Bingo de nuevo. Recibo el golpe en pleno flanco. Sin tiempo para recuperar el aliento, otro ataque, frontal esta vez, me envía a la lona. Ya sólo puedo hacerme un ovillo, encogerme al máximo, dejar que llueva, esperar a que todo pase aun sabiendo que no va a pasar. Y no pasa. Y no es una partida de ajedrez.
¡NO ES UNA PARTIDA DE AJEDREZ, JODER!
Ese aullido mudo me obliga a ponerme en pie. Hay un grito de sorpresa de quien me mantenía clavado en el suelo y que rueda por la acera, luego la clara visión de Cazeneuve, de pie ante mí, preparando su pie para soltarme una nueva patada en las costillas. Enojosa abertura entre sus piernas, en la que aplasto mi propio pie, provocando un aullido de coyote capaz de despertar todo el hemisferio boreal. Se acabó Cazeneuve, pero un golpe en la nuca me proyecta hacia delante, con los brazos abiertos, agarrándome como a un clavo ardiente a otro cuerpo que cae bajo el empuje. De nuevo la acera, pero esta vez mi caída es amortiguada por el grosor del otro, debajo, del otro al que golpeo a ciegas, el rostro, las costillas, el estómago, y que grita socorro, mierda, esta voz, ¡mierda de mierda!, es una mujer. La sorpresa me hace levantar la cabeza, justo para ver la trayectoria del pie que me da en plena boca y me manda diablo. El diablo, esta noche, lleva un buen garrote, que cae primero sobre mi hombro, falla la segunda vez porque ruedo sobre mí mismo, imprimiendo a mis piernas violentos movimientos de tijera para segar todo lo que puedo a mi alrededor. Aullidos de tibias, blando ruido de una gran caída, diversos cacareos y, de nuevo, el garrote del diablo que, esta vez no falla; explosión de mi pobre cráneo, adiós a la vida, adiós al día, adiós a la noche, incluso a esa jodida noche de mierda, adiós…
«De pasmosa ubicuidad, omnipresente en cada asunto tenebroso…»
Si el paraíso, o si el infierno, o si la nada, es encontrar a Cario Emilio Gadda, ¡vivan la nada, el paraíso y el infierno!
—Elisabeth, un poco de café, por favor.
Sí. El inspector Ingravallo (¿pero por qué diablos le llamaban don Ciccio?), a quien le han encomendado un servicio en la acera de la calle de los Mirlos, necesita un cafecito.
—Creo que vuelve en sí poco a poco.
¡Oh, poco a poco, por favor! Volver muy poco a poco, lo más despacio posible, acabo de conocer el dolor. ¡Cario, no me abandones, no me dejes volver a la superficie, Cario Emilio, no quiero abandonarte!
—¿Qué dice?
—Dice que no quiere abandonar a un tal Cario Emilio Gadda y, francamente, lo comprendo.
—¿Un italiano?
—El más italiano de todos, Elisabeth, despacio con el café, va usted a ahogarlo.
El inspector Ingravallo mojaba su pluma en el capuccino, de ahí el tranquilo nerviosismo de su lengua…
—Una lengua polidialectal, sí, es lamentable que no tengamos un equivalente en nuestra literatura.
Tendré que leérselo a los niños, aunque no comprendan nada, también tendré que preparar a Clara para su examen de bachillerato… no para la vida, eso lo hace ella sola: para el examen de bachillerato.
—Esta vez creo que emerge, ayúdeme, vamos a sentarle.
¿Cómo sentar a un acordeón de dolores? ¡Julius de una pieza y yo hecho mil pedazos! ¿Cómo sentar mil pedazos?
—Poco a poco, Elisabeth, páseme otro almohadón…
¿Pero Julius se ha curado? ¡JULIUS SE HA CURADO!
—¿Quién es ese Julius, señor Malaussène? A Gadda lo conozco, pero el tal Julius…
La pregunta del comisario Coudrier, aunque sonriente exige una respuesta que caerá en sus expedientes.
—Es mi perro, se ha curado.
Los sofás Récamier no son camillas muy confortables.
—Tenga, tome un poco más de café. No tengo ni la menor noción de medicina, pero sí una confianza absoluta en el café de Elisabeth. Elisabeth, ayúdelo por favor.
Sí, ayúdeme Elisabeth, me he sentado sobre mis huesos.
—Ya está.
(Yastá, yastá, yastá…)
—¿Por qué son tan duros los sofás Récamier?
—Porque los conquistadores pierden su Imperio cuando se duermen en los sofás, señor Malaussène.
—Lo pierden de todos modos, el diván del tiempo…
—Diríase que se encuentra usted mejor.
Vuelvo la cabeza hacia el comisario Coudrier, sentado a mi cabecera, levanto la cara en dirección a Elisabeth, inclinada sobre mí con la taza de café en la mano (la tacita ribeteada de oro y su N imperial), inclino la cabeza hacia mis pies, ahí abajo. Mi cabeza se levanta y se inclina, estoy mejor.
—Podremos hablar.
Hablemos.
—¿Tiene usted idea de lo que le ha pasado?
—Se me ha caído el Almacén encima.
—¿Y por qué, a su entender?
¿Por qué? ¿Injustificada enemistad de Cazeneuve? No estaba solo. Y había al menos una mujer en la pandilla (¡Una mujer a la que he golpeado, Jesús mío!) ¿Por qué? ¿Porque no me manifiesto? No, no estamos en yanquilandia ni en sovietogrado. Por esta razón, además, no encuentro ocasión para manifestarme. ¿Por qué se me han echado encima?
—No lo sé.
—Yo sí.
El comisario Coudrier se yergue a la luz verdosa de su mesa.
—Muchas gracias, Elisabeth.
Ya graciada Elisabeth, la puerta se cierra. Más café. De pie ante su biblioteca, el comisario Coudrier recita: «De pasmosa ubicuidad, omnipresente en cada asunto tenebroso…».
—Gadda.
—Gadda y usted, señor Malaussène. Estaba presente en el lugar de la primera explosión, en el de la segunda y en el de la tercera. No se necesita más para que algunos borricos pierdan la cabeza.
Es cierto, pero si no me equivoco, también Cazeneuve estaba presente las tres veces. ¿Se lo digo o no? Que se fastidie Cazeneuve, se lo digo.
—En efecto —responde el comisario—, pero él no asistió a la conferencia del profesor Léonard.
¿Cráneo de Obús? ¿Por qué me sale ahora con Cráneo de Obús?
—Es la víctima del día.
¡Ah, caramba!
—¿Qué hacía usted en esa conferencia?
Pringar a Cazeneuve, de acuerdo, pero no a tía Julia (aunque, si me vieron, forzosamente me vieron con ella).
—Tengo una hermana preñada, y se pregunta si…
—Comprendo.
Lo que no significa que lo apruebe. Ni que la respuesta le baste. Sólo para ver cómo funciono, intento la posición sentada. ¡Joder! Rígido como Julius en tiempos de su rigidez, (¡Julius se ha curado!)
—Tiene usted una fisura en dos costillas. Lo hemos vendado.
—¿Y el cráneo?
—Abollado, eso es todo.
(Eso es todo).
Rodea su mesa, se sienta, enciende la lámpara. Hago una mueca deslumbrado y reduce la intensidad. Que yo sepa junto con el teléfono, esta lámpara con reostato es la única concesión a la modernidad del despacho. Se rasca detrás de la oreja, la aleta de su nariz, cruza por fin los dedos ante sí y dice:
—Tiene usted un oficio curioso, señor Malaussène, que atrae forzosamente los golpes, antes o después.
(Mira por dónde, a pesar de lo que Sainclair afirmaba, se creyó mi historia del Chivo Expiatorio). Y sigue la pregunta más pasmosa que un detenido, suponiendo que yo esté detenido, haya oído brotar nunca de la boca de un pasma.
—¿Es usted quien pone esas bombas, señor Malaussène?
—No.
—¿Sabe quién es?
—No.
Nueva rascadura de nariz, nuevo cruce de dedos y una segunda ocasión para la sorpresa:
—Aunque no tengo por qué comunicarle mis conclusiones personales, sepa que lo creo.
—Pues mucho mejor para mi menda.
—Pero en su lugar de trabajo, buen número de sus colegas creen que ha sido usted.
—¿Algunos de los que se me han echado encima esta noche?
—Entre otros.
El movimiento de sus cejas me indica que intentará hacerse comprender bien.
—Mire usted, el Chivo Expiatorio no es sólo aquel que, si llega el caso, paga por los demás. Es, sobre todo y ante todo, un principio de explicación, señor Malaussène.
(¿Que soy un «principio de explicación»?)
—Es la causa misteriosa pero patente de cualquier acontecimiento inexplicable.
(¡Y por añadidura soy una «causa patente»!).
—De ahí la explicación de las matanzas de judíos durante las grandes pestes de la Edad Media.
(Pero ya no estamos en la Middle Age, ¿verdad?)
—Para alguno de sus colegas, como Chivo Expiatorio, es usted el colocador de bombas por la simple razón de que necesitan una causa, de que eso los tranquiliza.
(A mí no).
—No tienen necesidad alguna de pruebas. Su convicción les basta. Y volverán a hacerlo si no los meto en cintura.
(¡Métalos en cintura!)
—Bueno, hablemos de otra cosa.
Hablamos de otra cosa. De mí. Por los descosidos. ¿Por qué no negocié adecuadamente mi licenciatura en derecho? (Es una de las pocas personas en el mundo que sabe que soy el honorable propietario de ese papelucho). ¿Por qué? Bueno, no sé muy bien por qué. El acojono adolescente de la instalación, probablemente, de la «integración en el sistema», como decíamos por aquel entonces, aunque nunca mordí demasiado ese tipo de anzuelos. Trivial, vamos.
—¿Militó alguna vez en una organización cualquiera?
Ni en una cualquiera ni en una más distinguida. En los tiempos en que tenía amigos, ellos lo hacían por mí, trocando la amistad por la solidaridad, el flípper por la multicopista, las veladas exquisitas por las actuaciones responsables, el claro de luna por el brillo del adoquín, Cadda por Gramsci. Saber si tenían razón ellos o la tenía yo es algo que supera a todos los que le dan respuesta. Y además, de todos modos, yo tenía ya a mi madre suelta, los mocosos en casa, Louna y sus primeros amores, Thérèse, que por la noche tenía unas pesadillas capaces de despertar todo Belleville, y Clara, que tardaba dos horas en volver del parvulario situado a trescientos metros. («Puez miro, Ben, me gusta mucho mirar». Entonces ya).
¿Y su padre?
Uno de los tipos de mi madre. El primero. Ella tenía catorce años. Nunca lo vi: llore comisario. No llora. Ordena clasifica, no olvidará nada.
Y luego llega la espinosa cuestión de tía Julia y lo que «representa» para mí. Por cierto, ¿qué coño «representa»? Dejando al margen aquella sesión de radical autocrítica sexual. Y del artículo que está preparando; pero eso no cosa suya.
—Es demasiado pronto para contestar esta pregunta.
—O demasiado tarde.
Entonces aumenta algunos puntos el reostato de la lámpara para que yo advierta la real seriedad que acaba de instalarse en su rostro.
—Desconfíe de esa dama, señor Malaussène, no se deje arrastrar a cierta… (reflexión) …a cierta colaboración que podría usted lamentar.
(En boca cerrada no entran moscas).
—Los periodistas tienen el prurito de la espontaneidad sin la preocupación de sus consecuencias. Nosotros sabemos que la espontaneidad se educa.
—¿Nosotros? ¿Por qué nosotros?
(Se me ha escapado).
—Es usted un cabeza de familia, ¿no? Y en consecuencia, un educador. Yo también, a mi modo.
Tras ello, me comunica por segunda vez sus conclusiones. Bueno, no cree que sea yo el bombardero. Lo cierto es, sin embargo, que las bombas estallan por donde yo paso. De modo que alguien intenta colgarme el sambenito. ¿Quién? Misterio. Además, eso es sólo una simple hipótesis. Hipótesis que, en su momento, puede resultar cierta o falsa.
—¿En qué momento?
—Cuando estalle la próxima bomba, señor Malaussène.
Bravo. ¿Y si la próxima lo manda todo al carajo? Ingenua pregunta. Y la hago.
—Nuestros laboratorios no lo creen, ni yo tampoco.
Fin del interrogatorio con algunas sugerencias del comisario de división Coudrier, que son órdenes: tomaré dos o tres días de vacaciones para recuperarme, luego volveré al Almacén. No cambiaré mis costumbres ni mis itinerarios. Los especialistas de la observación me seguirán de la mañana a la noche. Todas las personas que se acerquen a mí serán definitivamente fotografiadas por aquellas cámaras vivientes. Los dos pasmas serán el alza, en cierto modo, y yo el punto de mira. Eso es. ¿Acepto? Vete a saber por qué, acepto.
—Bien, diré que lo acompañen a su casa.
Pulsa un botoncito (nueva concesión a la modernidad) y solicita a Elisabeth que tenga la bondad de decirle al inspector Caregga que suba. (¡Mira por dónde, café turco!)
—Una última cosa, señor Malaussène, la cuestión de sus agresores. Lo habrían matado si no hubiera estado allí uno de mis hombres. ¿Quiere denunciarlos? Tengo aquí la lista.
Saca de su cartapacio un papel y me lo tiende. Deseos furiosos de leer el papelucho. Ganas dementes de hundir a esa pandilla de imbéciles. Pero, «vade retro Satanás», el ángel diáfano que hay en mí responde «no», aun diciéndose que los ángeles son jilipollas.
—Como quiera. De todos modos, tendrán que responder por el delito de escándalo nocturno y deberán enfrentarse con la dirección del Almacén, que ha sido puesta al corriente.
Claro que eso no va a blindarme las costillas.