Meter el perro
En el curso de nuestras investigaciones nos vimos obligados a conformar, con algunas de las historias recopiladas, ciertos subgrupos afines (dentro de los grupos que terminaron dándole nombre a cada una de las secciones del libro). Uno de ellos se denominó «sorpresas repentinas». La siguiente es una recreación de la historia que consideramos más interesante de este subgrupo:
En el sueño, Perry, su vieja mascota, la miraba fijo, pero sus enormes ojos no poseían brillo alguno. La lengua afuera, como una lija seca, caía de costado.
Marta se despertó en llantos: era un sueño demasiado real. Apenas despabilada, se levantó de un salto —a pesar de que ya era una mujer mayor—, se puso las pantuflas y fue derecho a la alfombrita que usaba Perry. Lo llamó varias veces pero el animal ni se movió. Las lágrimas de su sueño no se habían secado aun cuando Marta acercó una mano cautelosa al perro. Estaba duro. Aunque sabía que a veces Perry también tenía pesadillas y se ponía rígido, no pudo engañarse más que unos segundos. Era una inconfundible rigidez cadavérica. El can parecía un felpudo arriba de otro felpudo. Marta se agachó, se apoyó contra el suelo y retorciendo la alfombrita —la verdadera— lloró. Lloró desconsoladamente, y sus lágrimas de vigilia se unieron y superaron a las del sueño.
Marta miraba el cadáver del pobre Perry y no podía marcar los números de Raquel, su mejor amiga. No recordaba la secuencia. Después de dar con un par de equivocados, acertó con los dígitos correctos.
—Lo maté, Raquelita —dijo Marta apenas le contestaron—, yo lo maté.
—¿Quién habla?
—Marta, Marta, perdoname, Raquelita.
—¿Qué pasa? Querida, pará de llorar y tranquilizate.
—No puedo, yo tengo la culpa.
—Mirá, calmate y decime.
—Es Perry. Yo te dije que debía llevarlo a Córdoba, que el veterinario…
—¿Está bien tu mascota?, ¿otra vez el asma?
—Se me fue… Raquelita, qué hago sin él ahora. ¡¿Eh?!, me querés decir.
—Bueno, Martita, no quiero ser brusca, pero en principio, tenés que enterrarlo. ¿Hace cuánto que estiró… que murió el bichito?
—No sé, me desperté y lo vi así. Yo había soñado…
—Bueno, bueno, ¿tenés dónde enterrarlo?
—Dónde… ¿qué querés decir?
—Sí, dónde cubrirlo con tierra para que… descanse tu perrito.
—Virgencita santa, no lo había pensado.
—Escuchame, en el jardín de atrás de mi casa tenemos espacio, qué te parece si me lo traés.
Marta no quería tocar a Perry. Si hubiera sido por ella, habría dejado ahí a su fiel compañero de años. Pensó en embalsamarlo, pero no aprobaba ese procedimiento cruel, aunque sabía que su perro no iba a sufrir. No, había que resignarse a perderlo. Haría un pequeño ataúd, se lo encargaría a la maderera, o si no, a la funeraria, uno como para un bebé. Marta revisó el monederito que usaba de alcancía. Y sí, le alcanzaba, pero de gastar no tendría para la prótesis dental y la verdad era que la necesitaba. Buscó algo que pudiera reemplazar el ataúd, pero todas las cajas eran muy chicas. Revisó los armarios y finalmente se decidió por una caja de zapatos que estaba nueva. Su finado marido no tuvo ni tiempo para estrenar los zapatos que contenía.
Perfumó a Perry con su mejor fragancia. Después, sacó un mantelito bordado a mano por su madre y lenta y cuidadosamente amortajó al animal. Tuvo bastantes problemas con la lengua seca. Suavemente la enderezó y la rozó por última vez. Colocó a Perry en la caja. Por suerte y acomodando una de sus patitas, Perry entró perfectamente. Antes de cerrar la tapa, Marta acarició el hueso de plástico favorito y otras pertenencias de su mascota. Entrevió los ojos apagados del perro entre la mortaja improvisada y lloró otra vez. Con manos nerviosas cerró la caja, la ató con un piolín y finalmente la envolvió con un papel araña que le sobraba de sus tiempos de docente. Lo único que quedaba era arreglarse un poco e ir a lo de Raquel.
Hacía tanto tiempo que Marta no se ponía aquellos tacos blancos, que le costaba caminar. El vestido negro con la cartera haciendo juego ya lo había usado varias veces, pero no se acostumbraba. No tenía importancia, Perry se merecía una despedida digna. Marta estaba convencida de que nadie podría haber llenado esos años de soledad mejor que su pequinés.
Miró el reloj.
Tenía que apurarse, Raquel ya la había llamado varias veces para preguntarle el porqué de la tardanza. Generalmente tomaba radiotaxis o remises, por los robos, pero esta vez tendría que parar cualquier taxi.
Autos y más autos, ningún taxi, y la bolsa roja donde descansaba la caja, pesada. Una camioneta, un taxi ocupado, dos autos y una moto. Un taxi libre. Una cuadra antes lo tomó otra persona.
Marta volvió a mirar la hora. Cuando levantó la cabeza, la moto, como un insecto gigante, fue contra ella. Uno, dos tirones, un empujón.
«Soltá, vieja de mierda», alcanzó a escuchar Marta desde el anonimato del casco. Después, el empujón, y el tobillo que se rompió con un ruido horrible al dar con el cordón de la vereda. Quiso gritar pero perdió los dientes postizos con la caída y tan sólo le salió un silbido frágil mientras veía alejarse la moto.
El ladrón casi no se detuvo hasta llegar al galpón donde acostumbraba guardar el botín. Antes, en un semáforo, revisó brevemente la cartera de Marta pero no encontró gran cosa. Tan sólo unos pocos pesos, unas fotos en la billetera. El ladrón se rio de las fotos: una de un viejo de unos 60 o 70 años, y la otra de un pequinés muy feo.
Qué vieja pelotuda, pensó, nunca quieras cambiar un hijo por un rope. Miró una vez más la cartera y la desechó. Sacudió un poco la bolsa. Cambió el semáforo y arrancó convencido de que debía tener algo importante, si no la vieja no hubiera chillado tanto.
Estacionó la moto detrás de las chapas acostumbradas. Antes de sacarse el casco, se aseguró de que no hubiera nadie. Encendió un sol de noche y se dedicó a violar el paquete. Cuando descubrió el contenido, por unos segundos, no supo qué hacer.
Esta leyenda urbana clásica (caja que contiene mascota muerta es arrebatada por ladrón que imagina algo de valor) tiene otra versión muy conocida, con una estructura similar, que involucra, en lugar de un perro muerto, un cadáver humano.
Ahora bien, lo que nos llevó a profundizar en ella fueron los rumores de que algo como lo que relatamos al comienzo ocurrió realmente en el barrio de Villa Devoto.
En la tradicional confitería de Fernández de Enciso y Mercedes (frente a la plaza Devoto), uno de los empleados, Osvaldo F., dice haber sido testigo presencial del hecho. Y que, inclusive, acompañó a la camilla que llevó a la señora Marta hasta el Hospital Zubizarreta, ubicado a muy poca distancia (Chivilcoy y Nueva York) de allí.
—Yo la acompañé —nos dijo Osvaldo—. La pobre estaba destrozada. Creo que estuvo internada como una semana, más o menos.
Otros, como Valerio T., empleado de una calesita pegada casi a la confitería, aseguran incluso que el ladrón de la moto ya había sido visto varias veces por la zona, y que, luego de esa tragicómica escena, no apareció nunca más. No obstante coinciden en que la gente se fija muy bien antes de cruzar, principalmente en la calle Nueva York.
—Esto es tierra de nadie, muchachos —nos dijo Valerio T.—. Todos tenemos que cuidarnos el culo. Y otra cosa: el pichicho no estaba muerto, al final.
Este último dato arrojado por el calesitero coincidió con ciertos rumores que aseguran que no sólo no estaba muerta la mascota en la caja, sino que, luego de ser descubierta por el caco, consiguió escapar y estuvo un tiempo vagando por el barrio en busca de su ama.
Según algunas versiones, la tal señora Marta vendió su casa de Joaquín V. González al 4100 y nunca más se supo de ella. Otros dicen que sus familiares le pusieron un kiosquito. Pero a los pocos meses sufrió un robo y ya no quiso saber más nada, y abandonó el barrio para siempre.
En cuanto a su amiga, nos fue imposible comprobar la identidad. Las pocas Esther halladas en Villa Devoto nos aseguraron que no tenían nada que ver con un pequinés muerto.
Aunque Marta, Esther y el perro hayan desaparecido del barrio (si es que alguna vez estuvieron), hay quienes dicen que este trío no fue el único que vivió el mito en cuestión. Por ejemplo, Perla P., quien afirma: «Una vez al año pasa algo parecido. La historia de Marta es la más conocida, pero siempre vuelve a ocurrir, con otras personas. Y así seguirá, mientras los chorros sigan haciendo de las suyas».
Según algunos investigadores, ciertos sucesos suelen guardar una misteriosa periodicidad. «Si la realidad tuviera un cuerpo de carne y hueso —dicen—, estos acontecimientos podrían interpretarse como la manifestación del latido regular de ese cuerpo».
Quizás, el mito de la mascota muerta y arrebatada pertenezca a este singular grupo. De ser así, deberíamos estar atentos de no convertirnos, de un día para el otro, en una pobre Marta.