15

El Almacén parece llenarse más deprisa a la mañana siguiente. Y sin embargo, los pasmas apostados en todas las entradas realizan minuciosamente su trabajo. Registran todos los bolsos, todos los bolsillos profundos, todas las hinchazones sospechosas. E incluso algunos cuerpos son palpados, en el pecho, en la entrepierna, date la vuelta, la espalda, el bolsillo interior, mírame otra vez, y por fin:

—Pase.

Al parecer, a la clientela le gusta. Una apariencia de peligro que excita el prurito consumista. El deseo, también, de ver a qué se parece un almacén donde estallan bombas. Toman por asalto el departamento de los jerseys. Pero aunque las miradas se arrastren como fregonas, nada, ni el menor rastro de sangre, ni el menor mechón de pelos en la lana, nanay. No ha ocurrido nada. Nada de nada. El mismo dulzarrón arreglo de Cantando bajo la lluvia pringa los mismos departamentos donde los mismos clientes se dejan tomar el pelo. Luego, cuatro pequeñas notas que recuerdan el Westminster de mi infancia y la nube de Miss Hamilton:

—Señor Malaussène, acuda a la Oficina de Reclamaciones.

Mi jornada comienza.

Conocí a esa muchacha, con voz de placebo, al comienzo de mi brillante, carrera. En la cafetería. Bajita, redonda y rosada. Sólo podía imaginarla con nalgas de muñeca. Tanto más cuanto que daba a sus párpados un movimiento de balancín que le cerraba los ojos cada vez que echaba hacia atrás su hermosa cabeza. Aspiraba con una pajita una leche rosada, sin duda el secreto de su tez de pétalo translúcido. Todo comenzó bien entre nosotros. Y no hubiera debido acabar mal. Pero me preguntó mi nombre.

—Benjamin —dije.

—Es bonito como nombre de pila.

Por extraño que pueda parecer, tenía la misma voz que su altavoz: una nube de éter y, pensándolo bien, la misma tez que su voz. Me dirigió una enorme sonrisa.

—¿Y el otro, el verdadero, el apellido?

Lecyfre, que pasaba por detrás, arrojó mi nombre sobre la mesa:

—Malaussène.

La moza abrió unos ojos como platos.

—¡Ah! ¿Es usted?

Sí, por aquel entonces ya era yo.

—Perdóneme, tengo que volver al micrófono.

Ni siquiera terminó su mamadita.

Ese olor a chivo ya…

Precisamente vamos a hablar del oficio en la torreta de Lehmann. Sainclair en persona me aguarda allí. Se ha sentado tras la mesa de mi jefe jerárquico directo, que se mantiene de pie a su lado, con los talones a escuadra, hinchando el pecho, las manos cruzadas a la espalda, la mirada franca. No hay cliente. No hay silla para que me siente. Todo neón. Y la dulce mirada de Sainclair, el jefe de todos nosotros.

—Señor Malaussène, la casualidad me permitió conocer al comisario Coudrier en casa de unos amigos comunes. ¿Sabe usted lo que me dijo?

Advierto lo de la «casualidad», lo de los «amigos comunes»; pienso: miente, simplemente te ha llamado, y respondo.

—Coño, yo no recibí la invitación.

—Y sin embargo fue usted el centro de nuestra conversación, señor Malaussène.

—¡Ah! ¡Eso lo explica todo! —digo.

—¿Qué?

—Mi sueño de esta noche: eructaba Moët et Chandon.

—Esta noche no estaba usted soñando, señor Malaussène, estaba perturbando la buena marcha de esta casa al impedir que la policía y el vigilante nocturno realizaran su trabajo de centinela.

(Las noticias corren como los olores). Lehmann frunce las cejas. Sainclair se confecciona un aspecto francamente desolado.

—Su situación no es muy brillante, señor Malaussène.

(Y no obstante es mejor que la de mi perro. El veterinario de guardia rompió tres agujas en su muslo de cemento antes de poder darle la inyección. Al parecer, los perros epilépticos existen y esta noche estará mejor. Por la mañana, seguía sacándole la lengua al mundo y devorándolo con los ojos. Idéntica rigidez. Idéntica muerte).

—Pero ¿cómo se le ha ocurrido contarle a la policía lo del chivo expiatorio?

Ya estamos. Por eso lo ha llamado Coudrier.

—Me limité a responder sus preguntas.

La mesa está por completo vacía ante Sainclair. Con el reverso del meñique, aparta una ficticia mota de polvo.

—Y sin embargo nos habíamos puesto de acuerdo sobre el precio de su discreción, señor Malaussène.

Su estilo me toca los cojones. Y se lo digo. Le digo también que las condiciones han cambiado notablemente. En su Almacén llueven bombas. La policía busca al bombardero. Están pasando por el cedazo los motivos de descontento de todos los empleados. Y el que tiene peor prensa soy yo, porque me están abroncando de la mañana a la noche. No me parece monstruoso, pues, explicar claramente mi situación al superpasma, para que no se imagine que me paso las noches poniendo barrenos en ese garito para vengarme de mis sinsabores diurnos. (Digo «sinsabores diurnos» al estilo Sainclair).

—Pues es la idea que le ha metido usted en la cabeza al señor Malaussène.

No hay satisfacción alguna en la voz de Sainclair. Parece sinceramente desolado. Explica:

—Ni siquiera he tenido que desmentirle. El comisario Coudrier no creyó una sola palabra de lo que usted le contó. ¿Cómo podría creerle? La función llamada de «Control Técnico» existe en todas las empresas parecidas a la nuestra. Y, teniendo en cuenta su naturaleza, es perfectamente normal que se transmitan las reclamaciones de la clientela…

Le escucho como si estuviera soñando. Esta función es, aquí, puro farol, él lo sabe y yo le digo que lo sabe.

—¡Naturalmente, señor Malaussène! Dado el número de artículos que salen de unos grandes almacenes en una jornada, ¿cómo quiere usted que el Control Técnico pueda controlar algo? Aunque multiplicáramos los controladores como hacen la mayoría de las grandes superficies, el porcentaje de reclamaciones seguiría siendo el mismo. Me ha parecido más rentable, pues, dar a esta función un carácter… ¿cómo decirlo?, de «relaciones públicas», papel que usted asume muy bien, debo reconocerlo, y que tiene doble ventaja de limitar el número de puestos y resolver amistosamente la mayoría de litigios.

En efecto, es su gran teoría. Me la expuso a lo largo y lo ancho el mismo día de mi contratación. ¿Por qué me metí en esta jugarreta? ¿Para reírme? (Muy divertido… ¿Porque mi madre suele fugarse y el paro no le sienta bien al tutor de una familia numerosa? (Caliente, caliente ¿Misterios de mi naturaleza profunda? (Bah…) En cualquier caso, acepté oler a chivo, y es un olor que molesta.

Sainclair debe de leer mis pensamientos pues, en ese estadio de mi mutismo, me plantea una adivinanza:

—Señor Malaussène, ¿sabe usted lo que decía Clernenceau de su jefe de gabinete?

(Me la trae floja).

—Decía: «Cuando me tiro un pedo, él es el que hiede».

Los michelines de Lehmann se agitan convulsivamente. Y Sainclair añade:

—Hay gente de muy buena posición que es jefe de gabinete, señor Malaussène, ¡incluso se pelean por ello con uñas y dientes!

Soy incapaz de describir a Sainclair. Es apuesto, es fino, es dulce, está situado, diríase un nuevo filósofo, un nuevo romántico, un nuevo after shave. Es nuevo y, sin embargo, se alimenta con la semilla de la tradición. Me aburre.

—No se haga pasar por paranoico ante la policía, señor Malaussène. Imagínese que comprueban esta historia de chivo expiatorio cuando interrogan a sus colegas. ¿Qué descubriría el comisario Coudrier? Un Control Técnico que no controla nada y que en consecuencia, no cumple con su trabajo. Es lógico, por lo tanto, que sea convocado continuamente a la Oficina de Reclamaciones. Ésta es la conclusión a la que llegaría, inevitablemente, el comisario Coudrier. Y reconocerá que sería el colmo, ¿no? Puesto que, por el contrario, usted hace muy bien su trabajo.

Y ahí (permítanme la originalidad de la expresión) me quedo mudo. Lo que posibilita a Sainclair proseguir:

—Me costó mucho convencer al comisario Coudrier de que estaba usted bromeando. Un consejo, Malaussène, no juegue con fuego.

Advierto la supresión del «señor» y luego, vayan a saber por qué, pienso en el Pequeño, en sus ogros Noel, pienso en la nueva soledad de Louna. Pienso en la carrera-fuga de mi madre, pienso en mi perro súbitamente almidonado, y eso me deja hecho un flan, me pone patas parriba, me hace polvo, qué se yo, y contesto:

—Ya no jugaré con nada aquí, Sainclair, me largo.

—Inclina tristemente la cabeza.

—Imagínese que la policía ha pensado cambien en eso… No se autoriza ningún movimiento de personal hasta que finalice la investigación, ni contrataciones ni despidos. Lo siento, habría aceptado su dimisión con mucho gusto.

—Más lo sentirá usted cuando me mee en los pantalones delante de la clientela, cuando me revuelque por el suelo babeando o cuando me arroje a la garganta de ese saco de medallas para arrancarle a mordiscos las amígdalas.

Sainclair, instintivamente, hace el ademán de contener a Lehmann, que ya no tiene ganas de troncharse.

—No sería mala idea, Malaussène, en estos últimos tiempos el Almacén necesita un culpable. Si quiere usted adoptar el perfil de un dinamitero loco, no se contenga…

La entrevista ha terminado. Es apuesto el tal Sainclair. Es muy joven, es eficiente, es viejo como el mundo. Salgo de la habitación antes que él. Con la mano en el pomo de la puerta me doy la vuelta y planteo mi propia adivinanza:

—Dígame, Sainclair, ¿en qué Tintín hay un personaje que sale de una habitación y dice, refiriéndose a otro personaje: «El viejo búho me las pagará»?

Sainclair me responde con una sonrisa infantil:

—Es el profesor Müller en El país del Oro Negro.

Yo borraré esa sonrisa.