—¡Oh, peregrinos: venid ahora al círculo final de esta ciega prisión que Dante debe explorar en su sinuoso recorrido hacia lo profundo, en su predestinado viaje para aliviar a la humanidad de todo sufrimiento! —George Washington Greene alzó los brazos abiertos por encima del pesado facistol, que chocaba con su estrecho pecho—. Pues Dante busca nada menos que eso; su destino personal es secundario en el poema. ¡Es la humanidad lo que quiere elevar a través de su viaje; y así nosotros lo seguimos, paso a paso, desde las ígneas puertas hasta las esferas celestiales, mientras limpiamos de pecado este nuestro siglo diecinueve!
»Oh, qué formidable tarea tiene por delante en su desdichada torre de Verona, con la amarga sal del exilio en su paladar. Él piensa: ¿cómo describiré el fondo del universo con esta lengua frágil? Él piensa: ¿cómo cantaré mi canción milagrosa? Pero Dante sabe que debe hacerlo: para redimir su ciudad, para redimir su nación, para redimir el futuro… y a nosotros; nosotros que estamos aquí sentados, en esta capilla que ha vuelto a despertar, para revivir el espíritu de su mayestática voz en un Nuevo Mundo, nosotros ¡también somos redimibles! Él sabe que en cada generación habrá unos pocos afortunados que comprendan y vean verdaderamente. Él es una pluma de fuego con sangre del corazón como única tinta. ¡Oh, Dante, que nos traes la luz! ¡Felices las voces de las montañas y de los pinos que siempre repetirán tus cantos!
Greene inspiró profundamente hasta llenarse los pulmones, antes de narrar el descenso de Dante hasta el círculo final del infierno: un lago de hielo, Cocito, pulido como el cristal, con un espesor que ni siquiera alcanza el río Charles en lo más crudo del invierno. Dante oye una voz airada que vuela hasta él desde esa tundra helada.
—¡Mira dónde pisas! —grita la voz—. ¡Pon atención en no hollar con tus pies nuestras cabezas, fatigados y míseros hermanos!
»Oh, ¿de dónde llegaban esas acusadoras palabras que aguijoneaban los oídos del bienintencionado Dante? Al mirar abajo, el Poeta ve, incrustadas en el lago helado, unas cabezas que asoman del hielo, una congregación de sombras muertas…, un millar de cabezas purpúreas, de pecadores de la más baja naturaleza conocida por los hijos de Adán. ¿Para qué falta se reserva esta llanura glacial del infierno? ¡Para la traición, por supuesto! ¿Y en qué consiste su castigo, su contrapasso, para el frío de sus corazones? Ser sepultados enteramente en hielo: desde el cuello abajo, de manera que sus ojos puedan ver para siempre las míseras penalidades acarreadas por sus torpezas.
Holmes y Lowell estaban anonadados, con el corazón retorcido en la garganta. La barba de Lowell colgaba todo lo que le permitía la boca abierta, mientras Greene, resplandeciente de vitalidad, describía cómo Dante agarra por los cabellos la cabeza del vehemente pecador; zarandeándola de forma cruel, y le pregunta su nombre. ¡Aunque me arranques los cabellos, no te diré quién soy! Otro de los pecadores, inadvertidamente, llama por su nombre a su compañero para poner fin a sus amargos gritos y para satisfacción de Dante. Así pudo dar razón del nombre del pecador para la posteridad.
Greene prometió llegar hasta el bestial Lucifer —el peor de todos los traidores y pecadores, la bestia de tres cabezas que castiga y es castigada— en su próximo sermón. La energía que había acumulado el anciano ministro durante el sermón se disipó rápidamente cuando hubo concluido, dejando tan sólo un círculo de color en sus mejillas.
Lowell se abrió paso entre la muchedumbre, en la oscura capilla, apartando a soldados que se mezclaban y hablaban con voz bronca en las naves laterales. Holmes lo seguía.
—¡Mis queridos amigos! —los saludó jovialmente Greene a la primera señal que le dirigieron Lowell y Holmes.
Empujaron a Greene a una pequeña cámara en la parte posterior de la capilla, y Holmes cerró la puerta. Greene tomó asiento en una tabla junto a una estufa y levantó las manos.
—Yo diría, colegas, que con este pésimo tiempo me he vuelto a resfriar. No me extrañaría que nosotros…
Lowell tronó:
—¡Díganoslo todo, Greene!
—Señor Lowell, no tenía ni la más remota idea de que venían —dijo Greene mansamente, y dirigió una mirada a Holmes.
—Mi querido Greene, lo que Lowell quiere decir… —Pero el doctor Holmes tampoco pudo mantener la calma—. ¿Se puede saber qué demonios estaba usted haciendo aquí, Greene?
Greene pareció sentirse herido.
—Bien, usted sabe, mi querido Holmes, que pronuncio sermones, como predicador invitado, en diversas iglesias de la ciudad y de East Greenwich cuando me lo piden y me es posible. El lecho de un enfermo es, en el mejor de los casos, un lugar aburrido, y el mío me ha traído ansiedad y dolor el último año, de manera que acepto de buena gana siempre que me formulan estas peticiones.
Lowell lo interrumpió:
—Ya sabemos que lo invitan a predicar, pero ¡ahí estaba usted predicando a Dante!
—¡Ah, eso! En verdad es un entretenimiento inocente. La experiencia de predicar a estos soldados desmoralizados era un desafío, algo muy distinto de cuanto había conocido. Hablando con los hombres las primeras semanas después de la guerra, en especial cuando Lincoln fue tan traicioneramente asesinado, encontré a gran número de ellos atormentados por la inquietud sobre su propio destino y por las cosas de la otra vida. Una tarde, en algún momento en las últimas semanas del verano, sintiéndome inspirado por la dedicación de Longfellow a su traducción, introduje algunas descripciones dantescas durante mi sermón, y juzgué que su efecto era más bien satisfactorio. Así que empecé a tratar, de modo general, la historia y el viaje espirituales de Dante. Hubo momentos (y perdónenme, ya ven que me ruborizo al confesárselo) en que fantaseé con que yo podía dar una lección sobre Dante y que esos valientes muchachos eran mis alumnos.
—¿Y Longfellow no sabía nada de esto? —preguntó Holmes.
—Mi deseo era compartir las noticias sobre mi modesto experimento, pero, bien… —Greene estaba pálido y fijó su mirada en la llameante tronera de la estufa—. Supongo, queridos amigos, que me sentí un poquito cohibido por presentarme como maestro dantista ante un hombre como Longfellow. Así que no se lo digan, por favor. Eso sólo lo desconcertaría, ya saben que no le gusta considerarse diferente…
—El sermón que acaba de pronunciar, Greene —lo interrumpió Lowell—, se basaba enteramente en los encuentros de Dante con los traidores.
—¡Sí, sí! —dijo Greene, como rejuvenecido por el recuerdo—. ¿No es maravilloso, Lowell? No tardé en descubrir que desarrollar un canto o dos en su totalidad mantenía la atención de los soldados mejor aún que un sermón basado en mis frágiles pensamientos, y actuar así me colocaba en buena disposición para nuestras sesiones dantistas de la semana siguiente. —Greene se echó a reír con la vanidad nerviosa de un niño que ha alcanzado un logro que sus mayores no esperaban—. Cuando el club Dante inició el Inferno, di comienzo a mi práctica actual, predicando uno de los cantos que íbamos a traducir en la siguiente reunión de nuestro club. ¡Yo diría que ahora me siento bien preparado para emprender ese clamoroso canto que Longfellow ha previsto para mañana! Normalmente, pronunciaba mi sermón el jueves por la tarde, poco antes de tomar el tren de regreso a Rhode Island.
—¿Todos los jueves? —preguntó Holmes.
—Hubo veces en que tuve que guardar cama. Y las semanas en que Longfellow cancelaba nuestras sesiones dantistas, ay, no me sentía con ánimos de hablar sobre Dante. ¡Esta última semana ha sido maravillosa! ¡Longfellow ha estado traduciendo a tal velocidad, a un ritmo tan rápido, que he decidido instalarme en Boston y pronunciar un sermón sobre Dante casi todas las noches durante una semana!
Lowell hizo un movimiento brusco hacia delante.
—¡Señor Greene! ¡Repase mentalmente cada momento de su experiencia aquí! ¿Alguno de los soldados mostró un especial conocimiento del contenido de sus sermones sobre Dante?
Greene se puso en pie y miró en derredor confuso, como si de repente hubiera olvidado lo que se le preguntaba.
—Déjenme pensar. En cada sesión había unos veinte o treinta soldados, ¿saben?, pero no eran siempre los mismos. Siempre quise ser mejor fisonomista. Algunos de ellos, de vez en cuando, expresaban su admiración por mis sermones. Deben ustedes creerme… Si pudiera ayudarlos…
—Greene, si ahora mismo no… —empezó a decir Lowell con voz ahogada.
—¡Lowell, por favor! —dijo Holmes, asumiendo el papel usual de Fields de contener a su amigo.
Lowell espiró ruidosamente e hizo un gesto a Holmes invitándolo a continuar.
—Mi querido señor Greene —empezó Holmes—, usted nos ayudará… extraordinariamente, lo sé. Ahora debe usted pensar con rapidez para hacernos un favor, querido amigo, por Longfellow. Recuerde a todos los soldados con los que pueda haber conversado desde que empezó esto.
—Oh, sí. —Los ojos de media luna de Greene se agrandaron de forma insólita—. Sí, ahora me acuerdo. Un soldado me formuló el deseo específico de leer él mismo a Dante.
—¡Eso! ¿Y qué le respondió? —preguntó Holmes, radiante.
—Pregunté al joven si estaba bien familiarizado con lenguas extranjeras. Vino a decir que era considerado un buen lector desde la niñez, pero sólo en inglés, por lo cual lo animé a que aprendiera italiano. Comenté que estaba colaborando en completar la primera traducción norteamericana, con Longfellow, para lo que habíamos formado un pequeño club en el domicilio del poeta. Pareció muy interesado. Así pues, le recomendé que a principios del próximo año se dirigiera a una librería y preguntara por la publicación de Ticknor y Fields —contó Greene con el detalle de las gacetillas que Fields mandaba insertar en las páginas de rumores.
Holmes dirigió una mirada de esperanza a Lowell, que lo urgió a proseguir. Holmes preguntó despacio:
—Ese soldado, ¿tal vez le dio su nombre? —Greene negó con la cabeza—. ¿Recuerda usted su aspecto, mi querido Greene?
—No, no, lo siento muchísimo.
—Esto es más importante de lo que pueda usted imaginar —intervino Lowell.
—Tengo un recuerdo de la conversación de lo más borroso —dijo Greene, y cerró los ojos—. Creo recordar que era más bien alto, con un bigote del color del heno, en forma de manillar. Quizá cojeaba. Pero muchos de ellos se han convertido en ruinas humanas. Fue hace meses y yo no presté atención especial a aquel hombre. Como digo, no estoy dotado para recordar caras… Precisamente por eso nunca he escrito narrativa, amigos míos. La narrativa es todo caras. —Greene se echó a reír, considerando esta última afirmación ilustrativa. Pero la zozobra en los rostros de sus compañeros se traducía en miradas graves—. Caballeros, por favor, díganme, ¿he contribuido yo a crear algún tipo de problema?
Salieron, poniendo el mayor cuidado al atravesar los grupos de veteranos, y Lowell ayudó a Greene a montar en el carruaje. Holmes hubo de despertar al cochero y al caballo, y el primero condujo al segundo, aletargado, lejos de la vieja iglesia.
Mientras tanto, desde detrás de una empañada ventana del hogar de ayuda a los soldados, esta precipitada partida fue seguida en su totalidad por los ojos vigilantes del hombre al que el club Dante llamaba Lucifer.
George Washington Greene estaba instalado en un sillón en la Sala de Autores del Corner. Nicholas Rey se reunió con ellos. Las preguntas desmenuzaron al máximo la información de Greene acerca de sus sermones sobre Dante y de los veteranos que acudían ávidos a escucharlos todas las semanas. Lowell se lanzó entonces a una desnuda crónica de los asesinatos dantescos, ante lo cual Greene apenas pudo articular una respuesta.
A medida que los detalles salían de la boca de Lowell, Greene sentía que le era gradualmente arrebatada su asociación con Dante. El modesto púlpito del hogar de ayuda a los soldados frente a su encandilado auditorio; el lugar especial que la Divina Commedia ocupaba en el estante de su biblioteca en Rhode Island; las noches de los miércoles sentado ante la chimenea de Longfellow; todo eso había parecido manifestaciones permanentes y perfectas de la dedicación de Greene al gran poeta. Pero, como todo cuanto alguna vez había sido satisfactorio en la vida de Greene, aquello también iba mucho más allá de lo que pudo concebir. Algo excesivo que ocurría con independencia de su conocimiento e indiferente a su sanción.
—Mi querido Greene —dijo Longfellow con suavidad—. No debe hablar a nadie de Dante fuera de los que estamos en esta habitación, hasta que estos asuntos se resuelvan.
Greene alcanzó a simular un asentimiento. Su expresión era la de un hombre inútil e incapacitado, la imagen de un reloj al que hubieran despojado de las manecillas.
—¿Y nuestra reunión del club Dante prevista para mañana? —preguntó con voz débil.
Longfellow sacudió la cabeza tristemente.
Fields pulsó el timbre solicitando un mozo para que acompañara a Greene a casa de su hija. Longfellow lo ayudó a ponerse el gabán.
—Nunca haga eso, querido amigo —dijo Greene—. Un joven no lo necesita, y un viejo no quiere. —Se detuvo mientras el recadista lo llevaba del brazo, cuando ya caminaban por el vestíbulo; habló pero no se volvió hacía los hombres que seguían en la sala—. Podían haberme dicho lo que sucedía. Alguno de ustedes podía habérmelo dicho. Tal vez yo no sea el más fuerte…, pero sé que pude haberlos ayudado.
Aguardaron a que el sonido de las pisadas de Greene se extinguiera en el vestíbulo, y Longfellow dijo:
—Si sólo se lo hubiéramos dicho. ¡Qué estúpido fui al plantear una carrera contra la traducción!
—¡No lo tome así, Longfellow! —replicó Fields—. Piense en lo que sabemos ahora: Greene predicaba sus sermones los jueves por la tarde, inmediatamente antes de regresar a Rhode Island. Seleccionaría un canto que quisiera seguir repasando, escogiendo de los dos o tres cantos que usted había dispuesto en la agenda para la siguiente sesión de traducción. Nuestro maldito Lucifer oiría el mismo castigo del que nosotros íbamos a ocuparnos… ¡seis días antes que nuestro grupo! Y eso le dejaba mucho tiempo a Lucifer para establecer su propia versión del asesinato contrapasso un día o dos antes de que lo transcribiéramos sobre el papel. Así que, desde nuestro punto limitadamente ventajoso, todo adquiría la apariencia de una carrera, de algo que se mofaba de nosotros con los detalles de nuestra propia traducción.
—¿Y qué hay de la advertencia grabada en la ventana del señor Longfellow? —preguntó Rey.
—«La mia traduzione» —dijo Fields levantando las manos—. Teníamos prisa por concluir lo que era la obra del asesino. Los malditos chacales de Manning en la universidad seguro que harían lo posible por apartarnos de la traducción.
Holmes se volvió a Rey.
—Patrullero, ¿sabe algo Willard Burndy que pueda ayudarnos a partir de ahora?
—Burndy dice que un soldado le pagó para que le enseñara a abrir la caja del reverendo Talbot —respondió Rey—. Burndy, en vista de que podía sacar un provecho fácil con escaso riesgo, fue a casa de Talbot para explorar el terreno, y allí resulta que lo vieron varios testigos. Tras el asesinato de Talbot, los detectives descubrieron a los testigos y, con la ayuda de Langdon Peaslee, el rival de Burndy, dirigieron el caso en contra de Burndy. Éste es un borrachín y apenas puede recordar más del asesino que su uniforme de soldado. Yo no confiaría en él de no haber descubierto ustedes la fuente del conocimiento del criminal.
—¡Que cuelguen a Burndy! ¡Que los cuelguen a todos! —exclamó Lowell—. ¿No lo ven ustedes? Está delante de nuestros ojos. Estamos tan cerca de la pista de Lucifer que no podemos evitar tropezar con su talón de Aquiles. Piensen en esto: el ritmo errático entre un asesinato y otro ahora cobra todo su sentido. Después de todo, Lucifer no era un erudito dantista… No era más que un feligrés de Dante. Sólo podía matar después de oír predicar a Greene acerca de un castigo. Una semana, Greene predicó el canto undécimo, y su texto presenta a Virgilio y Dante sentados en una muralla para acostumbrarse a la pestilencia del infierno, comentando la estructura de éste con la frialdad de dos ingenieros. Es un canto que no describe ningún castigo específico y, por tanto, no hubo ningún asesinato. La semana siguiente, Greene se puso enfermo, no acudió a nuestro club, no predicó… y tampoco hubo asesinato.
—Así es, y Greene estuvo enfermo una vez antes de eso, también durante nuestra época de traducción del Inferno. —Longfellow pasó una página con sus notas—. Y otra vez después de ésa. Tampoco en esos períodos hubo asesinatos.
Lowell prosiguió:
—Y cuando hicimos una pausa en nuestras reuniones del club, cuando decidimos investigar tras la observación de Holmes del cuerpo de Talbot, las muertes pararon en seco… ¡porque Greene había parado! Hasta que dimos por concluido nuestro «respiro» y decidimos traducir lo de los cismáticos, ¡y con ello devolvimos a Greene al púlpito y a Phinny Jennison lo enviamos a la muerte!
—Ahora se hace plenamente la luz sobre el gesto del asesino de colocar el dinero bajo la cabeza del simoníaco —dijo Longfellow, compungido—. Era la interpretación preferida del señor Greene. Debí haber relacionado sus lecturas de Dante con los detalles de los asesinatos.
—No se deprima, Longfellow —lo apremió el doctor Holmes—. Los detalles de los asesinatos eran tales que sólo un experto dantista los hubiera identificado. No había forma de adivinar que Greene era su involuntaria fuente.
—Me temo —replicó Longfellow— que, pese a lo bienintencionado de mi razonamiento, hemos cometido un grave error. Al acelerar la frecuencia de nuestras sesiones de traducción, nuestro adversario ha oído ahora tanto Dante de boca de Greene en una semana como el que le hubiera llevado un mes.
—Propongo que Greene vuelva a esa capilla —insistió Lowell—. Pero esta vez haremos que predique sobre cualquier otro tema que no sea Dante. Observamos a la audiencia, aguardamos a que alguien se muestre agitado y ¡entonces atrapamos a Lucifer!
—¡Es un juego demasiado peligroso para Greene! —dijo Fields—. No es adecuado para eso. Además, ese hogar de ayuda a los soldados está medio cerrado, y los militares es probable que ahora ya estén dispersos por la ciudad. No tenemos tiempo de planear algo así. ¡Lucifer podría golpear en cualquier momento a quien, en su distorsionada visión del mundo, crea que ha cometido una trasgresión contra él!
—Pero debe tener una razón para creer tales cosas, Fields —replicó Holmes—. La insania es a menudo la lógica de una mente cuidadosa y sobrecargada.
—Ahora sabemos que el asesino necesitaba al menos dos días, y a veces más, para preparar su crimen después de oír un sermón —dijo el patrullero Rey—. ¿Hay alguna posibilidad de predecir los objetivos potenciales, ahora que ustedes saben las partes de Dante que el señor Greene ha referido a esos soldados?
—Me temo que no —respondió Lowell—. En primer lugar, carecemos de experiencia que nos permita adivinar cómo va a reaccionar Lucifer a esta reciente andanada de sermones, en lugar de a uno solo. El canto de los traidores que acabamos de oír sería, supongo, el que más impresión podría causarle. Pero ¿cómo seríamos capaces de averiguar qué «traidores» pueden rondar la mente de ese lunático?
—¡Si Greene pudiera recordar mejor al hombre que se le aproximó, y que le preguntó sobre una lectura por su cuenta de Dante! —dijo Holmes—. Llevaba uniforme, tenía un bigote color heno en forma de manillar y cojeaba. Pero sabemos la fuerza física que desplegó el asesino en cada una de las muertes, y su rapidez, pues nadie lo vio ni antes ni después de los crímenes. ¿Eso no hace improbable que se trate de una herida incapacitante?
Lowell se levantó y se dirigió a Holmes cojeando exageradamente.
—Si usted quisiera que el mundo no sospechara su fuerza, ¿podría fingir unos andares como ésos?
—No hemos tenido ninguna prueba de que nuestro asesino se esconda. Pero sí de nuestra incapacidad para verlo. ¡Y pensar que Greene miró a los ojos de nuestro demonio!
—O a los de un caballero cabal, pero golpeado por la fuerza de Dante —sugirió Longfellow.
—Fue notable advertir la emoción con que los soldados aguardaban oír más sobre Dante —admitió Lowell—. Los lectores de Dante se convierten en estudiantes, sus estudiantes, en zelotes, y lo que comienza como un gusto se convierte en una religión. El exiliado sin techo encuentra un hogar en mil corazones agradecidos.
Los interrumpió un ligero golpe y una voz suave procedentes del vestíbulo. Fields sacudió la cabeza, contrariado.
—¡Osgood, por favor, encárguese usted de momento!
Un papel doblado se deslizó bajo la puerta.
—Es sólo un mensaje, si me lo permite, señor Fields.
Fields dudó antes de abrir la nota.
—Lleva el membrete de Houghton. «Respondiendo a su última consulta, creo le interesará saber que las pruebas de la traducción de Dante por el señor Longfellow parecen haber desaparecido. Firmado, H. O. H.».
Ante el silencio de los demás, Rey preguntó por el significado de aquello. Fields se lo explicó:
—Cuando creíamos, equivocadamente, que los asesinatos iban detrás de nuestra traducción, agente, pedí a mi impresor que se asegurase de que nadie había tenido acceso a las pruebas del señor Longfellow a medida que iban entregándose, y que de algún modo se adelantara a nuestro ritmo de traducción.
—¡Bueno, bueno, Fields! —exclamó Lowell tomando de manos de Fields la nota de Houghton—. Precisamente cuando creíamos que los sermones de Greene lo explicaban todo, ¡el asunto se nos deshace entre las manos!
Lowell, Fields y Longfellow encontraron a Henry Oscar Houghton ocupado, redactando una amenazadora carta a un grabador que no cumplía. Un empleado los anunció.
—¡Usted me dijo que no había desaparecido ninguna prueba del archivo, Houghton!
Fields ni siquiera se quitó el sombrero antes de empezar a gritar. Houghton despidió al empleado.
—Tiene usted mucha razón, señor Fields. Y éstas aún no han sido tocadas —explicó—. Mire usted, yo deposito un juego extra de todos los grabados y pruebas importantes en una cámara de seguridad en el sótano, en previsión de un incendio; así lo hago desde que la calle Sudbury ardió hasta los cimientos. Siempre he creído que ninguno de mis muchachos tenía acceso a la cámara. Nada en ella los puede atraer, pues ciertamente no hay mucho mercado para pruebas de imprenta robadas, y para mis aprendices de taller sería todo un triunfo leer un libro. ¿Quién dijo aquello: «Aunque un ángel lo escriba, deberán imprimirlo los demonios[11]»? Eso tendré que grabarlo en un sello algún día.
Houghton se cubrió con la mano su digna risita entre dientes.
—Tomás Moro —apostilló Lowell, el hombre que todo lo sabía, sin aguardar respuesta.
—Houghton —dijo Fields—, le ruego que nos muestre esas otras pruebas que conserva.
Houghton condujo a Fields, Lowell y Longfellow por un estrecho tramo de escaleras hasta el sótano. Al final de un largo corredor, el impresor compuso una sencilla combinación que daba acceso a una cámara acorazada que había adquirido a un banco desaparecido.
—Después de comprobar las pruebas de la traducción del señor Longfellow con las archivadas, las hallé completas. Entonces se me ocurrió mirar en esta cámara de seguridad y, ¡oh, sorpresa!, habían desaparecido varias de las primeras pruebas de la traducción del Inferno por el señor Longfellow.
—¿Y quién las hizo desaparecer? —preguntó Fields.
Houghton se encogió de hombros.
—Yo no entro en esta cámara con mucha regularidad, como comprenderán. Esas pruebas pudieron haberse sustraído hace días, o meses, sin que yo me diera cuenta.
Longfellow localizó la caja etiquetada con su nombre, y Lowell lo ayudó a rebuscar entre las pruebas de la Divina Commedia. Habían desaparecido varios cantos del Inferno.
Lowell murmuró:
—Al parecer se las han llevado al azar. Faltan partes del canto tercero, pero este robo parece ser el único que se corresponde con un asesinato.
El impresor intervino en la conversación de los poetas y dijo, aclarándose la garganta:
—Puedo reunir a todos los que pudieron tener acceso a mi combinación, si ustedes lo creen oportuno. Llegaré al fondo de esto. Si yo le digo a un mozo que me cuelgue el gabán, espero de él que vuelva y me confirme que lo ha hecho.
Los mozos hacían funcionar las prensas, devolvían los tipos fundidos a las cajas y regaban las sempiternas lagunas de negra tinta cuando oyeron la campanilla de Houghton. Se congregaron en la sala de descanso de Riverside Press.
Houghton dio varias palmadas para acallar la cháchara de costumbre.
—Muchachos, por favor. Muchachos. Hay un pequeño problema que ha reclamado mi atención. Sin duda reconocen ustedes a uno de nuestros visitantes, el señor Longfellow, de Cambridge. Sus obras representan una parte importante, tanto comercial como cívicamente, de nuestras impresiones de literatura.
Uno de los chicos, un pelirrojo de aspecto rústico, con una cara amarilla pálida manchada de tinta, empezó a retorcerse y a dirigir miradas nerviosas a Longfellow. Éste lo advirtió y se lo señaló a Lowell y Fields.
—Parece que algunas pruebas de la cámara del sótano han sido… extraviadas, podríamos decir.
Houghton había abierto la boca para continuar cuando captó la inquieta expresión de su mozo amarillo pálido. Lowell arqueó ligeramente la mano sobre el agitado hombro del aprendiz. Ante la sensación del contacto de Lowell, el aprendiz derribó al suelo a un colega y salió como una flecha. Lowell fue tras él inmediatamente y dobló la esquina a tiempo para oír las pisadas a la carrera, descendiendo por la escalera posterior.
El poeta se lanzó a todo correr hacia la oficina principal y bajó las empinadas escaleras laterales. Se precipitó fuera cortando el paso al fugitivo cuando corría por la orilla del río. Estuvo a punto de asirlo con fuerza, pero el aprendiz lo evitó, deslizándose por el helado talud, y cayó pesadamente en el río Charles, donde algunos muchachos estaban pescando anguilas con arpón. En su caída, rompió la capa de hielo que cubría el río.
Lowell se hizo con el arpón de uno de los muchachos, que protestó, y pescó al aprendiz que había chocado con el hielo, agarrándolo por su delantal empapado, en el que se habían enredado utricularias y herraduras desechadas.
—¿Robaste esas pruebas, tunante? —le gritó Lowell.
—¿De qué me está hablando? ¡Déjeme en paz! —replicó, castañeteándole los dientes.
—¡Me lo vas a decir! —exigió Lowell, con los labios y las manos temblándole casi tanto como los de su cautivo.
—¡Ojalá revientes!
Las mejillas de Lowell ardían. Agarró al chico por los pelos y lo sumergió en el río. El aprendiz escupía y gritaba entre los fragmentos de hielo. Para entonces, Houghton, Longfellow y Fields —y media docena de vociferantes aprendices entre los doce y los veintiún años— se habían congregado a mirar en la puerta principal de la imprenta.
Longfellow trataba de contener a Lowell.
—¡Vendí las malditas pruebas, lo hice! —chilló el aprendiz, dando boqueadas.
Lowell lo puso en pie, sujetando con fuerza su presa con una mano y manteniendo en la otra el arpón contra su espalda. Los chicos que pescaban se habían apoderado de la gorra gris del cautivo y se la iban probando. Respirando salvajemente, el aprendiz se sacudía la mortificante agua helada.
—Lo siento, señor Houghton. ¡Nunca pensé que alguien las echara en falta! ¡Sabía que estaban repetidas!
El rostro de Houghton se puso rojo como un tomate.
—¡A la imprenta! ¡Todo el mundo dentro! —les gritó a los decepcionados muchachos que habían corrido al exterior.
Fields se acercó, con paciente autoridad.
—Sé sincero, chico, y la cosa acabará bien. Dinos inmediatamente a quién le vendiste esas hojas.
—A un chiflado. ¿Está contento? Me paró una noche cuando salía del trabajo. Me dijo que quería que le entregara veinte o treinta páginas o así del nuevo trabajo del señor Longfellow, cualesquiera páginas que pudiera encontrar, las justas para que no las echaran de menos. Me dijo que así me podría ganar un dinerillo.
—¡Maldita sea! ¿Y quién era? —preguntó Lowell.
—Un pez gordo, con sombrero alto, gabán oscuro y capa, con barba. Después de decirle que sí a su plan, me dio palmaditas. Nunca más he vuelto a ver al pájaro.
—Entonces, ¿cómo le entregaste las pruebas? —preguntó Longfellow.
—No eran para él. Me dijo que las llevara a una dirección. No creo que fuera su propia casa… Bueno, ésa era la sensación que daba por la forma en que habló. No recuerdo qué número de la calle era, pero no está lejos de aquí. Dijo que me devolvería las pruebas para que no tuviera que vérmelas con el señor Houghton, pero el fulano ya no volvió.
—¿Conocía a Houghton por su nombre? —preguntó Fields.
—Escucha, hombrecito —intervino Lowell—. Necesitamos saber exactamente adónde llevaste esas pruebas.
—Ya se lo he dicho —respondió el aterido aprendiz—. ¡No recuerdo el número!
—¡No me tomes por estúpido! —le recriminó Lowell.
—¡Que no! Pero me acordaría bastante bien si recorriese a mi manera las calles.
Lowell sonrió.
—Estupendo, porque ahora mismo nos vas a llevar allí.
—¡Ni hablar, a menos que conserve mi trabajo!
Houghton se acercó a la orilla del río.
—¡Jamás, señor Colby! ¡Elige segar la cosecha ajena y pronto sembrarás la tuya propia!
—No tardará en tener otro trabajo, pero encerrado en la cárcel —dijo Lowell, que no había entendido exactamente el axioma de Houghton—. Va usted a conducirnos al lugar donde entregó esas pruebas que robó, señor Colby, o en lugar de nosotros lo llevará allí la policía.
—Reunámonos dentro de unas horas, al caer la noche —replicó el aprendiz, con su orgullo maltrecho después de considerar sus opciones.
Lowell soltó a Colby, que salió a todo correr hacia la estufa de Riverside Press.
Mientras tanto, Nicholas Rey y el doctor Holmes regresaron al hogar de ayuda a los soldados donde Greene había predicado a primera hora de aquella tarde, pero no hallaron a nadie que se ajustara a la descripción del entusiasta de Dante. La capilla no estaba siendo preparada para la usual distribución de la cena. Un irlandés, embutido en un pesado abrigo azul, clavaba con gestos soñolientos tablas en las ventanas.
—El hogar ha agotado toda su asignación en combustible para las estufas, y el ayuntamiento no ha aprobado más fondos para ayudar a los soldados, según he oído. Dicen que esto se cierra, al menos los meses de invierno. Entre nosotros, señores, dudo que se reabra. Estos hogares y sus hombres mutilados son un recuerdo demasiado vivo de los errores que todos hemos cometido.
Rey y Holmes fueron a ver al administrador del hogar. El antiguo diácono de la iglesia confirmó lo que el encargado les había dicho: era por causa del tiempo, según explicó; sencillamente no podían mantener la calefacción del edificio. Les dijo que no se llevaban listas o registros de los soldados que hacían uso de las instalaciones. Era caridad pública abierta a todos los necesitados, de todos los regimientos y ciudades. Y no sólo para los veteranos más pobres, aunque ésa fue una de las finalidades de aquella iniciativa de beneficencia. Algunos de los hombres sólo necesitaban estar rodeados de personas que pudieran comprenderlos. El diácono conocía a algunos soldados por su nombre y a un número reducido, por el número de su regimiento.
—Usted podría conocer al que buscamos. Es un asunto de la mayor importancia.
Rey repitió la descripción que les había dado George Washington Greene.
El administrador negó con la cabeza.
—Con mucho gusto les escribiré los nombres de los caballeros a los que conozco. Los militares actúan en ocasiones como si vivieran en un país aparte. Se conocen entre ellos mucho mejor de lo que nosotros podamos conocerlos.
Holmes no dejaba de moverse atrás y adelante en su silla mientras el diácono mordisqueaba el extremo de su pluma de ave con la mayor parsimonia.
Lowell condujo el carruaje de Fields a través de las puertas de Riverside Press. El aprendiz pelirrojo montaba su vieja yegua pinta. Después de dirigirles toda clase de improperios por hacer correr a su caballería el riesgo de caer enferma, ya que la Oficina de Salud Pública había advertido de que dicho riesgo era inminente tras una inspección de las condiciones del establo, Colby se internó rápidamente por trochas y oscuros prados helados. El recorrido era tan enrevesado e inseguro, que incluso Lowell, gran conocedor de Cambridge desde su infancia, estaba desorientado y sólo pudo mantener la ruta escuchando el machaqueo de los cascos delante.
El aprendiz tiró de las riendas en el patio trasero de una modesta casa colonial. Primero la sobrepasó y luego hizo girar en redondo su montura.
—Es esta casa; aquí es donde traje las pruebas. Las eché por debajo de la puerta de atrás; eso es lo que me dijeron que hiciera.
Lowell detuvo el carruaje.
—¿De quién es esta casa?
—¡Lo demás es cosa vuestra, pájaros! —gruñó Colby, espoleando su yegua, que salió al galope por el terreno helado.
Llevando una linterna, Fields condujo a Lowell y Longfellow a la plazoleta detrás de la casa.
—No hay lámparas encendidas en el interior —dijo Lowell arañando la escarcha de una ventana.
—Demos la vuelta hasta la fachada principal, tomemos nota de la dirección y regresemos con Rey —susurró Fields—. Ese bribón de Colby podría habérnosla jugado. ¡Es un ladrón, Lowell! Podría tener amigos dentro esperándonos para robarnos.
Lowell golpeó repetidas veces la aldaba de latón.
—Tal como nos van las cosas últimamente, si lo dejamos ahora, la casa puede haber desaparecido por la mañana.
—Fields tiene razón. Debemos proceder con cautela, mi querido Lowell —lo urgió Longfellow con voz queda.
—¡Hola! —gritó Lowell, golpeando ahora la puerta con los puños—. Ahí no hay nadie. —Lowell dio un puntapié en la puerta, y quedó sorprendido al advertir que se abría con facilidad—. ¿Lo ven? Esta noche, las estrellas están de nuestra parte.
—¡Jamey, no podemos irrumpir así! ¿Qué pasa si esta casa pertenece a Lucifer? ¡Vamos a ser nosotros quienes acabemos en la cárcel! —dijo Fields.
—Pues haremos nuestra presentación —replicó Lowell tomando la linterna de las manos de Fields.
Longfellow permaneció en el exterior para vigilar que el carruaje no fuera descubierto. Fields siguió a Lowell al interior. El editor se estremecía cada vez que se oía un crujido o un golpe mientras avanzaban por las oscuras y frías estancias. El viento que penetraba por la puerta trasera abierta agitaba las cortinas en espectrales piruetas. Algunas de las habitaciones estaban profusamente amuebladas; otras, vacías por completo. En la casa reinaba la espesa y tangible oscuridad que se acumula con el abandono.
Lowell entró en una habitación oval bien equipada, con un techo abovedado, como el de una capilla. Entonces oyó que Fields, de repente, escupía y se arañaba la cara y la barba. Lowell describió con la linterna un amplio arco.
—Telarañas. A medio tejer. —Colocó la linterna en la mesa central de la biblioteca—. Hace tiempo que aquí no vive nadie.
—O a la persona que vive aquí no le importa la compañía de los insectos.
Lowell se detuvo a considerar esto último.
—Busquemos algo que pudiera explicarnos por qué ese bribón pagaría para que le trajeran aquí las pruebas de Longfellow.
Fields empezó a decir algo como respuesta, pero un grito confuso y unos pasos pesados estremecieron la casa. Lowell y Fields intercambiaron miradas de horror, y se aprestaron a defender sus vidas.
—¡Ladrones!
La puerta lateral de la biblioteca se abrió de par en par y entró precipitadamente un hombre rechoncho, vestido con un batín de lana.
—¡Ladrones! ¡Dense a conocer o me pongo a gritar «ladrones»!
El hombre adelantó su potente linterna y luego se detuvo, asombrado. Se fijó más en el corte de sus trajes que en sus caras.
—¿Señor Lowell? ¿Es usted? ¿Y el señor Fields?
—¿Randridge? —exclamó Fields—. ¿Randridge, el sastre?
—Pues claro —respondió Randridge, extrañado, arrastrando los pies calzados con zapatillas.
Longfellow había corrido al interior, atraído por las voces procedentes de la habitación.
—¿Señor Longfellow?
Randridge se despojó torpemente de su gorro de dormir.
—¿Vive usted aquí, Randridge? ¿Qué hacía con aquellas pruebas? —preguntó Lowell.
Randridge estaba desconcertado.
—¿Si vivo aquí? Vivo dos casas más abajo, señor Lowell. Pero he oído algún ruido, y pensé echar un vistazo. Temía que estuvieran saqueando. No han embalado ni se han llevado nada. Ya ven que no falta nada de la biblioteca.
—¿Quiénes no se han llevado nada? —preguntó Lowell.
—Los parientes, claro está. ¿Quién si no?
Fields retrocedió y paseó la luz por las estanterías. Sus ojos se abrieron desmesuradamente ante el insólito número de Biblias. Al menos había treinta o cuarenta. Sacó la mayor de todas. Randridge dijo:
—Vinieron de Maryland para inventariar sus pertenencias. Sus pobres sobrinos estaban muy poco preparados para afrontar semejante trance, puedo asegurárselo. ¿Y quién lo hubiera estado? De todos modos, como les iba diciendo, cuando oí ruidos pensé que algunos sujetos podían tratar de llevarse algún recuerdo… Ya saben, por lo sensacional del caso. Desde que los irlandeses empezaron a mudarse a nuestra vecindad… Bueno, las cosas han empeorado.
Lowell sabía exactamente dónde vivía Randridge en Cambridge. Galopaba con la mente por el barrio, mirando las casas de dos en dos en cada dirección, con el frenesí de Paul Revere[12]. Ordenó a sus ojos que se adaptaran a la oscuridad de la estancia, para buscar, en los no menos oscuros retratos que se alineaban en la pared, alguna cara familiar.
—No hay paz estos días, amigos míos, puedo asegurárselo —continuó lamentándose el sastre—. Ni siquiera para los muertos.
—¿Los muertos? —repitió Lowell.
—Los muertos —murmuró Fields, pasándole a Lowell una Biblia con los cierres abiertos.
La primera página estaba cubierta por un texto escrito con tinta. Era la genealogía completa de una familia, caligrafiada por el difunto ocupante de la casa, el reverendo Elisha Talbot.