Hacía calor en Nueva York, pero yo seguía llevando mi gabardina. Me daba confianza cuando recorría las calles en busca de empleo; mi único currículo era una breve temporada en una imprenta, unos estudios incompletos y un uniforme de camarera perfectamente almidonado. Conseguí empleo en un pequeño restaurante italiano de Times Square que se llamaba Joe’s. Cuando se me cayó una bandeja de ternera a la parmesana sobre el traje de tweed de un cliente a las tres horas de haberme incorporado, me exoneraron de mis obligaciones. Sabiendo que jamás lograría ser camarera, dejé el uniforme (solo ligeramente manchado) con los zapatos a juego en unos aseos públicos. Me los había regalado mi madre, uniforme blanco y zapatos blancos: en ellos había depositado sus esperanzas de bienestar para mí. Ahora eran como lirios marchitos, abandonados en un lavabo blanco.
Cuando me interné en el denso ambiente psicodélico de Saint Mark’s Place, no estaba preparada para la revolución que ya se había iniciado. Había un inquietante clima de vaga paranoia, un trasfondo de rumores, fragmentos de conversación que anticipaban la futura revolución. Me quedaba allí sentada, intentando entenderlo todo, con el aire cargado de humo de marihuana, lo cual puede explicar mis nebulosos recuerdos. Deambulaba por una tupida telaraña de conciencia cultural que no sabía que existía.
Había vivido en el mundo de mis libros, la mayoría escritos en el siglo XIX. Aunque estaba dispuesta a dormir en bancos, metros y cementerios mientras no encontrara trabajo, no estaba preparada para el hambre constante que me atormentaba. Yo era una muchacha flaca que lo quemaba todo enseguida y tenía un apetito voraz. El romanticismo no podía colmar mi necesidad de alimento. Hasta Baudelaire tenía que comer. Sus cartas contenían muchos lamentos desesperados por faltarle la carne y la cerveza negra.
Necesitaba un trabajo. Fue un alivio cuando me contrataron como cajera en una de las sucursales de la librería Brentano’s. Habría preferido trabajar en el departamento de poesía a tener que registrar las ventas de joyería y artesanía étnica, pero me gustaba mirar las baratijas de países lejanos: pulseras bereberes, collares de conchas afganos y un Buda incrustado de joyas. Mi objeto favorito era un modesto collar de Persia: dos placas de metal barnizadas unidas por recios hilos negros y plateados, como un escapulario muy viejo y exótico. Costaba dieciocho dólares, lo cual me parecía mucho dinero. Cuando había poco trabajo, lo sacaba del estuche, reseguía la caligrafía grabada en su superficie violeta e imaginaba historias sobre sus orígenes.
Poco después de que empezara a trabajar, entró en la librería el muchacho que había conocido en Brooklyn. Estaba muy diferente con camisa blanca y corbata. Parecía un colegial católico. Me contó que trabajaba en Brentano’s de Manhattan y tenía un bono que quería utilizar. Pasó mucho rato mirándolo todo, los abalorios, las figurillas, los anillos de turquesa.
Por fin, dijo:
—Quiero esto.
Era el collar persa.
—Vaya, también es mi preferido —respondí—. Me recuerda un escapulario.
—¿Eres católica? —me preguntó.
—No. Pero las cosas católicas me gustan.
—Yo fui monaguillo. —Me sonrió—. Me encantaba balancear el incensario.
Estaba contenta porque había elegido mi artículo preferido, pero triste por que se lo llevara. Cuando lo envolví y se lo di, dije, sin pensármelo:
—No se lo regales a ninguna chica que no sea yo.
Sentí vergüenza de inmediato, pero él solo sonrió y dijo:
—Descuida.
Después de que se marchara, miré el trozo de terciopelo negro donde había estado el collar persa. A la mañana siguiente, un artículo más trabajado ocupó su lugar, pero carecía de su sencillez y misterio.
Cuando terminó mi primera semana, yo tenía mucha hambre y seguía sin tener adonde ir. Me aficioné a dormir en la tienda. Me escondía en el baño mientras los demás se marchaban y, cuando el vigilante nocturno echaba la llave, dormía encima de mi abrigo. Por la mañana, parecía que hubiera llegado temprano. No tenía ni un centavo y hurgaba en los bolsillos de los empleados en busca de monedas para comprarme galletas de mantequilla de cacahuete en la máquina expendedora. Desmoralizada por el hambre, me horroricé cuando no me dieron ningún sobre el día de paga. No había entendido que retenían el sueldo de la primera semana y me fui a llorar al guardarropa.
Cuando regresé a mi puesto, me fijé en que había un hombre merodeando por la librería, observándome. Tenía barba y llevaba una camisa de raya diplomática y una chaqueta con coderas de ante. El supervisor nos presentó. Era escritor de ciencia ficción y quería invitarme a cenar. Pese a tener veinte años, la advertencia de mi madre de que no fuera a ninguna parte con un desconocido resonó en mi conciencia. Pero la perspectiva de cenar hizo que flaqueara y acepté. Esperaba que el tipo, siendo escritor, fuera agradable, aunque parecía más bien un actor que interpretaba a un escritor.
Caminamos hasta un restaurante situado en la base del Empire State. Yo no había comido nunca en un sitio bonito en Nueva York. Intenté pedir algo no demasiado caro y elegí pez espada, cinco dólares con noventa y cinco centavos, lo más barato de la carta. Aún veo al camarero dejando el plato delante de mí con una buena cantidad de puré de patatas y una rodaja de pez espada demasiado hecho. Aunque estaba muerta de hambre, apenas pude disfrutarlo. Me sentía incómoda y no tenía la menor idea de cómo llevar la situación ni de por qué quería él cenar conmigo. Me parecía que se estaba gastando mucho dinero en mí y empecé a preocuparme por lo que esperaría a cambio.
Después de la cena, fuimos a pie hasta Manhattan. Nos dirigimos al este y nos sentamos en un banco del parque Tompkins Square. Yo estaba buscando una vía de escape cuando él sugirió que subiéramos a su piso a tomar una copa. Ahí estaba, pensé. El momento crucial sobre el que me había advertido mi madre. Miraba frenéticamente a mi alrededor, incapaz de responderle, cuando advertí que se acercaba un joven. Fue como si se abriera una puertecita del futuro y de ella saliera el muchacho de Brooklyn que había elegido el collar persa, como una respuesta a la plegaria de una adolescente. Reconocí de inmediato sus piernas un poco arqueadas y sus alborotados rizos. Vestía un pantalón de peto y un chaleco de piel de carnero. Llevaba collares de cuentas alrededor del cuello, un pastor hippy. Corrí hacia él y lo agarré por el brazo.
—Hola, ¿te acuerdas de mí?
—Por supuesto —dijo, sonriendo.
—Necesito ayuda —solté—. ¿Te haces pasar por mi novio?
—Claro —respondió, como si mi inesperada aparición no le hubiera sorprendido.
Lo llevé a rastras hasta el escritor de ciencia ficción.
—Este es mi novio —dije, jadeando—. Me ha estado buscando. Está enfadadísimo. Quiere que vuelva a casa ahora mismo.
El hombre nos miró con curiosidad.
—Corre —grité, y el muchacho me cogió de la mano y corrimos hasta el otro extremo del parque.
Sin aliento, nos desplomamos en las escaleras de una casa.
—Gracias, me has salvado la vida —dije. Él acogió aquella noticia con una expresión perpleja—. No te he dicho mi nombre, me llamo Patti.
—Y yo Bob.
—Bob —repetí, mirándolo de verdad por primera vez—. No sé, pero Bob no te pega. ¿Puedo llamarte Robert?
El sol se había puesto en la Avenida B. Él me cogió de la mano y paseamos por el East Village. Me invitó a un egg cream en Gem Spa, en la esquina de Saint Mark’s Place y la Segunda Avenida. Casi no habló. Solo sonrió y escuchó. Yo le conté historias de mi infancia, las primeras de muchas que vendrían después: le hablé de Stephanie, de La Parcela y del salón de baile country que había enfrente de casa. Me sorprendió lo cómoda y abierta que me sentía con él. Más adelante, Robert me dijo que se había tomado un ácido.
Yo solo había leído sobre el LSD en un librito de Anaïs Nin titulado Collages. No era consciente de la cultura psicodélica que estaba floreciendo en aquel verano de 1967. Tenía un concepto romántico de las drogas y las consideraba sagradas, reservadas a los poetas, a los músicos de jazz y a los rituales indios. Robert no parecía alterado ni extraño como yo hubiera imaginado. Irradiaba un encanto dulce y picaro, tímido y protector. Paseamos hasta las dos de la madrugada y, finalmente, casi a la vez, nos confesamos que ninguno de los dos tenía adonde ir. Nos reímos, pero era tarde y estábamos cansados.
«Creo que sé un sitio donde podemos pasar la noche —dijo. Su antiguo compañero de piso estaba de viaje—. Sé dónde esconde la llave; no creo que le importe».
Cogimos el metro y salimos de Brooklyn. Su amigo vivía en un pisito de Waverly, cerca de la Universidad de Pratt. Doblamos por una callejuela, donde Robert encontró la llave escondida debajo de un ladrillo suelto, y entramos en el piso.
Nada más hacerlo, nos entró vergüenza, no tanto por estar solos como porque nos halláramos en una casa ajena. Robert se esmeró por que me sintiera cómoda y luego, pese a lo tarde que era, me preguntó si quería ver su obra, que estaba guardada en un cuarto interior.
La esparció por el suelo para que la viera. Había dibujos y aguafuertes, y desenrolló algunas pinturas que me recordaron a Richard Poussette-Dart y a Henri Michaux. Múltiples energías vertidas sobre palabras entrecruzadas y dibujos de trazo caligráfico. Campos energéticos construidos con estratos de palabras. Pinturas y dibujos que parecían surgir del subconsciente.
Había una serie de discos que entrelazaban las palabras EGO AMOR DIOS y las fusionaban con su propio nombre; parecían alejarse y expandirse sobre las superficies planas de sus pinturas. Mientras los miraba, no pude evitar hablarle de las noches en que, cuando era niña, veía dibujos circulares girando en el techo.
Abrió un libro de arte tántrico.
—¿Como esto? —preguntó.
—Sí.
Reconocí con asombro los círculos celestiales de mi infancia. Un mandala.
El dibujo que Robert había hecho el día de los Caídos me conmovió especialmente. Jamás había visto nada igual. Lo que también me sorprendió fue la fecha: el día de Juana de Arco. El mismo día que yo había prometido hacer algo con mi vida delante de su estatua.
Se lo conté y él respondió que el dibujo simbolizaba su compromiso con el arte, contraído ese mismo día. Me lo regaló sin vacilar y comprendí que, en aquel breve lapso de tiempo, los dos habíamos renunciado a nuestra soledad y la habíamos sustituido por confianza.
Día de los Caídos, 1967
Miramos libros sobre dadaísmo y surrealismo y terminamos la noche inmersos en los esclavos de Miguel Ángel. Sin palabras, absorbimos los pensamientos del otro y, justo cuando rompía el alba, nos dormimos abrazados. Cuando nos despertamos, él me saludó con su sonrisa torcida y yo supe que era mi caballero.
Como si fuera la cosa más natural del mundo, permanecimos juntos, solo nos separábamos salvo para ir al trabajo. No hizo falta decirlo; se sobrentendía.
Durante las semanas siguientes, para dormir bajo techo dependimos de la generosidad de los amigos de Robert, en particular Patrick y Margaret Kennedy, en cuyo piso de Waverly Avenue habíamos pasado nuestra primera noche juntos. Dormíamos en una habitación abuhardillada donde había un colchón, dibujos de Robert clavados en la pared, sus pinturas enrolladas en un rincón y mi maleta de cuadros. Estoy segura de que, para aquella pareja, acogernos no fue tarea fácil, porque nuestra situación era precaria y yo era poco sociable. Por las noches, teníamos la suerte de compartir mesa con los Kennedy. Juntamos nuestro dinero y destinamos cada centavo a ahorrar para un piso de alquiler. Yo trabajaba muchas horas en Brentano’s y me saltaba las comidas. Trabé amistad con otra empleada que se llamaba Frances Finley. Era encantadoramente excéntrica y muy discreta. Cuando dedujo mi difícil situación, me dejaba una fiambrera con sopa casera en la mesa del guardarropa. Aquel pequeño gesto me fortaleció y selló una sólida amistad.
Quizá fuera debido al alivio de tener por fin un refugio seguro, el caso es que me derrumbé, agotada y crispada emocionalmente. Aunque jamás cuestioné mi decisión de entregar a mi hijo en adopción, aprendí que dar vida y desentenderse de ello no era tan fácil. Durante un tiempo estuve malhumorada y abatida. Lloraba tanto que Robert me llamaba cariñosamente Empapadita.
Robert tuvo una paciencia infinita con mi melancolía en apariencia inexplicable. Yo tenía una familia que me quería y podría haber regresado a casa. Ellos lo habrían entendido, pero yo no quería volver con la cabeza gacha. Tenían sus propios problemas y, ahora, yo tenía un compañero en quien podía confiar. Se lo había contado todo acerca de mi experiencia; no había forma de ocultarlo. Tenía las caderas tan estrechas que el embarazo me había abierto literalmente la piel de la barriga. Nuestro primer contacto íntimo reveló las estrías rojas que me entrecruzaban el abdomen. Poco a poco, con su apoyo, fui capaz de superar mi honda vergüenza.
Cuando por fin hubimos ahorrado dinero suficiente, Robert buscó un sitio donde vivir. Encontró un piso en un edificio de ladrillo de tres plantas emplazado en una calle arbolada a un paso de la línea de metro de Myrtle Avenue y a poca distancia de Pratt. Ocupaba toda la segunda planta y tenía ventanas orientadas a este y oeste, pero yo jamás había estado en un lugar tan extremadamente sórdido. Las paredes estaban llenas de sangre y garabatos de psicótico, el horno repleto de jeringuillas usadas y el frigorífico infestado de moho. Robert llegó a un acuerdo con el propietario. Accedía a limpiarlo y pintarlo con la condición de que solo pagáramos un mes de fianza en vez de los dos estipulados. El alquiler eran ochenta dólares mensuales. Pagamos ciento sesenta dólares para mudarnos al número 160 de Hall Street. La simetría nos pareció favorable.
La nuestra era una calle pequeña con garajes bajos de ladrillo cubiertos de hiedra que antiguamente habían sido establos. Estaba a un paso de la taberna griega, la cabina telefónica y la tienda de material artistico Jake’s, donde comenzaba Saint James Place.
La escalera que conducía a nuestro piso era oscura y estrecha, con una hornacina en la pared, pero nuestra puerta se abría a una soleada cocinita. Desde la ventana que había encima del fregadero se veía una morera enorme. El dormitorio daba a la fachada y tenía trabajados medallones en el techo, cuyas molduras originales databan de finales del siglo XIX.
Robert me había asegurado que lo convertiría en un buen hogar y, fiel a su palabra, trabajó duro para hacerlo realidad. Lo primero que hizo fue lavar y frotar la mugrienta cocina con un estropajo de aluminio. Enceró los suelos, limpió las ventanas y encaló las paredes.
Nuestros escasos efectos personales estaban amontonados en el centro de nuestro futuro dormitorio. Dormíamos sobre los abrigos. Las noches en que se recogía la basura, salíamos a la calle y, mágicamente, encontrábamos lo que necesitábamos. Un colchón viejo bajo una farola, una estantería pequeña, lámparas reparables, cuencos de loza, imágenes de Jesús y la Virgen con recargados marcos desportillados y una raída alfombra persa para mi rincón de nuestro mundo.
Froté el colchón con bicarbonato sódico. Robert puso cables nuevos a las lámparas y les acopló pantallas de pergamino tatuadas con sus dibujos. Era ágil con las manos, el niño que había diseñado joyas para su madre. Invirtió varios días en reparar una cortina de cuentas y la colgó a la entrada del dormitorio. Al principio, no me convenció. Jamás había visto nada igual, pero terminó armonizando con mis elementos gitanos.
Regresé a Nueva Jersey y recogí mis libros y mi ropa. Durante mi ausencia, Robert colgó sus dibujos y cubrió las paredes con telas indias. Adornó la repisa de la chimenea con objetos religiosos, velas y recuerdos del día de Todos los Santos, distribuyéndolos como si fueran objetos sagrados en un altar. Por último, preparó una zona de estudio para mí con una mesita de trabajo y la raída alfombra mágica.
Mezclamos nuestras cosas. Mis pocos discos se guardaban en la caja naranja con los suyos. Mi abrigo estaba colgado junto a su chaleco de piel de carnero.
Mi hermano nos regaló una aguja nueva para el tocadiscos y mi madre nos hizo sándwiches de albóndigas que envolvió en papel de aluminio. Nos los comimos encantados mientras escuchábamos a Tim Hardin, cuyas canciones se convirtieron en las nuestras, en la expresión de nuestro joven amor. Mi madre también mandó un paquete con sábanas y fundas de almohada. Eran suaves y bien conocidas por mí, poseían el lustre debido a años de desgaste. Evocaban en mí el recuerdo de mi madre en el patio, mirando la ropa recién tendida con satisfacción mientras ondeaba al viento bajo el sol.
Los objetos que apreciaba estaban mezclados con la ropa sucia. Mi zona de trabajo era un caos de páginas manuscritas, clásicos enmohecidos, juguetes rotos y talismanes. Clavé fotografías de Rimbaud, Bob Dylan, Lotte Lenya, Piaf, Genet y John Lennon encima de un precario escritorio donde colocaba las plumas, el tintero y los cuadernos: mi desorden monástico.
Al ir a Nueva York, había llevado conmigo unos cuantos lápices de colores y una pizarra de madera para dibujar. Había dibujado una muchacha sentada a una mesa en la que había cartas esparcidas, una muchacha que adivinaba su destino. Era el único dibujo que tenía para enseñar a Robert y a él le gustó mucho. Quiso que probara a trabajar con papel y lápices de buena calidad y compartió su material conmigo. Nos pasábamos horas trabajando uno al lado del otro, los dos hondamente concentrados.
No teníamos mucho dinero pero éramos felices. Robert trabajaba a tiempo parcial y se encargaba del piso. Yo lavaba la ropa y preparaba la comida, que era muy limitada. Había una panadería italiana que frecuentábamos, cerca de Waverly. Comprábamos una hermosa barra de pan duro o cien gramos de sus galletas pasadas, que vendían a mitad de precio. Robert era goloso, de modo que a menudo ganaban las galletas. A veces, la panadera nos ponía más cantidad y colmaba la bolsita de galletas amarillas y marrones mientras negaba con la cabeza y nos regañaba con simpatía. Seguramente sabía que aquella era nuestra cena. La completábamos con café para llevar y un cartón de leche. A Robert le encantaba la leche con cacao, pero era más cara y teníamos que ponernos de acuerdo antes de gastar esos centavos de más.
Primer retrato, Brooklyn
Teníamos nuestro trabajo y nos teníamos el uno al otro. Carecíamos de dinero para ir a conciertos o al cine o para comprar discos nuevos, pero poníamos los que teníamos hasta la saciedad. Escuchábamos mi Madame Butterfly cantada por Eleanor Steber. A Love Supreme, Between the Buttons, Joan Baez y Blonde on Blonde. Robert me dio a conocer sus preferidos —Vanilla Fudge, Tim Buckley, Tim Hardin— y su History of Motown fue el telón de fondo de nuestras noches de diversión compartida.
Un día de otoño inusitadamente cálido nos vestimos con nuestra ropa preferida, yo con mis sandalias beatnik y mis pañuelos deshilachados, y Robert con sus collares de cuentas y su chaleco de piel de carnero. Cogimos el metro hasta la calle Cuatro Oeste y pasamos la tarde en Washington Square. Compartimos café de un termo mientras observábamos la marea de turistas, porretas y cantantes folk. Revolucionarios exaltados distribuían pasquines antibélicos. Jugadores de ajedrez atraían a un público propio. Todo el mundo coexistía en aquella constante cacofonía de diatribas, bongos y ladridos de perro.
Nos dirigíamos a la fuente, el epicentro de la actividad, cuando un matrimonio maduro se detuvo y nos observó sin ningún disimulo. A Robert le gustaba que se fijaran en él y me apretó cariñosamente la mano.
—Oh, sácales una foto —dijo la mujer a su desconcertado marido—. Creo que son artistas.
—Venga ya —respondió él, encogiéndose de hombros—. Solo son unos niños.
Las hojas estaban adquiriendo colores púrpura y dorado. Había calabazas con caras esculpidas en los portales de las casas de Clinton Avenue.
Dábamos paseos por la noche. A veces veíamos Venus. Era la estrella del pastor y la estrella del amor. Robert la llamaba nuestra estrella azul. Dibujó una estrella con la «t» de Robert y firmaba en azul para que yo lo recordara.
Yo empezaba a conocerlo. Él tenía una confianza absoluta en su obra y en mí, pero siempre estaba preocupado por nuestro futuro, por cómo sobreviviríamos, por el dinero. Yo pensaba que éramos demasiado jóvenes para tener esa clase preocupaciones. Era feliz siendo libre. La incertidumbre del aspecto práctico de nuestra vida lo obsesionaba, aunque yo hacía todo lo posible por disipar sus preocupaciones.
Robert se estaba buscando a sí mismo, consciente o inconscientemente. Se encontraba en un nuevo estado de transformación. Se había despojado del uniforme del Cuerpo de Adiestramiento para Oficiales de la Reserva y, después, de la beca, los estudios publicitarios y el peso de complacer a su padre. Cuando tenía diecisiete años, la fraternidad universitaria de los Pershing Rifles le habían fascinado por su prestigio, los botones metálicos, las lustrosas botas, los galones. Era el uniforme lo que le había atraído, de igual forma que la sotana de monaguillo lo había llevado al altar. Pero él servía al arte, no a la Iglesia ni a la patria. Sus collares de cuentas, su pantalón de peto y su chaleco de piel de carnero no eran un disfraz, sino una expresión de libertad.
Después del trabajo, me reunía con él en Manhattan y caminábamos por el East Village bañado de tenue luz amarilla. Pasábamos por delante del Fillmore East y el Electric Circus, los mismos lugares de nuestro primer paseo juntos.
Nos fascinaba pararnos delante del Birdland, el club que John Coltrane había bendecido con su música, o del Five Spot de Saint Mark’s Place, donde Billie Holiday solía cantar, donde Eric Dolphy y Ornette Coleman habían abierto el mundo del jazz como si fueran abrelatas humanos.
Entrar no estaba a nuestro alcance. Otros días visitábamos museos de arte. Como solo teníamos dinero para pagar una entrada, uno de los dos veía el museo e informaba al otro.
En una de aquellas ocasiones, fuimos al museo Whitney del Upper East Side, que era relativamente nuevo. Me tocaba a mí entrar sin él y lo hice a regañadientes. Ya no me acuerdo de las obras, pero sí recuerdo que miré por una de las singulares ventanas trapezoidales del museo y vi a Robert en la acera de enfrente, apoyado en un parquímetro, fumando un cigarrillo.
Él me esperó y, cuando nos dirigíamos al metro, dijo: «Un día entraremos juntos y la obra será nuestra».
Algunos días después me sorprendió y me llevó a ver nuestra primera película. En el trabajo le habían regalado dos entradas para el preestreno de Cómo gané la guerra, dirigida por Richard Lester. John Lennon tenía un papel importante en el que interpretaba a un soldado llamado Gripweed. A mí me hacía ilusión ver a John Lennon, pero Robert se pasó toda la película durmiendo con la cabeza apoyada en mi hombro.
Robert no se sentía especialmente atraído por el cine. Su película favorita era Esplendor en la hierba. La otra película que vimos aquel año fue Bonnie y Clyde. A Robert le gustó el lema del cartel: «Son jóvenes. Están enamorados. Roban bancos». En aquella película no se quedó dormido. Lloró. Y, cuando regresamos a casa, estuvo extrañamente callado y me miró como si quisiera transmitirme sin palabras todo lo que sentía. Había visto algo de nosotros en la película, pero yo no estaba segura de lo que era. Pensé para mis adentros que él contenía todo un universo que yo aún desconocía.
El 4 de noviembre Robert cumplió veintiún años. Le regalé una recia pulsera de plata que encontré en una casa de empeños de la calle Cuarenta y dos. Encargué que le grabaran las palabras «Robert Patti estrella azul». La estrella azul de nuestro destino.
Pasamos una noche tranquila mirando nuestros libros de pintura. Mi colección comprendía a De Kooning, Dubuffet, Diego Rivera, una monografía de Pollock y un montoncito de revistas Art International. Robert tenía libros ilustrados de gran formato sobre arte tántrico, Miguel Ángel, el surrealismo y arte erótico, que había adquirido en Brentano’s. Habíamos añadido catálogos usados de John Graham, Gorky, Cornell y Kitaj que compramos por menos de un dólar.
Nuestros libros de más valor trataban de William Blake. Yo tenía un facsímil muy bonito de Canciones de inocencia y de experiencia, y a menudo se lo leía a Robert antes de meternos en la cama. También tenía una antología en pergamino de los escritos de Blake y él poseía la edición de Triannon Press del Milton de Blake. Los dos admirábamos el retrato de Robert, el hermano de Blake, que murió joven, dibujado con una estrella a sus pies. Adoptamos la paleta de colores de Blake, matices de rosa, amarillo cadmio y verde musgo, colores que parecían generar luz.
Una tarde de finales de noviembre, Robert regresó a casa un poco alterado. Brentano’s tenía algunos aguafuertes a la venta. Entre ellos, había uno de la plancha original de América: una profecía, con el monograma de Blake. Él lo había sacado de su carpeta y se lo había metido en la pernera del pantalón. Robert no era de los que robaban; le faltaba temple. Lo hizo de forma impulsiva, por nuestro amor a Blake. Pero, pasadas las horas, se acobardó. Imaginó que sospechaban de él y se escondió en el baño, se lo sacó de la pernera, lo hizo pedazos y lo tiró al váter.
Advertí que le temblaban las manos mientras me lo contaba. Había estado lloviendo y le goteaba agua de los espesos rizos. Llevaba una camisa blanca empapada que se le pegaba a la piel. Al igual que Jean Genet, Robert era un pésimo ladrón. A Genet lo pillaron y encarcelaron por robar volúmenes raros de Proust y rollos de seda a un fabricante de camisas. Ladrones estéticos. Imaginé su sensación de horror y triunfo mientras los pedazos de Blake eran engullidos por las cloacas de Nueva York.
Nos miramos las manos, que teníamos cogidas. Respiramos hondo y aceptamos nuestra complicidad, no en el robo, sino en la destrucción de una obra de arte.
—Al menos, ellos no lo tendrán nunca —dijo.
—¿Quiénes son ellos? —pregunté.
—Cualquiera excepto nosotros —respondió.
Brentano’s despidió a Robert. Él invirtió sus días de paro en la continua transformación de nuestro espacio vital. Cuando pintó la cocina, yo me alegré tanto que preparé una comida especial. Hice cuscús con pasas y anchoas y mi especialidad: sopa de lechuga. Aquella exquisitez consistía en caldo de pollo aderezado con hojas de lechuga.
No obstante, poco después de que echaran a Robert, también me despidieron a mí. Había descontado a un cliente chino el importe del impuesto por la compra de un Buda muy caro.
«¿Por qué tengo de pagar impuestos? —había dicho él—. No soy estadounidense».
Yo no tenía respuesta para eso, de modo que no se lo cobré. Mi criterio me costó el empleo, pero no sentí marcharme. Lo mejor de aquel lugar había sido el collar persa y conocer a Robert, quien, fiel a su palabra, no se lo había regalado a ninguna otra chica. En la primera noche que pasamos en Hall Street me lo regaló a mí, envuelto en papel de seda violeta y atado con una cinta negra de satén.
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El collar fue pasando de uno a otro con el transcurso de los años. Siempre lo tenía quien lo necesitaba más. Aquella reciprocidad se manifestaba en muchos de nuestros jueguecitos. El más inquebrantable se llamaba «Un día tú y otro yo». La premisa era simplemente que uno de los dos, el protector, debía estar siempre alerta. Si Robert tomaba drogas, yo tenía que estar presente y consciente. Si yo me deprimía, él debía mantenerse animado. Si uno enfermaba, el otro permanecía sano. Era importante que nunca nos permitiéramos excesos el mismo día.
Al principio, yo desfallecí y él estuvo siempre a mi lado para darme un abrazo o decirme unas palabras de aliento, para obligarme a salir de mí misma y sumergirme en mi obra. Pero él también sabía que yo no le fallaría si necesitaba que la fuerte fuera yo.
Robert consiguió un empleo a tiempo completo en FAO Schwarz como escaparatista. Contrataban gente para las fiestas y yo empecé a trabajar como cajera. Era Navidad, pero en aquella famosa juguetería había poca magia entre bastidores. El sueldo era bajísimo, la jornada laboral larguísima y el ambiente desmoralizador. Los empleados teníamos prohibido hablar entre nosotros y hacer juntos los descansos para tomar café. Robert y yo encontramos algunos momentos para reunirnos en secreto junto a plataforma cubierta de heno donde habían instalado el belén. Fue allí donde rescaté la figurilla de un cordero de un cubo de la basura. Robert prometió hacer algo con él.
Le gustaban las cajas de Joseph Cornell y a menudo transformaba cosas inservibles, hilos de colores, rosarios usados, retales y perlas en un poema visual. Se quedaba despierto hasta la madrugada, cosiendo, cortando, pegando y añadiendo toques de témpera. Cuando me despertaba, había una caja terminada para mí, como un regalo de San Valentín. Robert construyó un pesebre de madera para el corderito. Lo pintó de blanco con un corazón sangrante y añadimos números sagrados que se entrelazaban como enredaderas. Hermoso espiritualmente, fue nuestro árbol de Navidad. Colocamos nuestros regalos a su alrededor.
En Nochebuena salimos muy tarde del trabajo y cogimos un autobús en Port Authority con destino a Nueva Jersey. Robert estaba extremadamente nervioso por conocer a mi familia debido a su distanciamiento de la suya. Mi padre nos recogió en la estación de autobuses. Robert regaló a mi hermano Todd uno de sus dibujos, un pájaro que alzaba el vuelo desde una flor. Había hecho las felicitaciones a mano y llevaba libros para mi hermana pequeña, Kimberly.
Para mantener los nervios a raya, Robert decidió tomarse un ácido. Yo jamás me habría planteado tomar drogas en presencia de mis padres, pero para él parecía de lo más natural. Cayó simpático a toda mi familia y nadie advirtió nada raro salvo su sonrisa constante. En el transcurso de la velada, estuvo examinando la amplia colección de baratijas de mi madre, dominada por vacas de toda clase. En especial le atrajo un cuenco vidriado para caramelos cuya tapa era una vaca. Quizá fuera debido a las irisaciones de la superficie morada de aquel objeto en su estado inducido por el LSD, pero lo cierto es que no pudo dejar de mirarlo.
La tarde del día de Navidad nos despedimos y mi madre entregó a Robert una bolsa de la compra con los regalos que tradicionalmente me hacía: libros de arte y biografías. «Hay una cosa para ti». Le guiñó el ojo. Cuando subimos al autobús para regresar a Port Authority, Robert miró en la bolsa y encontró el cuenco morado con la tapa en forma de vaca envuelto en un trapo de cuadros. Estaba encantado con él, tanto que, años después, cuando ya había muerto, lo encontraron expuesto entre sus jarrones italianos más valiosos.
Cuando cumplí veintiún años, Robert me hizo una pandereta, tatuó la piel de cabra con signos astrológicos y ató cintas multicolores a la base. Puso «Phantasmagoria in Two» de Tim Buckley, se arrodilló y me entregó un librito sobre tarot que había reencuadernado en seda negra. Dentro, me dedicaba unos versos que nos representaban como a la gitana y el loco, donde uno creaba silencio y el otro escuchaba el silencio con atención. En la ruidosa vorágine de nuestras vidas, aquellos papeles se invertirían muchas veces.
Al día siguiente era Nochevieja, la primera que pasábamos juntos. Hicimos nuevas promesas. Robert decidió que solicitaría una beca de estudios y regresaría a Pratt, no para estudiar publicidad como quería mi padre, sino para dedicar sus energías exclusivamente al arte. Me escribió una nota para decirme que crearíamos arte juntos y triunfaríamos, con o sin el resto del mundo.
Hall Street, Brooklyn, 1968
Por mi parte, hice la promesa muda de ayudarle a alcanzar su objetivo cubriendo sus necesidades prácticas. Había dejado la juguetería después de las fiestas y pasé un breve período sin trabajo. Aquello nos arredró un poco, pero me negaba a continuar siendo cajera. Estaba decidida a encontrar un empleo mejor remunerado y más satisfactorio y me sentí afortunada cuando me contrataron en la librería Argosy de la calle Cincuenta y nueve. Trabajaban con libros, grabados y mapas antiguos. No había ningún puesto de dependienta vacante, pero el anciano que estaba al frente, cautivado quizá por mi entusiasmo, me contrató como aprendiz de restauración. Yo me senté a mi oscura mesa de madera maciza atestada de biblias del siglo XVIII, tiras de lino, cinta adhesiva, cola de conejo, cera de abeja y agujas de encuademación, completamente abrumada. Por desgracia, no tenía aptitudes para aquel oficio y, muy a su pesar, el dueño tuvo que dejarme marchar.
Regresé a casa bastante triste. Iba a ser un invierno duro. Robert estaba deprimido por tener que trabajar en FAO Schwarz a tiempo completo. Trabajar como escaparatista avivaba su imaginación y hacía bosquejos para instalaciones. Pero cada vez dibujaba menos. Vivíamos a base de pan duro y latas de estofado de buey. No teníamos dinero para ir a ninguna parte, ni televisor, teléfono ni radio. Pero teníamos nuestro tocadiscos y lo preparábamos para que el disco que habíamos elegido sonara mientras dormíamos.
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Necesitaba conseguir otro empleo. Mi amiga Janet Hamill trabajaba en la librería Scribner’s y, una vez más, como había hecho en la facultad, halló el modo de compartir su buena suerte conmigo. Habló con sus superiores y ellos me ofrecieron un puesto. Parecía un empleo de ensueño, trabajar en la librería de la prestigiosa editorial donde el gran Maxwell Perkins había publicado a escritores como Hemingway y Fitzgerald. Donde los Rothschild compraban sus libros y había cuadros de Maxfield Parrish colgados en el hueco de la escalera.
Scribner’s estaba en un hermoso edificio emblemático en el número 597 de la Quinta Avenida. La suntuosa fachada de cristal y hierro forjado había sido proyectada por Ernest Flagg en 1913. Tenía dos plantas y media y un techo abovedado bordeado de arcadas. Todos los días me levantaba, me vestía y hacía los tres transbordos de metro hasta Rockefeller Center. Mi uniforme para Scribner’s estaba inspirado en Anna Karina en Banda aparte: jersey negro, falda plisada, medias negras y zapatos planos. Trabajaba junto a la centralita, que atendía una mujer bondadosa y atenta llamada Faith Cross.
Me sentía afortunada de estar vinculada a una librería tan histórica. Cobraba más y tenía a Janet como confidente. Rara vez me aburría y, cuando me impacientaba, escribía en el reverso de los artículos de papelería de Scribner’s, como hacía Tom en El zoo de cristal, garabateando poemas dentro de cajas de cartón.
Robert estaba cada vez más abatido. Su jornada laboral era muy larga y le pagaban menos que en Brentano’s, donde había trabajado a tiempo parcial. Cuando volvía a casa estaba agotado y desanimado y, durante un tiempo, dejó de crear.
Le supliqué que dejara la juguetería. Ni el trabajo ni el escaso sueldo merecían aquel sacrificio. Tras noches de discusión, Robert accedió a regañadientes. A cambio, trabajó con diligencia, siempre con ganas de enseñarme qué había creado mientras estaba en Scribner’s. Yo no me arrepentía de ser quien llevaba el dinero a casa. Mi temperamento era más firme. Aún podía crear por la noche y estaba orgullosa de procurar una situación en la que él podía hacer su trabajo con total libertad.
Por la noche, después de caminar por la nieve, lo encontraba esperándome en nuestro piso, listo para frotarme las manos y calentármelas. Parecía que estuviera siempre en movimiento, calentaba agua en la cocina, me desataba los cordones de las botas, colgaba mi abrigo, siempre con un ojo puesto en el dibujo en el que estaba trabajando. Se detenía un momento si se daba cuenta de algo. La mayoría de las veces parecía que ya tuviera una imagen mental de la obra concluida. No le gustaba improvisar. Se trataba más bien de ejecutar algo que veía de golpe.
Después de un día entero en silencio estaba impaciente por escuchar mis historias sobre los excéntricos clientes de la librería, sobre Edward Gorey y sus grandes zapatillas de tenis, sobre Katharine Hepburn y el gorro de Spencer Tracy que llevaba debajo de su pañuelo verde de seda o sobre los Rothschild y sus largos abrigos negros. Después nos sentábamos en el suelo y comíamos espaguetis mientras examinábamos su nueva creación. Su obra me atraía porque su vocabulario visual era afín a mi léxico poético, aunque pareciera que estábamos evolucionando en direcciones distintas. Robert siempre me decía: «Nada está terminado hasta que tú lo ves».
El primer invierno que pasamos juntos fue crudo. Incluso con mi mejor sueldo de Scribner’s teníamos muy poco dinero. A menudo, nos quedábamos ateridos en la esquina de Saint James Place, cerca de la taberna griega y la tienda de material artístico Jake’s, mientras decidíamos cómo gastarnos nuestros pocos dólares, sin saber si comernos dos sándwiches calientes de queso o comprar material. A veces, incapaces de distinguir qué deseábamos más, Robert montaba nerviosamente guardia en la taberna mientras yo, poseída por el espíritu de Genet, robaba el sacapuntas metálico o los lápices de colores que tanto necesitábamos. Yo tenía un concepto más romántico de la vida y los sacrificios del artista. En una ocasión, leí que Lee Krasner había robado material a Jackson Pollock. No sé si es cierto, pero me servía de inspiración. A Robert le inquietaba no ser capaz de mantenernos. Yo le decía que no se preocupara, que dedicarse a las bellas artes era su recompensa.
Por la noche, poníamos discos con los que nos gustaba dibujar. A veces, jugábamos a lo que nosotros llamábamos «el disco de la noche». Elegíamos un disco y colocábamos su carátula en mitad de la repisa de la chimenea. Lo poníamos una vez tras otra en nuestro viejo tocadiscos y la música marcaba la trayectoria de la noche.
A mí no me importaba trabajar en el anonimato. Estaba aprendiendo. Pero Robert, pese a ser tímido, poco comunicativo y parecer desconectado de quienes le rodeaban, era muy ambicioso. Tenía a Duchamp y a Warhol como modelos. Bellas artes y alta sociedad, aspiraba a ambas. Éramos una curiosa mezcla de Cara de ángel y Fausto.
Es imposible imaginarse la felicidad que sentíamos cuando dibujábamos juntos. Nos abstraíamos durante horas. Su capacidad para concentrarse durante largos períodos se me contagiaba y aprendía de su ejemplo, trabajando a su lado. Cuando nos tomábamos un descanso, yo hervía agua y hacía Nescafé.
Después de una sesión especialmente productiva salíamos a pasear por Myrtle Avenue en busca de Mallomars y derrochábamos nuestro dinero en las chucherías favoritas de Robert, unas galletas blandas recubiertas de chocolate negro.
Aunque casi siempre estábamos juntos, no nos habíamos aislado. Nuestros amigos venían a visitarnos. Harvey Parks y Louis Delsarte eran pintores; a veces trabajaban en el suelo a nuestro lado. Louis nos hizo retratos a los dos, uno de Robert con un collar indio y uno mío con los ojos cerrados. Ed Hansen compartía con nosotros su sabiduría y sus collages y Janet Hamill nos leía poemas. Yo enseñaba mis dibujos y contaba historias sobre ellos, como si fuera Wendy entreteniendo a los niños perdidos del país de Nuncajamás. Éramos una panda de inadaptados, incluso en el clima liberal de una escuela de bellas artes. A menudo decíamos en broma que éramos un «club de fracasados».
En noches especiales, Harvey, Louis y Robert compartían un porro y tocaban tambores de mano. Robert tenía sus propias tablas indias. Se acompañaban recitando oraciones del Devocionario psicodélico de Timothy Leary, uno de los pocos libros que Robert leía. De vez en cuando, yo les echaba las cartas y me basaba en Papus y en mi propia intuición para interpretarlas. Aquellas eran noches que nunca había vivido en Nueva Jersey, extravagantes y colmadas de amor.
En mi vida entró una nueva amiga. Robert me presentó a Judy Linn, una compañera de artes gráficas, y congeniamos de inmediato. Judy vivía a la vuelta de la esquina, en Myrtle Avenue, encima de la lavandería automática donde yo hacía la colada. Era bonita e inteligente, con un sentido del humor poco convencional, como Ida Lupino en joven. Terminó dedicándose a la fotografía y pasó años perfeccionando sus técnicas de revelado. Con el tiempo, me convertí en su modelo y ella creó algunas de las primeras imágenes de Robert y yo.
El día de San Valentín, Robert me regaló una geoda de amatista. Era de color violeta pálido y casi tan grande como medio pomelo. La sumergió en agua y miramos los brillantes cristales. De pequeña, había soñado con ser geóloga. Le conté que me pasaba horas buscando muestras de rocas, con un viejo martillo atado a la cintura. «No, Patti, no», dijo, riéndose.
Mi regalo fue un corazón de marfil con una cruz tallada en el centro. Por algún motivo, aquel objeto lo empujó a contarme, como rara vez hacía, una historia de la época en que él y otros monaguillos fisgoneaban en el armario del sacerdote y se bebían el vino de misa. El vino no le interesaba; era la extraña sensación en las tripas lo que le excitaba, la emoción de hacer algo prohibido.
A principios de marzo, Robert consiguió un trabajo eventual como acomodador en el Fillmore East, que había abierto hacía poco. Se presentó a trabajar con un mono naranja. Estaba deseando ver a Tim Buckley. Pero cuando regresó a casa, otra persona lo había impresionado más. «He visto a alguien que va a ser muy grande», dijo. Era Janis Joplin.
No teníamos dinero para ir a conciertos, pero, antes de dejar el Fillmore, Robert me consiguió un pase para ver a los Doors. Janet y yo habíamos devorado su primer álbum y casi me sentía culpable de ir sin ella. Pero tuve una reacción extraña cuando vi a Jim Morrison. Todas las personas que me rodeaban parecían paralizadas pero yo observé todos sus movimientos con atenta frialdad. Recuerdo aquella sensación con mucha más claridad que el concierto. Mientras lo observaba, sentí que era capaz de hacer lo mismo. No sé decir por qué lo pensé. No había nada en mi experiencia que me indujera a creer que aquello podía ser posible, pero abrigaba esa vanidosa presunción. Sentí tanta afinidad como desprecio hacia él. Percibí su vergüenza además de su honda seguridad. Exudaba una mezcla de belleza y odio hacia sí mismo, y dolor místico, como un san Sebastián de la costa Oeste. Cuando alguien me preguntaba por el concierto de los Doors yo solo decía que habían estado geniales. Me sentía un poco avergonzada de mi reacción a su concierto.
En Poemas manzanas, James Joyce escribió un verso que se me quedó grabado: «los signos que de mí se mofan según voy». Me vino a la mente algunas semanas después del concierto de los Doors y se lo mencioné a Ed Hansen. Ed siempre me cayó bien. Era bajo pero robusto y, con su abrigo marrón, sus claros cabellos castaños, sus ojos de duende y su boca grande, me recordaba al pintor Soutine. Unos jóvenes pandilleros le había disparado en un pulmón en DeKalb Avenue, pero él conservaba una cualidad infantil.
Ed no dijo nada sobre la cita de Joyce, pero una noche me trajo un disco de los Byrds. «Esta canción va a ser importante para ti», dijo mientras ponía la aguja en «So You Want to Be a Rock’N’ Roll Star». La canción tenía algo que me estimuló y me desconcertó, pero no supe adivinar la intención de Ed.
Una gélida noche de 1968, vinieron a decirnos que Ed estaba en apuros. Robert y yo salimos a buscarlo. Cogí el cordero negro que me había regalado. Era su regalo de oveja negra a otra oveja negra. Ed también tenía algo de oveja negra, así que me lo llevé como talismán.
Ed estaba encaramado a una grúa; se negaba a bajar. Era una noche fría y despejada y, mientras Robert hablaba con él, yo me encaramé a la grúa y le di el cordero. Estaba tiritando. Nosotros éramos los rebeldes sin causa y él era nuestro triste Sal Mineo. Parque Griffith de Brooklyn.
Ed bajó conmigo y Robert lo llevó a casa.
«No te preocupes por el cordero —dijo a su regreso—. Te encontraré otro».
Perdimos el contacto con Ed, pero una década después estuvo conmigo de una forma inesperada. Cuando me acerqué al micrófono con mi guitarra eléctrica y canté «So You Want to Be a Rock’N’ Roll Star», recordé sus palabras. Pequeñas profecías.
Había días, grises días de lluvia, en que las calles de Brooklyn eran dignas de una fotografía: cada ventana, el objetivo de una Leica, la vista granulada e inmóvil. Juntábamos nuestras láminas y lápices de colores y dibujábamos como niños salvajes hasta que, agotados, nos derrumbábamos en la cama muy entrada la noche. Yacíamos uno en brazos del otro, aún vergonzosos, pero felices, intercambiando apasionados besos mientras el sueño nos visitaba.
El muchacho que yo había conocido era tímido y tenía dificultad para expresarse. Le gustaba dejarse llevar, que lo cogieran de la mano para entrar sin reservas en un mundo distinto. Era masculino y protector, pese a ser femenino y sumiso. Meticuloso en su vestuario y modales, también era capaz de un desorden atemorizante en su obra. Sus mundos eran solitarios y peligrosos, y vaticinaban libertad, éxtasis y liberación.
A veces, me despertaba y lo encontraba trabajando a la débil luz de velas votivas. Retocando un dibujo, girándolo en esta o aquella dirección, examinándolo desde todos los ángulos. Pensativo, absorto, alzaba la vista, me veía observándolo y sonreía. Aquella sonrisa primaba sobre cualquier otra cosa que estuviera sintiendo o experimentando, incluso más adelante, mientras estuvo agonizando, fulminado por el dolor.
En la guerra de la magia y la religión, ¿termina venciendo la magia? Sacerdote y mago quizá fueron uno al principio, pero el sacerdote, tras aprender humildad ante Dios, descartó el conjuro como plegaria.
Robert confiaba en la ley de la empatia, en virtud de la cual podía transferirse voluntariamente a un objeto u obra de arte y, por lo tanto, influir en el mundo externo. No se sentía redimido por la labor que desempeñaba. No buscaba la redención. Buscaba ver lo que otros no veían, la proyección de su imaginación.
El proceso de creación le parecía pesado por la rapidez con que veía la obra concluida. Se sentía atraído por la escultura pero creía que el soporte estaba obsoleto. Aun así, se pasaba horas estudiando los Esclavos de Miguel Ángel, queriendo acceder a la sensación de trabajar con la forma humana sin el esfuerzo de usar martillo y cincel.
Hizo un esbozo para una animación donde él y yo estábamos en un jardín del Edén tántrico. Necesitaba desnudos nuestros para hacer recortables para el jardín geométrico que había florecido en su mente. Pidió a Lloyd Ziff, un compañero de clase, que hiciera las fotografías, pero a mí no me gustó la idea. Posar no me entusiasmaba porque aún me sentía un poco insegura con las cicatrices de mi barriga.
Las imágenes quedaron rígidas y no como él había imaginado. Yo tenía una vieja cámara de 35 milímetros y le propuse que hiciera él las fotografías, pero Robert no tenía paciencia para revelarlas y hacer copias. Utilizaba tantas imágenes fotográficas de otras fuentes que yo pensaba que, si las sacaba él, podría conseguir los resultados que buscaba. «Ojalá pudiera proyectarlo todo en el papel —dijo—. Cuando estoy a la mitad, ya me he puesto con otra cosa». El jardín del Edén fue abandonado.
Las primeras obras de Robert estaban claramente inspiradas en sus experiencias con el LSD. Sus dibujos y pequeñas construcciones poseían el anticuado encanto del surrealismo y la pureza geométrica del arte tántrico. Poco a poco, su obra dio un giro hacia el catolicismo: el cordero, la Virgen y Cristo.
Quitó las telas indias de las paredes y tiñó nuestras sábanas viejas de negro y violeta. Las grapó a la pared y colgó crucifijos y grabados religiosos. No nos costaba encontrar retratos enmarcados de santos en la basura o en las tiendas del Ejército de Salvación. Robert extraía las litografías y las coloreaba o las incorporaba a un dibujo, un collage o una construcción.
Pero Robert, que deseaba librarse de su yugo católico, habitaba en otra parte del espíritu, regida por el ángel de la luz. La imagen de Lucifer, el ángel caído, terminó eclipsando a los santos que utilizaba en sus collages y cajas esmaltadas. En la tapa de una cajita de madera, pegó el rostro de Cristo; en el interior, una Virgen con el niño y una diminuta rosa blanca; y, en el reverso de la tapa, me sorprendió hallar el rostro del diablo sacando la lengua.
Cuando regresaba a casa, me encontraba a Robert vestido de monje con un hábito marrón que había conseguido en una tienda de beneficencia, estudiando panfletos sobre alquimia y magia. Me pidió que le llevara libros de ocultismo. Al principio, más que leerlos, utilizaba las estrellas de cinco puntas y las imágenes satánicas, descomponiéndolas y reconstruyéndolas. No era malvado, aunque, conforme su obra se fue impregnando de elementos más siniestros, se tornó más callado.
Se interesó por crear conjuros visuales, que podían servir para invocar a Satán, igual que se invocaría a un genio. Se imaginaba que, si pudiera hacer un pacto que le permitiera acceder al yo más puro de Satán, el yo de la luz, reconocería un alma gemela y Satán le concedería fama y fortuna. No necesitaba pedirle que le concediera grandeza, ni la capacidad para ser artista, porque sabía que eso ya lo tenía.
—Buscas atajos —dije.
—¿Por qué tengo que coger el camino largo? —respondió.
A veces, durante mi descanso del trabajo para comer, iba a la catedral de Saint Patrick para visitar al joven san Estanislao. Rezaba por los muertos, a quienes parecía querer tanto como a los vivos: Rimbaud, Seurat, Camille Claudel y la amante de Jules Laforgue. Y rezaba por nosotros.
Las plegarias de Robert eran como deseos. Ambicionaba el conocimiento oculto. Los dos rezábamos por su alma, él para venderla y yo para salvarla.
Más adelante, Robert diría que la Iglesia lo conducía a Dios y el LSD lo conducía al universo. También decía que el arte lo conducía al diablo y mantenía sexo con él.
Algunos de los signos y augurios eran demasiado dolorosos para admitirlos. Una noche en Hall Street, cuando yo estaba en la puerta de nuestro dormitorio y Robert dormía, lo vi en un potro de tortura, convirtiéndose en polvo ante mis propios ojos con la camisa blanca destrozada. Se despertó y percibió mi horror.
—¿Qué has visto? —gritó.
—Nada —respondí, apartando la mirada, decidiendo no aceptar lo que había visto. Aunque un día tendría sus cenizas en mi mano.
——>>*<<——
Robert y yo rara vez nos peleábamos, pero reñíamos como niños, habitualmente por cómo administrar nuestros escasos ingresos. Yo cobraba sesenta y cinco dólares semanales y Robert encontraba algún trabajo ocasional. Con un alquiler de ochenta dólares mensuales, más los gastos fijos, teníamos que dar cuenta de cada centavo. Los billetes de metro costaban veinte centavos y yo necesitaba diez a la semana. Robert fumaba, y un paquete de cigarrillos valía treinta y cinco centavos. Mi debilidad por utilizar el teléfono público de la taberna era lo más problemático. Robert no podía entender mi profundo vínculo con mis hermanos. Un puñado de monedas gastadas en una llamada podía significar una comida menos. A veces mi madre metía un billete de un dólar en sus cartas y tarjetas. Aquel gesto aparentemente insignificante representaba muchas monedas de su bote de propinas y yo siempre lo valoraba.
Nos gustaba ir al Bowery, donde examinábamos raídos vestidos de seda, deshilachados abrigos de cachemira y chaquetas de motorista usadas. En Orchard Street, buscábamos materiales baratos pero interesantes para alguna obra nueva: láminas de Mylar, pieles de lobo, quincalla curiosa. Nos pasábamos horas en Pearl Paint de Canal Street, después cogíamos el metro a Coney Island para caminar por el paseo marítimo y compartir un perrito caliente en Nathan’s.
Mis modales en la mesa horrorizaban a Robert. Yo lo percibía en su modo de apartar la mirada y volver la cabeza. Cuando comía con las manos, le parecía que llamaba demasiado la atención, aunque él llevara sobre el torso desnudo varios collares de cuentas y un chaleco de piel de carnero bordado. Nuestros reproches solían dar paso a las risas, sobre todo cuando yo señalaba aquellas discrepancias. Seguimos teniendo aquellas discusiones durante toda nuestra larga amistad. Mis modales no mejoraron nunca, pero su indumentaria atravesó algunas etapas extremadamente estrafalarias.
En aquella época, Brooklyn era un barrio bastante periférico y parecía muy alejado de la animación de Manhattan. A Robert le encantaba ir allí. Se sentía vivo cuando cruzaba el East River y fue en Manhattan donde, más adelante, experimentó rápidas transformaciones, tanto personales como artísticas.
Yo vivía en mi propio mundo, soñando con los muertos y los siglos que llevaban desaparecidos. De pequeña, me había pasado horas imitando la elegante letra que formaba las palabras de la Declaración de Independencia. Escribir a mano me había fascinado siempre. Ahora podía integrar aquella extraña habilidad en mis dibujos. Comencé a interesarme por la caligrafía islámica y, en ocasiones, sacaba el collar persa del papel de seda que lo envolvía y lo colocaba delante de mí mientras dibujaba.
En Scribner’s me ascendieron al departamento de ventas. Aquel año, los libros más vendidos fueron Money Game de Adam Smith y Gaseosa de ácido eléctrico de Tom Wolfe, lo cual resumía la tendencia a la polarización que imperaba en Estados Unidos. No me identificaba con ninguno de los dos libros. Me sentía desconectada de todo lo que estuviera fuera del mundo que Robert y yo habíamos creado.
En mis momentos bajos, me preguntaba cuál era la finalidad de crear arte. ¿Para quién? ¿Estábamos encarnando a Dios? ¿Dialogando con nosotros mismos? ¿Y cuál era el objetivo final? ¿Tener nuestra obra enjaulada en los grandes zoológicos del arte, el MoMA, el Museo de Arte Metropolitano de Nueva York, el Louvre?
Yo aspiraba a ser honesta, pero no me sentía así. ¿Por qué dedicarme al arte? ¿Para realizarme o por el arte mismo? Parecía autocomplaciente contribuir a un sector ya saturado a menos que se ofreciera la iluminación.
A menudo, me sentaba e intentaba escribir o dibujar, pero la delirante actividad de las calles, unida a la guerra de Vietnam, hacía que mis esfuerzos parecieran fútiles. No podía identificarme con los movimientos políticos. Cuando intentaba participar, me sentía hostigada por otra forma más de burocracia. Me planteaba si algo de lo que hacía importaba.
Robert tenía poca paciencia con aquellos ataques introspectivos míos. Él jamás parecía cuestionarse sus impulsos artísticos y, con su ejemplo, comprendí que lo que importa es la obra: la serie de palabras impelidas por Dios que se concreta en un poema, la trama de color y grafito garabateada en la lámina que expande su divino movimiento. Lograr en la obra un equilibrio perfecto entre fe y ejecución. De este estado mental emana una luz, preñada de vida.
Picasso no se encerró en su concha cuando bombardearon su querido País Vasco. Reaccionó creando una obra maestra en el Guernica para recordarnos las injusticias cometidas contra su pueblo. Cuando me quedaba dinero, iba al Museo de Arte Moderno, me sentaba delante del Guernica y me pasaba horas pensando en el caballo caído y el ojo de la lámpara que brilla sobre los tristes escombros de la guerra. Luego regresaba al trabajo.
Esa primavera, solo unos días antes del domingo de Ramos, Martin Luther King fue abatido a tiros en el hotel Lorraine de Memphis. Había una fotografía en la prensa de Coretta Scott King consolando a su hija menor, con el rostro bañado en lágrimas tras su velo de viuda. Me angustié muchísimo, como había hecho en mi adolescencia cuando vi a Jacqueline Kennedy con su vaporoso velo negro junto a sus hijos, esperando a que el cadáver de su marido pasara en un armón de artillería tirado por caballos. Intenté plasmar mis sentimientos en un dibujo o un poema, pero no pude. Tenía la impresión de que cuando intentaba expresar la injusticia no daba con los versos adecuados.
Robert me había comprado un vestido blanco para Semana Santa, pero me lo regaló el domingo de Ramos para mitigar mi tristeza. Era un raído vestido victoriano de lino. Me encantó, me lo puse y me paseé por el piso, una frágil armadura frente a los malos augurios de 1968.
Mi vestido de Semana Santa no era apropiado para llevarlo a una cena en casa de los Mapplethorpe, tampoco lo era nada de lo que teníamos en nuestro reducido vestuario.
Yo era bastante independiente de mis padres. Los quería, pero no me preocupaba cómo les había sentado que Robert y yo viviéramos juntos. Pero él no era tan libre. Continuaba siendo su hijo católico, y era incapaz de decirles que vivíamos juntos sin estar casados. Mis padres lo habían recibido con los brazos abiertos, pero le preocupaba que los suyos no me aceptaran.
Al principio pensó que lo mejor sería hablarles de mí poco a poco en sus conversaciones telefónicas. Luego decidió decirles que nos habíamos fugado a Aruba para casarnos. Un amigo suyo estaba viajando por el Caribe y Robert escribió una carta a su madre que su amigo mandó desde Aruba.
Yo creía que aquel engaño tan rebuscado era innecesario. Pensaba que debería contarles simplemente la verdad, convencida de que terminarían aceptándonos tal como éramos. «No —decía él, frenético—. Son católicos estrictos».
No comprendí su preocupación hasta que visitamos a sus padres. Su padre nos recibió con un silencio gélido. Yo no concebía que un hombre no abrazara a su hijo.
La familia en pleno estaba sentada a la mesa del comedor: su hermana y su hermano mayores con sus respectivos cónyuges y sus cuatro hermanos menores. La mesa estaba puesta, todo listo para una cena perfecta. Su padre apenas me miró y no dijo nada a Robert salvo «Deberías cortarte el pelo. Pareces una chica».
La madre de Robert, Joan, hizo todo lo posible por crear un clima acogedor. Después de cenar, dio disimuladamente a Robert dinero que llevaba en el bolsillo del delantal y me llevó a su habitación, donde abrió su joyero. Me miró la mano y sacó un anillo de oro.
—No teníamos suficiente dinero para las alianzas —mentí.
—Deberías llevar una en el dedo anular de la mano izquierda —me dijo, poniéndomelo en la mano.
Robert era muy cariñoso con Joan en ausencia de Harry. Joan era una mujer con brío. Tenía la risa fácil, fumaba sin parar y limpiaba la casa de forma obsesiva. Advertí que Robert no solo había adquirido su sentido del orden de la Iglesia católica. Joan prefería a Robert y, en su fuero interno, parecía enorgullecerse del camino que había elegido. Harry quería que se dedicara a la publicidad, pero él se había negado. Estaba decidido a demostrar que su padre se equivocaba.
La familia nos abrazó y felicitó al marcharnos. Harry se hizo a un lado. «No me creo que estén casados», dijo.
Robert estaba recortando fenómenos de feria de un libro en rústica descomunal sobre Tod Browning. Había hermafroditas, microcéfalos y hermanas siamesas diseminados por doquier. Eso me desconcertó porque no veía ninguna relación entre aquellas imágenes y su reciente interés por la magia y la religión.
Como de costumbre, encontré la manera de seguirle los pasos a través de mis dibujos y poemas. Dibujé personajes circenses y conté historias sobre ellos, sobre Hagen Waker, el funámbulo nocturno, Balthazar, el niño con cara de asno, y Aratha Kelly, con su cabeza en forma de luna. Robert no tenía más explicación para su atracción por los fenómenos de feria que la que yo tenía para haber creado mis personajes.
Con ese espíritu íbamos a Coney Island para visitar las barracas de feria. Habíamos buscado el Museo Hubert de la calle Cuarenta y dos, donde estaban expuestos Wago, la princesa encantadora de serpientes, y un circo de pulgas, pero había cerrado en 1965. Encontramos un pequeño museo que tenía partes del cuerpo y embriones humanos conservados en formol, y Robert se obsesionó con la idea de utilizar algo similar en un montaje. Preguntó dónde podía encontrar algo parecido y un amigo le habló del antiguo hospital municipal en ruinas de Welfare (más adelante Roosevelt). Island.
Un domingo fuimos a la isla con nuestros amigos de Pratt. Visitamos dos enclaves. El primero era un vasto edificio decimonónico que tenía aspecto de manicomio; fue el primer hospital de Estados Unidos en tratar enfermos de viruela. Separados de él únicamente por una alambrada de espino y vidrios rotos, nos imaginamos muriendo de lepra y peste bubónica.
Las otras ruinas eran los vestigios del antiguo hospital municipal, un edificio imponente que acabaría siendo demolido en 1994. Al entrar, nos sorprendió el silencio y el extraño olor a medicamentos. Fuimos de sala en sala y vimos estantes de especímenes médicos en botes de vidrio. Muchos estaban rotos, destrozados por los roedores. Robert registró a fondo todas las salas hasta encontrar lo que buscaba, un embrión que flotaba en formol dentro de su vitrea matriz.
Todos coincidimos en que Robert le sacaría muchísimo partido. Durante el viaje de vuelta, no lo soltó ni un momento. Aunque no habló, percibí su entusiasmo y expectación mientras imaginaba cómo hacer arte con su valioso hallazgo. Nos despedimos de nuestros amigos en Myrtle Avenue. Justo cuando entrábamos en Hall Street, el bote le resbaló inexplicablemente de las manos y se hizo añicos contra la acera, a solo unos pasos de nuestra puerta.
Vi su rostro. Estaba tan abatido que ninguno de los dos dijo nada. El bote robado había permanecido en un estante durante décadas, intacto. Era casi como si Robert le hubiera quitado la vida. «Sube —dijo—. Voy a limpiarlo». Ya no volvimos a mencionarlo. Aquel bote tenía algo especial. Sus gruesos fragmentos de vidrio parecieron presagiar los malos tiempos que se avecinaban; no hablamos de ello, pero los dos parecíamos aquejados de una indefinida inquietud interna.
A principios de junio, Valerie Solanas disparó a Andy Warhol. Aunque Robert no tendía a ser romántico con los artistas, se disgustó mucho. Adoraba a Andy Warhol y lo consideraba uno de los artistas vivos más importantes. Fue lo más próximo a la idolatría que estuvo nunca. Respetaba a artistas como Cocteau y Pasolini, que fundían vida y arte, pero, para Robert, el más interesante de todos era Andy Warhol, quien documentaba la puesta de escena humana en la Factoría, su estudio forrado de papel de plata.
Yo no sentía por Warhol lo mismo que Robert. Su obra reflejaba una cultura que yo quería evitar. Detestaba la sopa y la lata no me decían apenas nada. Prefería un artista que transformara su época, no que la reflejara.
Poco después, uno de mis clientes y yo nos pusimos a hablar sobre nuestra responsabilidad política. Era año de elecciones y él representaba a Robert Kennedy. Las primarias de California estaban próximas y acordamos volver a vernos después. Me ilusionaba la perspectiva de trabajar para alguien que tenía los ideales que yo admiraba y prometía poner fin a la guerra de Vietnam. Pensaba que la candidatura de Kennedy podría convertir el idealismo en actuaciones políticas eficaces, que a lo mejor se conseguía algo para prestar verdadera ayuda a los necesitados.
Afectado aún por el intento de asesinato de Warhol, Robert se quedó en casa para rendirle homenaje en un dibujo. Yo fui a visitar a mi padre. Era un hombre sabio y justo y quería conocer su opinión sobre Robert Kennedy. Estuvimos sentados juntos en el sofá, viendo los resultados de las primarias. Yo no cabía en mí de gozo cuando Robert Kennedy pronunció el discurso tras la victoria. Lo vimos bajarse del estrado y mi padre me guiñó el ojo, encantado con nuestro prometedor joven candidato y mi entusiasmo. Por unos breves momentos fui tan inocente como para creer que todo iría bien. Lo vimos desfilar entre el público exultante, estrechando manos e irradiando esperanza con la típica sonrisa Kennedy. Entonces se cayó. Vimos que su mujer se arrodillaba junto a él.
El senador Kennedy estaba muerto.
«Papá, papá», dije, sollozando, ocultando la cara en su hombro.
Mi padre me rodeó con el brazo. No dijo nada. Supongo que él ya lo había visto todo. Pero a mí me pareció que, afuera, el mundo se estaba disgregando y que, cada vez más, también lo estaba haciendo el mío.
Regresé a casa y había recortables de estatuas, torsos y nalgas de los griegos, los Esclavos de Miguel Ángel, imágenes de marineros, tatuajes y estrellas. Para sintonizarme con él, le leí pasajes de Milagro de la rosa, pero Robert siempre iba un paso por delante. Mientras le leía a Genet, era como si se estuviera convirtiendo en Genet.
Tiró su chaleco de piel de carnero y sus collares de cuentas y encontró un uniforme de marinero. No era aficionado al mar. Con el traje y la gorra de marinero me recordaba un dibujo de Cocteau o el mundo del Robert Querelle de Genet. No tenía interés en la guerra pero le atraían sus reliquias y rituales. Admiraba la estoica belleza de los pilotos kamikaze japoneses, que se preparaban la ropa —una camisa meticulosamente doblada, un pañuelo blanco de seda— para ponérsela antes de la batalla.
Me gustaba ser partícipe de sus fascinaciones. Le encontré una chaqueta y un pañuelo de aviador, aunque, en lo que a mí atañía, mi percepción de la Segunda Guerra Mundial estaba influida por la bomba atómica y El diario de Anna Frank. Yo reconocía su mundo porque él entraba con gusto en el mío. No obstante, a veces, una transformación inesperada me desconcertaba e incluso me molestaba. Cuando recubrió las paredes y el trabajado techo de nuestro dormitorio con láminas de Mylar me sentí excluida porque parecía que lo hubiera hecho por él más que por mí. Robert tenía la esperanza de que yo lo encontrara estimulante, pero, a mis ojos, tenía el efecto distorsionado de un espejo de feria. Lloré por el desmantelamiento de la capilla romántica donde dormíamos.
A él le decepcionó que no me gustara.
—¿En qué estabas pensando? —le pregunté.
—Yo no pienso —insistió—. Siento.
Robert se portaba bien conmigo, pero lo notaba ausente. Estaba habituada a que no hablara, pero no a que estuviera tan pensativo. Algo le inquietaba, algo que no guardaba relación con el dinero. Nunca dejó de ser cariñoso conmigo, pero parecía preocupado.
Dormía de día y trabajaba de noche. Cuando me despertaba, lo encontraba mirando los cuerpos cincelados por Miguel Ángel, clavados en fila en la pared. Yo habría preferido una discusión al silencio, pero él no era así. Ya no sabía descifrar sus estados de ánimo.
Advertí que de noche no había música. Robert se encerró en sí mismo y comenzó a pasearse arriba y abajo, desconcentrado, sin completar ninguna de sus obras. El suelo estaba sembrado de montajes inconclusos de fenómenos de feria, santos y marineros. No era propio de él dejar sus obras en aquel estado. Era algo por lo que siempre me había reprendido a mí. Me sentía impotente, incapaz de penetrar la estoica oscuridad que lo envolvía.
Fue poniéndose más inquieto conforme crecía su insatisfacción con su obra. «Mi vocabulario visual ya no me funciona», decía. Un domingo por la tarde, desfiguró la entrepierna de una Virgen con un soldador. Cuando hubo terminado, se limitó a encogerse de hombros. «Ha sido un momento de locura», dijo.
Llegó un momento en que la estética de Robert se volvió tan avasalladora que sentí que ya no era nuestro mundo, sino el suyo. Creía en él, pero había transformado nuestro hogar en un teatro de diseño propio. El aterciopelado telón de nuestra fábula había sido sustituido por tonalidades metálicas y satén negro. La morera estaba envuelta en tupida redecilla. Me paseaba arriba y abajo mientras él dormía, chocando contra las paredes como una paloma solitaria presa en los estrechos confines de una caja de Joseph Cornell.
Nuestras noches sin palabras me ponían nerviosa. El cambio de tiempo señaló también un cambio en mí. Sentía un ansia, una curiosidad y una vitalidad que parecían inhibirse todas las tardes cuando salía del metro después del trabajo y caminaba hasta Hall Street. Comencé a ir a Clinton más a menudo para visitar a Janet, pero, si me quedada demasiado rato, Robert se enfadaba de una forma impropia de él y se volvía cada vez más posesivo. «Llevo esperándote todo el día», decía.
Poco a poco, comencé a pasar más tiempo con viejos amigos de Pratt, sobre todo con el pintor Howard Michaels. Él era el muchacho a quien estaba buscando el día que conocí a Robert. Se había mudado a Clinton con el artista Kenny Tisa, pero en ese momento estaba solo. Sus enormes pinturas evocaban la fuerza física de la escuela de Hans Hofmann y sus dibujos, aunque únicos, recordaban los de Pollock y De Kooning.
En mi sed de comunicación, recurrí a él. Comencé a visitarlo con frecuencia antes de volver a casa después del trabajo. Howie, como se le conocía, era conversador, apasionado, culto y activo políticamente. Era un alivio conversar con alguien acerca de todo, ya fuera Nietzsche o Godard. Yo admiraba su obra y tenía ganas de compartir la afinidad de aquellas visitas. Pero, conforme pasó el tiempo, no fui precisamente franca con Robert sobre la naturaleza de nuestra creciente intimidad.
Mirando atrás, el verano de 1968 señaló una época de despertar físico tanto para Robert como para mí. Yo no había comprendido aún que su torturada conducta guardaba relación con su sexualidad. Sabía que me quería mucho, pero pensaba que se había cansado de mí físicamente. En ciertos aspectos, me sentía traicionada, pero, en realidad, fui yo quien lo traicionó.
Huí de nuestro pisito de Hall Street. Robert se quedó destrozado, pero, aun así, fue incapaz de darme una explicación sobre el silencio que nos envolvía.
Para mí no era fácil abandonar el mundo que teníamos él y yo. No estaba segura de adonde ir, así que, cuando Janet me ofreció compartir con ella un sexto piso sin ascensor en el Lower East Side, acepté. Aquel arreglo, aunque doloroso para Robert, era mucho mejor que irme a vivir sola o mudarme al piso de Howie.
Pese a lo mucho que le dolía mi partida, Robert me ayudó a trasladar mis cosas al nuevo piso. Por primera vez, yo tenía una habitación para mí que podía organizar como me apeteciera y comencé una nueva serie de dibujos. Abandoné mis animales circenses y me convertí en mi propia modelo, creando autorretratos que resaltaban una faceta mía más femenina y terrenal. Me aficioné a llevar vestidos y a ondularme el pelo. Me quedaba esperando a que viniera mi pintor, pero la mayoría de veces no lo hacía.
Incapaces de romper nuestro vínculo, Robert y yo continuamos viéndonos. Mientras mi relación con Howie iba y venía, él me suplicaba que volviera. Deseaba que estuviéramos otra vez juntos como si nada hubiera sucedido. Quería perdonarme, pero yo no estaba arrepentida. No deseaba dar marcha atrás, sobre todo porque él parecía albergar aún una vorágine interna que se negaba a expresar.
A principios de septiembre, Robert se presentó en Scribner’s de forma inesperada. Vestido con una larga trinchera granate de piel abrochada con cinturón, estaba guapo y parecía perdido. Había regresado a Pratt y solicitado una beca de estudios. Se había comprado la trinchera y un billete a San Francisco con parte del dinero.
Dijo que quería hablar conmigo. Salimos y nos quedamos en la esquina de la calle Cuarenta y ocho y la Quinta Avenida.
—Por favor, vuelve —dijo—, o me voy a San Francisco.
Yo no me podía imaginar por qué quería ir allí. Su explicación fue deslavazada, poco concreta. Liberty Street, había alguien que sabía del tema, un piso en el Castro.
Me agarró la mano.
—Ven conmigo. Allí hay libertad. Tengo que descubrir quién soy.
Lo único que yo conocía de San Francisco era el gran terremoto y Haight-Ashbury.
—Yo ya soy libre —dije.
Él me miró con desesperada intensidad.
—Si no vienes, estaré con un tío. Me volveré homosexual —amenazó.
Yo solo lo miré, sin comprender. No había nada en nuestra relación que me hubiera preparado para semejante revelación. Todas las señales que él había transmitido de forma indirecta, yo las había interpretado como la evolución de su arte. No de su personalidad.
No estuve nada compasiva, un hecho que terminé lamentando. Por sus ojos, parecía que hubiera estado trabajando toda la noche colocado de speed. Sin mediar palabra, me entregó un sobre.
Vi cómo se alejaba y se perdía entre la multitud.
Lo primero que me sorprendió fue que hubiera escrito su carta en papel de Scribner’s. Su letra, por lo general tan cuidada, estaba plagada de contradicciones: pasaba de ser pulcra y precisa a meros garabatos infantiles. Pero incluso antes de leer las palabras, lo que me conmovió profundamente fue el sencillo encabezamiento: «Patti - Lo que pienso - Robert». Le había pedido, incluso suplicado tantas veces antes de marcharme que me dijera qué estaba pensando, qué tenía en la cabeza. Él no había tenido palabras para mí.
Mientras miraba aquellas hojas, me di cuenta de que había ahondado en sus sentimientos por mí y había intentado expresar lo inexpresable. Imaginar la angustia que lo había impulsado a escribir aquella carta me hizo llorar.
«Abro puertas, cierro puertas», escribía. No amaba a nadie, amaba a todos. Adoraba el sexo, odiaba el sexo. La vida es una mentira, la verdad es una mentira. Sus pensamientos concluían con una herida curativa. «Estoy desnudo cuando dibujo. Dios me tiene de la mano y cantamos juntos». Su manifiesto como artista.
Prescindí de los aspectos confesionales y acepté aquellas palabras como una hostia consagrada. Él había trazado una línea que me seduciría y terminaría uniéndonos. Doblé la carta y volví a meterla en el sobre, sin saber qué sucedería a continuación.
——>>*<<——
Las paredes estaban cubiertas de dibujos. Emulé a Frida Kahlo y creé una serie de autorretratos completados por versos que reflejaban mi fragmentado estado emocional. Me imaginaba su gran sufrimiento, que hacía que el mío pareciera pequeño. Una noche Janet bajaba mientras yo subía las escaleras de casa. «Nos han robado», gritó. La seguí hasta el piso. Me dije que poseíamos muy pocas cosas que pudieran interesar a un ladrón. Entré en mi habitación. Los ladrones, frustrados por la ausencia de artículos vendibles, habían roto la mayor parte de mis dibujos. Los pocos que seguían intactos estaban llenos de barro y huellas de botas.
Autorretrato, Brooklyn, 1968
Profundamente afectada, Janet decidió que era hora de dejar el piso para ir a vivir con su novio. En el East Village, la zona este de la Avenida A continuaba siendo peligrosa y, como había prometido a Robert que no me quedaría allí sola, regresé a Brooklyn. Encontré un piso de dos habitaciones en Clinton Avenue, a una manzana del portal donde había dormido el verano anterior. Clavé los dibujos que habían sobrevivido en la pared. Luego, de forma impulsiva, fui a Jake’s y compré pinturas al óleo, pinceles y lienzos. Decidí que iba a pintar.
Había observado a Howie mientras pintaba cuando estuve con él. Su proceso era físico y abstracto de un modo distinto al de Robert. Recordé mis ambiciones de juventud, dominada por el deseo de coger un pincel. Llevé mi cámara al MoMA y busqué inspiración. Saqué una serie de retratos en blanco y negro de la Mujer I de De Kooning y los llevé a revelar. Clavé las fotografías en la pared y comencé su retrato. Me divertía hacer un retrato de un retrato.
Robert seguía en San Francisco. Había escrito que me echaba de menos y que había cumplido su misión de descubrir cosas nuevas sobre sí mismo. Aunque me hablara de sus experiencias con otros hombres, me aseguraba que me amaba.
Mi reacción a su confesión fue más intensa de lo que esperaba. Nada en mi experiencia me había preparado para aquello. Me parecía que le había fallado. Yo creía que un hombre se hacía homosexual cuando no encontraba a la mujer adecuada para salvarlo, un concepto erróneo que había desarrollado a partir de la trágica unión de Rimbaud y el poeta Paul Verlaine. Rimbaud lamentó hasta el final de su vida no haber hallado una mujer con quien compartir todo su ser, tanto física como intelectualmente.
En mi imaginación literaria, la homosexualidad era una maldición poética, una noción que había aprendido de Mishima, Gide y Genet. No sabía nada de su realidad. La consideraba ligada de forma inevitable a la afectación y la extravagancia. Me había preciado de ser tolerante, pero mi comprensión era limitada y provinciana. Incluso cuando leía a Genet, consideraba a sus hombres una raza mística de ladrones y marineros. No comprendía su mundo del todo. Yo admiraba a Genet como poeta.
Estábamos evolucionando por caminos distintos. Yo necesitaba indagar más allá de mí y Robert necesitaba buscar dentro de sí. Exploraba el vocabulario de su obra y, conforme sus componentes cambiaban y se metamorfoseaban, estaba, de hecho, creando un diario de su evolución interna, anunciando el surgimiento de una identidad sexual reprimida. Jamás me había dado indicios en su conducta que yo relacionara con la homosexualidad.
Me di cuenta de que Robert había intentado renunciar a su naturaleza, negar sus deseos, hacer las cosas bien por nosotros. Por mi parte, me preguntaba si yo habría podido disipar aquellos impulsos. Él había sido demasiado tímido y respetuoso y le había dado miedo hablar de aquellos temas, pero no cabía duda de que seguía amándome, y yo a él.
Cuando Robert regresó de San Francisco, parecía a la vez triunfante y preocupado. Abrigaba la esperanza de que volviera transformado, y lo hizo, pero no del modo que yo había imaginado. Parecía brillar, casi el mismo de antes, y estaba más cariñoso conmigo que nunca. Aunque había experimentado un despertar sexual, aún confiaba en que pudiéramos hallar una forma de continuar con nuestra relación. Yo no estaba segura de poder asimilar su nuevo concepto de sí, ni de si él asimilaría el mío. Mientras vacilaba, conoció a alguien, un muchacho llamado Terry, y se embarcó en su primera relación sentimental con un hombre.
Todos los encuentros físicos que había tenido en San Francisco habían sido fortuitos y experimentales. Terry era un novio de verdad, amable y guapo, con el pelo castaño ondulado. Los envolvía un halo de narcisismo, con sus ceñidos abrigos idénticos y sus miradas de complicidad. Eran un reflejo exacto, no tanto en su parecido físico como en su lenguaje no verbal, en su sincronización. Yo sentía una mezcla de comprensión y envidia por su intimidad y los secretos que imaginaba que compartían.
Robert había conocido a Terry a través de Judy Linn. Terry, dulce y empático, aceptaba el cariño de Robert hacia mí y me trataba con afecto y compasión. A través de Terry y Robert, observé que la homosexualidad era una forma de ser natural. Pero, conforme los sentimientos entre Terry y Robert se ahondaban y la relación intermitente con mi pintor se espaciaba, descubrí que estaba completamente sola y plagada de contradicciones.
Robert y Terry me visitaban a menudo y, aunque no había nada negativo entre los tres, algo se quebró dentro de mí. Quizá fuera el frío, mi regreso a Brooklyn con las manos vacías o mi desacostumbrada soledad, pero me pasaba largos ratos llorando. Robert hacía todo lo posible para animarme mientras Terry nos contemplaba, sin poder hacer nada. Cuando Robert venía solo, yo le suplicaba que se quedara. Él me aseguraba que me tenía siempre en el pensamiento.
Cuando se acercaban las navidades, acordamos regalarnos un cuaderno de dibujo. En cierto sentido, Robert me estaba mandando deberes para que me recuperara, dándome algo creativo en que concentrarme. Le regalé un libro encuadernado en piel lleno de dibujos y poemas, y él, un cuaderno cuadriculado con dibujos muy parecidos a los que me había enseñado nuestra primera noche. Lo encuaderné en seda morada, cosida a mano con hilo negro.
Lo que resta en mi recuerdo del final de 1968 es la expresión preocupada de Robert, la fuerte nevada, lienzos de bodegones y una pizca de alivio proporcionado por los Rolling Stones. El día de mi cumpleaños, Robert vino a verme solo. Me trajo un disco nuevo. Puso la cara A y me guiñó un ojo. Sonó «Sympathy for the Devil» y empezamos a bailar. «Es mi canción», dijo.
——>>*<<——
¿Adonde conduce todo? ¿En qué nos convertiremos? Aquellas eran nuestras preguntas de juventud, y el tiempo nos reveló las respuestas.
Conduce al otro. Nos convertimos en nosotros.
Durante un tiempo Robert me protegió, después dependió de mí, y luego fue posesivo conmigo. Su transformación era la rosa de Genet y, al florecer, las espinas se le habían clavado muy hondo. También yo quería experimentar el mundo con más intensidad. Pero, a veces, esas ganas solo eran un deseo de retornar al momento en que nuestra tenue luz era vertida por farolillos colgantes con cristales de espejo. Nos habíamos aventurado a salir de casa como los niños de Maeterlinck en pos del pájaro azul, y nos habíamos quedado atrapados en las enmarañadas zarzas de nuestras nuevas experiencias.
Robert reaccionaba como mi querido hermano gemelo. Sus rizos oscuros se fundían con mi pelo enredado mientras me deshacía en lágrimas. Me prometía que podíamos volver a nuestra antigua vida, a ser como éramos, me prometía lo que fuera si dejaba de llorar.
Una parte de mí quería hacerlo, pero temía que no pudiéramos regresar nunca más a aquel lugar, sino solo ir y venir por nuestro río de lagrimas como los hijos del barquero. Estaba deseando viajar, a París, a Egipto, a Samarcanda, lejos de él, lejos de nosotros.
También él tenía un camino que seguir, y no le quedaría más remedio que dejarme atrás.
Aprendimos que queríamos demasiadas cosas. Solo podíamos dar desde lo que éramos y lo que teníamos. Separados, pudimos ver incluso con más claridad que no queríamos estar sin el otro.
Yo necesitaba alguien con quien hablar. Regresé a Nueva Jersey para el cumpleaños de mi hermana Linda, que cumplía veintiún años. Ambas estábamos en un mal momento y nos consolamos mutuamente. Le llevé un libro de fotografías de Jacques-Henri Lartigue y, mientras pasábamos las páginas, nos entraron ganas de visitar Francia. Nos quedamos despiertas, maquinando, y, antes de darnos las buenas noches, habíamos prometido ir juntas a París, toda una hazaña para dos chicas que no se habían subido nunca a un avión.
Aquel proyecto me sostuvo durante todo el largo invierno. Hice horas extra en Scribner’s para ahorrar dinero mientras urdía nuestra ruta, localizaba talleres de artistas y cementerios, trazaba un itinerario para las dos, como había hecho cuando planificaba los movimientos tácticos de nuestro ejército de hermanos.
No creo que aquel fuera un período artísticamente productivo para Robert ni para mí. Él estaba embargado por la intensidad de vivir la naturaleza que había reprimido conmigo y hallado a través de Terry. Pero, pese a estar complacido en ese aspecto, parecía falto de inspiración, si no aburrido, y quizá no podía evitar establecer comparaciones entre su vida con Terry y la nuestra.
«Patti, nadie ve como nosotros», me dijo.
La primavera y el poder restaurador de Semana Santa volvieron a unirnos. Nos sentábamos en la taberna próxima a Pratt y pedíamos nuestro menú favorito: un sándwich caliente de pan de centeno con queso y tomate, y leche malteada de chocolate. En aquella época, teníamos suficiente dinero para dos sándwiches.
Los dos nos habíamos entregado a otros. Habíamos vacilado y los habíamos perdido, pero nos habíamos reencontrado. Al parecer, queríamos lo que ya teníamos, un amante y un amigo con quien crear, codo con codo. Ser fieles, pero libres.
Decidí que era buen momento para irme de viaje. Mis horas extra sin vacaciones dieron fruto y la librería me concedió una excedencia. Mi hermana y yo metimos lo imprescindible en nuestras bolsas de lona. A regañadientes dejé mis dibujos para viajar ligera de equipaje. Cogí un cuaderno y le regalé mi cámara a mi hermana.
Robert y yo prometimos trabajar duro mientras estuviéramos separados. Yo compondría poemas para él y Robert haría dibujos para mí. Prometió escribir y mantenerme al día de sus actividades.
Cuando nos abrazamos para decirnos adiós, él se separó y me miró fijamente. No dijimos nada.
——>>*<<——
Con nuestros escasos ahorros, Linda y yo fuimos a París vía Islandia en un avión de hélice. Fue un viaje arduo y, pese a estar ilusionada, tuve sentimientos encontrados por abandonar a Robert. Todas nuestras cosas estaban apiladas en dos cuartitos de Clinton Street en Brooklyn, vigiladas por un viejo casero que andaba claramente tras ellas.
Robert había dejado Hall Street y estaba viviendo en casa de unos amigos cerca de Myrtle Avenue. A diferencia de mí, no le motivaba viajar. La perspectiva de ganarse la vida como artista era su objetivo primordial, pero entretanto dependía de trabajos ocasionales y del dinero de su beca de estudios.
Linda y yo estábamos contentísimas de encontrarnos en París, la ciudad de nuestros sueños. Nos alojamos en un hotelucho de Montmartre y recorrimos la ciudad en busca de los sitios donde Piaf había cantado, Gérard de Nerval había dormido y Baudelaire estaba enterrado. Vi unas pintadas en la rue des Innocents que me inspiraron para dibujar. Linda y yo encontramos una tienda de material artístico y nos pasamos horas allí, examinando bonitos papeles de dibujo franceses con exquisitas filigranas de ángeles. Compré algunos lápices y unas cuantas láminas de papel Arches y elegí un gran portafolio rojo con cintas de lona que utilicé como mesa en mi cama. Con una pierna cruzada y la otra colgando, dibujé con trazo seguro.
Llevé mi portafolio de galería en galería. Nos unimos a un grupo de músicos callejeros y tocamos para ganar unas monedas. Yo trabajaba en mis dibujos y escribía, y Linda hacía fotografías. Comíamos pan con queso, bebíamos vino argelino, tuvimos piojos, llevábamos camisetas de cuello de barca y merodeábamos felizmente por las callejuelas de París.
Vimos Uno más uno de Godard. La película me impresionó mucho políticamente y renovó mi afecto por los Rolling Stones. Solo unos días después, el rostro de Brian Jones aparecía en todos los periódicos franceses: Est mort, 24 ans. Lamenté no poder asistir al concierto gratuito que el resto de la banda celebró en su memoria ante más de doscientas cincuenta mil personas en Hyde Park, el cual culminó cuando Mick Jagger soltó montones de palomas blancas. Dejé mis lápices de dibujo y comencé un ciclo de poemas a Brian Jones, en los que expresé por primera vez en mi obra mi pasión por el rock and roll.
Uno de los momentos memorables de nuestra estancia en París era la larga caminata hasta la oficina de American Express para enviar y recibir correspondencia. Siempre había alguna cosa de Robert, divertidas cartitas donde describía su obra, su salud, sus dificultades y siempre su amor.
Por un tiempo, se había trasladado de Brooklyn a Manhattan, donde compartía un loft en Delancey Street con Terry, con quien aún mantenía una cordial amistad, y un par de amigos de Terry que tenían una empresa de mudanzas. Se sacaba un poco de dinero trabajando como mozo y el loft tenía suficiente espacio vacío para que pudiera continuar desarrollando su arte.
Sus primeras cartas me parecieron un poco tristes, pero se animaron cuando contó que había visto Cowboy de medianoche. Robert no solía ir al cine, pero aquella película le caló hondo. «Trata de un vaquero que se prostituye en la calle Cuarenta y dos», me escribió, y la llamó «obra de arte». Se sintió profundamente identificado con el protagonista e introdujo el concepto de puto en su obra y, más adelante, en su vida. «Puto, puto, puto. Supongo que es lo que me va».
A veces parecía perdido. Yo leía sus cartas y deseaba estar en casa, junto a él. «Patti, tenía muchísimas ganas de llorar —escribió—, pero mis lágrimas están dentro. Tengo una venda en los ojos que no las deja salir. Hoy no veo. Patti, no sé nada».
Cogía el metro a Times Square y se mezclaba con los estafadores, proxenetas y prostitutas en lo que él llamaba «el jardín de la perversión». Se sacó una fotografía para mí en un fotomatón, con la chaqueta que yo le había regalado y una vieja gorra de la marina francesa calada hasta las cejas; siempre ha sido mi fotografía preferida de Robert.
En respuesta, le hice un dibujo collage titulado Mi puto, en el que utilicé una de sus cartas como componente. Aunque Robert me aseguraba que no tenía nada de que preocuparme, daba la impresión de que se estaba sumergiendo cada vez más en el hampa sexual que representaba en sus obras. Parecía sentirse atraído por la imaginería sadomasoquista («No estoy seguro de lo que significa todo eso, solo sé que es bueno»), y me describía obras tituladas Pantalones superajustados y dibujos donde laceraba a personajes sadomasoquistas con un cutter. «Le he puesto un gancho donde debería tener la polla, del que voy a colgar mi cadena de dados y calaveras». Hablaba de utilizar vendas ensangrentadas y gasas adornadas con estrellas.
No perdía el tiempo. Filtraba aquel mundo a través de su propia estética. De una película titulada Male Magazine dijo que era «mero cine de explotación con un reparto íntegramente masculino». Cuando visitó Tool Box, un bar sadomasoquista, le pareció que solo era «un puñado de mierda y cadenas enormes colgadas de la pared, nada realmente excitante», y deseó poder diseñar un lugar así.
Conforme transcurrían las semanas, me preocupaba que no estuviera bien de salud. No era propio de él quejarse de su estado físico. «Tengo la boca hecha polvo —escribió—; las encías están blancas y me duelen». A veces no tenía dinero suficiente para comer.
La posdata aún reflejaba su chulería: «Me han acusado de vestir como un puto, de tener mente de puto y cuerpo de puto».
«Te sigo queriendo como siempre», terminaba, y firmaba «Robert» con la «t» en forma de estrella azul, nuestro signo.
——>>*<<——
Mi hermana y yo regresamos a Nueva York el 21 de julio. Todo el mundo hablaba de la luna. Un hombre había caminado por ella, pero yo apenas me enteré.
Cargada con mi bolsa de lona y mi portafolios, encontré el loft donde Robert se alojaba, en Delancey Street, debajo del puente Williamsburg. Él se alegró muchísimo de verme, pero lo encontré muy desmejorado. Sus cartas no me habían preparado del todo para su mal estado de salud. Tenía una gingivitis ulcerosa aguda y fiebre alta, y había adelgazado. Intentaba disimular su debilidad, pero, cada vez que se levantaba, se mareaba. No obstante, había sido productivo.
Estábamos solos; sus compañeros de piso se habían ido a Fire Island ese fin de semana. Le leí algunos de mis nuevos poemas y él se durmió. Me paseé por el loft. La obra que tan gráficamente me había descrito en sus cartas estaba diseminada por el suelo encerado. Su confianza en ella estaba justificada. Era buena. Sexo masculino. También había una composición sobre mí, con el sombrero de paja en un campo de rectángulos naranjas.
Ordené sus cosas. Sus lápices de colores, sacapuntas metálicos, restos de revistas para hombres, estrellas doradas y gasa. Luego, me acosté a su lado y reflexioné sobre cuál sería mi siguiente paso.
Antes de que amaneciera, nos despertaron una serie de disparos y gritos. La policía nos ordenó que cerráramos con llave y no saliéramos durante unas horas. Habían asesinado a un joven delante de nuestra puerta. A Robert le horrorizó que hubiéramos estado tan cerca del peligro la noche de mi regreso.
Por la mañana, al abrir la puerta, me impresionó ver la silueta del cuerpo de la víctima dibujada con tiza. «No podemos quedarnos aquí», dijo Robert. Estaba preocupado por nuestra seguridad. Lo dejamos casi todo —mi bolsa de lona con mis recuerdos de París, su material de trabajo y su ropa—; nos llevamos únicamente nuestra posesión más valiosa: los portafolios. Cruzamos la ciudad hasta el hotel Allerton de la Octava Avenida, conocido por lo baratas que eran sus habitaciones.
Aquellos días señalaron el punto más bajo de nuestra vida en común. No recuerdo cómo nos orientamos para llegar al hotel. Era un lugar horrible, oscuro y descuidado, con ventanas llenas de polvo que daban a una calle ruidosa. Robert me dio veinte dólares que había ganado trasladando pianos; los gastamos casi todos en la fianza de la habitación. Compré leche, pan y mantequilla de cacahuete, pero no pudimos comer. Me senté junto a la cama de hierro y lo observé mientras sudaba y tiritaba. Los muelles rotos del viejo colchón atravesaban la sábana llena de manchas. La habitación hedía a orines y a líquido fumigador, y el papel pintado se desprendía de la pared como la piel muerta en verano. No había agua corriente en el lavabo corroído, solo alguna que otra gota que caía durante la noche.
Pese a su enfermedad, Robert quiso hacer el amor y nuestra unión quizá lo reconfortó, porque dejó de sudar. Por la mañana, salió al pasillo para ir al baño y regresó visiblemente alterado. Había manifestado signos de gonorrea. Su sentimiento de culpa y su temor a haberme contagiado lo angustiaron todavía más.
Por suerte, se pasó la tarde durmiendo mientras yo deambulaba por los pasillos. El hotel estaba lleno de indigentes y yonquis. Los hoteles baratos no me eran ajenos. En Pigalle, mi hermana y yo nos habíamos alojado en un sexto piso sin ascensor, pero nuestra habitación estaba limpia y hasta era acogedora, con una romántica vista de los tejados de París. Aquel sitio no tenía nada de romántico, atestado de hombres medio desnudos que intentaban encontrarse una vena en extremidades infestadas de llagas. Todo el mundo tenía la puerta abierta porque hacía muchísimo calor y me veía obligada a apartar la mirada mientras iba y venía del baño para mojar paños que ponía a Robert en la frente. Me sentía como una niña en un cine que cierra los ojos para no ver la escena de la ducha de Psicosis. Era la única imagen que hacía reír a Robert.
Su almohada estaba plagada de piojos que se mezclaban con sus enredados rizos oscuros. Yo había visto muchos piojos en París y pude al menos relacionarlos con el mundo de Rimbaud. Aquella almohada, manchada y llena de bultos, era más lamentable todavía.
Fui a buscar agua para Robert y una voz me llamó desde la puerta de enfrente. Costaba saber si era de hombre o mujer. Al mirar, vi a un travestido un poco decrépito con un andrajoso vestido de gasa sentado al borde de la cama. Me sentí segura con él mientras me contaba su historia. Había sido bailarín clásico, pero ahora era un adicto a la morfina, una mezcla de Nureyev y Artaud. Seguía teniendo las piernas musculosas, pero le faltaban casi todos los dientes. Cuán magnífico debió de ser con sus cabellos dorados, hombros anchos y pómulos altos. Me senté junto a la puerta, la única espectadora de su onírica representación, donde bailó etéreamente por el pasillo como Isadora Duncan con su vaporoso vestido de gasa mientras cantaba una versión atonal de «Wild is the Wind».
Me contó las historias de algunos de sus vecinos, habitación por habitación, y qué habían sacrificado por el alcohol y las drogas. Yo no había visto jamás tanto sufrimiento colectivo ni tantas esperanzas rotas, tantas almas melancólicas que se habían destrozado la vida. Él parecía regir sobre todas ellas mientras lamentaba dulcemente su propia carrera fallida y bailaba por los pasillos con el pálido vestido de gasa.
Sentada junto a Robert, examinando nuestro destino, casi lamenté nuestro afán de ser artistas. Los voluminosos portafolios apoyados en la sucia pared, el mío rojo con cintas grises, el suyo negro con cintas negras, parecían una pesada carga material. A veces, incluso en París, deseaba abandonarlo todo en una callejuela y ser libre. Pero, cuando desataba las cintas y contemplaba nuestra obra, sabía que íbamos por buen camino. Solo necesitábamos un poco de suerte.
Por la noche, Robert, por lo general tan estoico, gritó. Le habían salido flemones, estaba muy congestionado y empapado en sudor. Fui en busca del ángel morfinómano. «¿Tienes algo para él? —le supliqué—. ¿Algo para aliviarle el dolor?». Intenté romper su velo narcótico. Él me regaló un momento de lucidez y vino a nuestra habitación. Robert estaba delirando debido a la fiebre. Creí que iba a morir.
«Tienes que llevarlo a un médico —dijo el ángel morfinómano—. Tenéis que iros de aquí. Este sitio no es para vosotros». Lo miré a la cara. Todo lo que había experimentado estaba en aquellos apagados ojos azules. Por un momento, se encendieron. No por él, sino por nosotros.
No teníamos dinero suficiente para pagar el hotel. Al despuntar el alba, desperté a Robert y le ayudé a vestirse y a bajar por la escalera de incendios. Lo dejé en la acera y volví a subir para coger nuestros portafolios. Todo lo que teníamos.
Cuando alcé la vista vi a algunos de los desdichados residentes agitando pañuelos. Estaban asomados a las ventanas y gritaban «Adiós, adiós» a las criaturas que huían del purgatorio de su existencia.
Paré un taxi. Robert se subió, seguido de los portafolios. Antes de entrar, miré por última vez el patético esplendor de aquella escena, las manos despidiéndonos, el siniestro cartel luminoso del hotel y el ángel morfinómano cantando desde la escalera de incendios.
Robert apoyó la cabeza en mi hombro. Percibí que parte de la tensión abandonaba su cuerpo.
—Todo va a ir bien —dije—. Recuperaré mi trabajo y te pondrás mejor.
—Vamos a conseguirlo, Patti —dijo él.
Prometimos no volver a separarnos hasta que ambos supiéramos que estábamos preparados para valemos por nosotros mismos. Y mantuvimos aquella promesa durante todo lo que aún nos quedaba por vivir.
—Hotel Chelsea —dije al conductor, hurgándome los bolsillos para encontrar monedas, no del todo segura de poder pagarle.