Tengo una concesión de contrato renovable en el Père-Lachaise, en el número 78 de la calle de la Folie-Régnault. Cuando llego, el teléfono está insistiendo. Siempre me doy prisa cuando me llaman.
—Ben, ¿estás bien?
Es Louna. Mi hermana.
—¿Cómo si estoy bien?
—La bomba, en el Almacén…
—Todo el mundo ha palmado, soy el único superviviente.
Se ríe. Calla. Y luego dice:
—Hablando de palmar, he tomado una decisión.
—¿De qué tipo?
—Del tipo bombazo. Voy a hacer que palme mi inquilino. Aborto, Ben. Prefiero quedarme con Laurent.
Nuevo silencio. La oigo llorar. Pero de muy lejos. De hecho, hace lo posible por ocultármelo.
—Escúchame, Louna…
¿Qué va a escuchar? Historia clásica. Ella, la gentil enfermera, y él, el apuesto doctor, el flechazo, la decisión de mirarse a los ojos hasta la muerte, ella y él, y nadie más. Pero, con el paso de los años, las ganas del tercero empiezan a apuntar. La femenina comezón del duplicado: la Vida.
—Escúchame, Louna…
Está escuchándome, pero yo no digo nada, de modo que acaba diciendo:
—Te escucho.
Y entonces hablo. Le digo que debe conservar al pequeño inquilino. Eliminó a los precedentes porque no quería a los papas y no va a poner a éste de patitas en la calle porque quiere demasiado al papá, ¿verdad, Louna?; no jodas, deja ya de decir tonterías. («Deja de decir tonterías tú —murmura una vocecilla familiar en uno de mis recovecos—, pareces alguien de Pro-vida.») Pero prosigo, estoy lanzado:
—De todos modos, nunca sería como antes, no ibas a perdonárselo a tu Laurent, ¡te conozco! Oh, no sería lo del par de ovarios blandido en las narices del abortista sino, más bien, del tipo consunción, no sé si entiendes lo que quiero decirte.
Llora, se ríe, llora de nuevo. ¡Media hora!
Apenas he colgado, absolutamente hecho cisco, cuando vuelve a sonar.
—Oye, pequeñín, ¿estás bien?
Mamá.
—Estoy bien, mamá, estoy bien.
—Una bomba en el Almacén, ¿te das cuenta? Eso en casa no habría pasado.
Alude a la agradable quincallería de la planta baja donde pasé mi infancia sin aprender bricolaje, y que acabó convertida en apartamento para los niños. Olvida la persiana metálica de Morel, el tendero de enfrente, pulverizada por un pedazo de plástico cierta mañana de junio del 62. Olvida la visita de los dos tipos del traje cruzado que le recomendaron seleccionar bien la clientela. Es una monada, mamá, se olvida de las guerras.
—¿Se encuentran bien los niños?
—Los niños se encuentran bien, están abajo.
—¿Qué vais a hacer por Navidad?
—Nos quedaremos aquí los cinco.
—A mí, Robert va a llevarme a Châlons.
(Châlons-sur-Marne, pobre mamá). Digo:
—¡Viva Robert!
Suelta una risita.
—Eres un buen hijo, pequeñín.
(Bueno, ahí va el buen hijo…)
—Tus otros hijos tampoco están mal, mamita.
—Gracias a ti, Benjamin, siempre has sido un buen hijo.
(Tras la risita, el sollozo).
—Y yo os abandono…
(Bueno, ahí va la mala madre).
—No es un abandono, mamá, sólo un descanso. ¡Te tomas un descanso!
—¿Qué clase de madre soy, Ben, puedes decírmelo? ¿Qué especie de madre?…
Como he calculado ya el tiempo necesario para que responda a sus propias preguntas, dejo suavemente el auricular en el edredón y voy a la cocina para hacerme un café turco muy espumoso. Cuando vuelvo a la habitación, el teléfono sigue buscando la identidad de mi madre…
—… fue mi primera fuga, Ben, yo tenía tres años…
Tras beberme el café, vuelco la taza en el plato. Thérèse podría leer el porvenir del barrio entero en el grosor del poso derramado.
—… allí, y fue mucho más tarde, yo estaba por los ocho o nueve años, creo… Ben, ¿me oyes?
Es justo el momento que elige el charlófono para chirriar.
—Te oigo, mamá, pero tengo que dejarte, los mocosos están interfoneándome. Bueno, descansa a gusto y, no lo olvides, ¡viva Robert!
Cuelgo y descuelgo. La voz agria de Thérèse me destroza los tímpanos.
—Ben, Jérémy está tocando los cojones, no quiere hacer los deberes.
—Cuida tu lenguaje, Thérèse, no hables como tu hermano.
Y, precisamente, la voz del hermano resuena ahora.
—Es esa jilipollas la que me cabrea, ¡no sabe explicarme nada!
—Cuida tu lenguaje, Jérémy, no hables como tu hermana. Y pásame a Clara, ¿quieres?
—¿Benjamin?
La cálida voz de Clara. Terciopelo muy verde y tirante en el que cada palabra rueda con la silenciosa evidencia de una bola muy blanca.
—¿Clara? ¿Cómo está el Pequeño?
—La fiebre ha bajado. De todos modos he hecho que viniera Laurent, dice que debemos mantenerlo dos días abrigado.
—¿Ha dibujado más ogros Noel?
—Una docena, pero son mucho menos rojos. Los he fotografiado. Ben, he preparado unas patatas gratinadas para cenar. Estarán listas dentro de una hora.
—Ahí estaré. Pásame al Pequeño.
Y es la vocecita del Pequeño.
—¿Sí, Ben?
—Nada. Era sólo para decirte que tengo una foto de Théo para tu álbum, y que esta noche os contaré una nueva historia.
—¿Una historia de ogro?
—Una historia de bomba.
—¿Ah, sí? Será súper también…
—Ahora tengo que dormir una hora. Al primero que se acerque al charlófono, mátale.
—De acuerdo, Ben.
Cuelgo y me dejo caer en la piltra, dormido ya antes de alcanzarla.
Me despierta, una hora más tarde, un perro enorme. Me ha atacado por el flanco. Caigo bajo la cama por la violencia del choque y me encuentro atrapado contra la pared. Lo aprovecha para inmovilizarme por completo e iniciar el aseo que no he tenido tiempo de hacer esta mañana. Hiede como un vertedero municipal. Su lengua huele a algo que parece bacalao rancio, a esperma de tigre, al Todo-París canino.
Digo:
—¿Regalo?
Da un salto atrás, se sienta en su inenarrable culo y, con la lengua colgante, me mira inclinando la cabeza. Registro los bolsillos de mi chaqueta, saco la pelotita envuelta y se la ofrezco declarando:
—Para Julius. ¡Feliz Navidad!
Abajo, en la ex quincallería, el olor a nuez moscada de las patatas al gratén flota todavía mucho tiempo después de que yo haya arrastrado a los niños hasta las más profundas entrañas del relato. Los ojos me escuchan por encima de los pijamas mientras los pies se balancean en el vacío de las literas superpuestas. Estoy en el instante en que Lehmann se abre paso hacia el tobogán enloquecido. Aparta a la muchedumbre con grandes golpes de un brazo artificial que le he inventado para la ocasión.
—¿Y cómo se esfumó su verdadero brazo? —pregunta Jérémy a quemarropa.
—En Indochina, en la carretera de Dalat, en el kilómetro 317, una emboscada. Sus hombres le querían tanto que se largaron abandonándolos, a él y su brazo, que ya no estaban juntos.
—¿Y cómo salió de aquélla?
—El capitán de su compañía fue a buscarlo, solo, tres días más tarde.
—¡Tres días más tarde! ¿Y qué comió durante esos tres días? —pregunta el Pequeño.
—Su brazo.
Hábil respuesta que satisface a todo el mundo. El Pequeño ha tenido su historia de ogro, Jérémy su relato de guerra, Clara su dosis de humor; por lo que se refiere a Thérèse, tiesa como un ujier tras su mesa de trabajo, ha taquigrafiado, como de costumbre, la integridad de mi relato, incluidas las digresiones. Es un excelente entrenamiento para su escuela de secretariado. En dos años de ejercicios nocturnos, ha copiado ya los hermanos Karamazov, Moby Dick, Tintín en el Templo del Sol, Gosta Boërlíng, Asphalt Jungle más dos o tres productos de mi propia cosecha mental.
Cuento pues, hasta que el parpadeo de los ojos anuncia la extinción de las luces. Cuando cierro la puerta a mi espalda, el árbol de Navidad brilla en la oscuridad. No lo he hecho mal del todo, no han pensado ni por un momento en lanzarse sobre los regalos. Salvo Julius, que se atarea, desde hace dos horas, intentando desenvolver su paquetito sin romper el papel.