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—¿Tiene usted hijos, Malaussène?

Ni un rasgo de su rostro se inmuta. Me ha recibido en su despacho, como la última vez, pero no me ofrece whisky, ni cigarro puro. Ni siquiera una silla. Y, esta vez, Sainclair no se felicita de nada. Sólo pregunta:

—¿Tiene usted hijos?

—No lo sé.

—Pues mejor será que se informe, porque le voy a dar por el culo con un proceso que va usted a perder y que le arruinará hasta la séptima generación. Sería honesto que avisara a sus posibles herederos.

El número de Actual está abierto ante sus ojos, pero me mira a mí.

—Que escupa usted en la sopa es algo bastante corriente, a fin de cuentas. De todos modos, iba a costarle caro. Pero después de haber vaciado la escudilla…

Se entrega a un rápido cálculo mental…

—Va a costarle un ojo de la cara, señor Malaussène.

La sonrisa que yo quería borrar regresa a su rostro con la elástica facilidad de la famosa adaptación. De la que siempre carecerá el jodido santo que soy.

—Porque firmó usted un contrato, fíjese bien, un contrato que define con toda claridad el papel del Control Técnico. Y cuando llegue el momento tendrá usted enfrente a 855 empleados que afirmarán, con la mejor fe del mundo, que usted nunca ha realizado correctamente su tarea, que prefería limitarse al abyecto papel de mártir, nacido de su propio cerebro enfermo, y que la Casa sólo hace una falta: la de haberle mantenido a usted en sus filas.

Una pausa.

—Desde que, hace tres años, asumí la dirección del Almacén, señor Malaussène, ningún empleado ha sido despedido.

Repite, con un florecimiento de la misma sonrisa:

Ninguno.

(Pues es cierto, sólo tiene una sonrisa).

—Por eso lo manteníamos entre nosotros.

Y en su voz, ahora, hay otra cosa. Que da toda su fuerza a los Sainclair del mundo entero: cree en ello. Cree a pies juntillas en la versión que acaba de construir. No es «su verdad», es «la verdad». La que hace retiñir la campanilla de las cajas registradoras. La única.

—Una cosa más.

(¿Sí, Sainclair?)

—Yo, en su lugar, pasaría rozando las paredes, porque si fuera uno de los clientes que se las han visto con usted en los últimos seis meses, me parece que intentaría encontrarlo… Tardara el tiempo que tardase.

(En efecto, veo una espalda irguiéndose ante mí. Una espalda capaz de provocar eclipses de sol: «¡No permitas que esa basura te devore el hígado, pequeño, ataca!»).

—Eso es todo.

(¿Cómo, todo?)

—Puede usted marcharse. Está despedido.

Y entonces hago una jilipollez, murmurando con aire ladino:

—Pero me ha dicho usted que la policía prohibía movimiento de personal durante la investigación…

Carcajada directiva:

—¿Bromea usted? Le mentí, Malaussène, sencillamente, en beneficio de la Casa, claro; cumplía usted perfectamente su papel y no me interesaba su dimisión.

(Bien. Bien, bien, bien. Me jodió, vamos. ¡Me jodió!)

Y, acompañándome amablemente a la puerta:

—Además, no lo perdemos por completo: nos hacía usted ahorrar mucho dinero, y ahora va usted a proporcionarnos mucho más.

Así son las cosas, te preparas para el goce del siglo y, cuando llega el momento, sabe a Fernet Branca. En este punto, como en algunos otros, Julia tiene razón: no invertir nunca en la promesa del placer. Enseguida o en absoluto. Preguntádselo a los de ahí enfrente, que se desloman por el advenimiento del Brillante Porvenir… Así filosofo mientras paso ante la última mirada de Lehmann. ¡Ah, qué mirada de hombre traicionado me lanza desde su caja transparente, mientras las escaleras mecánicas me sumergen en lo más profundo de los abismos…! ¡Vergonzoso! ¡Me siento vergonzoso aunque debería estar hecho unas pascuas!

Tan en Babia estoy que por un pelo no me rompo la jeta cuando la escalera mecánica llega a lo que nunca se mueve. Y, cuando recupero el equilibrio (carcajada de las vendedoras de juguetes), escucho la voz de Miss Hamilton vaporizando, con una sonrisa reciente:

—Señor Cazeneuve, acuda a la Oficina de Reclamaciones.

Los horarios de la vida deberían prever un momento, un momento preciso del día, para que uno pudiera compadecerse de su suerte. Un momento específico. Un momento que no estuviera ocupado por el curro, ni por el rancho, ni por la digestión; un momento perfectamente libre, una playa desierta donde poder medir cómodamente la extensión del desastre. Con tales medidas en la mirada, la jornada sería mejor, desaparecería la ilusión y el paisaje quedaría claramente balizado. Pero si pensamos en nuestra desgracia entre dos bocados, con el horizonte cerrado por la inminente reanudación del curro, nos equivocamos, evaluamos mal, nos imaginamos peor de lo que estamos. A veces, nos suponemos incluso felices. En eso pensaba yo, tendido en mi catre, con Julius prestándome su calor, hace sólo dos segundos, cuando ha sonado el teléfono. Yo estaba bien. Estaba recorriendo la exacta superficie de mi zarandaja, rumiando el singular sabor de la derrota que acababa de adquirir mi victoria sobre Sainclair. Iba a tener en la mirada las medidas perfectas de mi jardín de infortunio, cuando el jodido timbre ha enmarañado de pronto todos mis cálculos, suscitando el gesto más nutrido de ilusión que existe: descolgar un teléfono.

—¿Ben? Louna ha llegado a término.

«Ha llegado a término»… Sólo Thérèse puede pronunciar fórmulas semejantes. Cuando yo la espiche, en vez de estar trastornada por mi muerte, se declarará «muy afectada por el fallecimiento de su hermano mayor».

Bueno, Louna ha «llegado a término». He tomado la blanca dirección de la clínica, me he dejado caer en el metro, he agarrado la barra y, ahora, aguardo a que la cosa pase. Hay algo que palpita en mí ante la idea de descubrir la jeta reciente de los gemelos. (¿Una para los dos?) Algo que se pone a palpitar con tanta fuerza como hace cinco años, cuando apareció el Pequeño y, más atrás todavía, con la de Jérémy, y más atrás todavía con la de Clara: a ésa la recibí yo (la comadrona estaba trompa perdida y el matasanos se había largado con la caja), yo largué su pequeña amarra y le hice los honores de la casa a mi Clara, con mamá como telón de fondo y repitiendo ya: «Eres un buen hijo, Benjamin, siempre has sido un buen hijo…».

Sí, siento felicidad. Bueno, algo parecido. Todas las medidas que había tomado, tendido en mi lecho, se han enmarañado definitivamente. Esforcémonos por pensar con acierto, sin embargo. Louna ha llegado a término: púdico optimismo para designar lo que es, de hecho, el comienzo de nuevas catástrofes. Porque unos gemelos, no nos engañemos, son dos bocas más que alimentar, cuatro oídos que distraer, veinte dedos que vigilar y un montón de estados de ánimo que soportar, una y otra vez. Y todo con el proceso de Sainclair perfilándose, la ruina en el horizonte, la cárcel tal vez, el deshonor en cualquier caso y (¡a mí, Zola!) la decadencia alcohólica. ¡Nanay! ¡En cuanto tengan cinco años, pondré a los gemelos a currar! ¡Eso haré! ¡Amputaciones y mendicidad! ¡Y que resulte rentable, eh, si queréis comer algo más que vuestros platos vacíos!

¿Por qué la «realidad» se opone siempre a mis proyectos? ¿Por qué me contrarresta la vida? Ésa es la pregunta que me hago, de pie junto a la cabecera de Louna, en la clínica cacareante y florecida, con la mirada puesta en Laurent, que estrecha a mi hermana entre sus brazos. «Mi amor querido, mi amor querido», y que luego aplasta el hocico contra el aséptico acuario, concebido para proteger a los niños de la voracidad de los padres, y que muge: ¡Tengo tres Louna, tres Louna, Ben! ¡Tenía una, tengo tres! (¡Pues no será al precio de una, créeme!) Y todo termina en lo de Koutoubia, con Amar sirviéndonos un cuscús a cargo de la casa, como siempre cuando llego anunciando un nacimiento.

—He descubierto algo importante, Ben. —(Es Laurent el que filosofa con la autorizada ayuda de un Mascara de dieciséis grados)—. Que la realidad es siempre más soportable que la fantasía, aunque sea peor. Yo no quería críos, tengo dos; pues bien, ése no es el horror; el horror, Ben, es haber tenido tanto miedo de esta maravilla. —Suspiro…—. ¡Oh, Ben! ¿Cómo pude hacerle eso a Louna? —Sollozos…—. ¡Rómpeme la cara, Ben, te lo suplico, rómpeme la cara, hazlo por tu hermana! Autofustigación, camisa desgarrada…

—¿Un traguito de Mascara?

—Sí, este año no está del todo mal.

—¿Ben?

La mano de Julia se enrolla en mi muslo.

—Clara me lo ha dicho y por lo de tu proceso, no te preocupes, Sainclair se ha pitorreado. Si hay proceso, será contra la revista, y si el juez es realmente muy malvado, nos condenará a un franco por daños y perjuicios.

—Un franco antiguo, pregaullista, un microfranco —precisa Théo, cuyos ojos acarician las nalgas de Hadouch.

Una velada que ronronea; Chira le corta la carne a Jérémy; Thérèse está pegada al escupimagen donde se programa, una y otra vez, el entierro de Um Kalsum; el Pequeño inicia a Julius en el ritual del té a la menta; Amar nos anuncia por centésima vez la próxima destrucción de su restaurante debida a la erección del New Belleville.

—Lo siento por ti, Amar.

—¿Por qué? El descanso es algo bueno, hijo mío.

Y se lanza a contarme de nuevo que aprovechará la jubilación para cuidar su reuma sumergiéndose en las arenas del sur sahariano. (La blanca cabeza de Amar y, alrededor de su cuello, el Sahara…)

Y al final de los finales (Laurent borracho como una cuba dormido en su plato, Jérémy y el Pequeño hechos un ovillo en la pelambrera de Julius que los incuba, Théo ha desaparecido, hace mucho tiempo, con Hadouch, Thérèse metamorfoseada en derviche girador, la mano de Julia anunciando la inminencia del asalto final), Clara, mi Clara, anuncia la gran noticia:

—Tengo una sorpresa para ti, Benjamin.