Edificio principal de la universidad, 8 de octubre de 1865
Mi querido reverendo Talbot:
Quisiera subrayar una vez más que sigue teniendo en sus competentes manos plena libertad en cuanto a lenguaje y forma de la serie. El señor xxx nos ha dado seguridades de que considera un alto honor imprimirla en cuatro partes en su revista literaria, una de las principales y últimas competidoras de The Atlantic Monthly del señor Fields, para el público culto. Recuerde solamente las líneas básicas para alcanzar las humildes metas propuestas por nuestra corporación en las presentes circunstancias.
El primer artículo, al que aportaría su experiencia en estas materias, debería poner al desnudo la poesía de Dante Alighieri en sus aspectos religioso y moral. La continuación debería contener su inatacable exposición de por qué semejante charlatanería literaria, la de Dante y sus iguales (y toda la faramalla extranjera similar, que cada vez nos come más el terreno), no tiene sitio en las bibliotecas de los ciudadanos norteamericanos íntegros, y por qué editoriales con la «influencia internacional» (de la que con frecuencia se enorgullece el señor F.) de T. y F. y Cía deben atenerse a su responsabilidad y han de someterse a las más elevadas exigencias de responsabilidad social. Los dos últimos artículos de su serie, querido reverendo, deberían analizar la traducción de Dante debida a Henry Wadsworth Longfellow y reprobar al otrora poeta «nacional» por intentar introducir literatura inmoral e irreligiosa en las bibliotecas norteamericanas. Con un plan cuidadoso para lograr el mayor impacto, los dos primeros artículos deberían preceder en algunos meses a la aparición de la traducción de Longfellow, a fin de propiciar por anticipado el sentimiento del público a nuestro favor; y el tercero y cuarto artículos deberían publicarse a la vez que la propia traducción, con la finalidad de reducir las ventas entre las personas socialmente conscientes.
Por descontado que no necesito insistir en el celo moral que confiamos y esperamos encontrar en su texto. Sé que es ocioso recordarle su propia experiencia como joven estudioso en nuestra institución; antes bien, sentirá todos los días su peso en su alma, como también nos sucede a nosotros. La corriente bárbara de poesía extranjera contenida en Dante contrasta acusadamente con el bien probado programa clásico defendido por la Universidad de Harvard desde hace unos doscientos años. El derroche de rectitud que saldrá de su pluma, querido reverendo Talbot, aportará medios suficientes para devolver a Italia, y al papa que allí aguarda, el indeseado buque de Dante, vencido en nombre de Christo et ecclesiae.
Suyo siempre,
Augustus Manning
Cuando los tres eruditos estuvieron de regreso en la casa Craigie llevaban consigo cuatro cartas del mismo tenor, dirigidas a Elisha Talbot y encabezadas por el blasón de Harvard, así como un fajo de pruebas de Dante, precisamente las que faltaban de la cámara de seguridad de Riverside Press.
—Talbot era la cuña ideal para ellos —dijo Fields—. Un ministro respetado por todos los buenos cristianos, un reputado crítico de los católicos y alguien ajeno a la Universidad de Harvard, de modo que podía contentar a ésta y afilar su pluma contra nosotros con apariencia de objetividad.
—Supongo que no hace falta ser uno de esos adivinos de la calle Ann para saber la cantidad con que fue retribuido Talbot por sus molestias —dijo Holmes.
—Mil dólares —precisó Rey.
Longfellow asintió, mostrándoles la carta dirigida a Talbot en la que esa cantidad se especificaba como pagada:
—Los tuvimos en nuestras manos. Mil dólares por «gastos» diversos relacionados con la redacción e investigación de los cuatro artículos. Ese dinero (ahora podemos decirlo con certeza) le costó la vida a Elisha Talbot.
—Entonces, el asesino sabía la cantidad precisa que debía sacar de la caja de Talbot —concluyó Rey—. Conocía los detalles de ese acuerdo, de esa carta.
—«Guarda tu mal ganada moneda» —recitó Lowell, y añadió—: Mil dólares fue el pago por la cabeza de Dante.
—La primera de las cuatro cartas de Manning invitaba a Talbot a acudir al edificio principal de la universidad para tratar de la propuesta de la corporación. La segunda carta manifestaba el contenido esperado en cada entrega y adelantaba la totalidad del pago, previamente negociado en persona. Entre la segunda y la tercera carta parecía que Talbot se lamentaba a su destinatario de que no podía encontrarse ninguna traducción al inglés de la Divina Commedia en las librerías de Boston. Al parecer, el ministro trataba de localizar una versión británica del difunto reverendo H. F. Cary, con el propósito de escribir su crítica. Por eso la tercera carta de Manning, que realmente era más que una nota, prometía a Talbot procurarle una muestra por anticipado de la traducción de Longfellow.
Augustus Manning sabía, cuando hizo esta promesa, que el club Dante nunca le facilitaría prueba alguna, después de la campaña que ya había emprendido para hacerlo descarrilar. Así pues, en vista de la sospecha de los eruditos, el tesorero o uno de sus agentes encontraron a un turbio aprendiz de imprenta en la persona de Colby, y lo sobornaron para sustraer unas páginas del trabajo de Longfellow.
La razón les decía dónde encontrar respuestas a las nuevas preguntas relativas al plan de Manning: en el edificio principal de la universidad. Pero Lowell no podía examinar los archivos de la corporación de Harvard durante el día, cuando sus integrantes se movían por su territorio, y carecía de medios para hacerlo de noche. Una oleada de travesuras y manipulaciones había inducido a instalar un complejo sistema de cerraduras y de combinaciones para sellar los archivos.
Penetrar en la fortaleza parecía un propósito inalcanzable, hasta que Fields recordó a alguien que podría hacerlo por ellos.
—¡Teal!
—¿Quién, Fields? —preguntó Holmes.
—Mi mozo del turno de noche. Durante aquel feo episodio que tuvimos con Sam Ticknor, fue el único que salvó a la pobre señorita Emory. Mencionó que, además de sus noches a la semana en el Corner, tiene un empleo diurno en la universidad.
Lowell preguntó si Fields creía que el mozo estaría dispuesto a ayudar.
—Es un hombre leal a Ticknor y Fields, ¿no es así? —respondió Fields.
Cuando el hombre leal a Ticknor y Fields salió del Corner alrededor de las once de la noche, se encontró, para su gran sorpresa, con J. T. Fields esperándolo frente a la entrada principal. Al cabo de unos minutos, el mozo estaba sentado en el carruaje del editor, donde fue presentado al otro pasajero, ¡el profesor James Russell Lowell! ¡Cuán a menudo se había imaginado en compañía de hombres tan ilustres! Teal no pareció saber muy bien cómo reaccionar a un trato tan extraño. Escuchó, acercándose mucho, sus peticiones.
Una vez en Cambridge, los guió a través del campus de Harvard, dejando atrás el desaprobador zumbido de los globos de gas. Aminoró el paso para mirar por encima del hombro varias veces, como si le preocupara que su pelotón literario pudiera desvanecerse con tanta rapidez como se había formado.
—Vamos. Continúe, hombre. ¡Lo seguimos pegados a usted! —le aseguró Lowell.
Lowell se retorció las puntas del bigote. Estaba menos nervioso ante la perspectiva de que alguien de la universidad se los encontrara en el campus, que por lo que podían hallar en los archivos de la corporación. Razonó que como profesor hallaría un pretexto sensato si lo sorprendía a aquellas horas tardías un empleado residente en el centro: podría explicar que había olvidado algunas notas de clase. La presencia de Fields podía parecer menos natural, pero no cabía prescindir de él, pues era necesario para asegurar la participación del mohíno muchacho, que no parecía contar mucho más de veinte años. Dan Teal tenía mejillas imberbes, de niño, ojos grandes y una hermosa boca, casi femenina, una boca que continuamente se mantenía en movimiento, como la de un roedor.
—No se preocupe en absoluto, querido señor Teal —le dijo Fields, y lo tomó del brazo, cuando emprendían el ascenso por la imponente escalera de piedra que llevaba a las oficinas y aulas del edificio principal de la universidad—. Sólo necesitamos echar un vistazo rápido a unos papeles y luego seguiremos nuestro camino, sin que nada cambie para peor. Está usted haciendo algo bueno.
—Eso es todo lo que deseo —dijo Teal sinceramente.
—Buen chico —lo animó Fields sonriendo.
Teal tuvo que utilizar el llavero que le habían confiado, para abrir la serie de cerrojos y cerraduras. Luego, una vez franqueada la entrada, Lowell y Fields prendieron unas bujías que llevaban en una caja para la ocasión, sacaron los libros de la corporación de una vitrina y los dispusieron sobre la larga mesa.
—Espere —le dijo Lowell a Fields cuando el editor se disponía a despedir a Teal—. Mire la cantidad de volúmenes que tenemos delante y que debemos revisar, Fields. Tres serán más eficaces que dos.
Aunque estaba nervioso, Teal también parecía encantado con su aventura.
—Desde luego que puedo ayudar, señor Fields. En lo que sea —se ofreció. Miró, confuso, la masa de libros—. O sea, si usted me explica qué quiere encontrar.
Fields se dispuso a hacerlo, pero, recordando el vacilante intento de escribir que hizo Teal, sospechó que su lectura sería poco mejor.
—Ha hecho usted más de lo que le corresponde y podría echar un sueñecito. Pero le llamaré si necesitamos que nos ayude. Ambos le damos las gracias, señor Teal. No lamentará la fe que nos ha demostrado.
A la incierta luz, Fields y Lowell leyeron todas las páginas de actas de las reuniones bisemanales de la corporación. Llegaron a la improvisada condena del curso de Lowell sobre Dante, entre los asuntos universitarios más tediosos.
—Ninguna mención de ese repulsivo Simon Camp. Manning debe de haberlo contratado por su cuenta —dijo Lowell.
Algunas cosas eran demasiado turbias incluso para la corporación de Harvard.
Después de repasar interminables montones de papel, Fields encontró lo que andaban buscando: en octubre, cuatro de los seis miembros de la corporación habían apoyado con entusiasmo la idea de encargar al reverendo Elisha Talbot la redacción de críticas sobre la próxima traducción de Dante, dejando el asunto de la «apropiada compensación por el tiempo y las energías empleados» a la discreción de la comisión de tesorería, esto es, a Augustus Manning.
Fields empezó a sacar los archivos de la Mesa de Supervisores, el órgano de gobierno compuesto por veinte personas elegidas anualmente por el legislativo del estado, más un puesto sacado de la propia corporación. Revisando a toda prisa los libros de los supervisores, encontraron muchas menciones del juez presidente Healey, miembro leal de la Mesa hasta su muerte.
De vez en cuando, la Mesa de Supervisores de Harvard elegía a los que llamaba abogados, a fin de considerar con más rigor asuntos de particular importancia o controvertidos. Un supervisor que recibiera ese encargo debía hacer una presentación del caso ante la Mesa en pleno, aportando al debate sus dotes de persuasión para «convencer» a los circunstantes, en tanto otro supervisor defendía la postura contraria. El supervisor abogado elegido no debía tener interés personal alguno en el asunto, y presentaba ante la Mesa una valoración inteligible y clara, al margen de toda influencia y prejuicio.
En la campaña de la corporación contra las diversas actividades relacionadas con Dante llevadas a cabo por personas destacadamente vinculadas a la universidad —o sea, el curso sobre Dante de James Russell Lowell, y la traducción de Henry Wadsworth Longfellow, con su supuesto «club Dante»—, los supervisores se mostraron de acuerdo en que los abogados debían ser escogidos para presentar claramente ambos aspectos del asunto. La Mesa seleccionó como abogado de la postura pro Dante al juez presidente Artemus Prescott Healey, un concienzudo investigador y bien dotado analista. Healey nunca se presentó como literato y así podría evaluar el caso desapasionadamente.
Habían transcurrido varios años sin que la Mesa hubiera solicitado a Healey que defendiera una postura. La idea de tomar partido en una jurisdicción ajena al tribunal parecía que colocaba al juez presidente Healey en una posición incómoda, y declinó la petición de la Mesa. Desconcertados por su negativa, los miembros de la Mesa dejaron correr el asunto, y aquel mismo día se desentendieron del destino de Dante Alighieri.
La historia del rechazo de Healey ocupaba apenas dos líneas en los libros de actas de la corporación. Habiendo comprendido sus consecuencias, Lowell fue el primero en hablar.
—Longfellow tenía razón —murmuró—. Healey no era Poncio Pilato.
Fields bizqueó por encima de sus gafas de montura de oro.
—El único tibio al que Dante nombra es el Gran Rechazador —explicó Lowell—. La única sombra que Dante elige para individualizarla mientras cruzan la antecámara del infierno. He leído que se trata de Poncio Pilato, quien se lavó las manos a la hora de decidir el destino de Cristo; del mismo modo que Healey se lavó las manos en el caso de Thomas Sims y de los demás esclavos fugitivos que comparecieron ante su tribunal. Pero Longfellow, mejor dicho, ¡Longfellow y Greene!, siempre creyeron que el Gran Rechazador era Celestino, que no rechazó a una persona, sino que eludió una responsabilidad. Celestino renunció al solio pontificio para el que había sido designado, cuando más lo necesitaba la Iglesia católica. Esto condujo a la exaltación de Bonifacio y, en última instancia, al destierro de Dante. Healey renunció a una posición de gran importancia cuando rechazó defender a Dante. Y he aquí a Dante desterrado de nuevo.
—Lo siento, Lowell, pero no alcanzo a comparar una renuncia al papado con negarse a una defensa de Dante ante la reunión de un consejo —replicó Fields, en tono de rechazo.
—¿Es que no se da cuenta, Fields? Nosotros no establecemos esa comparación, pero nuestro asesino sí.
Hasta ellos llegaron crujidos en la gruesa capa de hielo del exterior del edificio principal de la universidad. Los ruidos se acercaban. Lowell corrió hacia la ventana.
—¡Maldita sea! ¡Un tutor!
—¿Está usted seguro?
—Bueno, no; no puedo identificar de quién se trata… Van dos…
—¿Han visto nuestra luz, Jamey?
—No podría decirlo… No podría decirlo… ¡Apáguela!
La potente y melodiosa voz de Horatio Jennison se elevó por encima de los sonidos del piano.
¡Deja de temer la hostilidad de los grandes!
¡Has sufrido el golpe del tirano!
¡No cuides más de vestirte y alimentarte!
¡Para ti, tu junco es como el roble!
Era una de las más hermosas interpretaciones de la canción de Shakespeare, pero entonces sonó la campanilla: una más que inesperada interrupción, pues sus cuatro invitados, sentados en torno a la sala, disfrutaban de su actuación con tal intensidad que parecían hallarse al borde del trance más completo. Horatio Jennison había enviado una nota a James Russell Lowell dos días antes, pidiéndole que considerase la posibilidad de editar los diarios y cartas de Phineas Jennison, in memoriam, pues Horatio había sido nombrado albacea literario y quería desempeñar esta función lo mejor posible. Lowell era redactor fundador de The Atlantic Monthly y ahora redactor jefe de The North American Review, y además de eso había sido amigo íntimo de su tío. Pero Horatio no esperaba que Lowell se presentara sencillamente ante su puerta, sin ceremonia alguna, y a una hora tan tardía de la noche.
Horatio Jennison supo inmediatamente que la idea expuesta en su nota había impresionado a Lowell, pues el poeta solicitó con urgencia, o más bien exigió, los volúmenes más recientes del diario de Jennison, e incluso logró que James T. Fields sugiriese que se planteaba seriamente la publicación.
—Señor Lowell, señor Fields. —Horatio Jennison acudió a la entrada principal cuando ambos visitantes se llevaban los diarios, sin más conversación. Éstos traspusieron la puerta y los cargaron en el carruaje que los esperaba—. Espero que resolvamos adecuadamente el asunto de los derechos de autor que resulten de la publicación.
Durante aquellas horas, el tiempo se tornó inmaterial. De regreso en la casa Craigie, los eruditos se sumergieron en los casi indescifrables garabatos de los volúmenes más recientes del diario de Phineas Jennison. Tras las revelaciones relativas a Healey y Talbot, no sorprendió a los dantistas, desde el punto de vista intelectual, que los «pecados» de Jennison castigados por Lucifer guardaran relación con Dante. Pero James Russell Lowell no podía creerlo —no podía creer algo así de un amigo de tantos años— hasta que la evidencia disipó sus dudas.
A lo largo de los muchos volúmenes de su diario, Phineas Jennison expresaba su ardiente deseo de conseguir un puesto en la Mesa de la corporación de Harvard. Allí, pensaba el hombre de negocios, alcanzaría finalmente el respeto al que no era acreedor por no haber estudiado en Harvard, por no proceder de una familia de Boston. Ser miembro de la corporación significaba la bienvenida a un mundo que había permanecido cerrado para él toda su vida. ¡Y qué sensación inefable de poder parecía hallar Jennison en dominar las mentes más cultivadas de Boston, como ya hiciera con su comercio!
Algunas amistades serían forzadas… o sacrificadas.
En los últimos meses, durante sus repetidas visitas al edificio principal de la universidad —pues era un considerable patrocinador financiero del centro y con frecuencia hizo negocios allí—, Jennison mantuvo contactos privados con los miembros de la corporación para evitar que se enseñara basura como la propagada por el profesor James Russell Lowell y la que pronto extendería entre las masas Henry Wadsworth Longfellow. Jennison prometía a los miembros clave de la Mesa de Supervisores pleno apoyo financiero para una campaña encaminada a reorganizar el departamento de Lenguas Vivas. Al mismo tiempo, Lowell recordó amargamente, mientras leía los diarios, que Jennison lo había estado empujando a luchar contra los crecientes esfuerzos de la corporación por limitar sus actividades.
Los diarios de Jennison revelaron que, desde hacía más de un año, estaba maniobrando para vaciar un sillón en uno de los órganos de gobierno de la universidad. Si atizaba una controversia entre los administradores, habría bajas y dimisiones que deberían ser cubiertas. Tras la muerte del juez Healey, se puso furioso hasta el paroxismo porque un hombre de negocios con la mitad de sus merecimientos y la cuarta parte de su sentido común fue elegido para cubrir el puesto vacante de supervisor, sólo porque era un brahmán, aristócrata por herencia y un insignificante Choate[13]. ¡Qué desastre!, Phineas Jennison sabía que una persona, por encima de todas las demás, había impulsado aquella designación: el doctor Augustus Manning.
No quedaba claro hasta qué punto exacto Jennison supo de la implacable decisión del doctor Manning de cortar toda relación de la universidad con los proyectos relativos a Dante, pero en aquel momento encontró su oportunidad para asegurarse por fin un asiento en el edificio principal.
—Jamás hubo una diferencia entre nosotros —dijo Lowell tristemente.
—Jennison lo animó a usted para que se enfrentara a la corporación y espoleó a ésta en contra de usted. Una batalla que hubiera desgastado a Manning. Cualquiera que hubiese sido el final, se habrían vaciado algunas poltronas, y Jennison habría aparecido como un héroe al prestar su apoyo a la causa de la universidad. Ése fue su objetivo en todo momento —comentó Longfellow, tratando de asegurar a Lowell que no había hecho nada para perder la amistad con Jennison.
—No me cabe en la cabeza, Longfellow.
—Contribuyó a cortar la relación de usted con la universidad, Lowell, y en contrapartida lo cortaron a él —intervino Holmes—. Ése fue su contrapasso.
Holmes había hecho suya la preocupación de Nicholas Rey por los fragmentos de papel encontrados junto a los restos de Talbot y Jennison, y ambos se sentaban juntos durante horas, compartiendo posibles combinaciones. Holmes estaba componiendo ahora palabras o partes de palabras con copias manuscritas de las letras de Rey. Sin duda se habían dejado otras junto al cuerpo del juez presidente Healey pero, en los días comprendidos entre el asesinato y el descubrimiento del cadáver, la brisa procedente del río se llevó los papeles. Esas letras perdidas hubieran completado el mensaje que el asesino quería que ellos leyeran. Holmes estaba en lo cierto. Sin ellas, aquello era como un mosaico roto. No podemos morir sin esto como im… sobre…
Longfellow fijó su atención en una nueva página del diario en el que consignaba las investigaciones. Mojó la pluma en tinta pero permaneció mirando hacia delante tanto tiempo que la punta se secó. No podía escribir la necesaria conclusión de todo aquello: Lucifer había impuesto sus castigos en beneficio de ellos, en beneficio del club Dante.
La portada de la cámara legislativa del estado, en Boston, se abría en lo alto de Beacon Hill. Más arriba aún se alzaba la cúpula de cobre que remataba el edificio, con su breve y afilada torrecilla vigilando la ciudad como un faro. Corpulentos olmos, desnudos y blanqueados por la escarcha de diciembre, montaban guardia en el recinto.
El gobernador John Andrew, con sus negros rizos sobresaliéndole de la chistera negra, permanecía en pie con toda la dignidad que su forma de pera le permitía, mientras saludaba a políticos, dignatarios locales y militares de uniforme, con la misma distraída sonrisas propia del político. Las pequeñas gafas, de sólida montura de oro, del gobernador eran su único signo de contemporización con lo material.
—Gobernador. —El alcalde Lincoln se inclinó ligeramente mientras escoltaba a la señora Lincoln por las escaleras de acceso—. Parece que ha reunido a los soldados más apuestos.
—Gracias, alcalde Lincoln. Bienvenida, señora Lincoln. Por favor. —El gobernador Andrew los condujo al interior—. La concurrencia es más prestigiosa que nunca.
—Al parecer, incluso Longfellow se ha sumado a la lista de invitados —dijo el alcalde Lincoln, y le dio al gobernador Andrew una palmadita lisonjera en el hombro—. Es algo hermoso lo que hace usted por esos hombres, gobernador, y nosotros, la ciudad, quiero decir, lo aplaudimos.
La señora Lincoln se sujetó el vestido, que produjo un ligero crujido, y penetró con paso regio en el Soller. Una vez en él, un espejo colgado en posición baja le procuró a ella, y a las demás señoras, una vista de los menores detalles de sus vestidos, para el caso de que sus galas hubieran tomado una caída inadecuada durante el camino a la recepción: un marido resultaba totalmente inútil para tales propósitos.
Mezclados en el vasto salón de la mansión con veinte o treinta invitados, había de setenta a ochenta militares de cinco compañías diferentes, espléndidamente ataviados con sus uniformes y capas de gala. Muchos de los más activos regimientos a los que se honraba habían tenido un reducido número de supervivientes. Aunque los consejeros del gobernador Andrew lo presionaron para incluir en la reunión sólo a los más destacados entre el núcleo escogido de los militares —pues algunos soldados, señalaron, estaban perturbados a raíz de la guerra—, Andrew insistió en que se les festejara por su hoja de servicios, no por su nivel social.
El gobernador Andrew caminaba por el centro del largo salón con un paso staccato, disfrutando de una oleada de vanidad mientras observaba los rostros y sentía el zumbido de los nombres de aquellos con quienes tuvo la buena fortuna de familiarizarse durante los años de la guerra. Más de una vez en aquellos tiempos dislocados, el club del Sábado había enviado un coche de punto a la cámara legislativa del estado para forzar a Andrew a abandonar su despacho y pasar una velada alegre en las cálidas estancias de la casa Parker. Todo el tiempo había sido dividido en dos épocas: antes de la guerra y después de la guerra. En Boston, Andrew pensaba «hemos sobrevivido» mientras se mezclaba sin restricciones con los blancos corbatines y las chisteras, el oropel y los cordones dorados de los oficiales, las conversaciones y los cumplidos de viejos amigos.
El señor George Washington Greene se situó al otro lado de una reluciente estatua de mármol que representaba las Tres Gracias, cada una inclinándose delicadamente hacia las demás, con sus rostros fríos y angélicos y los ojos plenos de tranquila indiferencia.
«¿Cómo podría un veterano de un hogar de ayuda a los soldados que escuchara los sermones de Greene conocer también los detalles mínimos de nuestras tensiones con Harvard?».
La pregunta se había planteado en el estudio de la casa Craigie. Se propusieron respuestas, y supieron que encontrar esa respuesta significaría encontrar a un asesino. Uno de los jóvenes cautivados por los sermones de Greene pudo haber tenido un padre o un tío en la corporación de Harvard o en la Mesa de Supervisores que, inocentemente, contara sus historias durante la velada, ignorando el efecto que podían tener en la quebrantada mente de alguien que ocupaba el asiento de al lado.
Los eruditos tendrían que determinar con exactitud quién estaba presente en las diversas reuniones de la Mesa en las que se trató de los papeles de Healey, Talbot y Jennison en la postura de la universidad en contra de Dante. Esta lista se compararía con todos los nombres y perfiles que pudieran reunir de los soldados acogidos a los hogares. Solicitarían una vez más la ayuda del señor Teal para acceder a las dependencias de la corporación. Fields coordinaría el plan con su empleado una vez llegaran al Corner los trabajadores del turno de noche.
Mientras tanto, Fields ordenó a Osgood que confeccionara una lista de todo el personal de Ticknor y Fields que hubiera combatido en la guerra, basándose primordialmente en el Directorio de regimientos de Massachusetts en la guerra de Rebelión. Aquella noche, Nicholas Rey y los demás debían asistir a la última recepción del gobernador en honor de los soldados de Boston.
Los señores Longfellow, Lowell y Holmes se dispersaron por el repleto salón de recepciones. Cada uno de ellos mantenía los ojos vigilantes sobre el señor Greene y, con algún pretexto de pasada, entrevistaba a muchos veteranos, en busca del soldado que Greene había descrito.
—¡Se diría que esto es la trastienda de una taberna en lugar de la cámara estatal! —se lamentó Lowell, mientras disipaba con la mano algún humo fugitivo.
—¿Acaso, señor Lowell, no alardeaba usted de fumarse diez cigarros diarios, y a la sensación que eso le procuraba la llamaba musa? —le reprendió Holmes.
—Nunca nos gusta oler nuestros propios vicios en los demás, Holmes. Ah, vamos a ver si nos tomamos una o dos copas —sugirió Lowell.
Las manos del doctor Holmes rebuscaban en los bolsillos de su chaleco de muaré, y sus palabras brotaron de él como a través de una criba:
—Todos los soldados con los que he hablado aseguran no haber conocido a nadie remotamente parecido a la descripción dada por Greene, o han visto a un hombre exactamente de esas características el otro día, pero no conocen su nombre ni dónde puedo encontrarlo. Quizá Rey tenga más suerte.
—Dante, mi querido Wendell, era un hombre de gran dignidad personal, y uno de los secretos de su dignidad era que nunca tenía prisa. Nunca lo hallará impropiamente apresurado… Una excelente regla para que nosotros la sigamos.
Holmes emitió una risa escéptica.
—¿Y usted ha seguido esa regla?
Lowell se prestó ayuda a sí mismo con un meditativo trago de clarete. Luego dijo pensativamente:
—Dígame, Holmes, ¿ha tenido usted alguna vez su propia Beatriz?
—Perdone, ¿cómo dice, Lowell?
—Una mujer que haya inflamado las profundidades más pavorosas de su imaginación.
—¡Ah, mi Amelia!
Lowell estalló en unas carcajadas que parecían bramidos.
—¡Oh, Holmes! ¿Es que nunca la ha corrido usted? Una esposa no puede ser su Beatriz. Créame, porque yo, al igual que Petrarca, Dante y Byron, estuve desesperadamente enamorado antes de los diez años. Sólo mi corazón sabe las congojas que sufrí.
—¡A Fanny le encantaría esta conversación, Lowell!
—¡Bah! Dante tuvo a su Gemma, que fue la madre de sus hijos, ¡pero no alcanzó su inspiración! ¿Sabe usted cómo se conocieron? Longfellow no se lo cree, pero Gemma Donati es la dama mencionada en la Vita nuova, que consuela a Dante por la pérdida de Beatriz. ¿Ve usted a esa joven?
Holmes siguió la mirada de Lowell, dirigida a una joven delgada, de cabello negro y lustroso, que resplandecía bajo las brillantes arañas del salón.
—Aún me acuerdo… Fue en 1839, en la galería Allston. Allí estaba la criatura más hermosa que habían visto mis ojos. No era extraño que aquella belleza tuviera encandilados a los amigos de su marido, allá, en la esquina. Sus facciones eran perfectamente judías. Tenía el cutis moreno, pero el suyo era uno de esos rostros claros en los que cada sombra de sentimiento flota por él como la sombra de una nube sobre la hierba. Desde mi lugar en la estancia, todo el contorno de sus ojos emergía por completo de las sombras de sus cejas y de lo oscuro de su tez, de modo que sólo podía verse una gloria indefinida y misteriosa. Pero ¡qué ojos! Casi me hicieron temblar. Esa visión única de su seráfica hermosura me inspiró más poesía…
—¿Era inteligente?
—¡Santo Dios, no lo sé! Batió las pestañas en mi dirección y no fui capaz de pronunciar una palabra. Sólo hay una manera de actuar con las mujeres coquetas, Wendell: echar a correr. Han pasado veinticinco años y más, y no me la puedo arrancar de la memoria. Le aseguro que todos tenemos nuestra propia Beatriz, ya viva cerca de nosotros o viva sólo en nuestra mente.
Lowell dejó de hablar al acercarse Rey.
—Agente Rey, los vientos han soplado a nuestro favor… Es lo más que puedo decir. Tenemos la suerte de contar con usted a nuestro lado.
—Puede agradecérselo a su hija —dijo Rey.
—¿Mabel? —Lowell se volvió hacia él, espantado.
—Mabel fue a hablar conmigo para convencerme de que los ayudara, caballeros.
—¿Que Mabel habló con usted en secreto? ¿Usted sabía eso, Holmes? —preguntó Lowell.
Holmes negó con la cabeza.
—En absoluto. ¡Pero habría que felicitarla!
—Si se pone severo con ella, profesor Lowell —le advirtió Rey con gesto serio, levantando la barbilla—, lo detendré.
Lowell se echó a reír de buena gana.
—¡Es un buen argumento, agente Rey! Ahora, mantengamos el puchero hirviendo.
Rey asintió con gesto cómplice y continuó su ronda por el salón.
—¿Puede imaginarlo, Wendell? Mabel yendo detrás de mí de esa manera, ¡creyendo que puede cambiar las cosas!
—Es una Lowell, mi querido amigo.
—El señor Greene aguanta —informó Longfellow reuniéndose con Lowell y Holmes—. Pero me preocupa que… —Longfellow se interrumpió—. Ah, ahí vienen la señora Lincoln y el gobernador Andrew.
Lowell puso los ojos en blanco. Su lugar en sociedad demostró ser aburrido para sus propósitos aquella velada, pues estrechar manos y mantener conversaciones animadas con profesores, ministros, políticos y funcionarios universitarios lo distraía de la finalidad que se habían propuesto.
—Señor Longfellow.
Longfellow se volvió para encontrarse con un trío de mujeres de la alta sociedad de Beacon Hill.
—Buenas noches, señoras.
—Precisamente hablaba de usted, señor, durante unas vacaciones en Buffalo —dijo la belleza de cabello negro brillante de aquella trinidad.
—Ah, ¿sí?
—Sí, con la señorita Mary Frere. Habla de usted con mucho cariño, y dice que es una persona exquisita. Por lo que cuenta, pasó ratos maravillosos con usted y su familia en Nahant el verano anterior. Y ahora resulta que me lo encuentro yo aquí. ¡Estupendo!
—Oh, bueno, es muy amable de su parte —respondió Longfellow sonriendo, pero de inmediato dirigió la mirada más allá—. ¿Por dónde anda el profesor Lowell? ¿Lo han visto ustedes?
En las proximidades, Lowell estaba volviendo a contar prolijamente una de sus típicas anécdotas:
—Entonces Tennyson exclamó desde el extremo de la mesa: «¡Sí, maldita sea, me gustaría coger un cuchillo y sacarles las tripas!» ¡Aun siendo un verdadero poeta, el rey Alfred no usaba circunloquios, como «víscera abdominal», para designar esa parte del cuerpo!
Los oyentes de Lowell reían y se chanceaban.
—Si dos hombres trataran de parecerse —dijo Lowell, volviéndose a las tres damas, que permanecían allí de pie, con las orejas de un tono rosado intenso y las bocas muy abiertas—, no podrían conseguirlo mejor que lord Tennyson y el profesor Lovering, de nuestra universidad.
La belleza de cabellos negros brillantes dirigió una mirada agradecida a la rápida huida de Longfellow para alejarse del comentario inapropiado de Lowell.
—Es algo que da que pensar, ¿verdad? —dijo.
Cuando Oliver Wendell Holmes Junior recibió una nota de su padre para que asistiera también al banquete de los soldados en la cámara legislativa estatal, la releyó y lanzó una maldición. No era cuestión de preocuparse por la presencia de su padre, pero tampoco le resultaba agradable. ¿Cómo sigue su querido padre? ¿Continúa con su chapucera forma de dar clase mientras piensa en sus poemas? ¿Es cierto que el doctorcito puede pronunciar xxx palabras por minuto, capitán Holmes? ¿Por qué tenían que aburrirlo con preguntas sobre el tema favorito del doctor Holmes, a saber, el doctor Holmes?
En un nutrido grupo de miembros de su regimiento, Junior fue presentado a varios caballeros escoceses que formaban parte de una delegación que estaba de visita. Cuando se pronunció el nombre completo de Junior, se produjo la habitual recitación de preguntas relativas a su parentesco.
—¿Es usted hijo de Oliver Wendell Holmes? —indagó un recién incorporado a la conversación, un escocés más o menos de la edad de Junior, quien se presentó como una especie de mitólogo.
—Sí.
—Bien, a mí no me gustan sus libros —dijo el mitólogo sonriendo, y se fue.
En el silencio que pareció rodear a Junior, allí, solo en medio de la charla, se sintió súbitamente airado contra la omnipresencia de su padre en el mundo, y de nuevo lo maldijo. ¿Era deseable extender la propia fama de manera tan indiscriminada, que gusanos como el que Junior acababa de conocer pudieran juzgarlo a uno? Junior se volvió y vio al doctor Holmes en el borde de un corro, junto con el gobernador, y a James Lowell gesticulando en el centro. El doctor Holmes se había puesto de puntillas, tenía la boca abierta y estaba esperando una oportunidad para meter baza. Junior rodeó el grupo y se dirigió al otro lado del salón.
—¡Eh, Wendy!
Junior fingió no oírlo, pero la llamada se repitió, y el doctor Holmes se abrió paso entre unos soldados para acercarse a él.
—Hola, padre.
—Wendy, ¿no quieres venir a saludar a Lowell y al gobernador Andrew? Ven y que te vean, tan apuesto con tu uniforme. Oh, vaya.
Junior se dio cuenta de que los ojos de su padre recorrían el salón.
—Debe de ser la camarilla escocesa de la que hablaba Andrew… Por cierto, Junior, debería reunirme con el joven mitólogo, el señor Lang, y tratar con él de algunas ideas que tengo sobre Orfeo reuniéndose con Eurídice fuera de las regiones infernales. ¿Has leído algo suyo, Wendy?
El doctor Holmes tomó del brazo a Junior y lo arrastró al otro lado del salón.
—No. —Junior retiró el brazo para detener a su padre. El doctor Holmes se lo quedó mirando, dolido—. Sólo he venido para hacer acto de presencia con mi regimiento, padre. Pero debo reunirme con Minny en casa de los James. Por favor, excúsame ante tus amigos.
—¿Nos has visto? Formamos una feliz hermandad, Wendy. Más y más conforme los años pasan. ¡Disfruta, muchacho, de tu travesía en el navío de la juventud, porque es facilísimo perderse en la mar!
—Padre —dijo Junior mirando por encima del hombro de su padre al mitólogo, que hablaba haciendo muecas—. He oído a ese tipejo de Lang hablar mal de Boston.
La expresión de Holmes se volvió solemne.
—Ah, ¿sí? Pues no merece que perdamos el tiempo con él, chico.
—Como tú digas, padre. Oye, ¿aún estás trabajando en esa nueva novela?
La sonrisa de Holmes se borró ante el interés insinuado por la pregunta de Junior.
—¡Desde luego! Me han retrasado otras tareas, pero Fields promete que ganaré dinero cuando se publique. Tendré que tirarme al Atlántico si no es así; quiero decir al charco propiamente, no a la revista The Atlantic, de Fields.
—Darás pie a que los críticos se te vuelvan a echar encima —dijo Junior, dudando si continuar expresando lo que pensaba. De pronto, hubiera deseado ser lo bastante rápido como para ensartar al gusano del mitólogo con su sable reglamentario. Se prometió a sí mismo leer la obra de Lang, aun sabiendo que le produciría satisfacción que tuviera poca entidad—. Quizá encuentre ocasión de leer esa novela, padre. A ver si encuentro tiempo.
—Me gustaría mucho, chico —replicó Holmes tranquilamente, al tiempo que Junior se iba.
Rey había dado con uno de los militares mencionados por el diácono del hogar, un veterano manco que acababa de bailar con su esposa.
—Algunos me lo decían —explicó orgullosamente el soldado a Rey— cuando los movilizaron a ustedes, muchachos: «Yo no estoy haciendo una guerra de negros». Oh, no tiene ni idea de cómo hacían que me sonrojara.
—Por favor, teniente —dijo Rey—. Ese caballero que le he descrito, ¿cree usted que pudo haberlo visto en el hogar de ayuda a los soldados?
—Seguro, seguro. Bigote en forma de manillar, color de heno. Siempre de uniforme. Blight… Ése es su nombre. Estoy seguro de ello, aunque no absolutamente. Capitán Dexter Blight. Agudo, siempre leyendo. Buen oficial, aunque me parece que no asistía a los cultos religiosos.
—Dígame, por favor, ¿estaba muy interesado en los sermones del señor Greene?
—¡Oh, ya lo creo que le gustaban al viejo pendenciero! Y no crea, esos sermones eran como aire fresco. Eran de lo más osado que he oído. ¡Sí, al capitán le gustaban más que a nadie, o así me lo parece!
Rey apenas podía contenerse.
—¿Sabe usted dónde puedo encontrar al capitán Blight?
El militar se golpeó con el muñón la palma de su única mano y guardó silencio. Luego rodeó con el brazo sano a su esposa.
—¿Sabe usted, señor agente? Aquí, mi chica, tan guapa, debe haberle traído suerte.
—Por favor, teniente…
—Creo que sé dónde puede verlo. Ahí enfrente.
El capitán Dexter Blight, del regimiento 19 de Massachusetts, llevaba un bigote en forma de «U» invertida, de color de heno, tal como le había descrito Greene.
La mirada de Rey, que no duró más de tres segundos, fue discreta pero vigilante. Le sorprendió a él mismo la extrema curiosidad que sintió por cada detalle del aspecto del hombre.
—Patrullero Nicholas Rey, ¿verdad? —El gobernador Andrew miró el atento rostro de Rey y le extendió ceremoniosamente la mano—. ¡No me dijeron que se le esperaba a usted!
—No había pensado venir, gobernador. Espero que me perdone.
Dicho esto, Rey retrocedió hacia un corro de soldados, y el gobernador que lo había admitido en la policía de Boston se quedó allí, de pie, con gesto de incredulidad.
Su súbita presencia, que al parecer pasó inadvertida a los demás asistentes a la recepción, eclipsó los demás pensamientos de los miembros del club Dante, en cuanto fueron informados, uno tras otro. Fijaron en él una mirada colectiva. Aquel hombre, al parecer mortal y corriente, ¿pudo haber sorprendido a Phineas Jennison y despedazarlo? Sus facciones eran acusadas y le conferían una expresión triste, pero por lo demás no tenían nada de notable, bajo su sombrero de fieltro negro y su guerrera con una sola hilera de botones. ¿Podía ser él? ¿El traductor savant que había convertido las palabras de Dante en acción, el que se les había anticipado una y otra vez?
Holmes se excusó ante algunos admiradores y corrió a reunirse con Lowell.
—Ese hombre… —susurró Holmes, presa de la sensación de temor de que algo había ido mal.
—Ya lo sé —susurró a su vez Lowell—. Rey también lo ha visto.
—¿Deberíamos hacer que Greene se le acercara? —dijo Holmes—. Hay algo en ese hombre. No parece…
—¡Mire! —urgió Lowell.
En aquel momento, el capitán Blight descubrió a George Washington Greene vagando solo. Las prominentes ventanas de la nariz del soldado se dilataron con interés. Greene, olvidado de sí mismo en medio de las pinturas y las esculturas, continuaba su deambular como si estuviera en una exposición de fin de semana. Blight contempló a Greene por un momento y luego dio unos pasos lentos y desiguales hacia él.
Rey avanzó para situarse cerca pero, cuando se volvió con objeto de vigilar a Blight, se encontró con que Greene estaba conversando con un bibliófilo. Blight había cruzado la puerta.
—¡Maldita sea! —exclamó Lowell—. ¡Se larga!
El aire estaba demasiado en calma para que hubiera nubes o cayera la nieve. El cielo abierto mostraba una media luna tan exacta que parecía haber sido partida con una hoja recién afilada.
Rey distinguió a un uniformado en el Common. Cojeaba y se apoyaba en un bastón de marfil.
—¡Capitán! —lo llamó Rey.
Dexter Blight se volvió y miró con dureza al que lo llamaba, bizqueándole los ojos.
—Capitán Blight.
—¿Quién es usted?
Su voz sonó profunda y resuelta.
—Nicholas Rey. Necesito hablar con usted —dijo, mostrando su placa policial—. Sólo un momento.
Blight clavó su bastón en el hielo, impulsándose con más rapidez de la que Rey hubiera creído posible.
—¡No tengo nada que decir!
Rey agarró a Blight por el brazo.
—¡Si trata de detenerme, le arrancaré sus malditas tripas y las arrojaré al Estanque de las Ranas! —gritó Blight.
Rey temió haber cometido una terrible equivocación. Aquel incontrolado estallido de ira, la emoción no contenida, eran propios de alguien que tiene miedo, no de un hombre intrépido… No del que buscaban. Mirando atrás, hacia la cámara legislativa, donde los miembros del club Dante se apresuraban escaleras abajo, con la esperanza reflejada en sus rostros, Rey vio también las caras de las personas de todo Boston que lo habían llevado a aquella búsqueda. El jefe Kurtz, que con cada muerte disponía de menos tiempo como guardián de una ciudad que se estaba expandiendo con demasiada voracidad para adaptarla a lo que a uno le gustaría llamar hogar. Ednah Healey, con su expresión desvaneciéndose en la luz mortecina de su dormitorio, arrancándose a puñados su propia carne, esperando volver a ser ella misma entera. Sexton Gregg y Grifone Lonza, dos víctimas más, no del asesino exactamente, pero sí del miedo insoportable que crearon las muertes.
Rey intensificó la presa sobre Blight, que se debatía, y se encontró con la amplia y cautelosa mirada del doctor Holmes, que, al parecer, compartía todas sus dudas. Rey pidió a Dios que aún quedara tiempo.
Por fin, rezongó Augustus Manning mientras acudía a la llamada de la campanilla y hacía entrar a su huésped.
—¿Vamos a la biblioteca?
El relamido Pliny Mead escogió el lugar más cómodo para sentarse, en el centro del canapé de piel de topo.
—Le agradezco que acceda a venir a esta hora de la noche, señor Mead, y fuera de la universidad —dijo Manning.
—Siento haberme retrasado. El mensaje de su secretario hacía referencia al profesor Lowell. ¿Se trata de nuestro curso sobre Dante?
Manning se pasó la mano por el cauce desnudo que había entre sus dos mechones de cabello blanco, cual dos penachos.
—En efecto, señor Mead. Dígame, ¿habló usted con el señor Camp sobre el curso?
—Así es. Durante unas horas. Quería saber todo cuanto yo le pudiera contar sobre Dante. Dijo que actuaba por encargo de usted.
—Era cierto. Pero desde entonces no parece querer hablar conmigo. Me pregunto por qué.
Mead arrugó la nariz.
—Y ahora, ¿podría saber qué asunto se trae entre manos?
—Desde luego que no debe saberlo, hijo. Pero he pensado que aun así quizá podría ayudarme. He creído que podríamos reunir nuestra información a fin de entender qué puede haber sucedido para que de pronto se haya producido ese cambio en la conducta del profesor Lowell.
Mead le dirigió una mirada obsequiosa, pero estaba decepcionado porque la reunión le deparaba escaso beneficio y diversión. Sobre la repisa había una caja de pipas. Acarició la idea de fumar junto a la chimenea de un miembro de la corporación de Harvard.
—Ésas parecen A 1, doctor Manning.
Manning asintió complaciente y cargó una pipa para su huésped.
—Aquí, a diferencia de lo que ocurre en nuestro campus, podemos fumar abiertamente. También podemos hablar abiertamente, con palabras que broten de nosotros con tanta libertad como el humo. Hay otros extraños sucesos relacionados con lo anterior, señor Mead, que me gustaría sacar a la luz. Un policía vino a verme y empezó a hacerme preguntas sobre su curso de Dante, pero luego se detuvo, como si hubiera querido decirme algo importante y hubiera cambiado de idea.
Mead cerró los ojos y exhaló humo voluptuosamente. Augustus Manning había mostrado bastante paciencia.
—Me pregunto, señor Mead, si es usted consciente de que su puesto en la clase no hace más que descender.
Mead envaró el cuerpo, como un niño de primaria dispuesto a recibir unos azotes.
—Señor…, doctor Manning, créame que no es por otra razón más que…
—Lo sé, mi querido muchacho —lo interrumpió—, sé lo que sucede. La clase del profesor Lowell en el último período escolar… ¡es para abominar de ella! Sus hermanos de usted siempre han ocupado primeros puestos en sus clases, ¿no es así?
Encrespado a causa de la humillación y la ira, el estudiante apartó la mirada.
—Quizá podamos tratar de hacer algunos ajustes en su número de clase, a fin de situarlo más en la línea del honor de su familia.
Los ojos verde esmeralda de Mead revivieron.
—¿De veras, señor?
—Tal vez ahora fume yo también —murmuró Manning, levantándose de su butaca y examinando sus hermosas pipas.
La mente de Pliny Mead se esforzaba en deducir qué podía haber tras aquella proposición de Manning. Evocó su encuentro con Simon Camp momento a momento. El detective de Pinkerton había tratado de reunir datos negativos acerca de Dante para informar al doctor Manning y a la corporación, con objeto de reforzar su postura contra la reforma y apertura del plan de estudios. En el segundo encuentro, Camp pareció excesivamente interesado, según pensaba ahora Mead. Pero ignoraba qué podía haber pensado el detective privado. Tampoco entendía la razón de que policías de Boston hicieran preguntas sobre Dante. Mead pensó en los recientes acontecimientos, la insania de la violencia y el miedo que envolvían la ciudad. Camp pareció particularmente interesado en el castigo de los simoníacos cuando Mead lo mencionó como parte de una larga lista de ejemplos. Mead pensó en los muchos rumores que le habían llegado sobre la muerte de Elisha Talbot; varios de ellos, aunque los detalles diferían, aludían a los pies carbonizados del ministro. Los pies del ministro. Y luego estaba el pobre juez Healey, encontrado desnudo y cubierto de…
¡Malditos todos, y Jennison también! ¿Podría ser? Y si Lowell lo sabía, ¿explicaba eso su súbita cancelación del curso sobre Dante sin ninguna explicación convincente? ¿Pudo Mead, sin proponérselo, empujar a Camp a entenderlo todo? ¿Había ocultado Lowell lo que sabía a la universidad, a la ciudad? ¡Podía arrastrársele a la ruina por eso! ¡Malditos!
Mead se puso en pie de un salto.
—¡Doctor Manning, doctor Manning!
Manning consiguió encender un fósforo, pero luego lo apagó y bajó de pronto su voz hasta convertirla en un susurro.
—¿Ha oído usted algo en la entrada?
Mead prestó atención y negó con la cabeza.
—¿La señora Manning, señor?
Manning se llevó a la boca un dedo largo y torcido y se deslizó del salón al vestíbulo.
Al cabo de un momento, regresó junto a su huésped.
—Imaginaciones mías —comentó, fijando la mirada en Mead con firmeza—. Sólo quiero que esté usted seguro de que nadie en absoluto nos escucha. Presiento que tiene algo importante que compartir esta noche, señor Mead.
—Podría ser, doctor Manning —replicó Mead con sorna, pues había organizado su estrategia durante el tiempo que se había tomado Manning para asegurar la privacidad. Dante es un maldito asesino, doctor Manning. Oh, sí, algo podría compartir—. Hablemos primero de mi lugar en la clase. Luego podemos tratar de Dante. Oh, creo que lo que tengo que decirle le interesará grandemente, doctor Manning.
Manning rebosaba de alegría.
—¿Y si sirviese alguna bebida para acompañar nuestras pipas?
—Para mí jerez, por favor.
Manning sirvió el estimulante solicitado, que Mead se bebió de un trago.
—¿Y por qué no otro, querido Auggie? Remojaremos la noche.
Augustus Manning se inclinó sobre su aparador, dispuesto a servir otra bebida. Esperaba, por el bien del estudiante, que lo que tuviera que decir fuese importante. Oyó un fuerte golpe, significativo: supo, sin mirar, que el muchacho había roto un objeto precioso. Manning miró atrás de soslayo, con irritación. Pliny Mead estaba tendido inconsciente en el canapé, con los brazos colgando flojamente a ambos lados.
Manning giró en redondo, y el decantador le resbaló de la mano. El administrador se quedó mirando fijamente a un soldado uniformado, un hombre que había visto casi a diario en los pasillos del edificio principal de la universidad. El soldado también mantenía la mirada fija y mascaba algo esporádicamente. Cuando separó los labios, unos puntos blandos y blancos flotaban sobre su lengua. Escupió, y uno de los puntos blancos aterrizó en la alfombra. Manning no pudo evitar mirar: parecía haber dos letras impresas en el húmedo fragmento de papel: «L» e «I».
Manning corrió al rincón de la estancia, donde un fusil de caza decoraba la pared. Se subió a una butaca para alcanzarlo y tartamudeó:
—No, no.
Dan Teal tomó el arma de las temblorosas manos de Manning y golpeó su rostro con la culata, en un movimiento desprovisto de esfuerzo. Luego permaneció allí, de pie, observando cómo el traidor, frío hasta el centro de su corazón, se agitaba y se desplomaba al suelo.