La foto no le parece mal. Se la doy, con el negativo por añadidura. Luego vienen las fotos del Bosque, Théo sirviendo el rancho a los travestidos brasileños, la desnudez apurpurinada de los cuerpos en la noche, a través del desgarrado vapor que broca de los platos. La alegría de los rostros de prominentes maxilares, siempre medio punto por encima del júbilo heterosexual.
—¿Cómo consiguió captar a esos mariposones en pleno trabajo? —pregunta Julia—. Son casi todos clandestinos.
—Sabe lograr que los tipos la quieran, Julia, es una especie de ángel.
Ahora circulamos por París, apaciblemente, como en plena Beauce. Julia ha querido que le hable de todo, de mí, del Almacén, de mi familia y, a fe mía, lo hago. Todavía estoy haciéndolo en el restaurante, donde me invita con cargo a la redacción. Le hablo de mi madre, pirándose por otra parte, de Thérèse, siempre más allá de todo, del Pequeño y de sus ogros Noel, de Jérémy, tan de aquí abajo, de todo ese grupito al que alimento cargando con el pecado original de la sociedad mercantil. Y, cuando llego a Louna, que se pregunta si va o no a conservar el fruto de su único amor, tía Julia rodea mi mano con la suya, larga y morena:
—Hablando de cargárselo o no, ¿quieres acompañarme esta tarde? Tengo que hacer un reportaje sobre la cuestión.
La sala de conferencias donde nos introduce el carnet de prensa de tía Julia parece el palacio del Elíseo por las proporciones y el Tren Azul de la estación de Lyon por los churretones dorados. Una fealdad que atraviesa los siglos y drena divisas. La sala está casi de bote en bote. Se oye el fresco susurro de la ropa interior de buena calidad. Nos deslizamos hasta los bancos laterales reservados a la prensa, a uno y otro lado de la tribuna, disposición que da al conjunto un aspecto de tribunal. Y es, por lo demás, una especie de proceso lo que allí se celebra: el proceso de la Abortista. Al menos si hacemos caso al cráneo afeitado que se expresa de pie tras la vasta mesa cubierta de terciopelo rojo. Ante él, la sala escucha; a su lado, las demás competencias escuchan, y tía Julia, que ha sacado su pequeño cuaderno, escucha también. Me pregunto dónde he visto ya esa larga jeta absolutamente depilada, esas orejas puntiagudas, esa mirada mussoliniana, esos sesenta indestructibles. Hay algo seguro, nunca he oído esa voz. Más aún, nunca en toda mi vida, me he dejado perforar los tímpanos por un órgano tan fríamente metálico. Tía Julia, por su parte, conoce al tipo y la voz. Acaba de escribir en su pequeño cuaderno —con una caligrafía sorprendentemente mesurada para un ser tan volcánico—: «El profesor Léonard siempre igual a sí mismo». Traza una prudente raya de escolar antes de añadir: «Siempre tan jilipollas». Lo que me incita a escuchar a mi vez.
Si lo comprendo bien, el Léonard en cuestión (¿profesor de qué?) resulta ser el presidente de cierta Liga Natalista y para la Defensa de la Juventud, lo bastante importante en el país como para tener cierto peso electoral. Y eso es precisamente lo que agita a Léonard.
—En conciencia, y dando por supuesto que aquí no hacemos política, que nos limitamos a informarnos —(¿lo habré oído ya en otra parte?)—, se plantea la cuestión del uso que nosotros, cristianos, natalistas, franceses en definitiva, vamos a hacer de nuestros votos en las próximas contingencias electorales.
(¡Ah caramba, se trata de eso…!)
—¿Engrosarán las filas de quienes, despreciando nuestros más sagrados valores, LEGALIZARON EL ABORTO?
La pregunta se plantea con tal ardor en la mirada que una corriente de aire infernal calcina a la concurrencia.
—No, no lo creo —susurra Léonard, que tiene sentido de la muchedumbre—, no lo creo…
(Francamente, yo tampoco). Lanzo una miradita por encima del hombro de tía Julia, que no ha escrito nada nuevo. Cuando conecto otra vez mis oídos, Cráneo de Obús está disertando sobre la inmigración «cuyo nivel de tolerancia se ha superado hace ya mucho tiempo», enumerando todos los problemas creados por esa plaga «tanto desde punto de vista económico como en el plano escolar, por no mencionar la seguridad en general y la de nuestras hijas en particular…».
Una de dos, o al tipo no le gustan los árabes o no tiene confianza alguna en su hija. De todos modos, y en ambo casos, Hadouch le rompería las escuchimizadas muñecas. Me permito distraer la atención para que mi mirada plañe libremente por entre la muchedumbre. Una muchedumbre de lo más relamida. Con esa resignación a la riqueza que otorga la práctica secular de matrimonios eficaces. Esencial mente en las mujeres. Los hombres se han mantenido en gestión. Y, no sé por qué, la cosa me hace pensar en Laurent, en Louna, en su encuentro. Ella tenía diecinueve años subía las escaleras del metro; él tenía veintitrés y las bajaba. Ella acababa de ser plantada por un zombi que prefería las abstracciones; él iba a comenzar su internado de medicina Él la vio, ella lo vio, París dejó de circular. Él no se presentó al examen y, durante un año, no salieron de su habitación. Yo les llevaba pequeños cestos de comida y libros (porque, de todos modos, comían. Tenían incluso cierto apetito. Y, entre sus viajes interestelares, se dedicaban a la lectura; a veces incluso durante, lo que demuestra que no incompatible). Díganme, señoras, ¿alguno de sus maridos de cincuenta quilates les ha sacrificado un examen, todo un año de estudios, un año sin ganar nada, así, sólo por Amor, y por el Romance, eh? ¿Quién, vamos a ver?
Te extravías, Malaussène, considera más bien el cambio de actores. Y es que Léonard el Calvo acaba de sentarse para ceder la palabra a otro profesor (una tribuna de mandarines, ahora lo comprendo) que, al levantarse, me deja de una pieza. ¡La antítesis del precedente! Léonard es compacto, reluciente, acabado, peligroso, mientras que éste, que asegura ser el profesor Fraenkhel, tocólogo (en efecto, he oído ya su nombre en este sector), mientras que éste —decía— es tembloroso, doliente, frágil. Con su osamenta nudosa para una delgadez gigantesca, su cabellera desgreñada, su mirada de niño arrebatado por la sorpresa adulta, diríase una criatura aproximativa y, con mucho, demasiado buena, brotada del cerebro de un Frankenstein en pleno viaje lisérgico para ser lanzada indefensa a un mundo que sólo le causará problemas.
—No hablaré de política —afirma a su vez (y a él, extrañamente, lo creo)—. Me limitaré a las Escrituras y a lo que nos enseñan los Padres de la Iglesia…
Lo resumo en una frase pero la cosa dura más de un cuarto de hora, durante el cual la concurrencia se duerme. Todo sale: «Dejad que los niños se acerquen a mí; el camello, el rico y el ojo de la aguja; bienaventurados los simples; la primera piedra del que no ha pecado», para terminar con esta frase sacada de santo Tomás o de cualquier otro: «Mejor es nacer enfermo y contrahecho que no nacer».
Y se produce el incidente.
Como dirían los periódicos.
Una muchacha alta y rubia de la segunda fila, en la que no me había fijado, arropada en unas pieles babilónicas, se yergue como una aparición, mete la mano en su bolso Hermes, saca algo sanguinolento e inexpresable, y lo arroja con todas sus fuerzas al conferenciante, ladrando con voz desprovista de acentos circunflejos:
—¡Toma, ahí va lo contrahecho, especie de jilipollas!
La cosa pasa sobre las cabezas con un silbido esponjoso y se aplasta sobre la pechera de Fraenkhel, salpicando de acerba sangre toda la honorable mesa. Fraenkhel ya no es la imagen del dolor, es el Dolor personificado. Pero Léonard, con un grito y una rapidez de gato salvaje, abalanza sus sesenta tacos por encima de la mesa de conferencias y se arroja sobre la moza, con los ojos enloquecidos y las zarpas por delante. Un segundo de vuelo durante el que la moza salta sobre su silla, abre su gran abrigo y grita:
—¡No te muevas, Léonard, voy cargada!
Léonard lo averigua en plena trayectoria. La tribuna oficial lanza el mismo grito horrorizado. La moza acaba de desvelar el más suntuoso cuerpo de mujer preñada que pueda soñar un natalista. Desnudo de los pies a la cabeza, floreciente y tenso como un divino aeróstato: la fertilidad en toda su exuberancia planetaria.
Tía Julia anota, con su caligrafía de escolar, que el profesor Léonard acaba de encontrarse con la dialéctica.
Más tarde, en el cuatro caballos, cuando recuerdo el ensangrentado dolor de Fraenkhel, emito la opinión de que la moza se ha equivocado de blanco. Hubiera debido tirar su cacho de ternera contra el profesor Léonard, él era el auténtico lobo malo. Julia se desternilla dulcemente:
—Creía que eras masoca, Malau, por haber aceptado ese retorcido curro de Chivo Expiatorio; pero no, de hecho eres una especie de santo.
Sí, algo así.
El santo hace que le dejen a la puerta del Almacén y comienza a merodear por los pasillos de la planta baja. Buscando a alguien. A alguien muy concreto. Y es absolutamente preciso que lo encuentre. Urgencia. Son las siete de la tarde. Espero que no se haya largado. Jesús mío, haz que todavía esté ahí. Vamos, ten un detalle, nunca te pido nada. Señor. Hay incluso muchas posibilidades de que hayas oído hablar de mí. ¡Satisface mi deseo, joder! ¡Gracias! Ahí está. Lo veo. Va a volver la esquina de los jerseys. Ni sombra de cliente en el sector. Cojonudo. Aprieto el paso. Nos encontramos.
—¡Salud, Cazeneuve!
Y le suelto un gancho al hígado, uno de verdad, con todo el peso de mí cuerpo. (Lo he aprendido en los libros). Se dobla por la mitad. Tengo justo el tiempo de dar un saltito hacía atrás, para que vomite en sus zapatos y no en los míos. (El problema, con los santos, es que no pueden serlo las veinticuatro horas del día). Hecho esto, bajo a la planta del bricolaje donde encuentro a Théo limpiándoles los bolsillos a sus viejos, como todas las noches. Esperan como unos chicos buenos, en fila india. No hay ninguno que proteste cuando Théo extrae de sus batas grises los objetos mangados durante todo el día.
—Salud, Ben, ¿ahora curras también en tu día libre? ¡Sainclair se pondrá muy contento!
Le regalo las fotografías que Clara tomó en el Bosque y lo ayudo a colocar la mercancía chorizada.
—¡Fíjate, hay uno que se ha paseado todo el día con cinco kilos de defoliante en los dos bolsillos de su bata!