Durante la noche, me he levantado cinco o seis veces para escuchar la respiración de Julius. Respira, si a eso se le puede llamar respirar. Tengo más bien la impresión de que el aire penetra en su cuerpo y sale de él en un movimiento de ventilación independiente de su voluntad. Respira para sí. Y no hablo ya del olor, cuando la cosa brota de sus abiertas fauces de gárgola alucinada… ¡Y pensar que está vivo!
He combatido la desesperación con algunos pensamientos chuscos. Me he dicho, por ejemplo, que podría aprovechar la ocasión para darle un buen baño, pues esta vez no se largaría exportando montones de espuma por todo el edificio. Pero no me ha hecho reír. He intentado, pues, volver a dormirme. Y sin duda lo he conseguido porque por la mañana me he despertado. De un humor de perros, aunque hoy sea mi día de descanso semanal.
He llamado inmediatamente a Louna.
—¿Eres tú, Ben?
—Soy yo. Pásame a Laurent.
Sollozos al otro extremo del hilo. Su Laurent no ha ido en toda la noche.
—¡Oh, no volverá más, Ben, no volverá más, lo sé!
La crisis. Sé muy bien que si Laurent no está con ella, es que está en el hospital. No hay motivo para preocuparse. Nunca ha podido abandonarla por alguien distinto a sus enfermos.
—Dame el número del hospital.
—¡Oh, Ben, por favor, sé amable con él, es tan desgraciado!
—¡Pero si soy amable! ¡Siempre he sido amable! ¿Con quién no he sido amable, cagüen la puta?
En el hospital, la misma canción. Apenas me lo han pasado cuando el doctor Laurent Bourdin (pasión exclusiva mi hermanita desde hace siete años) se lanza a una explicación de sus angustias ante la paternidad.
—Esperaba tu llamada, Ben, sabía que ibas a llamarme pero, perdóname, eso no cambia nada de nada, no hubiera debido hacerme esa jugada, quitarse el Sterilet a hurtadillas nunca he querido hijos y no los querré nunca, lo sabía y aunque los hubiera querido, me parece que la habría preferido a ella, a ella sola, para toda la vida, no sé si entiendes lo que quiero decirte. Y además, para hacer un trío tienes que quererte a ti mismo, y yo no me quiero, en absoluto nunca he podido tragarme, sin duda por eso soy matasanos Ben, compréndeme, me parece bien que me ame, pero no quiero que me reproduzca, lo comprendes, ¿no? Escúchame, Ben, en cualquier caso, que no se te meta en la cabeza que he querido ofender a la familia…
(«Ofender a la Familia», carajo, ¡está hablando como si yo fuera el Padrino en persona!)
—… pero elija lo que elija, aborte o no, lo nuestro ya se ha jodido, ahora…
Espero a que pierda el resuello para hacer mi pregunta:
—Laurent, ¿cuánto puede durar una crisis de epilepsia?
El profesional que hay en él se pone, ipso facto, al aparato.
—¿Me estás hablando de Julius? Algunas horas…
—Ya hace todo un día y dos noches completas.
Silencio. Arrancan sus engranajes de diagnóstico.
—Tal vez sea el tétanos. ¿Habéis hecho ruido a su alrededor?
—No, aparte, del ataque de Thérèse, ningún ruido.
—Ve a dar un portazo en tu habitación. Si es el tétanos pegará un salto hasta el techo.
(Delicado procedimiento de investigación). Doy el portazo. Nanay. Julius parece de mármol.
—Pues no lo sé —concluye el doctor Bourdin.
(«No lo sé»… es un médico honesto).
—Laurent, ¿cuánto tiempo puede aguantar un organismo sin comer ni beber?
—Depende de la naturaleza de la enfermedad pero, de todos modos, al cabo de unos días, hay un montón de cosas que se estropean gravemente.
Y ahora reflexiono yo. Lo que le digo es tan sencillo como la desesperación:
—Quiero que salves a mi perro.
—Haré lo que pueda, Ben.
Me hago un café. Cuando lo he bebido, imagino los posos chorreando por las paredes interiores de mi cráneo e intento leer el destino de Julius en los meandros de aquel fluir pardusco. Pero no soy Thérèse, los astros no me son colegas, los posos de café apenas pueden servir como abono al negro geranio de mi depre. Depre que me lleva a reconsiderar la radiante sonrisa de Sainclair y mi promesa de borrar aquella certidumbre de blanca dentadura:
Sí, hay algo que hacer por ese lado. Para eso, soy como Julius: me han echado en mi vida de muchos lugares, pero nunca me han obligado a quedarme donde no he querido. Encargarme de Sainclair, pues. ¡Obligarlo a ponerme de patitas en la calle! ¡Eso es, forzarlo a darme puerta! (Ése es uno con el que no voy a ser «amable»). Lo que me evitará pensar en otra cosa. El inicio de una idea comienza a germinar cuando enfilo la primera pernera de mi pantalón. En la segunda, la cosa se precisa. Y no está muy lejos de ser la idea del siglo cuando me abotono la camisa. Y mientras me ato los zapatos estoy ya tan contento que se marcharían sin mí a realizar el genial proyecto. Bajo las escaleras como un tornado arrasador, paso como una tromba por lo de los pequeños, donde tomo prestadas algunas fotos que hizo Clara, salgo y me zambullo en el metro. Es un mes de febrero de lo más invernal, con una clientela de lo más huraña. Jomeini manda a los recién nacidos al matadero, el Ejército Rojo defiende a los hermanitos afganos hasta que se le acaben, Polonia cambia de Pogrom, Pinochet tira a matar (Pinochetiramatar), Reagan enjuga, la Derecha dice que es la Izquierda, la Izquierda dice que es la crisis, un kurdo afirma, con pruebas, que es pura mierda, Carolina no quiera reconocer que está preñada, el Secretario General del Partido Comunista sopla en el globo de las encuestas y obtiene un test de alcoholemia, pero yo, yo, Ubú Rey, «ciudadela viva», me relamo tanto que no veo pasar las estaciones que me separan de Actual, el mensual de todos los «mises».
Sin embargo, mi fiebre creadora cae por los suelos cuando llego ante la puerta de la revista. Y es que desconozco el apellido de tía Julia. Si la describo, corro el riesgo de que toda la redacción acabe empalmada. «Soy tímido», pienso dando una vuelta a la manzana y buscando, junto al bordillo de la acera, un objeto que creo poder reconocer enseguida. Lo reconozco. El cuatro caballos amarillo limón de tía Julia está aparcado en zona de carga y descarga, con dos multas pegadas a su parabrisas de época. Un tendero devorador de árabes amenaza con llamar a la pasma. Le sugiero que mejor haría telefoneando a los dorados granujas de Actual y le dejo suponer, con un asqueroso guiño, que cuando vea aparecer la carrocería de la doña (sic) no quedara decepcionado. Y luego, abro la portezuela, me instalo y espero. Poco. Tía Julia muestra el palmito un minuto después. A pesar del frío, va a cuerpo, ¡y qué cuerpo! El pequeño comercio, que abría ya sus fauces, se agarra a sus canastos con las injurias congeladas en el gaznate. Tía Julia se arroja detrás del volante y, sin ni siquiera mirarme, dice:
—Lárgate.
—Acabo de llegar.
Arranca rabiosamente mientras declara que soy un cerdo asqueroso, que ha recibido en la revista la visita de la pasma que le han hecho algunas preguntas estúpidas sobre la explosión y que le han preguntado, luego, si no le avergonzaba afanar jerseys en un país con dos millones de parados cuando ella cobra un sueldo y debe tener los cojones forrados de oro («Es un modo de hablar», ha añadido, al parecer, el inspector). Todos sus compañeros se han muerto de risa y ella de rabia, decidida a cortarme los míos con la guillotina. De pronto, frena en seco en pleno bulevar de los Espaguetis, provoca un concierto de bocinazos y se vuelve hacía mí:
—Francamente, Malaussène (es cierto, ella sabe mi apellido), ¿qué clase de tipo eres? Me salvas del polizonte de la casa, me pones a cien sin pegarme un polvo y, luego, me denuncias a la pasma. Pero ¿qué clase de tipo eres?
(Pienso en mi amigo Cazeneuve, pero me lo guardo para mí).
—Soy mucho peor todavía, tía Julia.
—Deja de llamarme tía Julia y bájate de mi cacharro.
—No antes de haberte hecho una proposición.
—Ni hablar del peluquín, ¡estoy harta de verte!
—Tengo un tema de artículo para ti.
—¿Alguna tontería sobre las bombas del Almacén? Hay cincuenta tíos de los vuestros que llegan cada día al periódico para soltarnos algunos chismes. ¿Nos tomáis por el París-Match o qué?
Bocinazos por todos lados. Julia embraga y pasa como una tromba ante las narices de una municipala que anota la matrícula lamiéndose el violeta de sus labios.
—No tiene nada que ver con las bombas. Escúchame cinco minutos y, si no te interesa, no volverás a oír hablar de mí hasta el final de tu palpitante existencia.
—¡Dos minutos!
Vaya por los dos minutos. No necesito más para explicarle mi papel en el Almacén y para que capte el hermoso reportaje fotográfico que podría publicar en el distinguido que la emplea. Va reduciendo velocidad mientras hablo para terminar deteniendo el coche en el amplio espacio de un paso de peatones, donde se inmoviliza con toda ilegalidad.
Luego se vuelve lentamente hacia mí.
—Chivo Expiatorio, ¿eh?
Su voz ha recuperado aquel rugido de las sábanas que me hace florecer.
—Es mi curro, sí.
—Pero eso no es un curro, Malau —(siempre he odiado que me llamen Malau)—, ¡es un auténtico retazo de mito! ¡El mito fundador de cualquier civilización! ¿Eres consciente de ello?
(Bueno, bueno, ésa es otra, tía Julia comienza a encenderse).
—Hablemos sólo del judaísmo, por ejemplo, y del cristianismo, su hermanito bueno. ¿Malau, te has preguntado alguna vez cómo Yahvé, el Sublime Paranoico, hacía funcionar a sus innumerables criaturas? Pues designando al Chivo Expiatorio en cada jodida página de su jodido testamento, querido.
(Ahora soy su querido. ¿Qué te parece, Sainclair, tanta pasión posibilitará un hermoso artículo, verdad?)
—¿Y cómo crees que los papistas y los hugonotes han conseguido durar tanto y llenar sus arcas? ¡Designando al chivo, ahora y siempre!
(Palabra, esta moza tiene una teoría cósmica para cada micro circunstancia de la vida).
—¿Y los stalinistas de enfrente con sus procesos ejemplares? Y nosotros creyendo que no se debe creer en nada, ¿cómo piensas que conseguimos no parecemos una mierda? Venteando el perfume a chivo, del vecino, Malau. —(¡De nuevo Malau!)—. Y sí no hubiera vecino, nos cortaríamos en dos mitades para fabricarnos un chivo particular, portátil y que hediera por nosotros.
Prescindo encantado del hecho de que me llame Mal para admirar su entusiasmo. Es la misma tía Julia del día nuestro encuentro. Ojos y melena llameantes. Pero, vistos antecedentes, me contengo. Pregunto solamente:
—Bueno, ¿quieres el reportaje?
—¿Que si lo quiero? ¡No habría podido soñar nada mejor en mis más enloquecidas pesquisas! El comercio y su chivo, ¡qué cosas!
(¿Lo oyes, Sainclair?)
Bueno, ella lo ha querido. Ahora tengo que hilar muy fino. De modo que, finamente, murmuro:
—Pongo una condición.
Se contrae de inmediato.
—Me gusta el tema pero no las condiciones, de lo contrario trabajaría en Le Figaro.
—Impongo el fotógrafo.
—¿Qué fotógrafo?
—Una mujer. La que ha tomado esta foto.
Muestro la fotografía que Clara nos tomó, a nosotros dos, la noche de mis proezas. En el rostro de Julia se lee con toda claridad el estupefacto furor provocado por la pregunta de Thérèse sobre el calibre de sus pechos. Por lo que a mí respecta, soy la imagen misma del encogimiento.