—Señor Malaussène, he querido hablar con usted en presencia de sus colegas.
Sainclair designa a Lecyfre y a Lehmann, que se mantienen muy erguidos a uno y otro lado de su mesa.
Para que las posiciones queden absolutamente claras.
Silencio. (Tía Julia y yo acabamos de pasar tres días en la cama. Para mí, las posiciones son brillantes).
—Aunque no estemos en el mismo bando, no es éste un modo democrático de resolver los problemas.
Lecyfre suelta esa puntualización con toda la simpatía de que es capaz su antipatía. (Las manos y el pelo de Julia corren todavía por mi piel).
—De todos modos, si le echo mano a uno de esos cabrones…
Y ahora la voz vengativa es la de Lehmann. (En cuanto yo recuperaba consistencia, ella perdía deliciosamente la suya).
—Es una agresión incalificable, señor Malaussène, y una suerte que no lo haya usted denunciado, de lo contrario…
(«¡Qué hermosa eres, qué hermosa eres! Oh, amor extasiado… ¡Mi deseo saltaba como un carro de Haminabab!»)
—Afortunadamente, ya lo veo casi recuperado. Naturalmente, el rostro está todavía señalado.
(Tres días. Veamos, tres días multiplicados por doce treinta y seis. ¡Al menos treinta y seis veces, sí!)
—Pero así resultará usted más creíble a la clientela.
Esta última reflexión de Sainclair provoca la risa de los otros dos. Despierto y me asocio a ellos. Por lo que pueda pasar.
Así pues, vuelta al trabajo tras cuatro días de baja por enfermedad. Vuelta al trabajo ante la mirada de las cámaras humanas de Coudrier. Esté donde esté del jodido Almacén, siento sus ojos clavados en mí. Y yo no los veo. Muy agradable. Me paso el tiempo lanzando miradas furtivas en todas direcciones, y nanay. Esos dos saben su oficio. Diez veces por día, me doy contra los clientes al mirar hacia atrás. La gente gruñe y yo recojo los paquetes dispersos. Luego: «Señor Malaussène, acuda a la Oficina de Reclamaciones». El señor Malaussène acude. El señor Malaussène hace su trabajo esperando, con cierta impaciencia, el día de su despido: la aparición del artículo de tía Julia que se retrasa. Saliendo de lo de Lehmann, paso por la librería y descubro un ejemplar de la vida de Aleister Crowley idéntico al que destrocé. El viejo Risson me lo vende tras un largo sermón reprobador. Estoy de acuerdo con él, pobre Thérèse mía, eso no es literatura pero no importa, de todos modos repararé los daños, le pediré también a Théo que te traiga una nueva Yemanjá.
(Oigo la risa de Julia: «Nunca tendrás nada tuyo, Benjamin Malaussène, ni siquiera tus cóleras». Luego, con la noche un poco más avanzada: «Y ahora también yo te quiero. Como portaaviones, Benjamin. ¿Quieres ser mi portaaviones? De vez en cuando aterrizaré para llenar el depósito de sentidos». Aterriza, hermosa, y despega tan a menudo como quieras; yo, mientras, navego por tus aguas).
No sólo están las cámaras invisibles del comisario Coudrier para espiarme, el Almacén al completo parece no tener ojos más que para mi jeta arco iris. Y son muchos ojos. No veo a Cazeneuve. ¿Baja por enfermedad algo más larga? ¡Le solté una buena patada! El esperma debió de brotarle por las orejas… Lo lamento, Cazeneuve. Sinceramente lo lamento. (Nueva risa de Julia en mi cabeza: «En adelante te llamaré “otra mejilla”»). Pero ¿dónde se han metido los dos pasmas? «Señor Malaussène, acuda a la Oficina de Reclamaciones…» Voy, voy.
Tras ello, visitaré a Miss Hamilton, sólo para comprobar cómo funciona mi generador de deseo desde que conozco realmente a tía Julia.
En lo de Lehmann, la clienta aúlla. Un pulverizador desodorante ha jugado a ser granada en su delicada mano que ha adoptado las proporciones de un guante de boxeo. Hermoso número de Lehmann sobre mis «criminales negligencias». Pero la clienta no retira su denuncia. Si pudiera, hundiría incluso sus tacones de aguja en la lloriqueante coliflor que me sirve de cara… (Así es la vida, mi buen Lehmann no se puede ganar siempre).
Así pues, después de la bronca, paso a saludar a Miss Hamilton. Para saber si sus redondeces siguen suscitando mi perpendicular o si, decididamente, Julia se ha instalado en la bíblica exuberancia de mi jardín. Subo algunos pisos y «¡Cucú, Miss, soy yo!». Miss Hamilton me da la espalda, muy ocupada pintándose las uñas con un barniz tan transparente como su voz. Su mano levantada hacia la luz revela unas uñas-nube. Pero todos los barnices tienen el mismo olor y una sola mirada a la pequeña belleza mecánica basta para asegurarme que no es Julia. De todos modos, me aclaro el gaznate. Miss Hamilton se vuelve. ¡Dios del cielo! ¡Rediós! ¡La misma cara que yo! Tras el maquillaje, que no puede ocultarlo, dos espectrales escarapelas le cierran la mitad de ojos. Tiene el labio superior partido y tan hinchado que le tapa la nariz. ¿Jesús mío, quién se lo ha hecho? De inmediato la respuesta da vueltas en mi cabeza, como una moneda en un plato, aceleración de la evidencia contra la que nada puede hacerse. ¡Has sido tú, jilipollas, has sido tú cabrón, quien se lo ha hecho! El cuerpo de mujer en la acera era el suyo. ¡La zurraste a ella!
Tardo un buen rato en no sobreponerme. Pero ¿quién le soltó el camelo de Malaussène, «principio de explicación», Malaussène, «causa patente», Malaussène «Chivo Bombardero»? ¿Quién? ¿Cazeneuve? ¿Lecyfre? ¿Y por qué lo creyó ella? ¡Pues yo pensaba que le caía bien! ¡Olé tu perspicacia, Malaussène! ¡Bravo! ¡Puedes asegurar que eres el rey! ¡El responsable eres tú! ¡Tú y tu cabronada de oficio! ¡Tú y tu hedor a chivo!
Miss Hamilton y yo nos miramos un buen rato, así, incapaces de decir una palabra, luego dos pequeñas lágrimas corren por su campo en ruinas y huyo como el traidor tras la matanza de los dormidos.
Estoy harto. ¡Estoy harto, harto, harto, harto! (Estoy bastante harto…)
¡Stojil! En ese estado de ánimo necesito absolutamente la presencia de Stojil. Porque él, Stojilkovitch, ha conocido todas las desilusiones. Todas. En primer lugar el Buen Dios, en quien creía a pies juntillas y que resbaló en su alma jabonosa, dejándolo abierto a todos los vientos de la Historia. Y luego, el heroísmo de la guerra y su absurda simetría. La santa obesidad de los camaradas, más carde, cuando la revolución estuvo hecha. Y finalmente la soledad leprosa del excluido. En el transcurso de su larga vida todo se ha jodido. ¿Qué queda? El ajedrez; y no siempre, porque a veces pierde. ¿Y entonces? El humor. El humor, esa expresión irreductible de la ética.
Paso, pues, parte de la noche con el viejo Stojil. Pero no vamos a empujar madera. Necesito en exceso que me hable.
—De acuerdo, pequeño, como quieras.
Con la mano en mi hombro, comienza a hacerme visitar por completo el Almacén. Me lleva de planta en planta y, con su bella voz subterránea, me habla del menor objeto (olla a presión, fabada en lata, camisones, escaleras metálicas, obras completas, luminarias, flores de tela, alfombras persas) de un modo histórico-místico, como si se tratara de un monumental condensado de civilización visitado por marcianos baldados de sabiduría.
Tras lo cual, colocamos nuestras piezas en el tablero. No he podido resistirme. Pero será una partida de risa, una partida charlatana, en la que Stojil proseguirá su monólogo de bajo, lejano e inspirado. Hasta que lleguemos (sabe Dios por qué caminos) a la evocación de Kolia, el joven matador de alemanes, el que se volvió loco al finalizar la guerra.
—Como ya te he dicho, había realmente puesto a punto treinta y seis mil modos de matar. Estaba el truco de la camarada preñada y el cochecito, claro, pero también se metía en la cama de algunos oficiales. (¡Entre los nazis, nadie como los SA para preferir las caritas de ángel!) O les daba la sorpresa del accidente, un andamio que se derrumba, una rueda de coche que se desprende, esa clase de cosas. Con frecuencia, la muerte, cuando emanaba de él, adoptaba un carácter fortuito, accidental, por culpa de la mala suerte, como decís vosotros, los franceses. Dos de los oficiales con los que se acostaba abiertamente (una especie de Lorenzaccio balcánico, ya ves) murieron de ataques cardíacos. No pudieron descubrir ningún rastro de veneno, ninguna violencia. Por ello, otros oficiales lo protegieron de las investigaciones de la Gestapo. Casi todos lo deseaban y, de ese modo, protegían su muerte. Debían de tener una vaga conciencia de es porque, riendo, lo apodaban: «LEIDENSCHAFTSGEFHAR»
—¿Traducción?
—«Los riesgos de la pasión». Muy alemán como puedes ver, muy a lo Heidelberg. Y, poco a poco, se convirtió en la encarnación angélica de la muerte. Incluso para los nuestros, a quienes les costaba mirarlo a la cara. Supongo que también eso contribuyó a su locura.
La encarnación de la muerte. Paso relámpago de la pequeña foto por mi cabeza, los tensos músculos de Léonard, el cráneo puntiagudo y reluciente, las piernas del niño muerto… Y entonces pregunto:
—¿Nunca utilizaba explosivos?
—Bombas, sí, a veces. La buena tradición maximalista.
—¿Mataba a inocentes, entonces? A viandantes.
—Nunca. Era su obsesión. Había imaginado un sistema de bombas direccionales que los servicios rusos y americanos perfeccionaron más tarde.
—¿Bomba direccional?
—El principio es sencillo. Haces el máximo ruido para el mínimo daño. Una explosión muy ruidosa para proyectar la metralla dirigida a un blanco muy preciso.
—¿Con qué objetivo?
—Hacer pensar que se trata de un atentado ciego cuando la víctima se ha elegido cuidadosamente. En caso de investigación, en principio, se evoca la casualidad. También hubieras podido ser tú, o yo, o, dado el ruido, una decena de personas. Por lo general, Kolia eliminaba de ese modo a los colaboracionistas, a yugoslavos, matándolos entre la muchedumbre.
Una pausa durante la cual Stojil regresa a la partida. Luego en el tono de un jugador reflexivo:
—Y si te interesa mi opinión, el tipo que está operando ahora en el Almacén no lo hace de otro modo.