—¡Te lo había dicho, Ben!
Estaba de pie, rígida como el Destino, rodeada por tres pasmas que parecían a punto de presentar su dimisión. A su alrededor, el departamento de policía desarrolla una actividad de colmena… si admitimos que las abejas escriben a máquina fumando cigarrillo tras cigarrillo entre cadáveres de cañas de cerveza.
En resumen, mi Thérèse se mantiene de pie en aquel despacho astroso, sólo codos y rodillas, demasiado alta para su edad, y viéndola allí, entre el humo estancado, rodeada de varones que revolotean, me produce como un flechazo.
—¿Qué me dijiste, pequeña?
El sosias de Pat el Patillas se la comería cruda si no tuviera miedo de romperse los dientes. El otro sueña, sin duda, en rehacer su vida con un bollo de chocolate. Son la viva imagen del abatimiento.
—¡En una hora no le hemos podido sacar nada más!
Hay un tercer pasma al que no conozco, un rubiales que parece a punto de llorar. «Sólo hablaré con mi hermano Benjamin, además, ya se lo había dicho».
—Pero ¿qué le dijiste, joder? —se había exasperado el rubiales.
Y, como realmente era muy joven, añadió:
—¿Cantarás de una vez, so momia?
Como último recurso, tuvieron que aguardar la llegada de Caregga, con el sospechoso number one, mi menda, de pie ahora ante Thérèse, sonriéndole fraternalmente, mientras otros pasmas registran la casa, lo ponen todo patas parriba en la ex tienda y en mi habitación, con tal deseo de encontrar (pero ¿encontrar qué?) que son muy capaces de abrir a Julius en canal para buscar también en su interior.
—¿Qué me dijiste, Thérèse mía?
Da un respingo y me mira como si despertara.
—Te dije que el 28, el 3, el 11 o el 7, con muchas probabilidades para el 28.
(¡Ah caramba!, de modo que no eran los números de la primitiva…)
—Incluso lo escribí, por si una vez más discutías mis afirmaciones.
(«Discutías mis afirmaciones», ese súbito humor me asombraba…)
—¿Qué significan todas esas historias? ¿Intentan tomarnos el pelo o qué?
El rubiales adopta un aire de adulto con los huevos bien puestos. Los otros dos aguardan. Se oyen portazos. Se hablan. La jefatura. Mi pequeña Thérèse, estamos en la Jefatura de Policía.
—Thérèse, ¿quieres explicar a esos señores de qué estamos hablando?
—¿Reconoces que tenía razón?
(Eso es lo que se denomina una «pregunta previa»).
—Sí, tenías razón, Thérèse, lo reconozco.
—En ese caso, explicaré a esos señores…
Una frasecita que basta para inmovilizar el decorado. El rubiales se desliza tras una máquina de escribir. Las orejas de los cuatro ojos crecen imperceptiblemente.
—Es muy sencillo, caballeros…
Ella de pie. Ellos sentados. El paisaje ha cambiado. Ella es el Maestro. Ellos son los renacuajos que se desloman para comprender.
—Muy sencillo, cualquiera de ustedes habría podido llegar a las mismas conclusiones. Siempre que se hubiera molestado un poco.
Sí, así comienza, con su voz agria, en el tono de una clase en la Escuela de Policía: «Ejercicio de investigación astral sobre temática de muerte».
Explica con su larga cabeza huesuda emergiendo de las capas de humo, respirando en otra parte, como siempre, explica a «esos señores» que el tema astral de las cuatro víctimas precedentes indicaba con toda claridad que iban a morir de muerte violenta, el mismo día de su muerte, ni la víspera ni al día siguiente, y en aquel lugar geográfico preciso: el Almacén.
—¿Y cuándo llegará el día de mi jubilación? —ironiza el rubiales que desempeña, sin saberlo, el papel de Jérémy.
—Cierra la boca, Vanini —gruñe el sosias de Pat el Patillas arrebatándome la partitura—, ya hemos perdido bastante tiempo.
—Olvídalo y toma su declaración, cualquier cosa, incluso una receta de bizcocho, el jefe llegará de un momento a otro.
Y Jib la Hiena indica cortésmente a Thérèse que prosiga.
—En cuanto a la víctima potencial, la quinta —prosigue Thérèse—, al no conocer su identidad ni su edad, se trataba para mí ya no de razonar a partir de los parámetros de su nacimiento sino basándome, por el contrario, en un hipotético punto de llegada: lo que ustedes denominan «muerte» y que, evidentemente, sólo es un «paso». Luego, con las bases de un razonamiento deductivo sólidamente establecidas en esta plataforma, intentar remontar el curso del tiempo, hasta descubrir el punto de emergencia del sujeto: lo que ustedes denominan «nacimiento» aunque, claro, es sólo «encarnación».
Los Cuatrojos del comisario Coudrier miran fijamente ante sí, como si no hubiera pared, mientras el rubiales teclea como un demente en la máquina cuya cinta exangüe suelta unas letras pálidas como la muerte. Thérèse está lanzada.
—Ahora bien, teniendo en cuenta las fechas de «encarnación» de las cuatro víctimas precedentes, la naturaleza de los tránsitos astrales que fueron el signo de su «paso» en el Almacén, o de su muerte si lo prefieren, descubrí que, con toda probabilidad, el veintiocho de este mes, y en aquel mismo lugar, debía intervenir la muerte violenta por el tránsito de Saturno sobre el Saturno radical.
Thérèse, esta mañana, se ha levantado pronto. Ha sido la primera dienta que ha cruzado la puerta del Almacén. Se ha estremecido de horror ante las investigadoras caricias de un agente de policía adormilado. Ha vagabundeado por los pasillos, desiertos todavía, ante la mirada intrigada de las vendedoras que se negaban a creer que aquella inspirada silueta era una ladrona que merodeara. Luego, se ha perdido entre la muchedumbre, inmiscuyéndose en ella por los menores recodos del Almacén, aguardando el instante en que la muerte iba a confirmar sus deducciones, pero temiendo también lo acertado de sus razonamientos, pues no le deseaba la muerte a nadie, pobrecilla, «Ben, ¡tú me crees, dilo, sabes que no te he mentido nunca!» (Sí, exactamente la misma frase que la de Jérémy en su cama de hospital), «Te creo, querida, tú nunca has deseado mal a nadie, es cierto, sigue, te escuchamos…», sin saber dónde golpearía la muerte, pero convencida por una luz oscura (el rubiales levanta los ojos de su máquina, eso es, «luz oscura», eso es lo que ha dicho) de que, llegado el momento, sabría el lugar y el instante.
Y, «llegado el momento», han encontrado a una muchacha petrificada ante la puerta cerrada de esos inodoros llegados del frío. Nadie había oído la explosión, la planta estaba, por lo demás, casi desierta en las horas bajas de la tarde: diez minutos antes de cerrar las oficinas y del último aflujo de clientes.
El jefe de sección en persona ha descubierto a Thérèse. Un mocetón alto de voz aflautada. Creyendo que no sabía cómo hacerlo, ha intentado abrirle la puerta. Cerrada por dentro. Intrigado, ha esperado. Pero aquella moza alta, desgarbada, muda e inmóvil, le producía un vago acojonamiento. Apeló, pues, a la vía jerárquica. Y esa vía llevaba a la policía.
Que ha forzado la puerta.
Cadáver acribillado.
Y algunas fotografías en las paredes ensangrentadas.
—Y, ¿sabes, Ben?, he encontrado su fecha de nacimiento en el momento exacto de su muerte: el 19 de diciembre de 1922.
La máquina de ametrallar del rubiales se detiene con un hipo de chatarra. Lanza una ojeada estupefacta al pasaporte abierto en su mesa y lee en voz alta:
—Helmut Künz, súbdito alemán, nacido en Idar Oberstein el 19 de diciembre de 1922.
—Supongo que comprende usted la gravedad de la situación, señor Malaussène.
La noche está ya avanzada. Caregga ha acompañado a Thérèse hasta mi casa. La propia jefatura se ha adormilado. Sólo la lámpara con reostato del despacho del comisario de división Coudrier indica que la Casa sigue pensando. Está sentado tras su mesa y yo de pie ante él. No hay Elisabeth, no hay tazas de café. Sólo el «educador» frente al otro «educador».
—Porque todo eso comienza a suponer ya un montón de presunciones que lo incriminan.
Ligero aumento de la luz para señalar la gravedad del momento. (El comisario Coudrier crea esas variaciones de luz con una discreta presión del pie sobre una pera ad hoc. Supongo que cada pasma tendrá su truco).
—Y mis hombres no comprenderían que yo no las tuviera en cuenta.
(Thérèse, Thérèse…)
—Si le parece, voy a resumir la situación.
(No es que me empeñe…)
Pero la resume. En ocho puntos que caen en nuestra penumbra como otras tantas pruebas de la acusación.
1) Benjamin Malaussène, Control Técnico en el Almacén, gran tienda donde, desde hace siete meses, un asesino desconocido pone bombas, está presente en el lugar de autos en cada una de las explosiones.
2) Cuando él no lo está, lo está su hermana Thérèse.
3) La tal Thérèse Malaussène, menor, parece haber previsto el momento y el lugar de la cuarta explosión —detalle que puede intrigar a cualquier funcionario de policía reticente a la astro-lógica.
4) Jérémy Malaussène, menor también, incendió su colegio por medio de una bomba artesanal, uno de cuyos componentes químicos, por lo menos, ha sido ya utilizado por el asesino del Almacén.
5) La topografía del Almacén parece interesar mucho a la familia, si se considera el número de fotografías encontradas en la cartera de la hermana más pequeña, Clara Malaussène, deliciosamente menor, ampliaciones fotográficas descubiertas durante un registro llevado a cabo en el domicilio familiar, con orden firmada el…, etc.
6) El menor de todos los hijos Malaussène sueña, desde hace meses, en «ogros Noel», siniestra temática que no deja de tener relación con las fotografías (no menos siniestras) descubiertas en el lugar de la última explosión.
7) La preñez de la hermana, Louna Malaussène, apenas, mayor de edad, enfermera, originó un encuentro entre Benjamin Malaussène y el profesor Léonard, víctima de la tercera explosión.
8) El propio perro de la familia (edad y raza indeterminadas) no parece ajeno al asunto, pues fue víctima de un ataque de nervios en el lugar de los crímenes. (El análisis de las fotografías descubiertas en los inodoros de la exposición sueca revela, en una de ellas por lo menos, la presencia de un perro, víctima de una similar afección).
Nuevo aumento de la luz. Sentado anee mí, el comisario de división Coudrier parece el único hombre iluminado en la noche parisina.
—Interesante, ¿no es cierto?, para un equipo de policías agotados y que desean acabar de una vez.
Silencio.
—Pero eso no es todo, señor Malaussène. ¿Quiere echarle una mirada a eso?
Me tiende un sobre de papel grueso, abultado y que lleva el distintivo de una célebre editorial parisina.
—Lo recibimos anteayer, esperaba hablarle de ello.
El sobre contiene doscientas o trescientas páginas mecanografiadas. El conjunto se decreta novela, se titula IMPLOSIÓN, y está firmado por Benjamin MALAUSSÈNE. Una ojeada me basta para reconocer el relato que les suelto a los mocosos desde que comenzó el asunto y que concluyó hace quince días, con la confesión de Jérémy. Mi estupor es tal que Coudrier se cree obligado a precisar:
—Hemos encontrado el original en su casa.
El continuo rugir del París adormecido.
El aullido de un coche de policía lo atraviesa como una pesadilla. En el despacho del comisario Coudrier, la luz desciende ligeramente.
—Compréndame, muchacho…
(«Muchacho…»)
—Sólo tiene usted una baza que lo favorece: mi íntima convicción. Convicción de su inocencia, naturalmente. Ninguno de mis colaboradores la comparte. Hacerles investigar otras pistas en estas condiciones no es cosa fácil. Si otros hechos no apoyan, dentro de poco, esa convicción…
¡Siento caer, uno tras otro, esos puntos…! Y entonces desmorono. Que se joda Théo. Que se joda el Zorro de servicio. Declaro haber visto un viejecito de bata gris robando dos cartuchos en la sección de la armería y metiendo la pólvora en el estuche metálico de una broca de perforadora.
—¿Por qué no lo dijo antes?
(Eso es, ¿por qué?)
—Habría salvado, tal vez, la vida de un hombre, señor Malaussène.
(Pero está mi amigo Théo, señor comisario. Mi amigo Théo y su puerro a la vinagreta).
—De todos modos, lo verificaremos.
Dicho, creo, sin gran convicción. En efecto, considera su deber añadir:
—Encienda algunos cirios si desea usted que lo encontremos…