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Dejamos el coche en doble fila, trepamos mis dos pisos como si nos persiguieran, nos arrojamos en mi catre como en un sueño, nos arrancamos las ropas como si ardieran, sus dos pechos me estallaron en la cara, su boca se cerró sobre mí, la mía encontró el palpitante beso de su deseo maorí, nuestras manos galoparon en todas direcciones, acariciaron, amasaron, estrecharon, penetraron, nuestras piernas se enroscaron, nuestros muslos aprisionaron, nuestras mejillas, nuestros vientres y nuestros bíceps se endurecieron, los muelles del catre respondieron, los ecos de mi habitación también, y luego, de pronto, la soberbia cabeza leonada de tía Julia apareció por encima de la mescolanza, aureolada por su increíble melena, y su voz, pedregosa ahora, preguntó:

—¿Qué te pasa?

Respondí:

—Nada.

No me pasa nada. Absolutamente nada. Soy sólo un miserable molusco acurrucado entre sus dos valvas, que no quiere sacar la cabeza. Por miedo a las bombas, imagino. Pero sé que me estoy mintiendo. De hecho, mi habitación está llena. De bote en bote. Alrededor de mi catre se yerguen espectadores en posición de firmes. Y no unos espectadores cualesquiera. Toda una caterva de sandinistas, cubanos, mois, satarés, en pelotas o de uniforme, llevando ballestas o kalashnikov, cobrizos como estatuas, aureolados por gloriosas polvaredas. ¡Están empalmados! Y, con las manos en las caderas, nos hacen un prieto pasillo de honor, tenso, arqueado que me la afloja.

—Nada —repito—. No me pasa nada. Perdóname.

Y, como no tengo otra cosa que hacer, me troncho.

—Ah caramba, ¿te parece divertido?

Puedo troncharme precisamente porque no me parece divertido. Se lo explico. Me excuso de nuevo. Le digo que estamos rodeados de un jurado olímpico y que nunca he estado en forma para los concursos.

Dice:

—Lo comprendo.

Y me explica a su vez. Nuestra desventura será, por lo demás, el desenlace de esta investigación sobre los amores primitivos y revolucionarios que debe terminar para el próximo número de Actual.

—Ah —le digo—, trabajas en Actual.

Sí, trabaja allí.

—Lo que mata el amor, créeme, es la cultura amorosa: cualquier hombre podría empalmarse si no supiera que también los demás se empalman.

Intento acariciarla mientras lo va desarrollando, pero aparta mi mano. Nada de sucedáneos.

—Sí, lo que estropea la creación es la referencia…

¿Dónde está Julius? Me pregunto dónde está Julius. Sin duda, tras los fogones de Hadouch. Qué mierda de vida. Las bombas te estallan en las nalgas. Una coalición de indios y héroes te aflojan la picha en pleno deseo y tu perro favorito se atraca tranquilamente en tu restaurante habitual. Cochino Julius, ya no te conozco. Y por tres veces. La negación de san Pedro.

Evidentemente, es el momento que elige la puerta de mi habitación para abrirse. Julius. Pues sí es Julius.