VI

Después de asegurarse de que la puerta estaba bien cerrada, Holmes explicó en un apresurado discurso cómo, regresando a casa procedente del mercado, la idea se le había ocurrido como en un relámpago; y cómo había regresado corriendo a la facultad de Medicina, donde se encontró —¡gracias a Dios!— con que la policía se había marchado a la comisaría de Cambridge. Holmes envió un mensaje a casa de su hermano, donde se celebraba la partida de whist, a fin de que Fields acudiera a la casa Craigie cuanto antes.

El doctor agarró la mano de Lowell y la sacudió precipitadamente, más agradecido de que estuviera allí de lo que hubiese admitido.

—Estaba a punto de mandar por usted a Elmwood, querido Lowell —dijo Holmes.

—¿Le ha dicho algo a la policía, Holmes? —preguntó Longfellow.

—Por favor, Longfellow, vamos todos al estudio. Prométanme que todo cuanto les diga lo mantendrán en la más estricta confidencialidad.

Nadie puso objeciones. Resultaba insólito ver al pequeño doctor tan serio. Su papel de gracioso aristocrático había cristalizado hacía mucho tiempo, en gran parte para diversión de Boston y para incomodidad de Amelia Holmes.

—Hoy se ha descubierto un asesinato —anunció Holmes con un tenue susurro, como para probar si en la casa había oídos furtivos o para proteger su terrible historia de los atestados anaqueles de folios. Se apartó de la chimenea, sin duda temeroso de que la conversación pudiera subir tiro arriba—. Estaba yo en la facultad de Medicina —empezó al cabo—, adelantando algún trabajo, cuando llegó la policía solicitando una de nuestras aulas para una investigación. El cuerpo que trajeron estaba cubierto de suciedad, ¿comprenden?

Holmes hizo una pausa, no buscando un efecto retórico, sino para recobrar el aliento. A causa de la emoción había hecho caso omiso de los zumbidos de su asma.

—Holmes, ¿qué tiene eso que ver con nosotros? ¿Por qué me ha hecho abandonar a toda prisa la partida en casa de John? —preguntó Fields.

—¡Aguarden! —dijo Holmes con un brusco movimiento de la mano. Apartó el pan que le había encargado Amelia y sacó el pañuelo—. El cadáver, el hombre muerto, sus pies… ¡Que Dios nos ampare!

Los ojos de Longfellow se iluminaron con un brillante azul. Apenas había hablado, pero prestaba la mayor atención al comportamiento de Holmes. Le propuso amablemente:

—¿Un trago, Holmes?

—Sí, gracias —aceptó Holmes, secándose su frente sudorosa—. Les pido excusas. Me he apresurado a venir como una flecha; estaba demasiado intranquilo para tomar un coche de punto, demasiado impaciente y atemorizado para encontrarme con alguien al ir a tomarlo.

Longfellow se encaminó con paso tranquilo a la cocina. Holmes esperó a que le trajera la bebida y los otros dos esperaron a Holmes. Lowell sacudió la cabeza con gesto de seria conmiseración hacia el trastorno de su amigo. El anfitrión reapareció con un vaso de brandy con hielo, que era como lo prefería Holmes, quien se apresuró a cogerlo y apurarlo.

—Aunque una mujer tentó a un hombre a que comiera, mi querido Longfellow —dijo Holmes—, nunca se ha oído que Eva tuviera algo que ver con la bebida, de manera que ésta fue cosa sólo del hombre.

—Venga, Wendell, a lo nuestro —lo urgió Lowell.

—Muy bien. Yo lo vi. ¿Comprenden? Yo vi el cadáver de cerca, tan de cerca como estoy viendo a Jamey ahora mismo —precisó Holmes acercándose a la butaca de Lowell—. Ese cuerpo había sido quemado vivo, cabeza abajo, con los pies en el aire. Y las plantas de ambos pies, señores, estaban horriblemente quemadas. Estaban tostadas hasta quedar crujientes, algo que nunca… Bueno, algo que nunca olvidaré hasta que la naturaleza me mande a criar malvas.

—Mi querido Holmes —dijo Longfellow, pero Holmes ya no iba a detenerse, ni siquiera para ceder la palabra a Longfellow.

—Estaba sin ropa. No sé si la policía se la quitó… No, creo que lo encontraron así, por algunas cosas que dijeron. Vi su cara, ¿saben? —Holmes fue a tomarse otro trago pero sólo encontró un resto de bebida y agarró con los dientes un trozo de hielo.

—Era un reverendo —dijo Longfellow.

Holmes se volvió, con una expresión incrédula, y cascó el hielo con las muelas.

—Sí, exactamente.

—Longfellow, ¿cómo lo ha sabido? —preguntó Fields volviéndose a su vez, muy confuso de repente ante el relato, el cual seguía creyendo que no le concernía en absoluto—. Eso no ha podido publicarlo ningún periódico, y sólo Wendell fue testigo…

Y entonces Fields se dio cuenta de lo que había sabido Longfellow. También Lowell lo captó. Lowell se encaró con Holmes, como si fuera a pegarle.

—¿Cómo pudo usted saber que el cuerpo estaba cabeza abajo, Holmes? ¿Se lo dijo la policía?

—Bueno, no exactamente.

—Ha estado usted buscando una razón para detener la traducción a fin de no tener problemas con Harvard. Todo eso es una conjetura.

—Nadie puede negarme lo que vi —replicó Holmes con brusquedad—. La medicina es una materia que ninguno de ustedes ha estudiado. Yo he dedicado la mejor parte de mi vida en Europa y Norteamérica al estudio de mi profesión. Si usted o Longfellow empezaran a hablar de Cervantes, yo admitiría mi ignorancia; bueno, no, yo estoy adecuadamente informado sobre Cervantes, pero les escucharía a ustedes porque han dedicado tiempo a su estudio.

Fields se dio cuenta de lo nervioso que estaba Holmes.

—Lo entendemos, Wendell. Por favor, continúe.

Si Holmes no se hubiera detenido para respirar, se habría desmayado.

—Ese cadáver se colocó cabeza abajo, Lowell. Yo vi que los regueros de lágrimas y de sudor le habían corrido por la frente; escuche bien, por la frente arriba. La sangre se había concentrado en la cabeza. Entonces percibí el horror reflejado en el rostro, que reconocí como el del reverendo Elisha Talbot.

El nombre los sorprendió a todos. El viejo tirano de Cambridge puesto cabeza abajo, prisionero, cegado por la suciedad, incapaz de moverse excepto, tal vez, para agitar desesperadamente sus pies llameantes, al igual que los simoníacos de Dante, los clérigos que aceptaban dinero por abusar de sus títulos…

—Pero hay más, por si esto no les basta. —Holmes masticaba ahora el hielo con gran celeridad—. Un policía de la investigación dijo que lo encontraron en el cementerio de la Segunda Iglesia Unitarista, ¡o sea, de la iglesia de Talbot! El cuerpo estaba cubierto de suciedad de la cintura para arriba, pero no había ni una sola mota por debajo de la cintura. ¡Lo enterraron desnudo, cabeza abajo, con los pies al aire!

—¿Cuándo lo encontraron? ¿Quién estaba allí? —preguntó Lowell.

—¡Por Dios! —exclamó Holmes—. ¿Cómo podría saber yo esos detalles?

Longfellow observó la gruesa manecilla de su reloj, que emitía su tictac despreocupadamente, aproximándose con desgana a las once.

—La viuda de Healey anunció una recompensa en el periódico de la noche. El juez Healey no murió de muerte natural. Ella cree que también fue asesinado.

—¡Pero el de Talbot no es un simple asesinato, Longfellow! ¿Puedo decir lo que está claro como el agua? ¡Es Dante! ¡Alguien ha utilizado a Dante para matar a Talbot! —exclamó Holmes, con la frustración pintada en sus enrojecidas mejillas.

—¿Ha leído usted la última edición, mi querido Holmes? —preguntó Longfellow pacientemente.

—¡Desde luego! Bueno, creo que sí. —En efecto, había echado una rápida mirada al periódico en el vestíbulo de la facultad de Medicina, cuando se dirigía a preparar unos dibujos anatómicos para la clase del lunes—. ¿Qué decía?

Longfellow encontró el periódico. Fields lo tomó y leyó en voz alta, después de calarse un par de gafas cuadradas que sacó del bolsillo del chaleco:

—«Nuevas revelaciones relativas a la espantosa muerte del juez presidente Artemus S. Healey». Una típica errata de imprenta. El segundo nombre de Healey era Prescott.

—Por favor, Fields —dijo Longfellow—, pase de largo la primera columna. Lea cómo fue hallado el cadáver, en los prados que se extienden tras la casa de Healey, no lejos del río.

—«Ensangrentado…, totalmente despojado de su traje y de su ropa interior…, hallado hecho un tremendo hervidero de…»

—Continúe, Fields.

—¿De insectos?

Moscas, avispas, larvas, tales eran en concreto los insectos catalogados por el periódico. Y cerca, en los terrenos de Wide Oaks, se encontró una bandera que los Healey no lograban explicar. Lowell pretendió negar los pensamientos que habían cundido en la habitación con la lectura del periódico, y en lugar de eso recuperó su anterior postura, repantigado en la butaca, temblándole el labio inferior, como siempre sucedía cuando no se le ocurría qué decir.

Intercambiaron miradas inquisitivas, esperando que entre ellos hubiera uno que aventajara a los demás en perspicacia y fuera capaz de explicar todo aquello como una coincidencia, con un argumento bien fundamentado o con una ocurrencia inteligente que invalidara la conclusión de que el reverendo Talbot había sido asado con los simoníacos y el juez presidente Healey, arrojado entre los tibios. Cada detalle añadido confirmaba lo que ellos no podían negar.

—Todo encaja —dijo Holmes—. Todo encaja en el caso de Healey: el pecado de tibieza y el castigo. Durante demasiado tiempo se negó a aplicar la Ley de Esclavos Fugitivos. Pero ¿qué hay con Talbot? Nunca oí un solo rumor de que abusara del poder que le otorgaba el púlpito. ¡Ayúdame, Febo! —Holmes dio un salto cuando se percató del fusil apoyado en la pared—. Longfellow, ¿qué demonios hace eso ahí?

Lowell se sobresaltó al evocar el motivo que lo había llevado el primero a la casa Craigie.

—Verá, Wendell, Longfellow creyó que podía haber un ladrón acechando fuera. Hemos mandado al chico del encargado del campus a avisar a la policía.

—¿Un ladrón? —preguntó Holmes.

—Un fantasma —corrigió Longfellow sacudiendo la cabeza.

Fields golpeó la alfombra con movimiento nada gracioso del pie.

—¡Bien, muy oportuno! —Y volviéndose a Holmes—: Mi querido Wendell, usted será recordado como un buen ciudadano por esto. Cuando llegue el agente, le decimos que tenemos información sobre esos crímenes y le pedimos que regrese con el jefe de policía.

Fields había empleado su tono más autoritario, pero lo atenuó y dirigió una mirada a Longfellow demandando su respaldo.

Longfellow no se movió. Sus pétreos ojos azules miraban adelante, a los lomos ricamente decorados de sus libros. No estaba claro si había atendido a la conversación. Aquella mirada rara, remota, mientras permanecía sentado en silencio, paseando su mano por los mechones de su barba, cuando su invencible tranquilidad se enfriaba, cuando su cutis femenil parecía oscurecerse ligeramente, hizo sentirse incómodos a sus amigos.

—Sí —dijo Lowell, tratando de proyectar algún alivio colectivo a las palabras de Fields—. Desde luego que informaremos a la policía de nuestras suposiciones. Sin duda eso aportará información vital para aclarar esta confusión.

—¡No! —exclamó Holmes—. No, no debemos decírselo a nadie, Longfellow —dijo el doctor con tono de desesperación—. ¡Debemos mantener esto entre nosotros! ¡Todos los que estamos en esta habitación hemos de mantener el asunto en secreto, como prometimos, aunque el cielo se hunda!

—¡Vamos, Wendell! —Lowell se inclinó hacia el menudo doctor—. ¡No es cuestión de actuar como si no pasara nada! ¡Han sido asesinados dos hombres, dos hombres de nuestra clase!

—Sí, ¿y quiénes somos nosotros para meternos en este horrendo asunto? —se lamentó Holmes—. ¡La policía está investigando, seguro, y encontrará al responsable sin nuestra intervención!

—¡Que quiénes somos nosotros para meternos! —remedó Lowell—. ¡No hay posibilidad de que a la policía se le ocurra eso, Wendell! ¡Debe de estar dando palos de ciego mientras nosotros permanecemos aquí sentados!

—¿Preferiría usted que dieran palos a nuestros disparatados cuentos, Lowell? ¿Qué sabemos nosotros de asesinatos?

—Entonces, ¿por qué viene usted a inquietarnos con eso, Wendell?

—¡Porque debemos protegernos! Les he hecho un favor —dijo Holmes—. ¡Esto puede ponernos en peligro!

—Jamey, Wendell, por favor… —terció Fields.

—Si van ustedes a la policía no cuenten conmigo —añadió Holmes alzando la voz, mientras tomaba asiento—. Háganlo, pero me opongo por principio y dejo bien clara mi negativa.

—Observen, caballeros —dijo Lowell con un elocuente ademán que señalaba a Holmes—. El doctor Holmes adopta su postura habitual cuando el mundo lo necesita: se sienta sobre sus posaderas.

Holmes paseó la mirada por la habitación, esperando que alguien hablara en su favor, y luego se hundió más en su butaca, removiendo suavemente su cadena de oro de la que pendía su llave Phi Beta Kappa, y comparando la hora de su reloj de bolsillo con el reloj de caoba de Longfellow, casi seguro de que en cualquier momento todos los relojes de Cambridge iban a pararse.

Lowell extremó sus dotes de persuasión cuando habló en tono suave pero seguro, volviéndose hacia Longfellow:

—Mi querido Longfellow, cuando llegue el agente de policía deberíamos tener preparada una nota dirigida a su jefe, explicando lo que creemos haber descubierto aquí esta noche. Luego, podemos olvidarnos de ello, tal como desea nuestro querido doctor Holmes.

—Voy a empezar —decidió Fields, dirigiéndose al cajón donde Longfellow guardaba el material de escritorio.

Holmes y Lowell reemprendieron su discusión. Longfellow respiraba con pequeños suspiros. Fields se detuvo con la mano en el cajón. Holmes y Lowell callaron.

—Por favor, no demos un salto a ciegas. Primero escúchenme —dijo Longfellow—. ¿Quién está enterado de esos crímenes en Boston y, Cambridge?

—Bien, ésa es la cuestión —replicó Lowell, a quien atemorizaba mostrarse ineducado con el único hombre, después de su difunto padre, al que veneraba—. ¡Todos en esta bendita ciudad, Longfellow! Uno aparece en primera plana de todos los periódicos. —Señaló los titulares con la muerte de Healey—. Y le seguirá el crimen de Talbot antes de que cante el gallo. ¡Un juez y un predicador! ¡Mantener al público alejado de eso sería tanto como privarlo del bistec y la cerveza!

—Muy bien. ¿Y quién más en la ciudad tiene conocimiento de Dante? ¿Quién más sabe que le piante erano a tutti accese intrambe? ¿Cuántos de los que pasean por las calles Washington y School, mirando las tiendas o deteniéndose en Jordan y Marsh para ver la última moda de sombreros, piensan que rigavan lor di sangue il volto, che, mischiato di lagrime, y se imaginan el espanto de esos fastidiosi vermi, esos enojosos gusanos?

»Díganme quién en nuestra ciudad, no, en Norteamérica hoy día, conoce las palabras de Dante en su obra, en cada canto, en cada terceto. ¿Saben lo suficiente para empezar a pensar en cómo convertir los detalles de los castigos del Inferno de Dante en modelos de asesinato?

En el estudio de Longfellow, el más apreciado de Nueva Inglaterra por los amantes de la conversación, se hizo un misterioso silencio. Nadie en la estancia pensó en responder a la pregunta, porque la estancia misma era la respuesta: Henry Wadsworth Longfellow, el profesor James Russell Lowell, el profesor doctor Oliver Wendell Holmes, James Thomas Fields y un reducido número de amigos y colegas.

—¡Santo Dios! —exclamó Fields—. Sólo un puñado de personas sería capaz de leer italiano, por no hablar del italiano de Dante, e incluso, entre los que pudieran sacar algo en limpio con la ayuda de libros de gramática y diccionarios, ¡la mayoría nunca ha tenido en las manos un ejemplar de las obras de Dante! —Fields debía saberlo. El negocio del editor consistía en conocer los hábitos de lectura de cada literato y erudito de Nueva Inglaterra y de los que, fuera, contaran para algo—. Ni lo tendrá —continuó— mientras no se publique en Norteamérica una completa traducción de Dante…

—¿Como ésta en la que estamos trabajando? —Longfellow tomó las pruebas del canto decimosexto—. Si desvelamos a la policía la precisión con que esos asesinos se han inspirado en Dante y han actuado, ¿a quién podría señalar con suficiente conocimiento para cometer los crímenes?

»No sólo seremos los primeros sospechosos —concluyó Longfellow—. Seremos los principales sospechosos.

—Vamos, mi querido Longfellow —replicó Fields con una risa desesperadamente seria—. Señores, no nos dejemos llevar por las emociones. Miren a su alrededor en esta habitación: profesores, representantes de las fuerzas vivas, poetas, huéspedes frecuentes de senadores y dignatarios, hombres de libros… ¿Quién pensaría realmente que estamos implicados en un asesinato? He hinchado un poco nuestra relevancia para recordarnos que somos hombres de elevada posición en Boston, ¡hombres de la alta sociedad!

—Como el profesor Webster. El patíbulo nos enseña que ninguna ley impide que a un hombre de Harvard lo cuelguen —respondió Longfellow.

El doctor Holmes se puso blanco. Aunque se sintió aliviado porque Longfellow se colocara de su lado, el último comentario lo afectó.

—Yo llevaba pocos años en mi puesto en la facultad de Medicina —dijo Holmes, dirigiendo hacia delante una mirada vidriosa—. En principio, cada uno de los profesores y el claustro en su conjunto eran sospechosos, incluso un poeta como yo. —Holmes trató de reír, pero sólo exteriorizó su amargura—. Me incluyeron en la lista de posibles agresores. Fueron a casa a interrogarme. Wendell Junior y la pequeña Amelia eran unos niños y Neddie, apenas un bebé. Fue el peor susto de mi vida.

Longfellow dijo en tono tranquilo:

—Mis queridos amigos, les rogaría que estuvieran de acuerdo, si pueden, en este punto: aunque la policía quisiera confiar en nosotros, aunque efectivamente confiara y nos creyera, estaríamos bajo sospecha hasta que se capturara al asesino. Y entonces, incluso con el criminal detenido, Dante quedaría manchado de sangre aun antes de que los norteamericanos conocieran sus palabras, y ello en una época en que nuestro país ya no puede soportar más muerte. El doctor Manning y la corporación ya desean sepultar a Dante para preservar su currículo, y eso representaría enterrarlo en un sarcófago de hierro. A Dante le aguardaría en Norteamérica la misma suerte que corrió en Florencia y para los próximos mil años. Holmes tiene razón: no se lo diremos a nadie.

Fields se volvió sorprendido a Longfellow.

—Hemos hecho voto, bajo este mismo techo, de proteger a Dante —dijo Lowell pausadamente, a la vista del rostro tenso del editor.

—¡Asegurémonos de que nos protegemos a nosotros primero, y a nuestra ciudad, o a Dante no le quedará nadie! —dijo Fields.

—Protegernos a nosotros y a Dante es ahora una sola y misma cosa, mi querido Fields —afirmó Holmes con sentido práctico, tentado por la vaga sensación de que había tenido razón a lo largo de toda la disputa—. Una y la misma. No seríamos nosotros los únicos en ser vituperados si todo esto llegara a saberse, sino también los católicos, los inmigrantes…

Fields sabía que sus poetas estaban en lo cierto. Si acudían ahora a la policía, su posición estaría en el limbo, si no en peligro real.

—Que el cielo nos ayude. Sería nuestra ruina.

Suspiró. Fields no estaba pensando en la ley. En Boston, la reputación y el rumor podían acabar con un caballero de manera más eficaz que el verdugo. Por muy queridos que fueran sus poetas, el público siempre abrigaba un insano prurito de celos contra las celebridades. Las noticias de la más ligera asociación con aquella muerte escandalosa se extenderían con más rapidez que si las transmitiera el telégrafo. A Fields le hubiera desagradado ver unas reputaciones inmaculadas afanosamente arrastradas por el fango de las calles, basándose en meras habladurías.

—Ya deben de estar al llegar —dijo Longfellow—. ¿Recuerdan ustedes esto? —Sacó una hoja de papel del cajón—. ¿Y si le echamos un vistazo ahora? Creo que se revelará por sí mismo.

Longfellow aplanó el papel del patrullero Rey con la palma de la mano. Los eruditos se inclinaron sobre la hoja para examinar la trascripción garabateada. La luz del hogar hizo brillar líneas carmesí en los atónitos rostros.

Rey había escrito: «Deenan see amno atesennone turnay eeotur nodur lasheeato nay». Estas palabras les llegaron desde la sombra bajo la barba leonina de Longfellow.

—Es el segundo verso de un terceto —murmuró Lowell—. ¡Sí! ¿Cómo nos pudo pasar por alto?

Fields se hizo con el papel. El editor no estaba dispuesto a admitir que no conseguía verlo: su cabeza estaba demasiado afectada por todo lo sucedido para desenvolverse con su italiano. El papel se agitó en la mano de Fields. Delicadamente, lo devolvió a la mesa y apartó de él sus dedos.

—«Dinanzi a me non fuor cose create se non etterne, e io etterno duro, lasciate ogne» —recitó Lowell a Fields—. Es de la inscripción sobre la puerta del infierno, ¡es precisamente un fragmento de ella! «Lasciate ogne speranza, voi ch'intrate».

Lowell cerró los ojos mientras traducía:

Antes que yo no hubo cosas creadas

sino eternas, y yo duraré eternamente.

Abandonad toda esperanza los que entráis.

También el mendigo vio este signo aparecer ante él en la comisaría central de policía. Había visto a los tibios: Ignavi. Indefensos, golpeaban el aire y luego golpeaban sus propios cuerpos. Las avispas y las moscas revoloteaban en torno a sus formas blancas y desnudas. Grandes larvas se deslizaban desde los pútridos huecos de sus dentaduras, amontonándose abajo, succionando su sangre mezclada con la sal de sus lágrimas. Las almas seguían un estandarte blanco que las encabezaba como símbolo de sus anodinos senderos. El hombre que se había tirado sintió su propia piel bullente de moscas, aleteando de acá para allá con trocitos de piel mordisqueada, y él tenía que escapar…, al menos intentarlo.

Longfellow encontró su prueba con la traducción corregida del canto tercero, y la depositó en la mesa para efectuar la comparación.

—¡Santo cielo! —exclamó Holmes jadeando, y agarrando a Longfellow por la manga—. Ese oficial mulato asistió a la autopsia del reverendo Talbot. ¡Y se nos presentó con esto tras la muerte del juez Healey! ¡Ya debe de saber algo!

Longfellow sacudió la cabeza.

—Recuerden que Lowell es profesor de la cátedra Smith del colegio. El patrullero quería identificar una lengua desconocida que, en ese momento, todos estuvimos demasiado ciegos para descifrar. Algunos estudiantes lo encaminaron a Elmwood la noche de nuestra sesión del club Dante, y Mabel lo envió aquí. No hay razón para creer que sabe algo de la naturaleza dantesca de estos crímenes, o que tiene noticias de nuestro proyecto de traducción.

—¿Y cómo hemos podido no darnos cuenta antes? —preguntó Holmes—. Greene pensó que esto podía ser italiano, y no le hicimos caso.

—¡Gracias al cielo —exclamó Fields—, porque la policía se nos hubiera echado encima allí mismo!

Holmes continuó, con renovado pánico:

—Pero ¿quién habría recitado la inscripción de la puerta al patrullero? Eso no puede ser una mera coincidencia. ¡Debe tener algo que ver con esos asesinatos!

—Sospecho que tiene razón —dijo Longfellow asintiendo con calma.

—¿Quién pudo haber dicho eso? —insistía Holmes, volviendo el trozo de papel una y otra vez en su mano—. Esa inscripción… —continuó—. La puerta del infierno, eso viene en el canto tercero, ¡el mismo canto en el que Dante y Virgilio caminan entre los tibios! ¡El modelo para el asesinato del juez presidente Healey!

Se multiplicaron las pisadas en el sendero de acceso a la casa Craigie, y Longfellow abrió la puerta al hijo del encargado del campus, que entró corriendo, rechinándole sus dientes salidos. Al mirar hacia el escalón de entrada, Longfellow se encontró frente a frente con Nicholas Rey.

—Me ha pedido que lo trajera, señor Longfellow —relinchó Karl al advertir la sorpresa de Longfellow, y luego miró a Rey con una mueca triste.

—Estaba en la comisaría de Cambridge —dijo Rey— ocupado en otro asunto, cuando este chico llegó para informarme de su preocupación. Otro agente está inspeccionando el exterior.

Rey casi pudo oír el pesado silencio que se hizo en el estudio al sonido de su voz.

—¿Quiere pasar, patrullero Rey? —Longfellow no supo qué más decir, y le explicó la causa de su alarma.

Nicholas Rey estaba de nuevo entre la profusión de imágenes de George Washington en el vestíbulo. Con la mano en el bolsillo del pantalón, manoseaba los trocitos de papel desparramados en la bóveda subterránea, húmedos aún de la arcilla empapada de la cripta. Algún fragmento de papel tenía una o dos letras escritas; otros estaban tan manchados que su contenido era irreconocible.

Rey entró en el estudio y pasó revista a los tres caballeros: Lowell, con sus bigotes como colmillos de morsa, se envolvía con el abrigo encima de su batín y de unos pantalones de tartán; y los otros dos llevaban los cuellos flojos y los corbatines enmarañados. Un fusil de dos cañones estaba apoyado en la pared, y un pan aguardaba en la mesa.

Rey posó los ojos en el hombre agitado, de fisonomía aniñada, el único que no se escudaba tras una barba.

—El doctor Holmes nos ayudó en una autopsia esta tarde, en la facultad de Medicina —explicó Rey a Longfellow—. De hecho, es ese mismo asunto el que me trae ahora a Cambridge. Gracias otra vez, doctor, por su ayuda en el caso.

El doctor se puso en pie de un salto e hizo una tambaleante inclinación, doblándose por la cintura.

—De nada, señor. Y si alguna vez necesita usted más ayuda, avíseme sin dudarlo. —Lo dijo torpemente, con tono de humildad, y luego tendió a Rey su tarjeta, olvidando por un momento que no había prestado ayuda alguna. Pero Holmes estaba demasiado nervioso para hablar con sensatez—. Quizá eso que suena como a inútil latín, prognosis, pudiera ayudar modestamente a atrapar a ese asesino que merodea por la ciudad.

Rey permaneció quieto y asintió apreciativamente.

El hijo del encargado del campus tomó a Longfellow por el brazo y se lo llevó aparte.

—Lo siento, señor Longfellow —dijo el muchacho—. No creí que fuera policía porque no lleva uniforme, sino una chaqueta corriente. Pero el otro oficial de allí me dijo que los concejales le hacen ir de paisano para que nadie se sienta molesto porque es un poli negro y le pegue.

Longfellow despidió a Karl con la promesa de unos dulces otro día.

En el estudio, Holmes, basculando de un pie a otro como si pisara ascuas, impedía que Rey viera la mesa del centro. Aquí, un periódico con los titulares del asesinato de Healey; allá, al lado, la traducción inglesa de Longfellow del canto tercero, el modelo de aquel crimen; y entre ambos, el trozo de papel con la nota de Nicholas Rey: «Deenan see amno atesennone turnay eeotur nodur lasheeato nay».

Detrás de Rey, Longfellow traspuso el umbral del estudio. Rey notó su respiración entrecortada. Advirtió que Lowell y Fields miraban de forma extraña la mesa que había detrás de Holmes.

Rápidamente, con un movimiento casi imperceptible, el doctor Holmes alargó el brazo y agarró la nota del oficial.

—Oh, agente —dijo el doctor—. ¿Le devolvemos la nota?

Rey creyó ver un súbito rayo de esperanza, y preguntó tranquilamente:

—¿Han podido ustedes…?

—Sí, sí —dijo Holmes—. Pero sólo en parte. Hemos buscado los sonidos de todas las lenguas en los libros, mi querido agente, y me temo que nuestra conclusión más probable es que se trata de inglés chapurreado. —Holmes tomó aliento y con mirada grave recitó—: «See no one tour, nay, O turn no doorlatch out today». Más bien shakespeariano y algo disparatado, ¿no cree usted?

Rey miró a Longfellow, que parecía tan sorprendido como él.

—Bien, le agradezco que se acordara, doctor Holmes —dijo Rey—. Sólo me queda desearles buenas noches, caballeros.

Todos se congregaron en la entrada mientras Rey se desvanecía en el sendero de acceso.

—¿Turn no doorlatch? —preguntó Lowell.

—¡Tenía que alejarlo de cualquier sospecha, Lowell! —exclamó Holmes—. Usted podía haber adoptado una actitud más convencida. Una buena regla para el actor que maneja marionetas es no dejar que el público le vea las piernas.

—Fue una buena ocurrencia, Wendell —dijo Fields palmeando calurosamente el hombro de Holmes.

Longfellow fue a hablar pero no pudo. Entró en el estudio y cerró la puerta, dejando a sus amigos, cohibidos, en el vestíbulo.

—Longfellow, querido Longfellow —lo llamó Fields, golpeando suavemente la puerta.

Lowell tomó del brazo a su editor y sacudió la cabeza. Holmes se dio cuenta de que tenía algo en la mano y se lo tendió a los demás. Era la nota de Rey.

—Miren. El patrullero Rey olvidó esto.

Pero ya no la miraban. Era la fría piedra grabada con letras oscuras en lo alto de las puertas abiertas del infierno, donde Dante se detuvo lleno de dudas y Virgilio lo empujó para proseguir.

Lowell, airado, arrugó el papel y arrojó las mutiladas palabras de Dante a la llama de la lámpara del vestíbulo.