I can’t believe

I had to sacrifice you[3]

Janis dijo: «Esa soy yo, tía. Esa es mi canción». Cuando me iba, se miró en el espejo y se arregló los boas.

—¿Qué tal estoy, tía?

—Pareces una perla —respondí—. Eres una perla.

Jim y yo pasábamos mucho tiempo en Chinatown. Con él, todas las salidas eran aventuras flotantes, un viaje por las nubes altas de estío. Me gustaba verlo tratar a desconocidos. Íbamos a Hong Fat porque era barato, los wantanes estaban ricos y él conversaba con los viejos. Comías lo que te traían a la mesa o señalabas el plato de algún comensal porque la carta estaba en chino. Limpiaban las mesas vertiendo té caliente y secándolas con un trapo. Todo el restaurante olía a té oolong. A veces, Jim se ponía a hablar simplemente con uno de aquellos viejos de aspecto venerable, el cual nos guiaba por el laberinto de su vida, por las guerras del opio y los fumaderos de opio de San Francisco. Y después caminábamos de Mott a Mulberry y de allí a la calle Veintitrés, de regreso a nuestros días, como si nada hubiera ocurrido.

Le regalé un arpa cítara para su cumpleaños y le compuse largos poemas en Scribner’s durante mi descanso para comer. Confiaba en que se convirtiera en mi novio, pero aquello resultó imposible. Yo nunca le serviría como inspiración, aunque, al intentar expresar la intensidad de mis sentimientos, me volví más prolífica y creo que mejoré como escritora.

Jim y yo tuvimos algunos momentos muy dulces. Estoy segura de que también los hubo malos, pero mis recuerdos están teñidos de nostalgia y humor. Los nuestros fueron días y noches anárquicos, tan quijotescos como Keats y tan bárbaros como los piojos que pillamos, ambos seguros de que nos los había contagiado el otro mientras hacíamos un tedioso tratamiento con champú antipiojos Kwell en cualquiera de los baños del hotel Chelsea.

Jim era informal, evasivo, y a veces estaba demasiado colocado para hablar, pero también era amable, ingenioso y un verdadero poeta. Yo sabía que no me amaba, pero de todos modos lo adoraba. Con el tiempo, terminó distanciándose y me dejó un largo rizo de su cabello cobrizo.

Robert y yo fuimos a visitar a Harry. Él y un amigo estaban decidiendo quién debía ser el nuevo custodio de un cordero gris de juguete. Tenía tamaño reducido, ruedas y una larga cinta roja para arrastrarlo: era el cordero de Peter Orlovsky, el compañero de Alien Ginsberg. Cuando me lo confiaron, creí que Robert se enfadaría, porque le había prometido no tener en casa más basura inútil ni juguetes rotos. «Tienes que aceptarlo —dijo, poniéndome la cinta en la mano—. Es un clásico Smith».

Unos días después, Matthew apareció de improviso con una caja de singles. Estaba obsesionado con Phil Spector; parecía que la caja contuviera todos los singles que había grabado Phil. Miró a su alrededor con nerviosismo. «¿Tienes algún single?», me preguntó, inquieto.

Me levanté, hurgué entre mi ropa sucia y encontré mi caja de singles, era de color crema y estaba decorada con notas musicales. Matthew contó de inmediato nuestra colección conjunta.

—Tenía razón —dijo—. Tenemos la cantidad justa.

—¿La cantidad justa para qué?

—Para una noche de cien discos.

A mí me pareció lógico. Los pusimos, uno tras otro, empezando por «I Sold My Heart to the Junkman». Cada canción era mejor que la anterior. Me levanté de un salto y me puse a bailar. Matthew iba cambiando las caras como un pinchadiscos desquiciado. Entonces entró Robert. Miró a Matthew. Me miró a mí. Miró el tocadiscos.

Estaban sonando The Marvelettes. Dije: «¿A qué esperas?».

Él dejó caer el abrigo al suelo. Aún quedaban treinta y tres singles por poner.

Era una dirección famosa, dado que había albergado el Film Guild Cinema en los años veinte y un ruidoso club country dirigido por Rudy Vallée en los treinta. El gran artista expresionista y maestro Hans Hoffman regentó una pequeña academia en la tercera planta durante las dos décadas siguientes, donde tuvo alumnos como Jackson Pollock, Lee Krasner y Willem de Kooning. En los años sesenta, albergó el club Generation, donde solía ir Jimi Hendrix, y cuando el club cerró, él adquirió el espacio y construyó un estudio modernísimo en las entrañas del número 52 de la calle Ocho.

El 28 de agosto había una fiesta para celebrar su inauguración. Wartoke Concern llevaba la prensa. Las invitaciones eran muy codiciadas y conseguí la mía por mediación de Jane Friedman, que trabajaba en Wartoke. Jane también se había encargado de la publicidad para el festival de Woodstock. Bruce Rudow nos había presentado en el Chelsea y ella había mostrado interés por mi trabajo.

Yo estaba muy ilusionada con ir. Me puse mi sombrero de paja y fui a pie, pero, cuando llegué, fui incapaz de entrar. Jimi Hendrix subió la escalera y por casualidad me encontró sentada en un peldaño como un pasmarote y sonrió. Tenía que coger un avión a Londres para tocar en el festival de la isla de Wight. Cuando le dije que era demasiado cobarde para entrar, él se rió con dulzura y dijo lo contrario de lo que cabría esperar: que era tímido y las fiestas le ponían nervioso. Pasó un ratito conmigo en la escalera y me contó lo que proyectaba hacer con el estudio. Soñaba con reunir a músicos de todo el mundo en Woodstock. Se sentarían en círculo en un campo y tocarían sin parar. No importaba qué melodía, en qué tono o con qué ritmo. Seguirían tocando pese a la disonancia hasta encontrar un lenguaje común. Al final, grabarían aquel lenguaje abstracto universal de la música en su nuevo estudio.

«El lenguaje de la paz. ¿Te va?». Me iba.

No recuerdo si llegué a entrar en el estudio, pero Jimi jamás hizo realidad su sueño. En septiembre fui a París con mi hermana y Annie. Sandy Daley tenía un contacto en una compañía aérea y nos ayudó a encontrar vuelos baratos. París había cambiado en un año, al igual que había hecho yo. Era como si, poco a poco, el mundo entero estuviera siendo despojado de su inocencia. O quizá estuviera viendo con demasiada claridad.

Mientras paseábamos por el boulevard Montparnasse vi un titular que me apenó muchísimo: Jimi Hendrix est mort. 27 ans. Sabía qué significaban aquellas palabras.

Jimi Hendrix jamás tendría ocasión de regresar a Woodstock para crear un lenguaje universal. Jamás volvería a grabar en Electric Lady. Sentí que todos habíamos perdido a un amigo. Recordé su espalda, su chaleco bordado y sus largas piernas cuando subió la escalera y salió al mundo por última vez.

El 3 de octubre, Steve Paul nos mandó un coche a Robert y a mí para que nos llevara a ver a Johnny Winter en el Fillmore East. Johnny estaba pasando unos días en el Chelsea. Después del concierto regresamos todos a su habitación. Había tocado en el velatorio de Jimi Hendrix y juntos lloramos la pérdida de nuestro poeta de la guitarra y nos consolamos hablando de él.

Pero la noche siguiente nos reuniríamos otra vez en la habitación de Johnny para volver a consolarnos. Solo escribí dos palabras en mi diario: Janis Joplin. Había muerto de una sobredosis en la habitación 105 del hotel Landmark de Los Ángeles, con veintisiete años.

Johnny se hundió. Brian Jones. Jimi Hendrix, Janis Joplin. Estableció de inmediato el nexo de las jotas, mientras el dolor se le mezclaba con el miedo. Era muy supersticioso y le preocupaba ser el siguiente. Robert intentó calmarlo, pero me dijo: «Lo entiendo perfectamente. Es muy raro»; me propuso que le echara las cartas y lo hice. Las cartas hablaban de una vorágine de fuerzas encontradas, pero no auguraban ningún peligro inminente. Con cartas o sin ellas, Johnny no se enfrentaba a la muerte. Tenía algo especial. Johnny era inconstante. Incluso mientras se preocupaba por las muertes del club de la jota y se paseaba frenéticamente por la habitación, era como si no pudiera quedarse quieto el tiempo suficiente para morir.

——>>*<<——

Yo estaba dispersa y bloqueada, rodeada de canciones sin terminar y poemas abandonados. Iba tan lejos como podía y me topaba con una pared, mis limitaciones imaginarias. Y entonces conocí a un hombre que me reveló su secreto, y era bastante sencillo. Cuando te topas con una pared, solo tienes que derribarla a patadas.

Todd Rundgren me llevó al Village Gate para escuchar a una banda que se llamaba The Holy Modal Rounders. Todd había grabado su propio álbum, Runt, y estaba buscando material interesante para producirlo. En el Village Gate, las grandes estrellas como Nina Simone y Miles Davis cantaban arriba, mientras que los grupos más marginales tocaban en el sótano. Yo no había oído nunca a The Holy Modal Rounders, cuya «Bird Song» formaba parte de la banda sonora de Easy Rider, pero sabía que serían interesantes porque a Todd le gustaba música poco corriente.

Fue como estar en un baile country en Arabia con una banda de psicobilly. Me concentré en el batería, que parecía un fugitivo de la justicia escondiéndose detrás de su instrumento mientras los polis lo buscaban en otro sitio. Poco antes de terminar cantó un tema titulado «Blind Rage» y mientras aporreaba la batería pensé: «Este tío encarna la auténtica alma del rock and roll». Poseía belleza, energía y un magnetismo animal.

Me lo presentaron cuando fuimos a los camerinos. Dijo que se llamaba Slim Shadow. «Es un placer, Slim», dije. Le mencioné que colaboraba con una revista de rock llamada Crawdaddy y que quería escribir un artículo sobre él. Pareció que la idea le divertía. Se limitó a asentir mientras yo comenzaba a soltarle el rollo y le hablaba de su potencial, de cómo «te necesita el rock and roll».

«Pues no me lo había planteado», fue su lacónica respuesta.

Estaba segura de que Crawdaddy aceptaría un artículo sobre aquella futura salvación del rock and roll, y Slim accedió a ir a la calle Veintitrés para que lo entrevistara. Le divirtió mi desorden, se repantigó en la estera y me habló de él. Dijo que había nacido en un remolque y me contó una buena historia. Hablaba bien. En una afortunada inversión de papeles, el cuentacuentos fue él y no yo. Era posible que sus historias fueran incluso más inventadas que las mías. Tenía una risa contagiosa y era rudo, inteligente e intuitivo. Para mí, era el tipo con la boca de vaquero[4].

En los días siguientes, aparecía por la noche ante mi puerta con su sonrisa tímida y atractiva y yo cogía mi abrigo y salíamos a dar un paseo. Nunca nos alejábamos mucho del Chelsea, pero parecía que la ciudad se hubiera disuelto en un matorral de artemisa y la basura que arrastraba el viento se hubiera transformado en plantas rodantes.

Un frente frío se cernió sobre Nueva York en octubre. Empecé a tener una tos muy fea. La calefacción era imprevisible en el loft. No estaba concebido para vivir en él y de noche hacía frío. Robert a menudo se quedaba en casa de David y yo me tapaba con todas nuestras mantas y me quedaba despierta hasta muy tarde, leyendo tebeos de la Pequeña Lulú y escuchando a Bob Dylan. Las muelas del juicio me daban problemas y estaba agotada. Mi médico dijo que tenía anemia y me ordenó que tomara carne roja y bebiera cerveza negra, un consejo que dieron a Baudelaire durante el invierno que pasó en Bruselas solo y enfermo.

Yo tenía algo más de iniciativa que el pobre Baudelaire. Me puse un viejo abrigo de tela escocesa con los bolsillos muy grandes y robé dos pequeños filetes en Gristede’s con intención de freírlos en el hornillo eléctrico en la sartén de hierro fundido de mi abuela. Me sorprendió encontrarme con Slim en la calle y dimos nuestro primer paseo diurno. Preocupada por que la carne se me estropeara, tuve que terminar confesándole que llevaba dos filetes crudos en el bolsillo. Él me miró, intentando determinar si le estaba diciendo la verdad. Luego me metió la mano en el bolsillo y sacó un filete en mitad de la Séptima Avenida. Negó con la cabeza, fingiendo que me reprendía, y dijo: «Vale, preciosa, vamos a comer».

Subimos y enchufé el hornillo. Nos comimos los filetes en la misma sartén. Después de ese día, Slim se preocupó por si yo comía suficiente. Al cabo de unas noches, pasó por casa y me preguntó si me gustaba la langosta de Max’s. Le respondí que no la había probado nunca. Pareció sorprenderse.

—¿No has tomado langosta en Max’s?

—No, no he comido nunca en Max’s.

—¿Qué? Ponte el abrigo. Vamos a papear.

Cogimos un taxi hasta Max’s. Slim entró tranquilamente en la sala vip, pero no nos sentamos a la mesa redonda. Luego, pidió por mí. «Tráigale la langosta más grande que tenga». Advertí que todo el mundo nos estaba mirando. Me di cuenta de que nunca había ido a Max’s con ningún hombre aparte de Robert, y Slim era un hombre guapísimo. Y cuando llegó mi gigantesca langosta con mantequilla, también me di cuenta de que aquel vaquero quizá no tenía dinero para pagar la cuenta.

Mientras comía, advertí que Jackie Curtis me estaba haciendo señas con la mano. Supuse que querría parte de mi langosta, lo que me pareció bien. Envolví una carnosa pinza en una servilleta y la seguí al aseo de señoras. Jackie se puso a interrogarme de inmediato.

—¿Qué estás haciendo con Sam Shepard? —soltó.

—¿Sam Shepard? —dije—. Oh, no. Ese tío se llama Slim.

—Cielo, ¿no sabes quién es?

—Es el batería de The Holy Modal Rounders.

Jackie hurgó frenéticamente en su bolso, contaminando el aire con su colorete.

—Es un dramaturgo experimental buenísimo. Daban una obra suya en Lincon Center. ¡Ganó cinco Obies! —dijo a toda velocidad mientras se perfilaba las cejas. Yo la miré con incredulidad. Su revelación parecía un giro argumental en un musical de Judy Garland y Mickey Rooney.

—Bueno, eso no significa mucho para mí —dije.

—No seas tonta —insistió ella, agarrándome con histrionismo—. Puede meterte en Broadway. —Jackie tenía el don de convertir cualquier contacto fortuito en una película de la serie B.

No quiso la pinza de langosta.

—No, gracias, cielo. Ando tras una presa más grande. ¿Por qué no lo traes a mi mesa? Me encantaría saludarlo.

Yo no tenía los ojos puestos en Broadway ni estaba dispuesta a pasearlo como un trofeo, pero supuse que, aunque si lo que Jackie decía era cierto, seguro que tenía dinero para pagar la cuenta.

Regresé a la mesa y lo miré fijamente.

—¿Te llamas Sam? —pregunté.

—Oh, sí, así es —respondió él, arrastrando la voz como W. C. Fields. Pero en ese momento trajeron el postre, helado de vainilla con chocolate líquido.

—Sam es un buen nombre —dije—. Funcionará.

—Cómete tu helado, Patti Lee —dijo él.

Me sentía cada vez más fuera de lugar en la vorágine social de Robert. Él me acompañaba a meriendas, cenas y alguna que otra fiesta. Comíamos en mesas donde un único servicio tenía más tenedores y cucharas de los que necesitaba una familia de cinco. Nunca entendí por qué debíamos cenar separados ni por qué debía yo entablar conversación con personas que no conocía. Me limitaba a quedarme sentada, sintiéndome desgraciada mientras esperaba el plato siguiente. Nadie parecía tan impaciente como yo. No obstante, tenía que admirar a Robert cuando veía cómo se relacionaba con una facilidad que yo desconocía, ofreciendo fuego y manteniendo la mirada mientras hablaba.

Estaba comenzando a introducirse en la alta sociedad. En ciertos aspectos, su cambio social me resultaba más difícil de asimilar que su cambio sexual. Solo había tenido que comprender y aceptar la dualidad de su sexualidad. Pero, para seguirle los pasos en el terreno social, habría tenido que cambiar mis costumbres.

Algunos de nosotros nacemos rebeldes. Al leer la biografía de Nancy Mildford sobre Zelda Fitzgerald me identifiqué con su espíritu indómito. Me recuerdo pasando por delante de escaparates con mi madre y preguntándole por qué no los destrozaba la gente a patadas. Ella me explicó que había normas tácitas de conducta social y que ese era el modo de coexistir como personas. De inmediato, me sentí limitada por la noción de que nacemos en un mundo donde todo está determinado por quienes nos han precedido. Me esforcé por reprimir mis impulsos destructivos y, en cambio, desarrollé los creativos. Aun así, la niña contraria a las normas que llevaba dentro no había muerto.

Cuando expliqué a Robert las ganas que mi niña interior tenía de destrozar escaparates, él se rió de mí.

«¡Patti! Eres una mala semilla», dijo. Pero no era verdad.

En cambio, Sam se identificó con mi historia. No tuvo ningún problema en imaginarme con mis zapatitos marrones, rabiando por armar la gorda. Cuando le dije que a veces tenía ganas de dar una patada a un escaparate, solo dijo: «Dásela, Patti Lee. Yo te pago la fianza». Con Sam podía ser yo misma. Él comprendía mejor que nadie qué sentías al estar atrapado en tu propia piel.

Robert no congenió con Sam. Él me estaba animando a ser más refinada y le preocupaba que Sam solo exagerara mis modales irreverentes. Desconfiaban uno del otro y jamás lograron salvar aquella brecha. Un observador casual podría haberlo atribuido a que eran especies distintas, pero yo lo atribuía a que ambos tenían carácter y querían lo mejor para mí. Sin contar mis modales en la mesa, reconocía algo de mí en ambos y aceptaba sus encontronazos con humor y orgullo.

Alentado por David, Robert llevó su obra de galería en galería sin resultados. Impasible, buscó una alternativa y decidió exponer sus collages el día de su cumpleaños en la galería Stanley Amos del hotel Chelsea.

Lo primero que hizo fue ir a Lamston’s. Era más pequeño y barato que Woolworth’s. Robert y yo aprovechábamos cualquier excusa para fisgar entre su anticuado género: hilo, patrones, botones, artículos de droguería, las revistas Redbook y Photoplay, pebeteros, postales y bolsas de caramelos, pasadores y cintas. Robert compró montones de sus clásicos marcos plateados. A dólar la unidad, tenían mucho éxito y hasta los compraban personas como Susan Sontag.

Robert quería crear invitaciones únicas. Para ello, eligió una baraja de cartas ilustradas con porno blando que había comprado en la calle Cuarenta y dos e imprimió la información en el dorso. Luego las metió en un tarjetero de piel de vaca sintética que había encontrado en Lamston’s.

La exposición consistía en collages centrados en fenómenos de feria, pero Robert preparó un retablo bastante grande para la ocasión. Utilizó varios de mis objetos personales en aquella creación, entre ellos mi piel de lobo, un pañuelo bordado de terciopelo y un crucifijo francés. Discutimos un poco por su apropiación de mis cosas, pero, por supuesto, cedí y Robert dijo que nadie lo compraría. Solo quería que la gente lo viera.

Fue en la suite 510 del hotel Chelsea. La habitación estaba atestada de gente. Robert llegó con David. Cuando miré a mi alrededor, rememoré toda nuestra historia en el hotel. Sandy Daley, una de las personas que más apoyaba a Robert, estaba radiante. A Harry le fascinó tanto el retablo que decidió filmarlo para su película inspirada en Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny. Jerome Ragni, el coautor de Hair, compró uno de los collages. El coleccionista Charles Coles se citó con Robert para hablar de una futura compra. Gerard Malanga y Rene Ricard alternaron con Donald Lyons y Bruce Rudow. David fue un anfitrión elegante y el portavoz de la obra de Robert.

Ver a personas mirando la obra que yo había visto crear a Robert fue una experiencia muy intensa. Había dejado de pertenecer a nuestro mundo privado. Era lo que siempre había deseado para él, pero compartirla con otros despertaba mi instinto posesivo. No obstante, el sentimiento que prevalecía en mí era la alegría de ver la expresión satisfecha de Robert mientras vislumbraba el futuro que tan resueltamente había buscado y tanto se había esforzado por alcanzar.

En contra de su predicción, Charles Coles compró el retablo y no recuperé nunca la piel de lobo, el pañuelo ni el crucifijo.

——>>*<<——

«Está muerta». Bobby llamó desde California para decirme que Edie Sedgwick había muerto. Yo no la conocía, pero, cuando era adolescente, encontré una revista Vogue con una fotografía de ella en la que hacía una pirueta encima de una cama delante del dibujo de un caballo. Parecía profundamente ensimismada, como si en el mundo no existiera nadie más que ella. La arranqué y la clavé en la pared.

Bobby parecía sinceramente afligido por su prematura muerte. «Componle un poema», dijo, y prometí hacerlo.

Si quería componer una elegía para una muchacha como Edie, tenía que conectar con mi muchacha interior. Obligada a plantearme qué significaba ser mujer, me sumergí en mi esencia femenina, guiada por la muchacha ensimismada delante de un caballo blanco.

Estaba en la onda beat. Mis biblias se encontraban apiladas en pequeños montones. The Holy Barbarians. Los jóvenes airados. Rebusqué entre mis cosas y encontré algunos poemas de Ray Bremser. Me ponía a cien. Ray era como un saxofón humano. Percibías su facilidad para la improvisación en la manera en que el lenguaje se vertía como notas lineales. Inspirada, puse algo de Coltrane, pero no ocurrió nada. Solo estaba mareando la perdiz. Truman Capote acusó una vez a Kerouac de que no se sentaba a escribir, sino a mecanografiar. Pero Kerouac volcaba su alma en rollos de papel mecanográfico mientras aporreaba la máquina de escribir. Yo sí estaba mecanografiando. Me levanté con brusquedad, frustrada.

Cogí la antología de escritores beat y encontré «The Beckoning Sea», de George Mandel. Lo leí en voz baja y, después, a todo pulmón, para imbuirme del mar que anidaba en sus palabras y en el creciente ritmo de las olas. Seguí leyendo, declamando a Corso y Maiakovski y regresando al mar, para que George me ayudara a dar el salto.

Robert había entrado con sus pies felinos. Se sentó y asintió con la cabeza. Escuchó con todo su ser. Mi artista que no leería jamás. Luego se agachó y cogió un puñado de poemas del suelo.

—Tienes que cuidar mejor tu obra —dijo.

—Ni siquiera sé qué estoy haciendo —argüí, encogiéndome de hombros—, pero no puedo parar. Soy como un escultor ciego dando martillazos.

—Necesitas mostrar a la gente lo que sabes hacer. ¿Por qué no das un recital?

Me sentía frustrada con la escritura; no era una actividad suficientemente física.

Robert me dijo que tenía algunas ideas.

—Te conseguiré un recital, Patti.

Yo no esperaba dar ningún recital de poesía en un futuro próximo, pero la idea me fascinó. Había compuesto los poemas para mi propia satisfacción y la de unas pocas personas. Quizá fuera hora de averiguar si podía aprobar el examen de Gregory. En mi fuero interno, sabía que estaba preparada.

También había empezado a escribir más artículos para revistas de rock: Crawdaddy, Circus, Rolling Stone. Era una época en que la profesión de periodista musical podía ser una ocupación noble. Paul Williams, Nick Tosches, Richard Meltzer y Sandy Pearlman eran algunos de los escritores que admiraba. Tenía como modelo a Baudelaire, que escribió algunas de las críticas más grandes y personales del arte y la literatura del siglo XIX.

Recibí un álbum doble de Lotte Lenya entre un montón de discos para reseñar. Estaba decidida a que aquella gran artista fuera reconocida y llamé a Jann Wenner de Rolling Stone. No había hablado nunca con él y mi petición pareció desconcertarlo. Pero cuando le dije que en la carátula de Bringing It All Back Home Bob Dylan tenía un disco de Lotte Lenya en la mano, se ablandó. Tras la experiencia de mi poema para Edie Sedgwick, intenté reseñar el papel de Lotta Lenya como artista y potente presencia femenina. Concentrarme en aquel artículo me permitió fundir poesía y prosa, y me ofreció otro modo de expresarme. No creí que fueran a publicarlo, pero Jann me llamó para decirme que, pese a hablar como una camionera, había escrito un artículo excelente.

Colaborar con revistas de rock me puso en contacto con los escritores que admiraba. Sandy Pearlman me regaló The Age of Rock II, una antología publicada por Jonathan Eisen que reunía algunos de los mejores escritos sobre música del año anterior. El que más me conmovió fue un entusiasta pero bien informado artículo sobre música a cappella escrito por Lenny Kaye. Hablaba de mis raíces y me recordó las calles de mi juventud, donde los chicos se reunían en las esquinas para cantar melodías a tres voces de rhythm and blues. También contrastaba con el tono cínico y condescendiente de la mayoría de las críticas de la época. Decidí localizarlo y darle las gracias por un artículo tan inspirador.

Lenny trabajaba como dependiente en Village Oldies de Bleecker Street y me pasé por allí un sábado por la noche. La tienda tenía tapacubos en la pared y estanterías llenas de singles antiguos. En aquellos polvorientos montones de discos había casi cualquier canción que se te ocurriera buscar. En las visitas que hice más adelante, si no había clientes, Lenny ponía sus singles preferidos y bailábamos al ritmo de «Bristol Stomp» de The Dovells o nos marcábamos unos pasos de rock mientras Maureen Gray cantaba «Today’s the Day».

El ambiente estaba cambiando en Max’s. La residencia de verano de The Velvet Underground había atraído a los nuevos custodios del rock and roll. En la mesa redonda a menudo había músicos, prensa rockera y Danny Goldberg, que conspiraba para revolucionar el negocio de la música. Lenny se codeaba con Lillian Roxon, Lisa Robinson, Danny Fields y otros que, poco a poco, estaban haciendo suya la sala vip. Aún cabía esperar que Holly Woodlawn hiciera una entrada triunfal, Andrea Feldman bailara encima de las mesas y Jackie y Wayne hicieran gala de su genial desenvoltura, pero tenían sus días contados como centro de atención de Max’s.

Robert y yo pasábamos menos tiempo allí y buscábamos nuestros propios ambientes. No obstante, Max’s aún reflejaba nuestro destino. Robert había empezado a fotografiar a los clientes que llevaba Warhol aunque ya estuvieran en retirada. Y, poco a poco, yo me estaba codeando con el mundo del rock y con quienes lo habitaban, a través de la escritura y, a la larga, mis actuaciones.

Sam alquiló una habitación con balcón en el Chelsea. Me encantaba estar allí, volver a tener una habitación en el hotel. Podía ducharme siempre que quería. A veces solo leíamos sentados en la cama. Yo leía sobre Caballo Loco y él a Samuel Beckett.

Sam y yo tuvimos una larga discusión sobre nuestra vida en común. Entonces ya me había revelado que estaba casado y tenía un hijo pequeño. Quizá fuera la despreocupación de la juventud, pero yo no era del todo consciente de que nuestra irresponsabilidad podía afectar a otras personas. Conocí a su mujer, Olan, una actriz joven y con talento. No esperé jamás que Sam la dejara, y los tres nos adaptamos a aquel pacto tácito de coexistencia. Él se marchaba a menudo y me permitía quedarme sola en su habitación con sus vestigios: su manta india, la máquina de escribir y una botella de ron del Barrilito superior especial.

A Robert le horrorizaba la idea de que Sam estuviera casado. «Terminará dejándote», decía, pero eso yo ya lo sabía. Robert suponía que Sam era un vaquero imprevisible.

«Tampoco te gustaría Jackson Pollock», repliqué. Robert se limitó a encogerse de hombros.

Yo estaba escribiendo un poema para Sam, un homenaje a su obsesión con los vagones de ganado. Era un poema titulado «Ballad of a Bad Boy». Saqué la hoja de la máquina de escribir y lo leí en voz alta mientras me paseaba por la habitación. Funcionaba. Poseía la energía y el ritmo que estaba buscando. Llamé a la puerta de Robert. «¿Quieres oír una cosa?», dije.

Aunque estábamos un poco distanciados en aquel período, Robert con David y yo con Sam, teníamos nuestro territorio común. Nuestro arte. Como había prometido, Robert estaba decidido a conseguirme un recital. Intercedió por mí con Gerard Malanga, que iba a leer sus poemas en la iglesia de Saint Mark en febrero. Gerard accedió generosamente a que fuera su telonera.

The Poetry Project, liderado por Anne Waldman, era un foro deseable incluso para los poetas más consumados. Todo el mundo —Robert Creeley, Alien Ginsberg y Ted Berrigan entre otros— había recitado allí. Si leía mis poemas alguna vez, aquel tenía que ser el lugar. Mi objetivo no era solo hacerlo bien o defenderme. Era dejar huella en Saint Mark. Lo hacía por la poesía. Lo hacía por Rimbaud y lo hacía por Gregory. Quería impregnar la palabra escrita de la inmediatez y el ataque frontal del rock and roll.

Todd me sugirió que fuera agresiva y me regaló un par de botas negras de piel de serpiente para que me las pusiera. Sam sugirió que aña diera música. Pensé en todos los músicos que habían pasado por el Chelsea y entonces recordé que Lenny Kaye me había dicho que tocaba la guitarra eléctrica. Fui a verlo.

—Tocas la guitarra, ¿verdad?

—Sí, me gusta tocar la guitarra.

—¿Serías capaz de tocar un accidente de coche con una guitarra eléctrica?

—Sí —respondió él sin vacilar, y accedió a acompañarme. Vino a la calle Veintitrés con su Melody Maker y un pequeño amplificador Fender y tocó mientras yo recitaba mis poemas.

El recital estaba programado para el 10 de febrero de 1971. Judy Linn nos sacó una fotografía, a Gerard y a mí, sonriendo delante del Chelsea, para el folleto. Investigué si había algún buen augurio relacionado con la fecha: luna llena. El cumpleaños de Bertolt Brecht. Favorables los dos. En homenaje a Brecht, decidí inaugurar el recital cantando «Mackie Navaja». Lenny me acompañó con la guitarra.

La noche prometía. Gerard Malanga era un poeta y artista de performance muy carismático y atrajo a Andy Warhol y a casi toda la élite de su mundo, incluidos Lou Reed, Rene Ricard y Brigid Berlin. Los amigos de Lenny fueron a animarlo: Lillian Roxon, Richard y Lisa Robinson, Richard Meltzer, Roni Hoffman, Sandy Pearlman. Había un contingente del Chelsea entre los que se encontraban Peggy, Harry, Matthew y Sandy Daley. Poetas como John Giorno, Joe Brainard, Annie Powell y Bernadette Mayer. Todd Rundgren trajo a Miss Christine de The GTOs. Gregory cambiaba continuamente de postura en su asiento junto al pasillo mientras esperaba a ver con qué salía yo. Robert entró con David y se sentaron en primera fila, en el centro. Sam estaba apoyado en la barandilla del primer piso, animándome. El ambiente estaba electrizado.

Anne Waldman nos presentó. Yo estaba excitadísima. Dediqué la velada a delincuentes que iban de Caín a Genet. Escogí poemas como «Oath», que comenzaba: «Jesús murió por los pecados de alguien / pero no por los míos», y suavicé el tono con «Fire of Unknown Origin». Recité «The Devil Has a Hangnail» para Robert y «Cry me a River» para Annie. «Picture Hanging Blues», escrito desde la posición de la novia de Jesse James, estaba, con su estribillo, más próximo a una canción que todo lo que había escrito hasta entonces.

Terminamos con «Bailad of a Bad Boy», acompañado por los duros acordes rítmicos y el feedback eléctrico de Lenny. Era la primera vez que se tocaba una guitarra eléctrica en la iglesia de Saint Mark, lo que provocó aplausos y abucheos. Aquel era suelo sagrado para la poesía, objetaron algunos, pero Gregory estaba exultante.

El acto tuvo sus momentos cumbre. En mi actuación, recurrí a toda la arrogancia reprimida que pude reunir. Pero después estaba tan cargada de adrenalina que me comporté como un gallito. No di las gracias ni a Robert ni a Gerard. Tampoco hablé con sus amigos. Me largué con Sam y nos tomamos un par de tequilas con langosta.

Tuve mi noche y fue emocionante, pero pensé que lo mejor sería tomarme las cosas con calma y olvidarlo todo. No tenía la menor idea de cómo asimilar aquella experiencia. Aunque sabía que había ofendido a Robert, él no podía disimular lo orgulloso que estaba de mí. Por otra parte, yo no debía olvidar que había aflorado una faceta completamente distinta de cuya relación con el arte no estaba segura.

Tras mi recital de poesía me llovieron las ofertas. La revista Creem accedió a publicar varios de mis poemas. Me propusieron dar recitales en Londres y Filadelfia, Middle Earth Books se ofreció a publicar un opúsculo de mis poemas y Blue Sky Records, de Steve Paul, me propuso un posible contrato discográfico. Al principio, aquello me halagó, pero después me pareció embarazoso. Era una reacción más extrema que la suscitada por mi corte de pelo.

Me parecía que había sido demasiado fácil. Nada había sido tan fácil para Robert, ni para los poetas que yo admiraba. Decidí dar marcha atrás. Rechacé el contrato discográfico, pero dejé Scribner’s y empecé a trabajar para Steve Paul y su novia, Friday. Tenía más libertad y ganaba un poco más, pero Steve se pasaba el día preguntándome por qué prefería hacerle la comida y limpiarle las jaulas de los pájaros a grabar un disco. Yo no creía que estuviera destinada a limpiar jaulas, pero también sabía que no debía aceptar el contrato.

Pensaba en algo que había aprendido leyendo Crazy Horse: The Strange Man of the Oglalas, de Mari Sandoz. Caballo Loco cree que vencerá en la batalla, pero que, si se detiene a recoger el botín, será derrotado. Tatúa rayos en las orejas de sus caballos para que se lo recuerden mientras cabalga. Intentaba aplicar su lección a mi vida y procuraba no quedarme con un botín que no me había ganado.

Decidí que quería hacerme un tatuaje similar. Estaba sentada en el vestíbulo dibujando versiones de rayos en mi cuaderno cuando entró una mujer singular. Tenía una alborotada melena pelirroja, un zorro vivo en el hombro y la cara llena de delicados tatuajes. Advertí que, si le borraban los tatuajes, dejarían al descubierto el rostro de Vali, la chica de la tapa de Amor en la orilla izquierda. Su fotografía había hallado un lugar en mi pared hacía ya mucho.

Sin más preámbulos, le pregunté si me tatuaría la rodilla. Ella me miró y asintió con la cabeza, sin decir nada. En los días siguientes, acordamos que me haría el tatuaje en la habitación de Sandy Daley y que Sandy lo filmaría, al igual que había hecho con Robert cuando él se perforó el pezón, como si ahora me tocara a mí iniciarme.

Yo quería ir sola, pero Sam quiso estar presente. La técnica de Vali era primitiva: una aguja de coser muy grande que ella iba chupando, una vela y un tintero de tinta añil. Había decidido ser estoica y no abrí la boca mientras ella me tatuaba el rayo en la rodilla. Cuando terminó, Sam le pidió que le tatuara la mano izquierda. Ella le perforó repetidamente la carne entre los dedos índice y pulgar hasta que apareció una luna creciente.

Una mañana, Sam me preguntó dónde estaba mi guitarra y le dije que se la había regalado a mi hermana menor, Kimberly. Esa tarde me llevó a una tienda de guitarras del Village. Había guitarras acústicas colgadas de la pared, como en una casa de empeños, solo que el cascarrabias del dueño no parecía querer separarse de ninguna. Sam me dijo que escogiera la que quisiera. Miramos muchas Martins, incluyendo algunas bonitas con incrustaciones de madreperla, pero la que me llamó la atención fue una estropeada Gibson negra, un modelo de la Gran Depresión. La trasera se había resquebrajado y la habían reparado y los clavijeros estaban roñosos. Pero había algo en ella que me enamoró. Pensé que, por su aspecto, nadie la querría salvo yo.

—¿Estás segura de que es esta, Patti Lee? —me preguntó Sam.

—Es la única —dije yo.

Sam pagó doscientos dólares por ella. Yo creía que el dueño se alegraría, pero nos siguió por la calle, diciendo: «Si alguna vez no la quieren, se la volveré a comprar».

Fue un bonito detalle que Sam me comprara una guitarra. Me recordó a una película que había visto titulada Beau Geste, protagonizada por Gary Cooper. El actor interpreta a un soldado de la Legión Extranjera francesa que, a costa de su propia reputación, protege a la mujer que lo crió. Decidí poner Bo a la guitarra, tal como suena Beau. Así me recordaría a Sam, que también se había enamorado de la guitarra.

Bo, que sigo conservando como un tesoro, se convirtió en mi verdadera guitarra. Con ella he compuesto la mayor parte de mis canciones. Compuse la primera para Sam, anticipando su marcha. Los remordimientos pesaban en nuestra vida y obra. Nos sentíamos más unidos que nunca, pero él tenía que marcharse y los dos lo sabíamos.

Una noche, mientras permanecíamos en silencio, pensando en lo mismo, Sam se levantó de golpe y puso su máquina de escribir encima de la cama.

—Escribamos una obra de teatro —dijo.

—No sé cómo escribir teatro —respondí.

—Es fácil —dijo él—. Empezaré yo.

Describió mi habitación de la calle Veintitrés: las matrículas, los discos de Hank Williams, el cordero de juguete, la cama en el suelo, y a continuación introdujo su personaje, Slim Shadow.

Luego, me acercó la máquina de escribir y dijo:

—Te toca, Patti Lee.

Decidí llamar Cavale a mi personaje. Me inspiré en una escritora franco-argelina llamada Albertine Sarrazin, que, como Genet, fue una huérfana precoz que se movía fluidamente entre la literatura y la delincuencia. Mi libro preferido se titula La Cavale, que se ha traducido como La fuga.

Sam tenía razón. Escribir la obra no fue nada difícil. Nos limitamos a contarnos historias. Los personajes éramos nosotros y juntos plasmamos nuestro amor, imaginación e indiscreciones en Boca de cowboy. Quizá no fuera tanto una pieza teatral como un ritual. Ritualizamos el final de nuestro idilio y abrimos una puerta para la fuga de Sam.

Cavale es la delincuente de la historia. Secuestra a Slim y lo esconde en su guarida. Ambos se aman y discuten, y crean un lenguaje propio, improvisando poesía. Cuando llegamos a la parte en que teníamos que improvisar una discusión en un lenguaje poético, me entró miedo.

—No puedo hacerlo —dije—. No sé qué decir.

—Di lo que sea —me propuso Sam—. No puedes hacerlo mal cuando improvisas.

—¿Y si meto la pata? ¿Y si fastidio el ritmo?

—No puedes —dijo él—. Es como tocar la batería. Si te saltas un compás, creas otro.

En aquella sencilla conversación Sam me enseñó el secreto de la improvisación, un secreto al que he recurrido desde entonces.

Boca de cowboy se estrenó a finales de abril en el teatro American Place de la calle Cuarenta y seis Oeste. En la obra, Cavale intenta cambiar a Slim para que encaje en su imagen de salvador del rock and roll. Slim, al principio embriagado con la idea y cautivado por Cavale, debe terminar diciéndole que no puede hacer realidad su sueño. Slim Shadow regresa a su mundo, vuelve con su familia, retoma sus responsabilidades y deja sola a Cavale, liberándola.

Sam estaba ilusionado porque la obra era buena, pero ponerse al descubierto en el escenario le producía mucha tensión. Dirigidos por Robert Glaudini, los ensayos fueron desiguales y animados, sin la limitación de un público. El primer preestreno tuvo lugar en una escuela local y fue liberador porque los alumnos se rieron, aplaudieron y nos animaron. Parecía que estuviéramos colaborando con ellos. Pero en el preestreno oficial fue como si Sam despertara y tuviera que exponer sus problemas reales delante de personas reales.

En la tercera función, desapareció. Cancelamos la obra. Y, al igual que Slim Shadow, Sam regresó a su mundo, volvió con su familia y retomó sus responsabilidades.

Experimentar con la obra también me enseñó cosas de mí. No tenía la menor idea de cómo la imagen de Cavale de un «Jesús del rock and roll con boca de cowboy» podía aplicarse a lo que estaba haciendo, pero, mientras cantábamos, discutíamos y nos obligábamos a quitarnos la coraza, descubrí que en el escenario me sentía como en casa. No era actriz; no trazaba ninguna línea entre la vida y el arte. Era la misma dentro y fuera de él.

Antes de abandonar Nueva York para irse a Nueva Escocia, Sam me dio un sobre con dinero. Era para que me cuidase.

Me miró, mi vaquero con costuras indias. «Sabes, los sueños que tenías para mí no eran mis sueños —dijo—. A lo mejor son los tuyos».

Me encontraba en una encrucijada. No estaba segura de qué hacer. Robert no se recreó en la marcha de Sam. Y cuando Steve Paul se ofreció a llevarme a México con unos cuantos músicos más para componer canciones, me animó a ir. México representaba dos cosas que me encantaban: el café y Diego Rivera. Llegamos a Acapulco a mediados de junio y nos alojamos en un chalet inmenso con vistas al mar. No compuse muchas canciones, pero bebí mucho café.

Un peligroso huracán mandó a todo el mundo a casa, pero yo me quedé y, al final, regresé pasando por Los Ángeles. Fue allí donde vi una enorme valla publicitaria de L. A. Woman, el nuevo álbum de los Doors: la imagen de una mujer crucificada en un poste de telégrafos. Pasó un coche y oí los compases de su nuevo single sonando en la radio, «Riders on the Storm». Me remordió la conciencia por casi haber olvidado la influencia tan importante que había sido Jim Morrison para mí. Él me había dado la idea de fusionar poesía y rock and roll, y decidí comprar el álbum y hacerle una buena crítica.

Cuando regresé a Nueva York comenzaron a llegar de Europa noticias fragmentadas de su fallecimiento en París. Durante un día o dos nadie estuvo seguro de qué había sucedido. Jim había muerto misteriosamente en una bañera el 3 de julio, el mismo día que Brian Jones.

Al subir la escalera, supe que algo andaba mal. Oí a Robert gritando: «¡Te amo! ¡Te odio! ¡Te amo!». Abrí la puerta de su estudio. Estaba mirando un espejo ovalado, flanqueado por un látigo negro y una máscara de diablo que había pintado meses antes. Tenía un mal viaje, estaba debatiéndose entre el bien y el mal. El diablo era el ganador, transformándole las facciones, que tenía deformadas y rojas, como las de la máscara.

Yo carecía de experiencia en aquella clase de situaciones. Recordé cómo me había ayudado él cuando me drogaron en el Chelsea y le hablé con calma mientras quitaba la máscara y el látigo de su vista. Al principio me miró como si fuera una desconocida, pero pronto su respiración fatigosa se serenó. Agotado, me siguió hasta la cama, apoyó la cabeza en mi regazo y se quedó dormido.

Su dualidad de carácter me perturbaba, sobre todo porque temía que lo perturbara a él. Cuando nos conocimos, su obra reflejaba una creencia en Dios como amor universal. Sin saber cómo, se había descarriado. Su obsesión católica por el bien y el mal se había reafirmado, como si tuviera que escoger entre uno u otro. Había roto con la Iglesia y, ahora, la Iglesia se estaba rompiendo dentro de él. Su viaje exageraba su miedo a haberse aliado de forma irrevocable con las fuerzas oscuras, su pacto fáustico.

Se aficionó a decir que era malvado, en parte en broma o solo para sentirse distinto. Lo observé mientras se ceñía una bragueta de cuero. Sin duda, era más dionisíaco que satánico, más partidario de la libertad y de las experiencias extremas.

—Sabes que no necesitas ser malo para ser distinto —dije—. Eres distinto. Los artistas son una raza aparte.

Él me abrazó. Noté la presión de la bragueta.

—Robert —chillé—, no seas malo.

—Estabas avisada —dijo, guiñándome un ojo.

Robert se marchó y regresé a mi parte del loft. Lo vi fugazmente desde la ventana cuando pasó por delante de la Asociación de Jóvenes Cristianos. El artista y puto era también el buen hijo y el monaguillo. Estaba convencida de que volvería a abrazar la noción de que no hay mal puro, ni bien puro, sino solo pureza.

Como no tenía ingresos suficientes para dedicarse a una sola actividad, Robert continuaba trabajando en varias facetas artísticas a la vez. Hacía fotografía cuando podía permitírselo, diseñaba collares cuando disponía de los componentes y creaba obras con los materiales que encontraba. Pero no cabía duda de que se estaba decantando por la fotografía.

Yo fui su primera modelo y luego lo fue él. Comenzó haciéndome fotografías en las que incorporaba mis tesoros o sus objetos rituales y pasó a fotografiar desnudos y retratos. Con el tiempo, David, que era la musa ideal para Robert, me liberó de algunas de mis obligaciones. David era fotogénico y flexible y aceptaba de buen grado las insólitas propuestas de Robert, como posar tumbado sin más ropa que unos calcetines, desnudo y envuelto en redecilla negra o amordazado con una pajarita.

Robert continuaba utilizando la cámara Land 360 de Sandy Daley. La configuración y las opciones eran limitadas, pero, técnicamente, era sencilla y él no necesitaba fotómetro. Para conservar las instantáneas, extendía sobre ellas una sustancia cérea rosa. Si se le olvidaba, iban perdiendo color. Robert lo aprovechaba todo de la Polaroid, el cartucho para marcos, la lengüeta y, de vez en cuando, hasta los semifallos, manipulando la imagen con emulsión.

El precio de la película lo obligaba a no desaprovechar ninguna fotografía. No le gustaba cometer errores ni desperdiciar película y, por ese motivo, desarrolló decisión y un ojo rápido. Era preciso y prudente, primero por necesidad; luego, por costumbre. Observar sus veloces progresos era gratificante, porque me sentía parte de ellos. El credo que establecimos como artista y modelo era simple. Confío en ti, confío en mí.

——>>*<<——

En la vida de Robert entró una importante presencia nueva. David le había presentado al director de fotografía del Museo Metropolitano de Arte. John McKendry estaba casado con Maxime de la Falaise, una figura desatacada de la alta sociedad neoyorquina. John y Maxime permitieron acceder a Robert a un mundo que era todo lo glamuroso que él podía haber deseado. Maxime era una excelente cocinera y organizaba cenas muy elaboradas donde servía platos poco conocidos basados en su amplio conocimiento de la historia de la gastronomía inglesa. Por cada plato sofisticado que presentaba, sus invitados servían conversaciones igualmente bien aderezadas. Comensales habituales eran Bianca Jagger, Marisa y Berry Berenson, Tony Perkins, George Plimpton, Henry Geldzahler, Diane y el príncipe Egon de Fürstenberg.

Robert quería introducirme en aquel estrato de la sociedad: personas fascinantes y cultas que esperaba que pudieran ayudarnos y con las que creía que podía identificarme. Como de costumbre, aquello suscitó más de un conflicto entre ambos. Yo no iba bien vestida, estaba incómoda, si no aburrida, y pasaba más tiempo pululando por la cocina que charlando en la mesa. Maxime era paciente conmigo, pero John parecía entender realmente mi sensación de ser una extraña. A lo mejor también se sentía aislado. Yo lo apreciaba mucho y él hacía todo lo posible para que estuviera cómoda. Nos sentábamos juntos en su canapé estilo imperio y él me leía pasajes de Iluminaciones de Rimbaud en el francés original.

Debido a su cargo de excepción en el Museo Metropolitano, John tenía acceso a las cámaras que albergaban toda la colección de fotografía del museo, en su mayoría no expuesta nunca al público. Su especialidad era la fotografía victoriana, por la cual él sabía que yo también tenía debilidad. Nos invitó, a Robert y a mí, a ver la colección. Había archivadores horizontales del suelo al techo, estanterías metálicas y cajones que contenían fotografías antiguas de los primeros maestros de la fotografía: Fox, Talbot, Alfred Stieglitz, Paul Strand y Thomas Eakins.

Tener la posibilidad de ver aquellas fotografías, de tocarlas y hacerse una idea del papel y la mano del artista tuvo un enorme impacto en Robert. Las estudió con atención: el papel, el revelado, la composición y la intensidad de los negros. «La luz lo es todo», dijo.

John reservó las imágenes más sobrecogedoras para el final. Una a una, nos enseñó fotografías prohibidas para el público, entre ellas los exquisitos desnudos de Georgia O’Keeffe realizados por Stieglitz. Tomados en el momento culminante de su relación, su intimidad ponía de manifiesto la inteligencia de ambos y la belleza masculina de O’Keeffe. Mientras Robert se concentraba en los aspectos técnicos, yo me fijaba en cómo Georgia O’Keeffe se relacionaba con Stieglitz, sin artificios. A Robert le interesaba cómo hacer la fotografía y a mí cómo ser la fotografía.

Aquella visita clandestina fue uno de los primeros pasos en la relación filantrópica pero compleja de John con Robert. Le compró una cámara Polaroid y le consiguió una subvención de Polaroid que le suministraba toda la película que necesitaba. Aquel gesto coincidía con el creciente interés de Robert por la fotografía. Lo único que se lo había impedido era el precio prohibitivo de la película.

John no solo amplió el círculo social de Robert en Estados Unidos, sino también a nivel internacional, pues no tardó en llevarlo a París en un viaje relacionado con el museo. Era la primera vez que Robert viajaba al extranjero. Su experiencia de París fue opulenta. Su amiga Loulou era la hijastra de John y tomaron champán con Yves Saint Laurent y su socio Pierre Bergé, según escribió desde el Café de Flore. En su postal, decía que estaba fotografiando estatuas, incorporaba por primera vez a la fotografía su pasión por la escultura.

John no solo sentía devoción por la obra de Robert, sino también por él. Robert aceptaba sus regalos y aprovechaba las oportunidades que le brindada, pero nunca estuvo interesado en él como compañero sentimental. John era sensible, voluble y físicamente frágil, cualidades que no atraían a Robert. Él admiraba a Maxime, que era fuerte y ambiciosa con un pedigrí impecable. Quizá fuera desdeñoso con los sentimientos de John, porque, conforme pasó el tiempo, se vio envuelto en una destructiva obsesión romántica.

Cuando Robert estaba de viaje, John venía a visitarme. A veces me traía regalos, como un diminuto anillo de oro hilado de París o una traducción especial de Verlaine o Mallarmé. Hablábamos de la fotografía de Lewis Carroll y Julia Margaret Cameron, pero, de hecho, de lo que él quería hablar era de Robert. A primera vista, el dolor de John podía atribuirse a un amor no correspondido, pero, cuanto más tiempo pasaba yo con él, me daba cuenta de que la causa parecía radicar en un inexplicable desprecio hacia sí mismo. John no podría haber sido más animado, curioso y tierno, de modo que me costaba entender por qué tenía tan mala opinión de sí mismo. Hacía todo lo posible por consolarlo, pero me resultaba imposible; Robert solo lo consideraba un amigo o mentor, nada más.

En Peter Pan, uno de los niños perdidos se llama John. A veces, él me parecía eso, un niño Victoriano pálido y delicado que perseguía la sombra de Peter Pan.

No obstante, John McKendry no podría haber hecho mejor regalo a Robert que las herramientas que este necesitaba para dedicarse a la fotografía. Robert estaba fascinado con ella, obsesionado no solo por la técnica, sino también por su lugar en las artes. Tenía interminables discusiones con John, cuya indiferencia lo contrariaba. En su opinión, debería valerse de su cargo en el Museo Metropolitano para conseguir que la fotografía gozara del mismo respeto y atención que la pintura y la escultura. Pero John, que entonces estaba montando una importante exposición de Paul Strand, tenía un compromiso con la fotografía, no con la obligación de mejorar su estatus en la jerarquía de las artes.

Yo no había anticipado la absoluta entrega de Robert a los poderes de la fotografía. Lo había animado a hacer fotografías para que las integrara en sus collages e instalaciones, con la esperanza de que tomara el relevo a Duchamp. Pero Robert había cambiado su centro de atención. La fotografía no era un medio para alcanzar un fin, sino el fin mismo. Planeando sobre todo eso estaba Warhol, quien parecía estimularlo tanto como paralizarlo.

Robert se había propuesto hacer algo que Andy no hubiera hecho aún. Había pintarrajeado imágenes católicas de la Virgen y Jesús; había introducido fenómenos de feria e imágenes sadomasoquistas en sus collages. Pero, donde Andy se había considerado un observador pasivo, Robert terminaría adoptando una función activa. Documentaría y participaría en lo que hasta entonces solo había podido abordar a través de imágenes de revistas.

Calle Veintitrés, 1972

Comenzó a diversificarse y fotografió a personas que conocía gracias a su compleja vida social, tanto a las populares como a las impopulares, de Marianne Faithfull a un chapero tatuado. Pero siempre retornaba a su musa. Yo ya no me sentía una modelo apropiada para él, pero Robert restaba importancia a mis objeciones. Veía en mí más de lo que veía yo. Siempre que despegaba una imagen del negativo de la polaroid, decía: «Contigo, siempre acierto».

Me encantaban sus autorretratos y él se hacía muchos. Consideraba que la Polaroid era el fotomatón del artista y John le había proporcionado todo el dinero que necesitaba.

Nos invitaron a un baile de disfraces organizado por Fernando Sánchez, el gran diseñador español famoso por su provocativa lencería. Loulou y Maxime me enviaron un vestido de época diseñado por Schiaparelli. La parte de arriba era negra, con las mangas abombadas y un escote de pico; la falda, larga hasta los pies, era roja. Se parecía sospechosamente al vestido que llevaba Blancanieves cuando conoció a los siete enanitos. Robert estaba loco de alegría. «¿Te lo vas a poner?», me preguntó, ilusionado.

Por suerte para mí, me quedaba pequeño. Me vestí íntegramente de negro y rematé el conjunto con unas zapatillas de deporte blancas inmaculadas. David y Robert iban de esmoquin.

Aquella era una de las fiestas más glamurosas de la temporada y no faltaba ninguno de los grandes del arte y la moda. Yo me sentía como un personaje de Buster Keaton, sola, apoyada en una pared, cuando se acercó Fernando. Me miró con incredulidad.

—Querida, el conjunto es fabuloso —dijo. Me dio una palmadita en la mano mientras miraba la chaqueta negra, corbata negra, camisa negra de seda y anchos pantalones negros de satén que llevaba—, pero las zapatillas blancas no sé si te pegan.

—Son imprescindibles para el disfraz.

—¿El disfraz? ¿De qué vas disfrazada?

—De jugador de tenis de luto.

Fernando me miró de arriba abajo y comenzó a reírse.

—Perfecto —dijo, luciéndome ante los invitados. Me cogió de la mano y me arrastró a la pista de baile. Como era del sur de Nueva Jersey, me encontré en mi elemento. La pista de baile era mía.

Fernando se quedó tan fascinado con nuestra breve conversación que me hizo un hueco en el siguiente desfile de moda. Me invitaron a unirme a las modelos de lencería. Desfilé con los mismos pantalones negros de satén, una camiseta hecha jirones y las zapatillas de deporte blancas, luciendo su boa negro de plumas de casi dos metros y medio y cantando «Annie Had a Baby». Fue mi debut en la pasarela, el principio y el fin de mi carrera de modelo.

Más importante que eso fue el interés de Fernando por Robert y por mí como artistas. A menudo se pasaba por nuestro loft para admirar las nuevas obras, y nos proporcionó trabajo en un momento en que los dos necesitábamos dinero y ánimos.

Robert sacó la fotografía para mi primer poemario, un librito titulado Kodak que Middle Earth Books publicó en Filadelfia. Yo quería que se pareciera a la tapa de Tarántula, la novela de Bob Dylan, su versión de aquella versión. Compré película y una camisa blanca de vestir, que combiné con una chaqueta negra y unas Ray-Ban.

Robert no quería que llevara gafas de sol, pero me complació y me sacó la fotografía que se convertiría en la tapa. «Vamos —dijo—, quítate las gafas y la chaqueta», y me sacó más fotografías solo con la camisa blanca. Escogió cuatro y las puso en fila. Luego cogió el cartucho de la película Polaroid. Metió una de las fotografías en el marco metálico negro. No era exactamente lo que buscaba y la roció con pintura blanca. Robert era capaz de modificar materiales y utilizarlos de formas inesperadas. Cogió tres o cuatro de la basura y también las pintó con pulverizador.

Hurgó entre los restos del paquete Polaroid, cogió la etiqueta negra donde ponía «No tocar aquí» y la metió en uno de los cartuchos utilizados. Cuando estaba en racha, Robert era como David Hemmings en Blow-Up. Concentración obsesiva, imágenes clavadas en la pared, un detective que ronda su territorio como un gato. El rastro de sangre, su huella, su marca. Hasta las palabras de Hemmings en la película parecían tener un significado oculto, el mantra secreto de Robert: «Ojalá tuviera un montón de dinero. / Entonces sería libre. / ¿Libre para hacer qué? / Todo».

——>>*<<——

Como dijo Rimbaud: «Paisaje nuevo, ruido nuevo». Todo se aceleró después de que Lenny Kaye y yo actuáramos en Saint Mark. Mis vínculos con la comunidad rock se fortalecieron. Muchos escritores destacados, como Dave Marsh, Tony Glover, Danny Goldberg y Sandy Pearlman, me habían visto actuar y recibí más ofertas para escribir artículos. Los poemas de Creem señalarían mi primera recopilación importante de poesía.

Sandy Pearlman, en especial, tenía una visión clara de lo que debería estar haciendo. Aunque no me sentía preparada para hacer realidad su particular versión de mi futuro, siempre me interesó su percepción de las cosas porque poseía un repertorio de referencias culturales que abarcaba desde las matemáticas pitagóricas hasta santa Cecilia, la patrona de la música. Sus opiniones estaban respaldadas por unos conocimientos considerables en cualquier tema imaginable. Central para su singular mentalidad era su fervor por Jim Morrison, a quien encumbraba tanto en su mitología, que lo imitaba con su camisa negra de cuero, pantalones de piel y un ancho cinturón indio plateado, el atuendo que definía al rey lagarto. Sandy tenía sentido del humor y hablaba muy deprisa, siempre llevaba gafas de sol para proteger sus pálidos ojos azules.

Él me veía al frente de una banda de rock and roll, algo que yo no me había planteado ni siquiera había creído posible. Pero, después de componer y cantar canciones con Sam en Boca de cowboy tenía ganas de explorar esa faceta artística.

Sam me había presentado a Lee Crabtree, un compositor y teclista que había trabajado con The Fugs y The Holy Modal Rounders. Tenía una habitación en el Chelsea con una cómoda llena de composiciones, altos montones de partituras musicales que nadie había escuchado. Siempre parecía un poco incómodo. Era pecoso, con el pelo pelirrojo tapado por una gorra de lana, gafas y una rala barba rojiza. Era imposible saber si era joven o viejo.

Comenzó con la canción que compuse para Janis, la canción que ella no cantaría jamás. Su versión consistía en tocar la música como si tocara el órgano. Yo estaba un poco cohibida, pero él lo estaba más aún; tuvimos paciencia el uno con el otro.

Cuando me tuvo confianza, me habló un poco de sí mismo. Había estado muy unido a su abuelo, quien, al morir, le había dejado una herencia modesta pero importante para él que comprendía la casa de Nueva Jersey donde habían vivido juntos. Me confesó que su madre se había opuesto al testamento, se había escudado en su frágil estado emocional para impugnarlo y había intentado encerrarlo en una institución psiquiátrica. Cuando me llevó a la casa, se sentó en el sillón de su abuelo y lloró.

Después de eso, las sesiones nos fueron bien. Trabajamos en tres canciones. Sandy aportó algunas ideas para las melodías de «Dylan’s Dog» y «Fire of Unknown Origin» y terminamos con «Work Song», la canción que yo había compuesto para Janis. Me asombré de lo bien que sonaba, porque Lee había encontrado el tono en el que yo podía cantar.

Un día vino a verme a la calle Veintitrés. Diluviaba y él estaba desconsolado. Su madre había conseguido invalidar el testamento y no le dejaba entrar en la casa de su abuelo. Estaba empapado y le ofrecí una camiseta que me había regalado Sandy Pearlman, un prototipo para un nuevo grupo de rock and roll al que representaba.

Hice todo lo posible por consolarlo y quedamos para otro día. Pero, a la semana siguiente, no se presentó. Fui al Chelsea. Después de varios días, pregunté por él y Anne Waldman me dijo que, ante la pérdida de su herencia y la amenaza de que lo internaran, se había suicidado saltando desde la azotea del hotel.

Me quedé consternada. Repasé mis recuerdos en busca de señales. Me pregunté si podría haberle ayudado, pero solo estábamos aprendiendo a comunicarnos y a confiar el uno en el otro.

—¿Por qué no me lo ha dicho nadie? —pregunté.

—No queríamos disgustarte —respondió Anne—. Llevaba la camiseta que le regalaste.

Después de eso, se me hizo extraño cantar. Retomé la poesía, pero la música me encontró. Sandy Pearlman estaba convencido de que debía cantar y me presentó a Alien Lanier, el teclista del grupo al que representaba. Habían comenzado llamándose The Soft White Underbelly y habían grabado un álbum para Elektra, que nunca salió a la venta. Ahora se hacían llamar Stalk-Forrest Group, pero pronto se convertirían en Blue Öyster Cult.

Sandy tenía dos motivaciones para presentarnos. Creía que Alien podría ayudarme a estructurar las canciones que estaba componiendo y que yo podría componer letras para el grupo. Alien tenía una marcada ascendencia sureña en la que se incluía el poeta de la guerra de Secesión Sidney Lanier y el dramaturgo Tennessee Lanier Williams. Era dulce, optimista, y compartía mi afecto por los poemas de William Blake, que sabía recitar de memoria.

Aunque nuestra colaboración musical progresaba despacio, nuestra amistad se estrechó y pronto preferimos una relación sentimental a una laboral. A diferencia de Robert, a Alien le gustaba mantener esas facetas separadas.

Robert se llevaba bien con Alien. Los dos se tenían respeto y respetaban su relación conmigo. Alien encajaba conmigo como David lo hacía con Robert, y todos coexistíamos en armonía. Debido a sus obligaciones con el grupo, Alien viajaba con frecuencia, pero, cuando estaba en Nueva York, se quedaba conmigo cada vez más a menudo.

Alien contribuía a nuestros gastos mientras que Robert hacía todo lo posible por alcanzar la independencia económica. Llevaba su portafolios de galería en galería, pero, casi siempre, recibía la misma respuesta. La obra era buena, pero peligrosa. De vez en cuando, vendía un collage o personas como Leo Castelli le infundían ánimos, pero, por lo general, estaba en una situación similar a la del joven Jean Genet cuando enseñó su obra a Cocteau y Gide. Ellos sabían que era un genio, pero temían la intensidad de su talento y las facetas de sí mismos que podían poner de manifiesto su contenido.

Robert se fijaba en áreas de opinión sobre las que había poco consenso y las transformaba en arte. Trabajaba sin reparos, revistiendo lo homosexual de grandeza, masculinidad y una nobleza envidiable. Sin afectación, creó una presencia que era íntegramente masculina sin sacrificar la gracia femenina. No pretendía hacer ningún alegato político ni ninguna declaración de su ideología sexual en progreso. Estaba presentando algo nuevo, algo no visto ni explorado que él había comenzado a ver y explorar. Robert pretendía dignificar aspectos de la experiencia masculina, conferir misticismo a la homosexualidad. Como dijo Cocteau de un poema de Genet: «Su obscenidad nunca es obscena».

Robert jamás transigía, pero, curiosamente, era hipercrítico conmigo. Le preocupaba que mi beligerancia mermara mis oportunidades de éxito. Pero el éxito que él deseaba para mí era la menor de mis preocupaciones. Cuando Telegraph Books, una pequeña editorial revolucionaria dirigida por Andrew Wylie, se ofreció para publicar uno de mis poemarios, me concentré en poemas que giraban en torno al sexo, las tías y la blasfemia.

Las mujeres me interesaban: Marianne Faithfull, Anita Pallenberg, Amelia Earthart, María Magdalena. Asistía a fiestas con Robert solo para fijarme en las damas. Eran buen material y sabían vestirse. Colas de caballo y vestidos camiseros de seda. Algunas de ellas pasaron a formar parte de mi obra. La gente malinterpretaba mi interés. Suponía que era una lesbiana reprimida o que lo fingía, pero yo solo estaba ejerciendo mi dura vena irónica en la línea de Mickey Spillane.

Me parecía curioso que a Robert le preocupara tanto el contenido de mi obra. Temía que no tuviera éxito si era demasiado provocadora. Siempre quería que compusiera una canción que él pudiera bailar. Yo terminaba diciéndole que se parecía un poco a su padre con su insistencia para que tomara un camino que me diera dinero. Pero yo no tenía ningún interés, y me faltaba tacto. Eso le hacía pensar, pero seguía creyendo que él tenía razón.

Cuando se publicó Seventh Heaven, Robert organizó una fiesta para mí con John y Maxime. Fue un acto informal organizado en su elegante piso de Central Park West. Tuvieron la gentileza de invitar a muchos de sus amigos del mundo del arte, la moda y la industria editorial. Los entretuve con poemas y relatos, y luego vendí mis libros, que llevaba en una gran bolsa de la compra, a un dólar cada uno. Robert me regañó tiernamente por abordar clientes en el salón de los McKendry, pero George Plimpton, a quien le gustó sobre todo el poema sobre Edie Sedgwick, creyó que mi presentación del producto era encantadora.

Nuestras diferencias sociales, por muy exasperantes que fueran, estaban teñidas de amor y sentido del humor. De hecho, éramos bastante parecidos y gravitábamos uno hacia el otro, por muy grande que fuera la brecha. Lo afrontábamos todo, importante o nimio, con el mismo vigor. Para mí, Robert y yo estábamos unidos de forma irrevocable, como Paul y Elisabeth, los hermanos de Los niños terribles de Cocteau. Jugábamos a cosas parecidas, considerábamos tesoros los objetos más insignificantes y a menudo desconcertábamos a amigos y conocidos con nuestra indefinible devoción.

Calle Veintitrés Oeste, escalera de incendios

Fotomatón, calle Cuarenta y dos, 1970

Habían regañado a Robert por negar su homosexualidad; nos habían acusado de no ser una pareja auténtica. Robert temía que, al declarar su homosexualidad, nuestra relación se destruyera.

Necesitábamos tiempo para considerar qué significaba todo aquello, cómo íbamos a asumir y redefinir nuestro amor. De él aprendí que, a menudo, la contradicción es el camino más diáfano para llegar a la verdad.

Si Robert era el marinero, Sam Wagstaff era el barco que estaba esperando. La fotografía de un joven con una gorra de marinero, casi de perfil, insolente y atractivo, adornaba la repisa de la chimenea de David Croland.

Sam Wagstaff la cogió y la miró. «¿Quién es?», preguntó.

«Ya está», pensó David mientras respondía.

Samuel Jones Wagstaff era inteligente, guapo y rico. Era coleccionista y mecenas, y había sido director del Instituto de Arte de Detroit. Estaba en una encrucijada de su vida después de recibir una cuantiosa herencia y se hallaba en un punto muerto filosófico, equidistante entre lo espiritual y lo material. De pronto, le pareció que la mirada desafiante de Robert respondía la pregunta de si debía renunciar a todo para convertirse al sufismo o invertir en una faceta del arte que aún no había experimentado.

La obra de Robert estaba diseminada por el piso de David. Sam vio todo lo que necesitaba.

De un modo completamente inconsciente, David había decidido qué dirección tomaría la vida de Robert. Desde mi punto de vista, era como un titiritero que traía nuevos personajes al teatro de nuestras vidas: cambió la trayectoria de Robert y la historia resultante. Le presentó a Robert John McKendry, que le abrió los archivos secretos de la fotografía. Y estaba a punto de mandarlo a Sam Wagstaff, que le aportaría amor, riqueza, compañía y alguna que otra pena.

Unos días después, Robert recibió una llamada telefónica. «¿Eres el pornógrafo tímido?», fueron las primeras palabras de Sam.

Robert tenía mucho éxito con hombres y mujeres. A menudo, venían a verme conocidos para preguntarme si era presa fácil y pedirme consejo para conquistarlo. «Ama su obra», decía yo. Pero pocos me hacían caso.

Ruth Kligman me preguntó si me importaba que escribiera una obra de teatro para Robert. Ruth, que había escrito el libro titulado Love Affair: A Memoir of Jackson Pollock y era la única superviviente del accidente de tráfico que lo mató, tenía un atractivo que recordaba a Elizabeth Taylor. Vestía de maravilla y yo olí su perfume mientras subía las escaleras. Llamó a mi puerta (se había citado con Robert) y me guiñó el ojo. «Deséame suerte», dijo.

Unas horas después, estaba de vuelta. Mientras se quitaba los zapatos de tacón y se frotaba los tobillos, dijo: «Madre mía, cuando dice “Sube a ver mis aguafuertes”, lo dice literalmente».[5]

Amando su obra. Así se conquistaba a Robert. Pero el único que lo comprendió realmente, que tuvo capacidad para amar su obra por completo, fue el hombre que habría de convertirse en su amante, su mecenas y su eterno amigo.

Yo no estaba la primera vez que Sam fue a visitarlo, pero, a decir de Robert, se pasaron la tarde estudiando su obra. Las reacciones de Sam, intuitivas y estimulantes, estuvieron teñidas de picaras insinuaciones. Prometió que regresaría. Robert parecía una muchacha adolescente, esperando la llamada de Sam.

Él entró en nuestra vida con una rapidez que cortaba la respiración. Sam Wagstaff tenía un aspecto escultural, como si estuviera esculpido en granito, una versión alta y curtida de Gary Cooper con la voz de Gregory Peck. Era cariñoso y espontáneo. Robert no solo se sentía atraído por su físico. Sam tenía un carácter positivo y curioso y, a diferencia de otras personas que Robert había conocido en el mundo del arte, no parecía atormentado por la complejidad de ser homosexual. Como era corriente en su generación, no mostraba su orientación sexual tan abiertamente como Robert, pero no estaba avergonzado ni dividido, y parecía encantado de sumarse a Robert en su deseo de salir por completo del armario.

Sam era viril, saludable y lúcido en una época en que el uso galopante de las drogas hacía difícil tener una comunicación seria sobre el arte o la creatividad. Era rico, pero la riqueza no le impresionaba. Culto y muy abierto a conceptos provocadores, era el intercesor y benefactor ideal para Robert y su obra.

Sam nos atraía a los dos: a mí, por su inconformismo; a Robert, por su situación privilegiada. Estudiaba sufismo y se vestía con sencilla ropa blanca de lino y sandalias. Era humilde y no parecía nada consciente del efecto que producía en los demás. Había estudiado en Yale, había sido alférez de la Marina en el desembarco de Normandía y había trabajado como conservador en el Wadsworth Atheneum. Podía hablar de todo con erudición y gracia, ya fuera de la economía de libre mercado o de la vida amorosa de Peggy Guggenheim.

El hecho de que Robert y Sam hubieran nacido el mismo día, con veinticinco años de diferencia, sellaba aquella unión que parecía estar predestinada. El 4 de noviembre celebramos sus cumpleaños en el Pink Tea Cup, un restaurante de cocina tradicional afroamericana situado en Christopher Street. A Sam, con todo su dinero, le gustaban los mismos sitios que a nosotros. Esa noche Robert le regaló una fotografía y él regaló a Robert una cámara Hasselblad. Aquel primer intercambio simbolizó sus papeles de artista y mecenas.

La Hasselblad era una cámara de formato medio adaptada a la Polaroid. Su complejidad exigía utilizar fotómetro y la posibilidad de cambiar el objetivo procuraba a Robert mayor profundidad de campo. Le permitía más posibilidades y flexibilidad, más control sobre el uso de la luz. Robert ya había definido su vocabulario visual. La nueva cámara no le enseñó nada, solo le permitió conseguir exactamente lo que buscaba. Robert y Sam no podrían haber elegido un regalo más significativo cada uno para el otro.

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A finales de verano, podían verse dos Cadillacs con techo de doble burbuja aparcados a todas horas frente al Chelsea. Uno era rosa, el otro amarillo, y los proxenetas llevaban trajes y sombreros de ala ancha a juego con los coches. Los vestidos de sus mujeres combinaban con sus trajes. El Chelsea estaba cambiando y el ambiente de la calle Veintitrés era delirante, como si algo hubiera salido mal. La lógica brillaba por su ausencia, incluso en aquel verano en que todo el país tenía la atención puesta en una partida de ajedrez en la que Bobby Fischer, un joven estadounidense, estaba a punto de vencer al gran oso ruso. Uno de los proxenetas fue asesinado; mujeres vagabundas deambulaban por delante de nuestra puerta, gritando obscenidades y fisgoneando nuestra correspondencia. Las rituales discusiones entre Bard y nuestros amigos habían llegado a un punto crítico y estaban echando a muchos.

Robert a menudo se iba de viaje con Sam, y Alien estaba de gira con su banda. A ninguno de los dos le gustaba dejarme sola.

«Sleepless 66», invierno de 1971

Cuando los ladrones entraron en nuestro loft, se llevaron la Hasselblad y la chaqueta de motorista de Robert. Era la primera vez que nos robaban y Robert no solo se disgustó por perder una cámara tan cara, sino por lo que aquello indicaba: una falta de seguridad y una invasión de la intimidad. Sentí que se hubieran llevado la chaqueta porque la habíamos utilizado en algunas instalaciones. Más tarde, la encontramos colgada de la escalera de incendios. Al ladrón se le había caído mientras huía, pero había conservado la cámara. Mi desorden debió de desalentarlo, pero, pese a ello, robó el conjunto que me había puesto para ir a Coney Island a celebrar nuestro aniversario en 1969. Era mi conjunto preferido, el que lucía en la fotografía. Estaba colgado de una percha detrás de la puerta, recién traído de la tintorería. Jamás sabré por qué se lo llevó.

Era hora de irse. Los tres hombres de mi vida —Robert, Alien y Sam— lo decidieron. Sam dio a Robert dinero para comprarse un loft en Bond Street, a una manzana de su piso. Alien encontró un primero en la calle Diez Este, a poca distancia de Robert y Sam, y aseguró a Robert que estaba ganando suficiente dinero con la banda para cuidar de mí.

Decidimos marcharnos el 20 de octubre de 1972. Era el cumpleaños de Arthur Rimbaud. En lo que atañía a Robert y a mí, habíamos cumplido nuestra promesa.

Todo cambiaría, pensé mientras recogía mis cosas, la locura de mi desorden. Até un cordel alrededor de una caja de cartón en la que había guardado un paquete de folios. Ahora estaba llena de hojas mecanografiadas con manchas de café rescatadas por Robert, recogidas del suelo y alisadas por sus manos de Miguel Ángel.

Robert y yo contemplamos juntos mi parte del loft. Yo dejaba unas cuantas cosas: el cordero de juguete, una vieja chaqueta blanca hecha de seda para paracaídas, «PATTI SMITH 1946» estampado en la pared del fondo, en homenaje a la habitación como uno deja un poco de vino para los dioses. Sé que estábamos pensando en lo mismo, en lo mucho por lo que habíamos pasado, bueno y malo, pero también sentíamos alivio. Robert me apretó la mano.

—¿Estás triste? —preguntó.

—Estoy preparada —respondí.

Íbamos a abandonar la vorágine de nuestra existencia posterior a Brooklyn, que había estado dominada por la vibrante comunidad del hotel Chelsea.

El tiovivo giraba más despacio. Mientras hacía la maleta, todas las cosas que había acumulado en aquellos años, incluso las más insignificantes, iban acompañadas de una secuencia de caras, algunas de las cuales ya no volvería a ver.

Había un Hamlet de Gerome Ragni, quien me imaginó interpretando al triste y arrogante príncipe danés. Mi camino y el de Ragni, coautor de Hair y uno de sus actores, ya no volverían a cruzarse, pero su fe en mí me ayudó a ganar en seguridad. Enérgico y musculoso, con la sonrisa ancha y una rizada pelambrera, podía entusiasmarse tanto con alguna posibilidad disparatada, que se subía a una silla y levantaba los brazos como si quisiera explicar su idea al techo o, mejor aún, al universo.

La funda azul de satén con estrellas doradas que Janet Hamill me había hecho para guardar la baraja de tarot y las cartas mismas, que trajeron la buenaventura a Annie, Sandy Daley, Harry y Peggy.

Una muñeca de trapo con el pelo de blonda que me regaló Elsa Peretti. El soporte de armónica de Matthew. Notas de Rene Ricard en las que me reprendía por no seguir dibujando. El cinturón negro de cuero de David, remachado con piedras de fantasía. La camisa de cuello de barca de John McKendry. El jersey de angora de Jackie Curtis.

Mientras lo doblaba, me la imaginé bajo la vaporosa luz roja de la sala vip de Max’s. Allí, el ambiente estaba cambiando con la misma celeridad que en el Chelsea y los aspirantes a actores que lo habían frecuentado descubrirían que la nueva guardia los dejaba atrás.

Muchos no sobrevivirían. Candy Darling murió de cáncer. Tinkerbelle y Andrea Whips se quitaron la vida. Otros sucumbieron a las drogas y a los infortunios. Derribados, a un paso del estrellato que tanto deseaban, estrellas deslustradas caídas del cielo.

No siento ninguna necesidad de justificarme por ser una de las pocas supervivientes. Habría preferido verlos triunfar a todos, que alcanzaran el éxito. Al final, fui yo quien tenía uno de los caballos ganadores.