La sorpresa (¿estoy seguro de que me gustan todavía las sorpresas?) ha tomado la forma de un telegrama. El telegrama, procedente de una prestigiosa editorial (no la cito porque se devoran entre sí…), está redactado en estos términos, de concisión casi conminatoria:
MUY INTERESADOS. PRESÉNTESE CON LA MAYOR URGENCIA.
No es desagradable descubrir que eres un genio aun a tu pesar. Es bastante divertido pensar que unos meses de charla inconsecuente, destinada a una pandilla de niños insomnes y a un perro epiléptico, mecanografiada por una secretaria sin matices, enviada por una mensajera irresponsable, bastan para que a un dragón de la edición se le haga la boca agua.
Es lo que me he dicho al despertar, es lo que me he dicho en el metro. Es lo que sigo diciéndome ahora, plantado en la inmensidad de este ¿despacho?, ¿salón?, ¿sala de conferencias?, ¿pista de carreras?, donde el multicolor artesonado de la Historia se compincha con la audaz geometría de un mobiliario porvenir. Aluminio y estuco, dinamismo y tradición, una casa atiborrada de pasado y que devorará el futuro, habría podido ser peor.
La apresurada amabilidad del gomoso que me ha recibido me confirma en la certeza de que estaban esperándome. Nadie duerme ya desde que enviaron el telegrama. Algo en el aire me dice que están conteniendo la respiración.
«¿Y si Malaussène rechazara la oferta?»
Un viento de pánico barre la mesa de conferencias.
«¿Y si ha recibido otras proposiciones?»
«Quintuplicaríamos la apuesta, caballeros…»
(IMPLOSIÓN… No está tan mal el título de Clara.)
—¿Quiere beber algo?
El gomoso ha hecho aparecer un minibar de los bajos de una biblioteca.
—¿Whisky? ¿Oporto?
(A estas horas, bueno será el oporto, ¿no? Sí.)
—Café.
Pues bueno, vaya por el café. Silencio cómplice. Piernas cruzadas. Larga mirada del gomoso. Plateada ronda de la cucharilla.
—Realmente notáble, señor Malaussène.
(Notable no lleva acento).
—Pero no estoy autorizado a decirle nada más.
Ligera risa.
—Es un privilegio que se reserva nuestra Directora literaria.
Risa ligera.
—Una personalidad remarcable, ya verá…
(¿También ella?)
—En la intimidad, la llamamos familiarmente la Reina Zabo.
(Quedémonos pues con la Reina Zabo, estamos en la intimidad).
—Una gran sagacidad en el juicio y una franqueza en el habla…
La sombra de una vacilación, luego, medio tono más bajo:
—Éste es, precisamente, el problema.
(¿El problema? ¿Qué problema?)
Sonrisa, tosecitas, signos exteriores de la turbación distinguida, luego, a quemarropa:
—Bueno, voy a anunciarle su presencia.
El gomoso hace mutis. Y ha transcurrido ya media hora. Media hora esperando la aparición de la Reina Zabo. Primero me he dicho que los libros me harían compañía, me he puesto modestamente ante la biblioteca, he tendido la mano con respeto, he sacado con precaución un volumen: sólo la cubierta. No hay libro en el interior.
Lo he intentado otra vez en otra parte: ídem.
¡En la estancia no hay ni un solo libro! Sólo una exposición de cubiertas coloreadas. No cabe duda, estás en casa de un editor, Malaussène.
Me consuelo calculando cuánto podrá suponerme la publicación de un best-seller. Si lo tenemos en cuenta todo: derechos cinematográficos, televisivos, lecturas radiofónicas, es incalculable. Si nos atenemos al mínimo, también sobrepasa con mucho mis facultades aritméticas. En cualquier caso, hice bien librándome del maldito curro de Chivo Expiatorio. ¡En treinta años no me habría producido ni la décima parte!
Y ese instante de felicidad es el elegido por la Reina Zabo para hacer su entrada. ¡La Reina Zabo!
—¡Ah, buenos días, señor Malaussène!
Una mujerona alta y esquelética sobre la que han plantado una cabeza obesa.
(Buenos días señora…)
—No, no se mueva, por lo demás no lo entretendré mucho.
Una voz chillona que no se anda por las ramas.
—¿Bueno?
Ha aullado ese «¿Bueno?» y me hace dar un respingo. (¿Bueno qué, Majestad?) Debo de ofrecerle un palmito bastante pasmado, porque suelta una carcajada mofletuda, increíble, realmente se diría que su cabeza ha caído por casualidad sobre ese cuerpo.
—¡Ah no, señor Malaussène! ¡Que no haya malentendidos entre nosotros, no lo he hecho venir por su libro, no editamos esa clase de sandeces!
El gomoso, en el papel del paje, tose un poco. La Reí Zabo se da la vuelta de una sola vez:
—¿Sandeces, no? ¡Eso dijo usted, Gauthier!
Luego, dirigiéndose de nuevo a mí:
—Escuche, señor Malaussène, eso no es un libro, no hay aquí ningún proyecto estético, se dispara en todas direcciones y no llega a parte alguna. Y nunca podrá hacerlo mejor. Renuncie enseguida, amigo, no es ésta su vocación.
Al paje Gauthier le gustaría ser invisible. A mí, la Reina Zabo comienza a animarme las interioridades.
—¡Su verdadera vocación es ésta!
Me lanza sobre las rodillas el número de Actual que ha sacado de no sé dónde. Cuando ha llegado tenía las manos vacías, ¿no?
—No puede usted imaginarse hasta qué punto necesitaremos tipos como usted en una editorial. ¡Chivo Expiatorio! Exactamente lo que me hace falta. Créame, señor Malaussène, estoy hasta las narices de que me chillen por mi puesto.
Sigue una larga risa, agudísima, que parece el escape de alguna cosa, incontrolable. Y se detiene también en seco.
—Entre los aprendices de escritor que se consideran mal leídos, los escritores novatos que se afirman mal publicados, los veteranos que se declaran mal pagados, ¡todo el mundo me chilla, señor Malaussène! No ha habido uno solo, óigame bien, en veinte años de oficio no he conocido a un solo escritor que estuviera satisfecho con su suerte.
Me produce el efecto de una niñita superdotada, de cincuenta tacos, que no puede creerse todavía la vivacidad de su inteligencia, esa Reina Zabo. Pero hay algo más. Algo de irremediablemente triste en esa forzada alegría. Sí, algo que yace tristemente bajo la masa electrificada de esa cara de culo.
—Mire, señor Malaussène, la semana pasada mismo se plantó aquí un postulante para saber qué pensábamos de su manuscrito, enviado dos meses antes. Eran las nueve de la mañana. Gauthier, aquí presente (¿está usted presente, Gauthier?), lo recibe en su despacho y, apenas despierto, viene a buscar en mis archivos una ficha de lectura que estaba en los suyos. Durante su ausencia, el otro comienza a curiosear en sus papeles, claro. Da con la ficha de lectura, en la que yo había escrito: «Es pura mierda». Sí, entre nosotros somos muy concisos; el trabajo de Gauthier consiste, precisamente, en vestir esa concisión. Resumiendo, la ficha no estaba destinada a ser leída por el autor del manuscrito en cuestión. Pues bien, ¿cuál piensa usted, señor Malaussène, que fue su reacción?
(Caramba, palabra que…)
—Fue a arrojarse al Sena, justo ahí enfrente.
Con un gesto relampagueante señala la doble ventana que da al río.
—Llevaba encima la ficha de lectura cuando lo sacaron, firmada con mi nombre. Muy desagradable.
Ya está, he comprendido lo que falla en ella. Fue antaño un ser sensible, la Reina Zabo, una niñita que sufría con los males de toda la humanidad. Una adolescente torturada. Algo de ese estilo. Enigmática portadora de la pesadumbre de ser. Cuando el tormento se hizo calvario y, tras muchas vacilaciones, fue a ver al loquero de moda. El gran Escuchador comprendió enseguida que la humanidad le apretaba en las sisas a aquella niña despierta y, pacientemente, canapé tras canapé, extirpó de ella hasta la más pequeña raíz, plantando lo social en su lugar. Así es la Reina Zabo. Un psicoanálisis que ha tenido éxito: cuando come, sólo la cabeza lo aprovecha. Lo demás no participa. He conocido a otros, todos son igual.
—De modo que voy a contratarlo, señor Malaussène, para evitarme esa clase de sinsabores.
—¿A mí?
(¡No he venido a que me contraten!) Silencio. Radioscópica ojeada de su Majestad. Luego:
—Supongo que el Almacén lo ha despedido, después de semejante artículo, ¿no?
Mirada ultravioleta. Sombra de sonrisa:
—Tal vez lo publicó, incluso, con ese objetivo.
Luego, categórica:
—Ha sido una tontería, señor Malaussène, está usted hecho para ese oficio y ninguno más. Chivo Expiatorio: en usted, es un estado.
Y, acompañándome a la puerta a paso de carga:
—No se haga ilusiones, va usted a recibir un montón de ofertas, la cosa ha corrido. Pero le ofrezcan lo que le ofrezcan, no dude que nosotros le pagaremos el doble.