El último taxi
MUJER MUERE SOBRE LA TUMBA DE SU MADRE: En las primeras horas de la mañana de ayer fue encontrado, dentro de las instalaciones del cementerio de la Chacarita, el cuerpo sin vida de una mujer. El hallazgo lo realizó Rodolfo Barrientos, quien dijo estar caminando hacia el sepulcro de su hijo cuando divisó «a una mujer acostada sobre una de las tumbas». Barrientos supuso que estaría dormida e intentó hacerla reaccionar, pero, ante la falta de respuestas, decidió dar el aviso a uno de los cuidadores. Luego, personal médico anunciaría la condición sin vida de la víctima, la cual fue identificada como Felipa N. Hospertatto, de treinta y nueve años, soltera, con dos hijos. La tumba sobre la que reposaba su cuerpo era la de su madre, Inés P. Tossi de Hosperttato. Los médicos también dijeron que, al momento de ser encontrada, la mujer llevaba muerta algunas horas; «quizá haya estado así, sin vida, toda la noche», comentó uno de ellos y agregó: «murió por un paro cardiorrespiratorio. El estado emocional que acompaña a las depresiones profundas, sobre todo las relacionadas con la pérdida de seres queridos, causa esta clase de ataques fulminantes».
Esta noticia fue publicada en mayo de 1978 por Todo Real, un periódico de barrio ya desaparecido. Y, por lo que sabemos, fue este el único medio que registró el acontecimiento. Ejemplares de diarios más importantes pertenecientes a la misma fecha parecían estar muy ocupados con el Mundial de Fútbol que se disputaba en nuestro país, como para dedicarle algún espacio a la muerte de Felipa.
Como pudimos ver, el periódico barrial nos ofrece tanto el punto de vista del señor Barrientos, responsable del descubrimiento del cadáver, como el de los médicos que lo examinaron.
Pero ¿qué ocurrió desde el punto de vista de la víctima? ¿Cómo vivió aquellos últimos instantes de su vida? ¿Hablándole a su madre muerta, quizá? ¿Llorando hasta que su corazón se detuvo?
Sabemos que pedirle estas respuestas a un periódico (y más a una humilde publicación local) es prácticamente inútil. Salvo que el periodista responsable de la crónica sea vidente o se comunique con los muertos.
Pero a lo que sí podemos acudir es a una leyenda urbana que ronda por las calles de Chacarita, la cual, según sus devotos, guarda la verdad de lo que realmente vivió Felipa (y como Felipa, muchos otros) en sus últimas horas.
El siguiente relato intenta reconstruir, entonces, lo que pudo haber experimentado la víctima, según la leyenda:
Aquella tarde, Felipa ingresó en el cementerio de Chacarita para visitar la tumba de su madre. En cuanto llegó a la lápida, apoyó la palma de la mano en la placa con el nombre de la muerta, y la saludó. Cambió el agua y las flores que descansaban a un costado de la tumba. Luego le habló a su madre durante una hora aproximadamente, hasta que vio que empezaba a hacerse de noche. Entonces posó nuevamente su mano sobre el nombre de la difunta, se despidió y comenzó a caminar entre otras madres que no eran la de ella, entre padres y abuelos, entre hijos y nietos. Todos muertos.
Cuando Felipa salió del cementerio no se sentía con ganas de caminar las cuatro cuadras que la separaban de la parada del colectivo. Lo mejor era tomarse un taxi directo a casa. Levantó la vista y distinguió uno que avanzaba lentamente por Lacroze. Estaba libre. El taxi ya se había desviado en su dirección cuando ella levantó la mano. La mujer se subió y le indicó al chofer el destino. En otras circunstancias, Felipa hubiera percibido la extrema palidez del conductor, así como también la silenciosa respuesta (un lentísimo cabeceo) que el hombre le dirigió luego de escuchar la dirección a la cual debía llevarla. Pero en aquel momento la mujer sólo se permitió sumergirse en recuerdos en los que su madre aún estaba viva.
Y así viajó, mirando sin mirar. Hasta que algo la sacó de su ensoñación, algo que arrastró su conciencia al taxi donde se hallaba sentada. Felipa sentía frío. Mucho frío. Eso era lo que la había obligado a dejar sus pensamientos: un frío increíble que le recorría todo el cuerpo. Instintivamente quiso cerrar la ventanilla… pero el vidrio no subía, la ventanilla estaba cerrada. Miró la ventanilla del chofer. Cerrada también. Entonces ¿de dónde venía aquel frío insoportable?
Estuvo a punto de hablarle al taxista, pero se quedó muda cuando vio aquellas manos sobre el volante. Las manos del chofer eran extremadamente flacas, como si llevara la piel pegada a los huesos. Y además estaban muy pálidas, casi blancas. Quiso descubrir el rostro del hombre en el pequeño espejo delantero, pero estaba inclinado en un ángulo tal que sólo reflejaba parte del asiento vacío al lado del chofer. Felipa sentía el cuerpo cada vez más frío.
—Perdón —se animó a decir. El taxista no contestó.
—Perdón, señor —insistió. Nuevamente no obtuvo respuesta. Entonces la mujer alzó la mano para tocar el hombro del taxista; pero nunca lo consiguió. Su propia mano, la que había levantado para llamar la atención de aquel misterioso conductor, la asustó. Su mano era la mano de un muerto. Huesuda, pálida como la del taxista. Y fría como todo su cuerpo. Alzó la otra mano. La contempló con el mismo horror. Dios, ¿qué le había pasado? Entonces el taxista se movió. Giró lentamente el espejo delantero. Felipa pegó un grito cuando en el cristal apareció el rostro raquítico y deformado de lo que parecía el cadáver de una mujer. Cuando Felipa gritó, aquella imagen también lo hizo. Y entonces supo que aquel era su reflejo. Sí, no sólo las manos se le habían marchitado, sino también el rostro. Quizá también todo el cuerpo. Felipa quiso llorar, pero no brotaron lágrimas de sus ojos.
El taxi se detuvo.
Felipa miró por la ventanilla. Estaban nuevamente en la entrada del cementerio de Chacarita. No hizo falta que le preguntara al chofer por qué habían vuelto al mismo lugar. Las voces que escuchaba ahora eran toda la explicación que precisaba. Voces que provenían del mismo cementerio, voces que repetían su nombre. Los muertos la estaban llamando, y ella no podía resistirse. Felipa ya era uno de ellos.
En síntesis, el mito asegura que existe un taxi cuyo conductor sólo recoge a personas que salen del cementerio de Chacarita. Quien suba a ese vehículo será convertido en cadáver, y luego dejado nuevamente en el cementerio para su descanso eterno.
Los mitos sobre taxis son muchos y muy variados. Podemos encontrar mitos famosos, como el del taxista de estrellas de Hollywood, Thomas L. Hommer, quien aseguró que el 15 de octubre de 1959 subió a su taxi el actor Errol Flynn (solía llevarlo a los estudios de grabación); pero, a mitad del viaje, el galán desapareció misteriosamente del asiento trasero. Luego el taxista se enteraría de que Errol Flynn había muerto el día anterior, el 14 de octubre.
Otro ejemplo, también proveniente de los Estados Unidos (Chicago), es el del mito del mafioso Jossepe, asesinado mientras viajaba en un taxi. Cuenta la leyenda, que se remonta a la época de Al Capone, que el taxi en cuestión (llamado cariñosamente Betty-fly) fue poseído por el alma de la víctima. El dueño del auto aseguraba escuchar, mientras viajaba solo, las risotadas del mafioso. Y una vez, confesó, vio el rostro del muerto reflejado en el espejo retrovisor.
En ambos ejemplos, los «extraños» sucesos son vividos por los choferes. En cambio, en nuestro mito del cementerio de Chacarita la «víctima» es el pasajero. Una historia que posee esta característica es el mito del taxi-fantasma de Londres. Y todo parece indicar que el de Chacarita sería una mutación de este antiguo mito.
La leyenda inglesa dice que las brumosas calles de Londres son recorridas por un auto típico de principios de siglo XX, un auto que se desvía en ciertos pasajes y callejones, en los que desaparece sin dejar rastro. Un taxi que nadie puede alcanzar. Y que los pocos que lo consiguen, se suben y jamás bajan. Al menos en este mundo.
Si nuestra especulación es acertada, resulta muy interesante la original mutación que sufrió el mito del taxi-fantasma en el barrio de Chacarita: no sólo trasladó al misterioso auto a sus calles, sino que cerró la historia alrededor de su cementerio.
Existe otro mito que, quizás, ayudó a originar esta mutación. Esta leyenda urbana es conocida simplemente como «El solitario», y cuenta lo siguiente: un conductor encuentra a alguien haciendo dedo en la ruta. Lo hace subir, y entre ambos nace una charla cordial. La persona que hacía dedo comienza a hablar de la soledad, de lo triste que es vagar sin compañía por el mundo de los vivos…, el conductor mira perplejo a su acompañante luego de esta última frase, pero es demasiado tarde: de repente, aquella persona agarra el volante, y el conductor pierde el control del auto. «Ven conmigo», son las últimas palabras que escucha la víctima.
En este relato también tenemos un final interesante. Y, como en nuestro mito de Chacarita, se captura a un vivo para llevarlo al mundo de los muertos.
En el cementerio de Chacarita no existían datos de alguien con el apellido Hospertatto, como tampoco pistas acerca de alguna persona que hubiera muerto sobre alguna de las incontables tumbas.
—Se dice que a veces —nos aseguró un cuidador del cementerio— aparecen cosas raras arriba de las tumbas. Hasta dicen que hubo un compañero que encontraba cuerpos así.
Fuera del cementerio, algunos de los entrevistados (trabajadores de comercios cercanos al lugar y transeúntes) entregaron los siguientes testimonios:
Perla C. (peatona): «La del taxista muerto es una de esas historias que uno no cree, pero que por las dudas se cuida. Yo nunca tomo un taxi cuando visito a mi finado abuelo. Ni de ida ni de vuelta».
César P. (puesto de diarios): «Lo del taxi es una pavada. Como la historia del cura que flotaba sobre las tumbas. O la del loco de los carteles. El único que se las cree es el viejo Sandoval. Es el Víctor Sueiro del barrio. Una vez me dijo que vio, dentro del cementerio, a los fantasmas de Gilda y Gardel discutiendo de música. Está más loco que una cabra».
Melchor M. (florería): «Acá se juntan muchos tacheros. A veces veo pasar a uno que casi nunca para. Lo recuerdo bien porque siempre pasa despacio. Nunca lo vi bajar del auto pero parece un tipo alto. La cara que tiene me hace acordar al grandote de los Locos Adams».
Sergio G. (taxista): «Ese es el rarito. Nunca se baja a juntarse con la muchachada. Pasa por acá, se queda un rato, pero no se baja del tacho. Ni para comerse un pancho se baja».
Gabriel S. (taxista): «Es un trucho, ese. Yo me fijé: no lleva identificador en el asiento. Sí, son esos de los que tienen el registro arreglado. Hasta la matrícula es falsa: RIP666 ¿Adónde se vio? Además con ese coche no puede llevar a nadie, debe ser Peugeot ochenta y algo».
Al viejo Sandoval, como lo llamó César P., no fue difícil hallarlo: todas las tardes, a eso de las 5, toma su café en el bar Imperio, justo enfrente del cementerio. El viernes en que hablamos con él vestía una campera militar, verde camuflada. La llevaba arriba de una especie de overol azul de trabajo. Tenía dos grandes cicatrices. Una le cruzaba la frente. La otra iba del pómulo derecho hasta detrás de la oreja del mismo lado. Fumaba pipa.
—Yo salía de visitar la tumba de mi padre —comenzó don Sandoval—, cuando tomé aquel taxi maldito.
—¿El taxi de la leyenda?
—Sí, yo también pensé que era mentira. Hasta ese día. Si no hubiera sido por mi viejo…
—¿Perdón?
—Arriba del taxi iba pensando en mi viejo, recordando cosas de cuando estaba vivo: haciendo el asadito del domingo en la parrilla que teníamos en la terraza; bailando un tango con mi vieja en la cocina. Yo estaba muy concentrado en esas imágenes. De repente, escucho que gritan mi nombre. Ahí me doy cuenta de que sigo en el taxi y veo por la ventanilla a la persona que me está llamando. Un tipo en bicicleta. Pedaleaba como un loco, al lado del taxi. Cuando vio que yo lo miraba, sonrió, como si hubiera conseguido lo que quería, y aflojó la marcha. Lo dejamos atrás. «¿Vio a ese hombre, el de la bicicleta?», le pregunté al conductor. Nada. «Era mi padre», le dije. «Era mi padre». Y entonces le vi las manos sobre el volante. Eran las manos de un muerto.
Aquí, don Sandoval, hizo una pausa. Tomó lo que restaba de su cortado y le dio una buena pitada a su pipa. Luego continuó.
—Cuando le vi esas manos horribles, me acordé de la historia del tachero muerto-viviente. Y entonces me di cuenta de que la cara del chofer se reflejaba en el espejo retrovisor. Esa calavera me relojeaba desde el espejo, como si estuviera mal que yo me hubiese despabilado, que me hubiera despertado justo en ese momento.
—¿Y usted qué hizo?
—¡Ah, muchachos! —exclamó don Sandoval mostrándonos, con un círculo casi perfecto, sus dotes de hacer figuras con el humo del tabaco—. Mi instinto no me dejó pensar. Abrí la puerta y me tiré del taxi. Casi me mato. Me raspé todo el cuerpo. Me corté acá y acá (nos señala las cicatrices que ya habíamos visto en su rostro). Me quebré las dos piernas, y me rompí la nariz. Pero aquí estoy, sí señor. Que digan lo que quieran, que estoy enfermo, loco: lo-que-quie-ran. Yo lo único que sé es que el fantasma de mi viejo me salvó del taxi, me salvó de las garras de la Parca.
—Nos dijeron que usted asegura, además, haber visto una discusión entre los fantasmas de Gardel y de Gilda.
—Sí, ¿y? ¿Me creen loco por eso? Claro que me creen loco. Miren, señores, aquello que está a sus espaldas (Sandoval señaló, con su pipa, el cementerio más allá de la ventana) es una necrópolis, una enorme ciudad de muertos, con calles, diagonales, monumentos. Hay sepulcros que parecen casas. ¿Cuesta tanto creer que Gilda salió de su nicho para dar un paseo por aquella tierra santa, y que en la intersección de las calles 6 y 33 se encontró con el Zorzal, y que entonces discutieron de lo que habían hecho en vida, de la música que tocó cada uno? Pregúntenle a esos gardelianos, que se juntan todos los domingos, si alguna vez no les pareció ver que se movía la estatua de bronce que tanto veneran, la misma a la que le dejan cigarrillos encendidos en las manos.
Don Sandoval tosió dos veces, y con los ojos colorados culminó su descargo diciendo:
—Si la estatua de Gardel se mueve, ¿por qué dos muertos no pueden juntarse a conversar?
—¿Volvió a ver al taxista? —preguntamos, tratando de volver nuevamente al mito.
—Muchas veces. Cuando me doy cuenta de que es él, lo miro desde la vereda. Y él también me mira. No soporta que se le escape una presa. Él sabe que yo jamás subiré a su taxi nuevamente. Pero es poderoso. Y quiere que yo tenga un accidente o algo así. Me quiere en su mundo. Me quiere muerto.
Sandoval vació la pipa en el cenicero y sacó más tabaco de un paquetito que tenía en el bolsillo del overol. Le hizo un gesto al mozo. Se pidió otro cortado.
—Y otra cosa más, muchachos —continuó—. No soy el único.
—¿El único en ver a ese taxista?
—El único en escapar. Conocí a una chica, una florista de acá, de Chacarita. Tenía un puestito ahí, al lado de este bar. Ella también subió al taxi y escapó. Yo hablaba con ella. Me decía que se estaba volviendo loca, que todos los días veía pasar al taxi maldito. Y que el cadáver que lo maneja le clavaba siempre la vista. No aguantó más y se llevó el puestito a Avellaneda. Hace un mes la mataron por accidente. Quedó en medio de un tiroteo. ¿A que no adivinan dónde descansan sus restos ahora? Sí, ahí enfrente (nuevamente señaló el cementerio con la pipa). Y ese hijo de puta me quiere hacer lo mismo a mí. Pero le va a costar mucho. Yerba mala nunca muere.
Para concluir, podemos decir que la historia del taxi maldito de Chacarita parece ser el resultado de la combinación de un mito universal, el del taxi-fantasma, con un excelente caldo de cultivo para historias fantásticas, como es un cementerio (y más teniendo en cuenta el tamaño y la importancia que tiene el nuestro). El mito echó raíces dentro del cementerio, y extendió sus ramas al exterior, a las calles del barrio que lo rodea.
Don Sandoval murió una semana después de nuestra entrevista. Tuvo un paro cardíaco mientras caminaba por la calle.
Sus restos descansan en el cementerio de la Chacarita.