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Recibo el golpe en pleno flanco. Sin tiempo para recuperar el aliento, otro ataque, frontal esta vez, me envía a la lona. Ya sólo puedo hacerme un ovillo, encogerme al máximo, dejar que llueva, esperar a que todo pase aun sabiendo que no va a pasar. Y no pasa. La cosa me cae encima por todos lados a la vez. La imagen que se me ocurre entonces es la de esos marinos americanos cuyo barco fue hundido en alguna parte del Pacífico, hacia el final de la guerra. Los hombres, en el mar, se habían reunido para formar un bloque y flotaban sujetándose por los codos, como un inmenso charco humano. Los tiburones la habían emprendido con aquella torta empezando por los bordes y royendo, royendo hasta llegar al centro.

Eso es exactamente lo que Stojil está haciéndome. Ha hecho retroceder mis fuerzas alrededor de mi rey y me ataca por todos lados a la vez. Esa capacidad de jugar simultáneamente en diagonales y perpendiculares revela al Stojil de las grandes ocasiones. Mejor así, además, cuando no ve Stojil hace trampa. Es el único tipo en el mundo capaz di hacer trampas en el ajedrez. Todas sus piezas están entre dos o cuatro casillas, la visión del adversario se nubla, el mundo zozobra, la moral cae por los suelos, pues la auténtica muerte de los valores es un tablero difuso. Pero esta noche, no lo necesita. ¡Ve! Ve y lo admiro. Todos sus ataques se hacen a pecho descubierto. Un caballo da un salto de cangrejo y brota el alfil por debajo, tan neto e inesperado: como un cuchillo. El caballo, al caer, planta también el tenedor en su parte de pastel. Si cuido mi pierna, me muerden el brazo, si escondo la cabeza, muero asfixiado. No cabe duda, es el Stojil de las grandes noches. Y yo, el topo parpadeante bajo los proyectores del búho. En mi cabeza, la bolita que buscaba enloquecida una escapatoria se abandona por fin a la fascinación de la derrota.

—Son siete.

No ha apartado los ojos del tablero. Sólo ese murmullo de lejano bajo que le sirve de voz.

¿Son siete? ¿Siete qué? ¿Quiénes son siete?

—Hay seis pasmas en el Almacén; con el nuestro, hacen siete.

El nuestro, un alto granujiento de boca húmeda, cuyos admirativos movimientos de cabeza puntúan cada jugada de mi adversario, se pone imperceptiblemente rígido.

—Uno en lo de Sainclair, examinando las cuentas, uno por planta jugando a la sombra, y el nuestro, que finge saber jugar al ajedrez.

Boca Húmeda está alucinado en exceso para enfadarse.

—¿Cómo lo sabía? ¡No los ha visto entrar!

Sin contestar, Stojil conecta el micrófono de Miss Hamilton, que me convoca diez veces por día a la sala de tortura, se acerca y deja rugir el fondo de sus tripas.

—Segunda planta, departamento de discos, apague el cigarrillo por favor.

Soy de la opinión que, ante el sonido de ese celestial contrabajo, el patrullero de la segunda planta debe de creerse en comunicación con el propio Dios Padre. Conozco al bueno de Stojil: el hecho de que le hayan adjudicado siete bofias le hiere profundamente. Y, además, una sociedad que comienza a vigilar a sus vigilantes huele ya mal, es algo que le resulta conocido… De todos modos, vuelve a la partida. Hace que su alfil cruce el medio campo y anuncia:

—Mate en tres jugadas.

No cabe duda, me ha dado un baño. Muerte por asfixia Bravo, Stojil. El vencedor se levanta, arrastra su viejo esqueleto hacia el ventanuco de operador desde el que Marmitón puede abarcar una panorámica de todo el Almacén. Tímidamente, Boca Húmeda vuelve a la carga.

—¿Eh? ¿Cómo sabía que somos siete?

La mirada de Stojil planea sola, un buen rato, por el vacío iridiscente.

—¿Qué edad tienes, pequeño?

—Veintiocho años, señor.

Por su voz insegura, Boca Húmeda podría tener dieciocho. Aunque ochenta y ocho por su jeta de zopenco deshidratado.

—¿Y qué hacía tu padre durante la guerra?

Es un diálogo en paralelo, las dos miradas planean ahora en escuadrilla por el vasto silencio luminoso.

—Gendarme, señor. En París.

Los ojos de Stojil se zambullen en las profundidades del Almacén y despegan, de pronto, para iniciar un ascenso giratorio que barre cada planta, una tras otra, antes de regresar a sí mismos, como para presentar el informe.

—¿No te parece que huele a pies, aquí?

Al hijo del gendarme se le encienden las orejas. Pero el vigilante nocturno le planta una mano paternal en el hombro.

—No te excuses, son los míos.

Y añade:

—Perfume de centinela.

Entonces, suave, pausadamente, Stojilkovitch comienza contar su vida al pequeño bofia, empezando por sus primeros inicios como seminarista, cuando, centinela del alma, edificaba alrededor del dogma la doble muralla de las avemarías y los padrenuestros, luego su crisis mística, cuando colgó la sotana, su entrada en el Partido, su guerra, los alemanes desfilando por debajo, por las profundidades de los valles, luego el ejército de Vlasov (un millón de hombres, rectificad todos por arma blanca al finalizar las hostilidades) cabalgando, abajo, ante la inmóvil mirada del centinela Stojilkovitch («¡guardiana de las puertas balcánicas de toda Europa, pequeño!»), seguido muy pronto por las hordas liberadoras, tártaros de dientes afilados, jinetes cherkeses coleccionistas de orejas, rusos blancos coleccionistas de relojes y a quienes las hubiera gustado mucho cruzar, también, las puertas balcánicas, pero eso era no contar con la vigilancia del centinela Stojilkovitch, envuelto en los efluvios de sus transpiraciones pedestres.

—¡Un centinela nunca mira sus pies, pequeño, nunca!

Es hermoso. El Almacén toma de pronto proporciones de Gran Cañón. Stojil vela por el mundo.

—¡No dejé pasar ni uno! Afortunadamente, porque si hubiera dejado pasar uno solo, pequeño, tus cajas registradoras devorarían hoy rublos, y no devolverían el cambio.

Palabra, visto de perfil, Stojil tiene ahora realmente aspecto de águila. De un águila en no muy buen estado, es cierto, pero de todos modos ya es algo para el pollito que lo devora con los ojos.

—De modo que, como comprenderás, cuando me dan una bombonera para custodiar, me es fácil todavía descubrir ocho gorgojos.

—Siete —corrige Boca Húmeda—, sólo somos siete.

—Ocho. El octavo ha entrado hace cinco minutos y ninguno de vosotros lo ha advertido.

—¿Alguien ha entrado en el Almacén?

—Por la puerta del quinto, la que da al pasillo de la cantina. No cierra, ya he presentado tres informes al respecto.

Boca Húmeda no espera que concluya la respuesta. Se lanza sobre el micrófono y la información estalla en el silencio del Gran Cañón. Tras ello, nos abandona como un pedo para correr hacia la puerta en cuestión.

Los otros seis polizontes, abandonando sus respectivos departamentos, hacen lo mismo. Les admiramos unos segundos y luego, pasándome el brazo por los hombros, Stojil me devuelve al tablero.

—Tienes que desplegar tus piezas y mantener el centro, Ben, si no lo haces te asfixiarán siempre. Mira, tu caballo negro y tu alfil blanco ni siquiera se han movido.

—Si salgo demasiado pronto, fuerzas el intercambio acabas por joderme con tus peones, a la yugoslava.

—También tienes que aprender a jugar con tus peones a fin de cuentas son los que marcan la diferencia.

Y en este punto de nuestra clase de estrategia se abre puerta de la cabina y entra Julius en persona, Julius bullicioso, risueño, hecho unas pascuas al ver a su dueño, como todos los martes a la misma hora de la noche. Nunca le he negado este placer. Y estamos todavía en el jolgorio del encuentro cuando se abre la puerta por segunda vez, comí una exhalación.

—Oiga, vigilante, no habrá usted…

El pasma, que interrumpe su pregunta al descubrir a Julius, es enorme, un verdadero armario, con la pelambrera a ras de sus espesas cejas, muy negras, un puro producto de los estudios Mack Sennett.

—¡Cagüendiós! ¿Qué hace aquí este chucho?

—Es mi perro —digo.

Pero la Ley no quiere dejarnos gozar por más tiempo su sorpresa. Lo suyo es más bien el terror, ojos desorbitado y chirriar de dientes.

—Pero ¿qué pasa en este tugurio, joder, donde los vigilantes juegan a las cartas y cualquiera puede pasearse por la noche con su chucho?

Improviso una explicación a la gloria del noble juego de ajedrez y en defensa de las viejas costumbres, pero me interrumpe de un hachazo:

—¿Y qué coño hace usted aquí?

Le anuncio que Boca Húmeda me ha dado su autorización.

—Lárguese.

Eso es autoridad pura y simple.

Y puesto que, de todos modos, Julius y yo íbamos a hacerlo, nos damos el piro. Regreso, a seis patas, hasta el Père-Lachaise.

—¿Por dónde va a ir?

Anuncio mi itinerario: la puerta hecha polvo de los pasillos.

—¡Y un huevo! Por la puerta de servicio, como todo el mundo.

Cambio de rumbo. Julius y yo bajamos por la escalera mecánica que, en cinco revoluciones, nos escupirá en el departamento de juguetes. A mi espalda, oigo al humanista gritando:

—¡Pasquier, acompaña a ese payaso y a su chucho de mierda!

Y añade:

—El animalucho apesta.

Pasquier, que me sigue los pasos, murmura a mi oído:

—Lo siento, realmente.

Reconozco la voz infantil de Boca Húmeda.

—La jerarquía, amigo. Está usted perdonado.

Ante mí, Julius se traga, prudentemente, los peldaños de la inmóvil escalera mecánica, de una altura desacostumbrada para él. Su gran culo oscila entre las paredes de formica. El sueño de más de un pastor. Encantado de recuperar, por fin, el suelo llano de la planta baja, se da la vuelta y, saltando con sus cuatro patas, me ofrece un bailecito jubiloso. Lo cierto es que apesta. Tendré que lavarlo.

Cuando llegamos al departamento de los juguetes ocurre la cosa. Algo que seguirá siendo, hasta nueva orden, el recuerdo más penoso de mi vida. El perro, que ha recuperado su paso senatorial, se inmoviliza de pronto. Boca Húmeda y yo estamos a punto de rompernos la cara cuando chocamos con él. Tras el golpe, Julius cae de lado, rígido como un caballo de madera. Tiene los ojos en blanco. Una espesa baba brota a chorros de sus belfos negros y contraídos en un rictus de apocalipsis. Su lengua está tan profundamente enrollada en la garganta que le es imposible cualquier respiración. Mi pobre Julius, hinchado como si fuera estallar. Sí, un cadáver de caballo mucho tiempo después de la batalla. Me arrojo sobre él, zambullo mi brazo en sus fauces distendidas y tiro de aquella lengua como si quisiera arrancársela. Cede por fin, se extiende con un chasquido y de pronto, los ojos de mi perro vuelven a su lugar. Pero la expresión que leo en ellos me obliga a retroceder de un salto. Y entonces comienza a aullar, un aullido lejano de sirena, que asciende y que, ampliándose, llena todo el volumen del Almacén con un terror capaz de despertar a los muertos. Todos los terrores del mundo en un solo e interminable aullido de perro loco.

—Pero ¡hágalo callar, cagüendiós!

Boca Húmeda pierde a su vez los estribos. Sin comprender muy bien lo que hace, lo veo desabrochar el botón di su chaqueta, apartar la tablilla de su funda sobaquera, tornar el arma y apuntar a la cabeza de mi perro.

Mi pie se mueve solo, golpea la muñeca del pasma y la pipa se pierde en algún rincón del Almacén. El tipo queda con el brazo estirado, como si tuviera todavía algo en mano. Una mano que, por fin, cae blandamente. Aprovecho la ocasión para tomar a mi perro en brazos.

¡Es ligero!

¡Ligero como si estuviera vacío!

Y sigue aullando, con esa mirada enloquecida y ése rictus de devorador del mundo.

—¡Porque, además, es epiléptico!

Muy cerca de mi oigo la voz del malvado que acaba comparecer y se desternilla.