Durante más de una semana, Julia, Théo y yo hemos hurgado en el undergound de la cuarta edad parisina, Théo conducido por sus propios vejestorios; Julia, por su mero instinto de hurgadora, y yo siguiendo, alternativamente, al uno o a la otra, demasiado petrificado para tomar la menor iniciativa, pero demasiado aterrorizado para permanecer lejos del escenario de las investigaciones. Lo hemos visitado todo, desde las más desoladas sucursales del Ejército de Salvación hasta los clubes de bridge más encopetados, pasando por una retahíla de asociaciones con fines eminentemente lucrativos: dormitorios atestados, cagatorios a la turca, sopa transparente, directoras opacas, agua estancada en todos los pisos. Con cada día que pasaba, Théo se acercaba al suicidio y Julia a su próximo artículo.
—Ben, ¡he descubierto algo!
(Ráfaga de esperanza en mi viejo corazón).
—¿Qué, Julia, qué?
—El tráfico de drogas del siglo. ¡Todos esos viejecitos son presa de los camellos!
(Me importa un huevo, Julia, un verdadero comino, encuentra a mi viejo, al mío, olvida un poco tu profesión, ¡carajo!)
—Se pinchan como locos, Ben. Es preciso comprenderlos, tienen que olvidarlo todo, incluso el porvenir, y cuando no quieren olvidarlo es porque quieren recordarlo: ¡doble dosis entonces!
Estaba en pleno ardor, y yo sabía por experiencia que nada en el mundo podría apagar aquel incendio.
—Hay otros que lo captaron hace ya tiempo. He descubierto algunas transacciones… Créeme, el verdadero mercado de anfetas está ahí.
(Como si fuera oportuno añadir una piedra más a la pirámide de mis inquietudes…)
—Ten cuidado, Julia, sé prudente.
Pero no, estaba lanzada.
—Claro, con esos matasanos que nunca les dan la dosis suficiente para calmar sus dolores…
(Julia, por compasión, ocúpate de mí. ¡PRIMERO YO, Julia!)
—Y todo con la bendición de las autoridades, porque un viejo que la palma de sobredosis sólo es una ruina que se derrumba.
Poco a poco, Théo comenzó a reclutar para el Almacén, Julia a huronear para su artículo y yo me encontré solo con mi problema. Solo con la frasecita de Théo, en mi cabeza vacía: «A menos que haya cumplido el contrato. Ben, y se haya esfumado»…
No, Pepito Grillo no había cumplido su contrato. Tenía que ejecutar a un ogro todavía. El sexto. El último. Él mismo lo dijo. Ayer noche. Viniendo a sentarse en la polipiel de un metro nocturno, ahí, justo enfrente de mí, con toda naturalidad, mientras yo desesperaba ya de poder encontrarlo. Mi viejecito con pinta de grillo.
Prescindo de la sorpresa para ir directamente al diálogo.
—¿El último?
—Sí, jovencito, eran seis. Seis que se hacían llamar la «Capilla de los 111».
—¿Por qué de los ciento once?
—Porque 111 multiplicado por 6 hace 666, que es el número de la Bestia, y 111 debía ser el número de víctimas inmoladas.
Esbozó una sonrisa en la que se adivinaba una especie de indulgencia.
—Sí, números simbólicos, jovencito, tonterías. La peor monstruosidad brota siempre de una niñería.
Bueno. Volvamos a la sorpresa, a fin de cuentas. De modo que Pepito Grillo se sentó ante mí. Se puso el índice en los labios para que yo no dejara escapar el grito de mi sorpresa.
Sonrió.
Dijo:
—Sí, soy yo.
Sin contarnos a nosotros, en el vagón había tres durmientes. Yo acababa de dejar a Stojil, que no había podido hacer demasiado por mi moral. Stojil se había limitado a repetirme, incansablemente:
—No está lejos, pequeño, créeme: cualquier asesino verdadero se convierte en su propio fantasma.
—¿Qué es un asesino verdadero, Stojil?
—Un asesino sin hambre.
Pues bien, ahí estaba mi asesino sin hambre, sentado ante mí.
Se había instalado como un enano en un trono, removiendo las nalgas para llegar al respaldo. Sus piernas colgaban en el vacío, como las de mis pequeños en sus catres superpuestos. Y los ojos brillaban con el mismo fulgor que los suyos. Ya no llevaba su bata gris de huérfano, sino un traje de tergal adecuado a su edad, con los estrictos pliegues de su condición. El lacito púrpura de una Legión de Honor parpadeaba en su ojal. Comenzó a contarme sin tomarse el trabajo de prologar. Ni por un segundo pensó que podía arrojarme sobre él, empaquetarlo y entregarlo, con portes pagados, a Coudrier. Ni por un segundo se me ocurrió hacerlo. Él se crecía mientras contaba, yo me encogía al escucharlo. Historia sin sorpresa, al fin y al cabo. Y contada sin preocuparse por el efectismo. Directo al grano. (¡Un grano que exhalaba un furioso perfume de carroña!) 1942: cierre del Almacén a causa del pogromo europeo. De todos modos, seis meses de manejos jurídicos. Los propietarios se empeñaban en defenderse y la civilización jugaba a mantener las formas. Pero seis meses que desembocaron, naturalmente, en las abiertas fauces de los crematorios: «La Historia decidió», como decía el muy maula de Risson, acurrucado tras la muralla de sus libros. Mutis del Consejo de Administración.
1942: seis meses durante los cuales el gran Almacén queda abandonado a la silenciosa penumbra de su profusión. Mercancías que duermen el sueño de la guerra y, a su alrededor, el negro cordón de la milicia. Algunos ideólogos de camisas pardas pretendían, incluso, mantener el Almacén cerrado como una tumba hasta el día aniversario del Milenario nacional-socialista.
—Hablaban de ello como si fuera a ser mañana, jovencito, convencidos de que, al devorar Europa, se habían anexionado el Tiempo.
Y, de hecho, transcurridas unas semanas, el gran Almacén iba confitándose en un misterio faraónico. Su ciega inmovilidad generaba rumores como un cadáver genera parásitos. Corrían los chismes más dispares sobre el movimiento secreto de sus entrañas. Para unos, era un importante centro de la Resistencia, para otros el campo experimental de las torturas gestapistas, para los terceros, por fin, era sólo lo que era, el museo cerrado de una Historia muerta, que de pronto resultaba ajena. En cualquier caso, lo miraban como si ya no lo reconocieran.
—Nada se convierte en legendario con mayor rapidez que un lugar público brutalmente sustraído a la presencia popular.
Sí, por aquel entonces la imaginación avanzaba a grandes pasos por el infinito campo de las leyendas. Tras unos meses tan sólo, todo un milenario había transcurrido ya en todas las memorias. Era el tiempo de aquella eternidad fulgurante lo que vivían los seis ogros de la «Capilla de los 111», en el secreto de aquella penumbra atestada de mercancías fósiles.
—¿Quiénes eran?
—Lo sabe usted igual que yo. Seis individuos de distintos horizontes reunidos en el mismo desprecio por lo que Aleister Crowley denominaba los «sórdidos abonos del siglo veinte», pero absolutamente decididos a gozar, lo más íntegramente posible, del trastorno del hormiguero.
—¿El profesor Léonard era uno de ellos?
—Lo era. Él reivindicaba, sobre todo, a Aleister Crowley. Otro se vinculaba a Gilíes de Rais, y así sucesivamente, todos reunidos en un sincretismo diabólico que era. Según aseguraban, el alma de su tiempo. Eso es, jovencito, eran el alma de su época, un alma que se alimentaba de carne viva.
—¿De niños?
—Y a veces de animales, entre ellos un perro que Léonard degolló con sus propios dientes.
(¡Eso es lo que venteó tu alma, mi buen Julius! Sí lo cuento, nadie va a creerme…)
—¿Cómo conseguían sus víctimas?
—En tiempos de hambruna, Gilles de Rais abría sus graneros para atraer a los niños. Ellos les ofrecían el remo de sus juguetes.
(Los ogros Noel).
—La mayoría de esos niños eran confiados por sus padres a una red segura que debía hacerlos pasar a España, a Estados Unidos, alejarlos de las matanzas que se producían. De hecho, la red se perdía en la noche del Almacén. Y será el sexto hombre, el último, el proveedor de niños, quien muera ahora.
—¿Cuándo?
He hecho la pregunta como un sobresalto, inmediatamente convencido de que nada en el mundo podrá arrancarle la respuesta.
—El 24 de este mes.
Me ha mirado sonriente. Lo ha repetido con mucha calma.
—El 24, a las 17 h. 30, en el departamento de los juguetes. Y allí estará usted, jovencito. Y también el comisario de división Coudrier, imagino.
Mi Pepito Grillo nos ha hecho cambiar seis veces de metro. En los corredores embaldosados, sus pasos no producían eco alguno. Sólo entonces me he fijado en sus pantuflas. «La edad», ha murmurado con una sonrisa de excusa.
Ha respondido a todas mis preguntas, entre ellas la única, la sola, la que las contiene todas:
—¿Por qué me ha mezclado usted en esta venganza?
El metro se bamboleaba del lado de la Coutte d’Or. Unos negros cabeceaban en la noche. Adormiladas cabezas sobre hombros vigilantes.
—¿Por qué yo?
Me ha mirado largo rato, como si consultara un archivo interior y, por fin, ha respondido:
—Porque usted es un santo.
Cuando le he devuelto una mirada bovina, él ha desarrollado el concepto.
—Realiza usted un trabajo admirable en aquel almacén. Un trabajo de total humanidad.
(Y un huevo).
—Cargando con las culpas de todos, echando sobre sus hombros todos los pecados del comercio, se comporta usted como un santo, como Cristo incluso.
(¿Jesús? ¿Yo? Dios del cielo…)
—Lo he esperado durante tanto tiempo…
Todas las llamitas de Pentecostés se han encendido de pronto en sus ojos. Y así, totalmente iluminado desde el interior, me ha explicado por qué hacía estallar sus bombas ante mis narices. A su entender, la eliminación del mal absoluto debía producirse ante la mirada de su simétrico, el bien integral, el Chivo Expiatorio, símbolo de la inocencia perseguida: mi menda. Sí, era preciso que el Santo asistiera a la aniquilación de los demonios.
—¡Dará usted testimonio, jovencito! ¡Es el único depositario de la verdad, el único digno de ella!
Inútil decir que, en cuanto he soltado a mi grillo en la noche parisina, he corrido hasta una cabina telefónica para llamar a Coudrier. Me ha escuchado sin abrir la boca, luego ha dicho:
—Cuando yo le decía que realizaba usted un oficio peligroso…
(Pero ¡no por mucho tiempo, palabra de santo!)
—¿Dice usted que el 24 a las 17 h. 30 en el departamento de los juguetes? Eso es el jueves, allí estaré. Intente estar también usted, señor Malaussène.
—¡Ni hablar del peluquín!
—Entonces no ocurrirá nada y usted seguirá siendo el sospechoso favorito de mis hombres.
Entendido. Le pregunto aún:
—¿Tiene alguna idea sobre la identidad de la última víctima, el proveedor de niños?
—En absoluto. ¿Y usted?
—Sólo ha dicho que me sorprendería.
—De acuerdo. Aguardemos la sorpresa.
Julius me esperaba al pie de la cama. Julius que había tenido más olfato que yo en todo este asunto, Julius que había respondido todas las preguntas. Julius al que no le había dado todavía un baño. He acariciado su cabeza pensativa y he dejado caer la mía, desde muy arriba, en mi almohada. Ha encontrado allí el frío bofetón de una revista de helada cubierta.
Era el número de Actual.
El que contaba la vida del Santo. ¡Había salido por fin! He abierto las páginas que me concernían y, a decir verdad, he experimentado una sensación bastante mitigada. Si alguna vez mi viejo zorro de la Legión de Honor lo leía, tendría que revisar mis santas mensuras.
Por otro lado, un intenso júbilo al imaginar la jeta de Sainclair. Y total alegría ante la idea de ser despedido, liberado por fin de tan purulento curro. Porque, con investigación o sin ella, el tal Sainclair iba a verse obligado ahora a despedirme.
Por primera vez desde hacía mucho tiempo (y a pesar de la perspectiva del siguiente jueves), me he dormido como un hombre destinado a la felicidad.