Lowell envolvió al hombre con sus brazos y lo arrastró al interior de la casa.
—¡Lo tengo! —gritó Lowell—. ¡Lo tengo!
—¿Qué está haciendo? —chilló Pietro Bachi.
—¡Bachi! ¿Usted aquí? —preguntó Longfellow.
—¿Cómo me han encontrado? ¡Dígale a su perro que me quite las manos de encima, signor Longfellow, o se las verá conmigo! —gruñó Bachi, dando inútiles codazos a su fornido captor.
—Lowell —le dijo Longfellow—. Hablemos en privado con el signor Bachi.
Le franquearon el paso a otra habitación, y allí Lowell pidió a Bachi que les explicara qué se traía entre manos.
—No tiene nada que ver con ustedes —dijo Bachi—. Voy a hablar con la mujer.
—Por favor, signor Bachi —le rogó Longfellow, moviendo la cabeza—. El doctor Holmes y el señor Fields quieren hacerle algunas preguntas.
Intervino Lowell:
—¿Qué clase de plan ha urdido usted con Teal? ¿Dónde está él? No juegue conmigo. Usted reaparece como una moneda falsa siempre que hay problemas.
Bachi compuso una expresión agria.
—¿Quién es Teal? ¡Yo soy el único al que se le deben respuestas por esta especie de rapto!
—¡Si no me contesta ahora mismo, lo llevaré derecho a la policía y allí ya lo confesará todo! —dijo Lowell—. ¿No se da cuenta, Longfellow? Nos ha estado engañando todo el tiempo.
—¡Ja! ¡Traiga a la policía, venga! ¡Ella me ayudará a recuperar lo que me pertenece! ¿Quieren ustedes saber qué me trae aquí? Vengo a ver si me paga ese mendigo gorrón que vive aquí. —La vergüenza que le causaba el asunto que lo había llevado allí, le hacía subir y bajar su prominente nuez—. Como pueden ustedes ver, sigo incansable con mis clases particulares.
—Clases particulares. ¿Le daba lecciones a ella? —preguntó Lowell.
—Al marido —respondió Bachi—. Sólo tres lecciones, hace algunas semanas… Al parecer creía que serían gratis.
—Pero ¡usted regresó a Italia! —dijo Lowell.
—¡Ojalá, signore! Lo más cerca que he estado ha sido para ir a ver, frente a la costa, a mi hermano Giuseppe. Me temo que hay, podríamos decir, facciones adversas que hacen mi regreso imposible, al menos por muchas lunas.
—¡O sea, que vio usted a su hermano frente a la costa! ¡Vaya frescura! —exclamó Lowell—. ¡Usted se lanzó a una loca carrera para tomar una embarcación que lo condujera a un vapor! E iba usted cargado con una bolsa llena de dinero falso. ¡Nosotros lo vimos!
—Pero ¿qué dice? —replicó Bachi, indignado—. ¿Cómo podrían ustedes saber dónde estaba yo aquel día?
—¡Responda!
Bachi señaló acusadoramente a Lowell, pero luego se dio cuenta, por la imprecisión de su dedo extendido, de que estaba débil y bastante bebido.
Sintió que una oleada de náuseas le ascendía por la garganta. Reprimió el vómito, se cubrió la boca y eructó. Cuando fue capaz de volver a hablar, su respiración era ansiosa, pero estaba más calmado.
—Llegué hasta el vapor, sí, pero sin ningún dinero, ni falso ni de ninguna otra manera. Ojalá tuviese una bolsa llena de oro caído sobre mi cabeza, professore. Estaba allí ese día para entregar mi manuscrito a mi hermano, Giuseppe Bachi, que había aceptado llevarlo a Italia.
—¿Su manuscrito? —preguntó Longfellow.
—Una traducción al inglés del Inferno de Dante, por si quiere saberlo. Supe de su trabajo, signor Longfellow, y de su precioso club Dante, ¡y eso me hace reír! En esta Atenas yanqui, ustedes hablan de crear una voz nacional para ustedes. Ustedes animaron a sus compatriotas para que se levantaran contra la hegemonía británica en las bibliotecas. Pero ¿creyeron por un momento que yo, Pietro Bachi, hubiera podido contribuir en algo a su tarea? ¿Que como hijo de Italia, como alguien que ha nacido de su historia, de sus disensiones, de sus luchas contra el pesado dedo pulgar de la Iglesia, pudiera haber algo inimitable en mi amor por la libertad que buscara Dante? —Bachi hizo una pausa—. No, no. Ustedes nunca me llamaron a la casa Craigie. ¿Por el rumor malicioso de que soy un borracho? ¿Por mi infortunio con la universidad? ¿Qué libertad hay aquí, en Norteamérica? Ustedes nos mandan muy felices a sus fábricas, a sus guerras, para esfumarnos en el olvido. Ustedes observan nuestra cultura pisoteada, nuestras lenguas aplastadas y nosotros adoptamos su forma de vestir. Luego, con caras sonrientes, nos roban nuestra literatura de nuestros propios anaqueles. Piratas. Malditos piratas literarios todos ustedes.
—Hemos penetrado más en el corazón de Dante de lo que usted puede imaginar —replicó Lowell—. Es su gente, su país, los que lo han dejado huérfano, ¡permítame que se lo recuerde!
Longfellow hizo un movimiento para contener a Lowell y luego habló:
—Signor Bachi, lo observamos en el muelle. Por favor, explíquese. ¿Por qué enviaba usted su traducción a Italia?
—Supe que en Florencia estaba previsto honrar su versión del Inferno en el último año de la conmemoración de Dante, pero que usted no había terminado su trabajo, y corría peligro de llegar una vez cerrado el plazo de admisión. Yo había dedicado muchos años a traducir Dante en mi estudio, en ocasiones con la ayuda de viejos amigos como el signor Lonza, cuando aún estaba bien. Supongo que creíamos que, si lográbamos demostrar que Dante podía estar tan vivo en inglés como en italiano, también nosotros conseguiríamos prosperar en Norteamérica. Nunca pensé ver publicada la traducción. Pero cuando el pobre Lonza murió atendido por extraños, supe que sólo nuestro trabajo debería sobrevivir. Con la condición de que yo encontrara una manera de imprimirla por mi cuenta, mi hermano accedió a llevar mi traducción a un encuadernador al que conocía en Roma, y luego presentarla personalmente ante la comisión y abogar por nuestro caso. Bien, pues encontré a un impresor de papeletas de juego, y el único en Boston que me imprimía la traducción una semana o así antes de la partida de Giuseppe…, y barato. Pero el idiota del impresor no acabó hasta el último minuto, y probablemente no hubiera terminado de no haber necesitado mis míseras monedas. El muy bribón andaba metido en problemas por falsificar moneda para uso de jugadores locales, y por lo que sé tuvo que echar el cierre a toda prisa.
»Cuando llegué al muelle, tuve que suplicar a un oscuro Caronte en el embarcadero que remara en una barquichuela hasta el Anonimo. Una vez dejé el manuscrito a bordo del vapor, regresé directamente a tierra. Todo el asunto quedó en nada; se sentirán ustedes felices al saberlo. La comisión «no estaba interesada en la recepción de nuevos trabajos para nuestro festival».
Bachi hizo una serie de visajes al evocar su derrota.
—¡Por eso la presidencia de la comisión le envió a usted las cenizas de Dante! —dijo Lowell volviéndose hacia Longfellow—. ¡Para dejar sentado que la admisión de su traducción estaba asegurada en los festejos, como la representante norteamericana!
Longfellow se quedó pensativo por un momento y dijo:
—Las dificultades del texto de Dante son tan grandes que dos o tres versiones independientes serían más aceptables para los lectores interesados, mi querido signore.
La expresión de dureza en el rostro de Bachi se deshizo.
—Compréndanlo. Siempre tuve en gran estima la confianza que ustedes me demostraron contratándome para la universidad, y yo no pongo en tela de juicio el valor de su poesía. Si he hecho algo de lo que deba avergonzarme debido a mi situación… —De repente se detuvo. Tras una pausa, continuó—: El exilio sólo deja la esperanza más leve. Quizá, sólo quizá, pensaba que para mí hacer vivir a Dante en el Nuevo Mundo, con mi traducción, era una forma de abrir mis horizontes. ¡De qué manera tan diferente me considerarían en Italia!
—¡Usted —lo acusó de pronto Lowell—, usted grabó aquella amenaza en la ventana de Longfellow para asustarnos y que Longfellow detuviera su traducción!
Bachi vaciló, pretendiendo no haber comprendido. Sacó una botella negra del abrigo y se la llevó a los labios, como si su garganta fuera un embudo que condujera a algún lugar lejano. Cuando acabó, temblaba.
—No me tomen por un borrachín, professori. Nunca bebo más de lo que me conviene, al menos no cuando estoy en buena compañía. El mal consiste en esto: ¿qué puede hacer un hombre solo en las pesadas horas del invierno de Nueva Inglaterra? —Su ceño hizo un gesto sombrío—. Y ahora ¿hemos terminado aquí? ¿O desean ustedes seguir ensañándose con mis frustraciones?
—Signore —dijo Longfellow—. Debemos saber qué le enseñó al señor Galvin. ¿Habla y lee italiano ahora?
Bachi echó la cabeza atrás y rompió a reír.
—¡Ese hombre no podría leer inglés aunque tuviera a su lado a Noah Webster[14]! Vestía siempre su uniforme militar azul, raído, con botones dorados. Quería Dante, Dante, Dante. No se le ocurrió que debía empezar por aprender el idioma. Che stranezza!
—¿Le prestó usted su traducción? —preguntó Longfellow.
Bachi negó con la cabeza.
—Yo esperaba mantener esa empresa enteramente en secreto. Estoy seguro de que todos sabemos cómo reacciona su señor Fields frente a alguien que trate de rivalizar con sus autores. De todas maneras, procuré complacer los extraños deseos del signor Galvin. Le sugerí que las lecciones introductorias de italiano las lleváramos a cabo leyendo juntos la Commedia, línea por línea. Pero era como leer junto a un animal mudo. Entonces quiso darme un sermón sobre el infierno de Dante, pero yo me negué por principio: si quería contratarme como profesor particular, debía aprender italiano.
—¿Le dijo usted que no continuara las lecciones? —preguntó Lowell.
—Eso me hubiera proporcionado gran placer, professore. Pero un día dejó de llamarme. Desde entonces no he sido capaz de encontrarlo… y aún no me ha pagado.
—Signore —dijo Longfellow—, esto es muy importante. ¿Habló alguna vez el señor Galvin de individuos de nuestro tiempo, de nuestra ciudad, que él relacionara con sus ideas sobre Dante? Debe usted considerar si alguna vez mencionó a alguno. Quizá personas vinculadas a la universidad, interesadas en desacreditar a Dante.
Bachi sacudió la cabeza.
—Apenas hablaba. Signor Longfellow, era como un buey mudo. ¿Tiene algo que ver con la campaña actual de la universidad contra su trabajo?
Lowell prestó especial atención.
—¿Qué sabe usted de eso?
—Lo advertí cuando fue a verme, signore. Le dije que tuviera cuidado con su curso sobre Dante, ¿no es así? ¿Recuerda cuando me vio en el campus unas semanas antes de aquel encuentro? Yo había recibido un mensaje para reunirme con un caballero y sostener con él una entrevista confidencial… ¡Oh, yo estaba convencido de que los miembros de la corporación de Harvard iban a restituirme en mi puesto! ¡Imagine mi estupidez! La verdad es que aquel tipejo tenía el encargo de demostrar los perniciosos efectos de Dante sobre los estudiantes y quería que yo lo ayudara.
—Simon Camp —dijo Lowell apretando los dientes.
—Estuve a punto de darle un puñetazo, se lo aseguro.
—Ojalá se lo hubiera dado, signor Bachi. —Y Lowell compartió una sonrisa con su interlocutor—. Con todo esto ya puede acreditar la ruina de Dante. ¿Y qué le contestó usted?
—¿Y qué iba a contestarle? Todo lo que se me ocurrió decirle es «váyase al diablo». Aquí estoy, sin apenas poderme ganar el pan después de tantos años en la universidad, ¿y quién, en la administración, contrata a ese imbécil?
Lowell emitió una risita.
—¿Quién podría ser? El doctor Mana… —Se interrumpió bruscamente y giró sobre sí mismo para dirigir una significativa mirada a Longfellow—. El doctor Manning.
Caroline Manning barrió los cristales rotos.
—¡Jane, la mopa!
Llamó a la criada por segunda vez, malhumorada por el charco de jerez que se secaba sobre la alfombra de la biblioteca de su marido.
Mientras la señora Manning abandonaba la habitación, sonó la campanilla de la puerta. Apartó la cortina apenas una pulgada, suficiente para ver a Henry Wadsworth Longfellow. ¿Por qué se presentaba a aquellas horas? Casi no había visto en los últimos años a aquel pobre hombre, salvo unas pocas ocasiones en torno a Cambridge. No comprendía cómo alguien podía sobrevivir a tantas cosas; cómo parecía invencible. Y allí estaba ella, con un recogedor de basura, con un innegable aspecto de ama de casa.
La señora Manning se excusó: el doctor Manning no se encontraba en casa. Explicó que había estado esperando una visita y había reclamado privacidad. Él y su huésped debían haber salido a dar una vuelta, aunque le parecía algo raro con aquel tiempo horrible. Y habían dejado algún vaso roto en la biblioteca.
—Pero usted ya sabe cómo beben a veces los hombres —añadió.
—¿Pudieron haber tomado un carruaje?
La señora Manning dijo que la epidemia que afectaba a las caballerías lo hubiera impedido: el doctor Manning había prohibido terminantemente que se movieran lo más mínimo sus caballos. Aun así, accedió a acompañar a Longfellow a la cuadra.
—¡Santo Dios! —exclamó cuando no encontraron rastro del coche ni de los caballos del doctor Manning—. Algo sucede, ¿no es así, señor Longfellow? ¡Santo Dios! —repitió.
Longfellow no respondió.
—¿Le ha ocurrido algo? ¡Debe decírmelo en seguida!
Longfellow habló despacio:
—Debe usted permanecer en casa esperando. Él regresará sin novedad, señora Manning; se lo prometo.
Había aumentado el fragor de los vientos que soplaban sobre Cambridge, y dolían en la piel.
—El doctor Manning —dijo Fields, con los ojos fijos en la alfombra de Longfellow veinte minutos más tarde. Tras abandonar la casa de Galvin, se encontraron con Nicholas Rey, quien se proveyó de un carruaje policial y de un caballo sano, que utilizó para llevarlos a la casa Craigie—. Ha sido nuestro peor adversario desde el comienzo. ¿Por qué Teal no fue a por él antes?
Holmes permanecía de pie, inclinado sobre el escritorio de Longfellow.
—Porque es el peor, querido Fields. A medida que el infierno se hace más profundo, se estrecha y los pecadores se vuelven más flagrantes, más culpables, menos arrepentidos de lo que han hecho. Hasta llegar a Lucifer, que inició todo el mal en el mundo. Healey, como el primero en ser castigado, difícilmente ha sido consciente de su rechazo; ésa es la naturaleza de su «pecado», que permanece como un acto indiferente.
El patrullero Rey se quedó de pie, en toda su estatura, en el centro del estudio.
—Caballeros, deben ustedes revisar los sermones pronunciados por el señor Greene la semana pasada, para que podamos deducir dónde se ha llevado Teal a Manning.
—Greene empezó su serie de sermones con los hipócritas —explicó Lowell—. Luego continuó con los falsarios, incluyendo a los monederos falsos, y finalmente, en el sermón del que fuimos testigos Fields y yo, trató de los traidores.
—Manning no era un hipócrita —dijo Holmes—. Iba tras Dante desde dentro y hacia fuera. Y los traidores contra la familia no se comportan así.
—Entonces nos quedan los falsarios y los traidores contra la propia nación —concluyó Longfellow.
—En realidad, Manning no se comprometió en ningún fraude —intervino Lowell—. Es cierto que nos ocultó sus actividades, pero ése no fue su principal modo de agresión. Muchas de las sombras del infierno de Dante habían sido culpables de carretadas de pecados, pero el pecado que define sus acciones es el que determina su destino en el infierno. Los falsarios deben cambiar de una forma a otra para cumplir su contrapasso, como Sinón, el griego, que engañó a los troyanos para que dieran la bienvenida al caballo de madera.
—Los traidores contra la nación socavan el bienestar del propio pueblo —dijo Longfellow—. Los encontramos en el noveno círculo, el más bajo.
—Combatiendo nuestros proyectos sobre Dante, en este caso —añadió Fields.
Holmes consideró esto último.
—Así es, ¿verdad? Hemos sabido que Teal se viste de uniforme cuando actúa a su manera dantesca, tanto si estudia a Dante como si prepara sus crímenes. Esto arroja luz sobre su paisaje mental: en su insania, intercambia la salvaguardia de la Unión y la de Dante.
—Y Teal sería testigo de los planes de Manning —dijo Longfellow— gracias a su puesto de conserje en el edificio principal de la universidad. Para Teal, Manning se cuenta entre los peores traidores a la causa para cuya protección se ha puesto en pie de guerra. Teal se ha reservado a Manning para el final.
—¿Cuál sería el castigo que deberíamos buscar? —se interesó Nicholas Rey.
Todos aguardaron a que Longfellow respondiera.
—Los traidores son introducidos completamente en hielo, del cuello abajo, en un lago que a causa del hielo parecería de cristal y no de agua.
—Todas las charcas de Nueva Inglaterra se han helado en las dos últimas semanas —gruñó Holmes—. Manning podría estar en cualquier lugar, ¡y nosotros no contamos más que con un caballo cansado para ir en su busca!
Rey sacudió la cabeza.
—Ustedes, caballeros, quédense aquí, en Cambridge, y busquen a Teal y a Manning. Yo iré a Boston en busca de ayuda.
—¿Y qué hacemos si vemos a Teal? —preguntó Holmes.
—Usen esto —y Rey les alargó su porra de policía.
Los cuatro eruditos iniciaron su patrulla por las desiertas orillas del río Charles, de Beaver Creek, cerca de Elmwood, y de Fresh Pond. Alumbrándose con los débiles halos de sus linternas de gas, se hallaban en tal estado de alerta mental, que apenas se daban cuenta de la indiferencia con que transcurría la noche sin aportarles el mínimo avance. Se envolvieron en múltiples abrigos, que no evitaban que el hielo se acumulara en sus barbas (en el caso del doctor Holmes, en sus pobladas cejas y patillas). El mundo parecía extraño y silencioso sin el ocasional ruido de los cascos de los caballos al trote. Reinaba un silencio que parecía extenderse por todo el camino al Norte, interrumpido sólo por los bruscos resoplidos de las locomotoras en la distancia, transportando constantemente mercancías de un punto a otro.
Cada uno de los dantistas imaginaba con gran detalle cómo, en aquel preciso momento, el patrullero Rey perseguía a Dan Teal por Boston, deteniéndolo y esposándolo en nombre de la comunidad; cómo Teal se explicaría, rabioso, justificándose, pero se rendiría a la justicia, y como Yago nunca volvería a hablar de sus acciones. Varias veces se animaron unos a otros. Longfellow, Holmes, Lowell y Fields, mientras daban vueltas en torno a las heladas vías de agua.
Empezaron a conversar, el doctor Holmes el primero, por supuesto. Pero los demás también se confortaban con un intercambio de susurros. Hablaron sobre escribir versos conmemorativos, sobre nuevos libros, sobre actividades políticas con las que no habían sintonizado hasta poco antes; Holmes volvió a contar la historia de sus primeros años de práctica médica, cuando colgó un cartel —LAS MAS INSIGNIFICANTES FIEBRES SON GRATAMENTE RECIBIDAS— hasta que su ventana fue rota por unos borrachos.
—He hablado demasiado, ¿verdad? —Holmes meneó la cabeza como censurándose—. Longfellow, me gustaría hacerle hablar más de usted mismo.
—No —replicó Longfellow pensativamente—. Creo que nunca lo hago.
—¡Ya sé que nunca lo hace! Pero una vez usted se me confesó. —Holmes lo consideró dos veces antes de seguir—. Cuando conoció a Fanny.
—No, creo que nunca lo hice.
Cambiaron varias veces de parejas, como si estuvieran bailando; y también cambiaron de conversaciones. A veces caminaban los cuatro juntos, y parecía que su peso iba a romper la costra helada bajo sus pies. Siempre iban tomados del brazo.
Al menos la noche era clara. Las estrellas estaban fijadas en perfecto orden. Oyeron los golpes de los cascos del caballo que traía a Nicholas Rey, quien iba envuelto en el vapor de la respiración del animal. A medida que se aproximaba, cada uno de ellos imaginaba en silencio el aspecto de incontenible triunfo en el llamativo semblante del joven, pero su rostro reflejaba gravedad. Informó de que ni Teal ni Augustus Manning habían sido vistos. Había reclutado a media docena de patrulleros para peinar el río Charles en toda su longitud, pero sólo cuatro caballos más pudieron quedar al margen de la cuarentena. Rey se alejó, no sin advertir cautela a los Poetas junto a la chimenea y prometiéndoles continuar la búsqueda por la mañana.
¿Quién sugirió, a las tres y media, descansar un rato en casa de Lowell? Una vez allí, dos se acomodaron en la sala de música y otros dos, en el estudio contiguo. Ambas estancias eran gemelas en su disposición, con las chimeneas dándose la espalda. Fanny Lowell se retiró arriba debido a los ansiosos ladridos de los cachorros. Les hizo té, pero Lowell no le explicó nada y se limitó a refunfuñar por la epidemia de las caballerías. Ella había enfermado de inquietud por la ausencia de su marido. Éste acabó por darse cuenta de lo tarde que era, y despachó a su criado William para que llevara mensajes a las casas de los demás. Permanecieron adormilados en Elmwood media hora —no más—, junto a las dos chimeneas.
A la hora en que el mundo permanecía inmóvil, el calor daba de lleno en un lado del rostro de Holmes. Todo su cuerpo estaba tan hondamente fatigado que apenas se dio cuenta cuando se vio de nuevo en pie y atravesando con paso quedo una estrecha cancela en el exterior. El hielo que cubría el suelo había empezado a derretirse rápidamente a causa de un brusco aumento de la temperatura, y el fango se aglomeraba en los regueros de agua. El suelo bajo sus botas se había vuelto desigual y formaba pendientes, y Holmes sentía que debía agacharse como si estuviera escalando una ladera. Dirigió una mirada a la comunidad de Cambridge, donde podía distinguir aquellos cañones de la guerra de la Independencia que habían escupido columnas de humo, y el corpulento Olmo de Washington que, con sus miles de ramas, semejantes a dedos, crecía en todas direcciones. Holmes miró atrás y pudo ver a Longfellow deslizarse lentamente hacia él. Holmes se apresuró a su encuentro. No le gustaba que Longfellow permaneciera solo demasiado tiempo, pero un estruendo atrajo entonces la atención del doctor.
Dos caballos con manchas de color fresa y cascos albinos avanzaban tempestuosamente hacia él, ambos arrastrando sendos carruajes destartalados. Holmes se encogió y cayó de rodillas. Se agarró los tobillos y levantó la vista a tiempo para ver a Fanny Longfellow —flores de fuego volaban de su cabello suelto y de su amplio pecho— llevando las riendas de uno de los caballos, y a Junior controlando con mano segura el otro, como si no hubiera hecho otra cosa desde el día en que nació. Cuando las dos figuras pasaron arrolladoramente a ambos lados del pequeño doctor, a éste no le pareció posible conservar el equilibrio y se deslizó hacia la oscuridad.
Holmes se levantó del sillón y permaneció de pie, con las rodillas a unas pulgadas de la chimenea donde crepitaba la leña. Levantó la mirada. Sobre su cabeza, chisporroteaba la lámpara.
—¿Qué hora es? —preguntó, cuando se dio cuenta de que había estado soñando.
El reloj de Lowell le respondió: las seis menos cuarto. Los ojos de Lowell se abrieron como los de un niño adormilado y se agitó en su sillón. Preguntó si sucedía algo. El sabor amargo que le llenaba la boca le hacía difícil abrirla.
—Lowell, Lowell —dijo Holmes, descorriendo todas las cortinas—. Un par de caballos.
—¿Qué?
—Creo haber oído un par de caballos fuera. No; estoy completamente seguro de ello. Corrían frente a su ventana hace sólo unos segundos; han pasado muy cerca y a toda prisa. Sin duda se trataba de dos caballos. El patrullero Rey sólo dispone de uno en este momento. Longfellow dijo que Teal le robó dos a Manning.
—Nos hemos quedado dormidos —replicó Lowell, alarmado, parpadeando y mirando a través de las ventanas cómo había empezado a hacerse de día.
Lowell despertó a Longfellow y a Fields, y luego tomó su catalejo y su fusil, que se echó al hombro. Cuando se dirigían a la puerta, Lowell vio a Mabel, envuelta en su bata, entrar en el vestíbulo. Él se detuvo, aguardando una reprimenda, pero ella se limitó a quedarse quieta, de pie, con la mirada perdida. Lowell volvió sobre sus pasos y la abrazó estrechamente. Cuando se oyó a sí mismo susurrar «gracias», ella ya había pronunciado la misma palabra.
—Ahora debes tener cuidado, padre. Por madre y por mí.
Al pasar del calor al aire frío del exterior, se recrudeció con toda su fuerza el asma de Holmes. Lowell corrió delante, en busca de huellas recientes de cascos, mientras los otros deambulaban con expresión circunspecta entre los despojados olmos, que alzaban al cielo sus desnudas ramas.
—Longfellow, mi querido Longfellow… —decía Holmes.
—Holmes —respondió el poeta amablemente.
Holmes aún podía ver ante sus ojos los vívidos fragmentos soñados, y tembló al mirar a su amigo. Temía que pudiera escapársele: Acabo de ver a Fanny venir por nosotros. ¡La he visto!.
—Hemos olvidado la porra de la policía en su casa, ¿verdad?
Fields apoyó la mano en el pequeño hombro del doctor, para darle confianza.
—Ahora mismo, una onza de coraje vale por el rescate de un rey, querido Wendell.
Más adelante, Lowell se inclinó, apoyándose en una rodilla. Recorrió con el catalejo el estanque situado enfrente. Sus labios temblaban a causa del temor. Al principio creyó ver algunos muchachos pescando en el hielo. Pero luego, al desplazar el catalejo, pudo ver el lívido rostro de su alumno Pliny Mead: sólo su rostro.
La cabeza de Mead era visible a través de una estrecha abertura practicada en el lago de hielo. El resto de su cuerpo desnudo estaba oculto por el agua helada, bajo la cual tenía los pies atados. Sus dientes castañeteaban violentamente. La lengua estaba vuelta hacia la parte posterior de la boca. Los brazos desnudos de Mead estaban extendidos sobre el hielo y fuertemente amarrados con algún tipo de cuerda, que se prolongaba desde las muñecas hasta el carruaje del doctor Manning, atado en las cercanías. Mead, semiinconsciente, se hubiera deslizado por el agujero abajo y hubiera muerto, de no ser por aquella atadura. En la trasera del carruaje estacionado, Dan Tea, resplandeciente con su uniforme militar, pasaba los brazos bajo otra figura desnuda, la levantó y echó a andar sobre el traicionero hielo. Transportaba el fláccido y blanco cuerpo de Augustus Manning, cuya barba resbalaba de manera forzada sobre su delgado pecho. Las piernas y las caderas estaban atadas, y su cuerpo temblaba mientras Teal cruzaba el liso estanque.
La nariz de Manning se había puesto rojo oscuro, y bajo ella se había formado una gruesa costra de sangre seca de color marrón. Teal deslizó primero los pies en otra abertura del lago helado, a unos treinta centímetros de los de Mead. La impresión causada por el agua gélida devolvió a Manning a la vida: chapoteó y se agitó alocadamente. Entonces Teal desató los brazos de Mead, de tal modo que la única fuerza capaz de evitar que los dos hombres desnudos se deslizaran a sus respectivos agujeros era un furioso intento, instintivamente comprendido e instantáneamente emprendido por ambos, de agarrar las manos extendidas del otro.
Teal trepó por el talud para verlos debatirse, y entonces sonó un disparo. Acertó la corteza de un árbol detrás del asesino.
Lowell volvió a apuntar, agarrando su arma y deslizándose por el hielo.
—¡Teal! —gritó.
Dispuso el fusil para otro disparo. Longfellow, Holmes y Fields avanzaron a gatas hasta colocarse detrás de Lowell.
—¡Señor Teal, debe acabar con esto! —chilló Fields.
Lowell no podía creer lo que vio por encima del cañón de su arma. Teal permanecía perfectamente inmóvil.
—¡Dispare, Lowell, dispare! —lo urgió Fields dando voces.
A Lowell siempre le gustaba apuntar en las expediciones de caza, pero nunca abrir fuego. Ahora el sol se elevaba a una altura perfecta, desplegándose sobre la vasta superficie cristalina.
Por un momento, los hombres quedaron cegados por el reflejo. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado, Teal había desaparecido, y les llegó el eco de los apagados sonidos de su carrera por el bosque. Lowell disparó a la espesura.
Pliny Mead, temblando inconteniblemente, no reaccionaba, mientras su cabeza iba resbalando por el hielo y su cuerpo se hundía poco a poco en las mortíferas aguas. Manning pugnaba por mantener agarrados los escurridizos brazos del muchacho; después, sus muñecas y sus dedos, pero el peso era excesivo. Mead hundió ambos brazos en el agua. El doctor Holmes se lanzó, deslizándose por el hielo. Introdujo ambos brazos en el agujero, agarrando a Mead por los cabellos y las orejas y tiró y tiró hasta que pudo abrazarlo por el tórax. Entonces tiró un poco más hasta que el muchacho quedó tumbado sobre el hielo. Fields y Longfellow tomaron a Manning por los brazos y lo deslizaron hasta la superficie antes de que llegara a caer en el agujero. Le desataron las piernas y los pies.
Holmes oyó el chasquido de un látigo y levantó la mirada, para ver a Lowell en el pescante del carruaje abandonado. Azuzaba a los caballos en dirección a los bosques. Holmes dio un salto y corrió hacia él:
—¡No, Jamey! —gritó—. ¡Necesitamos llevarlos a que entren en calor o morirán!
—¡Teal escapará, Holmes!
Lowell detuvo los caballos y se quedó mirando la patética figura de Augustus Manning, debatiéndose torpemente sobre el estanque helado como un pez fuera del agua. Allí estaba el doctor Manning casi acabado, y Lowell sólo era capaz de sentir compasión por él. El hielo se curvó bajo el peso de los miembros del club Dante y de las víctimas destinadas a ser asesinadas, y el agua brotaba formando burbujas a través de nuevos agujeros que se abrían conforme avanzaban. Lowell saltó del carruaje en el preciso momento en que uno de los chanclos de Longfellow rompía una delgada franja de hielo. Lowell llegó a tiempo de agarrarlo.
El doctor Holmes se quitó los guantes y el sombrero y luego el gabán y la levita, y empezó a amontonarlos sobre Pliny Mead.
—¡Envuélvanlos en lo que tengan! ¡Tápenles la cabeza y el cuello!
Rasgó el corbatín y lo ató al cuello del muchacho. Luego se quitó las botas y los calcetines e introdujo en ellos los pies de Mead. Los otros miraron con atención cómo danzaban las manos de Holmes y lo imitaron.
Manning trató de hablar, pero lo que salió de su boca fue un gruñido entrecortado, como una débil cantilena. Trató de levantar la cabeza del hielo, pero estaba enteramente confuso cuando Lowell le encasquetó su sombrero.
Holmes gritó:
—¡Asegúrense de que los mantienen despiertos! ¡Si caen dormidos, los perdemos!
Con dificultades, transportaron los cuerpos ateridos al carruaje. Lowell, despojado de su ropa hasta quedarse en mangas de camisa, volvió a situarse en el pescante. Siguiendo las instrucciones de Holmes, Longfellow y Fields masajeaban el cuello y los hombros de las víctimas y les levantaban los pies para facilitar la circulación.
—¡Corra, Lowell, corra! —lo animaba Holmes.
—¡Vamos todo lo aprisa que podemos, Wendell!
Holmes se había dado cuenta en seguida de que Mead era el que estaba peor. Una terrible herida en la parte posterior de la cabeza, seguramente inferida por Teal, era una mala complicación que se añadía a la letal exposición al frío. Holmes estimulaba frenéticamente la circulación del muchacho durante su breve trayecto de regreso a la ciudad. A su pesar, resonaba en la mente de Holmes el poema que recitaba a sus estudiantes para recordarles cómo tratar a sus pacientes:
Si a la pobre víctima hay que percutir,
no conviertas en un yunque su busto doliente.
(Hay doctores en cientos de millas a la redonda
que golpean un tórax como martillos pilones).
En cuanto a tus preguntas, por favor, no trates
de sonsacar a tu paciente y dejarlo completamente seco;
no es un molusco retorciéndose en un plato;
tú no eres Agassiz y él no es un pez.
El cuerpo de Mead estaba tan frío que hacía daño al tocarlo.
* * *
—El chico estaba perdido antes de nuestra llegada al Fresh Pond. No hubo manera de hacer más por él. Debe aceptarlo, mi querido Holmes.
El doctor Holmes deslizaba entre sus dedos, atrás y adelante, el tintero de Tennyson, propiedad de Longfellow. Ignoraba a Fields y las puntas de los dedos se le ennegrecían con manchas de tinta.
—Y Augustus Manning le debe la vida —decía Lowell—. Y a mí, mi sombrero —añadió—. Ahora en serio, Wendell, ese hombre hubiera vuelto a ser polvo sin usted. ¿No se da cuenta? Hemos desbaratado los planes de Lucifer. Hemos arrancado a un hombre de las fauces del diablo. Esta vez hemos vencido gracias a que usted se entregó por completo, querido Wendell.
Las tres hijas de Longfellow, primorosamente vestidas para salir, llamaron a la puerta del estudio. Alice fue la primera en entrar:
—Papá, Trudy y las demás niñas están en la colina, deslizándose en trineo. ¿Podemos ir?
Longfellow miró a sus amigos, acomodados en sillones alrededor de la habitación. Fields se encogió de hombros.
—¿Habrá allí otros niños? —preguntó Longfellow.
—¡Todos los de Cambridge! —anunció Edith.
—Muy bien —dijo Longfellow, pero luego las estudió como si lo desbordaran sus propias reservas mentales—. Annie Allegra, quizá deberías quedarte aquí con la señorita Davie.
—¡Oh, por favor, papá! ¡Hoy estreno zapatos! —Annie levantó el pie como prueba.
—Mi querida Panzie —dijo Longfellow sonriendo—. Te prometo que sólo por esta vez.
Las otras dos salieron brincando, y la pequeña se dirigió al vestíbulo, en busca de su niñera.
Nicholas Rey llegó con uniforme militar de gala, con guerrera azul y capote. Informó de que no se había encontrado nada. Pero el sargento Stoneweather había desplegado varios destacamentos en busca de Benjamin Galvin.
—La Oficina de Salud Pública ha anunciado que ha pasado lo peor de la epidemia caballar, y se ha liberado a varias docenas de animales de la cuarentena.
—¡Excelente! Entonces, podremos formar un equipo e iniciar la búsqueda —dijo Lowell.
—Profesor, caballeros… —Rey tomó asiento—. Ustedes han descubierto la identidad del asesino. Ustedes han salvado una vida y, quizá, otras que nunca sabremos.
—Esas vidas estaban en peligro, ante todo, por nuestra causa —puntualizó Longfellow suspirando.
—No, señor Longfellow. Lo que Benjamin Galvin encontró en Dante lo hubiera encontrado en cualquier sitio a lo largo de su vida. Ustedes no han invocado ninguno de esos horrores. Pero lo que han llevado a cabo a su sombra es innegable. Y son afortunados por haber salido con bien de todo esto. Ahora deben dejar a la policía terminar el caso, para seguridad de todos.
Holmes le preguntó a Rey por qué vestía su uniforme militar.
—El gobernador Andrew da hoy otro de sus banquetes para soldados en la asamblea legislativa. Está claro que Galvin ha continuado apegado a su servicio militar. Podría muy bien aparecer.
—Agente, no sabemos cómo responderá al hecho de habérsele malogrado su último asesinato —dijo Fields—. ¿Qué ocurrirá si trata de castigar de nuevo a los traidores? ¿Y si vuelve a intentarlo con Manning?
—Tenemos patrulleros vigilando las casas de todos los miembros de la corporación de Harvard y de los supervisores, incluido el doctor Manning. También montamos guardia en todos los hoteles para proteger a Simon Camp en caso de que Galvin vaya tras él como otro traidor a Dante. Tenemos a varios hombres en el vecindario de Galvin, y vigilamos su casa de cerca.
Lowell caminó hasta la ventana y miró la avenida frente a la casa de Longfellow, donde vio a un hombre con un pesado gabán azul pasar frente a la cancela y luego girar en la dirección opuesta.
—¿También tiene usted un hombre ahí? —preguntó Lowell.
Rey asintió.
—En cada una de sus casas. Por su elección de las víctimas, parece que Galvin se considera a sí mismo el guardián de ustedes. Así que puede pensar en reunirse con ustedes para decidir qué hacer después de este vuelco de los acontecimientos. Si lo hace, lo cogeremos.
Lowell lanzó su cigarro al fuego. De repente, aquella autocomplacencia lo disgustó.
—Agente, creo que es un asunto desagradable. ¡No podemos quedarnos sentados en esta habitación, inermes, todo el día!
—No les sugiero que lo hagan, profesor —replicó Rey—. Regresen a sus casas, pasen el tiempo con sus familias. El deber de proteger a esta ciudad me corresponde a mí, caballeros, pero a ustedes se les echa mucho de menos en todas partes. Su vida debe empezar a recuperar la normalidad a partir de ahora, profesor.
Lowell levantó la vista, contrariado.
—Pero…
Longfellow sonrió.
—En la vida, gran parte de la felicidad no consiste en librar batallas, mi querido Lowell, sino en evitarlas. Una magistral retirada es en sí misma una victoria.
—Reunámonos de nuevo esta noche —dijo Rey—. Con un poco de buena suerte, tendré buenas noticias para ustedes. ¿De acuerdo?
Los eruditos asintieron, con expresiones de contrariedad y de gran alivio.
El patrullero Rey continuó reclutando agentes aquella tarde; muchos de ellos habían evitado en silencio a Rey por prudencia. Pero él ya sabía desde hacía tiempo quiénes eran. Conocía al instante cuándo un hombre lo miraba sencillamente como a otro hombre y no como a un negro o mulato. Su mirada directa a los ojos precisaba poca persuasión adicional.
Apostó un patrullero frente al jardín de la casa del doctor Manning. Mientras Rey estaba hablando con el patrullero, bajo un arce, Augustus Manning salió en tromba por la puerta lateral.
—¡Alto! —exclamó Manning, mostrando un fusil.
Rey se volvió.
—Somos la policía… La policía, doctor Manning.
Manning temblaba como si aún estuviera atrapado en el hielo.
—Vi por la ventana su uniforme del ejército, agente. Pensé que aquel loco…
—No tiene usted por qué preocuparse.
—¿Ustedes…, ustedes me protegerán?
—Mientras sea necesario. Este agente vigilará su casa. Va bien armado.
El otro patrullero se desabrochó la chaqueta y mostró su revólver.
Manning asintió débilmente, como señal de aceptación, y extendió su brazo dubitativamente, permitiendo que el policía mulato lo escoltara al interior.
Luego, Rey condujo su carruaje al puente de Cambridge. Distinguió otro carruaje detenido, bloqueando el paso. Dos hombres estaban inclinados sobre una de las ruedas. Rey se situó en un lado de la calzada, se apeó y caminó hacia los que sufrían la avería, con ánimo de ayudar.
—Detectives, ¿puedo serles útil? —preguntó Rey.
—Creo que deberíamos tener una charla con usted en la comisaría, Rey —dijo uno.
—Me temo que ahora no tengo tiempo.
—Se nos ha informado de que usted interviene en un asunto sin la debida autorización, señor —dijo otro, adelantándose.
—No creo que eso sea de su competencia, detective Henshaw —dijo Rey tras una pausa.
El detective se frotó un dedo contra otro. Un detective se aproximó a Rey amenazadoramente. Rey se volvió hacia él.
—Soy un agente de la ley. Si me golpea, golpea a la comunidad.
El detective dirigió un puñetazo al abdomen de Rey y luego le encajó otro en la mandíbula. Rey se dobló sobre sí mismo, protegiéndose con el cuello de la guerrera. La sangre le brotaba de la boca mientras los otros lo cargaban en la trasera de su carruaje.
El doctor Holmes estaba sentado en su gran mecedora tapizada de cuero, haciendo tiempo para acudir a su cita en casa de Longfellow. Una persiana parcialmente abierta dejaba entrar una pálida y religiosa luz sobre la mesa. Wendell Junior subía corriendo al segundo piso.
—Wendy, muchacho —le llamó Holmes—. ¿Adónde vas?
Junior volvió a bajar lentamente la escalera.
—¿Cómo estás, padre? No te había visto.
—¿Puedes sentarte un minuto o dos?
Junior se acomodó en el borde de una mecedora verde.
El doctor Holmes preguntó sobre la facultad de Derecho. Junior respondió con indiferencia, esperando la acostumbrada invectiva contra los estudios de leyes, pero tal cosa no sucedió. El doctor Holmes admitió que nunca pudo meterse en la piel de la ley, cuando tuvo que escoger una vez terminada la universidad. La segunda edición mejora la primera, suponía.
El tranquilo tictac del reloj ritmaba su silencio en prolongados segundos.
—¿Nunca has pasado miedo, Wendy? —preguntó el doctor Holmes en medio de aquel silencio—. En la guerra, quiero decir.
Junior se quedó mirando a su padre, bajo su oscura frente, y sonrió con calidez.
—Es algo estúpido, papá, ponerse a hacer discursos cada vez que uno puede entrar en combate o caer muerto. No hay poesía en una contienda.
El doctor Holmes permitió a su hijo volver a su trabajo. Junior asintió y volvió a subir la escalera.
Holmes debía ponerse en camino para reunirse con los demás. Decidió armarse con el mosquete de pedernal de su abuelo, que había sido utilizado por última vez en la guerra de la Independencia. Ésa era la única arma que Holmes permitía en su casa, y la guardaba como una pieza histórica en el sótano.
Los tranvías continuaban fuera de servicio. Conductores y cobradores trataron de empujar los coches a fuerza de brazos, sin éxito. El Ferrocarril Metropolitano también trató de utilizar bueyes para arrastrar sus vagones, pero sus cascos eran demasiado tiernos para el duro pavimento. Así que Holmes se desplazó a pie, caminando por las calles sinuosas de Beacon Hill, perdiendo por unos pocos segundos el carruaje de Fields, pues el editor acudió a casa de Holmes con el propósito de acompañarlo. El doctor tomó el puente del Oeste, tendido sobre el Charles parcialmente helado, y atravesó Gallows Hill. Hacía tanto frío que la gente se golpeaba las orejas con las manos, encogía los hombros y corría. El asma hacía sentir a Holmes que el recorrido era el doble de largo que en la realidad. Pasó ante la vieja Primera Iglesia de Cambridge, la del reverendo Abiel Holmes. Se deslizó al interior de la capilla vacía y se sentó. Los bancos eran los de siempre, oblongos, con un saliente delante de los feligreses para apoyar los libros de himnos. Había un fastuoso órgano, algo que el reverendo Holmes nunca hubiera permitido.
Holmes padre perdió la iglesia durante una secesión de su congregación, promovida por miembros que deseaban recibir a ministros unitaristas como ocasionales predicadores invitados a su púlpito. El reverendo se negó, y el reducido número de fieles que se quedó se trasladó con él a otra iglesia. Las capillas unitaristas estaban de moda por aquellos días, pues la «nueva religión» ofrecía amparo frente a las doctrinas del pecado innato y la indefensión humana propuesta por el reverendo Holmes y sus hermanos, aún más tremendistas. Fue también en una de esas iglesias donde el doctor Holmes dio la espalda a las creencias paternas y halló otra clase de amparo en la religión razonada antes que en el temor de Dios.
También había amparo bajo los pavimentos de madera, pensaba Holmes, cuando intervinieron los abolicionistas; al menos, eso era lo que Holmes había oído: debajo de muchas capillas unitaristas excavaron túneles para esconder a negros fugitivos cuando el tribunal del juez presidente Healey apoyó la Ley de Esclavos Fugitivos y obligó a los negros huidos a ocultarse. Lo que el reverendo Abiel Holmes hubiera pensado de eso…
Holmes regresaba a la vieja iglesia paterna todos los veranos, al comenzar el curso de Harvard, pues allí se celebraba la ceremonia de apertura. El año de la graduación de Wendell Junior como poeta de la clase, la señora Holmes advirtió a su marido que no acentuara la presión sobre Junior aconsejándolo o criticando su poema. Cuando Junior ocupó su lugar, el doctor Holmes tomó asiento en la iglesia, en la capilla que había sido arrebatada a su padre, y una incierta sonrisa se dibujó en su rostro. Todos los ojos estaban fijos en él, para ver su reacción ante el poema de su hijo, escrito por Junior mientras hacía instrucción para la guerra en la que su compañía pronto iba a participar. «Cedat armis toga», pensó Holmes: que la toga del escolar ceda el sitio a las armas del soldado. Oliver Wendell Holmes, jadeando con nerviosismo mientras observaba a Oliver Wendell Holmes Junior, deseaba que pudiera sumergirse en aquellos túneles de cuento de hadas que, se suponía, discurrían bajo las iglesias. Pues ¿qué utilidad tenían aquellas madrigueras de conejos ahora que a los traidores secesionistas les iban a enseñar qué hacer con sus leyes esclavistas, con bayonetas y fusiles Enfield?
Holmes fijó su atención en el banco vacío. ¡Los túneles! ¡Así era como Lucifer había eludido ser localizado, incluso cuando la policía tenía desplegada toda su fuerza en el exterior! ¡Por eso la prostituta vio a Teal desaparecer en la niebla cerca de una iglesia! ¡Por eso el inquieto sacristán de la iglesia de Talbot no había visto al asesino entrar ni salir! Un coro de aleluyas levantó el alma del doctor Holmes. Lucifer no camina ni toma coches mientras arrastra Boston al infierno, exclamó Holmes para sí. ¡Está en la madriguera!
* * *
Lowell partió ansiosamente de Elmwood para su cita en la casa Craigie, y fue el primero en saludar a Longfellow. Por el camino, Lowell no se dio cuenta de que los policías de vigilancia frente a Elmwood y la casa Craigie ya no se veían por ninguna parte. Longfellow acababa de leer un cuento a Annie Allegra. La envió con la niñera.
Fields llegó poco después.
Pero transcurrieron veinte minutos sin que ni Oliver Wendell Holmes ni Nicholas Rey dieran señales de vida.
—No debimos apartarnos de Rey —murmuró Lowell para su bigote.
—No puedo entender por qué Wendell no ha venido con usted —dijo Fields nerviosamente—. He parado en su casa de camino para aquí, y la señora Holmes dijo que ya se había ido.
—No ha pasado mucho rato —dijo Longfellow, pero sus ojos no se movían del reloj.
Lowell hundió el rostro entre sus manos. Cuando miró a través de ellas, habían pasado otros diez minutos. Cuando las cerró de nuevo, fue súbitamente golpeado por un pensamiento que le produjo un escalofrío. Corrió a la ventana.
—¡Debemos ir en busca de Wendell en seguida!
—¿Ocurre algo malo? —preguntó Fields, alarmado por la expresión horrorizada en el rostro de Lowell.
—Wendell —dijo Lowell—. ¡Lo llamé traidor en el Corner!
Fields le dedicó una sonrisa amable.
—Eso hace tiempo que está olvidado, querido Lowell.
Lowell agarró la manga de la chaqueta de su editor para guardar el equilibrio.
—¿No se dan cuenta? Mantuve mi disputa con Wendell en el Corner el día que encontraron a Jennison descuartizado, la noche en que Holmes abandonó nuestro proyecto. Teal, o mejor dicho Galvin, acababa de entrar en el vestíbulo. ¡Debió oírnos todo el tiempo, igual que hizo en las reuniones de la Mesa de Harvard! Yo seguí a Holmes hasta el vestíbulo desde la Sala de Autores, gritándole… ¿No se acuerdan de lo que dije? ¿No les siguen sonando las palabras? Le dije a Holmes que estaba traicionando al club Dante. ¡Le dije que era un traidor!
—Por favor, cálmese —lo instó Fields.
—Greene predicaba a Teal, y a continuación Teal cometía los asesinatos. Yo condené a Wendell como traidor: ¡Teal fue la atenta audiencia para mi pequeño sermón! —exclamó Lowell—. Oh, mi querido amigo, en qué lo he metido, ¡he asesinado a Wendell!
Lowell echó a correr hacia el vestíbulo, en busca de su abrigo.
—Estará aquí dentro de un momento, tengo la seguridad —dijo Longfellow—. Por favor, Lowell, al menos esperemos al agente Rey.
—¡No, yo me voy ahora mismo en busca de Wendell!
—Pero ¿dónde piensa encontrarlo? Y usted no puede irse solo —decidió Longfellow—. Nosotros también vamos.
—Iré yo con Lowell —dijo Fields, cogiendo la porra de policía dejada por Rey y sacudiéndola para demostrar que servía—. Estoy seguro de que todo va bien. Longfellow, ¿quiere usted quedarse para esperar a Wendell? Enviaremos al agente de patrulla para que traiga a Rey cuanto antes.
Longfellow asintió.
—¡Vamos, pues, Fields! ¡Ahora! —refunfuñó Lowell, al borde del llanto.
Fields trató de alcanzar a Lowell mientras corría por la avenida en dirección a la calle Brattle. Allí no había nadie.
—¿Dónde diablos está el patrullero? —preguntó Fields—. La calle parece completamente vacía.
Al otro lado de la cancela, entre los árboles, algo rechinó. Lowell se llevó un dedo a los labios como una señal dirigida a Fields de que permaneciera quieto, y se acercó sigilosamente al lugar de donde procedía el sonido. Una vez allí se quedó inmóvil, con el ánimo en suspenso.
Apareció un gato a sus pies y echó a correr, disolviéndose en la oscuridad. Lowell emitió un suspiro dé alivio, pero precisamente entonces un hombre se precipitó por encima de la verja y descargó un golpe en la cabeza de Lowell, que se desplomó de inmediato, como una embarcación cuyo mástil se hubiera partido en dos: cayó al suelo, y del rostro del poeta caído se borró todo movimiento de manera tan increíble, que Fields casi no podía reconocerlo.
El editor retrocedió y luego levantó la vista para encontrarse con la mirada de Dan Teal. Ambos se movían como si estuvieran sincronizados. Fields hacia atrás y Teal adelante, como en una danza curiosamente amable.
—Por favor, señor Teal —dijo Fields, que sintió como si las rodillas se le doblaran hacia dentro.
Teal permanecía impasible.
El editor tropezó con una rama caída y luego se lanzó a una torpe carrera. Corría calle Brattle abajo dando bufidos, vacilando mientras avanzaba, tratando de llamar la atención, de gritar, pero sólo era capaz de toser, emitiendo un bronco graznido que se perdió en medio de los vientos helados que ululaban en sus oídos. Miró atrás y sacó la porra de policía del bolsillo. Ya no había rastro de su perseguidor. Cuando Fields se volvió para mirar de reojo, sintió que lo agarraban de un brazo, y se encontró volando por los aires. Su cuerpo se derrumbó en la calle, y la porra se deslizó entre los arbustos con un suave cascabeleo, tan suave como el gorjeo de un pájaro.
Fields alargó el cuello en dirección a la casa Craigie, mirándola fijamente. De las ventanas del estudio de Longfellow escapaba un cálido resplandor de luz de gas, y al instante Fields creyó comprender plenamente cuál era el propósito del asesino.
—Sólo le pido que no cause daño a Longfellow. Hoy ha abandonado Massachusetts, le doy mi palabra de honor —balbució Fields como un niño.
—¿Acaso yo no he cumplido siempre con mi deber? —dijo el soldado levantando muy alta su cachiporra sobre la cabeza de Fields y golpeándola.
* * *
El sucesor del reverendo Elisha Talbot había llevado a cabo algunas reuniones con los diáconos de la Segunda Iglesia Unitarista de Cambridge, unas horas antes de que el doctor Oliver Wendell Holmes, armado con su viejo mosquete y con una linterna de queroseno que había adquirido en una casa de empeños, penetrara en la iglesia y se introdujera en la bóveda subterránea. Holmes había debatido consigo mismo si compartir con los demás su teoría, pero decidió confirmarla antes por su cuenta. Si la bóveda subterránea de Talbot estaba, en efecto, comunicada con un túnel abandonado para esclavos fugitivos, podría conducir a la policía directamente al asesino. También explicaría cómo Lucifer había entrado en la bóveda sepulcral con antelación, asesinado a Talbot y escapado sin testigos. La intuición del doctor Holmes había lanzado al club Dante a su investigación criminal, aunque ésta requirió la decisión de Lowell para seguir adelante. ¿Por qué no había de ser él quien le pusiera punto final?
Holmes descendió a la bóveda y deslizó las manos por las paredes del recinto tumbal en busca de cualquier signo de una abertura hacia otro túnel o cámara. No encontró el pasaje con sus manos escrutadoras, sino con la puntera de la bota, que por mera casualidad dio con un hueco. Holmes se inclinó para examinarlo y encontró un espacio angosto. Su menudo cuerpo cabía justamente en el hueco, y arrastró la linterna tras él. Después de un rato de avanzar a gatas, la altura del túnel aumentó, y Holmes pudo ponerse de pie con toda comodidad. Decidió regresar de inmediato a la superficie. ¡Oh, cómo sonreirían los demás ante su descubrimiento! ¡Con qué rapidez su adversario comprendería ahora su derrota! Pero los bruscos recovecos y lo escarpado del laberinto desorientaron al pequeño doctor. Permaneció con una mano en el bolsillo del abrigo, agarrando su mosquete para sentirse seguro, y empezaba a recuperar su equilibrio interior cuando una voz dispersó todos sus sentidos.
—Doctor Holmes —dijo Teal.