Admitámoslo. Admitamos que nuestro colocador de bombas no mata al azar. Las víctimas son elegidas. La policía extraviada, piensa en un asesino loco. Para ella, sólo la suerte preserva a la clientela de la carnicería. Además, murieron dos personas en lugar de una. Bien. Supongamos pues que la pasma ande perdida, embarcada en la pista del mochales que mata a ciegas. Aunque sus laboratorios han debido de analizar muy bien esas bombas. Pero pongamos que no hayan llegado a ninguna conclusión satisfactoria. Preguntas: si el asesino conoce a sus víctimas y las elimina una tras otra. 1) ¿Por qué exclusivamente en el Almacén? Objeción, puede perfectamente eliminarlas en otra parte sin que tú lo sepas. De acuerdo, aunque poco probable. Cuatro víctimas en un mismo lugar hacen que la hipótesis sea más bien frágil. 2) Si el asesino conoce a sus víctimas y las elimina una tras otra: ¿no lo conocen ellas? Es probable. 3) Pero si los fiambres en potencia se conocían ¿por qué se empeñan en hacer sus compras en el Almacén? Creo que yo evitaría ese polvorín si tres de mis compas la hubieran espichado allí. Conclusión: las víctimas no se conocen entre sí, pero el asesino las conoce a todas por separado. (Un tipo que tiene buena mano para hacer amigos en todos los medios). Sea. Y ahora, regreso a la primera pregunta: ¿por qué se los carga sólo en el recinto del Almacén? ¿Por qué no en su catre, ante un semáforo o en casa de su barbero habitual? No hay respuesta, de momento, a esta pregunta. Pasemos, pues, directamente a la pregunta número 4. ¿Cómo se las arregla para introducir sus petardos en el Almacén, donde la pasma magrea de día y merodea de noche? Sin mencionar al centinela Stojilkovitch. ¿Alguna respuesta? No hay respuesta. Bien. Pregunta número 5. ¿QUÉ COÑO PINTO YO EN TODO ESO? Porque, es un hecho, he estado presente en cada zambombazo. Y siempre he salido vivo. Tras ello, sudor frío. Eliminación de las preguntas 1, 2 y 3, y regreso a la hipótesis de trabajo del comisario Coudrier. El asesino no conoce a ninguna de sus víctimas. La tiene tomada conmigo, y sólo conmigo. Quiere que cargue con el muerto. Se pasa, pues, el tiempo siguiéndome y, cada vez que se presenta la ocasión, ¡bum!, manda al carajo a uno de mis vecinos. Pero, si me la tiene jurada hasta el punto de meterme en algo tan enorme, ¿por qué no dinamitarme personalmente? Eso es peor todavía, ¿no? Y además, si la cosa es así, ¿quién es el tipo? Y ahí mi memoria es un abismo. No caigo. Y regreso de nuevo a la pregunta number One: ¿por qué comprometerme sólo en el interior del Almacén? ¿Por qué la gente no se derrumba por la calle, al cruzarse conmigo? ¿Por qué no estalla en el metro, al sentarse frente a mí? No, está relacionado con el Almacén. Pero si todo depende de mi presencia en el Almacén, bastará con que me largue para que la matanza termine, ¿no? Por ende, pregunta número 6. ¿Por qué el comisario de división Coudrier me deja respirar este oxígeno? ¿Sólo por el gusto de pringar a un criminal tan astuto como él? Eso es muy posible. Coudrier es un enconado apacible. Se siente desafiado, acepta el desafío. Tanto más cuanto que no se trata de su cabeza. El bueno y el malo están jugando una partidita al más alto nivel. De momento, el malo gana por cuatro a cero.
Éste es el tipo de preguntas que sigue haciéndose Benjamin Marlowe o Sherlock Malaussène, mi menda, permitiendo pensativamente que los pantalones resbalen hasta sus pies. Pese al olor de Julius-Lengua-Colgante, en mi habitación se adivina todavía el perfume de tía Julia. («Tienes realmente el sentido de la familia atornillado al alma, Benjamin; estás enamorado de tu hermana Clara desde que nació, pero como tu moral te prohíbe el incesto, haces el amor con otra a la que llamas tía.») Su perfume planea y yo sonrío. («¿Qué sería del mundo si dejaras de explicarlo, tía Julia?») El ojo de Julius sigue las etapas de mi solitario strip-tease. Está tendido al pie de la cama. Ya no me recibe nunca echándose encima. Ya no salta ante la idea del paseo en común. Olisquea la sopa antes de echársela al coleto. Posa en todo lo que vive una mirada preñada de prudencia. Ha conocido al buen Dosto en su viaje a Epilepsia, y Fiodor Mijailovich lo ha explicado todo. Desde entonces, el viejo Julius nos representa la comedia de la madurez. Impresión extraña. Tanto más cuanto que su colgante lengua le da, realmente, una jeta de niño definitivo. Pero ¡qué peste! Tal vez pudiera aprovechar su nueva prudencia para enseñarle a lavarse solo…
—Eh, Julius, ¿qué te parece?
Me dirige una mirada ajamonada en la que puedo leer que la suprema prudencia del perro consiste, precisamente, en no lavarse nunca.
—Como quieras…
A roncar. Día agotador, a fin de cuentas. Pero que me reserva, sin embargo, una última sorpresa antes de meterme entre las sábanas. Al apartar el cobertor descubro una hoja de papel de carta debajo de mi almohada. Bueno, bueno. ¿De qué tipo será la sorpresa? ¿Declaración de amor o de guerra? La tomo con el pulgar y el índice, la acerco a la lamparita de noche y descubro la caligrafía de Thérèse, que no me ha dirigido la palabra desde el santo tornado. Es una caligrafía de sargento primero, perfectamente dibujada, absolutamente impersonal, de la que podría jurarse que procede de un maestro calígrafo de la Tercera república. Inquietud. Sonrisa luego. Thérèse me dirige un signo de paz. Con una pizca de humor que me extraña de su parte, me suelta sus vaticinios para la próxima primitiva. Clara me ha tomado, pues, al pie de la letra.
«Querido Ben, serán el 28, el 3, el 11 o el 7. Con una gran probabilidad del 28. Un beso. Thérèse, tu afectuosa hermana.»
OK, Thérèse mía. Mañana mismo jugaré a esos tres números. Si Clara acaba vendiendo sus fotos y Thérèse obtiene una primitiva todos los años, podré llevar una hermosa vida de rentista… (En el fondo, tengo sólo una ambición: rentabilizar la familia. No es que me afane, invierto).
Ya está. Me duermo. Pero para despertar enseguida. La solapada ronda de las preguntas, insidiosas primero, cada vez más precisas luego, me llena de chiribitas. Conciencia perfectamente clara. Pienso de nuevo en la fotografía escondida en el cajón de mi mesilla de noche. Y no, esta vez, bajo los auspicios del horror. No, pienso en ella como un indicio. El único indicio. Y Théo quiere ocultarla a la policía. No quiero engañar a Théo, pero tendré que explicarle, de todos modos, que jugamos una partida peligrosa. ¿A cuánto saldrá eso de ocultar indicios? Obstruir la investigación, complicidad tal vez. Théo, Théo, tenemos que dar la foto a la pasma si no quieres que nos la peguemos. Me gusta el óxido de carbono y el plomo rampante de esta ciudad, Théo, no quiero que me priven de ellos. Pero ¿por qué he guardado entonces esta foto? ¿Para que no tenga problemas al volver a su casa? Insuficiente. La guardé para estudiarla más de cerca. Me olí algo. Con mi habitual intuición. Mi famosa intuición: la que me permitió diagnosticar la pasión en Miss Hamilton. (Mamma Mía…) Saco, pues, la foto del cajón y la miro atentamente. No me había fijado en que el pie derecho del niño está amputado y lo tiene Léonard en su mano izquierda. Por otro lado, ¿qué puede ser ese montón al pie de la mesa? ¿Un montón de ropa? No estoy de acuerdo, Théo, es otra cosa. ¿Pero qué? Ni idea. La sombra del fondo, ahora. Parece preñada, aquí y allá, por sombras más espesas. Dios mío, tanta oscuridad… ¡Y ese relámpago de carne mutilada!