Con las manos crispadas en los mosquetones, los patrulleros saltaron a sus camiones blindados. Se oyeron los portazos luego el largo estridor de un silbato y las aullantes luces giratorias brotaron de las fauces de los garajes. Los motoristas abrían paso ya, de pie en sus estribos, ofreciendo sus redondos culos como húsares a la carga. París se esfumaba ante ellos. Los coches aterrorizados se subían a las aceras y los viandantes saltaban sobre los bancos. Tres cuarteles de bomberos soltaron sus monstruos rojos cuyos cromados aullaban más que las sirenas.
Estuvo también el largo grito blanco de las ambulancias y los sables de los helicópteros cortaban el aire saturado de la capital. La redonda casa de la Televisión liberó, a su vez, sus jaurías, camiones-laboratorio y coches erizados de antenas, seguidos muy pronto por sus colegas de la Prensa Escrita en sus automóviles de empresa y los tipos de las radios libres con sus vespas personales. Todo convergía hacia el sur, animado por la más profesional de las excitaciones. En la plaza de Italie, un furgón que apareció por el bulevar de L’Hôpital se la pegó con un coche-bomba que venía de Gobelins. Azul contra rojo, pero no hubo vencedor sino un número igual de cascos por el asfalto. Una ambulancia hizo la limpieza y regresó al lugar de donde venía.
Autopista del Sur: el convoy aullador creaba una especie de aspiración en la que se abismaba el ejército de curiosos, la muchedumbre inmensa y sanota de los sedientos de sangre que se pusieron también a dar bocinazos como si se tratara de una boda. Había que recorrer diecisiete kilómetros y fue cosa de un abrir y cerrar de ojos. Sin tiempo de preguntarse adonde iban, habían llegado ya, pues la urgencia tensaba el aire. SAVIGNY-SUR-ORGE. Allí ocurría la cosa. Más precisamente en aquella hermosa casa cubierta de rosas, a orillas del Yvette. Porticones cerrados, gran vacío alrededor, perfume de muerte. El silencio de la espera. Uno de esos silencios por los que se escurre la sombra de los tiradores de élite, ocultos aquí tras un coche, allí sobre un viejo tejado, más allá tras el toldo de un camión, conectados todos con el jefe por el walkie-talkie, con el dedo en el gatillo de sus fusiles de mira telescópica, no exactamente hombres, sólo miradas y balas. El comentarista de la tele, que hasta entonces se había entregado a un compás futbolístico, murmuraba ahora, murmuraba en un susurro que era allí, en el interior de aquella hermosa casa de floridos balconcillos, donde se había atrincherado el asesino del Almacén que, al parecer, utilizaba a su anciano padre como rehén. La casa estaba atestada de explosivos, los suficientes para hacer saltar toda la aldea, y habían vaciado el barrio en trescientos metros a la redonda.
Silencio en el Almacén, donde la imagen de la hermosa casa se injertó en la coloreada vibración de más de un centenar de pantallas. Empleados y clientes, de píe, mudos, con la mirada fija, se habían reunido allí, en la sala de exposición de televisores. Las cuatro paredes, tapizadas con la misma imagen, les prometían un epílogo digno de su espera. Eran las veinte horas y doce minutos, ahora. Todo había comenzado a las veinte cero cero. La policía había decidido operar en directo, a la hora de las noticias, en todas las cadenas, avisadas antes incluso de que comenzaran las operaciones. Y es que sospechaban del sospechoso desde hacía ya tiempo. ¿Por qué no lo habían detenido antes?, se preguntó el murmullo del comentarista. Y él mismo se dio la respuesta: acumulación de indicios, hasta que el haz constituyera una presunción de culpabilidad suficiente para dar el asalto. Ahora, la resistencia del sospechoso equivalía a la más flagrante de las confesiones. Por lo demás, había aullado su culpabilidad en las narices del mundo antes de atrincherarse. Había prometido hacer saltar la casa al menor intento de invadirla. Era la espera, pues. La Espera. Especialmente para un hombre, un hombre solo sobre quien recaía toda la responsabilidad de la operación. Y la cámara abandonó por un instante la florida fachada de la casita, se deslizó por la tierra de nadie hasta posarse en él, en el Hombre que Esperaba. Era un hombrecillo vestido de verde oscuro, una chaqueta algo grande tal vez para él, hasta el punto de que parecía más bien una especie de levita. Lucía la Legión de Honor y una redonda panza tensaba su chaleco de seda con abejas doradas. Una de sus manos, metida entre dos botones del chaleco, descansaba sobre su estómago, incomodado sin duda por la úlcera de las responsabilidades. La otra se ocultaba a su espalda, tal vez para disimular la crispación de los dedos.
Sus colaboradores se mantenían a una distancia prudente. No era el tipo de jefe cuya meditación puede turbarse impunemente. Con la cabeza inclinada, como bajo el peso de las suputaciones, derramaba, por debajo de sus arcos ciliares, una mirada tenebrosa que se adivinaba clavada en la casa florida. Un negro y pesado mechón, en forma de coma, puntuaba su vasta frente blanca.
Pero ¿a qué esperaba el comisario de división Coudrier para dar la orden del asalto final? Esperaba. Sabía por experiencia que las batallas se pierden por la precipitación. Sabía también que, hasta ahora, sus éxitos, su carrera, para no hablar de su gloria, se debían a un innato sentido de la oportunidad. Aprovechar el momento. El momento preciso. Nunca había existido otro secreto. Esperaba, pues. Ante el ojo de las cámaras, en el atento silencio de sus colaboradores, frente a la casa florida, esperaba. Le habían entregado un charlófono y lo había rechazado con un gesto. No era hombre de negociaciones. Sino de Espera. Y de Relámpago. De pronto, se produjo un remolino a espaldas del Hombre Solo. No se volvió. Un 504 descapotable, 6 cilindros en V, rosa y abollado, peligroso como un lucio, hendía la, muchedumbre de periodistas y policías. Se inmovilizó con un suspiro junto al Hombre Solo. De él saltaron dos personas sin ni siquiera apoyarse en las portezuelas que permanecieron cerradas. Un doble salto de felino. La cámara captó sus rostros mientras avanzaban hacia su jefe. El más pequeño era de una atormentada fealdad de hiena. El otro era enorme y calvo, salvo por las dos patillas cuyos signos de admiración avanzaban por sus poderosas mandíbulas. El primero iba vestido como un vagabundo. El segundo como un jugador de golf.
—¡Jib la Hiena y Pat el Patillas!
—Eso es, muchachos. Más malo que Ataúdes Ed Johnson y más peligroso que el…
—Son ellos, Jérémy, los has reconocido.
—¿Y qué?
—¿Y qué de qué?
—¿Cómo sigue?
—Lo que sigue, mañana a la misma hora.
—¡Oh, no! ¡Mierda, Ben, eres un asqueroso!
—¿Perdón?
—¡Sigue, caramba, no puedes dejarnos así!
—¿Quieres que dé un vistazo a tu cuaderno de textos para demostrarte que soy un asqueroso?
(Hala, el acojono). Luego, Jérémy se volvió hacia Clara. (¡La capacidad que tiene ése para recuperar, en caso de urgencia, la sonrisa de sus cinco años!)
—Clara, díselo tú.
La voz de Clara:
—Vamos, Ben…
Bueno, eso basta para pulverizar el último bastión de mi autoridad.
—Entonces, el más bajo y el más feo de los dos inspectores (es imposible asegurar que fuera el más malvado) se inclinó hacia el oído del Hombre Solo. Se oyó un murmullo y, luego, la sombra de una sonrisa pasó por el rostro del jefe. Pero una sombra en la que todos pudieron leer la seguridad de la victoria. El comisario de división Coudrier sólo tuvo que levantar una mano y chasquear dos dedos para que apareciese el fiel Caregga, como brotando de la caja mágica de la abnegación.
Por unos segundos, todas las pantallas de televisión se oscurecieron. Apareció de nuevo la cabeza del comentarista. El asedio de la casa prometía ser largo, explicó. Proponía, pues, a los telespectadores que escucharan al doctor Pelletier, psiquiatra de fama mundial, que iba a intentar definirnos la personalidad del asesino. El comentarista se volvió hacia el invitado, cuyo rostro se injertó en la pantalla. Inmediatamente, todas las muchachas de Francia se conmovieron, al igual que sus madres. El profesor Pelletier era todo un hombre, y un hombre joven —a menos que se tratara de un hombre a quien el saber mantenía en la juventud—, de una hermosura pálida y frágil, y que hablaba con voz suave, de tranquilas inflexiones, una voz cuya extraordinaria profundidad recordaba la del guardia de noche Stojilkovitch. Quiso, en primer lugar, rendir homenaje a la gran inteligencia del criminal. Nadie en los anales del crimen había tenido en jaque durante tanto tiempo a la policía de todo un país, perpetrando tantas veces el mismo crimen, en un mismo lugar y por los mismos medios. Y al decirlo, el doctor Pelletier sonreía apaciblemente, hasta tal punto que se olvidó de que estaba hablando de un temible asesino. «Y, en ese caso, la inteligencia no me sorprende», prosiguió, pues conocí al hombre de que se trata, en mi infancia, en los bancos de la escuela, durante varios años, sin nunca poder arrebatarle el primer puesto. Nos hacíamos entonces una encarnizada competencia, como sólo la escuela puede suscitarla y, en cierto modo, la posición social que hoy tengo se la debo a esta emulación. No se espere pues de mí que haga, de ese amigo de antaño, un juicio moral. Me limitaré, en la medida de mis medios (que, no me cabe duda, siguen siendo hoy muy inferiores a los suyos), a explicar el fundamento de sus actos aparentemente insensatos.
—Clara, otra taza de café, por favor.
Aullidos de Jérémy y del Pequeño:
—¡Más tarde, Ben, sigue, por favor, sigue!
—Puedo beberme un café, ¿no? ¡No se está quemando nada! Además, casi se ha terminado…
—¿Terminado? ¿Y cómo va a terminar?
—¿Cómo puede terminar, a tu entender?
—¿Hicieron saltar la casa con un bazooka?
—Eso es, con todos los explosivos dentro, y todo Savigny se fue al carajo. ¡Bravo por la pasma!
—¡Entraron por un subterráneo!
—Pequeño, no podemos utilizar varias veces la jugada del subterráneo en la misma historia, cansa.
—¿Cómo, Ben? Acaba tu café, ¡por Dios!
—Ocurrió exactamente lo que Pat el Patillas y Jib la Hiena habían previsto en su retorcido espíritu. El tipo, el criminal, no era tan astuto como todo eso. No era tonto del culo, pero estaba muy lejos de ser un as de las neuronas como afirmaba el profesor Pelletier. De modo que cuando oyó al matasanos haciendo aquel maravilloso retrato de él por la tele, abandonó la ventana desde la que vigilaba para acercarse al televisor, claro. (Por los brillos azulados, tras las cerradas contraventanas, Jib la Hiena comprendió que el tipo seguía su propia epopeya en la pequeña pantalla). Y cuando el profesor Pelletier (que no era más psiquiatra que yo, dicho sea de paso, sino sólo un buen amigo de ambos pasmas, de los tiempos de su juventud alocada), cuando el falso loquero, pues, comenzó a contar que eran compañeros de escuela, que lo admiraba un huevo y todo lo demás, el otro se estrujó el cerebro para preguntarse 1) ¿en qué año fue?, y 2) ¿cómo había podido olvidar a un compa tan bueno? Dos preguntas fatales, hijos míos, porque todavía estaba buscando la respuesta cuando el treinta y ocho de Pat el Patillas se clavó en su nuca. Creo incluso que, por aquel entonces, tenía ya en las muñecas los brazaletes de Jib la Hiena.
—¿Y cómo entraron los dos en la casa?
—Por la puerta, con su ganzúa.
Silencio; siempre se produce, a esa altura del relato, un silencio ligeramente angustioso en el que puedo ver funcionar las sinapsis de los mocosos tras sus ojos inmóviles, bajo sus cejas fruncidas. Buscan si hay alguna jugarreta, cierta facilidad de narración (elipsis abusiva, ambigüedad engañosa, escamoteo) indigna de mi talento y de su perspicacia.
—De acuerdo, Ben, Pat el Patillas y Jib la Hiena estuvieron, incluso, estupendos.
¡Uf!
—Pero ¿y el padre?
¡Ay!
—El padre era tan rehén como vosotros o yo. Fijaos que el hijo ponía bombas en el Almacén por su culpa…
—¿Ah, sí?
Brusco sobresalto de los tres, mientras Thérèse sigue sin inmutarse su humilde tarea de estenotipista.
—El padre era un inventor. Aseguraba que las tres firmas principales para las que trabajaba el Almacén le habían robado sus inventos. No era del todo falso pero tampoco del todo cierto.
—¿Cómo es posible?
Goce del narrador…
—Pues bien, era de esa clase de tipos que nunca tienen suerte. Inventaba, en verdad, un montón de chirimbolos formidables (olla a presión, bolígrafo, esas cosas…). Pero siempre dos o tres días después de que otro los hubiera inventado (pretérito anterior, Jérémy, y COD colocado delante del auxiliar «haber»). Y eso una vez, dos veces como máximo, pase, pero si dura toda una vida hay motivos para sentirse víctima de algo. Acabó, pues, convenciendo a su hijo de que las tres firmas lo estafaban, y el hijo decidió vengarse a bombazos del Almacén. Eso es todo.
—¿Y qué estaba haciendo el padre cuando Jib la Hiena y Pat el Patillas entraron en la casa?
—Estaba también escuchando al compañero Pelletier en la televisión. Debo decir que el padre no había advertido que su hijo hubiera sido tan brillante en la escuela. A decir verdad, entre ellos había sólo recuerdos de grandes broncas a este respecto. De modo que el padre escuchaba, claro, y no podía creérselo, e incluso le pedía perdón al hijo. ¡Tantos años mostrándose injusto! Le pedía perdón llorando…