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Al día siguiente, 26, de nuevo al tajo. Como todos los días, Julius me acompaña al metro Père-Lachaise, luego se va a ligar a Belleville mientras yo me gano su condumio. Su pelota nueva está atrapada entre sus babosas fauces desde anteayer por la noche.

En el periódico que acabo de comprar, hablan largo y tendido del «monstruoso atentado del Almacén». Como un solo muerto no basta, el autor del artículo describe el espectáculo al que habríamos podido asistir si hubiera habido una decena. (Si realmente queréis soñar, despertad…) Luego el plumífero consagra, de todos modos, algunas líneas a la biografía del difunto. Era un honesto mecánico de Courbevoie, de sesenta y dos años, por el que todo el barrio derrama lágrimas, pero que «por fortuna» era soltero y sin hijos. No es una alucinación, en efecto he leído «por fortuna soltero y sin hijos». Miro a mi alrededor: el hecho de que el Dios Azar se cargue «por fortuna» a los solteros preferentemente, no parece perturbar el mundillo familiar del metropolitano. La cosa me pone de tan buen humor que bajo en Republique, dispuesto a hacer el resto del camino a pie. Mañana de invierno, sombría, pringosa, glacial, repleta. París es un charco donde se embarra el amarillo de los faros.

Temía llegar con retraso, pero el Almacén se ha retrasado más que yo. Con sus persianas metálicas bajadas ante sus inmensos escaparates, produce el efecto de un paquebote en cuarentena. De sus calderas subterráneas sube un vapor que se deshilacha en la bruma matinal. Aquí y allá, pequeñas presencias luminosas me indican, sin embargo, que el corazón late. Dentro, hay vida. Penetro, pues, y me inunda enseguida la luz. Cada vez la misma sorpresa. Cuanto más oscuro y siniestro es el exterior, más brilla el interior. Toda aquella luz que cae como una cascada silenciosa de las alturas del Almacén, que rebota en los espejos, los bronces, los vidrios, los falsos cristales, que fluye por los pasillos, que os espolvorea el alma; toda esa luz no es que ilumine: inventa un mundo.

En eso estoy soñando mientras un polizonte de dedos ágiles me registra de pies a cabeza, hasta que advierte por fin que no soy una bomba atómica y me deja pasar.

No he llegado el primero. La mayoría de los empleados están ya reunidos en los pasillos de la planta baja. Todos miran hacia arriba. Mujeres en su mayoría. Sus ojos brillan con un fulgor turbio como si estuvieran escuchando al Espíritu Santo. Arriba, en la pasarela de mando, Sainclair ronronea por un micrófono. Rinde homenaje al «maravilloso comportamiento del personal» en los últimos «acontecimientos». Asegura toda la simpatía de la Dirección de Chantredon: el tipo que viajó a través del escaparate de cosméticos y que cura sus heridas en el hospital. Se excusa ante quienes fueron visitados ayer por la policía. Todos los empleados deberán pasar por ello, «incluida la Dirección», pero con el único objetivo de «aportar a la investigación los elementos necesarios para llevarla a buen puerto».

Por lo que a él, Sainclair, se refiere, ni por un segundo se le ha ocurrido que el atentado pueda ser obra «de uno de mis colaboradores». Ya que nosotros no somos «sus empleados», sino «sus colaboradores», como ha declarado solemnemente ante el Consejo de Administración. Mil excusas a los «colaboradores» por el pequeño registro al entrar. Él mismo se ha prestado a ello, y también los clientes lo sufrirán mientras dure la investigación.

Miro a Sainclair. Es muy joven. Ha ascendido muy deprisa. Tiene una autoridad suave. Sale de una escuela superior de comercio donde, en primer lugar, le enseñaron a impostar la voz y a vestirse. Lo demás llegó por sí solo. Habla casi con ternura y, bajo su rubio mechón, se filtra una dulce mirada transida de tristeza. A Sainclair le duele el Almacén. Los colaboradores que rodean al jefe de personal, responsables de planta, cómitres de primera clase, tienen una jeta más adecuada al empleo. Están todos alineados a cordel, a lo largo de la dorada balaustrada del primer piso. Ponen cara de circunstancias. Si se aguzara el oído, podría oírse cómo crecen las medallas en sus pechos responsables. La idea me da risa. Me río. El tipo que está ante mí se da la vuelta. Es Lecyfre, el delegado de la CGT en carne y matices.

—Ya está bien, Malaussène, cierra la boca.

Mis miradas se posan en la muchedumbre estática, luego en la nuca afeitada de Lecyfre, luego de nuevo en la tribuna oficial. No cabe duda, el tal Sainclair tiene un don. Ha comprendido algo que yo no comprenderé nunca.

Dejo que la misa siga sin mí y me largo al vestuario. Abro mi armario metálico, saco mi traje de trabajo. No me pertenece, lo presta la empresa. Ni demasiado antañón ni demasiado a la moda. Apenas un no sé qué de gris, de polvoriento, de en exceso honesto. El traje de alguien a quien le gustaría comprarse otro. Lo llevo bajo el brazo, como si fuera la primera vez. Una voz chabacana me arranca de mis pensamientos:

—¿Tienes algún plan, Ben? ¿Quieres cambiarlo por uno de los míos?

Es Théo, emperifollado por Cerutti esta mañana. Cambia tan a menudo de traje para sus sesiones de fotomatón que su armario está de bote en bote y también ha invadido el mío. Compartimos la llave. Cada mañana, extirpo mi traje de trabajo de su guardarropía espagueti-hollywoodiense.

—En serio, ¿quieres uno? ¡Sírvete!

Mi mano lo rechaza.

—Gracias, Théo, sólo me preguntaba, viendo la alegría del uniforme, si realmente estaba yo hecho para este curro.

Y, entonces, en su jeta se abre una amplia sonrisa.

—Es exactamente la pregunta que me hago, ante mi guardarropía, todas las mañanas. Me digo que estaba hecho para ser hetera, y resulta que soy maricón.

Tras ello, ambos nos encontramos en el sótano, en el reino del bricolaje, su imperio. Llega cada mañana más de media hora antes que sus vendedores. Recorre los pasillos vacíos como Bonaparte recorría las prietas filas de sus guripas antes de la hecatombe. Al pasar lista, le salta a los ojos la falta de la menor tuerca, el más pequeño rastro de confusión en los aparadores le hiere cruelmente.

—¡Es que mis viejecitos arman un follón terrible!

Suspira. Lo devuelve todo a su lugar. Podría ordenar por completo el sótano con los ojos cerrados. Es su territorio. Cuando estamos los dos solos, reina allí un silencio anterior a la creación del mundo.

—¿Le gustó a Clara su vestido?

—Una maravilla sobre una maravilla, Théo.

Susurramos. Encuentra un timbre eléctrico en la cubeta de las ruedas para sillones.

—Ya ves, en mis ancianos la memoria es lo que primero chirría. Toman cualquier cosa y la dejan en cualquier lugar, para tomar otra cosa. Ávidos y apasionados como bebés…

El reinado de los viejecitos de Théo data de cuando era un simple vendedor de herramientas. Era tan amable con los desechos del barrio que éstos iban a mangonear tranquilamente en sus dominios, días enteros y cada vez en mayor número.

—Salí de la calle y sé lo que es eso, no quiero dejarles ahí, podrían ir por mal camino.

Eso es lo que responde a quienes refunfuñan por esa invasión de centenarios.

—Aquí tienen la sensación de reconstruirse un mundo, y no cuesta nada.

Cuanto más ascendía Théo, más aumentaba el número de los viejecitos. Llegaban de los más alejados hospicios. Y, desde que Sainclair le coronó Emperador del Bricolaje (no sólo puede reconstruir París con cualquier cosa sino que también puede vender una segadora de césped a alguien que desea arreglar su cuarto de baño), todo el sótano pertenece a los viejecitos de Théo.

—Un adelanto de su paraíso.

—¿De dónde sacaste los delantales grises?

—Liquidación de un orfelinato, cerca de mi casa. Así al menos, cuando lo llevan, siempre sé dónde están.

A mediodía, en el pequeño figón donde huimos de la cantina, Théo se permite una súbita carcajada.

—¿Sabes una cosa?

—¿Qué?

—Lehmann hace correr el rumor de que soy gerontófilo. Como quien dice un pedófilo de la tercera edad. ¿Te das cuenta?

(Tierno Lehmann…)

—Mira, a propósito de pedofilia, dale eso al Pequeño, para su álbum.

Es otra fotografía. Traje color burdeos, terciopelo sedoso, mimosa en el ojal. A su espalda, la leyenda que el Pequeño copiará con una caligrafía de trazos gruesos y trazos finos.

«Eso es cuando Théo hace la golondrina.»

Que quien quiera comprender, comprenda. Théo comprende. Y los innumerables amigos de Théo, que encuentran sus mensajes fotográficos clavados en su puerta cuando no está. ¿Y el Pequeño? ¿Tengo que prohibir esa colección? Sé que lo de Théo no es la infancia, pero de todos modos…