III

Como primer punto del orden del día en una reunión del club Dante, el anfitrión revisaba las pruebas de la sesión de la semana anterior.

—Buen trabajo, mi querido Longfellow —dijo el doctor Holmes.

Estaba satisfecho siempre que una de las correcciones que había sugerido resultaba aprobada, y dos del miércoles anterior se habían impuesto en las pruebas finales de Longfellow. Holmes dirigió su atención a los cantos de aquella noche. Había puesto un cuidado especial en su preparación, porque hoy debía convencerlos de que él había acudido allí para proteger a Dante.

—En el séptimo círculo —dijo Longfellow—, Dante nos dice cómo él y Virgilio van a parar a una selva oscura.

En cada región del infierno, Dante seguía a su adorado guía, el poeta romano Virgilio. A lo largo del camino, supo del sino de cada grupo de pecadores, escogiendo a uno o dos para dirigirse al mundo de los vivos.

—La selva perdida que ha ocupado las pesadillas de todos los lectores de Dante en un momento u otro —dictaminó Lowell—. Dante escribe como Rembrandt, con un pincel mojado en la oscuridad y con un brillo de fuego infernal como luz.

Lowell, según su costumbre, tenía cada pulgada de Dante en la punta de la lengua; vivía la poesía de Dante en cuerpo y alma. Holmes, en una de las pocas ocasiones en su vida, envidiaba el talento de otra persona.

Longfellow leyó su traducción. Su voz, mientras leía, sonaba honda y veraz, sin aspereza, como el rumor del agua fluyendo bajo una capa de nieve reciente. George Washington Greene parecía particularmente adormecido, pues el erudito, en su espacioso sillón verde del rincón, se deslizaba hacia el sueño en medio de las suaves entonaciones del poeta y del calor benigno del fuego. Trap, el pequeño terrier, que se había enroscado sobre su rechoncho estómago bajo el asiento de Greene, también dormitaba, y sus ronquidos, como en un arreglo para dúo, sonaban como el gruñido del contrabajo en una sinfonía de Beethoven.

En el canto que se estaba tratando, Dante se encontró en el Bosque de los Suicidas, donde las «sombras» de los pecadores habían sido convertidas en árboles, manando sangre en lugar de savia. Luego llegó un castigo más: arpías bestiales, con rostros y cuello de mujer y cuerpo de ave, pies con garras y vientres prominentes, se abrían paso quebrando la maleza, comiéndose y desgarrando por el camino cada uno de los árboles. Pero, junto con el gran sufrimiento, los desgarros y las lágrimas de los árboles aportaban a las sombras el único desahogo para exteriorizar su dolor, para contar sus historias a Dante.

—La sangre y las palabras deben brotar a la vez.

Así habló Longfellow. Después de dos cantos de castigos de los que Dante era testigo, a los libros se les pusieron puntos de lectura y se guardaron, los papeles se mezclaron y se intercambiaron muestras de admiración. Longfellow dijo:

—La clase ha terminado. Sólo son las nueve y media y merecemos algún refrigerio por nuestro trabajo.

—¿Saben? —intervino Holmes—. El otro día estaba pensando en la obra de nuestro Dante bajo una nueva luz.

Peter, el criado de Longfellow, llamó a la puerta y entregó un mensaje a Lowell con un susurro indeciso.

—¿Que alguien quiere verme? —protestó Lowell, interrumpiendo a Holmes—. ¿Quién viene a buscarme aquí? —Cuando Peter balbució una vaga respuesta, Lowell dio voces atronadoras para que todos en la casa lo oyeran—: ¿Quién diablos osa presentarse la noche en que se reúne nuestro club?

Peter se inclinó y se acercó más.

—Señor Lowell, dice que es policía.

En el vestíbulo principal, el patrullero Nicholas Rey se sacudió la nieve de las botas, y luego se quedó helado ante la profusión de esculturas y pinturas de George Washington que tenía Longfellow. La casa había servido de cuartel a Washington en los primeros días de la Revolución norteamericana.

Peter, el sirviente negro, irguió la cabeza dubitativamente cuando Rey le mostró la placa. A Rey se le dijo que las reuniones de los miércoles del señor Longfellow no podían ser perturbadas y que, policía o no, debería aguardar en la sala. La habitación a la que fue conducido estaba envuelta en una decoración intangiblemente ligera: paredes empapeladas con dibujos de flores y cortinas colgadas de bulbos góticos. Un busto de mármol crema de una mujer estaba enmarcado por un arco junto a la chimenea, con rizos de pétreo cabello cayendo graciosamente sobre unas formas suavemente cinceladas.

Rey permanecía de pie cuando dos hombres entraron en la estancia. Uno tenía una barba fluvial y una dignidad que le hacía aparecer muy alto, aunque era de estatura media. Su compañero era robusto, de porte resuelto, con un bigote como unos colmillos de morsa que se proyectaban adelante como para presentarse ellos primero. Se trataba de James Russell Lowell, el cual se detuvo un momento, como para establecer una distancia, y luego avanzó apresuradamente. Se echó a reír con la afectación de quien sabe de antemano cuál es la situación.

—Longfellow, ¡a que no sabe! Me he enterado de todo acerca de este mozo leyéndolo en el periódico de los hombres libres. Fue un héroe del regimiento de los negros, el Cincuenta y Cuatro, y Andrew lo admitió en el departamento de policía la semana de la muerte del presidente Lincoln. ¡Es un honor conocerlo, amigo!

—El regimiento Cincuenta y Cinco, profesor Lowell, el regimiento «de las dos hermanas». Gracias —dijo Rey—. Profesor Longfellow, le pido excusas por privarlo de su compañía.

—Acabábamos de terminar la parte seria, agente —replicó Longfellow sonriendo—, y el señor hará muy bien lo que tenga que hacer.

Su cabello plateado y su suelta barba le conferían un aspecto patriarcal, propio de alguien mayor de cincuenta y ocho años. Los ojos eran azules y sin edad. Longfellow vestía una impecable levita oscura, con botones dorados y un chaleco de ante ajustado.

—Yo me despojé de mi toga profesoral hace años, y el profesor Lowell ha ocupado mi lugar.

—Yo aún no me he acostumbrado a ese detestable título —murmuró Lowell.

Rey se volvió hacia él.

—En su casa, una joven dama me ha encaminado amablemente hasta aquí. Dijo que un miércoles por la noche no se le podría encontrar en ningún otro lugar.

—¡Ah, ha debido de ser Mabel! —comentó Lowell riendo—. Al menos no lo echó de casa, ¿verdad?

Rey rió también.

—Es una dama joven realmente encantadora, señor. Me enviaron aquí, profesor, desde el edificio principal de la universidad.

Lowell pareció sorprendido.

—¿Qué? —murmuró. Luego explotó, sus mejillas y sus orejas adquirieron un color de vino de Borgoña y su voz pareció abrasarle la garganta—. ¡Que me han mandado a un agente de policía! ¿Con qué posible justificación? ¿No son hombres capaces de hablar por su cuenta, sin mover los hilos de alguna marioneta municipal? ¡Explíquese, señor!

Rey permaneció tan inmóvil como la estatua de mármol de la esposa de Longfellow situada junto a la chimenea.

Longfellow colgó una mano de la manga de su amigo.

—Ya ve, agente, que el profesor Lowell es tan amable que, junto con algunos de nuestros colegas, me ayuda en un empeño literario que en el momento presente no cuenta con el favor de ciertos miembros de la junta de gobierno de la universidad. Pero se debe a que…

—Lo lamento —dijo el policía, dejando que su mirada recayera en el hombre que había hablado anteriormente, cuyo rubor había desaparecido de su rostro de manera tan súbita como apareció—. Fui al edificio principal de la universidad directamente. Ando buscando a un experto en lenguas, ¿sabe?, y allí algunos estudiantes me han dado su nombre.

—En ese caso, agente, acepte mis excusas —dijo Lowell—, pero ha tenido usted suerte y me ha encontrado. Sé hablar seis idiomas como un nativo… de Cambridge.

El poeta se echó a reír y depositó el papel que le entregó Rey en el escritorio de Longfellow, de marquetería de palisandro. Rey vio fruncirse en pliegues la despejada frente de Lowell.

—Un caballero me dijo ciertas palabras. Las pronunció en voz baja, fuera lo que fuese lo que pretendía comunicar, y además todo ocurrió de repente. Sólo puedo concluir que era alguna lengua rara y extranjera.

—¿Cuándo? —preguntó Lowell.

—Hace unas semanas. Fue un encuentro extraño e inesperado. —Rey entornó los ojos. Evocó la prolongada presión del hombre que susurraba sobre su cráneo. Podía oír formarse las palabras de manera muy clara, pero no era capaz de repetir ninguna de ellas—. Me temo que sólo se trata de una trascripción aproximada, profesor.

—¡Desde luego, menudo galimatías! —dijo Lowell pasando el papel a Longfellow—. No podrá sacarse gran cosa de este jeroglífico. ¿No puede usted preguntarle a esa persona qué quiso decir? O al menos averiguar en qué lengua pretendía hablar.

Rey dudó antes de contestar. Longfellow dijo:

—Agente, tenemos un gabinete de eruditos hambrientos ahí dentro, cuya sabiduría podría ser sobornada con ostras y macarrones. ¿Sería tan amable de dejarnos una copia de este papel?

—Le quedo muy reconocido, señor Longfellow —dijo Rey. Estudió a los poetas antes de añadir—: Debo pedirles que no mencionen a nadie mi visita de hoy. Tiene relación con un caso policial delicado.

Lowell levantó las cejas, escéptico.

—No faltaba más —aseguró Longfellow, e inclinó la cabeza en una señal que daba a entender que la confianza era algo inherente a la casa Craigie.

—Aleje usted esta noche de la mesa al buen ahijado de Cerbero, querido Longfellow.

Fields se introducía la punta de una servilleta en el cuello de la camisa. Ocupaban sus sitios en torno a la mesa del comedor. Trap protestó con un quejido ahogado.

—Oh, es muy amigo de los poetas, Fields —objetó Longfellow.

—¡Ah! Tenía que haberlo visto la semana pasada, señor Greene —dijo Fields—. Cuando usted guardaba cama, este amigable compañero se hizo con una perdiz que estaba en la mesa de la cena, mientras nosotros, en el estudio, nos ocupábamos del canto undécimo.

—Eso fue resultado de su visión de la Divina Commedia —explicó Longfellow sonriendo.

—Un extraño encuentro —observó Holmes, vagamente interesado—. ¿Qué dijo de esto el agente de policía?

Estaba estudiando la nota del agente, sosteniéndola bajo la cálida luz del candelabro y dándole vueltas antes de pasársela a otro. Lowell asintió.

—Al igual que Nimrod, todo cuanto nuestro patrullero Rey oyó es como la infancia gigantesca del mundo.

—Quisiera decir que el escrito es una pobre tentativa de emplear el italiano.

George Washington Greene se encogió de hombros como excusándose, y entregó la nota a Fields con un hondo suspiro.

El historiador volvió a concentrarse en la comida. Se mostraba cohibido cuando tenía que competir con las estrellas brillantes que habitaban la constelación social de Longfellow. El club Dante había incorporado sus libros a sus anaqueles y, en contrapartida, lo hacía objeto de chanzas durante las cenas. La vida de Greene había estado pavimentada de escasas promesas y grandes reveses. Sus conferencias públicas nunca tuvieron la consistencia suficiente como para asegurarle una plaza de profesor, y su trabajo como ministro jamás quedó lo bastante definido como para ganarse una parroquia propia (sus detractores afirmaban que sus conferencias se parecían demasiado a sermones y que sus sermones contenían un exceso de historia). Longfellow observaba a su viejo amigo confiadamente, y pasó a través de la mesa los bocados escogidos que creyó que Greene preferiría.

—El patrullero Rey —dijo Lowell con admiración—. La imagen de un hombre de verdad, ¿eh, Longfellow? Soldado en la mayor de nuestras guerras y ahora el primer miembro de color de la policía. Ah, nosotros, los profesores, nos limitamos a permanecer en el portalón observando a los pocos que se embarcan en el vapor.

—Oh, pero viviremos mucho más a través de nuestras pesquisas intelectuales —dijo Holmes—, según un artículo del último número de The Atlantic acerca de los saludables efectos de la erudición sobre la longevidad. Felicidades por otro estupendo número, mi querido Fields.

—¡Sí, ya lo vi! Un excelente trabajo. Cuide a ese joven autor, Fields —dijo Lowell.

—Hummm. —Fields sonrió al oír estas palabras—. Al parecer debería consultarle a usted antes de permitir que un autor ponga la pluma sobre el papel. Ciertamente, The Review se apresuró a acabar con nuestra Vida de Percival. ¡Un extraño podría muy bien preguntarse por qué no me muestra usted la mínima consideración!

—Fields, yo no lisonjeo a nadie por sentimentalismo —declaró Lowell—. Usted sabe muy bien que conviene publicar un libro que es pobre en sí pero que está en el camino de un trabajo mejor sobre el tema.

—Pregunto a los presentes si es justo que Lowell publique en The North American Review, una de mis revistas, un ataque contra un libro de mi casa.

—Bueno, pues yo, a mi vez, pregunto si alguien de los presentes ha leído el libro y está dispuesto a discutir mis conclusiones —replicó Lowell.

—Me arriesgaría a contestar con un resonante no en nombre de todos los que están a la mesa —admitió Fields—, pero yo les aseguro que desde el día en que apareció el artículo de Lowell ¡no se ha vendido un solo ejemplar del libro!

Holmes golpeó el vaso con el tenedor.

—Aquí mismo formulo una acusación contra Lowell por asesinato, pues ha matado irremisiblemente la Vida.

Todos rieron.

—Oh, lo que murió fue un nonato, juez Holmes —replicó el defensor—; ¡yo me limité a clavar los clavos de su ataúd!

—Díganme —intervino Greene, que trató de conferir a su voz un tono despreocupado, volviendo a su tema preferido—. ¿Alguien ha advertido un carácter dantesco en los días y fechas de este año?

—Corresponden exactamente a los del dantesco 1300 —respondió Longfellow asintiendo—. En ambos años Viernes Santo cayó el veinticinco de marzo.

—¡Gloria! —exclamó Lowell—. Este año hace quinientos sesenta y cinco que Dante descendió a la città dolente, a la ciudad doliente. ¿No había de ser éste el año de una traducción, aunque sea mala? —preguntó con una sonrisa infantil.

Pero su comentario le recordó la persistencia de la corporación de Harvard, y su amplia sonrisa se marchitó. Longfellow dijo:

—Mañana, con nuestros últimos cantos del Inferno en la mano, descenderemos entre los diablos de la imprenta[2] (los Malebranches de Riverside Press) y nos aproximaremos, arrastrándonos, al final. He prometido enviar una edición limitada del Inferno a la Comisión Florentina a fines de año, para que se sume, humildemente, por supuesto, a la conmemoración del sexto centenario del nacimiento de Dante.

—Ustedes saben, mis queridos amigos —dijo Lowell frunciendo el entrecejo—, que esos malditos estúpidos de Harvard aún están tratando por todos los medios de suspender mi curso sobre Dante.

—Y después de que Augustus Manning me advirtiera sobre las consecuencias de publicar la traducción —precisó Fields, tamborileando sobre la mesa con gesto de frustración.

—¿Por qué habrían de llegar a tales extremos? —inquirió Greene, alarmado.

—De una u otra forma tratan de mantener todo lo lejos posible a Dante —explicó Longfellow amablemente—. Temen su influencia porque es extranjero y católico, querido Greene.

Holmes, exhibiendo una simpatía espontánea, dijo:

—Supongo que podría entenderse, en parte, porque hay algo dantesco que nos afecta. ¿Cuántos padres fueron al cementerio del monte Auburn a visitar la tumba de sus hijos el pasado junio, en lugar de acudir a su fiesta de graduación? En muchos casos creo que ya tenemos bastante con el infierno del que acabamos de salir.

Lowell se estaba sirviendo su tercer o cuarto vaso de falerno tinto. Al otro lado de la mesa, Fields trataba sin éxito de calmarlo con una mirada de apaciguamiento. Pero Lowell dijo:

—¡Una vez empiecen a arrojar libros al fuego, nos mandarán a nosotros a un infierno del que nos costará escapar, querido Holmes!

—Oh, no crea que me gusta la idea de tratar de impermeabilizar la mente norteamericana contra cuestiones que el cielo le hace llover encima, querido Lowell. Pero acaso… —Holmes dudó. Aquélla era su oportunidad. Se volvió a Longfellow—: Acaso deberíamos considerar un plan de publicación menos ambicioso, querido Longfellow… Una edición limitada, al principio, a unas docenas de ejemplares, para que nuestros amigos y colegas estudiosos pudieran apreciarla, pudieran comprender su fuerza antes de divulgar la obra entre las masas…

Lowell saltó en su asiento.

—¿Es que el doctor Manning ha hablado con usted? ¿Acaso Manning le envió a alguien para meterle miedo, Holmes?

—Por favor, Lowell —intervino Fields, sonriendo diplomáticamente—. Manning nunca acudiría a Holmes con ese propósito.

—¿Qué? —El doctor Holmes hizo como que no se enteraba. Lowell aún estaba aguardando la respuesta—. Desde luego que no, Lowell. Manning es precisamente uno de esos hongos que siempre crecen en las universidades más antiguas. Pero me parece que no pretendemos suscitar un conflicto innecesario. Sólo serviría para apartarnos de Dante, que es lo que nos interesa. Tendría que ver con la lucha, no con la poesía. Demasiados médicos utilizan la medicina para atiborrar a sus pacientes con todos los potingues posibles. Deberíamos ser juiciosos con nuestras honradas curas, y cautelosos en nuestros progresos literarios.

—Cuanto más unidos, mejor —sentenció Fields, dirigiéndose a todos los presentes.

—¡No podemos mostrarnos cautelosos ante los tiranos! —protestó Lowell.

—Ni tampoco deseamos formar un ejército de cinco personas contra el mundo entero —añadió Holmes.

Estaba ansioso porque Fields empezaba a considerar su idea de esperar. Completaría su novela antes de que la nación llegara a oír hablar de Dante.

—¡Yo quiero que me quemen en la hoguera! —exclamó Lowell—. ¡No! Quisiera que me encerraran a solas una hora con la corporación de Harvard al completo antes que retrasar la publicación de la traducción.

—Por supuesto que no cambiaremos los planes de edición —dijo Fields. El viento dejó de soplar a favor de las velas de Holmes—. Pero Holmes tiene razón en lo de sacar esto adelante nosotros solos. Podríamos tratar de conseguir apoyo. Podría llamar al anciano profesor Ticknor para que ejerza la influencia que pueda quedarle. Y quizá al señor Emerson, que leyó a Dante hace años. Nadie en el mundo sabe si de un libro se venderán cinco mil ejemplares o no cuando se publique. Pero si se venden esos cinco mil ejemplares, bien pueden venderse veinticinco mil.

—¿Pueden tratar de despojarlo de su plaza de profesor, señor Lowell? —interrumpió Greene, preocupado todavía por la corporación de Harvard.

—Jamey es demasiado famoso para eso —rechazó Fields.

—¡Me importa un rábano lo que hagan conmigo, en todos los sentidos! No entregaré Dante a los filisteos.

—¡Ni ninguno de nosotros! —se apresuró a declarar Holmes.

Para su sorpresa, nadie lo contradijo; antes bien, todos parecían más decididos a darle la razón y más convencidos de que podría salvar a sus amigos de Dante, y a Dante del ardor de sus amigos. El animoso volumen de sus exclamaciones contagió a los circunstantes, que prorrumpieron en «Oigan, oigan» y «¡Eso, eso!». La voz de Lowell era la más fuerte.

Greene, viendo un resto de relleno de tomate en su tintineante tenedor, se inclinó para compartir aquella riqueza con Trap. Desde debajo de la mesa, Greene vio que Longfellow se ponía de pie.

Aunque sólo eran cinco amigos reunidos en el comedor de Longfellow, en la extrema intimidad de la casa Craigie, lo insólito de que el anfitrión se pusiera de pie para proponer un brindis suscitó un silencio total.

—A la salud de los reunidos a la mesa.

Eso fue todo cuanto dijo. Pero ellos lanzaron hurras como si estuvieran ante otra proclamación de la Independencia. Llegaron luego la tarta de cerezas, el helado y el coñac con terrones de azúcar flameantes, se desenvolvieron los cigarros y se encendieron con las velas del centro de la mesa.

Antes de que acabara la noche, Lowell había convencido a Longfellow de que contara a los reunidos la historia de los cigarros. Como nadie tenía la habilidad de halagar a Longfellow para hacerle hablar de sí mismo, debía centrarse su interés en un tema neutro, como el de los cigarros.

—Yo había sido convocado para tratar asuntos en el Corner —empezó a decir Longfellow, mientras Fields se reía por adelantado—, cuando el señor Fields me convenció de que lo acompañara a un tabaquero próximo para adquirir algunos regalos. El tabaquero sacó una caja de cierta marca de cigarros de la que les juro que nunca había oído hablar. Y dijo, con toda la seriedad del mundo: «Éstos, señor, son la clase preferida de Longfellow».

—¿Y qué replicó usted? —preguntó Greene, elevando la voz sobre las muestras de regocijo.

—Miré al hombre, luego los cigarros y dije: «Muy bien, pues los probaré». Y le pagué una caja para que me la enviara.

—¿Y qué piensa ahora, mi querido Longfellow? —preguntó Lowell riendo, de tal modo que se le atragantó el postre.

Longfellow exhaló un suspiro.

—Oh, creo que aquel hombre estaba completamente en lo cierto. Los encuentro buenos.

* * *

—«Así pues, es bueno que me arme de prudencia, pues si soy arrojado del lugar que me es más querido, yo…» —declamó el estudiante en tono de frustración, desplazando el dedo atrás y adelante bajo el texto italiano.

Desde hacía varios años, el estudio de Lowell en Elmwood se había desdoblado en aula para su curso sobre Dante. En su primera etapa como profesor de la cátedra Smith, solicitó un local y le asignaron un sombrío espacio situado en el sótano del edificio principal de la universidad, con largos tableros de madera en lugar de pupitres y un púlpito para el profesor, que, seguro, provenía de los tiempos de los puritanos. Al curso no asistían suficientes alumnos, se le dijo a Lowell, para merecer una de las aulas más deseadas. Dar clase en Elmwood le aportó la comodidad de una pipa y el calor de una chimenea, y era otra razón para no tener que salir de casa.

La clase se daba dos veces por semana en días escogidos por Lowell, algunas veces en domingo, pues le gustaba la idea de reunirse el mismo día de la semana que Boccaccio, siglos antes, había acudido a las primeras conferencias de Dante en Florencia. Mabel Lowell a menudo se sentaba y escuchaba las lecciones de su padre desde la habitación contigua, comunicada con la otra a través de dos arcadas.

—Recuerde, Mead —dijo el profesor Lowell cuando el estudiante frustrado se detuvo—. Recuerde que en esta quinta esfera del cielo, la esfera de los mártires, Cacciaguida ha profetizado a Dante que el poeta será desterrado de Florencia en cuanto regrese al mundo de los vivos, y que la sentencia será de muerte en la hoguera si vuelve a cruzar las puertas de la ciudad. Ahora, Mead, traduzca la frase siguiente, «io non perdessi li altri per i miei carmi», teniendo eso en cuenta.

El italiano de Lowell era fluido y siempre técnicamente correcto. Pero a Mead, un alumno de penúltimo año de Harvard, le gustaba pensar que la condición de norteamericano de Lowell se manifestaba en la escrupulosa pronunciación de cada sílaba, como si cada una de ellas no tuviera relación con la siguiente.

—«No perderé otros lugares a causa de mis poemas».

—¡Aténgase al texto, Mead! Carmi son cantos, no precisamente sus poemas, sino la auténtica musicalidad de su voz. En los tiempos de los ministriles, usted, pagando un dinero, habría podido escoger entre sus historias cantadas o un sermón. Un sermón que canta y una canción que predica; eso es la Commedia de Dante. «Para que por causa de mis cantos yo no pierda los otros lugares». Una hermosa lectura, Mead —dijo Lowell con un gesto que parecía forzado y que comunicaba su aprobación general.

—Dante se repite —dijo en tono monótono Pliny Mead. Edward Sheldon, el estudiante sentado junto a él, se revolvió al oírlo. Mead continuó—: Como usted dice, un profeta divino ya ha previsto que Dante hallará refugio y protección con Can Grande. Entonces, ¿qué «otros» lugares podría necesitar Dante? Se incurre en falta de sentido por causa de la poesía.

Lowell replicó:

—Cuando Dante se refiere a un nuevo hogar en el futuro gracias a su trabajo, cuando alude a que busca otros lugares, no habla de su vida en 1302, el año de su destierro, sino de su segunda vida, su vida como la vivirá a través del poema por cientos de años.

Mead insistió:

—Pero Dante nunca alcanza de verdad el «lugar más querido», sino que se aparta de él. Florencia le ofreció una oportunidad de retornar al hogar, junto con su esposa y su familia, ¡y él la rechazó!

Pliny Mead nunca era de los que impresionan a los profesores o a sus iguales por su genialidad, pero desde la mañana que recibió las notas de su último período académico —que le produjeron una triste desilusión— había puesto la mirada con acritud sobre Lowell. Mead atribuía su baja calificación —y su consiguiente caída en la clasificación de la promoción de 1867 del duodécimo al decimoquinto puesto— al hecho de haberse mostrado en desacuerdo con Lowell en varias ocasiones durante los debates de literatura francesa, y a que el profesor no pudo soportar que se le considerase equivocado. Mead hubiera renunciado a su curso de lenguas vivas, pero el reglamento de la corporación establecía que, una vez matriculado en un curso de lengua, el estudiante debía permanecer tres períodos académicos más en el departamento; un recurso adoptado para disuadir la inconstancia de los muchachos. Así pues, Mead tropezó con el gran saco hinchado de Russell Lowell. Y con Dante Alighieri.

—¡Menudo ofrecimiento le hicieron! —replicó Lowell riendo—. Clemencia plena para Dante y restauración de su posición en Florencia, y a cambio el poeta ¡debía solicitar la absolución y pagar una crecida suma de dinero! ¡Qué cosa tan degradante! Es impensable que un hombre que clama justicia acepte un compromiso tan corrupto con sus perseguidores.

—Bueno, ¡Dante sigue siendo florentino, digamos nosotros lo que digamos! —afirmó Mead, tratando de obtener el apoyo de Sheldon mediante una mirada de complicidad—. ¿No lo ves así, Sheldon? Dante escribe incesantemente sobre Florencia, y de los florentinos a los que conoce y con los que habla en su visita al más allá, ¡y todo eso lo escribe mientras está desterrado! Para mí está claro, amigos, que sólo anhela el retorno. La muerte del hombre en el destierro y la pobreza es un gran fracaso final.

Con irritación, Edward Sheldon observó que Mead hacía muecas que daban a entender que había dejado sin argumentos a Lowell, el cual se levantó y hundió las manos en su más bien raído batín. Pero Sheldon pudo ver en Lowell, pudo advertirlo en la manera de exhalar el humo de su pipa, que su mente estaba ocupada en elevados pensamientos. Parecía vagar por otro plano de percepción mental, muy por encima del estudio de Elmwood, mientras daba zancadas sobre la alfombra con sus botas de gruesos cordones. Era propio de Lowell no admitir a principiantes en una clase avanzada de literatura, pero el joven Sheldon había insistido, y Lowell le dijo que ya se vería si conseguía manejarse. Sheldon le guardó agradecimiento por la oportunidad y esperó la ocasión de defender a Lowell y a Dante en contra de Mead, de la misma manera que, de pequeño, había colocado monedas de cobre en las vías del tren. Sheldon abrió la boca, pero Mead lo acalló con una mirada y Sheldon se guardó sus pensamientos para sí.

Lowell no pudo disimular una mirada de decepción hacia Sheldon, y luego se volvió hacia Mead.

—¿Dónde está en usted el judío, muchacho? —preguntó.

—¿Qué? —exclamó Mead, ofendido.

—No, no se preocupe. No era eso en lo que estaba pensando, Mead. El tema de Dante es el hombre, no un hombre —aclaró finalmente con la tierna paciencia que sólo reservaba para los estudiantes—. Los italianos siempre se agarran a Dante para tratar de que diga que está a favor de su política y de su manera de pensar. ¡Su manera de pensar, claro! Confinarlo en Florencia o en Italia es sustraerlo a las simpatías de la humanidad. Leemos el Paraíso perdido como un poema, pero la Commedia de Dante la leemos como una crónica para nuestras vidas interiores. ¿Conocen, muchachos, Isaías 38, 10?

Sheldon se esforzó en pensar. Mead permanecía sentado con una terca inexpresividad, empeñado en no pensar en si conocía o no el pasaje.

Ego dixi: In dimidio dierum meorum vadam ad portas inferi! —cacareó Lowell, y luego se apresuró hacia sus repletos anaqueles, donde encontró al instante el capítulo que había citado y el versículo en una Biblia latina—. ¿Lo ven? —preguntó, colocándola abierta sobre la alfombra, a los pies de sus estudiantes, encantado de demostrar que había recordado la cita con exactitud—. ¿Debo traducir? —preguntó—. «Yo dije: En medio de mis días iré a las puertas del infierno». ¿Hay algo en lo que los autores de nuestras viejas Escrituras no hubieran pensado? Alguna vez, en mitad de nuestras vidas, todos y cada uno de nosotros viajamos para enfrentarnos a nuestro propio infierno. ¿Cuál es el primer verso del poema de Dante?

—«En medio del camino de nuestra vida» —se prestó a recitar un Edward Sheldon feliz, que había leído una y otra vez este inicio del Inferno en su habitación de Stoughton Hall, sin haberse sentido nunca tan atrapado por verso alguno, tan captado por el llanto ajeno—. «Me encontré en una selva oscura, pues había extraviado el recto sendero».

—«Nel mezzo del cammin di nostra vita». En medio del camino de nuestra vida —repitió Lowell dirigiendo una amplia mirada en dirección a la chimenea, que Sheldon veía por encima de su hombro, pensando que la linda Mabel Lowell debía de haber entrado detrás de él, pero su sombra demostraba que seguía sentada en la habitación contigua—. Nuestra vida. Desde el primer verso del poema de Dante, estamos metidos en un viaje, estamos emprendiendo la peregrinación a la vez que él, y debemos enfrentarnos a nuestro infierno con la firmeza con que Dante se enfrentó al suyo. Ya ven ustedes que el gran valor y la perdurabilidad del poema es la autobiografía de un alma humana. Las de ustedes y la mía, tal vez, tanto como la del propio Dante.

Lowell pensó para sí, mientras oía a Sheldon leer los siguientes quince versos en italiano, en lo bien que se sentía enseñando algo real. En lo tonto que fue Sócrates al pensar en ¡expulsar a los poetas de Atenas! En lo mucho que gozaría asistiendo a la derrota de Augustus Manning cuando la traducción de Longfellow tuviera un éxito inmenso.

Al día siguiente, Lowell abandonaba el edificio principal de la universidad, después de pronunciar una conferencia sobre Goethe. Apenas experimentó sorpresa cuando se encontró frente a un italiano de baja estatura, corriendo, vestido con chaqueta planchada de cualquier manera, pues conservaba las arrugas.

—¿Bachi? —preguntó Lowell.

Pietro Bachi había sido contratado años antes por Longfellow como lector de italiano. A la corporación nunca le agradó la idea de emplear a extranjeros, en particular a un italiano papista: el hecho de que Bachi hubiera sido reprobado por el Vaticano no le hacía cambiar de criterio. En la época en que Lowell se hizo con el control del departamento, la corporación había hallado motivos razonables para eliminar a Pietro Bachi: su intemperancia y su insolvencia. El día que fue despedido, el italiano había murmurado al profesor Lowell:

—A mí no me vuelven a ver por aquí ni muerto.

Aunque no las tomara al pie de la letra, Lowell dio por buenas las palabras de Bachi.

—Mi querido profesor.

Bachi ofrecía ahora su mano a su antiguo jefe de departamento, y la sacudió vigorosamente, como era usual en él.

—Bien —empezó Lowell, que no estaba seguro de si debía preguntar cómo Bachi, manifiestamente vivo y coleando, había ido a parar al recinto de Harvard.

—He salido a dar una vuelta, profesor —explicó Bachi.

Como parecía mirar ansiosamente más allá de Lowell, el profesor abrevió sus muestras de simpatía. Lowell advirtió, al volverse brevemente y cada vez más extrañado de la aparición de Bachi, que éste dirigía la mirada a una figura vagamente familiar. Se trataba del individuo del bombín negro y el chaleco de cuadros, el amante de la poesía al que Lowell había visto apoyado ociosamente en un olmo americano unas semanas antes. ¿Qué negocio se traería con Bachi? Lowell aguardó para ver si Bachi saludaba al desconocido, quien ciertamente parecía estar aguardando a alguien. Pero entonces un mar de estudiantes, encantados de haberse liberado de las recitaciones de griego, los rodeó como un enjambre y Lowell perdió de vista a la curiosa pareja, si es que ambos hombres iban juntos.

Lowell, olvidando por completo la escena, se encaminó a la facultad de Derecho, donde Oliver Wendell Junior se encontraba rodeado de sus condiscípulos, a los que aclaraba algún aspecto legal que no entendían bien. En general, su aspecto no era distinto del que presentaba el doctor Holmes, pero era como si alguien hubiera cogido al pequeño doctor y, en un potro de tortura, lo hubiera alargado hasta el doble de su estatura.

El doctor Holmes se paseaba al pie de la escalera de servicio de su casa. Se detuvo ante un espejo colgado a baja altura y, con un peine, se echó su espesa mata de pelo oscuro hacia un lado. Consideraba que su rostro no componía un retrato muy lisonjero de su persona. «Es algo útil más que un adorno», gustaba de decirle a la gente. Con una tez algo más oscura, la nariz mejor formada en su inclinación y el cuello más largo, hubiera podido considerarse un reflejo de Wendell Junior. Neddie, el hijo menor de Holmes, había sido lo bastante infortunado como para presentar el mismo aspecto que el doctor Holmes y para heredar sus problemas respiratorios. El doctor Holmes y Neddie eran Wendell, hubiera dicho el reverendo Holmes; y Wendell Junior, un Holmes puro. Con esa sangre, Junior no dudaba que aventajaría a su padre en renombre; no sólo sería el caballero Holmes, sino Su Excelencia Holmes o el presidente Holmes. El doctor Holmes se irguió al percibir los pasos de unas pesadas botas, y se apresuró a introducirse en una habitación próxima. Luego reanudó sus paseos junto a la escalera, con andares despreocupados y la mirada fija en un viejo libro. Oliver Wendell Holmes Junior entró en la casa y pareció dar un gran salto hasta el segundo piso.

—Ah, Wendy —le llamó Holmes, dibujando una rápida sonrisa—. ¿Eres tú?

Junior se detuvo a mitad de la escalera.

—Hola, padre.

—Tu madre me preguntaba si te había visto hoy, y me di cuenta de que no. ¿De dónde vienes tan tarde, muchacho?

—De dar un paseo.

—¿De veras?

Junior se detuvo de mala gana en el descansillo. Bajo sus cejas oscuras, dirigió una mirada airada a su padre, que manoseaba el balaustre de madera al final de los peldaños.

—En realidad estuve hablando con James Lowell.

Holmes exteriorizó su sorpresa.

—¿Lowell? ¿Habéis estado juntos hasta tan tarde? ¿Tú y el profesor Lowell?

Levantó ligeramente el hombro.

—Bien, ¿y de qué tenías que hablar con nuestro común y querido amigo, si puedo preguntarlo?

En el rostro del doctor Holmes se dibujó una sonrisa amistosa.

—De política, de mi participación en la guerra, de mis clases de derecho. Yo diría que lo pasamos bien.

—Estos días pierdes mucho el tiempo, estás muy ocioso. Te ordeno que renuncies a esas excursiones tontas con el señor Lowell. —No hubo réplica—. Te roban el tiempo para estudiar, ¿sabes? Y eso no puede ser, ¿estamos?

Junior se echó a reír.

—Todas las mañanas lo mismo: «¿Para qué, Wendy? Un abogado nunca llega a ser un gran hombre, Wendy». —Esto lo dijo con una voz ligera, ronca—. ¿Y ahora quieres que me esfuerce en estudiar derecho?

—Así es, Junior. Hacer algo que merezca la pena cuesta sudor, nervios y fósforo. Y ya tendré yo algunas palabras con el señor Lowell sobre vuestras costumbres, en nuestra próxima sesión del club Dante. Estoy seguro de que se mostrará de acuerdo conmigo. Él también fue abogado y sabe lo que eso implica.

Holmes echó a andar hacia el vestíbulo, más bien satisfecho de su firmeza. Junior refunfuñó y el doctor Holmes se volvió:

—¿Algo más, muchacho?

—Sólo que me gustaría —dijo Junior— saber más sobre vuestro club Dante, padre.

Wendell Junior nunca había mostrado el menor interés por sus actividades, tanto literarias como profesionales. Nunca había leído los poemas del doctor ni su primera novela, ni tampoco asistió a sus conferencias en el liceo acerca de los avances médicos o de la historia de la poesía. El caso más significativo se dio después de que Holmes publicara «My Hunt After the Captain» en The Atlantic Monthly, narración de su viaje al Sur después de recibir un telegrama equivocado en el que se le informaba de la muerte de Junior en el campo de batalla.

De hecho, Junior había hojeado las pruebas de imprenta, sintiendo la palpitación de sus heridas mientras lo hacía. No podía creer que su padre creyera que encerraba toda la guerra en unos pocos miles de palabras que, en su mayoría, narraban anécdotas de rebeldes que morían en camas de hospital, y de recepcionistas de hoteles de ciudades pequeñas preguntando si él no era el autócrata de la mesa del desayuno.

—Quiero decir —continuó Junior, irguiéndose— si realmente te sientes molesto porque se te considere miembro del club.

—No te entiendo, Wendy. ¿Qué significa eso? ¿Qué sabes del asunto?

—Sólo que el señor Lowell dice que tu voz se oye más durante la cena que en el estudio. Para el señor Longfellow, ese trabajo es toda su vida; para Lowell, su vocación. Ya ves que actúa según sus creencias; no se limita a hablar de ellas. Así lo hizo cuando, ejerciendo de abogado, defendió a los esclavos. Para ti el club no pasa de ser otro lugar donde dejar oír tu voz.

—Así que Lowell dijo… —empezó el doctor Holmes—. ¡Mira, Junior…!

Junior terminó de subir la escalera y se encerró en su cuarto.

—¡Cómo vas a saber algo del club Dante! —gritó el doctor Holmes.

Holmes vagó por la casa como desvalido, antes de retirarse a su estudio. ¿Su voz se dejaba oír principalmente a la mesa? Cuanto más repetía para sí esta observación, más molesto se sentía. Lowell estaba tratando de conservar su lugar a la derecha de Longfellow, mostrándose superior a expensas de Holmes.

Con las palabras de Junior pronunciadas por la voz de barítono de Lowell resonándole encima, escribió tenazmente las siguientes semanas, avanzando de una forma sostenida que no era la natural en él. Su momento sibilino le llegaba cuando se le ocurría un nuevo pensamiento, pero solía entregarse al acto de componer con una desagradable sensación de embotamiento en la frente. Esa sensación se veía interrumpida sólo de vez en cuando por el simultáneo descenso de algún grupo de palabras o una imagen inesperada, lo cual producía una llamarada del entusiasmo y la autocomplacencia más insana. En tales ocasiones, llegaba a incurrir en pueriles excesos de lenguaje y acción.

En cualquier caso, no podía trabajar muchas horas seguidas sin trastornar todo su sistema. Sus pies se enfriaban, su cabeza se calentaba, sus músculos se fatigaban y sentía que debía levantarse. Por la noche tenía que renunciar a cualquier trabajo arduo antes de las once y tomar un libro de lectura ligera, a fin de vaciar la mente de sus contenidos previos. Demasiado trabajo cerebral le producía una sensación de desagrado, como comer demasiado. Atribuía eso, en parte, al clima, agotador y causante de tensión nerviosa. Brown-Séquard, un colega médico de París, había dicho que los animales no sangran tanto en América como en Europa. ¿No daba miedo pensarlo? A pesar de ese inconveniente biológico, ahora Holmes se dedicó a escribir como un loco.

—Como usted sabe, yo he sido el único que ha hablado con el profesor Ticknor sobre su ayuda a nuestra causa en favor de Dante —le dijo Holmes a Fields.

Se había detenido en el despacho de Fields, en el Corner.

—¿Y qué? —Fields estaba leyendo tres cosas a la vez: un manuscrito, un contrato y una carta—. ¿Dónde están esos acuerdos sobre derechos?

J. R. Osgood le alargó otro montón de papeles.

—Está muy ocupado, Fields, y tiene usted que pensar en el próximo número del Atlantic; en cualquier caso, debe dar descanso a su fatigado cerebro —dijo Holmes—. El profesor Ticknor fue mi maestro, después de todo. Es muy posible que sea yo quien ejerza mayor influencia sobre el viejo compañero, en favor de Longfellow.

Holmes aún recordaba un tiempo en que Boston era conocido como Ticknorville en los ambientes literarios: si a uno no lo invitaban a las veladas que se celebraban en la biblioteca de Ticknor, uno no era nadie. Esa estancia fue conocida otrora como el Salón del Trono de Ticknor. Ahora era más frecuente que se hablara del Iceberg de Ticknor. Entre gran parte de su sociedad, el antiguo profesor había perdido la reputación de ocioso refinado y de antiabolicionista, pero su posición como uno de los primeros maestros literarios de la ciudad permanecería siempre. Su influencia podría revivir para beneficio de los integrantes del club.

—Mi vida la amargan más criaturas de las que puedo aguantar, mi querido Holmes —dijo Fields suspirando—. Hoy día, la vista de un manuscrito es como un pez espada: me parte en dos. —Se quedó mirando a Holmes un buen rato, y luego se mostró conforme con enviarlo en su lugar al número 9 de la calle Park—. Pero refiérase a mí con amabilidad cuando hable con él, ¿eh, Wendell?

Holmes sabía que Fields se sentía aliviado por traspasarle la tarea de hablar con George Ticknor. El profesor Ticknor —en ese título aún se insistía, aunque no se había dedicado a la enseñanza desde su jubilación, treinta años antes— nunca tuvo en gran consideración a su primo, más joven, William D. Ticknor, y esa pobre opinión se extendía al socio de William, J. T. Fields, como manifestó a Holmes después de que el doctor fuera introducido hasta lo alto de la curvada escalera del cercano número 9 de la calle Park. El profesor Ticknor dijo, con sus resecos labios fruncidos en una mueca de repugnancia:

—¡La escandalosa falacia de los beneficios, que considera los libros según las ventas y las pérdidas! Mi primo William sufría de esa enfermedad, doctor Holmes, y contagió a mis sobrinos. Estoy asustado. Los que se dedican a esas tareas no deben controlar el arte literario. ¿No lo cree usted así, doctor Holmes?

—Pero el señor Fields tiene una mirada perspicaz, ¿no le parece? Él sabía que la Historia que usted escribió conseguiría una buena acogida, profesor. Él cree que el Dante de Longfellow tendrá aceptación.

En efecto, la Historia de la literatura española de Ticknor halló escasos lectores fuera de los colaboradores de las revistas, pero el profesor consideraba eso una exacta medida de su éxito.

Ticknor ignoró la lealtad de Holmes y, delicadamente, apartó las manos de la voluminosa máquina. Le construyeron aquella máquina de escribir —una especie de imprenta en miniatura, como él la describía— cuando sus manos empezaron a temblar demasiado para utilizar la pluma. Como resultado de ello, no había visto su caligrafía en varios años. Estaba ocupado con una carta cuando llegó Holmes.

Ticknor, sentado, con su gorro púrpura de terciopelo y en zapatillas, dejó que su ojo crítico se detuviera por segunda vez en el corte del traje de Holmes y en la calidad de su corbatín y su pañuelo.

—Me temo, doctor, que el señor Fields sabe qué clase de gente lee, pero nunca comprenderá por qué. Se deja llevar por el entusiasmo de sus amigos íntimos, lo cual resulta peligroso.

—Usted siempre dijo lo importante que era extender el conocimiento de las culturas extranjeras entre la clase culta —le recordó Holmes.

Con las cortinas echadas, al anciano profesor lo iluminaba vagamente el fuego de la chimenea de la biblioteca, cuya amortiguada luz era compasiva con sus patas de gallo. Holmes se daba golpecitos en la frente. El Iceberg de Ticknor en realidad estaba en ebullición por efecto de su hogar, que nunca se apagaba.

—Debemos esforzarnos en comprender a nuestros extranjeros, doctor Holmes. Si no adaptamos a los recién llegados a nuestro carácter nacional y los llevamos a aceptar de buen grado la sujeción a nuestras instituciones, algún día las multitudes de forasteros harán que seamos nosotros quienes nos adaptemos a ellos.

Holmes insistía:

—Pero, entre nosotros, profesor, ¿qué piensa usted de las posibilidades de que la traducción del señor Longfellow sea bien acogida por el público?

Holmes presentaba un aspecto de tan obstinada concentración que Ticknor hizo una pausa para reflexionar de veras. Su avanzada edad le había procurado, como defensa contra la tristeza, una tendencia a ofrecer la misma docena, aproximadamente, de respuestas automáticas a cualesquiera preguntas relativas a su edad o al estado del mundo.

—No cabe duda alguna, creo, de que el señor Longfellow logrará algo sorprendente. Por algo lo elegí para sucederme en Harvard. Pero, recuerde, hubo un tiempo en que yo consideré la posibilidad de presentar a Dante aquí, y la respuesta de la corporación fue vaciar de contenido mi cátedra… —Una niebla ensombreció los ojos azabache de Ticknor—. No creí llegar a vivir para ver una traducción norteamericana de Dante, y no puedo entender cómo Longfellow llevará a cabo la tarea. Que las masas la acepten es un asunto diferente que la voz popular se encargará de establecer, al margen de los amantes eruditos de Dante. Yo no puedo erigirme en juez de eso —dijo Ticknor, con una indisimulada altivez que le hizo animarse—. Pero alcanzo a creer que, cuando alentamos la esperanza de que Dante será ampliamente leído, incurrimos en una pedantería estúpida, doctor Holmes. Yo he dedicado a Dante muchos años de mi vida, como lo está haciendo Longfellow. No pregunte qué es lo que Dante le da al hombre, sino lo que el hombre aporta a Dante: penetrar personalmente en su esfera, aunque eso sea siempre duro e inolvidable.