16

En casa, encuentro a Clara a la cabecera de Julius. Ha hecho novillos para velarlo todo el día.

—Tendrás que hacerme un justificante.

Julius sigue estando igual, acostado de lado, con las patas paralelas, rígido como una bombona. Su corazón late, sin embargo. Resuena en una jaula vacía. Un corazón injertado por Edgar Poe.

—¿Le has dado bebida?

—Lo vomita todo.

Acaricio a mi perro. Su pelo es áspero. Diríase que ha pasado por las manos de un taxidermista loco.

—¿Ben?

Clara me toma del brazo, me obliga a girar suavemente sobre mí mismo y coloca su cabeza en mi pecho.

—Ben, Thérèse ha subido a verlo a mediodía. Ha sufrido una verdadera crisis nerviosa. Se revolcaba por el suelo aullando que vela el infierno. He tenido que avisar a Laurent. Le ha dado una inyección. Está abajo. Descansa.

Clara mía… ¡Magnífico programa para un día de novillos!

—¿Y lo han visto los pequeños?

No. Ha pedido a los niños que comieran en la cantina y se quedaran estudiando. Se estrecha un poco más contra mí. Descubro suavemente su oreja, conservando por unos instantes la calidez de su pelo en el dorso de mi mano. Pregunto:

—¿Y tú, no tienes miedo?

—Sí, al principio. Entonces le he hecho una foto.

¡Querida mía, tan atenta, anestesiando el horror a golpe de obturador! Ahora la sujeto con mis brazos estirados Nunca he visto una mirada tan tranquila.

—Algún día venderás tus fotos, y entonces te tocará a ganar las habichuelas.

Ahora es ella la que me mira realmente.

—Ben, si estás harto de ese trabajo, no te creas obligado a conservarlo.

(Dios mío, las mujeres…)

Abajo, Thérèse está tendida de espaldas, con la mirada aventosada en el techo. Me siento a la cabecera. Siempre me resulta un problema mimar a Thérèse. Diríase que la menor caricia la electrocuta. De modo que lo hago con prudencia. Deposito un beso en su helada frente y digo, con la voz más suave posible:

—No te hagas mala sangre, Thérèse, la epilepsia es una enfermedad corriente, benigna, que afecta a gente estupenda, fíjate en Dostoievski…

Nada de nada… Suelto una de las manos que agarra una sábana amarillenta por el sudor seco, le beso uno a uno los dedos, que se distienden y, a falta de algo mejor, sigo con el mismo tema:

—El príncipe Myshkin, ¡un hombre en exceso bueno y epiléptico! Al parecer se siente un extraordinario bienestar cuando se produce la crisis. Julius es un perro demasiado bueno, Thérèse, y también un gozador.

Hablarle de goce no es muy adecuado pero, en cualquier caso, la despierta. Su cabeza se vuelve hacia mí:

—¿Ben?

—¿Si, hermosa mía?

—Los dos muertos del Almacén…

(Oh, ¡mierda…!)

—Tenían que morir así, Ben.

(Ya estamos).

—Nacieron el 25 de abril de 1918 lo dice el periódico. Eran gemelos.

—Thérèse…

—Escúchame, aunque no creas en ello. Aquel día. Saturno estaba en conjunción con Neptuno y ambos en cuadratura con el sol.

—Thérèse, ángel mío, no es que no lo crea, pero no entiendo nada, te lo suplico, tengo a mis espaldas una dura jornada de curro.

Inútil.

—Esta conjunción indica espíritus absolutamente malvados, propensos a prácticas dudosas o ilícitas.

(«Prácticas dudosas o ilícitas», ya no es el estilo Sainclair, es el estilo Thérèse).

—Sí, Thérèse, sí…

—La cuadratura con el sol indica la sumisión del individuo a fuerzas malignas.

¡Por fortuna, Jérémy no está aquí!

—Y la presencia del sol en la octava casa es un indicio de muerte violenta.

Se ha sentado ahora al borde de la cama. Su tono no se exalta en absoluto. La erudita serenidad de un informe en el Colegio de Francia.

—Thérèse, tengo que salir a comprar.

—Acabo enseguida: la muerte interviene por el tránsito de Urano, el destructor, sobre el sol radical…

—¿Y qué?

(Dicho en un tono jeremiesco que se me ha escapado).

—Pues bien, así era el dos de febrero, el día en que la bomba los mató en el Almacén.

Quod erat demostrandum. Bueno, ya se ha restablecido por completo. ¿Ataque de nervios?, nunca. Se levanta, ordena la ex tienda, que no ha sido limpiada desde esta mañana. Cuando la emprende con las camas de los pequeños, se me ocurre de pronto una idea.

—¿Thérèse?

—¿Sí, Benjamin?

En sus manos, las almohadas recuperan el suave volumen que invita al sueño.

—Los pequeños no deben saber lo de Julius. Está muy feo para que lo vean. De modo que lo atropello un coche, cuando venía a buscarme, ayer por la noche, y lo hemos llevado a una clínica para chuchos. «Sus días no corren peligro». ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Y no subas tampoco a verlo.

—De acuerdo, Ben, de acuerdo.

Cuando paseo por Belleville, sea cual sea la hora del día, siempre tengo la sensación de haberme perdido en uno de los álbumes de Clara. Ha fotografiado el jodido barrio desde todos los ángulos. De las viejas fachadas a los jóvenes camellos pasando por las montañas de dátiles y pimientos, lo ha captado todo. Es como si paseara ya en plena nostalgia. (¿Cuántos días de novillos puede representar semejante proeza?) Incluso ha grabado la voz del muecín de enfrente de lo de Amar. Este anochecer, mientras dicho muecín recita una azora más larga que el Nilo, una pandilla de árabes y senegaleses echa una partida a la puerta del restaurante. Los dados tamborilean en los cubiletes y saltan sobre una caja de cartón boca abajo. La atmósfera me parece algo más tensa que de costumbre. Y, en efecto, apenas me he hecho esta reflexión, cuando brota una hoja al extremo de un puño tendido, mientras la otra mano arrambla con las apuestas. La hoja vibra junto a la panza de un negro monumental que se pone gris, como en los libros. Pero Hadouch (masticaba indolentemente un pedazo de regaliz apoyado en la pared del figón), Hadouch ha dado un salto. El canto de su mano cae sobre la muñeca del árabe, que suelta el cuchillo con un aullido. Sí no le ha roto la muñeca, está hecho de acero templado. Hadouch mete la mano en el bolsillo del árabe y la saca con el objeto de litigio: una moneda de cinco francos que entrega al senegalés. Luego, como me he acercado, me dice:

—¿Te das cuenta, Ben? Meterse con un enorme negro por una perra chica es realmente la crisis.

Y, volviéndose hacia el hombre del cuchillo:

—Tú, mañana, te largas a casa.

—¡No, Hadouch!

Un verdadero grito de angustia. Más fuerte que el dolor de la muñeca.

—Mañana. Prepara tus cosas.

Cuando Amar me ha pedido noticias de los míos hasta la séptima generación y yo he hecho lo mismo, salgo del restaurante llevando en mi pequeño cesto cinco raciones de cuscús y cinco raciones de pinchitos.

—¿Y cómo es esa clínica?

Los pequeños, relucientes como monedas nuevas con sus pijamas limpios, se lanzan a la carrera por los detalles. Y las dos mayores, con sus camisones perfumados, me escuchan como si quisieran también creer ese cuento de la clínica.

—Súper. Lo mejor que hay para un perro de lujo. Tele en cada tugurio con un programa especial según los caracteres.

—Hala…

—Os lo juro.

—¿Y qué programa le ponen a Julius?

—Tex Avery.

Jérémy se cae del catre.

—¿Iremos a verle mañana, di, iremos a verle?

—Imposible, están prohibidos los mocosos.

—¿Por qué?

—Porque podrían contagiar a los chuchos.

Ya está. La velada pasa. Volvemos, claro, al sangriento serial del Almacén, donde ficción y realidad copulan alegremente. Del lado ficción, Pat el Patillas y Jib la Hiena realizan una investigación por las cloacas de París (gracias, amigo Sue), por si desembocaran en pleno Almacén (gracias, Eon Leroux). Por el camino, se encuentran con una pitón neurasténica y la adoptan inmediatamente para amueblar su soledad de homo urbanus (gracias, Ajar). Aquí, una pensativa interrupción de Jérémy.

—Dime, Ben, ¿el Stojil ese es tan bueno como guardián nocturno?

—Y tanto, ya lo creo.

—Pues entonces, nadie puede introducir bombas, ni de día ni de noche en ese garito, ¿verdad?

—Me parece difícil.

—¿Ni siquiera por las cloacas?

—Ni siquiera.

Clara se ha levantado para acostar al Pequeño, que se ha dormido sentado muy tieso sobre su gran culo, con las gafas en la nariz. Thérèse taquigrafía con tanta seriedad como en la Asamblea.

—Yo sabría cómo hacerlo —dice Jérémy.

—¿Cómo?

—Ya verás.

Ligera inquietud…