Tía Julia y Clara comienzan su reportaje sobre el Chivo Expiatorio a la semana siguiente. Por mi parte, voy a por todas. Llego al colmo de la abulia, de lo lloroso, de la bayeta suicida. Ni un solo cliente mantiene su queja. Y va de un pelo que algunos no me firmen cheques. Llegan hechos unos basiliscos, llenos de legítima indignación, y se van convencidos de que por más que hayan vivido, vivan o vivieran, hoy se han codeado con lo peor de lo peor: la desgracia hecha hombre; como en un cuento de Hoffmarm puesto al gusto del día. Y, en cada etapa de su recorrido iniciático por el Almacén, se encuentran con el objetivo de Clara. Clara que capta su rabia cuando se propulsan hacia el despacho de Lehmann, Clara que inmortaliza todas las fases de su transformación en el interior de dicho despacho, Clara que eterniza la expresión de auténtica humanidad que les transfigura al salir, Clara, de nuevo, que nos fotografía a Lehmann y a mí tronchándonos, como los dos cabrones que somos, terminada la jugarreta, Clara, por fin, cuya cámara nunca veo.
Tía Julia, que primero ha pasado unos días observándome en el ejercicio de mis funciones, pronto trabaja sólo con las fotografías de mi hermanita. Le resultan una realidad más elocuente que la propia realidad. Toma toneladas de notas a medida que van cayendo los clichés. Sólo dirige la palabra a Clara con una curiosa mezcla de conmovida maternidad y estupor profesional. La ha adoptado, como una hija espiritual alumbrada por sus más altas ambiciones. Al anochecer, son ahora dos las que toman notas mientras sirvo a los niños su ración de ficción: Thérèse, en su máquina de coleccionar palabras, y tía Julia, con su cuaderno escolar. Las fotografías que Clara toma en casa son algo menos buenas.
—Es que tengo la cabeza en otra parte, tía Julia. Escucho las historias de Ben.
Mientras, al cuerpo de Julius le crecen tubos cada vez más numerosos. Algunos entran y otros salen: suero, plasma, vitaminas, sangre de buey por un lado, orines y mierda por el otro. Como prometió, Laurent hace lo que puede. A Julius le importa un bledo. Sigue sacándole la lengua al mundo, con una obstinación metafísica, los belfos contraídos en torno a sus criminales colmillos. A veces, por la noche, tengo la impresión de compartir la alcoba con una araña del Apocalipsis, sobre todo en las noches de luna llena, cuando la blanca luna alarga la sombra quebrada de sus patas filiformes.
—¿Cuánto tiempo crees que podrá resistir?
—No lo sé —responde Laurent—, aparentemente se dispone a batir todos los récords.
Y luego resulta que la inerte masa de pelos comienza a respingar de vez en cuando, provocando un tintineo de frascos, imprimiendo a la sombra de los tubos un movimiento ondulatorio que corre por los muros de mi habitación. Y es que le hemos regalado un colchón espasmódico, destinado a evitar la formación de escaras.
Les digo a los niños, que se preocupan porque Julius no egresa, que está curado pero que el director de la clínica ha pedido que se quede algún tiempo con él para enseñarle a su propio perro los truquitos de su vida canina: abrir y cerrar las puertas, pactar con los buenos y desconfiar de los malos, ir a buscar a los niños a la escuela y traerles en el metro los días de lluvia.
Louna, que se ha instalado en casa desde que Laurent se fue, escucha mis cuentos chinos con un aire de maravillada ingenuidad, que yo conozco muy bien por haberlo visto muy a menudo en el rostro de nuestra madre común: no ella ya la que escucha sino el pequeño inquilino que prospera bajo su pelambre.
Por lo que se refiere al curro, Sainclair, que me ha hecho convocar de nuevo, pero esta vez en su despacho personal («¿Un whisky?» «¿Un cigarro?»), se felicita (y nadie nos felicita mejor que nosotros mismos) por el renovado celo que pongo en mi trabajo. Manejando cifras, me revela las economías que he logrado para el Almacén en sólo quince días. Apreciables.
—Pero hay algo que me preocupa, señor Malaussène. ¿Cuál es su secreto para llevar a cabo con tanta perfección una tarea tan ingrata? ¿Alguna filosofía personal?
—El salario, jefe, la filosofía del buen salario.
Salario que me dobla de inmediato, con una sonrisa de infinita distinción. (Espera, espera y verás, querido benefactor…) En cuanto a Lehmann, no acaba de creerse mi reciente complicidad. Es la primera vez que el tal Lehmann comunica. Tengo un trabajo loco para rechazar sus invitaciones a cenar, y las otras. «Conozco un tugurio, ya verás, ¡hay una pandilla de mamonas increíbles!» Somos colegas, vamos. Me pregunta quién es Clara, con la que me ve charlar en los momentos libres.
—Es mi hermana, quiere ser vendedora, le enseño el oficio.
—Yo tenía una hija que se le parecía, murió.
Algo en él se ha puesto a temblar. Aparta la cabezal (¡Mierda!, ni siquiera los cabrones pueden ser perfectos…)
Théo, que no es Sainclair ni Lehmann, no dice nada en principio y luego, sin poder contenerse ya, dice:
—Pero ¿qué significa ese celo, Ben? ¿Qué jugarreta nos preparas?
—¿Acaso te pregunto yo por qué fotomatoneas?
—No, pero yo te lo digo.
En cuanto me ve de lejos, Cazeneuve juega a la transparencia. Y cuanto más me zambullo en mis manejos, más sospecho que 61 hace, por fin, su trabajo honestamente.
Para Lecyfre, lo que se murmuraba desde hace mucho tiempo hoy está muy claro.
—Eres un perro de la patronal, Malaussène, siempre lo he creído y ahora me lo huelo.
Perspicacia olfativa que explica los recientes éxitos de su partido en las elecciones municipales (sesenta ciudades perdidas). Pero no por ello deja de preparar con ardor la manifestación CGT del diecisiete de marzo, sólo del Almacén (un rito bianual, pues su partido es un partido de misa) por el respeto de los convenios colectivos.
—Y no intentes meternos chinas en el zapato, Malaussène.
¿Qué más? ¡Ah, sí!, mis crisis de sordera. La aguja al rojo vivo me vacía dos veces más los oídos, como si fueran vulgares caracoles. Entonces se reproduce el mismo fenómeno; veo el Almacén con una claridad submarina: sonrisas mudas de las vendedoras que venden su vida, piernas pesadas, cajas registradoras que se atoran, discretos ataques de nervios, clientela a espuertas creándose necesidades, júbilo ante la profusión de cosas, gasto gasto gasto, mangantes de todo pelaje, ricos, pobres, jóvenes, viejos, varones, hembras, sin hablar de los viejecitos de Théo, que llevan a todas partes su frenética vida de hormigas autogestionadas. ¡Es increíble lo que puede caber en las profundidades de sus bolsillos! ¡Y lo que construyen, en la planta de bricolaje, como si tal cosa, ante la hastiada mirada de los vendedores! Una catedral de tuercas y pernos. ¡No es broma, he descubierto a uno que está montando una catedral de tuercas y pernos! Chartres, creo. No de tamaño natural, pero casi. Cuando le falta la rosca adecuada, se dirige con pausados pasos hacia el apartamento ad hoc, arrambla con la pieza y regresa, con los mismos pasitos de eternidad. El factor Caballo. Ha instalado su obra neomedieval al pie de una escalera mecánica. En exceso preocupados por lo que van a comprar, los clientes que llegan ni siquiera lo advierten; impacientes por probar su nuevo material, tampoco lo advierten los que se marchan. Y él no se fija en los unos ni en los otros. Tierno autismo del bricolaje que pacifica al hombre y deja a la mujer disponible.
Uno de mis ataques de sordera me atenaza, cierta noche, en plena partida de ajedrez con Stojil. (¡Con autorización escrita de Sainclair, naturalmente!). Cuando me estaba dominando en todos los frentes, invierto la situación y le doy un buen repaso en un abrir y cerrar de ojos. Intenta hacerme la jugarreta del tablero difuso, pero nanay, ¡lo aplasto! Con la salvaje brutalidad que adoptan en ese sutil juego las victorias indiscutibles.