El enano vampiro
Este es uno de los mitos urbanos más increíbles pero a la vez más fascinantes.
Sabemos que a partir del título puede resultar gracioso, incluso pueril, para algunos lectores, pero podemos asegurarles que no fue así para las víctimas de este extraño personaje.
La historia se ubica durante la última dictadura militar en los años setenta. En esa época llegó a Buenos Aires el Circo de los Zares. Se instaló donde ahora se emplaza el «Nuevo Gasómetro», es decir, la cancha del Club San Lorenzo de Almagro. Este circo tenía en apariencia una genealogía real. Los comienzos de la compañía se remontaban a tiempos de Pedro el Grande. Claro que después de la revolución bolchevique debió cambiarse el nombre, pero luego de algunos años el régimen se convenció de que el circo carecía de toda importancia y le devolvió el nombre original.
El Circo de los Zares no era de las dimensiones del impresionante Circo de Moscú, pero tenía las atracciones acostumbradas. Y por supuesto, no faltaba la típica troupe de payasos y enanos. Uno de esos enanos provenía de la zona de los Cárpatos, como el famoso conde Dracul (devenido en personaje al ser inmortalizado por Bram Stoker en «Drácula»). Su nombre era Belek y se destacaba del grupo por su agilidad. Pero también por otras cosas.
El circo poseía una dotación importante de animales, hasta que estos empezaron a morir extrañamente. Al principio, el dueño del circo, el señor Boris Loff, pensó que se trataba de una enfermedad que los animales podrían haber contraído cuando el circo recaló en el Brasil. Pero encontró marcas sospechosas en diferentes partes de los cuerpos. Al verlas, cambió su teoría y especuló que quizás habían traído algún tipo de animal desconocido junto con la compañía, un depredador muy voraz por cierto. Al hacerles una autopsia improvisada (el señor Loff tenía ciertos conocimientos médicos básicos), notó que las víctimas estaban prácticamente desangradas, secas. Además, se dio cuenta de que los decesos se producían siempre a la noche. Entonces, formó un equipo de vigilancia junto con la Mujer Barbuda y el Hombre Bala.
Una noche, la última antes de levantar la carpa e irse de gira por el interior del país, escucharon ruidos sospechosos en el carromato de Kirki, el payaso estrella del circo. El Hombre Bala se puso el casco que utilizaba para su acto mortal, tomó carrera y se tiró de cabeza contra la puerta. Con la puerta hecha pedazos, la Mujer Barbuda y el señor Loff entraron con decisión. Descubrieron con asombro y horror a Belek con las manos en la masa, y no sólo las manos, también los dientes sobre Vera, una mono tití que hacía las delicias de grandes y chicos con sus gracias.
Inmediatamente, Belek fue expulsado del circo. Y si bien no lo denunciaron porque el caso era demasiado irregular, el enano tuvo que recoger sus pertenencias y prácticamente huir.
La versión original de este relato figura en el libro The Wonderful World of the Circus. One History, de un tal Dick Stevenson, publicado en el año 1987 por la Oxford University Press. Sin duda, un libro curioso.
Es que los verdaderos problemas empezaron cuando el enano Belek se refugió en una casa semiabandonada del bajo Flores.
La gente del barrio sabía de la existencia del enano eslavo. Algunos vecinos lo habían visto, pero parecía tranquilo. Por lo demás, nadie comprendía su lengua. Ni tampoco entendían cómo podía mantenerse este pequeño visitante. Pronto lo averiguarían.
Nos llevó un tiempo considerable romper con la resistencia del vecindario. Varios desplantes y algunas semanas después, un funcionario municipal se apiadó de nosotros y nos recomendó que fuéramos a ver a una persona considerada algo así como el alma viva del barrio: Fulgencio P., don Fulgencio para todos.
Nótese este rasgo prototípico de la leyenda urbana: siempre hay algún viejo vizcacha citadino que con su sabiduría y su memoria aclara, o a veces confunde, el camino de la verdad.
Apenas le comentamos el tema, don Fulgencio se sonrió (con una boca casi sin dientes), se levantó de su silla de mimbre y le dijo a uno de sus cinco nietos, que en el momento de la entrevista estaban a su lado, que le trajera algo. El chico al principio se negó, pero el abuelo le insistió hasta que vimos perderse al niño en las profundidades del pasillo de la casa chorizo. Al cabo de un rato, apareció con un par de botas de goma de caña alta.
—¿Ven esto? —nos dijo don Fulgencio introduciendo los dedos en dos orificios casi perfectos a la altura de los tobillos de la bota—, fue el hijo de puta ese. Al principio se la agarró con los gatos del barrio, ¿saben? Con los gatos atorrantes; ni le dimos importancia, pero cuando desapareció el gato de doña Ángela, de acá a la vuelta sobre Santander, ahí ya nos entró el cagazo.
Le pedimos más precisión.
—Siempre era de noche cuando atacaba. A tal punto que después de las 8, 8.30, no podía salir ningún pibe a la calle, muy jodido ¿saben? Yo me salvé gracias a Osvaldo. En ese entonces tenía un perro, de esos perros cualunques pero muy gauchitos. Le puse ese nombre porque se parecía a un hermano mío. Bueno, esa noche —dijo mirando el par de botas que estaban en manos del nieto— me acuerdo que a mi señora le faltaba algo para la comida. Mejor dicho, para la cena: pan. Pan, y me encargó un par de sifones. Como llovía me puse las botas. Antes acá se embarraba mucho, peor que ahora. Me acuerdo que iba con la bolsita. Salí con el Osvaldo que empezó a gruñir no bien abrimos la puerta de calle. Yo le dije, «tranquilo, Osvaldo», pero se lo veía inquieto, y a mí también. Me acuerdo como si fuera ayer.
»La luz del almacén del Turco Asid. El Turco ya estaba cerrando y me acuerdo que levanté la mano. Le iba a decir algo cuando esa porquería se me cruzó. Pensé que era otro perro, los de la villa que está cerca, por eso el ladrido del Osvaldo. Pero no. Este guacho hizo una serie de piruetas y cuando me quise dar cuenta se me prendió del tobillo. Yo lo miraba y no entendía ni medio. Me sacudí la pierna pero ese mandinga estaba más prendido… tanto que me caí al suelo. Ahí le vi la cara. La verdad, parecía un demonio. Me miró por un segundo, unos ojos azules, la cara toda blanca. Grité, recé, no sé qué más hice y el Osvaldo que no paraba de ladrar se le prendió de la espalda. No me soltaba, pero tampoco el Osvaldo lo soltaba a él. Era como un empate ¿saben? Al final, me pude zafar y fui corriendo a lo del Turco, que estaba en la puerta del almacén como una estatua. Cuando me tuvo encima, reaccionó y me tiró para adentro y cerró la puerta. Afuera, Osvaldo quería hacerlo mierda al deforme. Hasta escuchamos con el Turco, que en paz descanse, que el mandinga puteaba raro. Después de un rato de pelea vimos que algo le brillaba en la mano al enano este y el Osvaldo empezó a aullar, pobre, hasta que se quedó quietito ¿saben? A él lo vimos renguear un poco pero se fue rapidísimo, como una cucaracha.
En ese momento, los cinco nietos de don Fulgencio miraban a su abuelo sin mover un músculo. El viejo seguía con el relato.
—Al día siguiente, fuimos con el padre Luis, que trajimos especialmente de la Iglesia de la Medalla Milagrosa, y buscamos como locos en la casa abandonada donde se decía que se escondía el enano, pero lo único que encontramos fue un cajón de frutas forrado con una tela como de pana y unos libros en idioma… ruso. Hasta estaba el nombre: Belek. No se molesten en buscar al cura porque se murió hace unos años, bastante joven.
—¿Y la policía? —preguntamos.
Don Fulgencio se tocó unos de los dientes sanos y se sacó algo que le molestaba.
—Los milicos estaban en otra cosa, ¿saben? Claro, si uno no hacía nada no se metían con uno, pero tampoco iban a venir por una cosa así.
—¿Hubo más ataques?
—Claro que sí. Si mal no me acuerdo, a una señora mayor, que se murió a los días, pero no puedo decir si fue por el enano este. Un muchacho de apellido Galán que se fue del barrio y una piba. Lo de la piba fue bravo, dicen… pero ojo: dicen, porque yo no lo vi. La chica era de la villa y el bicho este le afano el bebé recién nacido.
(Debemos hacer una aclaración, antes de seguir con el relato: tenemos información de que para el año en que Belek atacaba, la policía y fuerzas parapoliciales realizaron razzias en la zona del bajo Flores, inclusive en esa misma villa. Se llevaron personas, supuestamente «células terroristas» infiltradas en la misma villa. La mujer a la que se refiere don Fulgencio podría haber sido una de ellas. La información se va transformando y en el tamiz quedan voces ahogadas. Ahogadas por el miedo. Un miedo que se confundía con la noche. No descartamos, entonces, que el mito haya sido estimulado o alentado por las mismas fuerzas de seguridad como una forma de control a través del terror. Aunque también dudamos de que tuvieran tanta imaginación).
—¿Y qué hicieron entonces?
El viejo le acarició la cabeza a uno de sus nietos, el más chiquito, y siguió.
—Nos protegimos, ¿saben? —comentó incómodo—. Todas las casas con ristras de ajo, esas cosas. Nos poníamos crucifijos.
—¿Y dio resultado?
En ese momento y repentinamente don Fulgencio se quedó callado, la mirada al frente. Pareció quedarse seco de palabras. El nieto, el mismo que había ido a buscar las botas, completó el relato.
—El enano se enfermó —nos dijo muy serio—. El clima húmedo dicen, gripe. Mi abuelo lo escuchó estornudar varias veces. Porque lo agarraron, pero se les escapó.
—¿Cómo fue?
—Mi abuelo dice que lo agarraron con una red de arco de un potrero, cerca de la Estación Flores. El enano se le había prendido a un señor, pero gracias a lo de las botas que todos usaban para salir a la noche no lo lastimó mucho, le dejó un agujero en la pierna. El señor tuvo mucha fiebre, mucha. Quería tomar agua todo el día. Casi se va al otro lado, pero se salvó.
Le preguntamos si podíamos ubicarlo pero ya había fallecido.
—Mi abuelo lo vio cara a cara y se asustó mucho. Al enano le caían mocos verdes y gritaba cosas que nadie entendía. Los que estaban ahí empezaron a pegarle patadas y el enano no paraba de decir cosas. Se le veía sangre acá —y señaló la boca— y unos colmillos. Sacó algo de la ropa y cortó la red. Mi abuelo alcanzó a patearle la cabeza y dice que del grito que pegó todavía se acuerda.
Observamos a don Fulgencio. No parecía la misma persona que al principio. Estaba lejos, como queriéndose acordar de un detalle que faltaba, de un recuerdo incompleto. El nieto nos dijo que el abuelo se cansaba fácilmente, sobre todo desde que había perdido a su mujer hacía unos años, que no le preguntáramos más nada. Luego, para nuestra sorpresa, nos pidió una «colaboración voluntaria» porque el abuelo recibía una jubilación mínima y había que pagar los medicamentos. Rebuscamos en nuestros bolsillos. Pero queríamos saber el final del relato.
En esa cuadra, nadie quiso atendernos.
Dejamos nuestros datos y dimos por terminada la investigación. Como no nos satisfacía del todo, no íbamos a incluir este mito en la antología. Hasta que recibimos un llamado: era el señor Galán, una de las víctimas de Belek, el supuesto enano vampiro. Nos citó en un bar (cercano a la Estación Flores), y este es el fascinante testimonio que ponemos a consideración de ustedes:
—Soñé con eso durante años muchachos —nos dijo el señor Galán, dentro de una nube de humo, producto de encender un cigarrillo tras otro—, se los puedo asegurar, hasta tuve que hacer terapia.
Le preguntamos cuál era la explicación que él le daba al facultativo.
—La misma que le podría dar a ustedes: la de un tipo que estaba loco y se creía algo que no era pero…
—¿Pero?
—Me imagino que saben lo del Circo, bien, como también de dónde venía este personaje. Como soy agente de viajes, tuve la suerte de viajar a muchos lados y uno de los lugares que visité fue Rumania —recalcó la palabra especialmente y dedicándole una nube de humo enorme como para acentuar el clima—, un lugar muy interesante donde las tradiciones y el folklore se mezclan con la realidad. Allí, muchos me dijeron que no les extrañaba lo del enano y que la forma no importaba… Hablamos de eso que están pensando, vampirismo o como lo llamen.
Se hizo un silencio. Teníamos demasiadas preguntas para hacerle.
—Sé que estuvieron con el viejo Fulgencio —arrancó intuyendo nuestras dudas—; les debe haber contado casi todo, menos lo de la maldición.
—¿Maldición?
—Según parece, la noche que agarraron al enano, les tiró una maldición. La mujer de don Fulgencio empezó a padecer una enfermedad rarísima y sufrió mucho tiempo. El resto del grupo, casualidad o no, fue desapareciendo en circunstancias más o menos iguales, por eso, salvo el viejo, nadie quiere hablar mucho del tema en el barrio. Aclaro que yo me fui no por esto sino porque me casé.
Notamos que no tenía anillo.
—Soy viudo, pero estoy absolutamente convencido de que la maldición es completamente absurda, además, tengo dos hijos hermosos. Eso no quita que el ataque haya sido totalmente traumático. Imagínense: yo era todavía bastante pendejo. Esa noche iba a buscar una bicicleta que había mandado a arreglar. Hacía un frío bárbaro pero yo estaba antojado con ir a buscar mi bici. Serían las 8 de un día de julio. Me acuerdo que iba por Bonorino y no había nadie por la calle. En eso, veo un par de ojos muy brillantes que me miraban tan fijo que me hipnotizaron. Igual supuse que sería una rata o tal vez un gato que se asustó al verme. Los ojos no parpadeaban y apareció una voz chillona que decía cosas, en un idioma desconocido, que después me enteré que era rumano, y la voz se me acercó —a esta altura el pulso del señor Galán se alteró y las cenizas se desparramaron en la mesa y hasta en el café y su cara se llenó de pequeños tics—. Después abrió sus manos y también una especie de capa que tenía y se me tiró encima. Yo tenía las botas de lluvia que nos había recomendado don Fulgencio que usáramos, pero no me sirvieron de nada, porque al venirse encima me fui al piso y se me quiso prender del cuello. Yo, por puro instinto, puse el brazo y me lo mordió, pero no llegó a perforarme la ropa. No sé por qué me acordé que tenía las llaves en el cinturón de mi pantalón. De los nervios arranqué el llavero y le entré a dar en la cara —Galán hizo la mímica de los azotes dentro del aire viciado del cigarrillo—, pero seguía prendido de mi brazo. Lo que me daba más miedo no era su cara, sino una mezcla de… no sé, de odio, de furia… y esos ojos. Me acuerdo y se me pone la piel de gallina.
»Por suerte llevaba una campera muy gruesa y era difícil penetrarla. Pero la cosa ahí se puso fea porque sacó algo como una navaja. Le di otro llaverazo e hice algo que se lo vi hacer a… no me lo van a creer, muchachos: le hice un piquete de ojos como había aprendido de «Los tres chiflados». Fue tan fuerte que abrió la boca por el dolor. Aproveché ese segundo para incorporarme y le di una patada tan fuerte que lo mandé con capa y todo contra un árbol. Casi a ciegas, recogió su navaja y con una de las manos tapándose uno de los ojos me dijo algo que no entendí y salió corriendo. Todo habrá durado unos segundos pero a mí me pareció una eternidad.
—¿Y que pasó después?
—Y bueno, después de que casi lo agarran no se supo más nada. Por supuesto yo, que siempre tuve mente curiosa, investigué y alguien me dijo que lo habían visto en Córdoba. Dicen que el enano no soportaba el clima, a mí me dejó unos mocos repugnantes en la campera. Pero no se lo vio más. Claro, muchachos, me dirán que si en realidad era un vampiro no podía estar resfriado. Bueno, este sí. Otra versión es que sigue andando por acá, que está un poco de capa caída. Dicen que «vive» en el cementerio de Flores, total, ahí no lo molesta nadie. Y otra, es que lo limpiaron los milicos y no es cosa para contárselo a nadie ¿o sí?
Asentimos y apagamos el grabador.