Cuando estoy fuera, me da la impresión de caminar con pies desnudos sobre una alfombra de agujas. Mis párpados saltan, mis manos tiemblan, castañeteo de dientes. ¿Pero qué carajo habrá metido en su café Yemanjá? Tengo el tiempo justo de pasar por casa y engullir tres Valiums (¿tres Valia?) antes de ir a la asamblea de la intersindical, prevista para las dieciocho treinta en la sala de la cantina. El Valium envuelve mi cuerpo en nubes, sin variar en absoluto el estado de mis nervios. Visto desde el exterior, planeo; por dentro, me abraso como una bobina eléctrica que no dejara de chamuscarse.
Théo me mira, incrédulo:
—¿Tienes el mono?
—Más bien una sobredosis.
La asamblea está que arde. Por una vez, todos los empleados están ahí. Sindicados o no, CGT o «de la Casa»: queridos «colaboradores» («doras») de Sainclair, han acudido todos. Lecyfre, el distribuidor automático de la palabra CGT, está por completo superado. Lehmann, el elegido programado «de la Casa», no puede hacer gran cosa tampoco. Tiran, al mismo tiempo, de todos sus tiradores. Por más que aúllen lo de «¡Por favor, camaradas!», «¡Un poco de orden, amigos!», levantando los brazos para apaciguar la tormenta, no hay nada que hacer. El pánico es el más fuerte. Todos aúllan su acojono, su rabia o, sencillamente su opinión.
La acústica cuchillo-taza-pyrex-cemento de la inmensa cantina no favorece las cosas. Un jaleo tal que ni si quiera puedes oír a tu vecino más cercano. «¿Y si se lo carga realmente?» Vete a saber por qué, este pensamiento me asalta de modo por completo inesperado. ¿Y si Louna abortara? Como un relámpago, veo un amor jodido, que es toda una vida y luego, en caso contrario, el mismo amor fastidiado, devorado en el pecho de Louna por el pequeño competidor pezonófago.
—¿Tal vez tengas algo que decir sobre esto, Malaussène?
La pregunta de Lecyfre, lanzada sin previo aviso, me caza al vuelo.
—La clientela descontenta es cosa tuya, ¿no?
Ha rebuznado la pregunta sólo para obtener silencio, concentrando en mí la atención general. ¡Bingo! Muchas cabezas se han vuelto ya. Lo bastante numerosas como para que me sienta realmente solo. ¿Si pienso que un cliente descontento con mis servicios puede meternos bombas en el culo? ¿Es ésta la pregunta?
—Un Control Técnico debe tener opinión, sobre todo cuando hace tan bien su trabajo.
Nada que responder a ello, naturalmente, por lo tanto no respondo nada. Apenas si levanto un puño fatigado hacia Lecyfre, dejando sobresalir un dedo corazón previamente humedecido. Lehmann se cachondea groseramente, seguido por algunos más. La sonrisa de Lecyfre dice muy a las claras que voy a pagárselas. Mientras, ha obtenido la calma deseada. Las miradas se apartan de mí, unas más lentamente que otras. Uno declara que no, que las bombas no pueden proceder de la clientela normal. Se organiza el debate sobre otras bases. Apuntan al Almacén, de eso no cabe duda. Lecyfre y los suyos consideran que el problema sólo puede proceder de la Dirección. Por mucho que Lehmann lo niegue con la cabeza, la tesis tiene descendencia. Varias vendedoras exigen una investigación económica, Debe de haber en las alturas un jugoso choriceo que acarrea esta represión, estas bombas son huevos envenenados de un pichón que está vengándose. A menos que se trate —posición Lehmann— del inicio de un chantaje. ¿Chantaje? ¡Qué coño chantaje! ¿Acaso alguien, una organización cualquiera, ha reivindicado el atentado (los atentados)? No, no que se sepa. ¿Ha recibido la Dirección ofertas de protección? ¿No? ¿Y entonces? La tesis del chantaje es una jilipollez. Un solitario. Que intenta lograr que cierren el Almacén. ¡De eso se trata!
Sí, ya estamos. Éste es el verdadero orden del día de la reunión. ¿Qué actitud debe adoptar el personal del Almacén si la Dirección decide cerrar la tienda? Protestas por todas partes, aullidos, unanimidad. ¡Ni hablar de cierre! Si el Almacén cierra, lo ocuparemos. Los empleados no tienen por qué pagar las jilipolleces de la Dirección. Sí, pero ¿y la seguridad? Silencio. Todas las manos caen de golpe.
—Ya verás cómo piden una prima de riesgo.
Théo está divirtiéndose.
—Venderemos braguitas protegiéndonos detrás de sacos terreros. Una monada de guerra. Lehmann podrá ponerse por fin el uniforme de camuflaje y distribuiremos chalecos antibalas a la clientela.
Théo sigue haciendo encaje sobre el tema, pero ya no escucho. Escucho otra cosa: ahí, en el centro geométrico de mi cerebro, un pequeño silbato ultrasónico. Estridulante. Es un sonido que gira sobre sí mismo como un fuego artificial mexicano. Y luego difunde una especie de dolor hacia mis dos oídos. Y la cosa se tensa, y se hace ardiente, y pronto me hallo suspendido en el espacio por un alambre al rojo vivo que me atraviesa el cráneo. El dolor me hace abrir una boca inmensa de la que no sale sonido alguno. Luego se atenúa. Y desaparece. Théo, que me miraba como si estuviera muriéndome, se tranquiliza. Dice algo y no oigo. Estoy sordo. De todos modos, respondo:
—Estoy bien, Théo, estoy bien, ya ha pasado, gracias.
Mi voz sale de una escafandra microscópica que aúlla desde lo más profundo de mi talón. Indico por signos a Théo que se interese de nuevo por la tribuna donde prosiguen los debates. Las bocas se abren, se levantan los dedos, Lecyfre y Lehmann distribuyen autorizaciones. No oigo absolutamente nada ya, pero veo. Veo espaldas atentas y nucas angustiadas y, por primera vez, advierto que conozco todas esas espaldas y esas nucas de hombres y de mujeres. Incluso tengo la extraña sensación de conocerlos íntimamente. Puedo poner un nombre a la mayoría de los dedos que se alzan. Hace cinco meses que ligo por los pasillos del Almacén, y todos me han entrado por los ojos. Se han instalado en mí. Los conozco como conozco las casi veinticuatro mil viñetas de los álbumes de Tintín, y sus veinticuatro mil bocadillos, memoria homeopática que levanta la admiración exclamativa de Jérémy y del Pequeño.
De pronto, los cuatro polizontes mezclados con la concurrencia me saltan a la vista como garrapatas en una hoja de papel blanco. Y sin embargo, nada les distingue de los demás varones de la asamblea. Pasma, vendedores y chupatintas, idéntico combate por el nomeolvides y la raya en el pantalón. Sólo cambia la mirada. Estos cuatro miran a los demás y los demás miran hacia delante, patéticamente, como si la promesa de un amanecer sin explosivo pudiera salir de la tribuna sindical. Los pasmas, por su parte, buscan un asesino. Tienen mirada psicológica. Sus orejas crecen a ojos vista. Son los espeleólogos del alma ambiente. ¿A qué componente de esta asamblea le han tocado tanto los cojones que quiere mandar a la mierda el tugurio? Sólo se hacen esta pregunta.
Y pueden hacérsela tanto como quieran.
¡El asesino no está en la sala! Es una certeza que se graba con letras de fuego en mi silencio intersideral.
Tras ello, me deslizo suavemente hacia una puerta lateral sin llamar siquiera la atención de Théo. Recorro un pasillo provisto de extintores y erizado de flechas indicadoras, en vez de seguir la dirección «Salida» giro a la izquierda y empujo la barra de una puerta que cede a mi presión.
Con todas las luces encendidas, el Almacén descansa en su polvo de oro. Aunque en mi cabeza el silencio es absoluto me parece oír además su propio gran silencio. Escaleras mecánicas que no escalan, es algo más que inmovilidad. Anaqueles rebosantes de mercancías sin vendedor alguno detrás, es algo más que abandono. Cajas registradoras que no dejan oír el retiñir de sus campanillas, es algo más que silencio. Todo eso, visto por un sordo, es otro mundo. Un mundo donde las bombas estallan sin dejar rastro.
—¿Estás buscando dónde colocar la próxima?
Conozco muy bien esta voz tan profunda, que me indica que he recuperado el oído. Se ha acodado junto a Nuestras miradas se dirigen instintivamente al departamento de los jerseys, abajo. Acabo respondiendo:
—Hay tantos modos de matar, Stojil, eso me desanima…
Stojilkovitch, servio por los genes, vigilante nocturno de profesión, y de una edad que su sonrisa no intenta hacer respetable. La voz más grave del mundo. El Big Ben de la noche londinense. Y que me cuenta una noche encantadora:
—Conocí un asesino de alemanes, durante la guerra, en Zagreb, de quince o dieciséis años y con un rostro de ángel. Lo llamaban Kolia. Había encontrado una decena de trucos infalibles. Por ejemplo, se paseaba colgado del brazo de una camarada preñada que empujaba un cochecito, se cargaba a un oficial al salir de misa, de una bala en la nuca, y escondía el revólver humeante junto al bebé dormido. Cosas de este tipo. Se cargó a ochenta y tres. Nunca corrió. Nunca pudieron detenerle.
—¿Y qué fue de él?
—Se volvió loco. Al principio, no estaba hecho para matar. Al final, ya no podía prescindir de ello. Un tipo de histeria asesina muy frecuente entre los partisanos, y que apasionó a la internacional psiquiátrica después de la guerra.
Silencio. Mi mirada vaga unos instantes por la balaustrada de chatarra dorada que delimita el departamento de recién nacidos, allí, abajo, frente a mí, al otro lado del vacío. Sillitas y cochecitos pierden su inocencia.
—¿Le damos esta noche a la madera?
«Darle a la madera», en el lenguaje de Stojil, es una invitación a jugar al ajedrez. Hasta medianoche, cada martes, es mi única infidelidad para con los niños. Darle a la madera esta noche, en el luminoso sueño del Almacén, sí, ése es precisamente el tipo de calma que necesito.