La ventaja de hallarse en el lugar mismo de una explosión es que nadie te pisotea. Todo el mundo huye del epicentro.
El peso de la muchacha tendida sobre mí me pega al suelo. Diríase que me protege de las ametralladoras enemigas. Pero si lo miras de más cerca, está, sencillamente, desvanecida. La deposito suavemente a un lado, aguantando su cabeza con la palma de mi mano, y le cubro con el vestido las piernas al aire. Cazeneuve está frente a mí, sentado, estático como un chiquillo ante su primer castillo de arena. Está cubierto de sangre y algo en su interior se pregunta, sin moverse, si es suya o de alguien más. (Es la primera vez que lo veo pensar). Algunos metros por detrás de Cazeneuve, dos cuerpos, dispersos y encabestrados al mismo tiempo, yacen en una espantosa bazofia sanguinolenta. Me levanto penosamente. A mi alrededor hay el pánico de un vivero cuando se abre la pesca. Todos los peces quieren salir del agua. Saltan, vuelven a caer, chocan, cambian repentinamente de dirección como si quisieran escapar de una red invisible. Lo más alucinante es que todo ello se desarrolla en un silencio de profundidades marinas. Caen estantes enteros, los maniquíes de escaparate estallan bajo los pies de los fugitivos. Y todo sin un solo ruido. Estoy en el fondo de un gigantesco acuario enloquecido. Tía Julia se despierta a su vez. Veo sus labios que se mueven, pero no oigo nada. Sordo. La explosión me ha dejado sordo. Instintivamente, me llevo los dedos a los oídos. No hay sangre. Eso me tranquiliza un poco. Me agacho ante tía Julia y tomo su rostro entre mis manos:
—¿No hay nada roto?
Oigo mi voz como si me telefoneara a mí mismo, la muchacha responde algo, luego hace ademán de darse la vuelta, pero se lo impido. Sin embargo, aquel sangriento revoltijo no me da náuseas, esta vez no. Al parecer, nos acostumbramos a todo. Los dos cuerpos dan la impresión de haber intercambiado sus vísceras en una especie de postrera comunión. Se han fusionado. Del pequeño cesto verde manzana no queda ni rastro. Sus dos vientres lo incubaban y la explosión se ha producido. Dos tipos de blanco se llevan a Cazeneuve, completamente sonado. Me palmean el hombro. Me doy la vuelta. Prueba de que la Historia se repite siempre del peor modo. El pequeño bombero de última vez comienza a explicarme la cosa. Sus dos babosas rosadas bailan bajo el fino bigote. Pero —¡oh alegría!— no le oigo.
Permanecí cuatro largas horas en el hospital. Me inspeccionaron por todas mis costuras. Nada roto. Sentí un placer muy infantil dejándome manipular. Como cuando era un mocoso y mi madre o Yasmina, la mujer del viejo Amar, me bañaban. Mi sordera contribuye al encanto de la cosa. Siempre he pensado que sería un buen sordo y un mal ciego. Apartad el mundo de mis oídos, lo quiero. Tapadme los ojos, me muero. Puesto que todas las cosas buenas se terminan, el mundo acaba abriéndose de nuevo camino hasta mis tímpanos. Oigo las conversaciones de enfermeras y matasanos a mi alrededor. Al principio, no entiendo nada. Como si estuvieran hablando en un compartimento contiguo. Luego, la cosa se precisa. Se trata, sencillamente, de mantenerme en observación una semanita. Es posible haya complicaciones en el cerebro. ¡Una semana de hospital! Desde aquí veo la cara de los mocosos y de Julius.
—¡Ni hablar del peluquín!
Una larga bata blanca de rostro caballuno se inclina hacia mí.
—¿Decía usted algo?
—Sí, he dicho no, no quiero quedarme aquí, me encuentro muy bien, no hay problema, voy a marcharme a casa.
—La bata blanca se remite a otra bata más blanca todavía, tensada por una redonda panza.
—No podemos dejarlo marchar, amigo. No antes de haber hecho las radiografías necesarias.
Estoy todavía tendido en la camilla de curas. La enorme panza habla justo delante de mi nariz. Todas esas barrigas trampa… ¿Y si me estallara también él en las narices?
Digo:
—Tampoco pueden retenerme contra mi voluntad.
Fuera, ya hace tiempo que es de noche. Mientras camino hacia el metro, un coche circula junto a la acera hasta llegar a mi altura y da un bocinazo. Una bocina de los años cincuenta. De las que hacen «tut». Me doy la vuelta. Tía Julia, en el interior de un cuatro caballos amarillo limón, me invita con grandes gestos.
—¿Va a pie? Suba, le llevo.
Subo en la reliquia de tía Julia.
—¿Le han hecho firmar un descargo? A mí también. Se cubren las espaldas, es normal.
Conduce su cuatro caballos como si fuera un paquebote, sin sacudidas. Una especie de proeza cuando conoces ese trasto. Navegamos hacia el Père-Lachaise. Tía Julia habla. Habla y yo recuerdo el cesto verde manzana y los vientres que se cierran. Luego, la mirada aterrorizada de Cazeneuve. Cazeneuve no tiene nada, me dejaría cortar el brazo. Está conmocionado, eso es todo. La carga ha estallado en el nido hermético formado por los dos vientres. Como en el interior de un huevo blando.
—¡Estaban empalmados como ángeles!
¿Ángeles empalmados? ¿Qué ángeles? ¿Quién está empalmado? Tía Julia me mira con ojos velados por una indecible nostalgia. Dice:
—Los sandinistas. Empalmaban como ángeles. Indefinidamente. Jodían riendo. Y, cuando gozaban, lo hacían a largos chorros ardientes, hasta la total extinción de mi incendio. Lo experimenté una sola vez, en Cuba, justo después de la revolución. Yo tenía catorce años. Fue dos días antes de que mi padre el cónsul se hiciera expulsar. Luego volví, pero todo había terminado: era ya la erección del realismo socialista, el coito estajanovista…
Calló unos momentos. El tiempo de permitirme recuperar el aliento. (¿Ha sido la bomba lo que la ha puesto en ese estado?). Un semáforo rojo pasa al verde. Tía Julia se pone en marcha al mismo tiempo que su cafetera.
—Ahora, también Nicaragua está jodida… El placer constructivo.
Su rostro, retorcido en una expresión de asco, se relaja bruscamente, y su hermosa voz ronca se zambulle de nuevo en afortunadas certidumbres:
—Afortunadamente, siempre quedarán los mois, los maoríes, los satarés…
Digo:
—¿Los satarés?
—¡Los satarés de la Amazonia brasileña!
Y desarrolla:
—Tienen unos músculos largos, netos, bien dibujados. Sus hombros y sus caderas no se deshacen entre tus dedos. Su picha tiene una suavidad satinada que no he encontrado en ninguna otra parte. Y cuando te la meten, se iluminan desde el interior, como un Callé 1900, soberbiamente cobrizo.
Y así, mientras el París invernal y nocturno desfila por los flancos de nuestra piragua, tía Julia desarrolla el suntuoso cuerpo de su teoría. A su entender, sólo los revolucionarios al día siguiente de la victoria y los grandes primitivos joden correctamente. Unos y otros tienen la eternidad en la cabeza. Joden en presente de indicativo, como si debiera durar siempre. En todo el resto del mundo, se polvea en pasado o en futuro, se conmemora o se erige, se perpetúa o se multiplica, pero nadie se ocupa de sí mismo…
La voz se ha vuelto extraordinariamente convincente.
—Me refiero a ocuparse de sí mismos, allí, del uno y del otro, al instante, de ti y de mí…
Foco sobre tía Julia, No aparto de ella mis ojos ni un solo segundo. Sus contornos están irisados por las luces de la ciudad. Y luego, de pronto, se me aparece por completo, en la salpicadura de un escaparate de luminarias. (Mamma mia!…)