II

Por todo Boston, a lo largo de la noche, los policías reunieron a «personas sospechosas», una media docena, por orden del jefe. Cada oficial contemplaba a los sospechosos de sus colegas con gesto adusto, mientras los registraban en la comisaría central, como si temiera que sus propios rufianes fueran juzgados inferiores. Los detectives de paisano, porque se habían evitado los uniformes, subían a zancadas desde las tumbas —las celdas de detención subterráneas— y se comunicaban mediante códigos silenciosos y señales de aprobación con la cabeza.

La oficina de detectives, derivada de un modelo europeo, se había establecido en Boston con la finalidad de suministrar la más completa información sobre el paradero de los delincuentes; por tanto, la mayor parte de los detectives escogidos eran ellos mismos antiguos bribones. Sin embargo, desconocían los métodos perfeccionados de investigación, de modo que recurrían a los viejos trucos (sus favoritos eran la extorsión, la intimidación y la mentira) para procurarse su cuota de arrestos y ganarse así el sueldo. El jefe Kurtz había hecho cuanto estaba en su mano para asegurarse de que los detectives, junto con la prensa, creyeran que la nueva víctima del asesino era un don nadie. El último problema con el que hubiera querido enfrentarse era que sus detectives trataran de sacar dinero de la desgracia del rico Healey.

Algunos de los sujetos reunidos cantaban canciones obscenas o se cubrían el rostro con las manos. Otros gritaban maldiciones y amenazas a los agentes que los habían llevado allí. Unos pocos se apretujaban en los bancos de madera alineados en un lado de la estancia. Allí había toda clase de delincuentes, desde estafadores de altos vuelos, los más clásicos, hasta los practicantes del robo con fractura, ladrones de guante blanco y fulanas con bonitos sombreros, que atraían al peatón a callejuelas donde sus cómplices hacían el resto. Pálidos golfillos irlandeses arrodillados en la galería pública, arriba, sostenían grasientas bolsas de papel de las que extraían cacahuetes calientes con los que hacían puntería a través de la reja. Alternaban esos proyectiles con andanadas de huevos podridos.

—¿No has oído a nadie irse de la lengua sobre un tipo al que han apiolado? Eh, ¿has oído algo?

—¿De dónde has sacado esta cadena de oro, chico? ¿Y este pañuelo de seda?

—¿Qué estás pensando hacer con esta cachiporra?

—¿Qué pasa con eso? Socio, ¿no has tratado nunca de matar un hombre, aunque sólo sea para ver cómo es la cosa?

Los agentes, de rostros enrojecidos, gritaban al formular estas preguntas. Entonces el jefe Kurtz empezó a detallar la muerte de Healey, eludiendo hábilmente la identidad de la víctima, pero no tardó mucho en ser interrumpido.

—Eh, jefecito. —Un corpulento bribón negro tosió, pensativo mientras mantenía sus ojos saltones fijos en un rincón de la estancia—. Eh, jefecito, ¿qué hay con el nuevo poli moreno? ¿Dónde está su uniforme? No me creo que estéis a punto de reclutar detectives negros. ¿Puedo yo apuntarme también?

Nicholas Rey se puso en pie muy tieso ante la carcajada que siguió. De pronto fue consciente de su falta de participación en el interrogatorio y de sus ropas de paisano.

—Pero si no es moreno, compadre —dijo un hombre vivaz, alto y delgado, mientras avanzaba y examinaba al patrullero Rey con una mirada de un experto en valoraciones—. Me parece que es mestizo y un hermoso ejemplar de mestizo: madre esclava, padre peón de un plantación. Es así, ¿verdad, amigo?

Rey se acercó más a la fila.

—¿Qué contesta a la pregunta del jefe, señor? A ver si somos capaces de colaborar.

—Muy bien dicho, blanquito.

El hombre alto y delgado, en un gesto apreciativo, se llevó un dedo a su fino bigote, que se curvaba hacia las comisuras de la boca, como para señalar el arranque de una barba, pero acababa por caer abruptamente antes de llegar a la barbilla.

El jefe Kurtz apoyó su porra en el botón de diamante que lucía sobre el esternón de Langdon Peaslee.

—¡No me hagas enfadar, Peaslee!

—Tenga cuidado —advirtió Peaslee, el mayor ladrón de cajas fuertes de Boston, sacudiéndose el polvo del chaleco—. El pedrusco vale ochocientos dólares, jefe, ¡y legítimamente adquirido!

Brotaron carcajadas por doquier; incluso por parte de algunos detectives. Kurtz no debió permitir que Langdon Peaslee le provocara; aquel día, no.

—Me da la impresión de que tuviste algo que ver con la serie de cajas reventadas el domingo pasado en la calle Commercial —dijo Kurtz—. Te voy a empapelar ahora mismo por quebrantar la ley sobre descanso dominical y podrás dormir en los calabozos junto con los rateros de poca monta.

Willard Burndy, unos puestos más allá de la fila, prorrumpió en risotadas.

—Bueno, yo le contaré algo sobre eso, mi querido jefe —dijo Peaslee, alzando la voz teatralmente, en atención a todos los reunidos en la sala (incluido el súbito arrebato que se produjo en los asientos de arriba)—. Seguro que, aquí, nuestro amigo el señor Burndy no sería capaz de hacer algo parecido a lo de la calle Commercial. ¿O es que esas cajas fuertes pertenecen a una asociación de damas?

Los brillantes ojos rosados de Burndy doblaron su tamaño mientras se abría paso en medio de los hombres a empujones, a zarpazos, en dirección a Langdon Peaslee, y a punto estuvo de encender un motín a su paso entre los malandrines más camorristas. Los muchachos harapientos de arriba lo vitoreaban y le lanzaban gritos. El espectáculo prosiguió y acabó sacando a la luz los secretos del hampa que operaba en las bodegas de North End, y a los que cobraban 25 centavos por una cabeza.

Mientras los agentes contenían a Burndy, un hombre desorientado fue empujado fuera de la fila. Dio un tremendo traspié, y Nicholas Rey lo agarró antes de que llegara a caer.

Tenía una complexión frágil y unos ojos oscuros, hermosos pero cansados, con expresión vacilante. El desconocido desplegó una dentadura como un tablero de ajedrez, con dientes inexistentes y carcomidos, y emitía una especie de silbido que desprendía olor a aguardiente de Medford. Ni siquiera se daba cuenta de que toda su ropa estaba manchada de huevos podridos, o eso no le preocupaba.

Kurtz avanzó hacia la reorganizada hilera de delincuentes y explicó de nuevo. Contó lo del hombre hallado desnudo en un campo cerca del río, con el cuerpo bullendo de moscas, avispas, larvas que se alimentaban bajo su piel y se empapaban en su sangre.

Uno de los presentes, les informó Kurtz, lo mató de un golpe en la cabeza, lo transportó allí y lo abandonó a los efectos de la intemperie. Mencionó otro extraño detalle: una bandera, blanca y andrajosa, plantada sobre el cadáver.

Rey paró la caída de su desorientado pupilo con los pies. La nariz y la boca del hombre eran rojas e irregulares, sobreponiéndose su fino bigote y a su barba. Era cojo de una pierna, resultado de un accidente o de una pelea olvidada desde hacía tiempo. Sus manos anchas se agitaron en gestos salvajes. El temblor del desconocido acentuaba con cada detalle aportado por el jefe de policía.

El subjefe Savage dijo:

—¡Oh, ese sujeto! ¿Quién lo ha traído? ¿Usted lo sabe, Rey? No quiso dar ningún nombre antes, cuando estaban fotografiando a 1os nuevos para la galería de retratos de delincuentes. ¡Silencioso como una esfinge egipcia!

El cuello de papel de la esfinge casi estaba oculto bajo su harapienta bufanda negra, que lo envolvía cayendo floja a un lado. Fijaba una mirada vacía y sacudía sus desproporcionadas manos en el aire describiendo aproximados círculos concéntricos.

—¿Tratas de dibujar algo? —preguntó Savage bromeando.

En efecto, sus manos dibujaban una especie de mapa, algo que hubiera ayudado enormemente a la policía en las semanas que siguieron, pues habría sabido qué buscar. Aquel desconocido había sido durante mucho tiempo asiduo del escenario del asesinato de Healey pero no de los salones ricamente enmaderados de Beacon Hill. No; el hombre no estaba trazando en el aire una imagen terrenal, sino una lóbrega antecámara del inframundo. Porque fue allí, allí, tal como comprendió el hombre, donde la imagen de la muerte de Artemus Healey se filtraba en su mente y crecía con cada detalle; sí, allí se había descargado el castigo.

—Yo diría que es sordo y mudo —susurró el subjefe Savage a Rey, después de que varios meditados gestos con la mano resultaran infructuosos—. Y por el olor, todo un personaje. Le traeré un poco de pan y queso. No le quite ojo a ese Burndy, Rey.

Savage movió la cabeza en dirección al perturbador que se había destacado de los demás y que ahora se frotaba los ojos rosados con sus manos esposadas, fascinado pon las grotescas descripciones de Kurtz.

El subjefe separó con suavidad al hombre tembloroso de la custodia del patrullero Rey, y lo condujo a través de la estancia, pero el hombre se agitó, prorrumpió en llanto y luego, con lo que pareció un esfuerzo impremeditado, apartó a gritos al subjefe de policía, enviándolo de cabeza contra un banco.

Entonces el hombre saltó detrás de Rey, le echó el brazo izquierdo alrededor del cuello, con los dedos engarfiados bajo el codo derecho del patrullero, apartó con la otra mano su sombrero y se inmovilizó ante sus ojos. Torció la cabeza de Rey hacia él, para que la oreja del oficial quedara atrapada frente al aliento que salía de sus labios. El susurro del hombre era tan bajo, tan desesperado y gutural, tan parecido a una confesión, que sólo Rey pudo captar las palabras que pronunció.

Entre los hampones estalló un divertido caos.

De repente, el desconocido soltó a Rey y se agarró a una columna estriada. Se lanzó con fuerza, girando en torno a ella, catapultándose hacia delante. Las incomprensibles palabras que pronunciaba entre silbidos atrajeron la atención de Rey: era un código de sonidos sin sentido, tan estridente y enérgico como para sugerir un significado más allá de lo que Rey podía imaginar. Dinanzi. Rey luchó por recordar, por oír de nuevo el susurro, al tiempo que se esforzaba (etterne etterno, etterne etterno) a fin de no perder el equilibrio mientras jadeaba para atrapar al fugitivo, pero éste se había lanzado con tal impulso, que no hubiera podido detenerse de haberlo querido en aquel último instante de su vida.

Se estrelló contra el grueso cristal de una de las amplias ventanas. Un fragmento desprendido de cristal, con una perfecta forma de guadaña, giró en un movimiento de danza casi gracioso, alcanzando la bufanda negra y penetrando limpiamente en la tráquea. Un golpe hizo que el hombre inclinara hacia delante su lacia cabeza. Luego se lanzó con fuerza a través del cristal hecho añicos y cayó al patio.

Todo quedó en silencio. Los trozos de cristal, delicados como copos de nieve, cayeron bajo los zapatos de punteras desgastadas de Rey, mientras se aproximaba al marco de la ventana y miraba abajo. El hombre estaba tendido sobre un grueso colchón de hojas otoñales, los cristales rotos de la ventana fragmentaban el cuerpo y su lecho en un caleidoscopio de amarillo, negro y rojo pálido. Los golfillos harapientos, que fueron los primeros en bajar al patio, señalaban y vociferaban, danzando en torno al cadáver. Mientras descendía, Rey no podía olvidar las torpes palabras que el hombre había escogido, pon alguna razón, para legárselas a él como el último acto de su vida. Voi Ch'intrate. Voi Ch'intrate. Vosotros, los que entráis. Vosotros, los que entráis.

* * *

James Russell Lowell se sentía como sir Launfal, el héroe en busca del Grial de su poema más popular, mientras atravesaba al galope la cancela de hierro del patio de Harvard. Pon supuesto, el poeta hubiera podido considerar que representaba el papel de caballero galante cuando entró aquel día, alto en su blanco corcel, perfilado por los vivos colores del otoño, de no haber sido por sus peculiares preferencias en materia de imagen: su barba estaba cortada en forma cuadrada, dos o tres pulgadas por debajo del mentón, pero su bigote crecía más largo, dejándolo colgar. Algunos de sus detractores, y muchos amigos, señalaban en privado que ésa no era quizá la elección más adecuada para su rostro, por lo demás gallardo. La opinión de Lowell era que debía llevarse barba, puesto que Dios la había dado aunque no especificaba si aquel peculiar estilo era lo requerido teológicamente.

Su caballerosidad imaginada era sentida con una pasión más fuerte aquellos días, cuando la universidad se presentaba como una ciudadela crecientemente hostil. Unas pocas semanas antes, la corporación intentó convencer al profesor Lowell para que adoptara una propuesta de reformas que eliminaría muchos de los obstáculos a los que su departamento se enfrentaba (por ejemplo, que los estudiantes recibieran la mitad de créditos por matricularse en una lengua extranjera moderna en lugar de hacerlo en una clásica). En contrapartida, la corporación garantizaría la aprobación final de todas las clases de Lowell, el cual rechazó de plano la oferta. Si querían imponer su propuesta, deberían seguir el largo procedimiento de someterla a la Mesa de Supervisores de Harvard, la hidra de veinte cabezas.

Una tarde, el presidente le dio a Lowell un consejo que le hizo comprender que recurrir a la Mesa para la aprobación de todas sus clases era un despropósito.

—Lowell, al menos cancele ese seminario suyo sobre Dante, y Manning puede mejorarle a usted las cosas —le dijo el presidente, tomándolo del codo confidencialmente.

Lowell entornó los ojos.

¿De eso se trata? ¡Andan detrás de eso! —Se volvió, indignado—. ¡A mí no me engatusarán para que me incline ante ellos! Se libraron de Ticknor y vive Dios que dieron motivos a Longfellow para que se sintiera ofendido. Creo que todo hombre que se tenga por un caballero debe estar en contra de ellos; todo hombre, claro, que no haya obtenido su doctorado mediante apaños.

—Usted me considera un cero a la izquierda, profesor Lowell, porque no controlo la corporación más que usted mismo, y las más de las veces dirigirse a sus miembros es como hablar a la pared. Ah, y eso a pesar de que yo presido esta universidad —añadió, riendo entre dientes. En efecto, Thomas Hill era el presidente de Harvard, y nuevo en el cargo, el tercero en una década, una muestra de que los miembros de la corporación acumulaban mucho más poder del que él poseía—. Ellos creen que Dante es un tema inadecuado dentro de las actividades de su departamento, eso está claro. Le darán un escarmiento, Lowell. ¡Manning convertirá eso en un escarmiento! —advirtió, y agarró de nuevo el brazo de Lowell, como si en determinado momento hubiera que apartar al poeta de algún peligro.

Lowell manifestó que no toleraría que los miembros de la corporación sometieran a juicio una literatura sobre la que no sabían nada. Y Hill ni siquiera trató de discutir este punto. Era una cuestión de principios para el claustro de Harvard ignorarlo todo en materia de lenguas vivas.

La siguiente ocasión en que Lowell vio a Hill, el presidente iba provisto de un trozo de papel azul con una anotación manuscrita de un poeta británico recientemente fallecido, acerca de algún aspecto del poema de Dante. «¡Qué odio hacia la entera raza humana! ¡Qué exaltación y qué gozo ante los sufrimientos eternos cuyo rigor no disminuye! Contenemos el aliento mientras leemos y nos tapamos lo oídos. ¿Alguien reunió con anterioridad tan ofensivos olores, suciedades, excrementos, sangre, cuerpos mutilados, alaridos y monstruos míticos como castigo? A la vista de ello, no puedo dejar de considerar este libro como el más inmoral e impío jamás escrito». Sonrió satisfecho, como si aquello lo hubiera escrito él mismo. Lowell se echó a reír.

—¿Mandan los ingleses en lo que tenemos en nuestros anaqueles? ¿Por qué no entregamos Lexington a los casacas rojas y ahorramos al general Washington el inconveniente de la guerra? —Lowell advirtió algo en la mirada de Hill, algo que vio a veces en la expresión inexperta de un estudiante, que lo indujo a pensar que el presidente podría llegar a comprender—. Mientras Estados Unidos no aprenda a amar la literatura no como una diversión, no como unas simples coplillas para aprendérselas de memoria en un aula universitaria, sino para alimentar su energía humanizadora y ennoblecedora, mi querido y reverendo presidente, no habrá alcanzado ese alto designio que consiste en hacer de un pueblo una nación. Y eso se logra, transformando un nombre muerto en una fuerza viva.

Hill se esforzó en no apartarse de su propósito.

—Esa idea de viajar por el más allá, de enumerar los castigos del infierno, eso es una absoluta crueldad, Lowell. ¡Y una obra como ésa es muy impropio titularla «Comedia»! Es medieval, escolástica y…

—Católica —esta palabra tapó la boca a Hill—. ¿Es eso lo que quiere usted decir, reverendo presidente? ¿Que es demasiado italiana, demasiado católica para la Universidad de Harvard?

Hill levantó una de sus blancas cejas con gesto socarrón.

—Usted mismo debería saber que esas aterradoras ideas sobre Dios no pueden soportarlas nuestros oídos protestantes.

La verdad era que Lowell experimentaba tan poca simpatía como su colega de Harvard por los papistas irlandeses que se amontonaban a lo largo de los muelles y en los distantes suburbios de Boston. Pero la idea de que el poema era una especie de edicto del Vaticano…

—Sí, nosotros más bien condenamos a la gente para la eternidad sin la cortesía de informarla. Y Dante llama a su obra commedia, querido señor, porque está escrita en su rústica lengua italiana en lugar de en latín y porque termina felizmente, con el poeta elevándose a los cielos, en oposición a la tragedia. En lugar de esforzarse en crear un gran poema sobre algo ajeno y artificioso, deja que el poema brote por sí mismo de él.

A Lowell le gustó advertir que el presidente estaba exasperado.

—Por favor, profesor, ¿no cree usted que es fruto del rencor, que es algo malévolo por parte de alguien infligir torturas inmisericordes a todos los que practican una lista de pecados en concreto? ¡Imagine a un hombre público de nuestros días asignando a sus enemigos lugares en el infierno! —replicó Hill.

—Mi querido y reverendo presidente, lo imagino incluso mientras hablamos. Y no me malinterprete. Dante también manda a sus amigos allá abajo. Puede usted decirle esto a Augustus Manning. La piedad sin rigor sería egoísmo cobarde, mero sentimentalismo.

Los miembros de la corporación de Harvard, el presidente y seis piadosos hombres de negocios escogidos fuera del claustro universitario, se mostraban firmes en su defensa de un currículo de larga duración que a ellos les había servido bien —griego, latín, hebreo, historia antigua, matemáticas y ciencias— y afirmaban, como corolario de lo anterior, que las lenguas y literaturas modernas, inferiores, se quedarían como una novedad, como algo para engordar sus catálogos. Longfellow había abierto algún camino tras la partida del profesor Ticknor, incluido un seminario de iniciación a Dante, y contrató a un brillante exiliado italiano llamado Pietro Bachi como profesor de su lengua. El seminario sobre Dante fue, con mucho, el menos popular debido a la falta de interés por el tema y por el idioma. Aun así, el poeta gozó del entusiasmo de unas pocas mentes que siguieron aquel curso. Uno de los entusiastas fue James Russell Lowell.

Ahora, al cabo de diez años de peleas con la administración, Lowell se enfrenta a un acontecimiento que había estado esperando y para el cual los tiempos estaban maduros: el descubrimiento de Dante en Estados Unidos. Pero no sólo Harvard se apresuraba a obstaculizar concienzudamente el asunto, sino que también el club Dante se enfrentaba a un obstáculo interno: Holmes y su ambigua posición.

En ocasiones Lowell paseaba por Cambridge con el hijo mayor de Holmes, Oliver Wendell Holmes Junior. Dos veces por semana, el estudiante de leyes salía de la facultad de Derecho Dane en el mismo momento en que Lowell concluía su clase en el edificio principal de la universidad. Holmes era incapaz de apreciar su buena suerte por tener un hijo como Junior, porque había conseguido que éste lo odiara. Hubiera bastado que Holmes lo escuchara, en lugar de hacerle hablar. Lowell preguntó una vez al joven si el doctor Holmes había hablado en alguna ocasión en casa sobre el club Dante.

—Oh, claro que sí, señor Lowell —dijo el joven, apuesto y de elevada estatura, haciendo una mueca—, y también del club Atlantic, del club Union, del club del Sábado, del club Científico, de la Asociación Histórica, de la Sociedad Médica…

Phineas Jennison, uno de los hombres de negocios más ricos de Boston, se sentó junto a Lowell en una reciente cena del club del Sábado, en la casa Parker, cuando todo esto ensombreció la mente de Lowell.

—Harvard está acosándolo de nuevo —dijo Jennison. Lowell estaba molesto porque en su rostro pudiera leerse con la misma facilidad que en una pizarra—. No lo tome usted así, querido amigo —prosiguió Jennison riendo, con el profundo hoyuelo de su barbilla moviéndose de un lado a otro. Quienes conocían íntimamente a Jennison sostenían que su cabello dorado como el lino y su regio hoyuelo presagiaban su vasta fortuna desde los tiempos en que era un muchacho, pues, hablando con propiedad, quizá aquél era un hoyuelo regicida, heredado supuestamente de un antepasado que había decapitado a Carlos I—. Es que el otro día tuve ocasión de hablar con algunos miembros de la corporación. Usted sabe que yo acabo por enterarme de todo cuanto ocurre en Boston o en Cambridge.

—Va usted a construir otra biblioteca para nosotros, ¿no es así?

—Los miembros de la corporación parecían haber discutido acaloradamente entre ellos a propósito del departamento de usted. Parecían muy decididos. Yo no osaría inmiscuirme en sus asuntos, desde luego, pero…

—Entre nosotros, mi querido Jennison, ellos se proponen librarse de mí con el pretexto de mi curso sobre Dante —lo interrumpió Lowell—. En ocasiones temo que se hayan puesto en contra de Dante en la misma medida en que yo estoy a favor de él. Incluso han ofrecido incrementar la matrícula para los estudiantes de mi curso si someto a su aprobación el contenido de los temas de mi seminario.

La expresión de Jennison reflejó inquietud.

—Me negué, por supuesto —aclaró Lowell.

Jennison desplegó su amplia sonrisa.

—¿De veras?

Los interrumpieron algunos brindis, entre los que se incluyó la más aclamada rima improvisada de la noche, que la regocijada concurrencia había solicitado al doctor Holmes, dispuesto como siempre, aunque excusándose por el tosco estilo de la composición.

Un verso exquisito no consigue emocionar,

y sí lo logra una carambola de billar.

—Estos versos de sobremesa podrían acabar con cualquier poeta, pero no con Holmes —comentó Lowell con una mueca de admiración. En sus ojos había una mirada borrosa—. A veces siento que no tengo madera de profesor, Jennison. Soy mejor en unos aspectos y peor en otros. Demasiado sensible y no lo bastante vanidoso; podría decir que no físicamente vanidoso. Me consta que todo eso me perjudica. —Hizo una pausa—. ¿Y por qué estos años sentado en la cátedra no me han entumecido para el mundo? ¿Qué ha de pensar alguien como usted, príncipe de la industria, sobre una existencia tan mezquina?

—¡Chácharas infantiles, mi querido Lowell! —Jennison parecía cansado del tema pero, tras permanecer pensativo un momento, su interés se renovó—. ¡Usted tiene una gran deuda con el mundo y con usted mismo, para limitarse a ser un mero espectador! ¡No quiero saber nada de sus dudas! No me interesa lo que tenga que ver Dante con la salvación de mi alma. Pero un genio como usted, mi querido amigo, adquiere la divina responsabilidad de luchar por todos los desterrados del mundo.

Lowell murmuró algo inaudible, pero sin duda una profesión de modestia.

—Ahora, ahora, Lowell —dijo Jennison—. ¿No fue usted el único que convenció al club del Sábado de que un simple comerciante era lo bastante bueno como para cenar con unos inmortales como sus amigos?

—¿Hubieran podido rechazarlo después de haberse ofrecido usted a adquirir la casa Parker? —replicó Lowell riendo.

—Hubieran podido rechazarme, y yo habría desistido de mi lucha por pertenecer al círculo de los grandes hombres. Permítame que cite a mi poeta favorito: «Y lo que ellos osan soñar, osan llevarlo a cabo». ¡Oh, qué bueno es esto!

Lowell arreció en sus carcajadas ante la idea de que a su interlocutor lo inspirase su poesía, pero lo cierto era que, en efecto, lo inspiraba. ¿Y por qué no? En la mente de Lowell, la justificación de la poesía era que reducía a la esencia de una sola línea la vaga filosofía que flotaba en las mentes de todos los hombres, como para hacerla asequible y útil, como para tenerla a mano.

Ahora, cuando se dirigía a dar una clase más, bostezó ante el mero pensamiento de entrar en una estancia repleta de estudiantes que aún creían posible aprenderlo todo sobre algo.

Lowell espoleó su caballo hacia la vieja bomba de agua situada en el exterior del edificio Hollis.

—Dales de coces si vienen, muchacho —dijo, al tiempo que encendía un cigarro.

Los caballos y los cigarros figuraban en el catálogo de las cosas prohibidas en el patio de Harvard.

Un hombre se apoyaba perezosamente en un olmo. Vestía un chaleco de cuadros amarillos y presentaba unas facciones flacas o más bien gastadas. El hombre, que se ofrecía al poeta en una postura sesgada, era demasiado mayor para ser estudiante, y su ropa estaba demasiado gastada para tratarse de un miembro del claustro. Lo contemplaba con el familiar e insaciable brillo en la mirada del admirador literario.

La fama no significaba mucho para Lowell, a quien le gustaba pensar que sólo sus amigos hallaban algo bueno en lo que escribía, y que Mabel Lowell se sentiría orgullosa de ser su hija una vez que él hubiese muerto. Por lo demás se consideraba teres atque rotundus: un microcosmos en sí mismo, su propio autor, público, crítico y posteridad. Aun así, el elogio de hombres y mujeres por la calle no dejaba de halagarlo. En ocasiones se paseaba por Cambridge con el corazón tan anhelante, que una mirada indiferente, aunque se la dirigiera un completo extraño, le arrancaba lágrimas de los ojos. Pero había algo igualmente doloroso en el encuentro con la mirada opaca y ofuscada del reconocimiento. Eso le hacía sentirse del todo transparente y ajeno: el poeta Lowell, una aparición.

El observador del chaleco amarillo, apoyado en el árbol, se llevó la mano al ala de su hongo negro cuando pasó Lowell. El poeta, confundido, inclinó la cabeza y sintió un hormigueo en las mejillas. Mientras se apresuraba por el campus universitario para atender a las obligaciones del día, Lowell no se dio cuenta de la extraña atención que aquel observador le dedicaba.

El doctor Holmes se coló en el empinado anfiteatro. Una andanada de ruido de botas, producido por aquellos cuyos lápices y cuadernos les impedían aplaudir con las manos, retumbó a su entrada. A esto siguieron unos rápidos hurras procedentes de los camorristas (Holmes los llamaba los jóvenes bárbaros), reunidos en aquellas alturas del aula conocidas como la Montaña (a semejanza de la Asamblea durante la Revolución Francesa). Aquí Holmes construía el cuerpo humano volviendo del revés cada elemento. Aquí, cuatro veces por semana había cincuenta hijos que lo adoraban y que aguardaban cada una de sus palabras. En pie frente a su clase, en el centro del anfiteatro, sintió que alcanzaba los doce pies de estatura, en lugar de quedarse en sus cinco-cinco (y eso contando las botas, particularmente altas, hechas por el mejor zapatero de Boston).

Oliver Wendell Holmes era el único miembro de la facultad que desde siempre pudo dar clase a la una, cuando el hambre y el cansancio se combinaban con el aire narcotizado del edificio de ladrillo, de dos plantas, de North Grove. Algunos colegas envidiosos decían que su fama literaria se imponía sobre sus estudiantes. En efecto, la mayoría de los muchachos que escogían medicina en lugar de derecho o teología eran rústicos, y si hubieran conocido algo de verdadera literatura antes de llegar a Boston, se habría tratado de algún poema de Longfellow. Aun así, la voz de la reputación literaria de Holmes se había extendido como un cotilleo sensacional, y alguien se procuraba un ejemplar de Autocrat of the Breakfast-Table y lo hacía circular, señalando con mirada incrédula a un compañero: «¿No has leído el Autocrat?». Pero esta reputación literaria entre los estudiantes era más la reputación de una reputación.

—Hoy —dijo Holmes— empezaremos con un tema que confío en que no les resulte a ustedes en absoluto familiar, muchachos.

Apartó de un manotazo una limpia sábana blanca que cubría un cadáver de mujer y levantó las palmas de las manos ante los pateos y las voces que siguieron.

—¡Respeto, señores! ¡Respeto hacia la obra más divina de la humanidad y de Dios!

El doctor Holmes estaba demasiado perdido en el océano de atención para advertir al intruso entre los estudiantes.

—Sí, el cuerpo femenino será el tema de hoy —prosiguió Holmes.

Un joven tímido, Alvah Smith, uno de la media docena de alumnos brillantes a los que, en toda clase, el profesor dirige su explicación de forma natural, como si fueran intermediarios del resto, se ruborizó visiblemente en la primera fila, donde sus vecinos se mostraban felices mofándose de su turbación. Holmes se dio cuenta.

—Aquí, en la persona de Smith, advertimos una muestra de la acción inhibidora de los nervios vasomotores sobre las arteriolas, que, de pronto, se relajan y llenan los capilares superficiales con sangre; el mismo agradable fenómeno del que algunos de ustedes son testigos en la mejilla de esa persona joven a la que esperan visitar esta noche.

Smith se echó a reír con el resto. Pero Holmes también oyó una involuntaria carcajada que estalló con la lentitud propia de la edad. Miró hacia uno de los laterales y descubrió al reverendo doctor Putnam, uno de los miembros con menos poder de la corporación de Harvard. Quienes la componían, aunque representaban el más alto nivel de supervisión, jamás acudían a las clases de su universidad: trasladarse desde Cambridge hasta el edificio de la facultad de Medicina, que se levantaba al otro lado del río, en Boston, por su proximidad a los hospitales, hubiera sido una idea inaceptable para la mayoría de los administradores.

—Ahora —dijo Holmes distraídamente, dirigiéndose a su clase y disponiendo el instrumental para el cadáver, junto al que se encontraban sus dos ayudantes— sumerjámonos en las profundidades de nuestro tema.

Una vez concluida la clase y después de que los bárbaros se abrieran paso a codazos a través de los pasillos laterales, Holmes condujo al reverendo doctor Putnam a su despacho.

—Usted, mi querido doctor Holmes, representa el referente máximo para los hombres de letras norteamericanos. Nadie ha trabajado tan arduamente para destacar en tantos ámbitos. Su nombre se ha convertido en un símbolo de erudición y autoría. Precisamente ayer estaba yo hablando con un caballero inglés que me decía la estima en que lo tienen en la madre patria.

Holmes sonrió, distraído.

—¿Y qué dijo? ¿Qué dijo, reverendo Putnam? Usted sabe que me gustan los cumplidos exagerados.

Putnam frunció el ceño ante la interrupción.

—Pese a ello, Augustus Manning está preocupado por algunas de sus actividades literarias, doctor Holmes.

Holmes se sorprendió.

—¿Se refiere usted al trabajo del señor Longfellow sobre Dante? Longfellow es el traductor. Yo soy uno más de sus ayudantes, por así decirlo. Le sugiero que aguarde y que lea la obra; seguro que disfrutará con ella.

—James Russell Lowell, J. T. Fields, George Greene y el doctor Oliver Wendell Holmes. ¡Vaya «ayudantes» selectos!

Holmes estaba disgustado. No había pensado que su club fuera materia de interés general y no gustaba de hablar de él con alguien ajeno. El club Dante era una de sus escasas actividades sin proyección pública.

—Oh, arroje usted una piedra en Cambridge y por fuerza acertará al autor de un par de volúmenes, querido Putnam.

Putnam se cruzó de brazos y aguardó. Holmes agitó una mano sin apuntar a ninguna dirección en concreto.

—El señor Fields es quien se ocupa de esos asuntos.

—Le ruego que se aleje de esa precaria asociación —dijo Putnam con sombría seriedad—. Hábleles en ese sentido a sus amigos. El profesor Lowell, por ejemplo, sólo se ha avenido a…

—Si anda usted buscando a alguien a quien Lowell escuche, mi querido reverendo —Holmes se interrumpió para dejar escapar una carcajada—, se ha equivocado al dirigirse a la facultad de Medicina.

—Holmes —dijo Putnam con amabilidad—, he venido principalmente para advertirle, porque lo considero un amigo. Si el doctor Manning supiera que le estaba hablando como lo hago, él… —Putnam hizo una pausa y bajó la voz adoptando un tono elogioso—. Querido Holmes, su futuro está vinculado a Dante. Temo lo que, en su actual situación, pueda ocurrir con su poesía y con su nombre desde el momento en que Manning intervenga.

—Manning no tiene por qué atacarme personalmente aunque ponga objeciones a los selectos intereses de nuestro pequeño club.

Putnam replicó:

—Estamos hablando de Augustus Manning. Considérelo.

Cuando el doctor Holmes se fue, tenía el aspecto de haberse tragado un globo. Putnam se preguntaba a menudo por qué no todos los hombres llevaban barba. Estaba contento, aun con la agitación de su cabalgada de regreso a Cambridge, pues sabía que el doctor Manning se mostraría muy complacido con su informe.

Artemus Prescott Healey, nacido en 1804, muerto en 1865, fue depositado en una gran parcela, una de las primeras que se adquirieron, unos años antes, en la colina principal del cementerio del monte Auburn.

Aún eran muchos los brahmanes que recriminaban a Healey por sus cobardes decisiones antes de la guerra. Pero todos coincidían en que sólo los antiguos radicales más extremistas ofenderían la memoria del juez presidente de su estado desdeñando sus ceremonias fúnebres.

El doctor Holmes se inclinó hacia su esposa.

—Sólo cuatro años de diferencia, Melia.

Ella respondió a la observación con un breve ronroneo.

—El juez Healey tenía sesenta —continuó susurrando Holmes—. O estaba a punto de cumplirlos. Sólo cuatro años más que yo, querida, ¡casi día por día!

Realmente casi un mes, pero aun así el doctor Holmes tomaba en consideración la edad de las personas fallecidas y su cercanía a la suya. Amelia Holmes, con un movimiento de los ojos, le advirtió que permaneciese en silencio durante los panegíricos. Holmes calló y miró al frente, a los tranquilos campos.

Holmes no podía presumir de una amistad íntima con el difunto: pocos hombres podían hacerlo, incluso entre los brahmanes. El juez presidente Healey había pertenecido a la Mesa de Supervisores de Harvard, con lo que el doctor Holmes había mantenido alguna relación rutinaria con el juez, relativa a la función de Healey como administrador. Holmes había conocido también a Healey por ser miembro de Phi Beta Kappa, pues Healey había presidido una vez esa orgullosa sociedad. El doctor Holmes mantuvo su llave ΦBK en la cadena de su reloj, un objeto con el que sus dedos luchaban ahora, mientras el cuerpo de Healey era colocado en el lugar donde iba a yacer. Con una simpatía propia de un médico, Holmes pensaba que, al menos, el pobre Healey no sufrió al morir.

El contacto más prolongado del doctor Holmes con el juez se había producido en el palacio de justicia, en una época agitada para Holmes, que lo indujo a desear retirarse por completo a un mundo de poesía. La defensa del proceso Webster, presidido, como todas las causas de delitos mayores, por un tribunal compuesto por tres jueces y el presidente, convocó al doctor Holmes como testigo de carácter de John W. Webster. Durante la acalorada vista, celebrada muchos años antes, Wendell Holmes tuvo ocasión de conocer el estilo de discurso grave y agotador con que Artemus Healey exponía sus conclusiones legales.

«Los profesores de Harvard no cometen asesinatos». Esto fue lo que testimonió en favor de Webster el entonces presidente de Harvard, que subió al estrado inmediatamente antes que el doctor Holmes.

El asesinato del doctor Parkman se había perpetrado en el laboratorio situado bajo el aula de Holmes, mientras éste daba clase. Ya era bastante penoso que Holmes hubiera sido amigo tanto del criminal como de la víctima, pues no sabía por quién lamentarse más. Al menos las acostumbradas risas contagiosas de los estudiantes del doctor Holmes ahogaron la descripción de cómo el profesor Webster descuartizó el cadáver.

—Un hombre devoto, temeroso de Dios como toda su familia…

Las chillonas promesas celestiales del predicador, con la expresión apropiada de quien encabeza la comitiva fúnebre, no le cayeron bien a Holmes. Por una cuestión de principios, pocos eran los aspectos de las ceremonias religiosas que le caían bien, como hijo que era de uno de esos leales ministros cuyo calvinismo se mantuvo duro y alerta frente a la rebelión unitarista. Oliver Wendell Holmes y su huraño hermano menor, John, fueron criados ateniéndose a aquella descomunal necedad que aún zumbaba en los oídos del doctor: «Con la caída de Adán, pecamos todos». Afortunadamente, se vieron protegidos por la rápida agudeza de su madre, que les susurraba en sensatos apartes mientras el reverendo Holmes y los ministros que eran sus huéspedes predicaban la condenación predestinada y el pecado innato. Ella les prometió que llegarían nuevas ideas, en particular a Wendell, cuando quedó impresionado por cierta historia acerca del control del diablo sobre nuestras almas. Y, en efecto, las nuevas ideas llegaron para Boston y para Oliver Wendell Holmes. Sólo los unitaristas hubieran podido construir el cementerio del monte Auburn, un lugar de enterramiento que era también un jardín.

Mientras el doctor Holmes observaba a los numerosos notables presentes y no se ocupaba de sí mismo, otros muchos volvían la cabeza en dirección al doctor Holmes, pues formaba parte de un puñado de celebridades conocidas con diversos nombres: los Santos de Nueva Inglaterra o los Poetas Junto a la Chimenea. Cualquiera que fuese el nombre que se les diera, eran los más altos representantes literarios del país. Junto a los Holmes se hallaba James Russell Lowell, poeta, profesor y editor de textos, retorciéndose perezosamente la larga guía del bigote, hasta que Fanny Lowell le tiró de la manga. Al otro lado, J. T. Fields, el editor que publicaba a los mayores poetas de Nueva Inglaterra, con la cabeza y la barba señalando hacia abajo en un perfecto triángulo de seria contemplación, una figura llamativa para ser yuxtapuesta a las angélicas mejillas rosadas y el perfecto equilibrio de su joven esposa. Lowell y Fields no eran más íntimos del juez presidente Healey de lo que lo era Holmes, pero asistían a la ceremonia por respeto a la posición y a la familia de Healey (de esta última, además, los Lowell eran primos en algún grado).

Los presentes, al ver a aquel trío de literatos, buscaron en vano al más ilustre de sus colegas. A decir verdad, Henry Wadsworth Longfellow estaba dispuesto a acompañar a sus amigos al monte Auburn, adonde se llegaba desde su casa dando un paseo, pero, como tenía por costumbre, se había quedado junto a su chimenea. Pocas cosas en el mundo, fuera de la casa Craigie, podían presumir de atraer a Longfellow. Después de tantos años dedicados a aquel proyecto, la realidad de la inminente publicación le imponía una plena dedicación. Además, Longfellow temía (y con razón) que, de haber ido al monte Auburn, su fama hubiera apartado de la familia Healey la atención de los asistentes al luctuoso acto. Siempre que Longfellow caminaba por las calles de Cambridge, la gente murmuraba, los niños se arrojaban en sus brazos y los sombreros eran levantados en tan gran número, que se diría que todo el condado de Middlesex penetraba simultáneamente en una capilla.

Holmes podía recordar que una vez, años atrás, antes de la guerra, viajando con Lowell en un traqueteante carruaje, pasaron frente a la ventana de la casa Craigie, que enmarcaba a Fanny y a Henry Longfellow al amor de la lumbre, rodeados de sus cinco hermosos niños junto al piano. Detrás, el rostro de Longfellow aún estaba abierto al mundo.

—Tiemblo al mirar la casa de Longfellow —dijo Holmes.

Lowell, que se había estado quejando de un defectuoso ensayo de Thoreau de cuya edición se encargaba, respondió con una risa ligera que contrastaba con el tono de Holmes.

—Su felicidad es tan perfecta —prosiguió Holmes— que ningún cambio, ninguno de los cambios que lleguen a afectarlo puede dejar de ser para peor.

Cuando la oración fúnebre del reverendo Young tocó a su fin, un solemne murmullo se alzó sobre las tranquilas extensiones del cementerio. Mientras Holmes se sacudía unas hojitas amarillas de su cuello de terciopelo y dejaba vagar sus ojos por los pétreos rostros de los dolientes, advirtió que el reverendo Elisha Talbot, el ministro más prominente de Cambridge, aparecía abiertamente irritado por la cálida recepción que había tenido la oración fúnebre de Young. Sin duda estaba ensayando lo que él hubiera dicho de haber sido el ministro de Healey. Holmes admiró la expresión contenida de la viuda de Healey. Las viudas de lágrima fácil eran las que menos tardaban en encontrar nuevo marido. Holmes también se entretuvo en observar al señor Kurtz, pues el jefe de policía se había colocado confiadamente junto a la viuda de Healey y se la llevaba aparte, al parecer con el propósito de convencerla de algo, pero de una forma abreviada, como si su intercambio de palabras fuera una recapitulación de alguna conversación previa. El jefe Kurtz no estaba argumentando sino más bien recordando algo amablemente a la viuda de Healey. Ésta asentía con deferencia; oh, pero muy tensa, pensó Holmes. El jefe Kurtz terminó con un suspiro de alivio que Eolo hubiera envidiado.

La cena de aquella noche en el 21 de la calle Charles fue más tranquila de lo acostumbrado, pues nunca era tranquila. Los huéspedes solían departir atolondradamente, por no mencionar el bajo volumen de la conversación de los Holmes, lo que llevaba a preguntarse si algún miembro de aquella familia había escuchado al otro. El doctor había implantado la tradición de recompensar con una ración extra de mermelada al mejor conversador de la velada. Hoy la hija del doctor Holmes, la «pequeña» Amelia, charlaba más de lo habitual, contando el último compromiso matrimonial, el de la señorita B… con el coronel F…, y contando lo que su círculo de costura había estado haciendo para los regalos de boda.

—Padre —dijo Oliver Wendell Holmes Junior, el héroe, con un pequeño visaje—, creo que esta noche te vas a quedar sin mermelada.

Junior estaba fuera de lugar en la mesa de los Holmes. No sólo medía un metro ochenta en una casa de personas vivaces y de baja estatura, sino que era deliberadamente parco en palabras y en movimientos.

Holmes sonrió pensativamente sobre su asado.

—Wendy, no te he oído hablar mucho esta noche.

Junior odiaba que su padre lo llamara así.

—Oh, yo no ganaré la ración extra, pero tú tampoco. —Se volvió a su hermano menor, Edward, que sólo estaba en casa de vez en cuando, pues se alojaba en la universidad—. Dicen que están recogiendo firmas para dar el nombre del pobre Healey a una cátedra en la facultad de Derecho. ¿Tú lo crees, Neddie? ¡Después de que eludió su responsabilidad en la Ley de Esclavos Fugitivos todos estos años! Morirse es la única manera de que Boston perdone tu pasado, por lo poco que sé.

En su paseo de después de la cena, el doctor Holmes se detuvo para dar a algunos niños que jugaban a las canicas un puñado de monedas con las que formar una palabra en la acera. Eligió nudo (¿por qué no?), y cuando dibujaron correctamente las letras con las piezas de cobre, los obsequió con las monedas. Estaba satisfecho de que el verano en Boston tocara a su fin y, con él, aquel calor asfixiante que agravaba su asma.

Holmes se sentó bajo los altos árboles situados detrás de su casa, pensando en «los más finos talentos literarios de Nueva Inglaterra», según el exagerado elogio de Fields en el New York Tribune. Su club Dante era importante para la misión de Lowell de introducir la poesía de Dante en Estados Unidos, y para los planes de edición de Fields. Sí, estaban en juego intereses académicos y empresariales. Pero para Holmes el triunfo del club consistía en la unión de intereses de aquel grupo de amigos que él se sentía afortunado de tener. Le gustaba más que nada la libre charla y la brillante chispa que brotaba cuando daban libre curso a la poesía. El club Dante era una asociación curativa —pues en los últimos años todos habían envejecido de pronto— que unía a Holmes y a Lowell tras sus diferencias a propósito de la guerra; que unía a Fields con sus mejores autores en su primer año sin su socio William Ticknor, para proporcionarles seguridad; y que unía a Longfellow con el mundo exterior, o al menos con alguno de sus embajadores con más inclinaciones literarias.

El talento de Holmes para traducir no era extraordinario. Poseía la imaginación necesaria, pero carecía de aquella cualidad que adornaba a Longfellow y que permitía que un poeta se abriera plenamente a la voz de otro poeta. Además, en una nación con escaso intercambio de pensamiento con países extranjeros, Oliver Wendell Holmes se sentía feliz por considerarse versado en Dante, un «dantesco» más que un erudito especialista en Dante. Cuando Holmes estudiaba en la universidad, el profesor George Ticknor, el literato aristócrata, se aproximaba al límite de la tolerancia ante la constante obstrucción de la corporación de Harvard a su acceso al puesto de primer profesor de la cátedra Smith. Wendell Holmes, mientras tanto, habiendo llegado a dominar el griego y el latín a la edad de doce años, estaba ahogado por el aburrimiento durante las obligadas horas de recitación en las que se memorizaban y se repetían a coro versos de la Hécuba de Eurípides, en cuyo significado se llevaba largo tiempo insistiendo.

Cuando se conocieron en el salón de la familia Holmes, los ojos del profesor Ticknor, fijos y negros, se posaron en el estudiante, que descargaba su peso alternativamente en uno y otro pie.

—No para un momento —dijo suspirando Oliver Wendell Holmes padre, el reverendo Holmes.

Ticknor sugirió que el italiano podría disciplinarlo. En esa época, los recursos del departamento eran demasiado restringidos para ofrecer una enseñanza formal de la lengua. Pero Holmes no tardó en recibir en préstamo una gramática y un vocabulario preparados por Ticknor, junto con una edición de la Divina Commedia de Dante, un poema dividido en partes llamadas cantica: Inferno, Purgatorio y Paradiso.

Holmes temía ahora que las eminencias de Harvard hubieran dado con algo sobre Dante desde su insondable ignorancia. En la facultad de Medicina, las ciencias habían permitido a Oliver Wendell Holmes descubrir cómo obraba la naturaleza cuando se liberaba de la superstición y el temor. Él creía que, de la misma manera que la astronomía había reemplazado a la astrología, la «teonomía» algún día haría otro tanto con su gemela corta de talento. Con esta fe, Holmes prosperó como poeta y como profesor.

Entonces la guerra tendió una emboscada al doctor Holmes y también a Dante Alighieri.

Empezó una noche de invierno de 1861. Holmes se hallaba sentado en Elmwood, la mansión de Lowell, inquieto por las noticias de la partida de Wendell Junior con el regimiento 25 de Massachusetts. Lowell era el antídoto adecuado a su nerviosismo: impetuoso y confiando a gritos en que, en todo momento, el mundo era exactamente como él había dicho que era. En caso necesario, si las preocupaciones de uno eran excesivas, ese mundo era risible.

Desde aquel verano, la sociedad se lamentaba porque echaba de menos la presencia consoladora de Henry Wadsworth Longfellow. Éste escribió a sus amigos declinando todas las invitaciones que lo hubiesen obligado a abandonar la casa Craigie, explicando que se hallaba ocupado. Había empezado a traducir a Dante, dijo, y no tenía previsto parar: Hago este trabajo porque no puedo hacer otra cosa.

Viniendo del reticente Longfellow, esas notas eran gritos lastimeros. Era tranquilo por fuera, pero por dentro se desangraba hasta morir.

Y Lowell, plantado en el escalón de acceso a la casa de Longfellow, insistía en ayudar. Lowell se había lamentado de que los norteamericanos, poco conocedores de las lenguas modernas, no tenían acceso ni siquiera a las pocas y lamentables traducciones británicas existentes.

—¡Necesito el nombre de un poeta para vender un libro así a este público de asnos! —había replicado Fields a las apocalípticas advertencias de Lowell sobre la ceguera de Estados Unidos respecto a Dante.

Siempre que Fields se proponía apartar a sus autores de un proyecto arriesgado, invocaba la estupidez del público lector.

A lo largo de los años, Lowell había insistido muchas veces a Longfellow para que tradujera el poema tripartito, incluso amenazándolo una vez con hacerlo él mismo, algo para lo que carecía de fuerza interior. Ahora no podía dejar de ayudar. Después de todo, Lowell era uno de los pocos eruditos norteamericanos que sabían algo de Dante; incluso parecía saberlo todo.

Lowell detalló a Holmes de qué forma tan notable Longfellow estaba captando a Dante, a juzgar por los cantos que le había mostrado.

—Nació para esa tarea, estoy convencido, Wendell.

Longfellow estaba empezando con el Paradiso, luego pasaría al Purgatorio y, finalmente, al Inferno.

—¿Va para atrás? —preguntó Holmes, intrigado.

Lowell asintió y se sonrió.

—Me atrevería a decir que nuestro querido Longfellow quiere asegurarse el cielo antes de mandarse a sí mismo al infierno.

—Yo nunca recorrería el camino para llegar a Lucifer —dijo Holmes, refiriéndose al Inferno—. El Purgatorio y el Paraíso son todo música y esperanza, y te sientes flotar hacia Dios. ¡Pero el horror y la barbarie de esa pesadilla medieval! Alejandro Magno debiera haber dormido con ese libro bajo la almohada.

—El infierno de Dante forma parte tanto de nuestro mundo como del inframundo, y no debería eludirse —dijo Lowell—, sino más bien compararse. Alcanzamos las profundidades del infierno muy a menudo en esta vida.

La fuerza de la poesía de Dante resonaba más en quienes no profesaban la fe católica, pues sería inevitable que la teología del autor se prestara a equívocos entre los creyentes. Pero para los más distantes teológicamente, la fe de Dante era tan perfecta, tan firme, que un lector se sentiría captado por la poesía como para tomarla muy a pecho. Por eso Holmes temía al club Dante: temía, en efecto, que abriera la puerta a un nuevo infierno, avalado por el puro genio literario de los poetas. Y, peor aún, temía que él mismo, tras una vida huyendo del diablo predicado por su padre, se mostrara parcial rechazándolo.

En el estudio de Elmwood, aquella noche de 1861, un mensajero interrumpió el té del poeta. El doctor Holmes supo sin la menor duda que era un telegrama que se había dirigido a sí mismo desde su casa, en un alarde de complejidad, informándose de la muerte del pobre Wendell Junior en algún campo de batalla helado, probablemente por agotamiento: ésta era la explicación en la lista de bajas. Holmes encontró que «muerto por agotamiento» era lo más terrible y lo más vívido. Se trataba, en cambio, de un sirviente enviado por Henry Longfellow, cuya propiedad, la casa Craigie, estaba a la vuelta de la esquina: una simple nota solicitando la ayuda de Lowell en algunos cantos ya traducidos. Lowell persuadió a Holmes de que lo acompañara.

—Tengo tantos asuntos entre manos, que me aterra una nueva tentación —dijo Holmes, riendo al principio—. Temo contraer su dantemanía.

Lowell convenció a Fields de que se ocupara también de Dante. Aunque no era especialista en cultura italiana, el editor contaba con un útil conocimiento del idioma gracias a sus viajes de negocios (tales viajes obedecían más a su placer y al de Annie, pues era escaso el comercio de libros entre Roma y Boston), y ahora se sumergió en diccionarios y en comentarios. El interés de Fields, como le gustaba decir a su mujer, era lo que interesaba a los demás. Y el viejo George Washington Greene, que había facilitado a Longfellow el primer ejemplar de Dante, mientras ambos recorrían tierras italianas treinta años antes, empezó a parar a todo el que llegaba a la ciudad procedente de Rhode Island, y le ofrecía cumplida información acerca de su tarea. Fue Fields, muy necesitado de establecer horarios, quien sugirió las noches de los miércoles para las reuniones sobre Dante en el estudio de la casa Craigie; y el doctor Holmes, muy diestro en poner nombres a las cosas, bautizó la empresa como club Dante. Aunque el propio Holmes solía referirse a las reuniones como sus séances, insistiendo en que, si uno se esforzaba lo bastante en mirar, podría encontrarse frente a frente con Dante junto a la chimenea de Longfellow.

La nueva novela de Holmes le devolvería el favor del público. Sería la historia norteamericana que los lectores esperaban en cada librería y en cada biblioteca; la que Hawthorne no había conseguido hallar antes de morir; la que espíritus prometedores como Herman Melville enturbiaron con lo peculiar, adentrándose en la vía del anonimato y el aislamiento. Dante se atrevió a hacer de sí mismo un héroe casi divino, transformando su propia personalidad defectuosa a través de la jactancia de la poesía. Pero para esto el florentino sacrificó su hogar, su vida con su mujer y sus hijos, su lugar en la retorcida ciudad que amaba. En su pobreza y su soledad definió su nación: sólo en su imaginación experimentó la paz. El doctor Holmes, a su manera habitual, lo realizaría todo, todo de una vez.

Y después de que su novela obtuviera el apoyo nacional, entonces, ¡que el doctor Manning y otros buitres del mundo trataran de picotear su reputación! Sobre la cresta de una redoblada adoración, Oliver Wendell Holmes, con un escudo sostenido con una sola mano, podría defender a Dante frente a sus atacantes y asegurar el triunfo de Longfellow. Pero si la traducción de Dante iniciaba demasiado aprisa una batalla que ahondara las heridas que ya estaban afectando a su buen nombre, entonces la historia norteamericana podría pasar inadvertida o algo peor.

Holmes vio con la claridad de un veredicto judicial lo que tenía que hacer. Debía frenarlos lo bastante como para terminar su novela antes de que la traducción estuviera completada. Aquello no era el asunto de Dante; era el asunto de Oliver Wendell Holmes, su sino literario. Además, Dante, lamentablemente, había retrasado su momento varios cientos de años antes de aparecer en el Nuevo Mundo. ¿Qué podían significar unas semanas más?

En el vestíbulo de la comisaría de policía de Court Square, Nicholas Rey miraba por encima de su cuaderno de notas, bizqueando a la luz de gas tras una prolongada tarea sobre una hoja de papel. Un hombre fornido como un oso, con uniforme añil, agitando una hojita de papel como si acunara a un niño, aguardaba frente al escritorio.

—Es usted el patrullero Rey, ¿verdad? Soy el sargento Stoneweather. No quisiera interrumpirlo. —El hombre se adelantó y extendió su impresionante mano—. Creo que hay que ser un hombre de temple para convertirse en el primer policía negro, con todo lo que algunos dicen. ¿Qué está usted escribiendo ahí, Rey?

—¿Puedo serle de alguna utilidad, sargento? —preguntó Rey.

—Soy yo quien puede, ya lo creo que puedo. Usted ha estado preguntando por las comisarías sobre ese mendigo del demonio que ha saltado por la ventana, ¿no es así? Fui yo quien lo trajo para el reconocimiento.

Rey se aseguró de que la puerta del despacho de Kurtz estaba cerrada. El sargento Stoneweather sacó de su envoltorio un pastel de arándanos y fue comiendo a ratos mientras hablaba.

—¿Recuerda usted dónde lo detuvo? —preguntó Rey.

—Sí. Estaba buscando a alguien que pudiera ser de interés, tal como se nos ordenó. En las tabernuchas y en las posadas. Yo estaba en la estación de tranvías de Boston Sur, porque sabía que allí operaban algunos carteristas. Su mendigo estaba tirado en uno de los bancos, medio dormido, pero agitándose, como si tuviera tremulus demendus o delirius tremendus o algo así.

—¿Sabía usted quién era? —preguntó Rey.

Stoneweather respondió, mientras masticaba:

—Son muchos los vagos y los borrachos que continuamente van y vienen en el tranvía. Así que no me resultan familiares. A decir verdad, ni pensé en llevármelo, de tan inofensivo que parecía.

A Rey esto le sorprendió.

—¿Y qué le hizo cambiar de parecer?

—¡Ese maldito mendigo, eso fue! —farfulló Stoneweather, dejándose algunas migas en la barba—. Me ve moverme entre algunos de aquellos bribones, y corre hacia mí con las muñecas juntas y se pone delante de ellos como si quisiera que lo esposaran y se le formularan cargos allí mismo ¡por asesinato! Así que yo pensé para mí: el cielo me ha enviado para que me las vea en este sarao. Y el maldito estúpido se derrumba. Todo ocurre por alguna razón que Dios sabe; yo lo creo así. ¿Usted no, patrullero?

Rey tenía dificultad para imaginar al saltador en cualquier circunstancia que no fuera huyendo.

—¿Le dijo algo durante el camino? ¿Hacía algo? ¿Habló con alguien más? ¿Quizá leía un periódico? ¿Un libro?

Stoneweather se encogió de hombros.

—No me fijé.

Mientras Stoneweather buscaba en los bolsillos de su guerrera un pañuelo para secarse las manos, Rey advirtió con distraído interés el revólver que sobresalía de su cinturón de cuero. El día en que Rey fue admitido en la policía por el gobernador Andrew, el consejo rector dictó una resolución por la que se le aplicaban restricciones. Rey no podía vestir uniforme, portar un arma que fuera más allá de una porra ni detener a una persona de raza blanca sin la presencia de otro oficial.

Aquel primer mes, la ciudad destinó a Nicholas Rey a hacer guardia en el Distrito Segundo. El capitán de la comisaría decidió que Rey sólo podría efectuar patrullas en Nigger Hill. Pero allí había suficientes negros que alimentaban resentimiento hacia un oficial mulato y desconfiaban de él, de tal manera que los demás patrulleros de la zona temían disturbios. La comisaría no era mucho mejor. Sólo dos o tres policías le dirigían la palabra, y los demás firmaron una carta al jefe Kurtz solicitando que se pusiera fin al experimento de un oficial de color.

—¿Realmente desea usted saber qué lo llevó a hacer lo que hizo, patrullero? —preguntó Stoneweather—. Según mi experiencia, a veces un hombre no puede averiguar el porqué de las cosas.

—Murió en el edificio de esta comisaría, sargento Stoneweather —replicó Rey—. Pero en su cerebro él estaba en algún otro lugar… lejos de nosotros, lejos de la seguridad.

Eso era más de lo que Stoneweather podía digerir.

—Me gustaría saber más sobre ese pobre tipo, sí.

Aquella tarde, el jefe Kurtz y el subjefe Savage visitaron Beacon Hill. Rey, en el pescante, permanecía más tranquilo de lo habitual. Cuando se apearon, Kurtz dijo:

—¿Sigue usted pensando en aquel maldito vagabundo, patrullero?

—Puedo averiguar quién era, jefe —dijo Rey.

Kurtz frunció el ceño, pero su mirada y su voz se suavizaron.

—Bien, ¿qué sabe usted de él?

—El sargento Stoneweather lo encontró en una estación de tranvías. Podría ser de esa zona.

—¡Una estación de tranvías! Pudo haber llegado de cualquier sitio.

Rey no discrepó y se abstuvo de discutir. El subjefe Savage, que había estado escuchando, dijo evasivamente:

—También nosotros tenemos nuestra idea, jefe, desde inmediatamente antes del reconocimiento.

—Escúchenme bien ustedes dos —dijo Kurtz—. Esa gallina vieja de Healey me agarrará de las orejas si no queda satisfecha. Y no quedará satisfecha hasta que un día le dejemos hacer de verdugo. Rey, no quiero que ande usted hurgando en el asunto del mendigo. ¿Se entera? Ya tenemos bastantes quebraderos de cabeza sin provocar que todos se nos echen encima por un hombre que se nos murió ante nuestras narices.

Las ventanas de la mansión Wide Oaks estaban cubiertas con pesadas telas negras que sólo permitían que penetrase la luz del día a través de estrechas franjas a lo largo de sus lados. La viuda de Healey levantó la cabeza de un montón de almohadones en forma de hojas de loto.

—Ha encontrado usted al asesino, jefe Kurtz —aseveró más que preguntó cuando entró Kurtz.

—Mi querida señora —dijo el jefe Kurtz quitándose el sombrero y colocándolo sobre una mesa a los pies de la cama—, tenemos hombres trabajando en todas direcciones. La investigación está aún en sus primeras etapas…

Kurtz explicó cuáles eran las posibilidades. Había dos hombres que debían dinero a Healey y un notorio delincuente cuya sentencia había sido confirmada por el juez presidente cinco años antes.

La viuda permaneció con la cabeza lo bastante quieta como para mantener una compresa caliente equilibrada sobre las blancas eminencias de sus sienes. Desde el funeral y las diversas ceremonias en memoria del juez presidente, Ednah Healey se negaba a abandonar la habitación y no recibía más visitas que las de sus familiares más allegados. De su cuello colgaba el broche de cristal de roca que encerraba el enmarañado mechón de cabellos del juez, un adorno que la viuda había pedido a Nell Ranney que ensartara en un collar.

Sus dos hijos, de hombros y cabezas tan voluminosos como los del juez presidente Healey, pero ni con mucho tan corpulentos, se sentaban como desplomados en sendos sillones que flanqueaban la puerta, como dos bulldogs de granito. Roland Healey interrumpió a Kurtz:

—No comprendo por qué han avanzado tan despacio, jefe Kurtz.

—¡Sólo con que hubiéramos ofrecido una recompensa! —añadió a la queja de su hermano Richard, el primogénito—. ¡Seguro que hubiéramos atrapado a alguien de haber puesto suficiente dinero! La diabólica codicia, eso es lo que impulsa a la gente a colaborar.

El subjefe los oía con paciencia profesional.

—Dios mío, señor Healey, si revelamos las verdaderas circunstancias del fallecimiento de su padre, a ustedes los abrumarían con informaciones falsas personas que no pretenderían otra cosa que ganarse algún dólar. Deben ustedes mantener todo el asunto velado para el público y dejarnos a nosotros continuar. Créanme, amigos míos —añadió—; a ustedes no les gustarían las consecuencias de una amplia divulgación del caso.

—El hombre que murió en su reconocimiento —dijo la viuda—. ¿Ya han descubierto su identidad?

Kurtz levantó las manos.

—Muchísimos de nuestros buenos ciudadanos pertenecen a la misma familia cuando comparecen en un reconocimiento de la policía —dijo, y sonrió haciendo una mueca—. Smith o Jones.

—Y ése —preguntó la señora Healey—, ¿a qué familia pertenecía?

—No nos dio ningún nombre, señora —respondió Kurtz, replegando compungidamente su sonrisa bajo su bigote enmarañado y colgante—. Pero no tenemos razones para creer que tuviera alguna información sobre el asesinato del juez Healey. Sencillamente, estaba mal de la cabeza y también un poco bebido.

—Al parecer, sordo y mudo —añadió Savage.

—¿Por qué estaría tan desesperado como para tirarse, jefe Kurtz? —preguntó Richard Healey.

Ésa era una excelente pregunta, aunque Kurtz no quería admitirlo.

—No acabaría nunca de contarles a cuántos hombres encontramos en la calle que se creen perseguidos por los demonios y nos dan descripciones de sus perseguidores, cuernos incluidos.

La señora Healey se inclinó hacia delante y miró de través.

—Jefe Kurtz, ¿y su mozo?

Kurtz invitó a entrar a Rey, que permanecía en el vestíbulo.

—Señora, le presento al patrullero Nicholas Rey. Usted nos pidió que nos acompañara hoy, por lo del hombre que pereció durante el reconocimiento.

—¿Un agente de policía negro? —preguntó con visible incomodidad.

—En realidad, mulato —precisó Savage con orgullo—. El patrullero Rey es el primero del país. El primero en toda Nueva Inglaterra, dicen.

La señora Healey alargó la mano para que Rey se la estrechara. Luego se volvió y alzó el cuello lo suficiente para ver a placer al mulato.

—¿Es usted el patrullero que estaba a cargo del vagabundo, del que murió allí?

Rey asintió.

—Entonces, dígame, agente. ¿Qué cree usted que le hizo actuar de aquel modo?

El jefe Kurtz tosió nerviosamente en dirección a Rey.

—No puedo decírselo con precisión, señora —respondió Rey sinceramente—. No puedo decir qué creyó o si consideró que corría algún peligro su integridad física en aquel momento.

—¿Le habló a usted? —preguntó Roland.

—Sí, señor Healey. Al menos trató de hacerlo. Pero me temo que lo que susurró no podía entenderse.

—¡Ja! ¡Ustedes ni siquiera son capaces de descubrir la identidad de un vagabundo que se les muere en sus propias dependencias! ¡Creo que usted, jefe Kurtz, considera que mi marido tuvo el fin que merecía!

—¿Yo? —Kurtz se volvió y miró inerme a su subjefe—. ¡Señora!

—Yo soy una mujer enferma, a punto de comparecer ante Dios, ¡pero a mí no me engañan! ¡Usted cree que somos tontos y unos palurdos, y está deseando mandarnos a todos al diablo!

—¡Señora! —exclamó Savage haciendo eco al jefe.

—¡No le daré el placer de verme muerta, jefe Kurtz! ¡Usted y su desagradable policía negro! ¡Él hizo todo lo que sabía hacer y no tenemos que avergonzarnos de nada!

La compresa cayó al suelo cuando ella se hurgó el cuello con las uñas. Era una nueva convulsión, provocada por las costras recientes y las marcas rojas que cubrían su piel. Se rascó el cuello, ahondando en la carne y escarbando en un enjambre de insectos invisibles que aguardaban en los recovecos de su mente.

Sus hijos saltaron de sus asientos, pero sólo pudieron retroceder hacia la puerta. Kurtz y Savage habían hecho otro tanto, indefensos, como si a la viuda pudieran consumirla las llamas en cualquier instante.

Rey aguardó un momento más y luego, tranquilamente, dio un paso hacia un lado de la cama.

—Señora Healey. —Sus arañazos habían aflojado las cintas de su camisa de dormir. Rey se acercó y rebajó la llama de la lámpara hasta que sólo pudo distinguirse la silueta de la viuda—. Señora, quiero que sepa que su marido me ayudó en una ocasión.

Se había tranquilizado.

Kurtz y Savage intercambiaron miradas de sorpresa junto a la puerta. Rey habló demasiado bajo para que desde el otro lado de la habitación se oyeran todas las palabras, pero los otros estaban demasiado asustados para adelantarse y provocar un nuevo acceso en la viuda. Aun en la oscuridad pudieron percibir hasta qué punto se había tranquilizado, lo apaciguada y silenciosa que estaba salvo por su agitada respiración.

—Cuéntemelo, por favor —dijo.

—De niño me trajo a Boston una mujer de Virginia que viajó aquí con motivo de una festividad. Algunos abolicionistas me apartaron de su lado para hacerme comparecer ante el juez presidente. Éste dictaminó que un esclavo quedaba emancipado legalmente en cuanto cruzaba a un estado libre. Me puso al cuidado de un herrero negro, Rey, y de su familia.

—Antes de que nos impusieran esa desdichada Ley de Esclavos Fugitivos. —Los párpados de la señora Healey se cerraron mientras suspiraba, y su boca se torció de una manera extraña—. Sé lo que piensan los amigos de su raza a propósito de aquel chico, Sims. Al juez presidente no le gustaba que yo acudiera a las vistas, pero fui. Había mucho que decir, entonces. Sims era como usted, un negro apuesto, pero tan oscuro como lo que mucha gente tiene dentro de la cabeza. El juez presidente nunca lo hubiera mandado de vuelta de no haberse visto obligado a hacerlo. No tuvo elección, compréndalo. Pero a usted le proporcionó una familia. Esa familia, ¿le hizo a usted feliz?

Él asintió.

—¿Por qué las equivocaciones sólo se subsanan después? ¿Acaso no pueden remediarse alguna vez con antelación? Eso produce mucho cansancio. Mucho cansancio.

Recobró en parte la lucidez, y ahora se dio cuenta de lo que había que hacer una vez los agentes se hubiesen marchado. Pero necesitaba una cosa más de Rey.

—Por favor, ¿le dijo algo a usted cuando era niño? Al juez Healey lo que más le gustaba era hablar con los niños.

Recordaba a Healey con sus propios hijos.

—Me preguntó si quería quedarme aquí, señora Healey, antes de poner por escrito sus conclusiones. Dijo que siempre estaría seguro en Boston, pero que era yo quien tenía que elegir ser un bostoniano, un hombre que cuidara de sí mismo y velara por la ciudad al mismo tiempo; de lo contrario sería siempre un marginal. Me dijo que, cuando un bostoniano alcanza las puertas del cielo, llega un ángel y le previene: «Aquí no estarás a gusto; esto no es Boston».

Percibió el susurro al tiempo que oía a la viuda de Healey caer dormida. Lo oyó en la desnudez de su gélida casa de huéspedes. Despertaba cada mañana con las palabras en la punta de la lengua. Podía saborearlas, podía oler el penetrante aroma que las arropaba, podía frotarse contra las híspidas barbas que las recitaban, pero cuando trataba de hablar él mismo en susurros, en ocasiones mientras conducía el carruaje, otras veces ante un espejo, aquello carecía de sentido. Se sentaba a todas horas con su pluma, gastando tinteros, pero la falta de sentido era peor por escrito que de palabra. Podía ver al hombre que susurraba, inquieto por aquel disparate, los ojos atónitos brillando ante él antes de que el cuerpo se lanzara a través del cristal. El hombre innominado había caído del cielo, desde un lugar lejano en el que Rey no podía pensar, a los brazos de Rey, desde donde había vuelto a caer. Se impuso apartarlo de su mente. Pero podía ver con toda claridad la caída a plomo por el patio, donde el hombre era todo sangre y hojas, una y otra vez; tan suave y constante como las imágenes de las transparencias de una linterna mágica. Debía detener la caída, maldita orden del jefe Kurtz. Debía encontrar algún sentido a las palabras que quedaron colgando en el aire muerto.

* * *

—No quisiera dejarlo ir —dijo Amelia Holmes, con un fruncimiento en su carita, mientras subía el cuello del abrigo de su marido para cubrir la bufanda—. Señor Fields, él no debería salir esta noche. Estoy preocupada por lo que pueda sucederle. Oiga cómo resuella a causa del asma. ¿Cuándo volverás a casa, Wendell?

El bien equipado carruaje de J. T. Fields se dirigió al 21 de la calle Charles. Aunque estaba a sólo dos manzanas de su casa, Fields nunca hacía caminar a Holmes. El doctor respiraba con dificultad en el escalón de la entrada, acusando el tiempo frío, como a menudo le ocurría también con el calor.

—Oh, no lo sé —respondió el doctor Holmes, algo fastidiado—. Me pongo en manos del señor Fields.

—Bien, señor Fields —dijo ella en tono grave—, ¿cuándo le permitirá regresar?

Fields consideró la pregunta con la mayor seriedad. El apoyo de una esposa era tan importante para él como el de un autor, y Amelia Holmes hacía poco que se había vuelto aprensiva.

—Quisiera que Wendell no publicara nada más, señor Fields —había dicho Amelia durante un almuerzo en casa de los Fields a principios de aquel mes, en la hermosa estancia que, a través de hojas y flores, daba al apacible río—. Lo único que consigue es regañar por las críticas de los periódicos, ¿y de qué sirve eso?

Fields abrió la boca para dejarle a ella descansar la mente, pero Holmes fue demasiado rápido. Cuando estaba agitado o asustado, nadie podía hablar tan aprisa, especialmente de sí mismo:

—¿Qué quieres decir, Melia? He escrito algo nuevo que no suscitará las quejas de los críticos. Se trata de la «Historia norteamericana». El señor Fields ha estado presionándome mucho tiempo para escribirla. ¿Sabes, querida?, será mejor que cualquier otra cosa que haya hecho.

—Oh, eso es lo que dices siempre, Wendell. —Agitó la mano tristemente—. Pero yo quiero que lo dejes.

Fields sabía que Amelia había reforzado la decepción de Holmes cuando la continuación de la serie el Autocrat, The Professor at the Breakfast-Table se consideró repetitiva, pese a las promesas de éxito hechas por Fields. Holmes planeó una tercera parte, que se titularía The Poet at the Breakfast-Table. Se sintió derrotado por los ataques de la crítica, y sólo obtuvo el modesto éxito de Elsie Veneer, su primera novela, que había escrito de un tirón y que publicó poco antes de la guerra.

A la nueva tropa de críticos bohemios de Nueva York le gustaba atacar la estructura establecida de Boston, y Holmes representaba a su orgullosa ciudad mejor que nadie; él, después de todo, había llamado a Boston el Eje del Universo y denominado a su propia clase social los brahmanes de Boston, inspirándose en tierras más exóticas. Ahora, los rufianes que se llamaban a sí mismos la Joven América y habitaban las tabernas subterráneas de Manhattan, a lo largo de Broadway, habían declarado irrelevante para la próxima era el prolongado dominio de los Poetas junto a la Chimenea patrocinados por Fields. ¿Qué había hecho para evitar la guerra civil la camarilla de Longfellow, con sus rimas anticuadas y sus estampas aldeanas?, preguntaban. Holmes, por su parte, años antes de la guerra había abogado por el compromiso e incluso firmó, junto con Artemus Healey, un manifiesto en apoyo de la Ley de Esclavos Fugitivos, que propugnaba la devolución a sus amos de los esclavos huidos, como una esperanzadora medida para evitar el conflicto.

—Pero es que no lo entiendes, Amelia —continuaba Holmes a la mesa del desayuno—. Eso me dará dinero, lo cual nunca está de más. —De pronto dirigió la mirada a Fields—. Si me ocurriera algo antes de que tuviera la historia terminada, no vendría a reclamarle el dinero a la viuda, ¿verdad?

Todos se echaron a reír. Ahora, sentados juntos en el carruaje, Fields miraba el cielo de colores cómo si pudiera darle la respuesta que Amelia seguía esperando.

—Alrededor de las doce —dijo—. ¿Qué le parece las doce, mi querida señora Holmes?

La miró con sus amables ojos castaños, aunque sabía que más bien sería a las dos de la madrugada. El poeta tomó del brazo al editor.

—Eso está muy bien para una noche dedicada a Dante, Melia. El señor Fields cuidará de mí. Uno de los mayores cumplidos que un hombre ha dedicado nunca a otro es mi visita a Longfellow esta noche, después de todo lo que he hecho últimamente, entre mis clases y mi novela y los almuerzos elegantes. ¿Por qué no debería ir esta noche?

Fields decidió no dar por oído este último comentario, aunque fuera pronunciado con despreocupación.

Era una leyenda popular en Cambridge, en 1865, que Henry Wadsworth Longfellow decidiría divinamente cuándo mostrarse fuera de su mansión colonial de color amarillo sol, para saludar a quienes llegaban, tanto si se trataba de huéspedes largamente esperados como de imprevistos peticionarios. Por supuesto que las leyendas a menudo decepcionan, y por lo general uno de los sirvientes del poeta atendía la maciza puerta de la casa Craigie, así llamada por sus anteriores dueños. En años recientes hubo ocasiones en que Henry Longfellow optó sencillamente por no recibir a nadie en absoluto.

Pero aquella tarde, confiando lo suficiente en la sabiduría popular aldeana, Longfellow permanecía en el escalón de entrada cuando los caballos de Fields remolcaron su carga por el camino para carruajes de la casa Craigie. Holmes, asomándose a la ventanilla, percibió desde lejos la figura antes de que el seto cubierto de blancura se partiera en dos y describiera una curva. Su agradable visión de Longfellow de pie, serenamente, bajo la luz de la lámpara en la nieve blanda, con el peso de su leonina barba flotante y su levita de impecable hechura, se ajustaba a la representación que del poeta se hacía el público. La imagen había cristalizado en la estela de la pérdida irreparable de Fanny Longfellow, y el mundo parecía intentar consagrar al poeta (como si el muerto hubiera sido él, en lugar de su mujer) cual una divina aparición enviada para responder a la raza humana, cuando sus admiradores trataran de esculpir su efigie en una permanente alegoría de genio y sufrimiento.

Las tres niñas Longfellow llegaron corriendo de jugar con la nieve inesperada, haciendo una pausa lo bastante larga a la entrada del vestíbulo como para sacudirse los chanclos antes de trepar por las escaleras bruscamente angulosas.

Desde mi estudio veo a la luz de la lámpara

descender la amplia escalera del vestíbulo

a la grave Alice y a la reidora Allegra,

y a Edith con su cabello dorado.

Holmes acababa de pasar ante esa amplia escalera, y ahora estaba de pie junto a Longfellow en aquel estudio, donde la luz de la lámpara iluminaba el escritorio del poeta. Mientras tanto, las tres niñas desaparecieron de la vista. Todavía camina a través de un poema vivo. Holmes sonrió para sí y tomó la pata del perrito ladrador de Longfellow, que mostraba todos sus dientes y sacudía su cuerpo porcino.

Luego Holmes saludó al lánguido erudito de barba caprina que se sentaba, inclinado, en una butaca junto a la chimenea, con la mirada perdida en un enorme infolio.

—¿Cómo va el George Washington más vivo de la colección de Longfellow, mi querido Greene?

—Mejor, mejor, gracias, doctor Holmes. Me temo que no me encontraba lo suficientemente bien para asistir al funeral del juez Healey.

A George Washington Greene solían referirse los demás como «el viejo», pero en realidad tenía sesenta años, cuatro más que Holmes y dos más que Longfellow. Las enfermedades crónicas habían envejecido varias décadas al ministro unitarista retirado e historiador. Pero todas las semanas viajaba en ferrocarril desde East Greenwich, Rhode Island, con tanto entusiasmo por las veladas de los miércoles en la casa Craigie como por los sermones que pronunciaba allá donde era invitado o por las historias de la guerra revolucionaria que su propio nombre le había impulsado a reunir.

—Longfellow, ¿acudió usted?

—Me temo que no, señor Greene —respondió Longfellow, el cual no había estado en el cementerio del monte Auburn desde antes del funeral de Fanny Longfellow, ceremonia en cuyo transcurso permaneció confinado en su cama—. Pero imagino que estuvo muy concurrido.

—Oh, sí, mucho, Longfellow —dijo Holmes juntando los dedos sobre el pecho, pensativo—. Un hermoso y adecuado tributo.

—Demasiado concurrido, tal vez —intervino Lowell, entrando, procedente de la biblioteca, con un montón de libros e ignorando el hecho de que Holmes ya había contestado a la pregunta.

—El viejo Healey se conocía bien a sí mismo —señaló Holmes con suavidad—. Sabía que su lugar era el palacio de justicia, no la bárbara arena de la política.

—¡Wendell! Usted no puede decir eso —replicó Lowell con tono autoritario.

—Lowell —le advirtió Fields, clavando en él la mirada.

—Y pensar que nos convertimos en cazadores de esclavos… —Lowell se apartó de Holmes sólo un segundo. Lowell era primo en sexto o séptimo grado de los Healey, porque los Lowell eran primos en sexto o séptimo grado, al menos, de las mejores familias de brahmanes, y esto sólo incrementaba su insistencia—. ¿Se hubiera usted comportado tan cobardemente como Healey, Wendell? De haber podido usted decidir, ¿habría mandado a aquel chico, Sims, de vuelta a su plantación cargado de cadenas? Dígamelo, dígame sólo eso, Holmes.

—Debemos respetar la pérdida que ha sufrido la familia —dijo tranquilamente Holmes, dirigiendo su comentario principalmente al medio sordo señor Greene, que asentía con gesto cortés.

Longfellow se excusó cuando sonó una campanilla en el piso de arriba. Podía haber profesores o reverendos, senadores o reyes entre sus huéspedes, pero ante aquella señal Longfellow se ausentaría para escuchar las oraciones de Alice, Edith y Annie Allegra antes de acostarse.

Cuando regresó, Fields había reconducido hábilmente la conversación a asuntos más ligeros, de modo que el poeta se integró en una ronda de carcajadas motivadas por una anécdota narrada al alimón por Holmes y Lowell. El anfitrión dirigió una mirada a su reloj de caoba Aaron Willard, una antigua pieza por la que sentía debilidad, no por su exactitud, sino porque su tictac le parecía más agradable que el de otros relojes.

—Empieza la clase —dijo con tono suave.

Los reunidos guardaron silencio. Longfellow cerró los postigos verdes de las ventanas y Holmes bajó la intensidad de las lámparas destinadas al moderador, mientras los demás ayudaban a disponer una hilera de velas. Esta serie de halos que se solapaban se fundía con el tembloroso brillo del fuego. Los cinco eruditos y Trap —el rollizo terrier escocés de Longfellow— ocuparon sus lugares establecidos resiguiendo la circunferencia de la pequeña estancia.

Longfellow tomó un fajo de papeles de su cajón y pasó unas pocas páginas de Dante en italiano a cada invitado, junto con un juego de pruebas de imprenta con su correspondiente traducción línea por línea. En el claroscuro delicadamente tejido por el hogar, la lámpara y la mecha, la tinta parecía despegarse de las pruebas de Longfellow, como si una página de Dante de pronto cobrara vida bajo los ojos de cada uno. Dante había escrito su verso en una terza rima: cada tres líneas un contenido poético, la primera y la tercera rimando entre ellas y la de en medio proyectando una rima con la primera línea del siguiente terceto, de tal manera que los versos se inclinaban adelante en un movimiento de avance.

Holmes siempre disfrutaba con la manera como Longfellow iniciaba sus reuniones sobre Dante, con una recitación de las primeras líneas de la Commedia con un inimitable y perfecto italiano.

—«En medio del camino de nuestra vida, me encontré en una selva oscura, pues había extraviado el recto sendero».