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Ha ocurrido esta mañana, justo antes de que Louna llamara por teléfono. Yo salía de lo de Lehmann y acababa de dar un rodeo por la librería de la primera planta, sólo para verificar uno de esos detalles en apariencia magnificantes pero que dan un nuevo impulso a las investigaciones y ahorran páginas.

Quería sólo preguntar al viejo señor Risson cuántos años hacía que curraba en el Almacén.

—¡Este año se cumplirán cuarenta y siete! Cuarenta y siete años, señor, deslomándome en defensa de las Bellas Letras y vendiendo sólo porquería. Pero, a Dios gracias, siempre pude preservar una sección de Literatura.

¡Cuarenta años en el tugurio! No le he preguntado a qué edad había comenzado. He seguido farfullando, hojeando, legitimando, en resumen, su orgullo. He dado una vueltecita por la «Muerte de Virgilio», me he deslizado sobre una edición encuadernada del «Manuscrito encontrado en Zaragoza» y luego le he preguntado:

—¿Cuántos Gadda ha vendido desde la reedición en bolsillo?

—¿De El horrendo follón de la calle de los Mirlos? Ninguno.

—Pues bien, acaba de vender uno, tengo que hacer un regalo.

Su hermosa cabeza blanca hace un gesto aprobatorio, del tipo «justo y severo».

—¡Ya era hora, esto es un libro! ¡Es mucho mejor que sus elucubraciones sobre Aleister Crowley!

—También era un regalo, señor Risson, entre gustos no hay disputas.

—Y hay gustos que merecen palos, si le interesa mi opinión.

Mientras me hacía el paquetito (parecía tener toda la eternidad por delante) me aproximé al tema:

—¿Nunca hace usted vacaciones? Creo que lo he visto siempre en su sección.

—Las vacaciones están bien para su trepidante generación, muchacho, yo trabajo lentamente y sólo cierro con el Almacén.

La ocasión era pintiparada, no la dejé pasar.

—¿Y cuántas veces ha cerrado el Almacén en cuarenta y siete años?

—Tres veces. Una en el cuarenta y dos, una en el cincuenta y cuatro, cuando levantaron la sexta planta, y una en el sesenta y ocho, durante aquella charlotada.

(Durante aquella «charlotada»…)

—¿Y qué motivó el cierre del cuarenta y dos?

—Cambio de dirección, de gestión y de mentalidad, diría yo. El anterior consejo de administración era esencialmente judío, si ve usted lo que quiero decirle. Pero ¡aquélla era una época en la que se sabía lo que les correspondía, por derecho propio, a los auténticos franceses!

(¿Perdón?)

—¿Y cuánto tiempo permaneció cerrado el Almacén?

—Más de seis meses. Aquellos «caballeros» remoloneaban, ¿sabe usted? A Dios gracias, la Historia acabó decidiendo.

(Si Dios existe, se cagará en ti cuando llegue el momento, jilipollas de mierda).

—¿Seis meses abandonado?

—Y convenientemente custodiado por la milicia, para que las ratas no vaciaran el barco.

(Y pensar que, hasta hoy, ese tío mierda me había parecido deliciosamente simpático, el abuelo que no he tenido y toda la charanga nostálgica…)

Le he arrebatado mi pobre Gadda de las manos, prometiéndome desinfectarlo, y le he dicho:

—Muchas gracias, señor Risson, volveré para charlar con usted cuando tenga un rato.

—Será un placer, los jóvenes respetuosos comienzan a escasear.

Me ha agarrado en las escaleras mecánicas. La espada de fuego atravesándome la cabeza. Un dolor toral. Completado con una grotesca visión salida de Chester Himes: un negro alto, corriendo en la noche neoyorquina con un cuchillo clavado en la sien cuya hoja salía por el otro lado. Luego, el dolor se ha calmado y ha vuelto la sordera. Se acabó el estruendo, se acabó la música ambiental, nada de nada. Pero demasiado tarde. Esa jodida mierda me había permitido oír al abuelo de mis sueños añorando los viejos tiempos. ¡Rediós! ¿Cómo puede, a esa deyección humana, gustarle Gadda, Broch, Potocki y estar de acuerdo conmigo sobre Aleister Crowley, con ese montón de mierda en vez de cerebro? Pero ¿cuándo voy a comprender algo sobre algo? En cualquier caso, tenía la fecha. 1942. Si algo ocurrió en el Almacén, fue durante los seis meses de aquel año. ¿De día o de noche? De noche, a juzgar por la fotografía. ¡De noche! En un almacén custodiado por la milicia. En ésas estaba cuando las he descubierto por fin.

Mis dos cámaras vivas.

Los cuatro ojos del comisario Coudrier.

Me han saltado a la vista con tal evidencia que me he preguntado cómo había logrado no descubrirlos antes. El alto y el bajo. El gordo y el flaco. El lechuguino y el pingajo. El calvo y el hirsuto. Pat el Patillas y Jib la Hiena. Casi. En fin, con toda la distancia que la vida pone entre realidad y ficción, hágase lo que se haga. Pero, de todos modos, no haberlos descubierto antes… ¡Qué par! ¡Con esa pinta! El uno estaba escondido tras el presentador de cueros finos, era el gordo; y el otro, mister Hyde, a unos quince metros de allí, tragándose un bollo de chocolate tras los encajes de señora. Me he sentido tan pasmado que ya no podía apartar los ojos de ellos. Han comprendido de inmediato que les había descubierto y, palabra, no estaban menos sorprendidos que yo. Nos hemos mirado así, por algún tiempo, y luego el gordo se ha ruborizado bruscamente y me ha hecho con la cabeza un breve gesto que he comprendido enseguida. Incómodo como un piojo pero fuerte como un dogo. Me he largado, pues, he mirado hacia otra parte. Entre ambos, exactamente, para evitar al glotón y su bollo. Y la cosa se ha complicado más aún porque, detrás de ellos, a unos diez metros más atrás estaba, frente a mí, el departamento de las armas. Con estantes de trabucos y la panoplia completa de pipas de alarma, cuchillos para despedazar, silbatos ultrasónicos, cepos dentados, todas esas maravillas que ponen chiribitas en los ojos del cazador… ¡el que ama y conoce de verdad la naturaleza! Por lo demás, había uno en el mostrador: ese ecologista vestido de camuflaje. De unos cincuenta tacos, acompañado por sus dos retoños, unos tipejos de peligrosa limpieza, los tres discutiendo los méritos de un fusil de repetición, de azulados reflejos, que se pasaban de mano en mano, apuntando como el rayo, trazando breves curvas en el cielo y, luego, asintiendo con la cabeza. Como buenos especialistas que eran desde la cuna. El vendedor, hecho unas mieles, comulgaba con ellos profundamente. Tan en la gloria por tener unos clientes perfectamente en el ajo que sus ojos no se ocupaban ya del mostrador. Y entonces he visto la mano zambulléndose en la caja de cartón gris y tomando dos cartuchos, con toda naturalidad, sin ni siquiera esconderse. La mano pertenecía a uno de los viejecitos de Théo. Realmente pequeño y absolutamente viejo, y al que he reconocido, claro, y que me ha reconocido, y que (¡apostaría la cabeza!) me ha mostrado claramente los cartuchos con una sonrisa cómplice, antes de metérselos en el bolsillo izquierdo de su bata gris. Un gesto que he visto ya tres veces: la primera fue la caja negra de un mando a distancia, mientras Cazeneuve recogía el AMX 30, otra un vibrador… y la tercera… no, la tercera fue un movimiento de torsión dado a un grifo de cobre…

He dirigido inmediatamente mi mirada a los pasmas que me escudriñaban como si fuera el rey de los zopencos por quedarme allí, mirando al vacío. El bajo ha levantado la ceja y se ha encogido de hombros. «Bueno, colega ¿ya has terminado el trabajo?» Eso era lo que ha querido decir. De nuevo he mirado con insistencia el departamento de las armas Y entonces se han vuelto. Pero el viejecito había desaparecido. Me he sentido casi aliviado.

Dos minutos más tarde, sordo como una tapia aún, estaba sumido en las profundas aguas del sótano, navegando en busca de Pepito Grillo. ¡Pepito Grillo, eso es!, tenía exactamente la jeta bonachona y chusca, chata y lisa a fuerza de archivejez, de Pepito Grillo. Mis dos pasmas patrullaban algo más lejos, no podía evitar verles, como si mis ojos hubieran sido imantados por su evidencia profesional.

¡Y la jeta que ponían cada vez que se encontraban con mi mirada! Todas las amenazas del mundo en aquellos dos hocicos descompuestos.

Y ni rastro de Pepito. Por primera vez, he advertido hasta qué punto eran abundantes las batas grises de Théo. Y parecidas, en su vejez. Innumerables, parecidas y solitarias. Sin ningún contacto unos con otros, los modernos vejestorios ¡Théo! Decirle a Théo que uno de sus protegido, había mangado municiones en el departamento de la artillería.

Théo estaba aconsejando a una mujerona, del estilo Castafiore en el departamento de los papeles pintados. La quincallería de la dama expresaba sus deseos, y la cabeza de Théo aprobaba y volvía a aprobar. Le iba a endosar varias capas unas sobre otras, de sus papeles pintados.

He puesto pues rumbo a Théo, pero estaba solo a mitad del recorrido cuando tres acontecimientos simultáneos han trastornado mi programa. En primer lugar, la clara visión de Pepito, a unos diez metros de mí, vaciando la pólvora de los cartuchos en el estuche metálico de una broca de taladro, con un ojo en su trabajo y el otro clavado en mí, sonriente e imposible de descubrir para los dos pasmas, pues se hallaba perdido entre media docena de viejecitos idénticos, todos en pleno bricolaje. Luego, una poderosa palmada en mi hombro que ha hecho «¡plop!» en mi cabeza y, por fin. La atronadora voz de Lecyfre que ha llenado todo el volumen de mi desatorado cráneo.

—Bueno, Malaussène, ¿estás soñando? ¡Hace cinco minutos que los altavoces te reclaman al teléfono! Es muy urgente, tu hermana al parecer.

—¿Ben?

—¿Louna?

—¡Ben, oh Ben!

—¿Qué ocurre, Louna? ¿Qué pasa? Tranquilízate…

—Es Jérémy.

—¿Cómo, Jérémy? Louna, amor mío, tranquilízate.

—Ha habido un accidente en el colegio, tienes que ir enseguida. Ben… ¡Oh, Ben!…