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El 17 de marzo, día D de la manifestación bianual por el respeto de los convenios colectivos, Théo se ha puesto el traje de alpaca perla. Por lo que respecta a la flor que se pondrá en el ojal, ha elegido un lirio azul moteado de amarillo, pero Théo no se adorna para el cortejo de Lecyfre…

Mientras estoy derramando todas mis lágrimas de cocodrilo en lo de Lehmann (una cocina de gas con escape que ha estado a punto de eternizar a una familia numerosa), veo a mi Théo dando saltitos ante su fotomatón como si fuera la puerta de un meódromo.

Al salir, hechos un flan, de la oficina de Lehmann, la pareja de clientes se cruza con un viejecito de delantal gris que palmea el hombro de Théo. Lehmann me indica la escena con una barbilla despectiva. El viejo muestra a Théo una construcción de metal cobrizo de cierta complejidad. Théo. Secamente, lo manda a paseo. El viejo se refugia lloriqueando en la librería vecina. Lehmann se reiría, sarcástico, de buena gana, pero el teléfono le anuncia el inminente paso de la manifestación intramuros por su planta. Lehmann ahoga un taco.

Salgo.

En cuanto me ve, Théo grita:

—¿Puedes decirme qué coño está haciendo, ese pajillero, encerrado más de cinco minutos?

En voz bastante alta para que el «pajillero» del fotomatón le oiga detrás de la corrida cortina.

—Es como tú, Théo, se está acicalando.

—¡Pues podía haberse arreglado antes, rediós, si es que tiene algo que arreglar!

Es cierto, al menos Théo siempre se arregla antes. Ha elevado el fotomatón al nivel de un arte. Y por eso soporta peor aún la espera tras unos usuarios que utilizan el aparato como un vulgar duplicador.

El viejecito vuelve a la carga con la mirada lacrimosa grasienta la mano suplicante que se propone posar en el brazo de Théo.

—¡Por el amor de Dios, Ben, líbrame de ese montón de churretones!

Me llevo dulcemente al anciano hacia la librería, donde me señala, puesto sobre una lujosa edición de armas antiguas, el objeto de su desamparo. Es un montaje de cuatro grifos de cobre unidos en su base por un tumor de pernos de lo más maligno.

—Se atasca, señor Malaussène.

Hay cierto lirismo en esa grifería. Pero el viejo tiene el tembleque, ha debido de forzar dos o tres pasos de rosca. De ahí el exceso de aceite para intentar «desbloquearlo». La cubierta del hermoso libro está mancillada por aureolas oscuras. (Pues que hubieran limpiado sus armas antes de fotografiarlas…). Esta noche Théo eliminará discretamente los cadáveres: el libro y los grifos. De momento, está ocupado. Y se lo explico, con la mayor suavidad posible, al infantil vejestorio antes de zambullirme en el laberinto de las bibliotecas en busca del señor Risson, el librero. El señor Risson es también de edad avanzada, la edad de la literatura, por lo menos. Un anciano frío al que le caigo bien, con el pretexto de que sé leer. El abuelo con el que soñé a veces cuando la infancia se me hacía larga. Ahí está el señor Risson. Me encuentra con los ojos cerrados lo que le pido: la reedición, en colección de bolsillo, del bueno de Gadda: «EL HORRENDO FOLLÓN DE LA CALLE DE LOS MIRLOS». Como no espero nada mejor, me sumo en las delicias de la primera página. Que me sé de memoria:

«De pasmosa ubicuidad, omnipresente en cada asunto tenebroso, todos le llamaban ya don Ciccio, Francesco Ingravallo de verdadero nombre, destinado a la “móvil”, uno de los más jóvenes funcionarios del departamento de investigación, y de los más envidiados, ¡Dios sabrá por qué!».

Pero un estruendo me arranca de la felicidad.

Lecyfre, drenando a los manifestantes desde el sótano, atraviesa la planta, en la que efectúa una nueva cosecha de vendedoras antes de ganar altura. Los organizadores intentan acompasar risas y chácharas con la cadencia de consignas inalienables. Es bonachón, es borreguil, es ritual. La cosa no va de la Bastilla al Père-Lachaise pasando por République, sino de los sanitarios de abajo a las alfombras persas de arriba, pasando ante las narices de Lehmann, que sueña con una exterminación masiva resguardado tras su cristalera. Lo que me sorprende, esta vez, es que Cazeneuve se haya unido a la columna ascendente. Por lo general, se abstiene con una risita liberada. Pero hoy está aquí. Incluso, al pasar ante mí (que levanto estúpidamente los ojos de mi libro, perdón Gadda), me lanza una mirada cargada con todo el desprecio de las conciencias militantes. Es la primera vez que me mira desde hace semanas. Lecyfre me pregunta, con una carcajada, por qué no me uno a ellos, y la mayor parte de las muchachas que lo siguen se desternillan también. Extrañas risas en miradas que juzgan. ¿Será la contrariedad? ¿La necesidad de desconectar? La espada ígnea me atraviesa de nuevo el cráneo y ya no oigo nada. Pero lo veo todo: las miradas cargadas, las risas mudas, Théo que patalea a lo lejos adaptando el lirio azul a su ojal, el viejecito que manosea sus grifos, Lecyfre que acaba de ligarse a una cajera, panzuda por haber permanecido sentada toda su vida, Cazeneuve graciosamente asomado al escote de su vecina, la desaparición de los clientes circunspectos y la cabina del fotomatón que estalla.

Una explosión que destapa mis dos oídos. Todas planchas descoyuntadas en una décima de segundo, chorro de humo por las rendijas, la cortina de tela abofeteando espacio, proyecciones sanguinolentas por aquella puerta abierta un instante y, luego, cuando todo recupera su lugar la cabina permanece allí, de pie, silenciosa, inmóvil y humeante, con medía pierna saliendo bajo la cortina caída con un pie al extremo, un pie que se agita, tiembla por última vez y muere. Un hedor extraordinariamente ácido invade todos los pulmones de la planta. La manifestación se convierte en una verdadera manifestación, absolutamente salvaje y afollonada. Théo, que ha permanecido un instante de pie ante la cabina, se precipita al interior. La cortina cubre la mitad de su cuerpo, luego Théo vuelve a salir, ante mí, ante mí que corro hacia él. Todo su traje de alpaca, su rostro, sus manos están salpicados de minúsculas manchas rojas. Tantas hay y están tan cerca que parece desnudo, cubierto por una piel monstruosamente enrojecida. Antes de que pueda preguntarle nada, me indica con un gesto que me detenga:

—No entres ahí, Ben, es bastante antiestético.

(Gracias, no tengo ningún deseo de tragarme la visión de un tercer cadáver).

—Pero ¿y tú, Théo, y tú?

—Yo estoy bastante mejor que él.

Una gotita de sangre brota de su labio superior, tiembla y cae en el corazón del lirio azul moteado de amarillo.

—Siempre he creído que el lirio tenía vocación carnívora.

Lo más sorprendente es la continuación. La manifestación, dispersa por unos instantes, como barrida por el viento de la explosión, se ha reconstituido en el piso superior, añadiendo el tema de la Seguridad al de los Convenios Colectivos. ¿Será porque el petardo era menos sonoro que los dos precedentes? ¿O porque el hombre a acostumbra a todo? La muchedumbre de los clientes no se ha dejado arrastrar por el brote de pánico. El Almacén no cierra sus puertas. Sólo la planta queda clausurada por resto del día.

Los bomberos se han llevado a Théo. Esta noche iré a su casa para comprobar si está entero.

Se habla de la explosión.

Luego ya se habla menos.

Sólo aquel olor en el aire, que dobla los efectivos de la clientela.

Por la tarde, me llaman de nuevo, dos o tres veces, a lo de Lehmann, que se ha trasladado a la cabina de Miss Hamilton; dicha Miss, a juzgar por la calidad de su mirada-sonrisa, ha comprendido por fin la naturaleza real de mi currelo y el heroísmo que despliego en él. Conoce también la estima que siente por mí Sainclair y la multiplicación por dos de mis panecillos.

Demasiado tarde, hermosa. Haberme amado cuando era un don nadie. En fin, tal vez si insiste…

Luego, una llamada del exterior. Me encierro en la cabina apropiada (¿será prudente encerrarse en las cabinas vistos los tiempos que corren?) y digo:

—¿Si?

—¿Ben?

(¡Clara! ¡Eres tú, Clara, clarinete mío! ¿Por qué me gusta tanto tu voz, acurrucarme en tu apacible vocecilla, sin un solo tropiezo, tu suave tapete de billar por el que rueda la precisión de tus palabras…? ¡Bueno, ya está bien Benjamin, no incestúes! Y además, acurrucarse en un tapete de billar…).

—No te preocupes, querida, no me ha pasado nada, esta vez ha sido una explosión muy pequeña y llevaba mi armadura, nunca voy sin ella, ya lo sabes, sólo me la quito para volver a casa y estrecharos entre mis brazos. ¡Una tontería de explosión, realmente!

—¿Qué explosión?

Silencio. (Pero ¿no me llama por lo de la explosión? ¡Ah caramba!)

—Tengo que darte una buena noticia, Ben.

—¿Ha llamado mamá?

—No, mamá debe de acostumbrarse a las bombas.

—¿Habéis terminado el artículo de Tía Julia?

—¡Oh, no! ¡Todavía nos falta mucho!

—¿No habrán castigado a Jérémy esta semana?

—Sí, cuatro horas el sábado, jaleo en música.

—¿Thérèse se ha convertido al racionalismo?

—Acaba de tirarme las cartas.

—¿Dicen las cartas que aprobarás tu bachillerato?

—Las cartas dicen que estoy enamorada de mi hermano mayor, pero que debo desconfiar de una rival, periodista de la revista Actual.

—¿El Pequeño ya no sueña con ogros Noel?

—Ha encontrado en mi enciclopedia la reproducción de un Goya: Saturno devorando a sus hijos, le ha gustado mucho.

—¿Lo de Louna es un embarazo histérico?

—Acaba de hacerse una ecografía.

—¿Varón o hembra?

—Gemelos.

Silencio.

—Clara, ¿ésa es tu buena noticia?

—Ben, Julius se ha curado.

¿Julius se ha curado? ¡Julius se ha curado! No, ¿Julius se ha curado? ¡Curado! ¡Julius! Sí, Julius se ha curado. Incluso ha despertado cierta sensación, esta mañana, en el edificio, bajando los cinco pisos: arrastraba tras de sí una zarabanda de frascos que se rompían en los peldaños, unos tras otros, bolsas de deyecciones reventadas vertiendo lo que debían verter y dándole, al extremo de sus tubos translúcidos, un aspecto de jabalí loco intentando huir de un ataque de medusas. Pánico en la morada. Todos los inquilinos encerrado en sus casas, con doble llave, y todos los hedores julianos poniéndose las botas por el hueco de la escalera, de arriba abajo.

—Yo le daría un baño, pero tal vez sea demasiado pronto, ¿no?

—El baño más tarde, Clara, más tarde; cuéntame lo demás.

—No hay nada más, se ha curado, eso es todo. Ha bebido y comido como si acabara de dar un paseo algo largo, y se ha tendido bajo la cama del Pequeño, como suele hacer a estas horas.

—¿Has avisado a Laurent?

—Sí.

—¿Y qué ha dicho?

—Que Julius estaba curado.

—¿No hay secuelas?

—Ninguna. Bueno, sí, una nadería de todos modos.

—¿Qué?

—Sigue sacando la lengua.