23
–Estás preciosa.
Angélica miró la tela verde clara de su vestido de noche y se preguntó por qué el corazón no le daba un vuelco como cuando Alexander le había dicho aquellas mismas palabras.
—Gracias.
Nicholas le puso la mano bajo la barbilla y le levantó la cabeza.
—No eres sincera, Angélica. ¿Por dónde vaga tu mente?
Angélica se sorprendió al ver que Nicholas podía entenderla con tanta facilidad, aunque tampoco tenía por qué asombrarse. Después de todo, él era más atento que la mayoría, y muy gentil. Sí, era gentil y dulce, y estaba muy atractivo con el traje de etiqueta.
Tenía que estar loca para no sentirse afectada por aquel hombre al que miraban con interés varias señoras presentes en la sala de recibo de los Summers.
—Admito estar algo distraída, pero me halaga que te hayas dado cuenta.
—Y por tu tono yo diría que te sorprende. ¿Por qué, Angélica, si sabes el interés que siento por ti?
Angélica se salvó de tener que responder gracias a un lacayo que se acercó con expresión de disculpa.
—Señor, un mensaje.
—Discúlpame, enseguida vuelvo —dijo Nicholas, recogiendo la misiva y saliendo de la habitación.
Irritada consigo misma por sentirse ligeramente aliviada, Angélica se volvió y divisó a su hermano entre el grupo reunido al lado centro de la gran pared acristalada, que daba a un jardín bellamente iluminado, estaba el elegante piano de cola. Las filas de asientos para el público también eran únicas. En vez de las sillas que normalmente se alineaban para las veladas musicales, en la sala sólo había cómodos sofás colocados en semicírculo, de manera que cada oyente tenía una bonita vista del piano y de los jardines que había detrás.
Las exclamaciones de admiración de los invitados iluminaron de placer el rostro de Lord Summers.
Acompañó a Angélica hasta el piano y los demás tomaron asiento.
—Tenemos disponibles partituras de varios compositores, princesa. ¿Tenéis algún favorito?
—Mozart —dijo Angélica sin vacilar.
—Ah, una elección muy popular, aunque he de decir que es poco habitual que una mujer desee tocar sus obras —comentó Lord Summers mientras rebuscaba en un montón de partituras que había al lado del piano.
Angélica se mordió la lengua. Sabía por experiencia que muchos hombres creían que las composiciones de Mozart eran demasiado enérgicas para ser interpretadas por una mujer, pero eso no iba con ella. Mientras hiciera justicia a su obra, se sentiría satisfecha.
—No necesitaré la partitura —dijo Angélica con educación.
Lord Summers se detuvo con los ojos abiertos como platos.
—¿Tocaréis de memoria?
—Sí —respondió Angélica.
Lord Summers, sin nada más que decir, asintió con la cabeza y fue a reunirse con su esposa en el sofá más próximo al piano.
Angélica ajustó el asiento para pisar con comodidad los pedales y se volvió para dirigirse al público, que había quedado en silencio.
Mijaíl estaba sentado a su izquierda con una joven que parecía a punto de caerse muerta. La hija de Lord Summers había sido elegida como compañera de Mijaíl para la cena de esa noche, y Angélica no dudaba que sus padres estarían encantados de que los dos formaran pareja.
—Voy a interpretar la Fantasía en re menor, una composición de Wolfgang Amadeus Mozart.
Hubo cierta agitación, que Angélica pasó por alto mientras apoyaba los dedos en las teclas del piano. Respiró hondo, flexionó las muñecas y comenzó.
El aire se llenó de música y el tiempo cesó de importar mientras Angélica se hundía en un mundo diferente, un mundo hermoso, armonioso: un mundo sin problemas.
Su impecable interpretación satisfacía contra su voluntad incluso a los invitados más escépticos. Las notas iban surgiendo mientras el tictac del reloj del pasillo marcaba el tiempo de la melodía y, cuando la pieza terminó, fue premiada con un clamoroso aplauso.
—Sorprendente, querida, absolutamente maravilloso —dijo Lady Summers, llevándose el pañuelo a los ojos—. ¿Le importaría tocar otra?
Angélica miró a Lord Summers mientras varios invitados repetían la petición.
—Nos encantaría que nos honrarais con otra pieza —imploró Lord Summers.
Angélica asintió y se volvió hacia el piano, luego vaciló. Las lámparas que iluminaban el jardín daban una luz maravillosa. Quizá fuera una idea ridícula, pero decidió preguntarlo a pesar de todo.
Tenía que ser influencia de la duquesa, pensó compungida, volviéndose hacia Lord Summers.
—Estaba pensando, Lord Summers, que quizá no le importaría que apagásemos las luces. No necesito leer la partitura y el jardín estaría mucho más hermoso, ¿no le parece?
—¡Es una idea fantástica! —exclamó Lord Summers para alivio de Angélica—. ¡Diré a los criados que se ocupen de ello al instante!
Angélica miró con desenfado a los caballeros que aseguraban a las damas que no debían temer a la oscuridad estando cerca ellos. Mijaíl, en cambio, no ofrecía ningún consuelo a nadie, ya que Miss Summers parecía emocionada ante la idea de asistir a un concierto a oscuras.
† † †
Alexander oyó la música y supo sin ningún género de duda que ella estaba tocando.
—Es muy hermoso, ¿verdad? —susurró Margaret, colgada del brazo de su marido mientras los tres seguían a una doncella hasta la sala de música.
Alexander no escuchó la respuesta de James; estaba cautivado. La música llenaba su pecho y resucitaba todos sus sentidos. Era impresionante, como ella.
Durante un momento, Alexander pensó en dar media vuelta y salir de allí. James le había convencido de que necesitaba un descanso en la investigación y que debía unirse a ellos para asistir a aquella velada. Si hubiera sabido que ella iba a estar allí, habría reconsiderado la oferta.
Cada vez que la veía, le resultaba más difícil resistir la tentación.
La tentación de tocarla. La tentación de besar sus labios. La tentación de hacerla suya.
Aquella madrugada había conseguido alejarse de ella, aunque a duras penas.
Pero no se fue. No podía irse, y al poco rato estaban en la entrada de la sala de la que procedía la música.
Alexander se sorprendió al ver que tocaba a oscuras. Distinguió varias figuras sentadas alrededor del piano de cola, iluminado en parte por la luz de la luna.
Margaret se agitó a su lado cuando los tres se detuvieron a observar.
Angélica estaba sumida en la oscuridad y su cuerpo era una extensión del instrumento que parecía haberse apoderado de su alma como ella de la suya. Todos parecían contener la respiración mientras las notas iban surgiendo de sus manos.
Cuando sus dedos tocaron la última nota, reinó un silencio total.
Sé mía.
Transmitió el pensamiento antes de ser consciente de que lo estaba haciendo. La quería como nunca había querido a una mujer. Muchos vampiros tenían amantes humanas, no era inusual. Si ella se convertía en su amante, le resultaría mucho más fácil cumplir con sus obligaciones de guía.
Sí, ella era inocente y había parecido insegura, pero también le quería, de eso estaba convencido. Si se hacían amantes, podría visitarla cuando quisiera y pronto aquel deseo irracional por ella le abandonaría, y podría empezar a concentrarse de nuevo, algo que no había podido hacer desde que la había conocido.
Sé mía.
El pensamiento entró en la cabeza de Angélica y la obligó a apartar las manos de las teclas del piano. ¿Había dejado que el bloqueo se retirase mientras tocaba? La voz parecía de Alexander, aunque debía de estar confundida. No sólo no estaba allí, sino que nunca habría pensado aquellas palabras.
Recorrió al público con la mirada mientras estallaban los aplausos. Se había dejado llevar por la música, simplemente. Le sucedía a menudo. Una vez se había quedado tan ensimismada tocando el movimiento «allá turca» que habría jurado que oía trompetas y tambores.
—¡Increíble! —la elogió Lord Summers mientras varios criados volvían a encender las luces de la sala—. Ha sido absolutamente fantástico.
—Gracias —dijo Angélica, ruborizándose ante el halago. La ovación aún no había terminado y se sintió algo cohibida.
—¡Ah! Aquí están los demás invitados —exclamó Lord Summers al ver a la duquesa—. Excelencias, es un honor que hayan venido, y príncipe Kourakin, que maravillosa sorpresa. Sean muy bienvenidos.
Angélica abrió los ojos como platos al ver a Alexander. ¡Estaba allí! Pero no era posible que él le hubiera enviado aquel pensamiento.
Mijaíl le tapó la contemplación del hombre fascinante que estaba en el otro extremo de la sala atrayendo las miradas de todas las mujeres presentes.
—Ha sido maravilloso.
Su corazón, que había dado un vuelco al ver a Alexander, emprendió una extraña danza. Se mordió el labio. La sonrisa de Mijaíl era descorazonadora, la distancia entre ellos aún más difícil de soportar. Ojalá pudiera confiarse a él.
—Gracias.
Su hermano alargó una mano para ajustarle una horquilla del peinado.
—Siempre tocas con una pasión muy poco femenina —dijo—, pero no podría estar más orgulloso.
Se sintió emocionada y deseó abrazar a su hermano, como tantas veces había hecho en su vida.
—Mijaíl, te quiero. Creo que nunca lo digo bastante.
Mijaíl cogió las manos de su hermana y miró los dedos que tanta magia procuraban.
—Yo también te quiero. No lo entiendo muy bien, pero te he echado de menos estos últimos días.
Angélica sí lo entendía, demasiado bien, pero no podía decir nada.
Mijaíl se echó a reír y le acarició la mano.
—Y bien, ¿dónde está Nicholas?
Angélica se encogió de hombros, contenta por el cambio de tema.
—Tuvo que irse. Su madre está enferma. Me pidió que le disculpara.
—Qué raro, creía que su madre…
—¡Buenas noches! —dijo Joanna, apareciendo al lado de Mijaíl con una sonrisa.
Distraída, Angélica se volvió hacia su amiga.
—Joanna, creo que no has sido formalmente presentada a mi hermano.
Mijaíl hizo una leve inclinación y sonrió.
—Mijaíl Belanov, a su servicio.
Joanna rio y los ojos le brillaban de admiración.
—Llámeme Joanna y el placer será mío. He oído hablar mucho de usted, príncipe. Permítame decir que si va a ser tan fabuloso como marido que como hermano, tengo varias amigas que me encantaría presentarle.
Mijaíl no se inmutó ante aquella presentación tan poco convencional, pero Angélica tragó saliva y lanzó una mirada suplicante a su amiga.
—Joanna, por favor… —fue a decir con media sonrisa, pero fue interrumpida en el acto por su hermano.
—Entonces, ¿está usted casada, Lady Joanna?
Angélica no podía creer lo que estaba oyendo. ¡Y Joanna se reía! ¡Vaya par de provocadores!
—¡Haced el favor de callar de inmediato! Alguien podría oíros y eso sería el fin de mi reputación —susurró.
Joanna agachó la cabeza y la miró con expresión inquisitiva.
—Pero si tú ya estás prácticamente casada con ese atractivo diablo, ¿para qué necesitas una buena reputación?
Mijaíl se echó a reír y Angélica sacudió la cabeza con contrariedad. Por fortuna, Lord Summers eligió aquel momento para anunciar que la cena estaba servida.
Mijaíl se excusó y se dirigió hacia Miss Summers, que esperaba para ser acompañada al comedor.
Lady Summers apareció a su lado justo cuando Joanna empezaba a quejarse de su compañero de mesa.
—Oh, cariño, lo siento muchísimo, pero Lord Adler ha tenido que irse debido a una urgencia. Aunque ya debía de estar enterada, pobre, oh, querida, espero que no esté demasiado disgustada. —La mujer parecía muy contrariada por el giro de los acontecimientos y Angélica trató de calmarla.
—No se preocupe, Lady Summers, por favor. Lo entiendo perfectamente.
—Puede quedarse con mi compañero de mesa —dijo Joanna—. Después de todo, es razonable que una viuda se siente sola.
Angélica lanzó una agria mirada a Joanna.
¿Qué estás haciendo?, pensó con cierta irritación.
La risa de Joanna resonó en su cabeza antes de que su amiga se explicara.
Intento ver si me libro del engreído que Lady Summers me ha endilgado. Tuve que sentarme con él en otra ocasión y tiene una vanidad realmente intolerable.
Por suerte, Lady Summers protestó a favor de Angélica.
—Oh, pero Lord Jeffrey se ha encariñado tanto con usted, Lady Joanna… Véalo en la puerta, esperando a que termine la conversación.
—Le aseguro que no supone ningún problema, Lady Summers —dijo Angélica antes de que Joanna pudiera seguir con su plan para librarse de su compañero de mesa.
Lady Summers pareció aliviada.
—¡Bien, es usted muy amable, querida, aunque tiene que estar muy consternada! Haré que su hermano venga a acompañarla en cuanto haya sentado a mi hija.
Angélica iba a decirle a la mujer que aquello era perfecto cuando alguien se le anticipó.
—¿Podría tener el honor?
La profunda voz de Alexander recorrió la piel de Angélica, poniéndole el vello de punta.
Estaba empezando a odiar aquella habilidad para aparecerse ante ella como un fantasma.
—¡Príncipe Kourakin! —Lady Summers estaba radiante cuando se volvió hacia él.
—Ya que he llegado inesperadamente, yo tampoco tengo compañera —explicó Alexander.
—Oh, pero nos ha emocionado a todos con su llegada, príncipe Kourakin, se lo aseguro. Todos mis amigos se mueren porque asista a sus fiestas y ninguno lo ha conseguido. Les va a dar mucha envidia. Y la pobre princesa Belanov iba a quedarse sin compañía. Es nuestro héroe, príncipe Kourakin, un auténtico caballero de brillante armadura.
Armadura negra, pensó Angélica.
—¿Princesa? —dijo Alexander, tendiéndole el brazo con un brillo burlón en los ojos.
¿Habría oído sus pensamientos? No, imposible, tenía el bloqueo en su sitio.
Angélica puso la mano sobre el brazo masculino tratando de no fijarse en el rígido músculo que tocaba.
Se dirigieron hacia el comedor en silencio, y él le retiró la silla para que se sentara en el centro de la gran mesa.
—¡Ya estamos todos! —exclamó la duquesa cuando Alexander se sentó al lado de Angélica. Margaret, sentada enfrente, la señaló con el dedo—. ¡No me habías contado lo bien que tocas el piano!
James, sentado a la izquierda de su esposa, alargó la mano para indicar a un criado que no quería más pan.
—La música era de lo más gratificante. Tendremos que pedirle que toque más a menudo a partir de ahora.
—Gracias por vuestras amables palabras, me encantaría tocar para vosotros más a menudo —dijo Angélica mientras le ponían un plato de sopa delante.
—Un brindis —dijo Lord Summers, levantando su copa en la cabecera de la mesa—, por nuestra pianista.
Los invitados imitaron a su anfitrión y pronto todo el mundo estuvo bebiendo a la salud de Angélica, mientras ella se ponía colorada.
—¿Lo has pasado bien?
Angélica se sorprendió por la pregunta, formulada en voz baja.
—¿Por qué no iba a hacerlo? —respondió, irritada porque él actuara de aquella forma.
¿Dónde estaba el hombre frío al que se había acostumbrado?
—Quizá has estado pensando en mí.
A Angélica casi se le cayó la cuchara. Era imposible que supiera que pensaba en él constantemente. Más aún, ¿cómo podía ser tan engreído para imaginar que lo hacía? Estaba a punto de hacerle un desaire cuando él añadió:
—Yo he estado pensando en ti.
Angélica tosió cuando la cuchara se le cayó en el plato y salpicó algo de sopa. Temiendo no ser capaz de controlar el volumen de sus palabras, recurrió a los pensamientos. Él la dejó entrar.
¿A qué te refieres?
Me refiero a que no puedo concentrarme en nada por pensar en ti.
No podía hablar en serio, era imposible. La había rechazado la madrugada anterior, ¿no?
¿Acaso estaba jugando?
Cerró la mente y decidió entablar conversación con otras personas. El duque y la duquesa estaban hablando con Lady Summers y Joanna parecía empeñada en ningunear a Lord Jeffrey.
—Por muy agradable a nuestros oídos que sea la música, sería de desear que las mujeres de nuestro gran país se animaran a ampliar sus conocimientos. El mundo es un lugar muy grande, ¿sabe? Cuando estuve en la India…
Angélica dejó de escuchar la historia de los viajes de Lord Jeffrey hasta que oyó que Mijaíl decía:
—Los conocimientos de mi hermana no se limitan al piano.
Angélica no quería que Mijaíl se pusiera a conversar con aquel hombre tan pomposo. Era de los que sólo aprecian su propia opinión y no valía la pena gastar energía con él.
A pesar de todo, los invitados parecieron notar la tensión creciente y habían quedado en silencio para poder oír lo que se estaba diciendo.
—Mi querido príncipe Belanov, no era mi intención ofender a vuestra hermana. Pero sería demasiado esperar que la dama supiera de cosas más prácticas. Por ejemplo, que la capital del Imperio otomano es Constantinopla.
—Le aseguro Lord Jeffrey, que mi hermana…
—Por favor, Mijaíl —dijo Angélica por fin. Su hermano estaba muy indignado y habría podido decir algo que sin duda causaría problemas—, creo que esto es un simple malentendido.
—¿Y qué clase de malentendido sería, princesa Belanov? —dijo Lord Jeffrey, riéndose.
Todas las miradas se dirigieron hacia Angélica mientras ella intentaba controlar su temperamento. Aquel individuo era el hombre más engreído de la creación.
—Creo, Lord Jeffrey, que está bajo la impresión equivocada de que la música es algo que carece de trascendencia —respondió suavemente. No quería que la conversación entrara en el terreno personal, pues si lo hacía terminaría deseando no haber abierto la boca.
—Entonces, princesa, explicadme, ¿por qué la música es tan trascendental?
La expresión condescendiente de Lord Jeffrey le resultaba tan irritante que Angélica deseó borrar aquella sonrisita de su rostro.
—La reina Isabel hizo construir un órgano a Thomas Dallam que luego envió al sultán Mehmed III, en 1599. Lo hizo como un gesto político, al saber por sus informadores de Constantinopla, que por cierto en turco otomano oficial se dice Konstantinniye, que al sultán le gustaba la música.
Lord Jeffrey resopló. Angélica vio que Joanna le sonreía.
—En 1828, Giuseppe Donizetti, el hermano del famoso compositor Gaetano Donizetti, fue nombrado director de la Escuela Militar Imperial de Música a petición del sultán Mahmud II. He ahí otro ejemplo en el que se trataba de política a través de música intrascendente.
Esta vez la risa de Lord Jeffrey fue más breve.
—Finalmente —continuó Angélica con un aire tan indiferente como hasta entonces—, debe recordar el viaje del actual sultán a Europa, no hará ni cuatro años. Abdulaziz, que he de añadir que donó fondos amablemente a Richard Wagner, asistió a una representación del Masaniello de Auber aquí al lado, en el Covent Garden. Una representación que dio pie a varias conversaciones políticas informales sobre importación, como el Times publicó al día siguiente.
Lord Summers se echó a reír y levantó el vaso en dirección a Angélica por segunda vez aquella noche.
—Vamos, Lord Jeffrey, creo que la princesa ha demostrado que tenía razón, sin ningún género de dudas. Su conocimiento de la música y de personajes políticos del Imperio otomano es más que impresionante, querida.
—Gracias —dijo Angélica. Si unas briznas de información habían conseguido poner a Lord Jeffrey en su sitio, estaba más que agradecida, aunque no le gustaba discutir con aquel hombre.
Recogió la cuchara para seguir tomando la sopa que sin duda se había enfriado y vio que Alexander la miraba con extrañeza.
—¿Qué? —preguntó enojada. ¿Acaso no iba a tener ni un momento de tranquilidad esa noche?
—Nada, nada —respondió el hombre—. Pensaba que es una experiencia interesante verte sacar las uñas.
Angélica frunció el entrecejo.
—Yo no he hecho nada parecido. Habrás visto que Mijaíl estaba a punto de discutir con él, y yo quería evitar que eso pasara.
—¿Así que discutiste tú con él? —preguntó Alexander con tono divertido.
—¡No ha sido una discusión! —insistió Angélica.
—Lo que digáis, princesa —dijo Alexander.
Angélica lo fulminó con la mirada.
—Tengo curiosidad por saber si la muy sabia princesa Belanov puede responderme a esto: ¿Quién gobernaba Francia en 1645? —dijo Lord Jeffrey en voz alta, interrumpiendo todas las conversaciones otra vez.
—Si busca un certamen, Lord Jeffrey, estoy dispuesto a concedérselo —contestó Alexander fríamente y Angélica le miró sorprendida. Tenía el rostro impasible, como si el asunto no le importara en absoluto, pero Angélica sabía que Alexander nunca hablaba sin necesidad.
—Oh, vamos, princesa ¿os vais a esconder tras el príncipe? —dijo Lord Jeffrey riendo altivamente.
Angélica captó la mirada de preocupación que James lanzó a Alexander. ¿Estaba perdiendo el control? Era imposible decirlo por su aspecto.
Angélica guardó silencio, puso la mano sobre la rodilla de Alexander y le envió un pensamiento.
Aprecio el apoyo, pero, por favor, no te enredes con este hombre. Es un imbécil.
No permitiré que te moleste.
Angélica trató de no analizar a fondo aquella respuesta, pero no pudo evitar que la envolviera una oleada de calidez.
No puede molestarme; no tiene tanta importancia como para afectarme.
Alexander asintió con sequedad, aunque para Angélica era obvio que lo había hecho sin ganas.
—«¡Ah, flaquea, vacila; en una palabra, es una mujer!» —citó Lord Jeffrey. Varios invitados corearon su hilaridad, más porque se hubiera desvanecido la tensión entre los dos hombres que por la gracia que les hiciera.
Por el rabillo del ojo, Angélica vio que el duque ponía una mano en el brazo de Margaret.
¡Era lo que faltaba!
—Si tanto le gusta Jean Racine, quizá aprecie esta cita —dijo Angélica suavemente—. «La felicidad de los malvados corre como un torrente».
—«Hay método en la maldad de los hombres: crece gradualmente». Francis Beaumont —replicó Lord Jeffrey, impasible.
—¿No es preocupante que la maldad del hombre crezca? —dijo Angélica, sonriendo a los que la rodeaban—. Cuando «los hombres no son sino niños altos». John Dryden. —Varias mujeres rieron e incluso algunos hombres sonrieron.
—«El hombre es un fragmento vivo del universo». Ralph Waldo Emerson —exclamó Lord Jeffrey con fruición. Varios invitados rieron abiertamente esta vez, contentos por haber encontrado aquel extraño entretenimiento.
—¿Cree acertado poner a todos los hombres en el mismo molde, Lord Jeffrey, cuando hay Napoleones y reyes Arturos en el mundo? Yo diría que Horacio tenía razón al escribir que cada hombre debe medirse por su comportamiento.
Al oír aquello, varios hombres rieron por lo bajo mientras las mujeres se desgañitaban.
Lord Jeffrey se ruborizó ligeramente ante lo que el comentario implicaba.
—¿Así que piensa, princesa Belanov? ¿Se ha convertido el pensamiento en su afición, después del piano? —dijo maliciosamente, olvidando el sentido del humor. Los invitados callaron al ver que el ambiente se cargaba.
Alexander se puso rígido, pero Angélica continuó.
—Vamos, vamos, Lord Jeffrey. Creo que fue también Ralph Waldo Emerson quien escribió que los hombres pierden el control al defender sus gustos. Es obvio que las mujeres que le gustan no suelen pensar mucho, pero no hay necesidad de ponerse nervioso porque yo no pertenezca a ese grupo.
Lord Jeffrey ya estaba de color rojo para entonces y la miraba desde el otro lado de la mesa como si quisiera perforarle los ojos.
—Los dos grandes deberes de una mujer virtuosa son ocuparse del hogar y estar en silencio.
Tras aquellas palabras, se hizo un silencio sepulcral en la habitación. Viendo que Alexander estaba a punto de saltar, Angélica pensó rápidamente.
—Creía, mi querido lord, que hace apenas unos minutos se burlaba de mí por guardar silencio ante su desafío.
Angélica recogió su servilleta, se secó los labios y bebió un sorbo de vino. La cólera de Alexander era algo físico y Angélica dio gracias a Dios porque no hubiera abierto la boca. La expresión de su mirada unos momentos antes sólo rivalizaba con la de su hermano.
El tenso silencio continuó a su alrededor, pero un diablillo la empujó a no dejar las cosas así.
—Su debilidad se demuestra en su incapacidad de decisión —continuó Angélica—, y tendré que admitir también mi debilidad. He leído a menudo las palabras de George Herbert, pero hasta ahora no las había entendido: «¡Si un burro te rebuzna, no le rebuznes tú a él!».
Lord Jeffrey se ruborizó hasta las orejas y se puso en pie, indignado.
—Esto es…
—Si supiera lo que le conviene, Lord Jeffrey, se iría de inmediato. —La voz de Alexander era tan fría como el hielo. Lord y Lady Summers parecían estar a punto de morirse allí mismo.
Mijaíl y el duque se habían levantado para suscribir la amenaza.
Lord Jeffrey miró a su alrededor con una mueca y al no ver ni una sola expresión de simpatía entre los invitados, abandonó la mesa.
—Lo siento muchísimo —se disculpó Lord Summers mientras Mijaíl y el duque se volvían a sentar—, ha sido culpa nuestra por invitarlo. Deberíamos haber sabido que causaría problemas, como parece ser que causa en todas las reuniones a las que asiste. Pero como es pariente de mi esposa, nos sentíamos obligados, ya saben… Estamos consternados, querida.
Angélica ya no estaba enfadada, al contrario, se sentía culpable por haber causado aquel contratiempo a sus anfitriones.
—Por favor, no se disculpe. No debería haber desatado la lengua de esa manera, por muchas ofensas que hubiera proferido.
—Oh, no seas ridícula, niña —dijo Margaret—, sólo dijiste lo que a todos los asistentes nos hubiera gustado decir, y he de añadir que lo hiciste con mucha elocuencia.
Todos se echaron a reír y dieron la razón a la duquesa. Todos menos Alexander, observó Angélica. El príncipe se había quedado callado tras la amenaza.
—Entonces, ¿estamos listos para el segundo plato? —dijo Lady Summers, sonriendo ahora que sus invitados estaban conversando de nuevo. Aunque aquellos minutos de tensión no habían sido agradables, sabía que su fiesta sería la comidilla de la ciudad durante los próximos días y la gente haría cola para asistir a la siguiente.
Un cosquilleo indicó a Angélica que Alexander quería hablar con ella.
¿Sí?
Dile a tu hermano que quieres irte a casa.
—¿Qué? —susurró Angélica con vehemencia, mirando al hombre que estaba a su lado.
Alexander ni siquiera la miraba. ¡Se limitaba a estar allí sentado, bebiendo vino!
Díselo o yo mismo te sacaré de aquí a rastras.
Pero ¿por qué…?
Vamos, Angélica.
Yo… ¡de acuerdo!
¿Angélica?
Sí, ¿qué?
Kiril está fuera y te seguirá. En cuanto tu hermano crea que te has dormido, te llevará a tu casa.
Querrás decir a la tuya.
Vete.
No tenía sentido discutir. ¡Aquel hombre maldito era capaz de sacarla a rastras, sabía que lo haría! Angélica llamó la atención de su hermano y trató de indicarle que quería irse, pero Mijaíl se limitó a mirarla inquisitivamente.
Angélica desistió y se concentró para transmitirle la petición mentalmente.
¿Podemos irnos a casa, por favor?
Mijaíl le guiñó un ojo, sorprendido, luego asintió con la cabeza y se volvió a su compañero de mesa. Al poco rato se levantó de su silla.
—Lady Summers, Lord Summers, solicito vuestro permiso para retirarnos —dijo Mijaíl educadamente.
—¿Se va príncipe Belanov? —preguntó Lady Summers, decepcionada.
—Me temo que sí.
—Está bien, está bien. Nos alegramos de que haya asistido y, por si fuera poco, que nos haya honrado con la presencia de su hermana —dijo Lord Summers.
Mijaíl recorrió el comedor con la mirada, se despidió y tendió la mano a Angélica. A los pocos momentos estaban fuera de la casa.