El pozo sin fin

El pozo sin fin


Todas las ciudades importantes, y Buenos Aires es una de ellas, tienen un pasado arqueológico de riqueza variada. Con más de 400 años, Buenos Aires recién adquirió un cierto relieve como metrópoli a partir de la década de 1870. Hasta ese entonces, era conocida como la «Gran Aldea», un poblado de cierto interés estratégico pero totalmente desorganizado —como el resto del país, cabe decir—, sin planificación concreta.

Si vemos los reportes de extranjeros que visitaban «la Gran Aldea», todos eran comentarios desfavorables: pocas comodidades para el visitante, casas sumamente húmedas, mínima planificación urbana, calles intransitables, escasa higiene. Incluso decían que la sangre vertida por los matarifes, muy cercanos a la ciudad, traía infinidad de enfermedades, y la gente, en los días lluviosos, estaba obligada a recorrer las calles atravesando ríos sangrientos.

A partir de las últimas tres décadas del siglo XIX, entonces, el panorama cambia drásticamente y el desarrollo urbano es muy veloz. La relativa estabilidad política permite una mejor perspectiva económica. Además, Buenos Aires multiplica su población con el proceso inmigratorio que aporta mano de obra extra.

Como consecuencia de ese período de crecimiento, que se mantiene con una intensidad asombrosa hasta bien entrado el siglo XX, la ciudad devora costumbres, grupos étnicos, estilos arquitectónicos, y se reinventa varias veces sepultando a su paso algunos misterios centenarios. Precisamente, el que queremos abordar ahora es el misterio de la Gruta, o el pozo, como se lo conoció después. Un mito urbano muy antiguo pero no tan popular.

La tradición cuenta que los indios quilmes, habitantes naturales de Buenos Aires y alrededores a la llegada de los españoles, ya mencionaban un lugar adonde iban a parar los que no tenían alma y sí algún enemigo ocasional. Ellos lo llamaban «Guruc»; con las deformaciones lingüísticas se convirtió en «Gruta», a pesar de que se trata de una depresión en el terreno. Posiblemente, el nombre Guruc se debiera a un efecto acústico, el de un objeto o persona al caer.

Nuestra investigación no consigna que haya crónicas al respecto hasta el siglo XIX, cuando se construyen y reconstruyen varios edificios, entre ellos, el Colegio Nacional de Buenos Aires. Durante el siglo XX la pequeña historia de la gruta devenida pozo fue dejada de lado… hasta hace muy poco.

Los rumores de acontecimientos extraños se dieron desde las primeras excavaciones modernas en el barrio de San Telmo, en la época de la última dictadura militar. Fueron llevadas a cabo en forma desprolija; en consecuencia, se perdió gran parte del material de valor histórico. Esto es muy notorio, por ejemplo, en las excavaciones de la Aduana Taylor, es decir, la antigua aduana de Buenos Aires que llegaba hasta la casa de gobierno.

En años posteriores se encararon las labores en forma más planificada y los trabajos se extendieron hacia otros edificios. También se extendieron los rumores. Éstos hablaban de extraños sonidos en las profundidades, hasta de pequeños temblores, muy raros para un tipo de suelo de meseta.

Acerca de estas cuestiones, hablamos con una autoridad en arqueología urbana, Daniel H., quien nos dijo:

—Un disparate, liso y llano. No tiene asidero desde ningún punto de vista, ni siquiera desde el geológico. Ni por asomo estamos en una zona sísmica. Por otro lado, un pozo… mejor dicho, una depresión que tuviera una profundidad indeterminada…

—Pero ¿cabría la posibilidad «geológica» de que la hubiera? —preguntamos.

—Creo que a ustedes les gustó mucho Verne. Sobre todo Viaje al centro de la Tierra.

—¿Es posible? —insistimos.

—Nada es imposible para la naturaleza, pero carece de sentido por lo que les dije anteriormente.

—Si lo aplicamos a valores racionales…

El arqueólogo se acomodó los pequeños lentes y se repasó el pelo enrulado con una mano. Después, sacó del cajón de su escritorio una bolsita que contenía lo que parecía ser una taza.

—¿Ven esto? Este objeto, en este caso un pocillo de cerámica, lo encontramos en una excavación de una casa en la calle Humberto I. Así como ésta, encontramos otros objetos. Con esos pequeños datos reconstruimos toda una época. Es un trabajo metódico, pero para los que estamos en esto es sumamente gratificante. Por supuesto, no tiene nada que ver con la imagen del arqueólogo-héroe estilo Indiana Jones. No buscamos el arca perdida de la Alianza y menos un agujero, ¿qué dice este mito? ¿Que hay un portal directo hacia el…?, por favor, seamos adultos.

—Pero tenemos entendido que en la excavación de los túneles, en el lugar que ahora ocupa un restaurante tradicional de San Telmo, encontraron una figura utilizada en los ritos vudú.

—Eso no tiene nada de extraño. Hace un siglo todavía había bastante gente que descendía de africanos o brasileños.

—Justo en la zona en la que se encontraría el pozo.

El arqueólogo miró su reloj, nos dijo que no podía perder más tiempo y nos despidió deseándonos suerte.

La siguiente etapa de la investigación fue tediosa, pero dio resultados. Pudimos ubicar a un obrero calificado que había trabajado en varias excavaciones, la de la Aduana Taylor inclusive.

—Después de lo que pasé la última vez —nos dijo, enérgico, Pedro C.— me fui a la mierda. Por suerte pude conseguir otra cosa, igual, yo creo que me cagaría de hambre antes de agarrar otro laburo como ese.

Caminamos con Pedro por la plaza Colón hasta llegar al lugar en donde se desenterró parte de la vieja aduana.

—Este fue el primer laburo de excavación en el que estuve. A los pocos días, o mejor dicho a las pocas noches, empezaron a pasar cosas raras.

—¿Qué cosas?

—Las voces, como gente quejándose, pero mucha gente quejándose. Al principio, pensamos que era una especie de corriente de aire, no sé.

Pedro llegó hasta una baranda que delimita el perímetro de la excavación y ahí se detuvo.

—Ese tramo es una pequeña parte de la remodelación. La mayor parte se tapó con escombros porque la cosa estaba pesada con el país y se cortó la guita. Hubo varios muchachos que rajaron, me acuerdo. Yo tenía pibes chiquitos por eso no me podía hacer el loco. Las noches eran lo peor. A veces hacía doble turno. De día tenía máquinas pesadas y a la noche le daba con pala. Me acuerdo que estábamos a las órdenes de un pibe muy joven. Alguien le contó sobre las voces y él explicó, todo académico, que podían ser cursos de agua subterráneos. «Sí, claro, venga por acá», le dijimos. El pibe se puso tan pálido al escuchar las voces que pensamos que se había muerto. Esa sección fue una de las que se rellenó con más escombros.

Subimos la explanada de la casa de gobierno hacia la Plaza de Mayo. Notamos que Pedro estaba tenso, los puños cerrados, el rostro duro. Le preguntamos si se sentía bien.

—No, la verdad es que recordar todo esto me pone la piel de gallina. ¿Y saben por qué se los cuento? Para que alguien se ocupe del tema, ahí abajo pasa algo muy raro que no es de este mundo.

Le contamos la opinión de Daniel H.

—Daniel sabe muy bien lo que pasa, les digo más: lo que les voy a contar ahora él también lo sabe. Fue en una de las excavaciones que dirigió. Supongo que no dice nada porque no tiene pruebas y tiraría su carrera al carajo. Igual, el tipo es un señor. Que eso quede bien claro.

Nos sentamos en uno de los bancos de Plaza de Mayo. Pedro temblaba visiblemente pero continuó el relato:

—Ruidos horribles, calor, una sensación de vómitos. Era como morirse un poco y todos estábamos lentos. Espero no escuchar nunca más algo así, por Dios. Me acuerdo de una oportunidad en que Daniel llevaba un grabador pero no se grabó un soto. Esas voces te llenaban el bocho y se quedaban ahí.

Dejamos atrás a un alterado Pedro y dirigimos la búsqueda hacia otro ángulo: el Departamento de Extensión Cultural del Colegio Nacional de Buenos Aires. Un gentil Carlos D. nos proporcionó una variada información. Como sabíamos que no podíamos abordar el tema del pozo directamente, elegimos el de las excavaciones de la red de túneles y nos encontramos con varias sorpresas:

—Este laberinto de túneles se ha construido en diferentes épocas y, como sabrán, se siguen descubriendo a medida que se hacen nuevos relevamientos. También hay muchos otros que fueron tapados de acuerdo con el crecimiento fabuloso que dominó la ciudad entre finales del siglo XIX y bien entrado el XX. ¿Cuál es su utilidad? Sabemos que en algunos casos en ellos se ocultaba gente por razones políticas. Probablemente, los túneles que pasan por acá abajo hayan tenido esa función primaria. También se habla de contrabando. Hay una teoría más interesante, que en los últimos años está empezando a correr con fuerza, que remite a las sociedades secretas, las logias masónicas. Quiero aclarar que las masonerías no perseguían fines ocultistas o, por lo menos, la inmensa mayoría se reunían con una noble intención.

En ese momento, le preguntamos sobre el mito en cuestión.

—Algunos dicen que en un punto determinado de San Telmo existe un pozo de una profundidad tal que es imposible medirlo, y no sólo eso sino que ese pozo da a…

En este punto, Carlos D., interrumpió el relato. Nos reímos incómodos mientras él se acomodaba el pintoresco moñito azul y continuó:

—… al Infierno, que se manifestaría en el centro de la Tierra. Otros sostienen la idea de que ese pozo sería una especie de portal, desde el que ascienden los lamentos de los condenados.

Entonces lo pusimos al tanto de nuestras averiguaciones, y él contestó:

—Hay muchas explicaciones racionales del asunto. Con respecto a las impresiones sensoriales del señor que entrevistaron, no es muy difícil deducir que las condiciones de trabajo en un estrecho espacio con deficiente ventilación, puede hacer estragos en cualquier persona: espejismos, ecos extraños y demás cuestiones.

»Con respecto al arqueólogo, respaldo su postura. Yo ya tenía noticias de este objeto vudú, pero no me parece nada extraño. Pensaría que era una forma, tal vez romántica, que tenían los negros de conjurar a los blancos. Evidentemente no resultó, porque fueron exterminados, pero ese es otro tema. En relación con los quilmes, lo que les puedo decir no es más de lo que ustedes averiguaron. Nosotros tenemos un par de libros en la biblioteca del Colegio que acreditarían lo de la transformación de «Guruc» en «Gruta». En su momento, consulté con geólogos. No destacan ninguna depresión sospechosa por la zona…

A pesar de sus afirmaciones, veíamos inquieto al señor Carlos D. Preguntamos varias veces si no tenía alguna otra información. Nos miró fijamente, después sacó una pequeña pipa del saco y de un bolsillo extrajo algo. Era tabaco. Nos quedamos en silencio esperando. Intentó varias veces hasta que finalmente la pipa se prendió. De entre el humo de esa chimenea en miniatura abrió la boca, después se quedó pensativo y finalmente se decidió:

—Hay algo más, claro, siempre hay algo. Cuando uno investiga un poco, una cosa lleva a la otra y se entra en un laberinto referencial, todo tiene que ver con todo. Les mencioné lo de las logias masónicas. Y dije que «la mayoría» seguían siendo inofensivas desde el punto de vista, digamos, esotérico. Bien, tengo referencias de una que se metió en temas sumamente oscuros.

»¿Recuerdan La Mazorca de Juan Manuel de Rosas? ¿«Mueran los salvajes unitarios» y demás consignas para eliminar a la competencia? Siempre me interesó el tema. Una vez, leí una entrevista a uno de los verdugos, es decir a un mazorquero. Don Alves, se llamaba. Era un hombre centenario en ese entonces, allá por el 1900. Aclaro que esta nota estaba en una revista de historia muy posterior, por el 53, al cumplirse cien años de la caída del Restaurador de las Leyes. Ese personaje me atrajo. Me impresionó leer que para no perder la práctica cada tanto «se bajaba un perro o gato de la zona», cortándole la cabeza de un solo tajo. Temible.

Para sintetizar, en un momento de la entrevista comentó un episodio que me llamó la atención: la rebelión del capitán Mendoza Fuentes. Aparentemente, Rosas le tenía mucha estima y aquél traicionó su confianza. Bien, el mazorquero, siguiendo las órdenes del Restaurador, decapitó al traidor, pero ahí no terminó la cuestión. Debía trasladar el cuerpo a un lugar… túneles, pasadizos. Lo llevó en una bolsa. Don Alves, tipo muy curtido, admitió que le daba un poco de miedo. Llegó a un túnel amplio iluminado con antorchas y ahí vio gente con túnicas negras, encapuchada. Dejó la bolsa. Todos hablaban un extraño dialecto. De pronto, desde el suelo don Alves vio formarse una hendidura y sintió calor, mucho calor. Se quería ir, pero su sentido del deber lo mantenía en su firme lugar. Cuando el calor se hizo insoportable, alguien le tapó lo ojos. Lo obligaron a cargar la bolsa y caminar hacia el frente, hacia el calor. Don Alves se detuvo, no por esa sensación sino por los gritos, gritos como nunca escuchó jamás, que salían de esa hendidura espesa y abrasadora. Por fin, alguien le dijo en criollo que tirara la bolsa. Don Alves asegura que no escuchó el golpe en el fondo. De pronto, todas las «manifestaciones» cesaron.

El señor Carlos D. parecía transformado. Los ojos enrojecidos dentro del humo de la pipa, lo que le daba un aspecto inquietante. Al ver nuestras caras, se disculpó por su emoción y minimizó la anécdota agregando que podían ser sólo dichos de un viejo, refiriéndose al verdugo.

Le agradecimos y nos fuimos más confundidos que antes.

Tiempo después, encontramos en un sitio de internet una leyenda urbana muy similar a la del pozo. Ésta ocurría en un lugar ya de por sí inquietante: Siberia. Varios científicos de la Universidad de Kiev analizaban un terreno para buscar, aparentemente, pozos petrolíferos. Se trataba de una investigación que se hacía para el Estado, por lo cual dedujimos que habría ocurrido unos cuantos años atrás.

La expedición estaba a cargo de un tal profesor Strugavaski. Hallaron el pozo en cuestión y no podían medir la profundidad. Los elementos arrojados en su interior no encontraban eco. Pero eso no era lo peor. Captaban otra cosa. Al principio, pensaron que eran emisiones de radio producidas por alguna fuente natural. Después se dieron cuenta de que lo que escuchaban eran… voces. Voces humanas sufriendo lo indecible en ese «pozo que comunicaba al Infierno». Los científicos, menos Strugavaski y un par de colaboradores, abandonaron la expedición. No se sabe qué pasó con ellos. La noticia apareció en el principal diario oficial, Pravda, y contiene muchas contradicciones, como ocurre con todas las leyendas.

La nuestra no viene a cambiar las cosas.