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«¡VIO LLEGAR SU MUERTE!», aúlla la primera página del periódico del día siguiente. Siguen cuatro ampliaciones de fotomatón que devoran toda la plana (¡carajo, es cierto que el aparato funcionaba!). Los cuatro últimos primeros planos del profesor Léonard.

El hombre es más que calvo, pelo afeitado y cejas depiladas. Tiene la frente alta, lisa, los arcos ciliares acentuados, las orejas puntiagudas, la mandíbula fuerte bajo unas mejillas abotargadas. La tez pálida, pero tal vez sea la iluminación. (De nuevo la sensación de haber visto este rostro en alguna parte). En la primera foto, su cabeza está ligeramente echada hacia atrás, la boca recta y sin labios parece una cicatriz en la parte inferior del rostro. Bajo los pesados párpados, la mirada es sombría, fría, totalmente inexpresiva, de una inquietante profundidad. El conjunto parece helado, no por falta de expresión natural sino por la deliberada voluntad de no expresar nada. En la segunda foto, aquel poderoso edificio de grasa y músculo parece preso de un temblor general. Los párpados se levantan, revelando por completo el iris atravesado por una pupila de un negro absoluto, que atrae irresistiblemente la mirada. Los labios esbozan un rictus, el rictus produce dos hoyuelos en los que se derrumba la masa de las mejillas. En la tercera foto, el rostro estalla. Los acentos circunflejos de los arcos ciliares se quiebran. La frente y cráneo se agitan en oleadas, las pupilas devoran el iris, la boca divide el rostro con una grieta diagonal, las mejillas parecen aspiradas, algo como una dentadura es proyectado hacia delante, todo está movido. La última fotografía es la de un muerto. Al menos la de su parte visible. Debió de aovillarse en el taburete giratorio después de la explosión. Sólo se ve la órbita izquierda, vacía y sanguinolenta. Parte de la piel del cráneo está arrancada.

Mi cabeza no tiene mucho mejor aspecto en las manos de Clara, que me cuida.

—Despacito con las compresas, me siento como una alcachofa al baño maría.

—Apenas están tibias, Benjamin.

Cuando mi hermana pequeña me llama Benjamin aparece la emoción. Es como si alargara el nombre para encauzar un exceso de afecto.

—¡Te han dejado la cabeza como un mapa, sabes!

—Pues si vieras el interior… ¿Qué te parecen esas cuatro fotos?

Clara se inclina sobre el periódico y me da su respuesta, técnica, precisa, la respuesta de su mirada:

—Creo que los periodistas escriben cualquier cosa; lo que ese hombre ve no es su muerte (además, nunca se ha visto que una bomba mate en cuatro tiempos), es otra cosa, algo que sujeta con el brazo estirado, justo encima del objetivo.

(¡Eso es, Clarinete mío, sí, sí…!)

—Esa especie de estallido del rostro se produjo antes de la explosión, Ben.

(Sí, sí, sí).

—Por lo que a su expresión se refiere, no es una expresión de dolor, sino de placer.

Y entonces miro un buen rato a mi hermanita. Luego bebo un minúsculo trago de café y permito que me invada despacio antes de preguntarle:

—Dime, sí vieras una foto terrible, conmovedora, algo que no puede realmente contemplarse mucho rato, ¿qué harías?

Se levanta, mete su grueso libro de literatura en el bolso, toma su casco de motorista, me besa con precaución y, en el umbral de la puerta, antes de salir, responde:

—No lo sé, supongo que la fotografiaría.

A las cinco de la tarde, con la llegada de Thérèse, comprendo en qué me hacía pensar la hermosa jeta mefítica del profesor Léonard, aquella sensación de haberla visto ya…

—¡Es él, Ben, es él, es él!

Thérèse está de pie delante de Julius y de mí, temblorosa, con el periódico en la mano. Su voz vibra con aquel aterrorizado fervor que anuncia las grandes crisis. Con la mayor suavidad posible, pregunto:

—¿Quién es él?

¡Él! —aúlla tendiéndome el libro que acaba de arrancar de su biblioteca: ¡Aleister Crowley!

(¡Ah, sí! Aleister Crowley, el famoso mago inglés, gran compañero de Belcebú: Leamington, 1875-Hastings, 1947, ya sé…)

El libro está abierto en una fotografía que es del todo semejante a la primera de las cuatro fotos de Léonard. En cualquier caso, muy parecida. Bajo la foto, el siguiente pie: La Bestia, 666, Aleister Crowley.

Y, en la página contigua, un texto de relentes sulfurosos:

«La única ley es: Haz lo que quieras. Pues cada hombre es una estrella. Pero la mayoría lo ignoran. Los más endurecidos ateos son, también, bastardos del cristianismo. El único que se atrevió a decir: “Soy Dios”, murió loco, acunado por su querida madre armada con un crucifijo. Se llamaba Friedrich Nietzsche. Los demás, los humanoides de nuestro siglo veinte, han sustituido a Jesucristo por Mammón y las fiestas por las guerras mundiales. Y no están poco orgullosos de haber caído más bajo que sus predecesores. Tras los sublimes abortos, los sórdidos abortos. Tras el reino de lo humano demasiado humano, la dictadura de lo infrahumano…».

—¡No murió, Ben, no murió, se reencarnó!

Ya está, empezamos de nuevo.

—Tranquilízate, querida mía, está de lo más muerto, despanzurrado en un fotomatón.

—No, una vez más ha desaparecido tras las apariencias de la muerte, para resurgir en otra parte y proseguir su obra.

(La fotografía con brillos de carne muerta cruza por mi cabeza: ¡«su obra»! Siento que voy a enojarme).

—Ben, mira, ¡se hacía llamar «Léonard»!

Entonces, su sangre y su voz se retiran tras un miedo pálido. El periódico se escurre de sus manos como en una película, y repite:

—Léonard…

Julius saca la lengua.

—Sí, se llamaba Léonard, ¿qué pasa?

Ya está, me enojo.

—Pasa que es el nombre que daban al Diablo en las noches de sabbath. ¡El Diablo, Ben! ¡Mammón! ¡Lucifer!

Ya está, me ha sacado de mis casillas.

Me levanto pausadamente, con el libro de Crowley en la mano, es un mamotreto forrado de tafilete verde con un signo dorado, del estilo biblioteca del más acá (he permitido que Thérèse acumule toneladas de ellos en sus estanterías, «educador», ¡ya, ya!), lo desgarro sin decir palabra y lo tiro, en dos pedazos, al otro lado del aposento. Tras ello, tomo a mi pobre hermana Thérèse por los hombros, la sacudo con suavidad primero, cada vez con mayor violencia más carde, le explico pausadamente primero, cada vez con mayor histeria luego, que estoy hasta las narices de sus jilipolleces astro-previsorias y de sus satanerías de bazar, que no quiero oírla hablar más de ello, que es un deplorable ejemplo para el Pequeño («deplorable», sí, he dicho «deplorable»), que le soltaré la somanta de su vida si lo repite una vez, una sola, ¿me oyes, jilipuertas?

Y, como si no bastara, corro hacia su biblioteca y lo barro todo con ambas manos: libros, amuletos y estanterías de todo pelaje pasan silbando por encima de Julius y acaban, en una explosión de yeso policromado, contra las paredes de tienda, hasta que la propia Yemanjá de los travestidos entrega su alma bahieña a los pies de la petrificada Thérèse.

Luego me encuentro fuera, con mi perro. Fuera, en la calle. Camino como un extraviado hacia la escuela del Pequeño. Insensato deseo de tomar al Pequeño en mis brazos, a él y sus gafas rosadas, de contarle el más hermoso cuento del mundo (sin desgracias por doquier, ni al comienzo ni al final), y busco mientras ando (dulzura en todas partes, cosechada sin angustia), y no encuentro, puta literatura de mierda, realismo a todos los niveles, muerte, noche, ogros, pútridas hadas. Los viandantes se vuelven hacia el mochales de cabeza abollada en compañía del perro que saca la lengua. Pero los tales viandantes no conocen más cuentos ideales que yo. ¡Y les importa un bledo! ¡Y se ríen con la carnicera risa de la ignorancia, la feroz risa del carnero de mil colmillos!

Y de pronto, la rabia desaparece. Y es que una cosita redonda, que bizquea tras sus gafas rosadas, se acaba de echar en mis brazos.

—¡Ben! ¡Ben! ¡La maestra nos ha enseñado una poesía muy bonita!

(¡Por fin! ¡Aire! ¡Viva la maestra!)

—¿Me la recitas?

El Pequeño anuda sus brazos a mí cuello y me recita la poesía muy bonita, como recitan todos los pequeños, al modo de los pescadores de perlas, sin respirar una sola vez.

Érase un pequeño barco

En el que Ugolín llevó a sus hijos,

Con el pretexto, ¡viejo vampiro!,

De que viajaran gratis.

Al cabo de cinco o seis semanas

Escasearon los víveres.

Dijo: «No os sintáis apesadumbrados;

¡Mis hijos nunca me han disgustado!».

Se lo hicieron a pajitas,

¡Formalidad!, ¡refinamiento!,

Pues el hombre sólo tenía entrañas

Para calmar sus retortijones,

Y así pues, estoico y legendario,

Ugolín devoró a sus hijos

Para que conservaran un padre…

¡Oh, cuando pienso en ello mi corazón se parte!

Jules Laforgue

Bueno. Está bien. He comprendido. Basta por hoy. Al catre.

Y el otro pequeño, encantado, me sonríe tras sus gafas rosas.

Me sonríe.

Tras sus gafas rosas.

El otro encantado.

Los niños son jilipollas. Como los ángeles.

Me meto en la cama con cuarenta bien medidos. Fundido en negro absoluto. Prohibición de que nadie venga a verme. Ni siquiera Julius. Y cuando Clara insiste, le indico secamente que se encargue de consolar a Thérèse.

—¿Thérèse? Pero ¿qué le pasa? ¡Si está muy bien!

(Eso es. No debe exagerarse nunca el daño que podemos hacer a los demás. Dejarles ese placer).

—¿Clara? Dile a tu hermana que no quiero volver a oír hablar de su magia. Salvo si la utiliza para que me toque la primitiva. ¡Es una orden!

Y llega la enfebrecida hora de la autocrítica. Pero ¿qué te está pasando? Permites que tu hermano más pequeño establezca una detallada cartografía del underground homosexual, el otro sabotea sus estudios, habla como un carretero y a ti te importa un pimiento; incitas a tu angélica hermana a fotografiar lo peor de lo peor, en vez de preparar s examen de bachiller, y la que se las ve con los astros recibe tu bendición desde hace años, ni siquiera has sido capaz de darle un consejo a Louna; y ahora te permites de pronto la crisis moral del siglo, con perfil de inquisidor, destrucción de ídolos y excomunión de la humanidad entera. Pero ¿qué es eso? ¿Qué está pasando?

Ya sé lo que es. Ya sé lo que pasa. Una fotografía ha entrado en mi vida. El malvado cuenco se ha convertido en principio de realidad.

Los ogros Noel…

Y en el mismo instante en que hago el importante descubrimiento, se abre la puerta de mi alcoba.

—¿Eh?

Tía Julia está de pie en el umbral. Flota una sonrisa. Nunca me cansaré de describir su ropa. Esta vez es un traje de lana cruda, de una sola pieza, que cruza sobre la plenitud de sus pechos. Peso sobre peso. Calidez sobre calidez. Y esa flexible densidad…

—¿Puedo?

Y está sentada a mi cabecera antes de que pueda darle mi opinión.

—¡Bravo! ¡Bueno te han puesto tus colegas!

Siento a mi Clara tras su presencia («vete arriba, a ver si Benjamin se está muriendo»).

—¿Algo roto?

La mano que Julia posa en mi frente está fresca. Se quema, pero no la retira.

Pregunto:

—Julia, ¿qué piensas de los ogros?

—¿Desde qué punto de vista? ¿Mitológico? ¿Antropológico? ¿Psicoanalítico? ¿Temática de cuentos? ¿O te hago un cóctel de todos ellos?

Faltan ganas de reír.

—Déjate de cuentos, Julia, digiere los conceptos y dime qué piensas de los ogros.

Sus ojos lentejuelas reflexionan por unos segundos. Luego una inmensa sonrisa me ofrece el panorama de sus dientes, se inclina de pronto y, muy cerca de mi oído, murmura:

—En español dicen a veces «estás para comerte».

Con la brusquedad del gesto, un pecho se le sale del vestido. Y a fe mía, puesto que en español «está para comérsela»…