Oliver Wendell Holmes llegaba tarde a la siguiente reunión del club Dante, que él sabía iba a ser la última. No aceptó hacer el trayecto en el carruaje de Fields, aunque el cielo sobre la ciudad se había ennegrecido. El poeta y médico apenas emitió un suspiro cuando la tela de su paraguas crujió al verterse la lluvia que se deslizaba sobre las capas de hojas, las últimas depositadas aquel otoño frente a la casa de Longfellow. Muchas cosas iban mal en el mundo para que él se preocupara por sus achaques. En los ojos de Longfellow, que claramente le daban la bienvenida, había incomodidad, faltaba serenidad para comunicarse, no respondían a la pregunta que le constreñía el estómago al doctor: ¿cómo continuamos ahora?
Les diría durante la cena que renunciaba a colaborar en la traducción de Dante. Lowell podía estar tan desorientado por los recientes acontecimientos como para acusarlo de deserción. Holmes temía que se le tomara por un diletante, pero no había modo de poder leer a Dante como de costumbre, con el «aroma» en el aire de la carne chamuscada del reverendo Talbot. En cierto sentido, resultaba chocante que si de algo eran responsables, que si en algo habían ido demasiado lejos, si sus lecturas semanales de Dante habían dado suelta a los castigos del Inferno en el aire de Boston, todo eso se debía a su gozosa fe en la poesía.
Un solo hombre había causado media hora antes la misma convulsión que un ejército de miles de hombres.
James Russell Lowell. Estaba empapado, aunque sólo había ido a la vuelta de la esquina, pues consideraba ridículos los paraguas, aquellos artefactos sin sentido. El fuego suave de carbón mate con leños de nogal americano irradiaba de la amplia chimenea, y el calor hacía relucir la humedad de la barba de Lowell como si tuviera luz propia.
Lowell llevó aparte a Fields en el Corner aquella semana, y explicó que no podía vivir de aquella manera. Su silencio ante la policía era necesario; muy bien. El buen nombre de todos debía ser protegido; muy bien. Dante también debía ser protegido; muy bien. Pero ninguno de esos elevados razonamientos borraba un hecho elemental: había vidas en peligro.
Fields dijo que trataría de llegar a una idea sensata. Longfellow manifestó ignorar lo que Lowell imaginaba que pudieran hacer. Holmes tuvo éxito en eludir a su amigo. Lowell hizo cuanto pudo para conseguir que los cuatro se reunieran, pero hasta aquel día se habían resistido a juntarse, con la misma decisión que imanes que se repelieran.
Ahora que estaban sentados en círculo, el mismo círculo en torno al cual se sentaron durante dos años y medio, sólo había una razón para que Lowell no sacudiera los hombros de los presentes, uno tras otro. Y esa razón estaba delicadamente agazapada en la butaca verde y soportando el peso de los folios de Dante: todos habían prometido no revelar su descubrimiento a George Washington Greene.
Allí estaba él, con los frágiles dedos desplegados para calentarse al fuego. Los otros conocían la delicada salud de Greene, y no podían abrumarlo con las noticias de violencia que conocían. Así, el anciano historiador y predicador retirado, lamentando en tono despreocupado su falta de tiempo para ordenar sus pensamientos, debido a que Longfellow distribuyó los cantos a última hora, demostró ser el único miembro animoso de aquella velada del miércoles.
A principios de semana, Longfellow envió recado a sus eruditos para que revisaran el canto vigesimosexto, donde Dante se encuentra con el alma llameante de Ulises, el héroe griego de la guerra de Troya. Este canto era uno de los favoritos del grupo, de modo que cabía la esperanza de que les infundiera un renovado vigor.
—Gracias a todos por venir —dijo Longfellow.
Holmes recordó el funeral que, retrospectivamente, había anunciado el comienzo de la traducción de Dante. Cuando se difundió la noticia de la muerte de Fanny, algunos brahmanes de Boston experimentaron un involuntario toque de placer —algo que ellos jamás reconocieron o admitieron, ni siquiera ante sí mismos— cuando al despertarse una mañana se enteraron de que la desgracia había visitado a alguien tan increíblemente bendecido por la vida. Longfellow parecía haber alcanzado el talento y el lujo sin el menor contratiempo. Si el doctor Holmes hubiera experimentado algo menos respetable que la completa y total angustia por la pérdida de Fanny en aquel terrible incendio, quizá habría sentido algo que cabría calificar de sorpresa o de emoción egoísta, y se habría atrevido a ayudar a Henry Wadsworth Longfellow en un momento en que necesitaba curación.
El club Dante devolvió la vida a un amigo. Y ahora, ahora, se habían cometido dos asesinatos usando como pretexto a Dante. Y cabía suponer que habría un tercero o un cuarto, mientras ellos permanecían sentados junto al fuego, con las pruebas de imprenta en la mano.
—Cómo podemos ignorar… —espetó James Russell atolondradamente, antes de reprimir sus pensamientos con una amarga mirada al distraído Greene, que escribía una anotación al margen de su prueba.
Longfellow leyó y expuso el canto de Ulises, sin detenerse para darse por enterado del interrumpido comentario. Su imborrable sonrisa revelaba tensión y aparecía borrosa, como si la hubiese tomado prestada de una reunión anterior.
Ulises se encontró en el infierno entre los malos consejeros, como una llama incorpórea, ondulando su extremo de acá para allá como una lengua que se agitaba. Algunos, en el infierno, se resistían a contar a Dante sus historias, y otros se mostraban impúdicamente dispuestos. Ulises estaba por encima de esas vanidades.
Ulises le cuenta a Dante que después de la guerra de Troya, siendo ya un soldado mayor, no regresó a Ítaca junto a su esposa y su familia. Convenció a los escasos supervivientes de su tripulación para continuar más allá de la línea que ningún mortal debía traspasar, a fin de burlar al destino y obtener conocimiento. Se produjo un torbellino y el mar los engulló.
Greene era el único que tenía mucho que decir sobre el tema. Estaba pensando en el poema de Tennyson basado en aquel episodio de Ulises. Sonrió tristemente y comentó:
—Creo que deberíamos considerar la inspiración que Dante aporta a la interpretación de esta escena por lord Tennyson. «Qué pesado es detenerse, llegar al final —prosiguió Greene, recitando donosamente a Tennyson de memoria—. ¡Enmohecerse sin lustre, no brillar por el desgaste! ¡La vida sería como respirar! Una vida sobrepuesta a otra vida aún sería pequeña cosa, y de una sola de esas vidas —hizo una pausa, con una visible neblina en los ojos— poco es lo que me queda». Dejemos que Tennyson sea nuestro guía, queridos amigos, pues en su aflicción vivió algo en común con Ulises; sintió el deseo de triunfar en el viaje final de la existencia.
Tras unas respuestas vehementes de Longfellow y Fields, el comentario del anciano Greene dio paso a sonoros ronquidos. Una vez hecha su contribución, se consumió. Lowell mantenía fuertemente agarradas sus pruebas y apretaba los labios como un escolar obstinado. Su frustración por la elegante charada iba en aumento, y su mal genio se manifestaba continuamente.
Cuando no pudo conseguir que alguien hablara, Longfellow dijo en tono de súplica:
—Lowell, ¿tiene usted algún comentario que hacer sobre este terceto?
Sobre uno de los espejos del estudio había una estatuilla de mármol blanco de Dante Alighieri. Los ojos huecos los miraban cruelmente. Lowell murmuró:
—¿No escribió el propio Dante que ninguna poesía puede ser traducida? Sin embargo, nosotros nos reunimos y asesinamos alegremente sus palabras.
—¡Por favor, Lowell! —dijo Fields suspirando, y a continuación se disculpó con la mirada ante Longfellow—. Hacemos lo que debemos —susurró el editor con voz ronca, en un tono lo bastante alto para reprender a Lowell pero sin despertar a Greene.
Lowell se inclinó ansiosamente.
—Necesitamos hacer algo… Necesitamos decidir…
Holmes abrió mucho sus vivaces ojos, los dirigió a Lowell y luego señaló a Greene o, con más precisión, a la velluda oreja de Greene. El anciano podía despertar en cualquier momento. Holmes agitó el dedo y se lo pasó por el largo cuello en señal de silencio sobre el tema.
—Y, en cualquier caso, ¿qué quiere usted que hagamos? —preguntó Holmes.
Quiso que eso sonara lo bastante ridículo para contrarrestar aquellas digresiones hechas en tono apagado. Pero la pregunta retórica se cernía sobre la habitación con la enormidad de la techumbre de una catedral.
—Desgraciadamente, no hay nada que hacer —murmuró ahora Holmes, tirándose del corbatín y tratando de recuperar su pregunta.
Sin éxito.
Holmes había dado paso a algo. Era el desafío que aguardaba ser planteado, el desafío que sólo podría evitarse hasta el momento en que se expresara en voz alta, cuando los cuatro hombres estuvieran respirando el mismo aire.
El rostro de Lowell enrojeció por efecto de una candente necesidad. Se quedó mirando la rítmica respiración de George Washington Greene y, simultáneamente, su mente se llenó con todos los sonidos de la reunión: el agradecimiento desesperado de Longfellow por su presencia; Greene recitando a Tennyson con voz cascada; los suspiros como resuellos de Holmes; las majestuosas palabras de Ulises, pronunciadas primero desde la cubierta de su predestinado navío y luego repetidas en el Infierno. Todo esto junto retumbaba en su cerebro y forjaba algo nuevo.
El doctor Holmes observó cómo Lowell abarcaba su frente con sus fuertes dedos. No supo qué indujo a Lowell a decir aquello el primero. Se sorprendió. Quizá esperaba que Lowell vociferase y gritase para animarlos; quizá esperaba eso como uno espera algo familiar. Pero Lowell tenía la exquisita sensibilidad de un gran poeta en tiempos de crisis. Empezó, pensativo, con un susurro, y las rígidas facciones de su rostro enrojecido se fueron relajando gradualmente.
—«Mis marineros, almas que os habéis afanado, que habéis trabajado, que habéis pensado conmigo…»
Era un verso del poema de Tennyson. Ulises animando a su tripulación a desafiar la condición de mortales.
Lowell se inclinó y, sonriendo, continuó con una seriedad que provenía en igual medida de su voz metálica y de las propias palabras.
…tú y yo somos viejos;
pero la edad avanzada tiene su honor y su afán.
La muerte lo clausura todo; pero algo queda antes del fin,
aún puede llevarse a cabo alguna empresa noble…
Holmes estaba aturdido, aunque no por el poder de las palabras, pues hacía tiempo que había confiado el poema de Tennyson a la memoria. Estaba abrumado por el significado inmediato que tenía para él. Sintió un temblor interior. No hubo recital: Lowell estaba hablándoles. Longfellow y Fields también mantenían la mirada fija, que reflejaba un extremo embeleso y temor, porque comprendían con gran claridad. Con una sonrisa mientras hablaba, Lowell se atrevió a encontrar la verdad que había tras los dos asesinatos.
Los rociones de lluvia, fría y aulladora, golpeaban las ventanas. Al principio parecían concentrarse en una sola, pero luego desplazaban su ataque en el sentido de las manecillas del reloj. Descargó un relámpago, se produjo la ancestral traza del trueno y siguió el estrépito de las contraventanas. Antes de que Holmes se diera cuenta, la voz de Lowell emergió por un momento, pero ya no siguió recitando.
Entonces habló Longfellow, reanudando el poema de Tennyson con el mismo susurro suplicante:
…los profundos
lamentos rondan con muchas voces. Venid, amigos míos,
no es demasiado tarde para ir en busca de un mundo nuevo…
Longfellow volvió la cabeza hacia su editor, con una mirada inquisitiva: ahora es su turno, Fields.
Fields agachó la cabeza ante la invitación. Su barba descansó sobre su levita abierta y se frotó contra la cadena del chaleco. Holmes sentía pánico de que Lowell y Longfellow se hubieran lanzado a la causa imposible, pero había esperanza. Fields era el ángel guardián de sus poetas y no los arrastraría de cabeza al peligro. Fields había permanecido libre de traumas en su vida personal; nunca trató de tener hijos, y así se ahorró la pena por niños que no vivían más allá de su primer o segundo cumpleaños, o de madres convertidas en cadáveres en las mismas camas donde daban a luz. Libre de compromisos domésticos, dedicó sus energías protectoras a sus autores. Una vez, Fields pasó una tarde entera discutiendo con Longfellow sobre un poema que narraba el naufragio del Hesperus. El debate hizo que Longfellow olvidara su planeada excursión en el barco de lujo de Cornelius Vanderbilt, que horas más tarde se incendió y se fue a pique. Del mismo modo, Holmes rezaba para que llegara el momento en que Fields decidiera prescindir de consideraciones y se abriera paso a codazos hasta que pasara el peligro.
El editor debía saber que ellos eran hombres de letras, no de acción (y que seguirían siéndolo en los años siguientes). Aquella locura era la que leían, la que versificaban para alimentar a una audiencia anhelante, a una humanidad en mangas de camisa, a unos guerreros que se lanzaban a batallas que nunca podrían ganar; ése era el material de la poesía.
Fields abrió la boca, pero luego vaciló, como alguien que trata de hablar en un sueño agitado pero no puede. De pronto pareció mareado. Holmes emitió un suspiro de simpatía, como telegrafiando su aprobación por la duda. Pero luego Fields, mirando con ceño fruncido primero a Longfellow y después a Lowell, se puso en pie de un salto y susurró un vibrante poema de Tennyson. Era una aceptación de lo que estaba por llegar:
…y a pesar
de que ahora no somos la fuerza que en días pasados
movía tierra y cielo, lo que somos, lo somos…
¿Somos lo bastante fuertes para esclarecer un asesinato?, se preguntaba el doctor Holmes. ¡Menudo disparate! Se habían producido asesinatos, algo horrendo, pero nada demostraba, pensó Holmes, recurriendo a su mente científica, que fuera a perpetrarse otro. Su relación con los hechos podía, para bien o para mal, ser fruto del azar. La mitad de él lamentaba incluso haber presenciado la autopsia en la facultad de Medicina, y la otra mitad deploraba haber comunicado su descubrimiento a sus amigos. Sin embargo, no podía dejar de formularse preguntas. ¿Qué haría Junior? El capitán Holmes. El doctor entendía la vida desde muchos puntos de vista y podía moverse fácilmente de uno a otro, colocarse bajo o alrededor de una situación dada. Junior, en cambio, poseía el don y el talento de la estricta decisión. Sólo quienes son estrictos pueden mostrarse verdaderamente audaces. Holmes cerró los ojos, apretándolos.
¿Qué haría Junior? Pensó en ello mientras evocaba la compañía a cuyo mando estuvo Wendell Junior, con su brillo azul y oro mientras abandonaba su campo de instrucción. «Buena suerte. Ojalá yo fuera lo bastante joven para combatir». Y así sucesivamente. Pero él no deseó eso. Había dado gracias al cielo por no ser ya joven.
Lowell se inclinó hacia Holmes y repitió las palabras de Fields con una paciente suavidad y un tono indulgente, raro en él, y forzado.
—«Lo que somos, lo somos…»
Lo que somos, lo somos: lo que elegimos ser. Esto calmó un poco a Holmes. Los tres amigos que lo esperaban se mostraron de acuerdo. Pero él podía marcharse con las manos en los bolsillos. Inhaló con una profunda respiración asmática, a la que siguió una no menos pronunciada exhalación de alivio. Pero en lugar de completar el movimiento, Holmes escogió. No reconoció su propia voz, una voz lo bastante serena como para pertenecer a la noble llama que habló a Dante. Se limitó a reconocer su razón por la decisión de sus palabras, las palabras de Tennyson, que cobraron vida:
—«… lo que somos, lo somos. / Un temple igual de corazones heroicos, / debilitados por el tiempo y el destino, pero con voluntad fuerte / para afanarse, para buscar, para encontrar —hizo una pausa— y para no ceder».
—Afanarse —murmuró Lowell meditada, metódicamente, estudiando uno tras otro los rostros de sus compañeros y deteniéndose en el de Holmes—. Buscar. Encontrar…
El reloj dio la hora y Greene se agitó, pero no hubo necesidad de comunicación: el club Dante había renacido.
—Oh, mil perdones, mi querido Longfellow —murmuró Greene, despertándose con las lentas campanadas del viejo reloj—. ¿Me he perdido algo?