El Gigante de Once
Si bien este mito comenzó con la simple mención de un personaje fabuloso, terminó por conducirnos a los antiguos y oscuros pasajes que se esconden en la Cábala.
Sabíamos por diferentes fuentes que algunos de los habitantes de Balvanera confiaban en la presencia protectora de un ser extraordinario: un gigante que cuidaría, como un ángel guardián, de cada rincón del barrio.
Y cuando decimos «gigante» no estamos exagerando:
Walter M. (vecino): «Se supone que existe un grandote bonachón, una especie de guardián del barrio. Algunos dicen que mide casi tres metros. Acá hay mucha gente que se lo toma en serio».
Jorge H. (dueño de un pequeño hotel del barrio): «Me acuerdo de una vez, hace un año más o menos, que me había quedado sin cigarrillos y salí a buscar un kiosco abierto. Serían las 3 de la madrugada. Lo vi en la plaza. Tenía la altura de los árboles. Caminaba como en cámara lenta. Luego me enteré de que aquella noche, en la plaza, cerca de la boca del subte, estuvieron a punto de violar a una chica, y que el degenerado, de repente, se fue corriendo, como si hubiera visto al Diablo».
Facundo R. (alumno del Colegio San José): «Un compañero de mi escuela dice que a su tío le salvó la vida un gigante de tres metros. Chocó con el auto y, antes de que explotara, el gigante lo sacó».
Los primeros pasos en la búsqueda de los orígenes del Gigante de Once no fueron nada alentadores.
Por un lado, el hecho de profundizar en ciertos testimonios, no arrojó ningún otro dato más que la extraordinaria talla del grandote y sus hazañas solidarias.
Y por otro lado, el estudio de algunos archivos barriales no nos entregó nada relacionado con el mito.
Tomamos la decisión, entonces, de retroceder a las mismas raíces de este tipo de leyendas, y así descubrimos algo que abriría una inesperada puerta en la investigación.
Ya en el primer Libro de la Biblia se hace mención a estos seres:
Génesis, 6.4. «Había gigantes en la tierra en aquellos días…».
También se los nombra más adelante, en otros versículos, como el siguiente:
Números, 13.34. «También vimos allí gigantes, hijos de Anac, raza de los gigantes: y éramos nosotros, a nuestro parecer, como langostas; y así les parecíamos a ellos».
En ambos pasajes, el término hebreo que se traduce por «gigantes» es nefilim. Aún no se ha decidido si con esa palabra se quiso decir «gigantes», o si sólo hacía mención a una raza de guerreros poderosos. Debido a esta incertidumbre, pueden encontrarse versiones de la Biblia donde, en los mismos versículos, la palabra nefilim se dejó sin traducir.
Ahora bien, al recoger este dato tuvimos la sospecha de que no era la primera vez que nos encontrábamos ante nefilim: esta particular palabra ya nos había llamado la atención en una oportunidad anterior.
Retornamos a los archivos de Balvanera y leímos, por segunda vez, un documento fechado en 1930, el cual hacía referencia a los diferentes acontecimientos de aquel año. Uno de los sucesos comentados, ocurrido un tanto en la periferia del barrio, se refiere a los destrozos que la tradicional confitería El Molino, en la esquina de Callao y Rivadavia, sufrió a causa del golpe militar de Septiembre:
«… esa misma noche, dicen, pudo ser visto el Nefilim entre las ruinas de la confitería, removiendo los escombros…».
Algunos conocedores de la historia de Balvanera aseguran que, en este párrafo, «nefilim» se utiliza como metáfora de la «gigantesca» desgracia asociada con el hecho; como si el escriba hubiera personificado al mismo mal que provocó la tragedia y lo hubiera imaginado hurgando entre los restos de El Molino.
Sin embargo, teniendo en cuenta el mito barrial y el término hebreo en cuestión, podemos suponer que el documento, en realidad, hace referencia a un gigante (nefilim), quien solidariamente trata, en un intento desesperado, de restaurar la confitería con sus propias manos.
Si en un documento con unos setenta años de antigüedad habíamos encontrado algo relacionado con el mito del Gigante de Once, ¿qué pasaría si siguiéramos retrocediendo en el tiempo? Decidimos entonces estudiar documentos anteriores.
Así, llegamos a una crónica acerca de los llamados «sopistas» que data del año 1903. Se denominaba así a los pobres que por aquella época se juntaban a recibir una sopa gratuita que ofrecía la Iglesia. Eran tantos que, según la crónica, las veredas del barrio se transformaban en verdaderos comedores al aire libre. Y así llegamos a un fragmento de la crónica que, al nombrar a ciertos personajes que esperaban su ración, dice:
«… y allí estaban… Basilio Garisto, caudillo uruguayo caído en desgracia; y detrás de él, el Nefilim…».
¿Qué habrá querido señalar el cronista de este documento de comienzos del siglo XX? ¿Que detrás del caudillo oriental se hallaba alguien llamado «Nefilim»? Pero se refiere a «el Nefilim», como en el documento de 1930, por lo que parecería estar hablando de… ¿«el Gigante»?
Ahora bien, si suponemos esto último, y además decimos que se trata del mismo gigante nombrado en el documento de 1930, como también de aquel que algunos aseguran continúa paseando por las noches en Balvanera; entonces debemos concluir que no sólo estamos ante un gigante, sino ante un gigante con más de cien años de edad.
Todo esto nos lleva a otra conocida leyenda, en donde se combinan talla importante y longevidad: el mito rabínico del Golem.
«Golem» significa literalmente «materia amorfa o sin vida». Se dice que el origen de la historia data del siglo XVI. Según ésta, en el gueto de Praga, un rabino llamado Judah Loew ben Bezabel creó, mediante métodos de la Cábala, un hombre artificial para que lo ayudara en la sinagoga. A este ser lo llamó Golem; la vida que lo animaba, aunque de tipo vegetativa, se debía al influjo de una inscripción mágica puesta detrás de sus dientes, la cual era retirada todas las noches. (Algunas versiones aseguran que esta inscripción se trataba del nombre secreto de Dios; otras, en cambio, hablan de emet, la palabra hebrea que significa «verdad»).
Una noche, Judah olvidó retirarla y el Golem entró en delirio. Destruyó todo lo que se le cruzaba en el camino, hasta que el rabino lo enfrentó y deshizo la inscripción mágica. (Las versiones que toman a emet como inscripción dicen que el rabino eliminó la primera letra para que se convierta en met: muerte). Finalmente, sólo quedó del Golem una estatua de barro que todavía puede ser vista en la antigua sinagoga de Altneus.
Si tenemos en cuenta la fuerte inmigración a nuestras tierras del pueblo judío entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, puede suponerse cierta conexión entre la leyenda rabínica del Golem y el mito balvanerense del Gigante o Nefilim. Quizás este sea simplemente una «porteñización» de la primera.
Pero antes de tantear posibles respuestas, veamos los siguientes testimonios. Los nombres y ocupaciones de los entrevistados no serán revelados, a pedido de ellos mismos, baste decir que se trata de diferentes personalidades relacionadas con el judaísmo:
Testimonio 1: «Se dice que en ciertas sinagogas se guardan manuscritos apócrifos acerca del Golem. Uno de ellos aseguraría que en Praga fueron creados no uno, sino trece “humanoides de arcilla”. Por eso, una versión dice que un rabino mezcló uno de estos golems con los judíos que llegaron a Buenos Aires».
Testimonio 2: «Una historia cuenta que un rabino llegó a Buenos Aires, allá por el 1900, con un Golem propio, o con los procedimientos que exige la Cábala para crear uno. Ya sea que haya llegado con la criatura o la haya concebido aquí, cuando el rabino murió, el Golem se quedó sin amo.
»Luego, el relato tiene varios desenlaces, según el escrito que se analice: en algunos se afirma que, antes de su deceso, el rabino encerró al monstruo en una habitación a la cual nadie puede llegar. (Algunos creen que dicha habitación se halla en el Anexo del Hospital Francés, a metros del monumento al Cid Campeador, en el barrio de Caballito: el hospital habría sido construido sin tocar esta habitación, la cual ya existía en la antigua casona que allí se alzaba). Otros cuentan que el Golem quedó libre, obligado a vagar eternamente por los alrededores de lo que fue su casa».
Además, pudimos encontrar en una antigua crónica barrial rabínica (fechada en el año 1916 y traducida de un supuesto original hebreo por un tal Mascimiano Funes) el siguiente párrafo:
Existe una calleja que nadie puede ver, salvo desde un balcón al que nadie puede llegar. Y es aquel oculto callejón morada del no-nacido-de-madre, el gigante abandonado, que deambula y deambula en aquel lugar sin salida. Y espera, espera…
Algunos suelen identificar a esta calleja con el emplazamiento de dos pasajes actuales: uno de ellos es el pasaje en forma de «L» llamado Colombo, donde se alza una singular construcción (justo en la esquina de la «L») rematada por un reloj, en la que —se dice— aguarda el no-nacido-de-madre; y el otro es el pasaje Victoria: verdadero callejón sin salida que nace a una cuadra y media de la plaza 1.o de Mayo, justo enfrente del Spinetto Shopping. Al visitarlo, uno puede entender por qué ha sido relacionado con el mito: la única entrada que tiene el pasaje (ubicada sobre Adolfo Alsina, entre Pichincha y Matheu) ha sido cerrada con un gigantesco portón de madera, transformando al pasaje Victoria en un pasaje con «puerta de entrada», como si los habitantes de las viviendas que se alzan detrás del pórtico tuvieran algo que ocultar, algún «gran secreto», quizá.
Dicho sea de paso, ambos pasajes se encuentran ubicados en donde el barrio de Balvanera se confunde con el de Congreso, justo entre las misteriosas «medias estaciones» del subte A: Pasco y Alberti, lugar también mítico ya analizado en este libro.
Fuera del ambiente rabínico también encontramos historias que pueden guardar relación con la leyenda del Golem: una de ellas es la de María Salomé Loredo Otaola de Zubiza, quien nació en España, en la provincia de Vizcaya, en una aldea llamada Zubiete, el 22 de octubre de 1855.
Ya su nacimiento se codea con el relato mítico: se dice que aquella noche caía una lluvia aterradora, los vientos hacían temblar las casas; pero al nacer la niña, la tormenta cesó de inmediato.
Llegó con su familia a Buenos Aires en 1869, instalándose en la localidad de Saladillo. En 1892, María ya vivía en su casa de La Rioja 771, en Balvanera, la cual transformó en templo para recibir a los miles de fieles que imploraban por sus consejos y su poder de curación.
Existen comentarios que vinculan a la Madre María, como le decían sus devotos, con el supuesto rabino que poseía al Golem. El rabino, cuentan, le reveló a ella ciertos secretos de La Cábala, los cuales le habrían otorgado sus cualidades curativas.
Otros dicen que, luego de la muerte del rabino, María se quedó un tiempo con el Golem, pudiéndoselos ver caminar juntos en contadas ocasiones.
Existe otro relato que data de 1928 y es muy conocido en el barrio. La Madre María murió el 5 de octubre de ese año; en su velatorio, un hombre silencioso, de gran altura y de caminar cansino, se acercó al féretro, puso sus manos sobre la muerta y balbuceó unas palabras.
Según la tradición, aquel hombre era don Hipólito Yrigoyen, el presidente de la República Argentina, quien al parecer la visitaba muy a menudo en su casa-templo. Sin embargo, otras versiones identifican al misterioso visitante con el mismo Golem, quien de esa manera se habría despedido de su último amo (ama en este caso), para luego alejarse por las calles de Once, y vagar por ellas eternamente.
La explicación lógica más cabal con respecto al nacimiento y transformación del mito del Gigante o Golem de Once apunta a que todo empezó con la existencia real de un hombre cuya altura era tal que no podía pasar desapercibido, ganándose naturalmente el apodo de «Gigante».
Por otra parte, la corriente inmigratoria habría jugado un papel importante en lo que respecta a este hombre. Así se desprende de las palabras del demógrafo Ernesto Maeder, quien asegura que la inmigración produjo cambios «tanto en lo étnico como en lo cultural, que abarca hechos tan distintos que van desde el aumento en la talla promedio hasta las modificaciones sufridas por el lenguaje y las costumbres».
Por lo tanto, en base a esta afirmación, tendríamos a un «gigante» relativamente «creado» por la corriente inmigratoria de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Y si tenemos en cuenta que, de esta corriente, fueron judíos, sirios y libaneses los que se instalaron en Balvanera, no cuesta mucho imaginar el caldo de cultivo del que pudo haber surgido nuestra leyenda, la leyenda de un «gigante creado por los judíos de Balvanera» o, lo que es igual, «el Golem de Once».
Además, el crecimiento del mito pudo verse alentado por la necesidad de protección que, con seguridad, sintieron los inmigrantes al llegar a nuestro «extraño» territorio. La leyenda de un Golem guardián habría ayudado psicológicamente a los recién llegados.
Pero aunque algunos crean discernir el lógico nacimiento del mito, siempre habrá un espacio para el cuestionamiento, para la sospecha, para el rumor; todos ellos alimentos de la leyenda, la leyenda que espera detrás de aquella puerta tapiada, en aquella habitación oculta, en aquel edificio olvidado.
«¿Quién puede decir que sabe algo sobre el Golem?», dice Gustav Meyrink en su libro El Golem. «Se lo relega al reino de la leyenda hasta que un día sucede algo en una calle que de repente lo resucita. Durante un tiempo todo el mundo habla de él y los rumores crecen hasta lo increíble. Se hacen tan exagerados y desmedidos que finalmente vuelven a derrumbarse…».