Banquete oriental
Dijo llamarse María Angélica. En el geriátrico del barrio de Caballito donde la hallamos le decían Mari. Nos atendió en su habitación, la cual tenía dos camas. Después de presentarnos, Mari se sentó en una de ellas y nosotros, en la otra. El dueño del geriátrico no nos permitió el acceso a ninguna documentación de donde pudiéramos obtener el nombre completo de la mujer (tampoco nos dio permiso para revelar la dirección exacta del establecimiento). «La pobre abuela —nos dijo— está sola en el mundo. La única razón por la que les dejo hacerle la entrevista es porque pienso que hablar con otras personas que no pertenezcan al Hogar le va hacer bien».
Así que ahí estábamos, frente a Mari, de quien no conocíamos prácticamente nada… salvo que había sido la única testigo de un mito urbano clásico.
La anciana (los empleados del geriátrico nos dijeron que estaba por cumplir 79) lucía una larga cabellera blanca que le caía sobre un camisón desteñido, y calzaba unas pantuflas muy gastadas. Lo primero que nos dijo fue que le dolían las rodillas porque, antes de que llegáramos, había estado rezando por su compañera de habitación que había muerto la semana anterior, y que la cama en donde estábamos sentados le había pertenecido a ella. Tomó un sorbo de un líquido que parecía agua, dejó el vaso donde estaba y se sentó un poco más atrás en la cama, como quien se prepara para un largo viaje. Después, sonriendo, nos miró detenidamente a cada uno. No había dudas: aquella abandonada abuela quizá no pudiera recordar lo que había desayunado esa mañana, pero los sucesos que estaba a punto de narrar los sabía de memoria. Y los había contado infinidad de veces.
En un principio, pensamos resumir el relato, seleccionando los tramos en los que se hablara exclusivamente del mito. Sin embargo, decidimos entregarles la narración de Mari casi en su totalidad, ya que consideramos que los detalles y pormenores que se nombran agregan una mayor verosimilitud al testimonio, y ayudan al lector a interiorizarse con el suceso.
Mari, comenzó así su relato:
Fue en uno de esos restaurantes chinos, un tenedor libre. Hace unos diez años, más o menos. Gracias a Dios y a la Virgen olvidé su dirección exacta, pero puedo decirles que quedaba en Belgrano. Aquel sábado a la noche estaba lleno de gente.
En un momento me levanté para ir al baño. Me sentía mal. Estaba segura de que algo de lo que había comido me había dado una patada al hígado. Nunca me habían gustado aquellos tenedores libres chinos, pero Walter había insistido, había dicho que ahí se comía bien y barato. Barato sí, pero la comida era mierda de reno.
(En ese instante se escuchó una risa que provenía de afuera, seguramente del pasillo que daba a la habitación de la anciana. Mari interrumpió el relato y se puso de pie).
¡Andate! (Parecía que sabía a quién le gritaba). ¡Andate estúpido, dejame en paz!
(La anciana volvió a sentarse en la cama, nos miró y continuó con la historia).
Bueno, les decía que esos tenedores libres son una porquería. Cómo no va a ser así si estos chinos comen cualquier cosa. Seguro que aquella noche alguno de esos pescados raros que sirven me había caído mal. Sin embargo, no quería discutir con Walter en aquel momento, así que simplemente me levanté y le dije que iba al baño.
Lo primero que hice fue mirarme al espejo. Estaba pálida. «Seguro que Walter se dio cuenta de que estaba descompuesta», pensé. Quise lavarme la cara con agua fresca, pero la canilla estaba rota, giraba en falso. Hice otro intento, esta vez presionando con fuerza hacia abajo. Y entonces llegaron los gritos.
La primera sensación que tuve fue que había conseguido abrir la canilla, y que en vez de agua brotaban aquellos alaridos. «¡La puta!», dije; pero no era eso. Me di cuenta de que los gritos venían de afuera. (Mari tomó otro sorbo de agua, y alisó una arruga en su cama). Sabía que algo estaba pasando en el salón del restaurante, algo que provocaba aquel alboroto. Y había órdenes mezcladas con los alaridos de pánico, órdenes gritadas con furia. Una de ellas pude escucharla con claridad: «Vamos, todos afuera, vamos». Era repetida una y otra vez. Había otras voces fuertes, pero no podía comprenderlas. Con las piernas temblando decidí echar un vistazo. El ojo de la cerradura daba sólo a un pequeño sector del salón principal. Sin embargo, me alcanzó para ver cómo la gente corría. Y por la dirección que seguían, supuse que todos estaban queriendo escapar del lugar.
Estuve a punto de salir al salón y unirme a la huida. Pero justo antes de hacerlo, los vi: chinos de traje. (Estas últimas tres palabras Mari las dijo en un tono cortante, remarcando cada sílaba, como si los «chinos de traje» formaran parte de una revelación increíble. Y, por cómo miró a un lado y al otro después de decirlo, además de increíble, la consideraba una revelación peligrosa. Se alisó el camisón y continuó).
Y los chinos de traje gritaban en chino. Esas eran las voces que yo no comprendía. Quizás el otro, el que gritaba en castellano, era algún argentino que acompañaba a los orientales. Yo podía ver a dos de los chinos. Estaban armados. Igualmente no parecían necesitar disparar ningún tiro para que la gente les hiciera caso. Pronto, nadie quedó al alcance de mi vista. Saqué el ojo de la cerradura y me senté en el piso. Los gritos fueron disminuyendo poco a poco. Hubo un ruido fuerte, como si hubieran cerrado la puerta principal de un golpe. Supuse que ya no quedaba gente en el restaurante. Salvo los chinos. Sus voces se seguían escuchando, parecían estar hablando entre ellos. Entonces, volví a espiar… y vi a uno de los orientales venir caminando directamente hacia mí, hacia la puerta del baño.
(Mari tomó otro sorbo de agua y se nos quedó mirando unos segundos, como si esperara algún comentario de nuestra parte).
La puerta se abría hacia adentro. Cuando el chino la empujó, mi cuerpo quedó oculto entre la puerta y la pared. Y entonces, por suerte, no vio a nadie en el baño, y se fue. Dio un portazo, y me dejó nuevamente sola. Escuché cómo hacía lo mismo con el baño de hombres.
Afuera se volvieron a escuchar gritos, pero ahora sólo en chino, y el ruido que hacían mesas y sillas al ser arrastradas. Quise ver qué pasaba. Miré de nuevo por la cerradura, pero ahora el respaldo de una silla me tapaba la visión.
Estaba segura de que los gritos que escuchaba eran de alguien desesperado, de un chino suplicando por algo.
Me animé y abrí la puerta del baño un centímetro.
No me había equivocado. Había un chino muy gordo arrodillado en el piso, y lloraba y gritaba, con el rostro entre las manos. Pude ver que llevaba un delantal de cocina atado a la cintura. Frente al gordo había otro chino, de pie, con una cadena en la mano. Alrededor de ellos estaban cuatro o cinco más, observando la escena mientras jugueteaban con sus armas. No había dudas: aquel gordo, a pesar de ser tres veces más grande que cualquiera de los que lo rodeaban, estaba llorando, estaba pidiendo piedad, misericordia al chino con la cadena. Parecía rezar por su vida. Pero el de la cadena no lo escuchó. El animal, de repente, le pegó un cadenazo en la cara. Y luego otro. Y otro. Me acuerdo como si lo estuviera viendo ahora: la oreja del gordo, volando por el aire, arrancada por uno de los golpes. Cerré la puerta y me tapé la boca para no gritar.
Los sonidos que siguieron llegando a través de la puerta fueron la evidencia de que las súplicas de aquel gigantesco oriental habían sido sus últimas palabras. Ni siquiera se quejó, o al menos no pude escuchar si lo hizo, como si además de la oreja le hubieran arrancado la boca con aquellos cadenazos. El chino gordo tenía que estar muerto.
Cuando no escuché más golpes, volvieron a sonar los gritos de los asesinos. El miedo me decía que me quedara encerrada, quieta; pero no pude evitar abrir lentamente la puerta.
El cocinero era una bola de carne ensangrentada. Estaba tirado en el piso, y los chinos de traje discutían a su alrededor. Todos parecían acusar al de la cadena.
Finalmente, después de casi agarrarse a las trompadas, los chinos decidieron algo. Tres de ellos trajeron grandes bolsas de residuos (aquí Mari bajó la cabeza y tomó nuevamente aquel aire confidencial) y cuchillos. Cuchillos de todo tipo y tamaño. Y sin más ceremonias, se lanzaron contra el enorme cadáver. (Mari tragó saliva costosamente e hizo un gesto de repulsión).
Cerré la puerta del baño nuevamente, no podía mirar aquella carnicería. Dejé de ver, pero no de oír. No había lugar a dudas: lo estaban trozando, lo estaban carneando como a una vaca. Peor, todavía, porque no sabían cómo se hacía. Lo carneaban con el tacto que podía tener un grupo de mandriles mancos.
(A pesar de lo atroz del relato, no conseguimos evitar sonreírnos por la comparación. Sin embargo, Mari continuó con su historia, como si hubiera agarrado cierto ritmo y no pudiera detenerse).
Volví a entreabrir la puerta para espiar justo en el momento en que le rompían el cráneo a martillazos. Luego llenaron las bolsas de residuos con los pedazos del cocinero, y se las llevaron. Dejaron a un chino limpiando los restos sanguinolentos que habían quedado. Después de un rato, él también se fue. Supuse que toda la «mafia» se iría del tenedor libre de un momento a otro, para tirar los restos embolsados en algún lugar oculto. Pero sus voces orientales seguían llegando; se escuchaban más lejos, pero los chinos seguían adentro, en algún lugar del restaurante.
Entonces me decidí. Fue en ese momento. No aguanté más. «Que sea lo que Dios quiera», me dije, y salí de mi escondite. En el sector frente al baño, donde habían llevado a cabo la carnicería, no había nadie. Me asomé al salón principal: vacío. Los ruidos y las voces venían desde la derecha, pero aún se escuchaban lejos, lo suficiente como para animarme a atravesar el salón sin ser descubierta. Me saqué los zapatos y caminé por el costado, bien pegada a la pared, atenta a no llevarme ninguna silla o mesa por delante. Llegué a la puerta principal y, antes irme del restaurante, miré hacia adentro. Después salí a la calle y, a pesar de mi edad, corrí. Todo lo que pude. Corrí.
(Tomando su «postura confidencial» nuevamente, Mari continuó con su testimonio). Jamás voy a olvidar lo que vi en aquel último vistazo. Todavía sueño con ello. (Hizo una pausa, tomó aire y continuó). De la puerta de entrada del restaurante, uno podía ver el salón principal y, detrás de éste, la cocina, en el fondo. La puerta de la cocina estuvo siempre cerrada mientras comía con Walter, uno nunca podía ver qué clase de porquerías preparaban en esa pocilga. Pero en aquel momento no se habían molestado en cerrarla. Y entonces supe por qué los chinos se habían quedado en el tenedor libre: entre tres de los orientales, vaciaban una de las bolsas de residuos dentro de una gran olla humeante. Sí, los chinos hijos de puta cocinaron los pedazos del gordo. Hicieron un guiso con el muerto, se los juro por Esther, mi compañera de cuarto, que ahora debe estar con aquel chino obeso allá arriba (señaló el cielo raso) corroborando todo lo que le dije, porque a ella también le conté la historia, sí, sí.
(Entonces Mari se quedó callada, con la vista fija en el piso, como si allí se hubiera acabado el relato. Esperamos unos segundos. Cuando vimos que no atinaba a continuar, le preguntamos si tenía algo más para contarnos. Mari levantó la cabeza, se separó algunos pelos blancos de la cara y, como saliendo de un hechizo, nos miró. Entonces sacó uno de sus pies de las pantuflas y nos mostró la planta callosa. Tenía una cicatriz allí, un corte diagonal de unos cuatro centímetros. Luego habló).
Corría, y estaba tan nerviosa que no me di cuenta de que continuaba descalza. Hasta que pisé un vidrio y me hice este corte. Llegué rengueando a la pensión donde vivía, y la dueña, doña Cata, llamó a un médico.
No pasé por la puerta de aquel tenedor libre hasta que desapareció, hasta que pusieron la inmobiliaria. Pero al otro día del asesinato le pregunté a Esperanza si había visto algo raro en el restaurante. Ella comía seguido de los chinos. Medio que no, que estaba abierto como todos los días. Y que se había comido un guiso de novela. «Dos pesos un plato de guiso», me dijo, «Y no sabés qué rico. No sé qué le pusieron, pero estaba bárbaro».
Hace sólo unos tres años que me animé a contar todo lo que sucedió aquella noche. Empecé con el «Pipo», un perro vagabundo que a veces nos visitaba, acá en el hogar. Pobre «Pipo», un día no vino más. Nunca supe qué le pasó.
Sé que la mayoría no me cree, no soy tonta. Piensa que estoy vieja, que digo pavadas. Esther sí me creía. Pobre Esther. Pobrecita.
(Mari agachó nuevamente la cabeza. Decidimos que, ahora sí, el relato se había terminado. Era más que suficiente. Nos levantamos de la cama y la saludamos. Cuando abandonábamos la habitación, Mari nos habló).
Busquen al viejo Acevedo. Él también sabe.
Hasta la puerta de salida nos acompañó uno de los empleados del geriátrico. Antes de que le dijéramos nada, el muchacho se nos anticipó preguntándonos:
—¿Les dijo lo de los mandriles mancos? —era evidente que estaba conteniendo la risa. Casi con seguridad se trataba de la misma persona que habíamos escuchado reírse en el momento que Mari pronunciaba aquella insólita comparación con la «mierda de reno».
—Sí —le contestamos, e inmediatamente el empleado largó la carcajada. Cuando se controló le hicimos una pregunta—. ¿Conocés a alguien, en el barrio, llamado Acevedo?
—En el barrio, no. Pero ustedes deben referirse a don José. El viejo don José Acevedo. Mari lo nombró, ¿no? El viejo vivía en Belgrano, cerca de la pensión donde hace tiempo estaba Mari. Eran amigos. Don José era el único que la visitaba acá. Murió el año pasado. Tenía como 80 pirulos. Pobre vieja, ya no sabe quién está vivo y quién está muerto. Ya me tiene podrido con lo de Esther.
—La señora que murió la semana pasada.
—Ninguna semana pasada. Cuatro años lleva muerta ya. Pero Mari le reza todos los días, y siempre dice que se murió la semana pasada.
Le preguntamos si sabía en qué lugar de Belgrano había vivido don José. Nos dijo que no tenía ni idea, pero que una de las muchachas que trabajaba en el hogar decía que los hijos del viejo tiraron la casa abajo, y que ahora estaban construyendo un chalet.
—Y mi nombre es Walter —nos dijo cuando nos íbamos—. Y no acostumbro a llevar viejas a comer un sábado a la noche.
Nos sonrió y nos fuimos.
Estábamos ante un mito clásico: el hombre asesinado en un restaurante chino, cuyo cuerpo formó parte del menú del día siguiente.
Algunos investigadores aseguran que este mito se trataría de una rama mutante de una historia que rondó por la ciudad de Berlín en los años cuarenta. La leyenda decía que por las calles deambulaba un ciego con un sobre en la mano. Tarde o temprano aparecía alguna persona que preguntaba al no vidente si precisaba ayuda. Entonces el ciego le decía que debía entregar el sobre en cierta dirección. El sujeto solidario se ofrecía a ayudarlo, y el ciego, dándole las gracias, se retiraba. Entonces la persona con el sobre llegaba al domicilio de entrega y se transformaba en el plato principal de los caníbales que allí vivían. Lo último que la víctima veía, antes de ser degollada, eran las palabras que estaban escritas en la carta dentro del sobre. Algo así como: «Esta es la última que les mando hoy».
La transmisión oral de este mito berlinés provocaría, a través de los kilómetros y de los años, el reemplazo del departamento donde vivían los caníbales por el restaurante oriental, y la persona solidaria por el chino ajusticiado.
Continuamos nuestra investigación en Belgrano. Nos encontramos con que la gente conocía la existencia del mito clásico del chino hecho guiso, pero del asesinato en el restaurante del que hablaba Mari, nada. Este era otro punto en contra de nuestra testigo. Si el restaurante estaba lleno antes del arribo de la mafia china, como ella decía, entonces alguien debería existir aún en el barrio que recordara lo sucedido.
Tampoco encontramos a nadie que conociera alguna inmobiliaria que hubiera tomado el lugar de un tenedor libre.
El único que tal vez podía inclinar la balanza a favor de Mari era el misterioso don Acevedo. Pero supuestamente llevaba un año muerto. Sin embargo, teníamos un dato importante: este hombre había existido realmente, no era un personaje inventado por la anciana. En el geriátrico lo conocían. Por lo tanto, tras fracasar con el tenedor libre y con la inmobiliaria, probamos suerte e intentamos hallar a alguien en Belgrano que hubiera conocido en vida a don Acevedo.
Y fue entonces cuando encontramos a don Ezequiel, un abuelo de 84 años que durante los últimos dos había jugado al dominó con otros dos abuelos: don Salva y don José… nuestro don José Acevedo.
Sentados en el bar El Granero (el mismo donde ellos jugaban), don Ezequiel nos dijo que era verdad lo de la casa de su difunto amigo: el hijo (el anciano habló de un solo hijo) había tirado abajo la construcción para levantar un chalet «a todo trapo». Después lo vendió y se fue a vivir a otro país. Don Eze, como le decían en el bar, no conocía a ningún otro familiar de don José.
Le preguntamos si su amigo le había contado alguna vez algo relacionado con un restaurante chino. Nos dijo que no. Nunca. La balanza parecía inclinarse definitivamente en contra del relato de Mari. Aparentemente, don José Acevedo había sido sólo un buen amigo de la anciana; con toda seguridad, la habrá escuchado más de una vez contar la historia del restaurante chino. Y como buen amigo le habría dicho que le creía.
Pero fue internet, algo que Mari quizá ni siquiera conozca, la que nos dio algo que despertó nuevamente todas nuestras dudas.
Intentamos relacionar, en uno de los tantos buscadores de la red, el nombre de José Acevedo con algún elemento del relato de Mari. Y fue así como, a punto de gastar todas las combinaciones posibles de palabras, encontramos una huella. Cierto diario digital llamado «Noticia y Opinión» titulaba una breve crónica de esta manera: «Nuevas protestas contra restaurante», y la noticia citaba un listado de quejas contra uno de estos establecimientos. Las quejas apuntaban a la desastrosa calidad de la comida. El diario aseguraba que el dueño del restaurante en cuestión había poseído una serie de casas de comida, y que todas habían sido blanco de diversas protestas. Como ejemplo citaban algunas de las más insólitas. Y entre ellas aparecía un testimonio que dataría (según el diario) del año 1991. Pertenecía a un señor llamado José Ernesto Acevedo, quien denunciaba haber comido «una especie de guiso de carne, en el cual encontró un diente humano».
Lamentablemente, el diario «Noticia y Opinión» no renovaba su página en internet desde 1999, y no pudimos localizar a ninguno de sus responsables (en su mayoría, aparecen en el diario bajo seudónimos).
Este dato constituyó el último relacionado con el mito.
La investigación aún sigue abierta.